La Tía Fingida

Miguel de Cervantes Saavedra


Novela corta


Pasando por cierta calle de Salamanca dos estudiantes, manchegos y mancebos, mas amigos del baldeo y rodancho que de Bartolo y Baldo, vieron en una ventana de una casa y tienda de carne una celosía, y pareciéndoles novedad, porque la gente de la tal casa si no se descubria y apregonaba no se vendia, queriéndose informar del caso, deparóles su diligencia un oficial vecino, pared en medio, el cual les dijo:

—Señores, habrá ocho dias que vive en esta casa una señora forastera, medio beata y de mucha austeridad: tiene consigo una doncella de estremado parecer y brio, que dicen ser su sobrina: sale con un escudero y dos dueñas; y segun he juzgado, es gente granada y de gran recogimiento. Hasta ahora no he visto entrar persona alguna de la ciudad ni de fuera á visitallas, ni sabré decir de dónde vinieron á Salamanca; mas lo que sé es que la moza es hermosa y honesta al parecer, y que el fausto y la autoridad de la tia no es de gente pobre.

La relacion que dió el vecino oficial á los estudiantes les puso codicia de dar cima á aquella aventura; porque siendo pláticos en la ciudad, y deshollinadores de cuantas ventanas tenian albahacas con tocas, en toda ella no sabian que tal tia y sobrina hubiese, que hospedaran cursantes en su universidad, principalmente que viniesen á vivir á semejante calle, en la cual, por ser de tan buen peaje, siempre se habia vendido tinta aunque no de la fina; que hay casas, así en Salamanca como en otras ciudades, que llevan de suelo vivir siempre en ellas mujeres cortesanas, ó por otro nombre trabajadoras ó enamoradas.

Eran ya casi las doce del dia, y la dicha casa estaba cerrada por fuera, de lo que coligieron, ó que no comian en ella sus moradoras, ó que vendrian con brevedad; y no les salió vana su presuncion, porque á poco rato vieron venir una reverenda matrona, con unas tocas blancas como la nieve, mas largas que sobrepelliz de canónigo portugues, plegadas sobre la frente con su ventosa, y con un gran rosario al cuello de cuentas sonadoras, tan grandes como las de Santinuflo, que á la cintura le llegaba: manto de seda y lana, guantes blancos y nuevos sin vuelta, y un báculo ó junco de las Indias, con su remate de plata. De la mano izquierda la traia un escudero de los del tiempo de Fernan Gonzalez, con su sayo de velludo, ya sin vello, su martingala de escarlata, sus borceguíes bejeranos, capa de fajas, gorra de Milan, con su bonete de aguja, porque era enfermo de vaguidos, y sus guantes peludos, con su tahalí y espada navarrisca. Delante venia su sobrina, moza al parecer de diez y ocho años, de rostro mesurado y grave, mas aguileño que redondo, los ojos negros, rasgados y al descuido adormecidos, cejas tiradas y bien compuestas, pestañas largas, y encarnada la color del rostro: los cabellos rubios y crespos por artificio, segun se descubrian por las sienes; saya de burriel fino, ropa justa de contray ó frisado, los chapines de terciopelo negro, con sus clavetes y rapacejos de plata bruñida; guantes olorosos, y no de polvillo, sino de ámbar. El ademan era grave, el mirar honesto, el paso airoso y de garza. Mirada por partes parecia muy bien, y en el todo mucho mejor; y aunque la condicion é inclinacion de los dos manchegos era la misma que la de los cuervos nuevos, que á cualquier carne se abaten, vista la de la nueva garza, se abatieron á ella con todos sus cinco sentidos, quedando suspensos y enamorados de tal donaire y belleza; que esta prerogativa tiene la hermosura, aunque sea cubierta de sayal. Venian detras dos dueñas de honor, vestidas á la traza del escudero.

Con todo este estruendo llegó la buena señora á su casa, y abriendo el buen escudero la puerta, se entraron en ella: bien es verdad que al entrar, los estudiantes derribaron sus bonetes, con estraordinario modo de crianza y respeto mezclado de aficion, plegando sus rodillas é inclinando sus ojos, como si fueran los mas benditos y corteses hombres del mundo. Atrancáronse las señoras: quedáronse los señores en la calle, pensativos y medio enamorados, dando y tomando brevemente en lo que hacer debian, creyendo sin duda que pues aquella gente era forastera, no habria venido á Salamanca á aprender leyes, sino á quebrantarlas. Acordáronse pues en darle una música la noche siguiente; que este es el primer servicio que á sus damas hacen los estudiantes pobres.

