Cuentos

Miguel de Unamuno


Cuentos, Colección


El amor
Ver con los ojos
El poema vivo del amor
El espejo de la muerte
En manos de la cocinera
El amor que asalta
Al correr los años
La paternidad
Abuelo y nieto
El sencillo don Rafael
Cruce de caminos
Historia de V. Goti
El padrino Antonio
Los hijos espirituales
La fama
Una visita al viejo poeta
Don Martín, o de la gloria
Al pie de una encina
La pedagogía
El diamante de Villasola
El maestro de Carrasqueda
La beca
Razón y pasión
Caridad bien ordenada
La venda
La manchita de la uña
La mansedumbre
Nerón tiple o el calvario de un inglés
Juan Manso
¿Por qué ser así?
El lego Juan
Costumbrismo
«Solitaña»
Las tribulaciones de Susín
La sangre de Aitor
Chimbos y chimberos
San Miguel de Basauri en el arenal de Bilbao
Redondo, el contertulio
El secreto de la personalidad
«Las tijeras»
El dios Pavor
El semejante
Sueño
El abejorro
La locura del doctor Montarco
El que se enterró
El secreto de un sino
Bonifacio
Soledad
Del odio a la piedad
Ramón Nonnato, suicida
Artemio, heautontimoroumenos
Robleda, el actor
La sombra sin cuerpo
Fábulas, sátiras, fantasías, cuentos humorísticos, caricaturas
El desquite
¡Cosas de franceses!
El gran Duque-Pastor
De águila a pato
El canto de las aguas eternas
El misterio de iniquidad
¡Viva la introyección!
Mecanópolis
Una rectificación de honor
Antolín S. Paparrigópulos
Don Eloíno R. de Alburquerque
Don Catalino, hombre sabio
Don Bernardino y doña Etelvina
Don Silvestre Carrasco, hombre efectivo
Un caso de longevidad
Batracófilos y batracófobos
La revolución de la Biblioteca de Ciudámuerta
El alcalde de Orbajosa
Las peregrinaciones de Turismundo
La bienaventuranza de don Quijote
Crítica literaria
El canto adánico
Y va de cuento

El amor

Ver con los ojos

Cuento

Era un domingo de verano; domingo tras una semana laboriosa, verano como corona de un invierno duro.

El campo estaba sobre fondo verde vestido de florecicas rojas, y el día convidando a tenderse en mangas de camisa a la sombra de alguna encina y besar al cielo cerrando los ojos. Los muchachos reían y cuchicheaban bajo los árboles, y sobre éstos reían y cuchicheaban también los pájaros. La gente iba a misa mayor, y al encontrarse los unos saludaban a los otros como se saludan las gentes honradas. Iban a dar a Dios gracias porque les dio en la pasada semana brazos y alegría para el trabajo, y a pedirle favor para la venidera. No había más novedad en el pueblo que la sentida muerte del buen Mateo, a los noventa y dos años largos de edad, y de quien decían sus convecinos: «¡Angelito! Dios se le ha llevado al cielo. ¡Era un infeliz el pobre...!». ¿Quién no sabe que ser un infeliz es de mucha cuenta para gozar felicidad?

Si todos estaban alegres, si por ser domingo bailoteaba en el pecho de las muchachas el corazón con más gana y alborozo, si cantaban los pájaros y estaba azul el cielo y verde el campo, ¿por qué sólo el pobre Juan estaba triste? Porque Juan había sido alegre, bullicioso e infatigable juguetón; porque a Juan nadie le conocía desgracia y sí abundantes dones del buen Dios, ¿no tenía acaso padres de que enorgullecerse, hermanos de que regocijarse, no escasa fortuna y deseos cumplidos?

Desde que había vuelto de la capital en que cursó sus estudios mayores, Juan vivía taciturno, huía todo comercio con los hombres y hasta con los animales, buscaba la soledad y evitaba el trato.

Por el pueblo rodaban de boca en boca sus extraños dichos, o mejor dicharachos, amargos y sombríos, pensamientos teñidos no con el verde de los campos de su aldea, sino con el triste color de las callejuelas de la capital. Lo menos veinte veces diarias en otros tantos días habíanle oído decir: «La vida, ¿merece la pena de que se la viva?». Sólo hablaba del dolor y de la pena, eran sus relatos tristes y sus conversaciones amargas. Aumentaba la extrañeza de los cándidos aldeanos cada día, porque era bien extraño un joven que hacía alarde de sentimientos hostiles a las creencias de sus convecinos, y a renglón seguido de negar todo más allá del más allá, les enjaretaba una larga homilía a cuenta de la vanidad de las cosas humanas.

