Vida del Pícaro Guzmán de Alfarache

Mateo Alemán


Novela



Capítulo 1. En que cuenta quién fue su padre

El deseo que tenía, curioso lector, de contarte mi vida me daba tanta priesa para engolfarte en ella sin prevenir algunas cosas que, como primer principio, es bien dejarlas entendidas —porque siendo esenciales a este discurso también te serán de no pequeño gusto—, que me olvidaba de cerrar un portillo por donde me pudiera entrar acusando cualquier terminista de mal latín, redarguyéndome de pecado, porque no procedí de la difinición a lo difinido, y antes de contarla no dejé dicho quiénes y cuáles fueron mis padres y confuso nacimiento; que en su tanto, si dellos hubiera de escribirse, fuera sin duda más agradable y bien recibida que esta mía. Tomaré por mayor lo más importante, dejando lo que no me es lícito, para que otro haga la baza.

Y aunque a ninguno conviene tener la propiedad de la hiena, que se sustenta desenterrando cuerpos muertos, yo aseguro, según hoy hay en el mundo censores, que no les falten coronistas. Y no es de maravillar que aun esta pequeña sombra querrás della inferir que les corto de tijera y temerariamente me darás mil atributos, que será el menor dellos tonto o necio, porque, no guardando mis faltas, mejor descubriré las ajenas. Alabo tu razón por buena; pero quiérote advertir que, aunque me tendrás por malo, no lo quisiera parecer —que es peor serlo y honrarse dello—, y que, contraviniendo a un tan santo precepto como el cuarto, del honor y reverencia que les debo, quisiera cubrir mis flaquezas con las de mis mayores; pues nace de viles y bajos pensamientos tratar de honrarse con afrentas ajenas, según de ordinario se acostumbra: lo cual condeno por necedad solemne de siete capas como fiesta doble. Y no lo puede ser mayor, pues descubro mi punto, no salvando mi yerro el de mi vecino o deudo, y siempre vemos vituperado el maldiciente. Mas a mí no me sucede así, porque, adornando la historia, siéndome necesario, todos dirán: «bien haya el que a los suyos parece», llevándome estas bendiciones de camino. Demás que fue su vida tan sabida y todo a todos tan manifiesto, que pretenderlo negar sería locura y a resto abierto dar nueva materia de murmuración. Antes entiendo que les hago — si así decirse puede notoria cortesía en expresar el puro y verdadero texto con que desmentiré las glosas que sobre él se han hecho. Pues cada vez que alguno algo dello cuenta, lo multiplica con los ceros de su antojo, una vez más y nunca menos, como acude la vena y se le pone en capricho; que hay hombre [que], si se le ofrece propósito para cuadrar su cuento, deshará las pirámidas de Egipto, haciendo de la pulga gigante, de la presunción evidencia, de lo oído visto y ciencia de la opinión, sólo por florear su elocuencia y acreditar su discreción.

Así acontece ordinario y se vio en un caballero extranjero que en Madrid conocí, el cual, como fuese aficionado a caballos españoles, deseando llevar a su tierra el fiel retrato, tanto para su gusto como para enseñarlo a sus amigos, por ser de nación muy remota, y no siéndole permitido ni posible llevarlos vivos, teniendo en su casa los dos más hermosos de talle que se hallaban en la corte, pidió a dos famosos pintores que cada uno le retratase el suyo, prometiendo, demás de la paga, cierto premio al que más en su arte se extremase. El uno pintó un overo con tanta perfección, que sólo faltó darle lo imposible, que fue el alma; porque en lo más, engañado a la vista, por no hacer del natural diferencia, cegara de improviso cualquiera descuidado entendimiento. Con esto solo acabó su cuadro, dando en todo lo dél restante claros y oscuros, en las partes y, según que convenía.

El otro pintó un rucio rodado, color de cielo, y, aunque su obra muy buena, no llegó con gran parte a la que os he referido; pero estremóse en una cosa de que él era muy diestro: y fue que, pintado el caballo, a otras partes en las que halló blancos, por lo alto dibujó admirables lejos, nubes, arreboles, edificios arruinados y varios encasamentos, por lo bajo del suelo cercano muchas arboledas, yerbas floridas, prados y riscos; y en una parte del cuadro, colgando de un tronco los jaeces, y, al pie dél estaba una silla jineta. Tan costosamente obrado y bien acabado, cuanto se puede encarecer.

Cuando vio el caballero sus cuadros, aficionado —y con razón al primero, fue el primero a que puso precio y, sin reparar en el que por él pidieron, dando en premio una rica sortija al ingenioso pintor, lo dejó pagado y con la ventaja de su pintura. Tanto se desvaneció el otro con la suya y con la liberalidad franca de la paga, que pidió por ella un excesivo precio. El caballero, absorto de haberle pedido tanto y que apenas pudiera pagarle, dijo: «Vos hermano, ¿por qué no consideráis lo que me costó aqueste otro lienzo, a quien el vuestro no se aventaja?» «En lo que es el caballo —respondió el pintor— Vuesa Merced tiene razón; pero árbol y ruinas hay en el mío, que valen tanto como el principal de esotro.»

El caballero replicó: «No me convenía ni era necesario llevar a mi tierra tanta baluma de árboles y carga de edificios, que allá tenemos muchos y muy buenos. Demás que no les tengo la afición que a los caballos, y lo que de otro modo que por pintura no puedo gozar, eso huelgo de llevar.»

Volvió el pintor a decir: «En lienzo tan grande pareciera muy mal un solo caballo; y es importante y aun forzoso para la vista y ornato componer la pintura de otras cosas diferentes que la califiquen y den lustre, de tal manera que, pareciendo así mejor, es muy justo llevar con el caballo sus guarniciones y silla, especialmente estando con tal perfección obrado, que, si de oro me diesen otras tales, no las tomaré por las pintadas.»

El caballero, que ya tenía lo importante a su deseo, pareciéndole lo demás impertinente, aunque en su tanto muy bueno, y no hallándose tan sobrado que lo pudiera pagar, con discreción le dijo: «Yo os pedí un caballo solo, y tal como por bueno os lo pagaré, si me lo queréis vender; los jaeces, quedaos con ellos o dadlos a otros, que no los he menester.» El pintor quedó corrido y sin paga por su obra añadida y haberse alargado a la elección de su albedrío, creyendo que por más composición le fuera más bien premiado.

Común y general costumbre ha sido y es de los hombres, cuando les pedís reciten o refieran lo que oyeron o vieron, o que os digan la verdad y, sustancia de una cosa, enmascararla y afeitarla, que se desconoce, como el rostro de la fea. Cada uno le da sus matices y sentidos, ya para exagerar, incitar, aniquilar o divertir, según su pasión le dita. Así la estira con los dientes para que alcance; la lima y pule para que entalle, levantando de punto lo que se les antoja, graduando, como conde palatino, al necio de sabio, al feo de hermoso y al cobarde de valiente. Quilatan con su estimación las cosas, no pensando cumplen con pintar el caballo si lo dejan en cerro y desenjaezado, ni dicen la cosa si no la comentan como más viene a cuento a cada uno.

Tal sucedió a mi padre que, respeto de la verdad, ya no se dice cosa que lo sea. De tres han hecho trece y los trece, trecientos; porque a todos les parece añadir algo más y, destos algos han hecho un mucho que no tiene fondo ni se le halla suelo, reforzándose unas a otras añadiduras, y lo que en singular cada una no prestaba, juntas muchas hacen daño. Son lenguas engañosas y falsas que, como saetas agudas y brasas encendidas, les han querido herir las honras y abrasar las famas, de que a ellos y a mí resultan cada día notables afrentas.

Podrásme bien creer que, si valiera elegir de adonde nos pareciera, que de la masa de Adam procurara escoger la mejor parte, aunque anduviéramos al puñete por ello. Mas no vale a eso, sino a tomar cada uno lo que le cupiere, pues el que lo repartió pudo y supo bien lo que hizo. Él sea loado, que, aunque tuve jarretes y manchas, cayeron en sangre noble de todas partes. La sangre se hereda y el vicio se apega; quien fuere cual debe, será como tal premiado y no purgará las culpas de sus padres.

Cuanto a lo primero, el mío y sus deudos fueron levantiscos. Vinieron a residir a Génova, donde fueron agregados a la nobleza; y aunque de allí no naturales, aquí los habré de nombrar como tales. Era su trato el ordinario de aquella tierra, y lo es ya por nuestros pecados en la nuestra: cambios y recambios por todo el mundo. Hasta en esto lo persiguieron, infamándolo de logrero.

Muchas veces lo oyó a sus oídos y, con su buena condición, pasaba por ello. No tenían razón, que los cambios han sido y son permitidos. No quiero yo loar, ni Dios lo quiera, que defienda ser lícito lo que algunos dicen, prestar dinero por dinero, sobre prendas de oro o plata, por tiempo limitado o que se queden rematadas, ni otros tratillos paliados, ni los que llaman cambio seco, ni que corra el dinero de feria en feria, donde jamás tuvieron hombre ni trato, que llevan la voz de Jacob y las manos de Esaú, y a tiro de escopeta descubren el engaño. Que las tales, aunque se las achacaron, yo no las vi ni dellas daré señas.

Mas, lo que absolutamente se entiende cambio es obra indiferente, de que se puede usar bien y mal; y, como tal, aunque injustamente, no me maravillo que, no debiéndola tener por mala, se repruebe; mas la evidentemente buena, sin sombra de cosa que no lo sea, que se murmure y vitupere, eso es lo que me asombra.

Decir, si viese a un religioso entrar a la media noche por una ventana en parte sospechosa, la espada en la mano y el broquel en el cinto, que va a dar los sacramentos, es locura, que ni quiere Dios ni su Iglesia permite que yo sea tonto y de lo tal, evidentemente malo, sienta bien. Que un hombre rece, frecuente virtuosos ejercicios, oiga misa, confiese y comulgue a menudo y por ello le llamen hipócrita, no lo puedo sufrir ni hay maldad semejante a ésta.

Tenía mi padre un largo rosario entero de quince dieces, en que se enseñó a rezar— en lengua castellana hablo—, las cuentas gruesas más que avellanas. Éste se lo dio mi madre, que lo heredó de la suya. Nunca se le caía de las manos. Cada mañana oía su misa, sentadas ambas rodillas en el suelo, juntas las manos, levantadas del pecho arriba, el sombrero encima dellas. Arguyéronle maldicientes que estaba de aquella manera rezando para no oír, y el sombrero alto para no ver. juzguen deste juicio los que se hallan desapasionados y digan si haya sido perverso y temerario, de gente desalmada, sin conciencia.

También es verdad que esta murmuración tuvo causa: y fue su principio que, habiéndose alzado en Sevilla un su compañero y llevándole gran suma de dineros, venía en su seguimiento, tanto a remediar lo que pudiera del daño, como a componer otras cosas.

La nave fue saqueada y él, con los más que en ella venían, cautivo y llevado en Argel, donde, medroso y desesperado— el temor de no saber cómo o con qué volver en libertad, desesperado de cobrar la deuda por bien de paz—, como quien no dice nada, renegó. Allá se casó con una mora hermosa y principal, con buena hacienda. Que en materia de interés —por lo general, de quien siempre voy tratando, sin perjuicio de mucho número de nobles caballeros y gente grave y principales, que en todas partes hay de todo—, diré de paso lo que en algunos deudos de mi padre conocí el tiempo que los traté. Eran amigos de solicitar casas ajenas, olvidándose de las proprias; que se les tratase verdad y de no decirla; que se les pagase lo que se les debía y no pagar lo que debían; ganar y gastar largo, diese donde diese, que ya estaba rematada la prenda y —como dicen— a Roma por todo. Sucedió pues, que, asegurado el compañero de no haber quien le pidiese, acordó tomar medios con los acreedores presentes, poniendo condiciones y plazos, con que pudo quedar de allí en adelante rico y satisfechas las deudas.