Fuéronse luego á dar finiquito á su pobreza, que era una tenue porcion, y comidos que fueron, convocaron á sus amigos, juntaron guitarras é instrumentos, previnieron músicos, y fuéronse á un poeta de los que sobran en aquella ciudad, al cual rogaron que sobre el nombre de Esperanza, que así se llamaba la de sus vidas, pues ya por tal la tenian, fuese servido de componerles alguna letra para cantar aquella noche; mas que en todo caso incluyese en la composicion el nombre de Esperanza. Encargóse deste cuidado el poeta, y en poco rato, mordiéndose los labios y las uñas, y rascándose las sienes y la frente, forjó un soneto, como le pudiera hacer un cardador ó peraile. Diósele á los amantes; contentóles, y acordaron que el mismo autor se le fuese diciendo á los músicos, porque no habia lugar de tomallo de memoria.

Llegóse en esto la noche; y en la hora acomodada para la solemne fiesta juntáronse nueve matantes de la Mancha y cuatro músicos de voz y guitarra, un salterio, una arpa, una bandurria, doce cencerros y una gaita zamorana, treinta broqueles y otras tantas cotas, todo repartido entre una tropa de paniaguados, ó por mejor decir, de panivinajes. Con toda esta procesion y estruendo llegaron á la calle y casa de la señora, y en entrando por ella sonaron los crueles cencerros con tal ruido, que puesto que la noche habia ya pasado el filo, y todos los vecinos y moradores estaban de dos dormidas, como gusanos de seda, no les fué posible dormir mas sueño, ni quedó persona en toda la vecindad que no despertase y á las ventanas se pusiese. Sonó luego la gaita zamorana las gambetas, y acabó con el esturdion, ya debajo de las ventanas de la dama. Luego al son de la arpa, dictándolo el poeta su artífice, cantó el soneto un músico de los que no se hacen de rogar, en voz acordada y suave, el cual decia desta manera:


En esta calle yace mi Esperanza.
Á quien yo con el alma y cuerpo adoro
Esperanza de vida y de tesoro,
Pues no le tiene aquel
que no la alcanza.

Si yo la alcanzo, tal será mi andanza
Que no invidie al frances, al indio, al moro:
Por tanto tu favor gallardo imploro,
Cupido, dios de toda dulce holganza:

Que aunque es esta Esperanza tan pequeña,
Que apénas tiene años diez y nueve,
Será quien la alcanzare un gran gigante.

Crezca el incendio, añádase la leña,
¡Oh Esperanza gentil! y quien se atreve
Á no ser en servicios vigilante.
 

Apénas se habia acabado de cantar este descomulgado soneto, cuando un bellacon de los circunstantes, graduado in utroque, dijo á otro que al lado tenia, con voz levantada y sonora:

—¡Voto á tal, que no he oido mejor estrambote en los dias de mi vida! ¡Ha visto usted aquel concordar de versos, aquel jugar del vocablo con el nombre de la dama, y aquella invocacion de Cupido, y aquel gallardo tan bien encajado, y los años de la niña tan bien engeridos, con aquella comparacion tan bien contrapuesta y traida de pequeña á gigante! ¡Pues ya la maldicion ó imprecacion me digan, con aquel admirable y sonoro vocablo de leña! ¡Juro á tal, que si conociera al poeta que tal soneto compuso, que le habia de enviar mañana media docena de chorizos que me trajo esta mañana el recuero de mi tierra!

Por sola la palabra chorizos se persuadieron los oyentes ser el que las alabanzas decia estremeño sin duda, y no se engañaron; porque se supo despues que era de un lugar de Estremadura que está junto á Jaraicejo; y de allí adelante quedó en opinion de todos por hombre docto y versado en el arte poética, solo por haberle oido desmenuzar tan en particular el cantado y descomunal soneto.

Á todo lo cual se estaban las ventanas de la casa muy cerradas como su madre las parió, de lo que no poco se desesperaban los dos esperantes manchegos; pero con todo eso, al son de las guitarras segundaron á tres voces con el siguiente romance, asimismo hecho aposta y por la posta para el propósito.


Salid, Esperanza mia,
Á favorecer el alma
Que sin vos agonizando
Casi el cuerpo desampara.

Las nubes del temor frio
No cubran vuestra luz clara,
Que es mengua de vuestros soles
No rendir quien los contrasta.

En el mar de mis enojos
Tened tranquilas las aguas,
Si no quereis que el deseo
Dé al traves con la esperanza.

Por vos espero la vida
Cuando la muerte me mata,
Y la gloria en el infierno,
Y en el desamor la gracia.
 