Su padre empezó preocupándose y acabó por dejar perder su buen humor, y la madre empezó perdiéndolo y acabó escaldándose los ojos a puro llorar. Porque Juan a sus solícitas preguntas sólo contestaba: «¡Es manía! Si no tengo nada..., si estoy triste será porque así nací..., unos ven en claro, otros en negro». Consultaron al médico, respetable viejecito, que sabía mucho más de lo que creía saber, y contestó: «¡Bah! Eso no es nada, déjenle y ya vendrá a su tiempo el remedio. Este muchacho se ha empeñado en no levantar la vista del suelo..., casualmente aquí..., aquí, donde hay un cielo tan azul. Y sobre todo..., ¿dónde habrá unos ojos como los que por acá menudean?... ¡Bah, bah, bah! Déjenle que tope con sus ojos... ¡Vaya!, ¡vaya, ojos necesita, ojos!... ¡No quiere ver con los suyos!».

No era pequeña la ojeriza que mi buen Juan había tomado al médico, implacable socarrón, hombre vulgar y despiadado que jamás topó con el aburrido estudiante sin pincharle con alguna irónica observación. Era realmente cargante y molesto aquel vulgarote de médico de aldea, que se reía de la honda tristeza de un alma infeliz y no comprendida. «¡Tristezas teóricas, Juanito!, tristezas teóricas..., ¡ojos!..., ¡ooooojos!, te faltan ojos para mirar al cielo!». Y Juanito pasaba bufando y añadiendo al terrible torcedor de un espíritu que se carcomía a sí mismo los sarcasmos de un mundo imbécil que aguza el dolor y embota la sombra de la escasa dicha. Aquel médico era el mundo, no cabe duda, la encarnación del mundo.

Juan se encerraba a solas larguísimas horas y leía y releía y volvía a releer. ¿Qué leía? Sus padres nunca lo supieron; vieron sí unos librotes en enrevesado gringo, con títulos enmarañados, muchas sch y pf y otras letras igualmente armoniosas y algún que otro tomo de versos. En uno de ellos se representaba en una viñeta un hombre llorando al pie de un sauce llorón, y otras cosas de tan pésimo gusto.

A la caída de la tarde, cuando el sol se acostaba en la montaña y los viejos salían con sus nietos a jugar ante las puertas, Juan salía también a pasear sus tristezas por el pueblo alegre, como un mendigo pasea sus harapos por las calles. «¡Adiós, Juanito!», le decían éstos. «¡Adiós, don Juan!», decíanle aquéllos; unos y otros con la sonrisa en la boca y la compasión en el alma. «¡Adiós!», contestaba secamente el desdichado.

Había a la salida del pueblo y al borde del camino una casita con emparrado delantero y bajo el emparrado un banco de nogal. Allí Magdalena servía un refrigerio a los paseantes y a los viajeros.

Como a Magdalena se le había muerto el padre, quedó su madre viuda, y lo que es peor que quedar viuda, siéndolo ya, enfermó y quedó paralítica, dejando a su hija sin amparo. Era joven ésta cuando murió su padre, lo era menos cuando enfermó su madre, y se encontró con el cielo azul por techo, y por suelo y cama el campo verde. Los amigos de su padre le tendieron sus callosas manos y le pusieron aquella cantina, con cuyos escasos recursos atendía a su madre y se atendía.

¡Cuidado si era alegre la muchacha! Cuentan que nació la chica bajo aquel mismo emparrado; cuentan que era en un día de cielo azul y campo verde, y cuentan, además, que el viento tibio agitaba los racimos al compás que la niña sus manecitas. Añaden que su primer llanto fue un llanto que parecía risa; cuentan que en aquella alma puso Dios todos los colores bellos, todos los perfumes suaves.

Juan venía a sentarse en aquel banco, y allí refrescaba su garganta, ya que no la sequedad de su alma. Era para el triste un verdadero misterio aquella muchacha alegre en una vida trabajosa, siempre sonriendo a la suerte que le ponía cara seria.

—Buenas tardes, don Juan. ¿Quiere usted algo?

—Trae lo que ayer.

—Ya van acortando los días y alargando las noches.

—Es natural.

—¡Si usted viera cuánto siento que se vaya el verano!

—Pues tiene que irse. A mí me aburre tanto sol; calienta los cascos y no deja hacer nada.

—¡Si usted viera cómo juegan los mosquitos con ese rayo de luz que suele pasar por la ventana! ¡Hasta el polvo se ve!

—Mejor es el día nublado.

—A mí me gustan las nubes cuando se rompen y se ve un cachito de cielo, tan azul..., tan azul...

—¡Ilusión óptica...!

—¿Ilusión... qué? ¿Qué ha dicho usted? ¿Cómo ha sido eso? Yo también quiero saber, don Juan.

—¿Y para qué? No he dicho nada, muchacha.

—Pero..., ¿qué le pasa a usted, don Juan?

—¡Mira! Llámame Juan, o Juanito, o como quieras; pero don Juan no..., el don es feo.