Cuando esto supo mi padre, nacióle nuevo deseo de venirse con secreto y diligencia; y para engañar a la mora, le dijo se quería ocupar en ciertos tratos de mercancías. Vendió la hacienda y, puesta en cequíes —moneda de oro fino berberisca—, con las más joyas que pudo, dejándola sola y pobre, se vino huyendo. Y sin que algún amigo ni enemigo lo supiera, reduciéndose a la fe de Jesucristo, arrepentido y lloroso, delató de sí mismo, pidiendo misericordiosa penitencia; la cual siéndole dada, después de cumplida pasó adelante a cobrar su deuda. Ésta fue la causa por que jamás le creyeron obra que hiciese buena. Si otra les piden, dirán lo que muchas veces con impertinencia y sin propósito me dijeron: que quien una vez ha sido malo, siempre se presume serlo en aquel género de maldad. La proposición es verdadera; pero no hay alguna sin excepción. ¿Qué sabe nadie de la manera que toca Dios a cada uno y si, conforme dice una Auténtica, tenía ya reintegradas las costumbres?

Veis aquí, sin más acá ni más allá, los linderos de mi padre.

Porque decir que se alzó dos o tres veces con haciendas ajenas, también se le alzaron a él, no es maravilla. Los hombres no son de acero ni están obligados a tener como los clavos, que aun a ellos les falta la fuerza y suelen soltar y aflojar. Estratagemas son de mercaderes, que donde quiera se pratican, en España especialmente, donde lo han hecho granjería ordinaria. No hay de qué nos asombremos; allá se entienden, allá se lo hayan; a sus confesores dan larga cuenta dello. Solo es Dios el juez de aquestas cosas, mire quien los absuelve lo que hace. Muchos veo que lo traen por uso y a ninguno ahorcado por ello. Si fuera delito, mala cosa o hurto, claro está que se castigara, pues por menos de seis reales vemos azotar y echar cien pobretos a las galeras.

Por no ser contra mi padre, quisiera callar lo que siento; aunque si he de seguir al Filósofo, mi amigo es Platón y mucho más la verdad, conformándome con ella. Perdone todo viviente, que canonizo este caso por muy gran bellaquería, digna de muy ejemplar castigo.

Alguno del arte mercante me dirá: «Mirad por qué consistorio de pontífice y cardenales va determinado. ¿Quién mete al idiota, galeote, pícaro, en establecer leyes ni calificar los tratos que no entiende?» Ya veo que yerro en decir lo que no ha de aprovechar, que de buena gana sufriera tus oprobios, en tal que se castigara y tuviera remedio esta honrosa manera de robar, aunque mi padre estrenara la horca. Corra como corre, que la reformación de semejantes cosas importantes y otras que lo son más, va de capa caída y a mí no me toca: es dar voces al lobo, tener el sol y predicar en desierto.

Vuelvo a lo que más le achacaron: que estuvo preso por lo que tú dices o a ti te dijeron; que por ser hombre rico y —como dicen el padre alcalde y compadre el escribano, se libró; que hartos indicios hubo para ser castigado. Hermano mío, los indicios no son capaces de castigo por sí solos. Así te pienso concluir que todas han sido consejas de horneras, mentiras y falsos testimonios levantados; porque confesándote una parte, no negarás de la mía ser justo defenderte la otra. Digo que tener compadres escribanos es conforme al dinero con que cada uno pleitea; que en robar a ojos vistas tienen algunos el alma del gitano y harán de la justicia el juego de pasa pasa, poniéndola en el lugar que se les antojare, sin que las partes lo puedan impedir ni los letrados lo sepan defender ni el juez juzgar.

Y antes que me huya de la memoria, oye lo que en la iglesia de San Gil de Madrid predicó a los señores del Consejo Supremo un docto predicador, un viernes de la cuaresma. Fue discurriendo por todos los ministros de justicia hasta llegar al escribano, al cual dejó de industria para la postre, y dijo: «Aquí ha parado el carro, metido y sonrodado está en el lodo; no sé cómo salga, si el ángel de Dios no revuelve la piscina. Confieso, señores, que de treinta y más años a esta parte tengo vistas y oídas confesiones de muchos pecadores que caídos en un pecado reincidieron muchas veces en él, y a todos, por la misericordia de Dios, que han reformado sus vidas y conciencias. Al amancebado le consumieron el tiempo y la mala mujer; al jugador desengañó el tablajero que, como sanguisuela de unos y otros, poco a poco les va chupando la sangre: hoy ganas, mañana pierdes, rueda el dinero, vásele quedando, y los que juegan, sin él; al famoso ladrón reformaron el miedo y la vergüenza; al temerario murmurador, la perlesía, de que pocos escapan; al soberbio su misma miseria lo desengaña, conociéndose que es lodo; al mentiroso puso freno la mala voz y afrentas que de ordinario recibe en sus mismas barbas; al desatinado blasfemo corrigieron continuas reprehensiones de sus amigos y deudos. Todos tarde o temprano sacan fruto y dejan, como la culebra, el hábito viejo, aunque para ello se estrechen. A todos he hallado señales de su salvación; en sólo el escribano pierdo la cuenta: ni le hallo enmienda más hoy que ayer, este año que los treinta pasados, que siempre es el mismo. Ni sé cómo se confiesa ni quién lo absuelve —digo al que no usa fielmente de su oficio—, porque informan y escriben lo que se les antoja, y por dos ducados o por complacer a el amigo y aun a la amiga —que negocian mucho los mantos— quitan las vidas, las honras y las haciendas, dando puerta a infinito número de pecados. Pecan de codicia insaciable, tienen hambre canina, con un calor de fuego infernal en el alma, que les hace tragar sin mascar, a diestro y a siniestro, la hacienda ajena. Y como reciben por momentos lo que no se les debe, y aquel dinero, puesto en las palmas de las manos, en el punto se convierte en sangre y carne, no lo pueden volver a echar de sí, y al mundo y al diablo sí. Y así me parece que cuando alguno se salva —que no todos deben de ser como los que yo he llegado a tratar—, al entrar en la gloria, dirán los ángeles unos a otros llenos de alegría: 'Laetamini in Domino. ¿Escribano en el cielo? Fruta nueva, fruta nueva'.» Con esto acabó su sermón.

Que hayan vuelto al escribano, pase. También sabrá responder por sí, dando a su culpa disculpa, que el hierro también se puede dorar. Y dirán que son los aranceles del tiempo viejo, que los mantenimientos cada día valen más, que los pechos y derechos crecen, que no les dieron de balde los oficios, que de su dinero han de sacar la renta y pagarse de la ocupación de su persona.

Y así debió de ser en todo tiempo, pues Aristóteles dice que el mayor daño que puede venir a la república es de la venta de los oficios. Y Alcámeno, espartano, siendo preguntado cómo será un reino bienaventurado, respondió que menospreciando el rey su propia ganancia. Mas el juez que se lo dieron gracioso, en confianza para hacer oficio de Dios, y, así se llaman dioses de la tierra, decir deste tal que vende la justicia dejando de castigar lo malo y premiar lo bueno y que, si le hallara rastro de pecado, lo salvara, niégolo y con evidencia lo pruebo.

¿Quién ha de creer haya en el mundo juez tan malo, descompuesto ni desvergonzado —que tal sería el que tal hiciese—, que rompa la ley y le doble la vara un monte de oro? Bien que por ahí dicen algunos que esto de pretender oficios y judicaturas va por ciertas indirectas y destiladeras, o, por mejor decir, falsas relaciones con que se alcanzan; y después de constituidos en ellos, para volver algunos a poner su caudal en pie, se vuelven como pulpos. No hay poro ni coyuntura en todo su cuerpo que no sean bocas y garras. Por allí les entra y agarran el trigo, la cebada, el vino, el aceite, el tocino, el paño, el lienzo, sedas, joyas y dineros. Desde las tapicerías hasta las especerías, desde su cama hasta la de su mula, desde lo más granado hasta lo más menudo; de que sólo el arpón de la muerte los puede desasir, porque en comenzándose a corromper, quedan para siempre dañados con el mal uso y, así reciben como si fuesen gajes, de manera que no guardan justicia; disimulan con los ladrones, porque les contribuyen con las primicias de lo que roban; tienen ganado el favor y perdido el temor, tanto el mercader como el regatón, y con aquello cada uno tiene su ángel de guarda comprado por su dinero, o con lo más difícil de enajenar, para las impertinentes necesidades del cuerpo, demás del que Dios les dio para las importantes del alma.

Bien puede ser que algo desto suceda y no por eso se ha de presumir; mas el que diere con la codicia en semejante bajeza, será de mil uno, mal nacido y de viles pensamientos, y no le quieras mayor mal ni desventura: consigo lleva el castigo, pues anda señalado con el dedo. Es murmurado de los hombres, aborrecido de los ángeles, en público y secreto vituperado de todos. Y así no por éste han de perder los demás; y si alguno se queja de agraviado, debes creer que, como sean los pleitos contiendas de diversos fines, no es posible que ambas partes queden contentas de un juicio. Quejosos ha de haber con razón o sin ella, pero advierte que estas cosas quieren solicitud y maña. Y si te falta, será la culpa tuya, y no será mucho que pierdas tu derecho, no sabiendo hacer tu hecho, y que el juez te niegue la justicia, porque muchas veces la deja de dar al que le consta tenerla, porque no la prueba y lo hizo el contrario bien, mal o como pudo; y otras por negligencia de la parte o porque les falta fuerza y dineros con que seguirla y tener opositor poderoso. Y así no es bien culpar jueces, y menos en superiores tribunales, donde son muchos y escogidos entre los mejores; y cuando uno por alguna pasión quisiese precipitarse, los otros no la tienen y le irían a la mano.

Acuérdome que un labrador en Granada solicitaba por su interese un pleito, en voz de concejo, contra el señor de su pueblo, pareciéndole que lo había con Pero Crespo, el alcalde dél, y que pudiera traer los oidores de la oreja. Y estando un día en la plaza Nueva mirando la portada de la Chancillería, que es uno de los más famosos edificios, en su tanto, de todos los de España, y a quien de los de su manera no se le conoce igual en estos tiempos, vio que las armas reales tenían en el remate a los dos lados la Justicia y Fortaleza. Preguntándole otro labrador de su tierra qué hacía, por qué no entraba a solicitar su negocio, le respondió:

«Estoy considerando que estas cosas no son para mí, y de buena gana me fuera para mi casa; porque en ésta tienen tan alta la justicia, que no se deja sobajar, ni sé si la podré alcanzar.»

No es maravilla, como dije, y lo sería, aunque uno la tenga, no sabiendo ni pudiéndola defender, si se la diesen. A mi padre se la dieron porque la tuvo, la supo y pudo pleitear; demás que en el tormento purgó los indicios y tachó los testigos de pública enemistad, que deponían de vanas presunciones y de vano fundamento.

Ya oigo al murmurador diciendo la mala voz que tuvo: rizarse, afeitarse y otras cosas que callo, dineros que bullían, presentes que cruzaban, mujeres que solicitaban, me dejan la espina en el dedo. Hombre de la maldición, mucho me aprietas y, cansado me tienes: pienso desta vez dejarte satisfecho y no responder más a tus replicatos, que sería proceder en infinito aguardar a tus sofisterías. Y así, no digo que dices disparates ni cosas de que no puedas obtener la parte que quisieres, en cuanto la verdad se determina. Y cuando los pleitos andan de ese modo, escandalizan, mas todo es menester. Líbrete Dios de juez con leyes del encaje y escribano enemigo y de cualquier dellos cohechado.

Mas cuando te quieras dejar llevar de la opinión y voz del vulgo — que siempre es la más flaca y menos verdadera, por serlo el sujeto de donde sale—, dime como cuerdo: ¿todo cuanto has dicho es parte para que indubitablemente mi padre fuese culpado?

Y más que, si es cierta la opinión de algunos médicos, que lo tienen por enfermedad, ¿quién puede juzgar si estaba mi padre sano? Y a lo que es tratar de rizados y más porquerías, no lo alabo, ni a los que en España lo consienten, cuanto más a los que lo hacen.

Lo que le vi el tiempo que lo conocí, te puedo decir. Era blanco, rubio, colorado, rizo, y creo de naturaleza, tenía los ojos grandes, turquesados. Traía copete y sienes ensortijadas. Si esto era propio, no fuera justo, dándoselo Dios, que se tiznara la cara ni arrojara en la calle semejantes prendas. Pero si es verdad, como dices, que se valía de untos y artificios de sebillos que los dientes y manos, que tanto le loaban, era a poder de polvillos, hieles, jabonetes y otras porquerías, confesaréte cuanto dél dijeres y seré su capital enemigo y de todos los que de cosa semejante tratan; pues demás que son actos de afeminados maricas, dan ocasión para que dellos murmuren y se sospeche toda vileza, viéndolos embarrados y compuestos con las cosas tan solamente a mujeres permitidas, que, por no tener bastante hermosura, se ayudan de pinturas y barnices, a costa de su salud y dinero. Y es lástima de ver que no sólo las feas son las que aquesto hacen, sino aun las muy hermosas, que pensando parecerlo más, comienzan en la cama por la mañana y acaban a mediodía, la mesa puesta. De donde no sin razón digo que la mujer, cuanto más mirare la cara, tanto más destruye la casa. Si esto es aun en mujeres vituperio,

¿cuánto lo será más en los hombres?