Á este punto llegaban los músicos con el romance, cuando sintieron abrir la ventana y ponerse á ella una de las dueñas que aquel dia habian visto, la cual les dijo con una voz afilada y pulida:

—Señores, mi señora doña Claudia de Astudillo y Quiñones, suplica á vuesas mercedes la reciba tan señalada, que se vayan á otra parte á dar esa música, por escusar el escándalo y mal ejemplo que se da á la vecindad, respeto de tener en su casa una sobrina doncella, que es mi señora Doña Esperanza de Torralva, Menéses y Pacheco, y no le estar bien á su profesion y estado que semejantes cosas se hagan á su puerta y á tales horas, que de otra suerte y por otro estilo y con ménos escándalo la podrá recebir de ustedes.

Á lo cual respondió uno de los dos pretendientes:

—Hacedme regalo y merced, señora dueña, de decir á mi señora Doña Esperanza de Torralva, Menéses y Pacheco, que se ponga en esa ventana, que la quiero decir solas dos palabras, que son de su manifiesta utilidad y servicio.

—¡Huy! ¡huy! dijo la dueña: ¡en eso por cierto está mi señora Doña Esperanza! Sepa, señor mio, que no es de las que piensa; porque es mi señora muy principal, muy honesta, muy recogida, muy discreta, muy leida y muy escribida; y no hará lo que usted la suplica, aunque la cubriese de perlas.

Estando en este deporte y conversacion con la repulgada dueña del huy y de las perlas, venia por la calle gran tropel de gentes, y creyendo los músicos y acompañamiento que era la justicia de la ciudad, se hicieron todos una rueda, y recogieron en medio del escuadron el bagaje de los músicos; y como llegase la justicia, empezaron á repicar los broqueles y crujir las mallas, á cuyo son no quiso la justicia danzar la danza de espadas de los hortelanos de la fiesta del Córpus de Sevilla, sino que pasó adelante, por no parecer á sus ministros, corchetes y porquerones aquella feria de ganancia. Quedaron ufanos los bravos, y quisieron proseguir su comenzada música, mas uno de los dueños de la máquina no quiso se prosiguiera, si la señora Doña Esperanza no se asomase á la ventana, á la cual ni aun la dueña se asomó por mas que la volvieron á llamar; de lo que enfadados y corridos todos, quisieron apedrealle la casa y quebralle la celosía, y darle una matraca ó cantaleta: condicion propia de mozos en casos semejantes. Mas aunque enojados, volvieron á hacer la refaccion de la música con algunos villancicos; volvió á sonar la gaita y el enfadoso y brutal son de los cencerros, con el cual ruido acabaron su serenata.

Casi al alba seria cuando el escuadron se deshizo, mas no el enojo que los manchegos tenian, viendo lo poco que habia aprovechado su música; con el cual se fueron á casa de cierto caballero amigo suyo, de los que llaman generosos en Salamanca, y se sientan en cabecera de banco, el cual era mozo, rico, gastador, músico, enamorado, y sobre todo amigo de valientes, al cual le contaron muy por estenso su suceso sobre la belleza, donaire, brio y gracia de la doncella, juntamente con la gravedad y fausto de la tia, y el poco ó ningun remedio que esperaban para gozarla; pues el de la música, que era el primero y el postrer servicio que ellos podian hacerla, no les habia aprovechado ni servido de mas que indignarla, con el disfame de la vecindad. El caballero pues, que era de los de campo traves, no tardó mucho en ofrecerles que él la conquistaria para ellos, costase lo que costase; y luego aquel mismo dia envió un recado, tan largo como comedido, á la señora Doña Claudia, ofreciendo á su servicio la persona, la vida, la hacienda y su favor. Informóse del paje la astuta Claudia de la calidad y condiciones de su señor, de su renta, de su inclinacion y de sus entretenimientos y ejercicios, como si le hubiera de tomar por verdadero yerno; y el paje, diciendo la verdad, le retrató de suerte que ella quedó medianamente satisfecha, y envió con él la dueña del huy con la respuesta, no ménos larga y comedida que habia sido la embajada.

Entró la dueña, recebióla el caballero cortésmente, sentóla junto á sí en una silla, y dióla un lenzuelo de encajes con que se quitase el sudor, porque venia algo fatigadilla del camino; y ántes que le dijese palabra del recado que traia, hizo que la sacasen una caja de mermelada, y él por su mano le cortó dos buenas postas della, haciéndola enjugar los dientes con dos buenos pares de tragos de vino del santo, con lo cual quedó hecha una amapola, y mas contenta que si la hubiesen dado una canongía.