Y oyó una voz:

«Vamos, Juanito, vamos..., ¡a ver si encuentras los ojos, vamos, hombre!, mira qué hermosas están las uvas... ¡Bah, bah, bah! ¡Si el mundo es detestable!».

Era el implacable médico que pasaba.

—Ese hombre me revienta.

—¿Por qué, don Juan? Si es muy bueno... y tan alegre. A mí me gustan los viejos alegres...

—¡Pues a mí no! Alegre porque no discurre.

—¿Pues no decía usted ayer que es mejor no discurrir?

—A poder ser, sí.

Y etc., etc., etc., Juan apuraba su vaso, pagaba y se marchaba, diciéndose para sus adentros: «¡Pobre muchacha! Debe sufrir mucho, aunque lo oculta». Y la pobre Magdalena se quedaba cabizbaja y meditando: «Cuando está tan triste, ¿qué tendrá?».

Juan, al siguiente día, volvía y tomaba a volver, y se hizo ya asiduo parroquiano al banco de nogal.

Un día de tantos estuvo revolviendo papelotes, que se llevó en los bolsillos, leyéndolos y corrigiéndolos, y al recogerlos para pagar y marcharse cayósele uno.

Cuando ya se hubo alejado, Magdalena notó en el suelo y recogió el olvidado papel. Era mujer y lo leyó:

«La vida es un monstruo que se devora; sufre al sentirse devorada, y goza al devorar. Los placeres se olvidan, luego persisten los dolores amargando la vida. Mañana, cuando esté más sereno el día, más claro el cielo y más tibio el aire, se extinguirá la lámpara, y perdidos en nuevas combinaciones rodarán los elementos de la conciencia. Dices: "¡Ya viene!, ¡ya viene!"; y cuando extiendes los brazos vuelves la frente mustia y exclamarás: "¡Es tarde, ya pasó!". Da vueltas el mundo y al año vuelve al punto de que partió, siempre en torno del sol, sin alcanzarle nunca, que si acaso le alcanzara nos reduciríamos a polvo. ¿Por qué será el mundo como es? ¡Libertad, libertad! ¡Ah, necios! ¿Quién nos libertará de nosotros mismos? Sombra de sombra es todo, y la luz que la proyecta, luz fría y fuego fatuo. Ver todos los días salir el sol para hundirse, y hundirse para volver a salir. Yo pagaré con minutos como horas mis pasadas horas como minutos; el tiempo no perdona. Nací, vi el mundo, no me gustó, ¿es esto tan extraño? ¡Triste del alma que camina sola! Y, ¿dónde encontrar un alma hermana? Comer para vivir y vivir para comer, horrible círculo vicioso, ¡quién pudiera vegetar! Como un parásito que se agarra a un árbol para nutrirse, así se han agarrado a las últimas telas de mi cerebro estas ideas para atormentarme. No hay cosa más hermosa que dormir, cerrar los ojos y perderse. Hay más bocas que pan, hay más deseos que dichas. Tú sufrirás, y cuando hayas acabado de sufrir volverás a sufrir de nuevo. Consuelos y no ciencia me hacen falta. Yo soy mi mayor enemigo, yo amargo mis alegrías, yo aguzo mis pesares. ¿Dónde están el cielo de mi aldea, los pájaros que anidaban en mi casa? Tú que tienes en tu mano el sueño, déjalo caer sobre mí y no me lo quites nunca, dame un sueño sin despertar...».

Magdalena no siguió leyendo, inclinó su cabeza hermosa y secó en vano con el extremo del delantal sus ojos, porque tuvo que volverlos muchas veces a secar. Ella apenas comprendía lo que estaba leyendo, pero lo sentía, y sintió también un nudo en la garganta y como una bola caliente que por su interior chocara contra el pecho y se hiciera polvo derramándose en escalofríos por el cuerpo.

No hubo ya buen humor para la muchacha, y al través de sus lágrimas mal curadas vio descomponerse la luz como nunca había visto.

Por la tarde murió el sol, y Juan llegó como siempre a sentarse en el banco de nogal. Magdalena no estaba allí como otros días.

—¡Magdalena!

—¡Señorito...!

La muchacha apareció más triste, más taciturna, llevando con incierto pulso el diario refresco, que colocó sobre la mesa.

—¿Qué te pasa? Hoy tienes algo.

—Tome, señor.

Y alargó a Juan el pícaro papel, origen de la pena.

Más fuerte que ella fue su dolor, más fuerte el sombrío espíritu de su parroquiano, que se infiltró en aquella alma de azul celeste; inclinó su cabeza y corrieron sus lágrimas por sus mejillas rojas, mientras el hipo la ahogaba.