¡Oh fealdad sobre toda fealdad, afrenta de todas las afrentas!

No me podrás decir que amor paterno me ciega ni el natural de la patria me cohecha, ni me hallarás fuera de razón y verdad. Pero si en lo malo hay descargo, cuando en alguna parte hubiera sido mi padre culpado, quiero decirte una curiosidad, por ser este su lugar, y todo sucedió casi en un tiempo. A ti servirá de aviso y a mí de consuelo, como mal de muchos.

El año de mil y quinientos y doce, en Ravena, poco antes que fuese saqueada, hubo en Italia crueles guerras, y en esta ciudad nació un monstruo muy estraño, que puso grandísima admiración.

Tenía de la cintura para arriba todo su cuerpo, cabeza y rostro de criatura humana, pero un cuerno en la frente. Faltábanle los brazos, y diole naturaleza por ellos en su lugar dos alas de murciélago. Tenía en el pecho figurado la Y pitagórica, y en el estómago, hacia el vientre, una cruz bien formada. Era hermafrodito y muy formados los dos naturales sexos. No tenía más de un muslo y en él una pierna con su pie de milano y las garras de la misma forma. En el ñudo de la rodilla tenía un ojo solo.

De aquestas monstruosidades tenían todos muy gran admiración; y considerando personas muy doctas que siempre semejantes monstruos suelen ser prodigiosos, pusiéronse a especular su significación. Y entre las más que se dieron, fue sola bien recebida la siguiente: que el cuerno significaba orgullo y ambición; las alas, inconstancia y ligereza; falta de brazos, falta de buenas obras; el pie de ave de rapiña, robos, usuras y avaricias; el ojo en la rodilla, afición a vanidades y cosas mundanas; los dos sexos, sodomía y bestial bruteza; en todos los cuales vicios abundaba por entonces toda Italia, por lo cual Dios la castigaba con aquel azote de guerras y disensiones. Pero la cruz y la Y eran señales buenas y dichosas, porque la Y en el pecho significaba virtud; la cruz en el vientre, que si, reprimiendo las torpes carnalidades, abrazasen en su pecho la virtud, les daría Dios paz y ablandaría su ira.

Ves aquí, en caso negado, que, cuando todo corra turbios, iba mi padre con el hilo de la gente y no fue solo el que pecó. Harto más digno de culpa serías tú, si pecases, por la mejor escuela que has tenido. Ténganos Dios de su mano para no caer en otras semejantes miserias, que todos somos hombres.

Capítulo 2. Guzmán de Alfarache prosigue contando quiénes fueron sus padres. Principio del conocimiento y amores de su madre

Volviendo a mi cuento, ya dije, si mal no me acuerdo, que, cumplida la penitencia, vino a Sevilla mi padre por cobrar la deuda, sobre que hubo muchos dares y tomares, demandas y respuestas; y si no se hubiera purgado en salud, bien creo que le saltara en arestín, mas como se labró sobre sano, ni le pudieron coger por seca ni descubrieron blanco donde hacerle tiro.

Hubieron de tomarse medios, el uno por no pagarlo todo y el otro por no perderlo todo: del agua vertida cogióse lo que se pudo.

Con lo que le dieron volvió el naipe en rueda. Tuvo tales y tan buenas entradas y suertes, que ganó en breve tiempo de comer y aun de cenar. Puso una honrada casa, procuro arraigarse, compró una heredad, jardín en San Juan de Alfarache, lugar de mucha recreación, distante de Sevilla poco más de media legua, donde muchos días, en especial por las tardes, el verano, iba por su pasatiempo y se hacían banquetes.

Aconteció que, como los mercaderes hacían lonja para sus contrataciones en las Gradas de la Iglesia Mayor (que era un andén o paseo hecho a la redonda della, por la parte de afuera tan alto como a los pechos, considerado desde lo llano de la calle, a poco más o menos, todo cercado de gruesos mármoles y fuertes cadenas), estando allí mi padre paseándose con otros tratantes, acertó a pasar un cristianismo. A lo que se supo, era hijo secreto de cierto personaje. Entróse tras la gente hasta la pila del baptismo por ver a mi madre que, con cierto caballero viejo de hábito militar, que por serlo comía mucha renta de la iglesia, eran padrinos. Ella era gallarda, grave, graciosa, moza, hermosa, discreta y de mucha compostura. Estúvola mirando todo el tiempo que dio lugar el ejercicio de aquel sacramento, como abobado de ver tan peregrina hermosura; porque con la natural suya, sin traer aderezo en el rostro, era tan curioso y bien puesto el de su cuerpo, que, ayudándose unas prendas a otras, toda en todo, ni el pincel pudo llegar ni la imaginación aventajarse. Las partes y faiciones de mi padre ya las dije.

Las mujeres, que les parece los tales hombres pertenecer a la divinidad y que como los otros no tienen pasiones naturales, echó de ver con el cuidado que la miraba y no menos entre sí holgaba dello, aunque lo disimulaba. Que no hay mujer tan alta que no huelgue ser mirada, aunque el hombre sea muy bajo. Los ojos parleros, las bocas callando, se hablaron, manifestando por ellos los corazones, que no consienten las almas velos en estas ocasiones. Por entonces no hubo más de que se supo ser prenda de aquel caballero, dama suya, que con gran recato la tenía consigo.

Fuese a su casa la señora y mi padre quedó rematado, sin poderla un punto apartar de sí.

Hizo para volver a verla muy extraordinarias diligencias; pero, si no fue algunas fiestas en misa, jamás pudo de otra manera en muchos días. La gotera cava la piedra y la porfía siempre vence, porque la continuación en las cosas las dispone. Tanto cavó con la imaginación, que halló traza por los medios de una buena dueña de tocas largas reverendas, que suelen ser las tales ministros de Satanás, con que mina y prostra las fuertes torres de las más castas mujeres; que por ellas mejorarse de monjiles y mantos y tener en sus cajas otras de mermelada, no habrá traición que no intenten, fealdad que no soliciten, sangre que no saquen, castidad que no manchen, limpieza que no ensucien, maldad con que no salgan. Ésta, pues, acariciándola con palabras y regalándola con obras, iba y venía con papeles. Y porque la dificultad está toda en los principios y al enhornar suelen hacerse los panes tuertos, él se daba buena maña; y por haber oído decir que el dinero allana las mayores dificultades, manifestó siempre su fe con obras, porque no se la condenasen por muerta.

Nunca fue perezoso ni escaso. Comenzó —como dije— con la dueña a sembrar, con mi madre a pródigamente gastar; ellas alegremente a recebir. Y como al bien la gratitud es tan debida y el que recibe queda obligado a reconocimiento, la dueña lo solicitó de modo que a las buenas ganas que mi madre tuvo fue llegando leño a leño y de flacas estopas levantó brevemente un terrible fuego. Que muchas livianas burlas acontecen a hacer pesadas veras. Era —como lo has oído— mujer discreta, quería y recelaba, iba y venía a su corazón, como al oráculo de sus deseos. Poniendo el pro y el contra, ya lo tenía de la haz, ya del envés; ya tomaba resolución, va lo volvía a conjugar de nuevo.

Últimamente ¿qué no la plata, qué no corrompe el oro?

Este caballero era hombre mayor, escupía, tosía, quejábase de piedra, riñón y urina. Muy de ordinario lo había visto en la cama desnudo a su lado: no le parecía como mi padre, de aquel talle ni brío; y siempre el mucho trato, donde no hay Dios, pone enfado.

Las novedades aplacen, especialmente a mujeres, que son de suyo noveleras, como la primera materia, que nunca cesa de apetecer nuevas formas. Determinábase a dejarlo y mudar de ropa, dispuesta a saltar por cualquier inconveniente; mas la mucha sagacidad suya y largas experiencias, heredadas y mamadas al pecho de su madre, le hicieron camino y ofrecieron ingeniosa resolución. Y sin duda el miedo de perder lo servido la tuvo perpleja en aquel breve tiempo, que de otro modo ya estaba bien picada. Que lo que mi padre le significó una vez, el diablo se lo repitió diez, y así no estaba tan dificultosa de ganarse Troya.

La señora mi madre hizo su cuenta: «En esto no pierde mi persona ni vendo alhaja de mi casa, por mucho que a otros dé.

Soy como la luz: entera me quedo y nada se me gasta. De quien tanto he recebido, es bien mostrarme agradecida: no le he de ser avarienta. Con esto coseré a dos cabos, comeré con dos carrillos.

Mejor se asegura la nave sobre dos ferros, que con uno: cuando el uno suelte, queda el otro asido. Y si la casa se cayere, quedando el palomar en pie, no le han de faltar palomas». En esta consideración trató con su dueña el cómo y cuándo sería. Viendo, pues, que en su casa era imposible tener sus gustos efecto, entre otras muchas y muy buenas trazas que se dieron, se hizo, por mejor, elección de la siguiente.

Era entrado el verano, fin de mayo, y el pago de Gelves y San Juan de Alfarache el más deleitoso de aquella comarca, por la fertilidad y disposición de la tierra, que es toda una, y vecindad cercana que le hace el río Guadalquivir famoso, regando y calificando con sus aguas todas aquellas huertas y florestas. Que con razón, si en la tierra se puede dar conocido paraíso, se debe a este sitio el nombre dél: tan adornado está de frondosas arboledas, lleno y esmaltado de varias flores, abundante de sabrosos frutos, acompañado de plateadas corrientes, fuentes espejadas, frescos aires y sombras deleitosas, donde los rayos del sol no tienen en tal tiempo licencia ni permisión de entrada.

A una destas estancias de recreación concertó mi madre, con su medio matrimonio y alguna de la gente de su casa, venirse a holgar un día. Y aunque no era a la de mi padre la heredad adonde iban, estaba un poco más adelante, en término de Gelves, que de necesidad se había de pasar por nuestra puerta. Con este cuidado y sobre concierto, cerca de llegar a ella mi madre se comenzó a quejar de un repentino dolor de estómago. Ponía el achaque al fresco de la mañana, de do se había causado; fatigóla de manera, que le fue forzoso dejarse caer de la jamuga en que en un pequeño sardesco iba sentada, haciendo tales estremos, gestos y ademanes —apretándose el vientre, torciendo las manos, desmayando la cabeza, desabrochándose los pechos—, que todos la creyeron y a todos amancillaba, teniéndole compasiva lástima.

Comenzábanse a llegar pasajeros; cada uno daba su remedio.

Mas como no había de dónde traerlo ni lugar para hacerlo, eran impertinentes. Volver a la ciudad, imposible; pasar de allí, dificultoso; estarse quedos en medio del camino, ya puedes ver el mal comodo. Los acidentes crecían. Todos estaban confusos, no sabiendo qué hacerse. Uno de los que se llegaron, que fue de propósito echado para ello, dijo:

—Quítenla del pasaje, que es crueldad no remediarla, y métanla en la casa desta heredad primera.

Todos lo tuvieron por bueno y determinaron, en tanto que pasase aquel accidente, pedir a los caseros la dejasen entrar.

Dieron algunos golpes apriesa y recio. La casera fingió haber entendido que era su señor. Salió diciendo:

—¡Jesús!, ¡ay Dios!, perdone Vuesa Merced, que estaba ocupada y no pude más.

Bien sabía la vejezuela todo el cuento y era de las que dicen: no chero, no sabo. Doctrinada estaba en lo que había de hacer y de mi padre prevenida. Demás que no era lerda y para semejantes achaques tenía en su servicio lo que había menester. Y en esto, entre las más ventajas, la hacen los ricos a los pobres, que los pobres, aunque buenos, siempre son ellos los que sirven a sus malos criados; y los ricos, aunque malos, sirviéndose de buenos son solos los bien servidos. Mi buena mujer abrió su puerta y, desconocida la gente, dijo con disimulo:

—¡Mal hora!, que pensé que era nuestro amo y no me han dejado gota de sangre en el cuerpo, de cómo me tardaba. Y bien,

¿qué es lo que mandan los señores? ¿Quieren algo sus mercedes?