Propuso luego su embajada con sus torcidos, repulgados y acostumbrados vocablos, y concluyó con una muy forjada mentira, cual fué que su señora Doña Esperanza de Torralva, Menéses y Pacheco estaba tan pulcela como su madre la parió; mas que con todo eso no habria para su merced puerta de su señora cerrada. Respondióla el caballero que todo cuanto le habia dicho del merecimiento, valor, hermosura, recogimiento y principalidad, por hablar á su modo, de su ama lo creia; pero que aquello del pulcelaje se le hacia algo durillo; por lo cual le rogaba que en este punto le declarase la verdad de lo que sabia, y que la juraba á fe de caballero, que si le desengañaba, le daria un manto de seda de los de cinco en pua. No fué menester con esta promesa dar otra vuelta al cordel del ruego, ni atezarle los garrotes para que la melindrosa dueña confesase la verdad, la cual era, por el paso en que estaba y por el de la hora de su postrimería, que su señora Doña Esperanza de Torralva, Menéses y Pacheco estaba de tres mercados, ó por mejor decir, de tres ventas, añadiendo el cómo y en cuánto, el con quién y en dónde, con otras mil circunstancias, con que quedó D. Félix, que así se llamaba el caballero, satisfecho de todo cuanto saber queria; y acabó con ella que aquella misma noche le encerrase en casa, donde queria hablar á solas con la Esperanza, sin que lo supiese la tia. Despidióla con buenas palabras y ofrecimientos que llevase á sus amas, y dióla en dinero cuanto pudiese costar el negro manto. Tomó la órden que tendria para entrar aquella noche en la casa, con lo cual la dueña se fué loca de contenta, y él quedó pensando en su idea y aguardando la noche, que le pareció tardaba mil años, segun deseaba verse con aquellas compuestas fantasmas.

Llegó el plazo, que ninguno hay que no llegue, y hecho un S. Jorge, sin amigo ni criado, se fué D. Félix donde halló que la dueña le esperaba, y abriendo la puerta, le entró en casa con mucho tino y silencio, y le puso en el aposento de su señora Esperanza, tras las cortinas de su cama, encargándole no hiciese ningun ruido, porque ya la señora Doña Esperanza sabia que estaba allí, y que sin que su tia lo supiese, á persuasion suya queria darle todo contento; y apretándole la mano en señal de palabra de que así lo haria, se salió la dueña y D. Félix se quedó tras la cama de su Esperanza, esperando en qué habia de parar aquel embuste ó enredo.

Serian las nueve de la noche cuando entró á esconderse D. Félix, y en una sala conjunta á este aposento estaba la tia sentada en una silla baja de espaldas, la sobrina en un estrado frontero, y en medio un gran brasero de lumbre. La casa puesta ya en silencio, el escudero acostado, la otra dueña retirada y dormida, sola la sabedora del negocio estaba en pié y solicitando que su señora la vieja se acostase, afirmando que las nueve que el reloj habia dado eran las diez, muy deseosa de que sus conciertos viniesen á efecto, segun su señora la moza y ella lo tenian ordenado, cuales eran: que sin que la Claudia lo supiese, todo aquello que D. Félix diese fuese para ellas solas, sin que tuviese que ver ni haber en ello la vieja, la cual era tan mezquina y avara, y tan señora de lo que la sobrina ganaba y adquiria, que jamas le daba un solo real para comprar lo que estraordinariamente hubiese menester; pensando sisalle este contribuyente, de los muchos que esperaban tener andando el tiempo. Pero aunque sabia la dicha Esperanza que D. Félix estaba en casa, no sabia la parte secreta donde estaba escondido. Convidada pues del mucho silencio de la noche y de la comodidad del tiempo, dióle gana de hablar á Claudia, y así en medio tono comenzó á decir á la sobrina en esta guisa.

—Muchas veces te he dicho, Esperanza mia, que no se te pasen de la memoria los consejos, documentos y advertencias que te he dado siempre, los cuales, si los guardas, como debes y me has prometido, te servirán de tanta utilidad y provecho cuanto la mesma esperiencia y tiempo, que es maestro de todas las cosas, te lo darán á entender. No pienses que estamos en Plasencia, de donde eres natural; ni en Zamora, donde comenzaste á saber qué cosa es mundo; ni ménos estamos en Toro, donde diste el tercer esquilmo de tu fertilidad, las cuales tierras son habitadas de gente buena y llana, sin malicia ni recelo, y no tan intricada ni versada en bellaquerías y diabluras como en la que hoy estamos. Advierte, hija mia, que estás en Salamanca, que es llamada en todo el mundo madre de las ciencias, y que de ordinario cursan en ella y habitan diez ó doce mil estudiantes, gente moza, antojadiza, arrojada, libre, aficionada, gastadora, discreta, diabólica y de humor. Esto es en lo general; pero en lo particular, como todos por la mayor parte son forasteros y de diferentes partes y provincias, no todos tienen unas mesmas condiciones. Porque los vizcaínos, aunque son pocos, es gente corta de razones; pero si se pican de una mujer, son largos de bolsa. Los manchegos son gente avalentonada, de los de Cristo me lleve, y llevan ellos el amor á mojicones. Hay aquí tambien una masa de aragoneses, valencianos y catalanes: tenlos por gente pulida, olorosa, bien criada y mejor aderezada; mas no los pidas mas, y si mas quieres saber, sábete, hija, que no saben de burlas: porque son, cuando se enojan con una mujer, algo crueles y no de buenos hígados.