Juan tomó el papel, vio lo que era, lo estrujó, miró entre sombrío y avergonzado a la joven y dejó descansar su fatigada cabeza en sus ociosas manos. Todos los vientos de tempestad se desencadenaron sobre aquel pobre espíritu perdido en las tinieblas; vaciló, cayó, se alzó, para volver a caer, a tornar a levantarse; pasaron en revuelto maridaje los pájaros que anidaban en su casa y tos murciélagos de la callejuela, el sol del mediodía y la oscuridad de la noche; toda la angustia le llenó el alma; sintió el único verdadero dolor que en años no había sentido, y sus lágrimas acrecieron el contenido del vaso.

A través de ellas vio pasar por el camino como una flecha un ágil viejecillo. Juan se secó los ojos con la manga, se levantó, arrugó el ceño para ponerse sereno, pagó y se marchó, sin probar el olvidado refrigerio, diciendo:

—¡Hasta mañana!

Cuando quedó sola Magdalena, secó también sus ojos; y como tenía ardiente y seca la garganta, apuró de un trago aquel refresco bañado con las primeras lágrimas de un pesimista. En su alma renació la luz y la alegría; esperó y se serenó.

A la entrada del pueblo encontró Juan al médico, al implacable médico, que esta vez le pareció más amable, más simpático y dulce.

—¡Ole, Juanito, ole! ¿Qué tienes, hombre, qué tienes, que traes tan encendidos los ojos? ¡Ya los has encontrado...! Mira, mira al cielo; mañana estará muy claro..., mañana es domingo..., irás a misa..., y luego al banco de nogal...

Y acercándosele al oído, añadió:

—¡Tienes que secarle las lágrimas, bárbaro, bárbaro, más que bárbaro! ¿Dónde has aprendido a hacer daño al prójimo? ¡Con que es malo el mundo, y tú quieres hacerle peor...! Ya estás salvo..., esto se cura llorando... Mañana mirarás al cielo con sus ojos, pero hoy a la noche quemarás todas esas imbecilidades que has ido ensartando. ¡Anda, tontuelo, dame la mano... y a dormir!

La mano temblorosa y débil del joven oprimió la fuerte y tranquila del anciano.

—¡A dormir se ha dicho!

—Para despertar mañana.

Al día siguiente Juan llegó muy temprano al banco de nogal y volvió más tarde; al mes sus padres habían recobrado la calma y la alegría, y el pesimista era el más alegre, enredador y campechano de toda la comarca. Le saludaban con más amabilidad, se detenía en todas partes, y tenía la debilidad de creer que bajo aquel emparrado se veía mejor el cielo, y que los ojos de Magdalena habían convertido el detestable mundo en un paraíso y ahogado al monstruo de la vida que le devoraba. No eran los ojos, yo lo sé, era el alma de la muchacha, en que Dios había puesto su santa alegría, los colores más claros y los perfumes más suaves.

Lo que debía seguir vino de reata, era obligado.

Juan aprendió a esperar, y esperando unió lo venidero a lo presente, la dicha del perenne mañana de este mundo a la dulzura del dejarse vivir y el dejarse querer.

Cuando en adelante tuvo penas, y penas reales, no las ocultó, que dando el placer de que le consolaran, recibió el de ser consolado. La verdadera abnegación no es guardarse las penas, es saberlas compartir.

(El Noticiero Bilbaíno, 25-X-1886)

El poema vivo del amor

Un atardecer de primavera vi en el campo a un ciego conducido por una doncella que difundía en torno de sí nimbo de reposo. Era la frente de la moza trasunto del cielo limpio de nubes; de sus ojos fluía, como de manantial, una mirada sedante, que al diluirse en las formas del contorno las bañaba en preñado sosiego; su paso domeñaba a la tierra acariciándola, y el aire consonaba con el compás de su respiración, tranquila y profunda. Parecía aspirar a ella todo el ambiente campesino, de ella a la par tomando avivador refresco. Marchaba a la vera de los trigales verdes, salpicados de encendidas amapolas, que se doblaban al vientecillo, bajo el sol incubador de la mies, aún no granada. En acorde con las cadencias de la marcha de la joven palpitaba, al pulsarlo la brisa, el follaje tierno de los viejos álamos, recién vestidos de hoja, aún en escarolado capullo e impregnados en la lumbre derretida del crepúsculo.

Apagose de súbito su marcha a la vista de un valle rebosante de quietud. Posó sobre él la doncella su mirada, una mirada verdaderamente melodiosa, y depurado entonces el pobre terruño de su grosera materialidad al espejarse en las pupilas de la moza, replegábase desde ellas a sí mismo, convertido en ensueño del virginal candor de su inocente contempladora. Humanizaba al campo al contemplarlo ella, más bien que mujer, campestre naturaleza encarnada en femenino cuerpo virginal.

Cuando se hubo empapado en la visión serena, indignose al ciego, e inspirada de filial afecto, con un beso silencioso le trasfundió el alma del paisaje.

—¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso! —exclamó el padre entonces, vertiendo en una lágrima la dicha de sus muertos ojos. Y se volvió a besar los de su hija, en que perhinchía inconsciente piedad.