El caballero respondió:

—Mujer honrada, que nos deis lugar donde esta señora descanse un poco, que le ha dado en el camino un grave dolor de estómago.

La casera, mostrándose con sentimiento, pesarosa, dijo:

—¡Noramaza sea, qué dolor mal empleado en su cara de rosa!

Entren en buen hora, que todo está a su servicio.

Mi madre, a todas estas, no hablaba y de sólo su dolor se quejaba. La casera, haciéndole las mayores caricias que pudo, les dio la casa franca, metiéndolos en una sala baja, donde en una cama, que estaba armada, tenía puestos en rima unos colchones. Presto los desdobló y, tendidos, luego sacó de un cofre sábanas limpias y delgadas, colcha y almohadas, con que le aderezó en que reposase.

Bien pudiera estar la cama hecha, el aposento lavado, todo perfumado, ardiendo los pebetes y los pomos vaheando, el almuerzo aderezado y puestas a punto muchas otras cosas de regalo; mas alguna dellas ni la casera llegar a la puerta ni tenella menos que cerrada convino. Antes aguardó a que llamasen para que no pareciera cautela que pudiera engendrar sospecha de donde viniera fácilmente a descubrirse la encamisada, que tal fue la deste día. Mi madre con sus dolores desnudóse, metióse en la cama, pidiendo a menudo paños calientes que, siéndole traídos, haciendo como que los ponía en el vientre, los bajaba más abajo de las rodillas y aun algo apartados de sí, porque con el calor le daban pesadumbre y temía no le causasen alguna remoción, de donde resultara aflojarse el estómago.

Con este beneficio se fue aliviando mucho y fingió querer dormir, por descansar un poco. El pobre caballero, que sólo su regalo deseaba, holgó dello y la dejó en la cama sola. Luego, cerrando con un cerrojo la sala por defuera, se fue a desenfadar por los jardines, encargando el silencio, que nadie abriese ni hiciese ruido, y a la buena de nuestra dueña en guarda, en tanto que ella, recordada, llamase.

Mi padre no dormía, que con atención lo estaba oyendo todo y acechando lo que podía por la entrada de la llave de la cerradura del postigo de un retrete, donde estaba metido. Y estando todo muy quieto y avisadas la dueña y casera que con cuidado estuviesen en alerta para darles aviso, con cierta seña secreta, cuando el patrón volviese, abrió su puerta para ver y hablar a la señora. En aquel punto cesaron los dolores fingidos y se manifestaron los verdaderos. En esto se entretuvieron largas dos horas, que en dos años no se podría contar lo que en ellas pasaron.

Ya iba entrando el día con el calor, obligando al caballero a recogerse. Con esto y deseo de saber la mejoría de su enferma y si allí habían de quedar o pasar adelante, le hizo volver a visitarla.

En el punto fueron avisados, y mi padre, con gran dolor de su corazón, se volvió a encerrar donde primero estaba.

Entrando su viejo galán, se mostró adormecida y que, al ruido, recordaba. Hizo luego luego un melindre de enojada, diciendo:

—¡Ay, válgame Dios!, ¿por qué abrieron tan presto sin quererme dejar que reposase un poco?

El bueno de nuestro paciente le respondió:

—Por tus ojos, niña, que me pesa de haberlo hecho, pero más de dos horas has dormido.

—No, ni media —replicó mi madre—, que agora me pareció cerraba el ojo, y en mi vida no he tenido tan descansado rato.

No mentía la señora, que con la verdad engañaba, y mostrando el rostro un poco alegre, alabó mucho el remedio que le habían hecho, diciendo que le había dado la vida. El señor se alegró dello, y de acuerdo de ambos concertaron celebrar allí su fiesta y acabar de pasar el día, porque no menos era el jardín ameno que el donde iban. Y por estar no lejos, mandaron volver la comida y las más cosas que allá estaban.

En tanto que desto se trataba, tuvo mi padre lugar cómo salir secretamente por otra puerta y volverse a Sevilla, donde las horas eran de a mil años, los momentos, largo siglo, y el tiempo que de sus nuevos amores careció, penoso infierno.

Ya cuando el sol declinaba, serían como las cinco de la tarde, subiendo en su caballo, como cosa ordinaria suya, se vino a la heredad. En ella halló aquellos señores, mostró alegrarse de verlos, pesóle de la desgracia sucedida, de donde resultó el quedarse, porque luego le refirieron lo pasado. Era muy cortés, la habla sonora y no muy clara, hizo muy discretos y disimulados ofrecimientos: de la otra parte no le quedaron deudores. Trabóse la amistad con muchas veras en lo público y con mayores los dos en lo secreto, por las buenas prendas que estaban de por medio.

Hay diferencia entre buena voluntad, amistad y amor. Buena voluntad es la que puedo tener al que nunca vi ni tuve dél otro conocimiento que oír sus virtudes o nobleza, o lo que pudo y bastó moverme a ello. Amistad llamamos a la que comúnmente nos hacemos tratando y comunicando o por prendas que corren de por medio. De manera, que la buena voluntad se dice entre ausentes y amistad entre presentes. Pero amor corre por otro camino. Ha de ser forzosamente recíproco, traslación de dos almas, que cada una dellas asista más donde ama que adonde anima. Éste es más perfecto, cuanto lo es el objeto; y el verdadero, el divino. Así debemos amar a Dios sobre todas las cosas, con todo nuestro corazón y de todas nuestras fuerzas, pues Él nos ama tanto. Después déste, el conyugal y del prójimo.

Porque el torpe y deshonesto no merece ni es digno deste nombre, como bastardo. Y de cualquier manera, donde hubiere amor, ahí estarán los hechizos, no hay otros en el mundo. Por él se truecan condiciones, allanan dificultades y doman fuertes leones. Porque decir que hay bebedizos o bocados para amar, es falso. Y lo tal sólo sirve de trocar el juicio, quitar la vida, solicitar la memoria, causar enfermedades y graves accidentes. El amor ha de ser libre. Con libertad ha de entregar las potencias a lo amado; que el alcaide no da el castillo cuando por fuerza se lo quitan, y el que amase por malos medios no se le puede decir que ama, pues va forzado adonde no le lleva su libre voluntad.

La conversación anduvo y della se pidió juego. Comenzaron una primera en tercio. Ganó mi madre, porque mi padre se hizo perdedizo. Y queriendo anochecer, dejando de jugar salieron por el jardín a gozar del fresco. En tanto pusieron las mesas. Traída la cena, cenaron y, haciendo para después aderezar de ramos y remos un ligero barco, llegados a la lengua del agua, se entraron en él, oyendo de otros que andaban por el río gran armonía de concertadas músicas, cosa muy ordinaria en semejante lugar y tiempo.

Así llegaron a la ciudad, yéndose cada uno a su casa y cama; salvo el juicio del buen contemplativo, si mi madre, cual otra Melisendra, durmió con su consorte, El cuerpo preso en Sansueña y en París cativa el alma.

Fue tan estrecha la amistad que se hacían de aquel día en adelante los unos a los otros, continuada con tanta discreción y buena maña, por lo mucho que se aventuraba en perderla, cuanto se puede presumir de la sutileza de un levantisco tinto en ginovés, que liquida y apura cuánto más merma, por ciento, el pan partido a manos o el cortado a cuchillo; y de una mujer de las prendas que he dicho, andaluz, criada en buena escuela, cursada entre los dos coros y naves de la Antigua, que antes había tenido achaques, de donde sin conservar cosa propia ni de respeto, el día que asentó la compañía con el caballero, me juró que metió de puesto más de tres mil ducados de solas joyas de oro y plata, sin el mueble de casa y ropas de vestir.

El tiempo corre, y todo tras él. Cada día que amanece, amanecen cosas nuevas y, por más que hagamos, no podemos escusar que cada momento que pasa no lo tengamos menos de la vida, amaneciendo siempre más viejos y cercanos a la muerte. Era el buen caballero— como tengo significado— hombre anciano y cansado; mi madre moza, hermosa y con salsas. La ocasión irritaba el apetito, de manera que su desorden le abrió la sepultura. Comenzó con flaquezas de estómago, demedió en dolores de cabeza, con una calenturilla; después a pocos lances acabó relajadas las ganas del comer. De treta en treta lo consumió el mal vivir y al fin murióse, sin podelle dar vida la que él juraba siempre que lo era suya; y todo mentira, pues lo enterraron quedando ella viva.

Estábamos en casa cantidad de sobrinos, pero ninguno para con ellos más de a mí de mi madre. Los más eran como pan de diezmo, cada uno de la suya. Que el buen señor, a quien Dios perdone, había holgado poco en esta vida. Y al tiempo de su fallecimiento, ellos por una parte, mi madre por otra, aún el alma tenía en el cuerpo y no sábanas en la cama. Que el saco de Anvers no fue tan riguroso con el temor del secresto. Como mi madre cuajaba la nata, era la ropera, tenía las llaves y privanza, metió con tiempo las manos donde estaba su corazón; aunque lo más importante todo lo tenía ella y dello era señora. Mas viéndose a peligro, parecióle mejor dar con ello salto de mata que después rogar a buenos.

Diéronse todos tal maña, que apenas hubo con qué enterrarlo. Pasados algunos días, aunque pocos, hicieron muchas diligencias para que la hacienda pareciese. Clavaron censuras por las iglesias y a puertas de casas; mas allí se quedaron, que pocas veces quien hurta lo vuelve. Pero mi madre tuvo escusa: que el que buen siglo haya le decía, cuando visitaba las monedas y recorría los cofres y, escritorios o trayendo algo a su casa: «Esto es tuyo y para ti, señora mía.» Así, le dijeron letrados que con esto tenía satisfecha la conciencia, demás que le era deuda debida: porque, aunque lo ganaba torpemente, no torpemente lo recebía.

En esta muerte vine a verificar lo que antes había oído decir: que los ricos mueren de hambre, los pobres de ahítos, y los que no tienen herederos y gozan bienes eclesiásticos, de frío; cual éste podrá servir de ejemplo, pues viviendo no le dejaron camisa y la del cuerpo le hicieron de cortesía. Los ricos, por temor no les haga mal, vienen a hacelles mal, pues comiendo por onzas y bebiendo con dedales, viven por adarmes, muriendo de hambre antes que de rigor de enfermedad. Los pobres, como pobres, todos tienen misericordia dellos: unos les envían, otros les traen, todos de todas partes les acuden, especialmente cuando están en aquel estremo. Y como los hallan desflaquecidos y hambrientos, no hacen elección, faltando quien se lo administre; comen tanto que, no pudiéndolo digerir por falta de calor natural, ahogándolo con viandas, mueren ahítos.

También acontece lo mismo aun en los hospitales, donde algunas piadosas mentecaptas, que por devoción los visitan, les llevan las faltriqueras y mangas llenas de colaciones y criadas cargadas con espuertas de regalos y, creyendo hacerles con ello limosna, los entierran de por amor de Dios. Mi parecer sería que no se consintiese, y lo tal antes lo den al enfermero que al enfermo. Porque de allí saldrá con parecer del médico cada cosa para su lugar mejor distribuido, pues lo que así no se hace es dañoso y peligroso. Y en cuanto a caridad mal dispensada, no considerando el útil ni el daño, el tiempo ni la enfermedad, si conviene o no conviene, los engargantan como a capones en cebadero, con que los matan. De aquí quede asentado que lo tal se dé a los que administran, que lo sabrán repartir, o en dineros para socorrer otras mayores necesidades.

¡Oh, qué gentil disparate! ¡Qué fundado en Teología! ¿No veis el salto que he dado del banco a la popa? ¡Qué vida de Juan de Dios la mía para dar esta dotrina! Calentóse el horno y salieron estas llamaradas. Podráseme perdonar por haber sido corto. Como encontré con el cinco, llevémelo de camino. Así lo habré de hacer adelante las veces que se ofrezca. No mires a quien lo dice, sino a lo que se te dice; que el bizarro vestido que te pones, no se considera si lo hizo un corcovado. Ya te prevengo, para que me dejes o te armes de paciencia. Bien sé que es imposible ser de todos bien recebido, pues no hay vasija que mida los gustos ni balanza que los iguale: cada uno tiene el suyo y, pensando que es el mejor, es el más engañado, porque los más los tienen más estragados.