»Á los castellanos nuevos tenlos por nobles de pensamientos, y que si tienen dan, y por lo ménos, si no dan no piden. Los estremeños tienen de todo, como boticarios, y son como la alquimia, que si llega á plata lo es, y si á cobre, cobre se queda. Para los andaluces, hija, hay necesidad de tener quince sentidos, no que cinco; porque son agudos y perspicaces de ingenio, astutos, sagaces, y no nada miserables. Los gallegos no se colocan en predicamento, porque no son álguien. Los asturianos son buenos para el sábado, porque siempre traen á casa grosura y mugre. Pues ya los portugueses es cosa larga de pintarse sus condiciones y propiedades; porque como son gente enjuta de cerebro, cada loco con su tema; mas la de casi todos es que puedes hacer cuenta que el mismo amor vive en ellos envuelto en lacería.

»Mira pues, Esperanza, con qué variedad de gentes has de tratar, y si será necesario, habiéndote de engolfar en un mar de tantos bajios, que te señale yo y enseñe un norte por donde te guies y rijas, porque no dé al traves el navío de nuestra intencion y pretensa, y echemos al agua la mercadería de mi nave, que es tu gentil y gallardo cuerpo, tan dotado de gracia, donaire y garabato para cuantos dél toman envidia.

»Advierte, niña, que no hay maestro en toda esta universidad que sepa tan bien leer en su facultad, como yo sé y puedo enseñarte en esta arte mundanal que profesamos; pues así por los muchos años que he vivido en ella y por ella, como por las muchas esperiencias que he hecho, puedo ser jubilada. Y aunque lo que ahora te quiero decir es parte del todo que otras muchas veces te he dicho, con todo eso quiero que me estés atenta y me des grato oido; porque no todas veces lleva el marinero tendidas las velas de su navío, ni todas las lleva cogidas, pues segun el viento tal es el tiento.

Estaba á todo lo dicho la dicha niña Esperanza bajos los ojos y escarbando el brasero con un cuchillo, inclinada la cabeza, y al parecer muy contenta y obediente á cuanto le iba diciendo; pero no contenta Claudia con esto, le dijo:

—Alza, niña, la cabeza, y deja de escarbar el fuego; clava y fija en mí los ojos, no te duermas; que para lo que te quiero decir otros cinco sentidos mas de los que tienes debieras tener para aprenderlo y percebirlo.

Á lo cual replicó Esperanza:

—Señora tia, no se canse ni me canse en alargar y proseguir su arenga, que ya me tiene quebrada la cabeza con las muchas veces que me ha predicado y advertido de lo que me conviene y tengo de hacer; no quiera ahora de nuevo volvérmela á quebrar. Mire ahora ¡qué mas tienen los hombres de Salamanca que los de las otras tierras! ¿Todos no son de carne y hueso? ¿Todos no tienen alma, con tres potencias y cinco sentidos? ¿Qué importa que tengan algunos mas letras y estudios que los otros? Antes imagino yo que los tales se ciegan y caen mas presto que los otros, porque tienen mas entendimiento para conocer y estimar cuánto vale la hermosura. ¿Hay mas que hacer que incitar al tibio, provocar al casto, negarse al carnal, animar al cobarde, alentar al corto, refrenar al presumido, despertar al dormido, convidar al descuidado, escribir al ausente, alabar al necio, celebrar al discreto, acariciar al rico, desengañar al pobre, ser ángel en la calle, santa en la iglesia, hermosa en la ventana, honesta en la casa y demonio en la cama?

»Todas estas cosas, señora tia, ya me las sé yo de coro: tráigame otras nuevas que avisarme y advertirme, y déjelas para otra coyuntura, porque le hago saber que toda me duermo, y no estoy para poderla escuchar. Mas una sola cosa le quiero decir y le aseguro, para que dello esté muy cierta y enterada, y es: que no me dejaré mas martirizar de su mano por toda la ganancia que se me pueda ofrecer. Tres flores he dado ya, y otras tantas las ha usted vendido, y tres veces he pasado insufrible martirio. ¿Soy yo por ventura de bronce? ¿No tienen sensibilidad mis carnes? ¿No hay mas sino dar puntadas en ellas como ropa descosida? ¡Por el siglo de mi madre, que no conocí, que no lo tengo mas de consentir! Deje, señora tia, ya rebuscar mi viña: que á veces es mas sabroso el rebusco que el esquilmo principal; y si todavía está determinada que mi jardin se venda por entero y jamas tocado, busque otro modo mas suave de cerradura para su postigo; porque el del sirgo y aguja no hay pensar que llegue mas á mis carnes.