Reanudaron su camino, henchido el ciego de luz íntima, de calma su lazarilla.

—¡Dios le bendiga! —dijo al cruzar con ellos un cansado caminante, sintiendo sobre sí la espiritual limosna de la mirada aquella.

—¡Mi vida, mi eternidad, mi luz, mi gloria, mi poema! —rezaba al oído de su hija el ciego, en tanto que de la rítmica pulsación de la mano que cogido le llevaba recogía la vida de la campiña toda.

Era, sí, su vida, el cáliz en que apuraba con ansia el jugo de la creación; era su eternidad, la eternidad sobre que rodaban pausadas sus horas a romperse en el olvido en espumosa crestería de dulces recuerdos; era la luz que alumbraba sus tinieblas con lumbre de amor; era la gloria en que se proyectaba al infinito; era, en fin, su poema, el poema vivo de sus entrañas, amasado con su carne y con su espíritu, con su sangre y con su meollo, con sus potencias y con sus sentidos.

Había sido Julián, el ciego, de joven, un rimador ingenioso, y por ingenioso, frío, un cerebral producto de la ciudad donde pocos van al paso y donde nunca se oye el silencio. Había sido un destilador de sentimientos quintaesenciados en el alambique del ingenio, un alquimista del amor humano de la muerte, un erótico impotente para amar con fruto. Había sido el cantor de las opulentas rosas de cien hojas, sin perfume ni fruto, todo pétalos encendidos, nacidas al borde del graso estercolero.

Enfermo de la ciudad, después de haber vertido en estrofas intrincadas la espuma del amor cerebralizado, tuvo que recogerse al campo a renovar en su fuente la vida del cuerpo. Y allí sintió por momentos volverse idiota, que el filtro en que cernía sus exquisitas sensaciones se le enturbiaba, que la carne se le hacía tierra. No podía sufrir el contacto con el aldeano receloso, egoísta y zafio; no podía resistir a Tajuña, el molinero, el héroe popular, un borracho perdido; a Martinillo, cuyas farsas grotescas desataban la risa, siempre pronta a estallar, de sus convecinos; a Panchote, el bruto del herrero, que trabaja como un buey sin dársele de nada un ardite, un egoísta que jamás pensó en el prójimo. Dolorido del ámbito, recorría valles, encañadas y collados recitando sus propias rimas, cual conjuro al maleficio de la naturaleza que le envolvía. Se asfixiaba falto de sociedad. Su prima Eustaquia, la hija de la familia de que era huésped, sólo pensaba ante él en no aparecer cándida.

Mas poco a poco íbale ganando el campo, invadiéndole el espíritu gota a gota, a la vez que, enriquecida su sangre, barría de sutileza su cerebro y regalaba a su corazón empuje. Iba gustando la salud, y con ella vergüenza de su pasado al ver que la naturaleza, impasible, sonreía desdeñosa a toda su postura de afectación y fingimiento.

Llegó el día de la fiesta y se fue al monte, de romería, con su prima Eustaquia. De todo el contorno concurrían a la famosa fiesta. Al borde de la senda canturriaban quejumbrosamente sus patéticas súplicas los pordioseros. «Consideren, almas cristianas, la triste oscuridad en que me veo»... Más allá: «No hay, hermanitos, como el don precioso de la salud»... Más lejos, junto a un árbol, mostraba un muchachuelo enclenque el vientre enorme, lustroso y tostado al sol. Apartó Julián su vista de tanta miseria para descansarla en los humildes escaramujos que vestían al zarzal que festoneaba el otro lado del camino.

Llegaron a la explanada de la ermita, en que entró a rezar un momento Eustaquia, cubriéndose antes la cabeza con el blanco pañuelo. Olía a frescura de campo preñado de cosecha y a guisos suculentos: de entre la fronda subían al cielo columnas de humo.

En el ahumado hueco de un castaño centenario aprestaban como todos los años una merienda, y como todos reverdecía el viejo. Junto al carro del vino estaba Tajuña, el molinero, infatigable sangrador de pellejos, taza va, taza viene, y él tan arrecho. Flaquearíanle las piernas, pero la cabeza no. Y Julián admiró con el pueblo al héroe. Vio con qué recogimiento merendaba Panchote, y entendió que nunca es egoísta el que trabaja. Aquellas gentes eran naturaleza, y la naturaleza es también sociedad.

Metiose con su prima por entre los corros, donde los aldeanos bailaban con toda el alma, vertiendo en saltos y piruetas y en gritos desbordamiento de vida, el limpio goce de la libertad de los movimientos, el disfrute del propio cuerpo. Bailaban con ellos las notas claras y estridentes del pito, repletas del agrete del vinillo viejo de las montañas aquellas, notas que estrumpían de consumo con las risas francas que hacían vibrar de alegría al aire, mientras bailoteaban al viento las hojas de los castaños, bebiendo luz. Era aquella danza común, danza litúrgica, acción de gracias de la vida desnuda y pura, holocausto de energía vital.