Vuelvo a mi puesto, que me espera mi madre, ya viuda del primero poseedor, querida y tiernamente regalada del segundo. Entre estas y esotras, ya yo tenía cumplidos tres años, cerca de cuatro; y por la cuenta y reglas de la ciencia femenina, tuve dos padres, que supo mi madre ahijarme a ellos y alcanzó a entender y obrar lo imposible de las cosas. Vedlo a los ojos, pues agradó igualmente a dos señores, trayéndolos contentos y bien servidos.

Ambos me conocieron por hijo: el uno me lo llamaba y el otro también. Cuando el caballero estaba solo, le decía que era un estornudo suyo y que tanta similitud no se hallaba en dos huevos.

Cuando hablaba con mi padre, afirmaba que él era yo, cortada la cabeza, que se maravillaba, pareciéndole tanto —que cualquier ciego lo conociera sólo con pasar las manos por el rostro—, no haberse descubierto, echándose de ver el engaño; mas que con la ceguedad que la amaban y confianza que hacían de los dos, no se había echado de ver ni puesto sospecha en ello.

Y así cada uno lo creyó y ambos me regalaban. La diferencia sola fue serlo, en el tiempo que vivió, el buen viejo en lo público y el estranjero en lo secreto, el verdadero. Porque mi madre lo certificaba después, haciéndome largas relaciones destas cosas. Y así protesto no me pare perjuicio lo que quisieren caluniarme. De su boca lo oí, su verdad refiero; que sería gran temeridad afirmar cuál de los dos me engendrase o si soy de otro tercero. En esto perdone la que me parió, que a ninguno está bien decir mentira, y menos a quien escribe, ni quiero que digan que sustento disparates. Mas la mujer que a dos dice que quiere, a entrambos engaña y della no se puede hacer confianza. Esto se entiende por la soltera, que la regla de las casadas es otra. Quieren decir que dos es uno y uno ninguno y tres bellaquería. Porque no haciendo cuenta del marido, como es así la verdad, él solo es ninguno y él con otro hacen uno; y con él otros dos, que son por todos tres, equivalen a los dos de la soltera. Así que, conforme a su razón, cabal está la cuenta. Sea como fuere, y el levantisco, mi padre; que pues ellos lo dijeron y cada uno por sí lo averaba, no es bien que yo apele las partes conformes. Por suyo me llamo, por tal me tengo, pues de aquella melonada quedé ligitimado con el santo matrimonio, y estáme muy mejor, antes que diga un cualquiera que soy malnacido y hijo de ninguno.

Mi padre nos amó con tantas veras como lo dirán sus obras, pues tropelló con este amor la idolatría del qué dirán, la común opinión, la voz popular, que no le sabían otro nombre sino la comendadora, y así respondía por él como si tuviera colada la encomienda. Sin reparar en esto ni dársele un cabello por esotro, se desposó y casó con ella. También quiero que entiendas que no lo hizo a humo de pajas. Cada uno sabe su cuento y más el cuerdo en su casa que el necio en la ajena.

En este tiempo intermedio, aunque la heredad era de recreación, esa era su perdición: el provecho poco, el daño mucho, la costa mayor, así de labores como de banquetes. Que las tales haciendas pertenecen solamente a los que tienen otras muy asentadas y acreditadas sobre quien cargue todo el peso; que a la más gente no muy descansada son polilla que les come hasta el corazón, carcoma que se le hace ceniza y cicuta en vaso de ámbar.

Esto, por una parte; los pleitos, los amores de mi madre y otros gastos que ayudaron, por otra, lo tenían harto delgado, a pique de dar estrallido, como lo había de costumbre.

Mi madre era guardosa, nada desperdiciada. Con lo que en sus mocedades ganó y en vida del caballero y con su muerte recogió, vino a llegar casi diez mil ducados, con que se dotó. Con este dinero, hallado de refresco, volvió un poco mi padre sobre sí; como torcida que atizan en candil con poco aceite, comenzó a dar luz; gastó, hizo carroza y silla de manos, no tanto por la gana que dello tenía mi madre, como por la ostentación que no le reconocieran su flaqueza. Conservóse lo menos mal que pudo. Las ganancias no igualaban a las expensas. Uno a ganar y muchos a gastar, el tiempo por su parte a apretar, los años caros, las correspondencias pocas y malas. Lo bien ganado se pierde, y lo malo, ello y su dueño. El pecado lo dio y él —creo— lo consumió, pues nada lució y mi padre de una enfermedad aguda en cinco días falleció.

Como quedé niño de poco entendimiento, no sentí su falta; aunque ya tenía de doce años adelante. Y no embargante que venimos en pobreza, la casa estaba con alhajas, de que tuvimos que vender para comer algunos días. Esto tienen las de los que han sido ricos, que siempre vale más el remaniente que el puesto principal de las de los pobres, y en todo tiempo dejan rastros que descubren lo que fue, como las ruinas de Roma.

Mi madre lo sintió mucho, porque perdió bueno y honrado marido. Hallóse sin él, sin hacienda y con edad en que no le era lícito andar a rogar para valerse de sus prendas ni volver a su crédito. Y aunque su hermosura no estaba distraída, teníanla los años algo gastada. Hacíasele de mal, habiendo sido rogada de tantos tantas veces, no serlo también entonces y de persona tal que nos pelechara; que no lo siendo, ni ella lo hiciera ni yo lo permitiera.

Aun hasta en esto fui desgraciado, pues aquel juro que tenía se acabó cuando tuve dél mayor necesidad. Mal dije se acabó, que aún estaba de provecho y pudiera tener el día que se puso tocas poco más de cuarenta años. Yo he conocido después acá doncellejas de más edad y no tan buena gracia llamarse niñas y afirmar que ayer salieron de mantillas. Mas, aunque a mi madre no se le conocía tanto, ella, como dije, no diera su brazo a torcer y antes muriera de hambre que bajar escalones ni faltar un quilate de su punto.

Veisme aquí sin uno y otro padre, la hacienda gastada y, lo peor de todo, cargado de honra y la casa sin persona de provecho para poderla sustentar. Por la parte de mi padre no me hizo el Cid ventaja, porque atravesé la mejor partida de la señoría. Por la de mi madre no me faltaban otros tantos y más cachivaches de los abuelos. Tenía más enjertos que los cigarrales de Toledo, según después entendí. Como cosa pública lo digo, que tuvo mi madre dechado en la suya y labor de que sacar cualquier obra virtuosa. Y así por los proprios pasos parece la iba siguiendo, salvo en los partos, que a mi abuela le quedó hija para su regalo y a mi madre hijo para su perdición.

Si mi madre enredó a dos, mi abuela dos docenas. Y como a pollos —como dicen— los hacía comer juntos en un tiesto y dormir en un nidal, sin picarse los unos a los otros ni ser necesario echalles capirotes. Con esta hija enredó cien linajes, diciendo y jurando a cada padre que era suya; y a todos les parecía: a cuál en los ojos, a cuál en la boca y en más partes y composturas del cuerpo, hasta fingir lunares para ello, sin faltar a quien pareciera en el escupir. Esto tenía por excelencia bueno, que la parte presente siempre la llamaba de aquel apellido; y si dos o más había, el nombre a secas. El propio era Marcela, su don por encima despolvoreado, porque se compadecía menos dama sin don, que casa sin aposento, molino sin rueda ni cuerpo sin sombras. Los cognombres, pues eran como quiera, yo certifico que procuró apoyarla con lo mejor que pudo, dándole más casas nobles que pudiera un rey de armas, y fuera repetirlas una letanía.

A los Guzmanes era donde se inclinaba más, y certificó en secreto a mi madre que a su parecer, según le ditaba su conciencia y para descargo della, creía, por algunas indirectas, haber sido hija de un caballero, deudo cercano a los duques de Medina Sidonia.

Mi abuela supo mucho y hasta que murió tuvo qué gastar. Y no fue maravilla, pues le tomó la noche cuando a mi madre le amanecía, y la halló consigo a su lado; que el primer tropezón le valió más de cuatro mil ducados, con un rico perulero que contaba el dinero por espuertas. Nunca falleció de su punto ni lo perdió de su deber; ni se le fue cristiano con sus derechos ni dio al diablo primicia. Aun si otro tanto nos aconteciera el mal fuera menos, o, si como nací solo, naciera una hermana, arrimo de mi madre, báculo de su vejez, columna de nuestras miserias, puerto de nuestros naufragios, diéramos dos higas a la fortuna. Sevilla era bien acomodada para cualquier granjería y tanto se lleve a vender como se compra, porque hay marchantes para todo. Es patria común, dehesa franca, ñudo ciego, campo abierto, globo sin fin, madre de huérfanos y capa de pecadores, donde todo es necesidad y ninguno la tiene. O si no, la corte, que es la mar que todo lo sorbe y adonde todo va a parar. Que no fuera yo menos hábil que los otros. No me faltaran entretenimientos, oficios, comisiones y otras cosas honrosas, con tal favor a mi lado, que era tenerlo en la bolsa. Y a mal suceder, no nos pudiera faltar comer y beber como reyes; que al hombre que lleva semejante prenda que empeñar o vender, siempre tendrá quien la compre o le dé sobre ella lo necesario.

Yo fui desgraciado, como habéis oído: quedé solo, sin árbol que me hiciese sombra, los trabajos a cuestas, la carga pesada, las fuerzas flacas, la obligación mucha, la facultad poca. Ved si un mozo como yo, que ya galleaba, fuera justo con tan honradas partes estimarse en algo.

El mejor medio que hallé fue probar la mano, para salir de miseria, dejando mi madre y tierra. Hícelo así, y, para no ser conocido, no me quise valer del apellido de mi padre; púseme el Guzmán de mi madre y Alfarache de la heredad adonde tuve mi principio. Con esto salí a ver mundo, peregrinando por él, encomendándome a Dios y buenas gentes, en quien hice confianza.

Capítulo 3. Cómo Guzmán salió de su casa un viernes por la tarde y lo que le sucedió en una venta

Era yo muchacho vicioso y regalado, criado en Sevilla sin castigo de padre, la madre viuda —como lo has oído—, cebado a torreznos, molletes y mantequillas y sopas de miel rosada, mirado y adorado, más que hijo de mercader de Toledo o tanto.

Hacíaseme de mal dejar mi casa, deudos y amigos; demás que es dulce amor el de la patria. Siéndome forzoso, no pude escusarlo. Alentábame mucho el deseo de ver mundo, ir a reconocer en Italia mi noble parentela.

Salí, que no debiera, pude bien decir, tarde y con mal.

Creyendo hallar copioso remedio, perdí el poco que tenía.

Sucedióme lo que al perro con la sombra de la carne. Apenas había salido de la puerta, cuando sin poderlo resistir, dos Nilos reventaron de mis ojos, que regándome el rostro en abundancia, quedó todo de lágrimas bañado. Esto y querer anochecer no me dejaban ver cielo ni palmo de tierra por donde iba. Cuando llegué a San Lázaro, que está de la ciudad poca distancia, sentéme en la escalera o gradas por donde suben a aquella devota ermita.

Hice allí de nuevo alarde de mi vida y discursos della. Quisiera volverme, por haber salido mal apercebido, con poco acuerdo y poco dinero para viaje tan largo, que aun para corto no llevaba. Y sobre tantas desdichas —que, cuando comienzan, vienen siempre muchas y enzarzadas unas de otras como cerezas— era viernes en la noche y algo oscura; no había cenado ni merendado: si fuera día de carne, que a la salida de la ciudad, aunque fuera naturalmente ciego, el olor me llevara en alguna pastelería, comprara un pastel con que me entretuviera y enjugara el llanto, el mal fuera menos.

Entonces eché de ver cuánto se siente más el bien perdido y la diferencia que hace del hambriento el harto. Los trabajos todos comiendo se pasan; donde la comida falta, no hay bien que llegue ni mal que no sobre, gusto que dure ni contento que asista: todos riñen sin saber por qué, ninguno tiene culpa, unos a otros la ponen, todos trazan y son quimeristas, todo es entonces gobierno y filosofía.