—¡Ay boba, boba, replicó la vieja Claudia, y qué poco sabes destos achaques! No hay cosa que se iguale para este menester á la de la aguja y sirgo encarnado; que todo lo demas es andar por las ramas. No vale nada el zumaque y vidrio molido; vale mucho ménos la sanguijuela; la mirra no es de algun provecho, ni la cebolla albarrana, ni el papo de palomino, ni otros impertinentes menjurjes que hay, que todo es aire: porque no hay rústico ya, que si tantico quiere estar en lo que hace, no caiga en la cuenta de la moneda falsa. Vívame mi dedal y mi aguja, y vívame juntamente tu paciencia y buen sufrimiento, y venga á embestirme todo el género humano, que ellos quedarán engañados, tú con honra y yo con hacienda y mas ganancia que la ordinaria.

—Yo confieso ser así, señora, lo que dice, replicó Esperanza, pero con todo, estoy resuelta en mi determinacion, aunque se menoscabe mi provecho. Cuanto y mas que en la tardanza de la venta está el perder la ganancia que se puede adquirir abriendo tienda desde luego; que si, como dice, hemos de ir á Sevilla para la venida de la flota, no será razon que se nos pase el tiempo en flores, aguardando á vender la mia cuarta vez, que ya está negra de puro marchita. Váyase á dormir, señora, por mi vida, y piense en esto; y mañana habrá de tomar la resolucion que mejor le pareciere, pues al cabo al cabo, habré de seguir sus consejos, pues la tengo por madre y mas que madre.

Aquí llegaban en su plática la tia y la sobrina, la cual plática toda la habia oido D. Félix, no poco admirado, cuando, sin ser poderoso para escusarlo, comenzó á estornudar con tanta fuerza y ruido que se pudiera oir en la calle.

Al cual se levantó D.ª Claudia, toda alborotada y confusa, y tomando la vela entró en el aposento donde estaba la cama de Esperanza, y como si se lo hubieran dicho, se fué derecha á la cama, y alzando las cortinas, halló al señor caballero, empuñada la espada, calado el sombrero, muy aferruzado el semblante y puesto á punto de guerra.

Así como le vió la vieja comenzó á santiguarse, diciendo:

—¡Jesus, valme! ¿Qué gran desventura y desdicha es esta? ¡Hombres en mi casa, y en tal lugar y á tales horas! ¡Desdichada de mí! ¡Desventurada fuí yo! ¿Qué dirá quien lo supiese?

—Sosiéguese usted, mi señora Doña Claudia, dijo D. Félix, que yo no he venido aquí por su deshonra y menoscabo, sino por su honor y provecho. Soy caballero, rico y callado, y sobre todo enamorado de mi señora Doña Esperanza; y para alcanzar lo que merecen mis deseos y aficion, he procurado, por cierta negociacion secreta que usted sabrá algun dia, ponerme en este lugar, no con otra intencion sino de ver y gozar desde cerca de la que de léjos me ha hecho quedar sin vida. Y si esta culpa merece alguna pena, en parte estoy y á tiempo somos donde y cuando se me pueda dar: pues ninguna me vendrá de sus manos que yo no estime por muy crecida gloria, ni podrá ser mas rigurosa para mí que la que padezco de mis deseos.

—¡Ay sin ventura de mí, volvió á replicar Claudia, y á cuántos peligros estamos espuestas las mujeres que vivimos sin maridos y sin hombres que nos defiendan y amparen! Ahora sí que te echo de ménos, malogrado de tí, D. Juan de Bracamonte, mal desdichado consorte mio; que si tú fueras vivo, ni yo me viera en esta ciudad, ni en la confusion y afrenta en que me veo. Usted, señor mio, sea servido luego al punto de volverse por donde entró; y si algo quiere en esta casa de mí ó de mi sobrina, desde afuera se podrá negociar con mas despacio, con mas honra y con mas provecho y gusto.

—Para lo que yo quiero en la casa, replicó D. Félix, lo mejor que ello tiene, señora mia, es estar dentro della; que la honra por mí no se perderá; la ganancia está en la mano, que es el provecho; y por lo que hace al gusto sé decir que no puede faltar. Y para que no sea todo palabras, y que sean verdaderas estas mias, esta cadena de oro doy para fiador dellas.

Y quitándose una buena cadena de oro del cuello, que pesaba cien ducados, se la ponia en el suyo.

Á este punto, luego que vió tal oferta y tan cumplida parte de paga la dueña del concierto, ántes que su ama respondiese ni la tomase, dijo:

—¿Hay príncipe en la tierra como este, ni papa, ni emperador, ni cajero de mercader, ni perulero, ni aun canónigo, que haga tal generosidad y largueza? Señora Doña Claudia, por vida mia, que no se trate mas deste negocio, sino que se le eche tierra y haga luego todo cuanto este señor quisiere.