Palpitáronle a Julián las entrañas, empezaron a cantarle la canción de la salud que rebosaba, y tomando a Eustaquia de la mano se puso a bailar en un corro con ella entre los aldeanos. Era el campo mismo quien con él bailaba. «¡Bien, bien por el señorito!», le decían. «¡Alza, Julianete, alza!», le azuzaba Martinillo, provocando risa general. Batían con ritmo los pies de Eustaquia sobre el suelo; oreaba con rozagancia el aire su florecido cuerpo; esplendían arreboladas en sus mejillas rosas de salud; eran sus labios fuente de júbilo, e irradiaban sus ojos vida anhelosa de derramarse.

Cuando al terminar la danza embrazó Julián por el talle a su prima, cuyos ojos decían vida, fundiole la sangre las entrañas, derritiendo sobre su corazón a su cerebro. Sentáronse con otros en el suelo sobre la mullida alfombra a comulgar en la merienda, a beber del mismo vaso, a respirar del mismo aire y a calentarse al mismo sol.

Entonces sintió Julián el abrazo de la montaña, y que al beso de la brisa se le apagaba en el alma el eco de las exóticas rimas ciudadanas. Zumbábale en la cabeza la campiña y se sentía esponjado en la alegría de vivir que le rodeaba. Era el amor que le nacía del campo, el amor fructuoso, cogüelmo de vitalidad.

A la vuelta volvían en pareja los más de los romeros, cogidos de las manos o de la cintura bajo el derretimiento de la luz crepuscular. De cuando en cuando se escapaban de algún pecho fresco relinchos potentes, que volaban como alondras sobre el valle para morir lánguidamente en la garganta de que como de nido salieron. Julián sintió un escalofrío vivificante al recibir el suspiro con que Eustaquia respondió al beso apretado y lento gozado en un recodo de la senda, y entonces intuyó el curado ciudadano que es el erotismo la impotencia del querer.

Cuando un año después volvió a la ciudad llevaba a ella con Eustaquia a una hija, flor aromática del amor cordial, una obra del cuerpo y del alma, del ser entero y uno; inspiración del campo en que dan en el agavanzo fruto las sencillas rosas del zarzal, los humildes escaramujos de cinco pétalos; un poema engendrado en el desmayo del cerebro, poema de amor hecho carne viviente, su vida, su eternidad, su luz, su gloria, su poema.

Y cuando más tarde, perdida su compañera y olvidadas sus rimas, le cegó el cerebro, de antiguo herido, quedáronle aquellos filiales ojos que serenaban todo ambiente en que descansara con paz su mirada de inocencia.

(Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 24-IV-1889)

El espejo de la muerte

Historia muy vulgar

¡La pobre! Era una languidez traidora que iba ganándole el cuerpo todo de día en día. Ni le quedaban ganas para cosa alguna: vivía sin apetito de vivir y casi por deber. Por las mañanas costábale levantarse de la cama, ¡a ella, que se había levantado siempre para poder ver salir el sol! Las faenas de la casa le eran más gravosas cada vez.

La primavera no resultaba ya tal para ella. Los árboles, limpios de la escarcha del invierno, iban echando su plumoncillo de verdura; llegábanse a ellas algunos pájaros nuevos; todo parecía renacer. Ella no renacía.

«¡Esto pasará —decíase-, esto pasará!», queriendo creerlo a fuerza de repetírselo a solas. El médico aseguraba que no era sino una crisis de la edad: aire y luz, nada más que aire y luz. Y comer bien; lo mejor que pudiese.

¿Aire? Lo que es como aire le tenían en redondo, libre, soleado, perfumado de tomillo, aperitivo. A los cuatro vientos se descubría desde la casa el horizonte de tierra, una tierra lozana y grasa que era una bendición del Dios de los campos. Y luz, luz libre también. En cuanto a comer... «Pero, madre, si no tengo ganas...».

—Vamos, hija, come, que a Dios gracias no nos falta de qué; cómele repetía su madre, suplicante.

—Pero si no tengo ganas le he dicho...

—No importa. Comiendo es como se las hace una.

La pobre madre, más acongojada que ella, temiendo se le fuera de entre los brazos aquel supremo consuelo de su viudez temprana, se había propuesto empapizarla, como a los pavos. Llegó hasta a provocarle bascas, y todo inútil. No comía más que un pajarito. Y la pobre viuda ayunaba en ofrenda a la Virgen pidiéndole diera apetito, apetito de comer, apetito de vivir, a su pobre hija.