Vime con ganas de cenar y sin qué poder llegar a la boca, salvo agua fresca de una fuente que allí estaba. No supe qué hacer ni a qué puerto echar. Lo que por una parte me daba osadía, por otra me acobardaba. Hallábame entre miedos y esperanzas, el despeñadero a los ojos y lobos a las espaldas. Anduve vacilando; quise ponerlo en las manos de Dios: entré en la iglesia, hice mi oración, breve, pero no sé sí devota: no me dieron lugar para más por ser hora de cerrarla y recogerse. Cerróse la noche y con ella mis imaginaciones, mas no los manantiales y llanto. Quedéme con él dormido sobre un poyo del portal acá fuera.

No sé qué lo hizo, si es que por ventura las melancolías quiebran en sueño, como lo dio a entender el montañés que, llevando a enterrar a su mujer, iba en piernas, descalzo y el sayo del revés, lo de dentro afuera. En aquella tierra están las casas apartadas, y algunas muy lejos de la iglesia; pasando, pues, por la taberna, vio que vendían vino blanco. Fingió quererse quedar a otra cosa y dijo: «Anden, señores, con la malograda, que en un trote los alcanzo… » Así, se entró en la taberna y de un sorbito en otro emborrachóse, quedándose dormido. Cuando los del acompañamiento volvieron del entierro y lo hallaron en el suelo tendido, lo llamaron. Él, recordando, les dijo: «¡Mal hora!, señores, perdonen sus mercedes, que ¡ma Dios! non hay así cosa que tanta sed y sueño poña como sinsaborias».

Así yo, que ya era del sábado el sol salido casi con dos horas, cuando vine a saber de mí. No sé si despertara tan presto si los panderos y bailes de unas mujeres que venían a velar aquel día, con el tañer y cantar no me recordaran. Levantéme, aunque tarde, hambriento y soñoliento, sin saber dónde estaba, que aún me parecía cosa de sueño. Cuando vi que eran veras, dije entre mí:

«Echada está la suerte, ¡vaya Dios comigo!» Y con resolución comencé mi camino; pero no sabía para dónde iba ni en ello había reparado.

Tomé por el uno que me pareció más hermoso, fuera donde fuera. Por lo de entonces me acuerdo de las casas y repúblicas mal gobernadas, que hacen los pies el oficio de la cabeza. Donde la razón y entendimiento no despachan, es fundir el oro, salga lo que saliere, y adorar después un becerro. Los pies me llevaban; yo los iba siguiendo, saliera bien o mal, a monte o a poblado.

Quísome parecer a lo que aconteció en la Mancha con un médico falso. No sabía letra ni había nunca estudiado. Traía consigo gran cantidad de receptas, a una parte de jarabes y a otra de purgas. Y cuando visitaba algún enfermo, conforme al beneficio que le había de hacer, metía la mano y sacaba una, diciendo primero entre sí: «¡Dios te la depare buena!», y así le daba la con que primero encontraba. En sangrías no había cuenta con vena ni cantidad, mas de a poco más o menos, como le salía de la boca. Tal se arrojaba por medio de los trigos.

Pudiera entonces decir a mí mismo: «¡Dios te la depare buena!», pues no sabía la derrota que llevaba ni a la parte que caminaba. Mas, como su divina Majestad envía los trabajos según se sirve y para los fines que sabe, todos enderezados a nuestro mayor bien, si queremos aprovecharnos dellos, por todos le debemos dar gracias, pues son señales que no se olvida de nosotros. A mí me comenzaron a venir y me siguieron, sin dar un momento de espacio desde que comencé a caminar, y así en todas partes nunca me faltaron. Mas no eran éstos de los que Dios envía, sino los que yo me buscaba.

La diferencia que hay de unos a otros es que los venidos de la mano de Dios Él sabe sacarme dellos, y son los tales minas de oro finísimo, joyas preciosísimas cubiertas con una ligera capa de tierra, que con poco trabajo se pueden descubrir y hallar. Mas los que los hombres toman por sus vicios y deleites son píldoras doradas que, engañando la vista con aparencia falsa de sabroso gusto, dejan el cuerpo descompuesto y desbaratado. Son verdes prados llenos de ponzoñosas víboras; piedras al parecer de mucha estima, y debajo están llenas de alacranes, eterna muerte que con breve vida engaña.

Este día, cansado de andar solas dos leguas pequeñas —que para mí eran las primeras que había caminado—, ya me pareció haber llegado a los antípodas y, como el famoso Colón, descubierto un mundo nuevo. Llegué a una venta sudado, polvoroso, despeado, triste y, sobre todo, el molino picado, el diente agudo y el estómago débil. Sería mediodía. Pedí de comer; dijeron que no había sino sólo huevos. No tan malo si lo fueran: que a la bellaca de la ventera, con el mucho calor o que la zorra le matase la gallina, se quedaron empollados, y por no perderlo todo los iba encajando con otros buenos. No lo hizo así comigo, que cuales ella me los dio, le pague Dios la buena obra. Viome muchacho, boquirrubio, cariampollado, chapetón. Parecíle un Juan de buen alma y que para mí bastara quequiera.

Preguntóme:

—¿De dónde sois, hijo?

Díjele que de Sevilla. Llegóseme más y, dándome con su mano unos golpecitos debajo de la barba, me dijo:

—¿Y adónde va el bobito?

¡Oh, poderoso Señor, y cómo con aquel su mal resuello me pareció que contraje vejez y con ella todos los males! Y si tuviera entonces ocupado el estómago con algo, lo trocara en aquel punto, pues me hallé con las tripas junto a los labios.

Díjele que iba a la corte, que me diese de comer. Hízome sentar en un banquillo cojo y encima de un poyo me puso un barredero de horno, con un salero hecho de un suelo de cántaro, un tiesto de gallinas lleno de agua y una media hogaza más negra que los manteles. Luego me sacó en un plato una tortilla de huevos, que pudiera llamarse mejor emplasto de huevos.

Ellos, el pan, jarro, agua, salero, sal, manteles y la huéspeda, todo era de lo mismo. Halléme bozal, el estómago apurado, las tripas de posta, que se daban unas con otras de vacías. Comí, como el puerco la bellota, todo a hecho; aunque verdaderamente sentía crujir entre los dientes los tiernecitos huesos de los sin ventura pollos, que era como hacerme cosquillas en las encías.

Bien es verdad que se me hizo novedad, y aun en el gusto, que no era como el de los otros huevos que solía comer en casa de mi madre; mas dejé pasar aquel pensamiento con la hambre y cansancio, pareciéndome que la distancia de la tierra lo causaba y que no eran todos de un sabor ni calidad. Yo estaba de manera que aquello tuve por buena suerte.

Tan propio es al hambriento no reparar en salsas, como al necesitado salir a cualquier partido. Era poco, pasélo presto con las buenas ganas. En el pan me detuve algo más. Comílo a pausas, porque siendo muy malo, fue forzoso llevarlo de espacio, dando lugar unos bocados a otros que bajasen al estómago por su orden.

Comencélo por las cortezas y acabélo en el migajón, que estaba hecho engrudo; mas tal cual, no le perdoné letra ni les hice a las hormigas migaja de cortesía más que si fuera poco y bueno. Así acontece si se juntan buenos comedores en un plato de fruta, que picando primero en la más madura, se comen después la verde, sin dejar memoria de lo que allí estuvo. Entonces comí, como dicen, a rempujones media hogaza y, si fuera razonable y hubiera de hartar a mis ojos, no hiciera mi agosto con una entera de tres libras.

Era el año estéril de seco y en aquellos tiempos solía Sevilla padecer; que aun en los prósperos pasaba trabajosamente: mirad lo que sería en los adversos. No me está bien ahondar en esto ni decir el porqué. Soy hijo de aquella ciudad: quiero callar, que todo el mundo es uno, todo corre unas parejas, ninguno compra regimiento con otra intención que para granjería, ya sea pública o secreta. Pocos arrojan tantos millares de ducados para hacer bien a los pobres, antes a sí mismos, pues para dar medio cuarto de limosna la examinan.

Desta manera pasó con un regidor, que viéndole un viejo de su pueblo exceder de su obligación, le dijo:

—¿Cómo, Fulano N.? ¿Eso es lo que jurastes, cuando en ayuntamiento os recibieron, que habíades de volver por los menudos?

Él respondió diciendo:

—¿Ya no veis cómo lo cumplo, pues vengo por ellos cada sábado a la carnicería? Mi dinero me cuestan —y eran los de los carneros…

Desta manera pasa todo en todo lugar. Ellos traen entre sí la maza rodando, hoy por mí, mañana por ti, déjame comprar, dejaréte vender; ellos hacen los estancos en los mantenimientos; ellos hacen las posturas como en cosa suya y, así, lo venden al precio que quieren, por ser todo suyo cuanto se compra y vende.

Soy testigo que un regidor de una de las más principales ciudades de Andalucía y reino de Granada tenía ganado y, porque hacía frío, no se le gastaba la leche dél; todos acudían a los buñuelos.

Pareciéndole que perdía mucho si la cuaresma entraba y no lo remediaba, propuso en su ayuntamiento que los moriscos buñoleros robaban la república. Dio cuenta por menor de lo que les podían costar y que salían a poco más de a seis maravedís, y así los hizo poner a ocho, dándoles moderada ganancia. Ninguno los quiso hacer, porque se perdían en ellos; y en aquella temporada él gastaba su esquilmo en mantequillas, natas, queso fresco y otras cosas, hasta que fue tiempo de cabaña. Y cuando comenzó a quesear, se los hizo subir a doce maravedís, como estaban antes, pero ya era verano y fuera de sazón para hacerlos.

Contaba él este ardid, ponderando cómo los hombres habían de ser vividores.

Alejado nos hemos del camino. Volvamos a él, que no es bien cargar sólo la culpa de todo al regimiento, habiendo a quien repartir. Demos algo desto a proveedores y comisarios, y no a todos, sino a algunos, y, sea de cinco a los cuatro: que destruyen la tierra, robando a los miserables y viudas, engañando a sus mayores y mintiendo a su rey, los unos por acrecentar sus mayorazgos y los otros por hacerlos y dejar de comer a sus herederos.

Esto también es diferente de lo que aquí tengo de tratar y pide un entero libro. De mi vida trato en éste: quiero dejar las ajenas, mas no sé si podré, poniéndome los cabes de paleta dejar de tiralles, que no hay hombre cuerdo a caballo. Cuanto más que no hay que reparar de cosas tan sabidas. Lo uno y lo otro, todo está recebido y todos caminan a «viva quien vence». Mas ¡ay! cómo nos engañamos, que somos los vencidos y el que engaña, el engañado.

Digo, pues, que Sevilla, por fas o por nefas —considerada su abundancia de frutos y la carestía dellos—, padece mucha esterilidad. Y aquel año hubo más, por algunas desórdenes ocultas y codicias de los que habían de procurar el remedio, que sólo atendían a su mejor fortuna. El secreto andaba entre tres o cuatro que, sin considerar los fines, tomaron malos principios y endemoniados medios, en daño de su república.

He visto siempre por todo lo que he peregrinado que estos ricachos poderosos, muchos dellos son ballenas, que, abriendo la boca de la codicia, lo quieren tragar todo para que sus casas estén proveídas y su renta multiplicada sin poner los ojos en el pupilo huérfano ni el oído a la voz de la triste doncella ni los hombros al reparo del flaco ni las manos de caridad en el enfermo y necesitado; antes con voz de buen gobierno, gobierna cada uno como mejor vaya el agua a su molino. Publican buenos deseos y ejercítanse en malas obras; hácense ovejitas de Dios y esquílmalas el diablo.

Amasábase pan de centeno, y no tan malo. El que tenía trigo sacaba para su mesa la flor de la harina y todo lo restante traía en trato para el común. Hacíanse panaderos. Abrasaban la tierra los que debieran dejarse abrasar por ella. No te puedo negar que tuvo esto su castigo y que había muchos buenos a quien lo malo parecía mal; pero en las necesidades no se repara en poco. Demás que el tropel de los que lo hacían arrinconaban a los que lo estorbaban, porque eran pobres, y, si pobres, basta: no te digo más, haz tu discurso.

¿No ves mi poco sufrimiento, cómo no pude abstenerme y cómo sin pensar corrió hasta aquí la pluma? Arrimáronme el acicate y torcíme a la parte que me picaba. No sé qué disculpa darte, si no es la que dan los que llevan por delante sus bestias de carga, que dan con el hombre que encuentran contra una pared o lo derriban por el suelo y después dicen: «Perdone.» En conclusión, todo el pan era malo, aunque entonces no me supo muy mal. Regaléme comiendo, alegréme bebiendo, que los vinos de aquella tierra son generosos.