—¿Estás en tu seso, Grijalva, que así se llamaba la dueña, estás en tu seso, loca, desatinada? dijo Doña Claudia. ¿Y la limpieza de Esperanza, su flor cándida, su pureza, su doncellez no tocada, así la habia yo de aventurar y vender, sin mas ni mas, cebada de esa cadenilla? ¿Estoy yo tan sin juicio que me tengo de encandilar de sus resplandores, ni atar con sus eslabones, ni prender con sus ligamentos? ¡Por el siglo del que pudre, que tal no será! Usted se vuelva á poner su cadena, señor caballero, y mírenos con mejores ojos; y entienda que, aunque mujeres solas, somos principales, y que esta niña está como su madre la parió, sin que haya persona alguna en el mundo que pueda decir otra cosa; y si contra esta verdad le hubiesen dicho alguna mentira, todo el mundo se engaña, y al tiempo y la esperiencia doy por testigos.

—Calle, señora, dijo á esta sazon la Grijalva, que, ó yo sé poco, ó que me maten si este señor no sabe toda la verdad del hecho de mi señora la moza.

—¿Qué ha de saber, desvergonzada, qué ha de saber? replicó Claudia. ¿No sabeis vos la limpieza de mi sobrina?

—Por cierto bien limpia estoy, dijo entónces Esperanza, que estaba en medio del aposento, medio embobada y suspensa, viendo lo que pasaba sobre su cuerpo; y tan limpia que no ha una hora que con todo este frio me vestí una camisa limpia.

—Esté usted como estuviere, dijo D. Félix, que solo por la muestra del paño que he visto no saldré de la tienda sin comprar toda la pieza; y porque no se me deje de vender por melindre ó ignorancia, sepa, señora Claudia, que he oido toda la plática ó sermon que acaba de hacer á la niña, y que quisiera yo ser el primero que esquilmara este majuelo, ó vendimiara esta viña, aunque se añadieran á esta cadena unos zarcillos de oro y unas esposas de diamantes. Y pues estoy tan al cabo de esta verdad, y tengo tan buena prenda, ya que no se estima la que doy ni la que tiene mi persona, úsese de mejor término conmigo, que será justo, con protestacion y juramento que por mí nadie sabrá en el mundo el rompimiento desta muralla, sino que yo seré el pregonero de su entereza y bondad.

—Ea, dijo entónces la Grijalva, buen pro, buen pro le haga, para en uno son, yo los junto y los bendigo.

Y tomando de la mano de la niña, se la acomodaba á D. Félix: de lo cual se encolerizó tanto la vieja, que quitándose un chapin, comenzó á dar á la Grijalva como en real de enemigos; la cual viéndose maltratar, echó mano de las tocas de Claudia, y no la dejó pedazo en la cabeza, descubriendo la buena señora una calva mas lucia que la de un fraile, y un pedazo de cabellera postiza que le colgaba por un lado, con que quedó la mas fea y abominable catadura del mundo. Viéndose maltratar así de su criada, comenzó á dar grandes alaridos y voces, apellidando á la justicia; y al primer grito, como si fuera cosa de encantamento, entró por la sala el corregidor de la ciudad, con mas de veinte personas, entre acompañados y corchetes: el cual, habiendo tenido soplo de las personas que en aquella casa vivian, determinó visitallas aquella noche, y habiendo llamado á la puerta, no le oyeron, como estaban embebecidas en sus pláticas, y los corchetes con dos palancas, de que de noche andan cargados para semejantes efectos, desquiciaron la puerta, y subieron tan queditos, que no fueron sentidos; y desde el principio de los documentos de la tia, hasta la pendencia de la Grijalva estuvo oyendo el corregidor sin perder un punto; y así, cuando entró dijo:

—Descomedida andais con vuestra ama, señora criada.

—¡Y cómo si anda descomedida esta bellaca, señor corregidor, dijo Claudia, pues se ha atrevido á poner las manos do jamas han llegado otras algunas desde que Dios me arrojó á este mundo!

—Bien decís que os arrojó, dijo el corregidor, porque vos no sois buena sino para arrojada. Cubríos, honrada, y cúbranse todas, y vénganse á la cárcel.

—¡Á la cárcel, señor! ¿Por qué? dijo Claudia. ¿Á las personas de mi calidad y estofa úsase en esta tierra tratallas desta manera?

—No deis mas voces, señora, que habeis de venir sin duda, mal que os pese, y con vos esta señora colegial trilingüe en el desfrute de su heredad.