Y no era esto lo peor que a la pobre Matilde le pasaba; no era el languidecer, el palidecer, marchitarse y ajársele el cuerpo; era que su novio, José Antonio, estaba cada vez más frío con ella. Buscaba una salida, sí; no había dudado de ello; buscaba un modo de zafarse y dejarla. Pretendió primero, y con muy grandes instancias, que se apresurase la boda, como si temiera perder algo, y a la respuesta de madre e hija de: «No; todavía no, hasta que me reponga; así no puedo casarme», frunció el ceño. Llegó a decirle que acaso el matrimonio la aliviase, la curase, y ella, tristemente: «No, José Antonio, no; éste no es mal de amores; es otra cosa: Es mal de vida». Y José Antonio la oyó mustio y contrariado.

Seguía acudiendo a la cita el mozo, pero como por compromiso, y estaba durante ella distraído y como absorto en algo lejano. No hablaba ya de planes para el porvenir, como si éste hubiera para ellos muerto. Era como si aquellos amores no tuviesen ya sino pasado.

Mirándole como a espejo, le decía Matilde:

—Pero dime, José Antonio, dime, ¿qué te pasa? Porque tú no eres ya el que antes eras...

—¡Qué cosas se te ocurren, chica! ¿Pues quién he de ser?...

—Mira, oye; si te has cansado de mí, si te has fijado ya en otra, déjame. Déjame, José Antonio, déjame sola; porque sola me quedaré; ¡no quiero que por mí te sacrifiques!

—¡Sacrificarme! Pero ¿quién te ha dicho, chica, que me sacrifico? Déjate de tonterías, Matilde.

—No, no, no lo ocultes; tú ya no me quieres...

—¿Que no te quiero?

—No, no, ya no me quieres como antes, como al principio...

—Es que al principio...

—¡Siempre debe ser principio, José Antonio!; en el querer siempre debe ser principio; se debe estar siempre empezando a querer.

—Bueno, no llores, Matilde, no llores, que así te pones peor...

—¿Que me pongo peor? ¿Peor? ¡Luego estoy mal!

—¡Mal... no! Pero... Son cavilaciones...

—Pues mira, oye: No quiero, no; no quiero que vengas por compromiso...

—¿Es que me echas?

—¿Echarte yo, José Antonio, yo?

—Parece que tienes empeño en que me vaya...

Rompía aún a llorar la pobre. Y luego, encerrada en su cuarto, con poca luz ya y poco aire, mirábase Matilde una y otra vez al espejo y volvía a mirarse en él. «Pues no, no es gran cosa —se decía-; pero las ropas cada vez me van quedando más grandes, más holgadas; este justillo me viene ya flojo, puedo meter las dos manos por él; he tenido que dar un pliegue más a la saya... ¿Qué es esto, Dios mío, qué es?». Y lloraba y rezaba.

Pero vencían los veintitrés años, vencía su madre, y Matilde soñaba de nuevo en la vida, en una vida verde y fresca, aireada y soleada, llena de luz, de amor y de campo; en un largo porvenir, en una casa henchida de faenas, en unos hijos y, ¿quién sabe?, hasta en unos nietos. ¡Y ellos, dos viejecitos, calentando al sol el postre de la vida!

José Antonio empezó a faltar a las citas, y una vez, a los repetidos requerimientos de su novia de que la dejara si es que ya no la quería como al principio, si es que no seguía empezando a quererla, contestó con los ojos fijos en la guija del suelo: «Tanto te empeñas, que al fin...». Rompió ella una vez más a llorar. Y él entonces, con brutalidad de varón: «Si vas a darme todos los días estas funciones de lágrimas, sí que te dejo». José Antonio no entendía de amor de lágrimas.

Supo un día Matilde que su novio cortejaba a otra, a una de sus más íntimas amigas. Y se lo dijo. Y no volvió José Antonio.

Y decía a su madre la pobre:

—¡Yo estoy muy mala, madre; yo me muero!...

—No digas tonterías, hija; yo estuve a tu edad mucho peor que tú; me quedé en puros huesos. Y ya ves cómo vivo. Eso no es nada. Claro, te empeñas en no comer...

Pero a solas en su cuarto y entre lágrimas silenciosas, pensaba la madre: «¡Bruto, más que bruto! Por que no aguardó un poco..., un poco, sí, no mucho... La está matando... antes de tiempo...».

Y se iban los días, todos iguales, unánimes, llevándose cada uno un jirón de la vida de Matilde.

Acercábase el día de Nuestra Señora de la Fresneda, en que iban todos los del pueblo a la venerada ermita, donde se rezaba, pedía cada cual por sus propias necesidades y era la vuelta una vuelta de romería, entre bailes, retozos, cantos y relinchidos. Volvían los mozos de la mano, del brazo de las mozas, abrazados a ellas, cantando, brincando, jijeando, retozándose. Era una de besos robados, de restregones, de apretujeos. Y los mayores se reían recordando y añorando sus mocedades.

—Mira, hija —dijo a Matilde su madre-; está cerca el día de Nuestra Señora: prepara tu mejor vestido. Vas a pedirle que te dé apetito.