Recobréme con esto, y los pies, cansados de llevar el vientre, aunque vacío y de poco peso, ya siendo lleno y cargado, llevaban a los pies. Así proseguí mi camino, y no con poco cuidado de saber qué pudiera ser aquel tañerme castañetas los huevos en la boca. Fui dando y tomando en esta imaginación, que, cuanto más la seguía, más géneros de desventuras me representaba y el estómago se me alteraba; porque nunca sospeché cosa menos que asquerosa, viéndolos tan mal guisados, el aceite negro, que parecía de suelos de candiles, la sartén puerca y la ventera lagañosa.

Entre unas y otras imaginaciones encontré con la verdad y, teniendo andada otra legua, con sólo aquel pensamiento, fue imposible resistirme. Porque, como a mujer preñada, me iban y venían eruptaciones del estómago a la boca, hasta que de todo punto no me quedó cosa en el cuerpo. Y aun el día de hoy me parece que siento los pobrecitos pollos piándome acá dentro. Así estaba sentado en la falda del vallado de unas viñas, considerando mis infortunios, harto arrepentido de mi mal considerada partida, que siempre se despeñan los mozos tras el gusto presente, sin respetar ni mirar el daño venidero.

Capítulo 4. Guzmán de Alfarache refiere lo que un arriero le contó que le había pasado a la ventera de donde había salido aquel día, y una plática que le hicieron

Confuso y pensativo estaba, recostado en el suelo sobre el brazo, cuando acertó a pasar un arriero que llevaba la recua de vacío a cargarla de vino en la villa de Cazalla de la Sierra. Viéndome de aquella manera, muchacho, solo, afligido, mi persona bien tratada, comenzó —a lo que entonces dél creí— a condolerse de mi trabajo, y preguntándome qué tenía, le dije lo que me había pasado en la venta.

Apenas lo acabé de contar, cuando le dio tan estraña gana de reír, que me dejó casi corrido, y el rostro, que antes tenía de color difunto, se me encendió con ira en contra dél. Mas como no estaba en mi muladar y me hallé desarmado en un desierto, reportéme, por no poder cantar como quisiera; que es discreción saber disimular lo que no se puede remediar, haciendo el regaño risa, y los fines dudosos de conseguir en los principios se han de reparar, que son las opiniones varias y las honras vidriosas. Y si allí me descomidiera, quizá se me atrevieran, y, sin aventurar a ganar, iba en riesgo y aun cierto de perder. Que las competencias hanse de huir; y si forzoso las ha de haber, sea con iguales; y si con mayores, no a lo menos menores que tú ni tan aventajados a ti que te tropellen. En todo hay vicio y tiene su cuenta. Mas aunque me abstuve, no pude menos que con viva cólera decirle:

—¿Vos, hermano, veisme alguna coroza, o de qué os reís?

Él, sin dejar la risa —que pareció tenerla por destajo, según se daba la priesa, que, abierta la boca, dejaba caer a un lado la cabeza, poniéndose las manos en el vientre—, sin poderse ya tener en el asno, parecía querer dar consigo en el suelo. Por tres o cuatro veces probó a responder y no pudo; siempre volvía de nuevo a principiarlo, porque le estaba hirviendo en el cuerpo.

Dios y enhorabuena, buen rato después de sosegadas algo aquellas avenidas —que no suelen ser mayores las de Tajo—, a remiendos, como pudo, medio tropezando, dijo:

—Mancebo, no me río de vuestro mal suceso ni vuestras desdichas me alegran; ríome de lo que a esa mujer le aconteció de menos de dos horas a esta parte. ¿Encontrastes por ventura dos mozos juntos, al parecer soldados, el uno vestido de una mezclilla verdosa y el otro de vellorín, un jubón blanco muy acuchillado?

—Los dos de esas señas —le respondí—, si mal no me acuerdo, cuando salí de la venta quedaban en ella, que entonces llegaron y pidieron de comer.

—Ésos, pues —dijo el arriero—, son los que os han vengado, y de la burla que han hecho a la ventera es de lo que me río. Si va este viaje, subí en un jumento desos, diréos por el camino lo que pasa.

Yo se lo agradecí, según le había menester a tal tiempo, rindiéndole las palabras que me parecieron bastar por suficiente paga, que a buenas obras pagan buenas palabras, cuando no hay otra moneda y el deudor está necesitado. Con esto, aunque mal jinete de albarda, me pareció aquello silla de manos, litera o carroza de cuatro caballos; porque el socorro en la necesidad, aunque sea poco, ayuda mucho, y una niñería suple infinito. Es como pequeña piedra que, arrojada en agua clara, hace cercos muchos y grandes, y entonces es más de estimar, cuando viene a buena ocasión; aunque siempre llega bien y no tarda si viene. Vi el cielo abierto. Él me pareció un ángel: tal se me representó su cara como la del deseado médico al enfermo. Digo deseado, porque, como habrás oído decir, tiene tres caras el médico: de hombre, cuando lo vemos y no lo habemos menester; de ángel, cuando dél tienen necesidad; y de diablo, cuando se acaban a un tiempo la enfermedad y la bolsa y él por su interés persevera en visitar. Como sucedió a un caballero en Madrid que, habiendo llamado a uno para cierta enfermedad, le daba un escudo a cada visita. El humor se acabó y él no de despedirse. Viéndose sano el caballero y que porfiaba en visitarle, se levantó una mañana y fuese a la iglesia. Como el médico lo viniese a visitar y no lo hallase en casa, preguntó adónde había ido. No faltó un criado tonto —que para el daño siempre sobran y para el provecho todos faltan— que le dijo dónde estaba en misa. El señor doctor, espoleando apriesa su mula, llegó allá y andando en su busca, hallólo y díjole: «¿Pues cómo ha hecho Vuesa Merced tan gran exceso, salir de casa sin mi licencia?» El caballero, que entendió lo que buscaba y viendo que ya no le había menester, echando mano a la bolsa, sacó un escudo y dijo: «Tome, señor doctor, que a fe de quien soy, que para con Vuesa Merced no me ha de valer sagrado». Ved adónde llega la codicia de un médico necio y la fuerza de un pecho hidalgo y noble.

Yo recogí mi jumento y, dándome del pie, me puse encima.

Comenzamos a caminar, y a poco andado, allí luego no cien pasos, tras el mismo vallado, estaban dos clérigos sentados, esperando quien lo llevara caballeros la vuelta de Cazalla. Eran de allá y, habían venido a Sevilla con cierto pleito. Su compostura y rostro daban a conocer su buena vida y pobreza. Eran bien hablados, de edad el uno hasta treinta y seis años, y el otro de más de cincuenta. Detuvieron al arriero, concertáronse con él y, haciendo como yo, subieron en sendos borricos, y seguimos nuestro viaje.

Era todavía tanta la risa del bueno del hombre, que apenas podía proseguir su cuento, porque soltaba el chorro tras de cada palabra, como casas de por vida, con cada quinientos un par de gallinas, tres veces más lo reído que lo hablado.

Aquella tardanza era para mí lanzadas. Que quien desea saber una cosa, querría que las palabras unas tropellasen a otras para salir de la boca juntas y presto. Grande fue la preñez que se me hizo y el antojo que tuve por saber el suceso. Reventaba por oírlo.

Esperaba de tal máquina que había de resultar una gran cosa.

Sospeché si fuego del cielo consumió la casa y lo que en ella estaba, o si los mozos la hubieran quemado y a la ventera viva o, por lo menos y más barato, que colgada de los pies en una oliva le hubiesen dado mil azotes, dejándola por muerta —que la risa no prometió menos. Aunque, si yo fuera considerado, no debiera esperar ni presumir cosa buena de quien con tanta pujanza se reía. Porque aun la moderada en cierto modo acusa facilidad; la mucha, imprudencia, poco entendimiento y vanidad; y la descompuesta es de locos de todo punto rematados, aunque el caso la pida.

Quiso Dios y enhorabuena que los montes parieron un ratón.

Díjonos en resolución, con mil paradillas y, corcovos, que, habiéndose detenido a beber un poco de vino y a esperar un su compañero que atrás dejaba, vio que la ventera tenía en un plato una tortilla de seis huevos, los tres malos y los otros no tanto, que se los puso delante, y, yéndola a partir, les pareció que un tanto se resistía, yéndose unos tras otros pedazos. Miraron qué lo podría causar, porque luego les dio mala señal. No tardaron mucho en descubrir la verdad, porque estaba con unos altos y bajos, que si no fuera sólo a mí, a otro cualquiera desengañara en verla. Mas como niño debí de pasar por ello. Ellos eran más curiosos o curiales, espulgáronla de manera que hallaron a su parecer tres bultillos como tres mal cuajadas cabezuelas, que por estar los piquillos algo qué más tiesezuelos, deshicieron la duda, y tomando una entre los dedos, queriéndola deshacer, por su proprio pico habló, aunque muerta, y dijo cúya era llanamente. Así cubrieron el plato con otro y de secreto se hablaron.

Lo que pasó no lo entendió, aunque después fue manifiesto.

Porque luego el uno dijo: «Huéspeda, ¿qué otra cosa tenéis que darnos?» Habíanle poco antes en presencia dellos vendido un sábalo. Teníalo en el suelo para escamarlo. Respondióles: «Deste, si queréis un par de ruedas, que no hay otra cosa.» Dijéronle: «Madre mía, dos nos asaréis luego, porque nos queremos ir, y, si os pareciere, ved cuánto queréis en todo de ganancia, y lo llevaremos a nuestra casa.» Ella dijo que, hechos piezas, cada rueda le había de valer un real, no menos una blanca. Ellos que no, que bastaba un real de ganancia en todo. Concertáronse en dos reales. Que el mal pagador ni cuenta lo que recibe ni recatea en lo que le fían.

A ella se le hacía de mal el darlo; aunque la ganancia, en cuatro reales dos, por sólo un momento que le faltaron de la bolsa la puso llana. Hízolo ruedas, asóles dos, con que comieron; metieron en una servilleta de la mesa lo restante y, después de hartos y malcontentos, en lugar de hacer cuenta con pago, hicieron el pago sin la cuenta; que el un mozuelo, tomando la tortilla de los huevos en la mano derecha, se fue donde la vejezuela estaba deshaciendo un vientre de oveja mortecina y con terrible fuerza le dio en la cara con ella, fregándosela por ambos ojos. Dejóselos tan ciegos y dolorosos, que, sin osarlos abrir, daba gritos como loca. Y el otro compañero, haciendo como que le reprehendía la bellaquería, le esparció por el rostro un puño de ceniza caliente. Y así se salieron por la puerta, diciendo: «Vieja bellaca, quien tal hace, que tal pague.» Ella era desdentada, boquisumida, hundidos los ojos, desgreñada y puerca. Quedó toda enharinada, como barbo para frito, con un gestillo tan gracioso de fiero, que no podía sufrir la risa cuando dello y dél se acordaba.

Con esto acabó su cuento, diciendo que tenía de qué reírse para todos los días de su vida.

—Yo de qué llorar —le respondí— para toda la mía, pues no fui para otro tanto y esperé venganza de mano ajena; pero yo juro a tal que, si vivo, ella me lo pague de manera que se le acuerde de los huevos y del muchacho.