—Que me maten, dijo la Grijalva, si el señor corregidor no lo ha oido todo; que aquello de las tres pringües, por lo de Esperanza lo ha dicho.

Llegóse en esto D. Félix y habló aparte al corregidor, suplicándole no la llevase, que él las tomaba en fiado, mas no pudieron aprovechar con él los ruegos, ni ménos las promesas.

Empero quiso la suerte que entre la gente que acompañaba al corregidor venian los dos estudiantes manchegos, y se hallaron presentes á toda esta historia; y viendo lo que pasaba, y que en todas maneras habian de ir á la cárcel Esperanza, Claudia y la Grijalva, en un instante se concertaron entre sí en lo que habian de hacer; y sin ser sentidos se salieron de la casa, y se pusieron en cierta calle tras canton por donde habian de pasar las presas, con seis amigos de su traza y que luego les deparó su buena ventura, á quienes rogaron les ayudasen en un hecho de importancia contra la justicia del lugar, para cuyo efecto los hallaron mas prontos y listos que si fuera para ir á algun solemne banquete.

De allí á poco asomó la justicia con las prisioneras, y ántes que llegasen, pusieron mano los estudiantes con tal brio y denuedo, que á poco rato no les esperó porqueron en la calle, si bien no pudieron librar mas que á la Esperanza: porque así como los corchetes vieron trabada la pelea, los que llevaban á Claudia y á la Grijalva se fueron con ellas por otra calle, y las pusieron en la cárcel. El corregidor, corrido y afrentado, se fué á su casa, D. Félix á la suya, y los estudiantes á su posada. Y queriendo el que habia quitado á Esperanza á la justicia gozarla aquella noche, el otro no lo quiso consentir, ántes le amenazó de muerte si tal hiciese.

¡Oh milagros del amor! ¡Oh fuerzas poderosas del deseo! Digo esto, porque viendo el estudiante de la presa que el otro su compañero con tanto ahinco y veras le prohibia el gozalla, sin hacer otro discurso, y sin mirar cuál le estaba lo que queria hacer, dijo:

—Ahora pues, ya que vos no consentís que yo goce á la que tanto me ha costado, y no quereis que por amiga me entregue en ella, á lo ménos no me podréis negar que como á mujer legítima no me la habeis, ni podeis, ni debeis quitar.

Y volviendo á la moza, á quien de la mano no habia dejado, le dijo:

—Esta mano, que hasta aquí os he dado, señora de mi alma, como defensor vuestro, ahora, si vos quereis, os la doy como legítimo esposo y marido.

La Esperanza, que de mas bajo partido fuera contenta, al punto que vió el que se la ofrecia, dijo que sí y que resí, no una, sino muchas veces, y abrazóle como á su señor y marido. El compañero, admirado de ver tan estraña resolucion, sin decirles nada se quitó de delante y se fué á su aposento. El desposado, temeroso de que sus amigos y conocidos le estorbasen el fin de su deseo y le impidiesen el casamiento, que aun no estaba hecho con las debidas circunstancias, aquella misma noche se fué al meson donde posaba el arriero de su tierra. Quiso la buena suerte de Esperanza que el tal arriero se partia al otro dia por la mañana, con el cual se fueron; y segun se dijo, llegó á casa de su padre, donde le dió á entender que aquella señora que allí traia era hija de un caballero principal; y que la habia sacado de casa de su padre, dándole palabra de casamiento. Era el padre viejo, y creyó fácilmente cuanto le decia el hijo; y viendo la buena cara de la nuera, se tuvo por mas que satisfecho, y alabó como mejor supo la buena determinacion de su hijo.

No le sucedió así á Claudia, porque se le averiguó por su misma confesion, que la Esperanza no era su sobrina ni parienta, sino una niña á quien habia tomado de la puerta de una iglesia, y que á ella y á otras, que en su poder habia tenido, las habia vendido por doncellas muchas veces á diferentes personas, y que desto se mantenia y esto tenia por oficio y ejercicio. Averiguósele tambien tener sus puntas de hechicera, por cuyos delitos el corregidor la sentenció á cuatrocientos azotes y á estar en una escalera, con una jaula y coroza en medio de la plaza; que fué el mejor dia que aquel año tuvieron los muchachos de Salamanca.

Súpose luego el casamiento del estudiante; y aunque algunos escribieron á su padre la verdad del caso y la calidad de la nuera, ella se habia dado con su astucia y discrecion tan buena maña en contentar y servir al viejo suegro, que aunque mayores males le dijeran della, no quisiera haber dejado de alcanzarla por hija: tal fuerza tienen la discrecion y la hermosura. Y tal fin y paradero tuvo la señora Claudia de Astudillo y Quiñones, y tal le tengan todas cuantas su vida y proceder tuvieren.


Publicado el 15 de febrero de 2020 por Edu Robsy.
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