—Tal vez... —empecé, y él, sin oírme, continuó:
—¡Mi nombre! ¿Para qué he de sacrificar mi alma a mi nombre?
¿Prolongarlo en el ruido de la fama? ¡No! Lo que quiero es asentar en el
silencio de la eternidad mi alma. Porque, fíjese, joven, en que muchos
sacrifican el alma al nombre, la realidad a la sombra. No, no quiero que
mi personalidad, eso que llaman personalidad los literatos, ahogue a mi
persona (y al decirlo se tocaba el pecho). Yo, yo, yo, este yo concreto
que alienta, que sufre, que goza, que vive; este yo intrasmisible...,
no quiero sacrificarlo a la idea que de mí mismo tengo, a mí mismo
convertido en ideal abstracto, a ese yo cerebral que nos esclaviza...
—Es que el yo que usted llama concreto...
—Es el único verdadero; el otro es una sombra, es el reflejo que de
nosotros mismos nos devuelve el mundo que nos rodea por sus mil
espejos..., nuestros semejantes. ¿Ha pensado usted alguna vez, joven, en
la tremenda batalla entre nuestro íntimo ser, el que de las profundas
entrañas nos arranca, el que nos entona el canto de pureza de la niñez
lejana, y ese otro ser advenedizo y sobrepuesto que no es más que la
idea que de nosotros los demás se forman, idea que se nos impone y al
fin nos ahoga?
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