Los clérigos abominaron el hecho, reprobando mi dicho y haberme pesado del mal que no hice. Volviéronse contra mí, y el más anciano dellos, viéndome con tanta cólera, dijo:

—La sangre nueva os mueve a decir lo que vuestra nobleza muy presto me confesará por malo, y espero en Dios habrá de frutificar en vos de manera que os pese por lo presente de lo dicho y emendéis en lo porvenir el hecho. Refiérenos el sagrado Evangelio por San Mateo, en el capítulo quinto, y San Lucas en el sexto: «Perdonad a vuestros enemigos y haced bien a los que os aborrecen». Habéis de considerar lo primero que no dice haced bien a los que os hacen mal, sino a los que os aborrecen; porque, aunque el enemigo os aborrezca, es imposible haceros mal, si vos no quisiéredes. Porque, como sea verdad infalible que tendremos por bienes verdaderos a los que han de durar para siempre, y los que mañana pueden faltar, como faltan, más propriamente pueden llamarse males, por lo mal que usamos dellos, pues en su confianza nos perdemos y los perdemos, llamaremos a los enemigos buenos amigos, y a los amigos proprios enemigos, en razón de los efectos que de los unos y otros vienen a resultar. Pues nace de los enemigos todo el verdadero bien y de los amigos el cierto mal. Bien veremos cómo el mayor provecho que podremos haber del más fiel amigo deste mundo, será que nos favorezca o con su hacienda, dándonos lo que tuviere; o con su vida, ocupándola en las cosas de nuestro gusto; o con su honra, en los casos que se atravesare la nuestra. Y esto ni esotro hay quien lo haga, o son tan pocos, que dudo si en alguno pudiésemos dar el ejemplo en este tiempo. Mas, cuando así sea y todo junto lo hayan hecho, es mucho menos que un punto geométrico, si en lo que no es puede haber más y menos. Porque, cuando me dé cuanto tiene, ya es poca sustancia para librarme del infierno. Demás que no se expenden ya las haciendas con los virtuosos, antes con otros tales que les ayudan a pecar, y a esos tienen por amigos y dan su dinero. Si por mí perdiere su vida, no con ello se aumenta un minuto de tiempo en la mía; si gastare su honra y la estragare, digo que no hay honra que lo sea, más de servir a Dios, y lo que saliere fuera desto es falso y malo. De manera que todo cuanto mi amigo me diere, siendo temporal, es inútil, vano y sin sustancia. Mas mi enemigo todo es grano, todo es provechoso cuanto dél me resulta, queriendo valerme dello. Porque del quererme mal saco yo el quererle bien, y por ello Dios me quiere bien. Si le perdono una liviana injuria, a mi se me perdonan y remiten infinito número de pecados; y si me maldice, lo bendigo. Sus maldiciones no me pueden dañar y por mis bendiciones alcanzo la bendición:

«Venid, benditos de mi Padre». De manera que con los pensamientos, con las palabras, con las obras mi enemigo me las hace buenas y verdaderas. ¿Cuál, si pensáis, es la causa de tan grande maravilla y la fuerza de tan alta virtud? Yo lo diré: de que así lo manda el Señor, es voluntad y mandato expreso suyo. Y si se debe cumplir el de los príncipes del mundo, sin comparación mucho mejor del príncipe celestial, a quien se humillan todas las coronas del cielo y tierra. Y aquel decir: «Yo lo mando», es un almíbar que se pone a lo desabrido de lo que se manda. Como si ordenasen los médicos a un enfermo que comiese flor de azahar, nueces verdes, cáscaras de naranjas, cohollos de cidros, raíces de escorzonera. ¿Qué diría? «Tate, señor, no me deis tal cosa; que aun en salud un cuerpo robusto no podrá con ello.» Pues para que se pueda tragar y le sepa bien, hácenselo confitar, de manera que lo que de suyo era dificultoso de comer el azúcar lo ha hecho sabroso y dulce. Esto mismo hace el almíbar de la palabra de Dios: «Yo mando que améis a vuestros enemigos.» Esta es una golosina hecha en la misma cosa que antes nos era de mal sabor; y así aquello en que hace más fuerza nuestra carne, aquello a que más contradice por ser amargo y ahelear a nuestras concupiscencias, diga el espíritu: ya eso está almibarado, sabroso, regalado y dulce, pues Cristo, nuestro redemptor, lo manda. Y que, si me hirieren la una mejilla, ofrezca la otra, que esa es honra, guardar con puntualidad las órdenes de los mayores y no quebrantarlas. Manda un general a su capitán que se ponga en un paso fuerte por donde ha de pasar el enemigo, de donde si quisiese podría vencerlo y matarlo; mas dícele: «Mirad que importa y es mi voluntad que cuando pasare no le ofendáis, no embargante que os ponga en la ocasión y os irrite a ello.» Si, al tiempo que pasase aquél, fuese diciendo bravatas y palabras injuriosas, llamando al capitán cobarde, ¿haríale por ventura en ello alguna ofensa? No por cierto; antes debe reírse dél, pues como a vano y a quien pudiera destruir fácilmente, no lo hace por guardar la orden que se le dio. Y si la quebrantara hiciera mal y contra el deber, siendo merecedor de castigo. ¿Pues qué razón hay para no andar cuidadosos en la observancia de las órdenes de Dios? ¿Por qué se han de quebrantar? Si el capitán por su sueldo, y, cuando más aventure a ganar, por una encomienda, estará puntual, ¿por qué no lo seremos, pues por ello se nos da la encomienda celestial? En especial, que el mismo que hizo la ley la estrenó y pasó por ella, sufriendo de aquella sacrílega mano del ministro una gran bofetada en su sacratísimo rostro, sin por ello responderle mal ni con ira. Si esto padece el mismo Dios, la nada del hombre ¿qué se levanta y gallardea? Y para satisfación de una simple palabra, cargándose de duelos, espulga el duelo, buscando entre infieles, como si fuese uno dellos, lugar donde combatirse, que mejor diríamos abatirse a las manos del demonio, su enemigo, huyendo de las de su Criador; del cual sabemos que, estando de partida, cerrando el testamento, clavado en la cruz, el cuerpo despedazado, rotas las carnes, doloroso y sangriento desde la planta del pie hasta el pelo de la cabeza, que tenía enfurtido en su preciosa sangre, cuajada y dura como un fieltro, con las crueles heridas de la corona de espinas, queriendo despedirse de su Madre y dicípulo, entre las últimas palabras, como por última demanda la más encargada, y en el agonía más fuerte de arrancarse el alma de su divino cuerpo, pide a su eterno Padre perdón para los que allí lo pusieron. Imitólo San Cristóbal que, dándole un gran bofetón, acordándose del que recibió su maestro, dijo: «Si yo no fuera cristiano, me vengara.» Luego la venganza miembro es apartado de los hijos de la Iglesia, nuestra madre. Otro dieron a San Bernardo en presencia de sus frailes y, queriéndolo ellos vengar, los corrigió, diciendo: «Mal parece querer vengar injurias ajenas el que cada día pide perdón de las propias.» San Esteban, estándolo apedreando, no hace sentimiento de los golpes fieros que le quitan la vida, sino de ver que los crueles ministros perdían las almas, y, dolido dellas, pide a Dios, entre las bascas de la muerte, perdón para sus enemigos, especialmente para Saulo, que, engañado y celoso de su ley, creía merecer en guardar las capas y vestidos a los verdugos, para que desembarazados le hiriesen con más fuerza. Y tanta tuvo su oración, que trajo a la fee al glorioso apóstol San Pablo; el cual, como sabio doctor esperimentado en esta dotrina, viendo ser importantísimo y forzoso a nuestra salvación, dice: «Olvidad las iras y nunca os anochezca con ellas. Bendecid a vuestros perseguidores y no los maldigáis; dadles de comer si tuvieren hambre, y de beber cuando estén con sed; que, si no lo hiciéredes, con la misma medida seréis medidos y, como perdonáredes, perdonados». El apóstol Santiago dice: «Sin misericordia y con rigor de justicia serán juzgados los que no tuvieren misericordia». Bien temeroso estaba y resuelto en guardar este divino precepto Constantino Magno, que, viniéndole a decir cómo sus enemigos, por afrentarlo, en vituperio y escarnio suyo, le habían apedreado su retrato, hiriéndole con piedras en la cabeza y rostro, fue tanta su modestia que, despreciando la injuria, se tentó con las manos por todas las partes de su cuerpo, diciendo: «¿Qué es de los golpes? ¿Qué es de las heridas? Yo no siento ni me duele cuanto habéis dicho que me han hecho.»

Dando a entender que no hay deshonra que lo sea, sino al que la tiene por tal. Demás que no por esto habéis de entender que quien os injuria se sale con ello, aunque vos no lo venguéis y aunque se lo perdonéis de vuestra parte: que el agravio que os hizo a vos, también lo hizo a Dios, cuyo sois y él es. Dueño tiene esta hacienda; que si en el palacio de un príncipe o en su corte a uno se hiciere afrenta, se hará juntamente al señor della. Y no bastará el perdón del afrentado para ser perdonado absolutamente, porque con aquella sinrazón o agravio también estarán injuriadas las leyes de ese príncipe, y su casa o su tierra vituperada. Y así dice Dios: «A mi cargo está y a su tiempo lo castigaré; mía es la venganza, yo la haré por mi mano». Pues, desdichado del amenazado, si las manos de Dios lo han de castigar, más le valiera no ser nacido. Así que nunca deis mal por mal, si no quisiéredes que os venga mal. Demás que mereceréis en ello y os pagaréis de vuestra mano, que imitando al que os lo manda, os vendréis a simbolizar con él. Dad, pues, lugar a las iras de vuestros perseguidores, para poder merecer. Volvedles gracias por los agravios y sacaréis dello glorias y descansos.

Mucho quisiera tener en la memoria la buena dotrina que a este propósito me dijo, para poder aquí repetirla, porque toda era del cielo, finísima Escritura Sagrada. Desde entonces propuse aprovecharme della con muchas veras. Y si bien se considera, dijo muy bien. ¿Cuál hay mayor venganza que poder haberse vengado? ¿Qué cosa más torpe hay que la venganza, pues es pasión de injusticia, ni más fea delante de los ojos de Dios y de los hombres, porque sólo es dado a las bestias fieras? Venganza es cobardía y acto femenil, perdón es gloriosa vitoria. El vengativo se hace reo, pudiendo ser actor perdonando. ¿Qué mayor atrevimiento puede haber, que quiera una criatura usurpar el oficio a su Criador, haciendo caudal de hacienda que no es suya, levantándose con ella como propria? Si tú no eres tuyo ni tienes cosa tuya en ti, ¿qué te quita el que dices que te ofende? Las acciones competen a tu dueño, que es Dios: déjale la venganza, el Señor la tomará de los malos tarde o temprano. Y no puede ser tarde lo que tiene fin. Quitársela de las manos es delito, desacato y desvergüenza. Y cuando te tocara la satisfación, dime: ¿qué cosa es más noble que hacer bien? Pues ¿cuál mayor bien hay que no hacer mal? Uno solo, el cual es hacer bien al que no te le hace y te persigue, como nos está mandado y tenemos obligación. Que dar mal por mal es oficio de Satanás; hacer bien a quien te hace bien es deuda natural de los hombres. Aun las bestias lo reconocen y no se enfurecen contra el que no las persigue.

Procurar y obrar bien a quien te hace mal es obra sobrenatural, divina escalera que alcanza gloriosa eternidad, llave de cruz que abre el cielo, sabroso descanso del alma y paz del cuerpo.

Son las venganzas vida sin sosiego, unas llaman a otras y todas a la muerte. ¿No es loco el que, si el sayo le aprieta, se mete un puñal por el cuerpo? ¿Qué otra cosa es la venganza, sino hacernos mal por hacer mal, quebrarnos dos ojos por cegar uno, escupir al cielo y caernos en la cara? Admirablemente lo sintió Séneca que, como en la plaza le diese una coz un enemigo suyo, todos le incitaban a que del se querellase a la justicia, y, riéndose, les dijo:

«¿No veis que sería locura llamar un jumento a juicio?». Como si dijera: con aquella coz vengó como bestia su saña, y yo la menosprecio como hombre.

¿Hay bestialidad mayor que hacer mal, ni grandeza que iguale a despreciarlo? Siendo el duque de Orliens injuriado de otro, después que fue rey de Francia le dijeron que se vengase —pues podía— de la injuria recebida, y, volviéndose contra el que se lo aconsejaba, dijo: «No conviene al rey de Francia vengar las injurias del duque de Orliens». Si vencerse uno a sí mismo lo cuentan por tan gran vitoria, ¿por qué, venciendo nuestros apetitos, iras y, rencores, no ganamos esta palma, pues demás de lo por ello prometido, aun en lo de acá escusaremos muchos males que quitan la vida, menguan la vana honra y consumen la hacienda?

¡Oh, buen Dios! ¡Cómo, si yo fuera bueno, lo que de aquel buen hombre oí debía bastarme! Pasóse con la mocedad, perdióse aquel tesoro, fue trigo que cayó en el camino.

Su buena conversación y dotrina nos entretuvo hasta Cantillana, donde llegamos casi al sol puesto, yo con buenas ganas de cenar y mi compañero de esperar el suyo; mas nunca vino. Los clérigos hicieron rancho aparte, yéndose a casa de un su amigo y nosotros a nuestra posada.


Publicado el 17 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.
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