—¿No será mejor, madre, pedirle salud?

—No, apetito, hija, apetito. Con él te volverá la salud. No conviene pedir demasiado ni aun a la Virgen. Es menester pedir poquito a poquito; hoy una miaja, mañana otra. Ahora apetito, que con él te vendrá la salud, y luego...

—Luego, ¿qué, madre?

—Luego un novio más decente y más agradecido que ese bárbaro de José Antonio.

—¡No hable mal de él, madre!

—¡Que no hable mal de él! ¿Y me lo dices tú? Dejarte a ti, mi cordera; ¿y por quién? ¿Por esa legañosa de Rita?

—No hable mal de Rita, madre, que no es legañosa. Ahora es más guapa que yo. Si José Antonio no me quería ya, ¿para qué iba a seguir viniendo a hablar conmigo? ¿Por compasión? ¿Por compasión, madre, por compasión? Yo estoy muy mal, lo sé, muy mal. Y a Rita da gusto de verla, tan colorada, tan fresca...

—¡Calla, hija, calla! ¿Colorada? Sí, como el tomate. ¡Basta, basta!

Y se fue a llorar la madre.

Llegó el día de la fiesta. Matilde se atavió lo mejor que pudo, y hasta se dio, ¡la pobre!, colorete en las mejillas. Y subieron madre e hija a la ermita. A trechos tenía la moza que apoyarse en el brazo de su madre; otras veces se sentaba. Miraba al campo como por despedida, y esto aun sin saberlo.

Todo era en torno alegría y verdor. Reían los hombres y los árboles. Matilde entró a la ermita, y en un rincón, con los huesos de las rodillas clavados en las losas del suelo, apoyados los huesos de los codos en la madera de un banco, anhelante, rezó, rezó, rezó, conteniendo las lágrimas. Con los labios balbucía una cosa, con el pensamiento, otra. Y apenas si veía el rostro resplandeciente de Nuestra Señora, en que se reflejaban las llamas de los cirios.

Salieron de la penumbra de la ermita al esplendor luminoso del campo y emprendieron el regreso. Volvían los mozos, como potros desbocados, saciando apetitos acariciados durante meses. Corrían mozos y mozas excitando con sus chillidos éstas a aquéllos a que las persiguieran. Todo eran restregones, sobeos y tentarujas bajo la luz del sol.

Y Matilde lo miraba todo tristemente, y más tristemente aún lo miraba su madre, la viuda.

—Yo no podría correr si así me persiguieran —pensaba la pobre moza-; yo no podría provocarles y azuzarles con mis carreras y mis chillidos... Esto se va.

Cruzáronse con José Antonio, que pasaba junto a ellas acompañando al paso a Rita. Los cuatro bajaron los ojos al suelo. Rita palideció, y el último arrebol, un arrebol de ocaso encendió las mejillas de Matilde, de donde la brisa había borrado el colorete.

Sentía la pobre moza en torno de sí el respeto como espesado; un respeto terrible, un respeto trágico, un respeto inhumano y cruelísimo. ¿Qué era aquello? ¿Era compasión? ¿Era aversión? ¿Era miedo? ¡Oh, sí; tal vez miedo, miedo tal vez! Infundía temor; ¡ella, la pobre chiquilla de veintitrés años! Y al pensar en este miedo inconsciente de los otros, en este miedo que inconscientemente también adivinaba en los ojos de los que al pasar la miraban, se la helaba de miedo, de otro más terrible miedo, el corazón.

Así que traspuso el umbral de la solana de su casa, entornó la puerta; se dejó caer en el escaño, reventó en lágrimas y exclamó con la muerte en los labios:

—¡Ay, mi madre; mi madre, cómo estaré! ¡Como las feas! ¡Cómo estaré, Virgen santa, cómo estaré! ¡Ni por cumplido, ni por compasión, como otras: como a las feas! ¡Cómo estaré, Virgen santa, cómo estaré! ¡Ni me han retozado... ni me han retozado los mozos como antaño! ¡Ni por compasión, como a las feas! ¡Cómo estaré, madre, cómo estaré!

—¡Bárbaros, bárbaros y más que bárbaros! —se decía la viuda-. ¡Bárbaros; no retozar a mi hija, no retozaría!... ¿Qué les costaba? Y luego a todas esas legañosas...

¡Bárbaros!

Y se indignaba como ante un sacrilegio, que lo era, por ser el retozo en estas santas fiestas un rito sagrado.

—¡Cómo estaré, madre, cómo estaré que ni por compasión me han retozado los mozos!

Se pasó la noche llorando y anhelando, y a la mañana siguiente no quiso mirarse al espejo. Y la Virgen de la Fresneda, madre de compasiones, oyendo los ruegos de Matilde, a los tres meses de la fiesta se la llevaba a que la retozasen los ángeles.

(Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 27-XI-1911)

En manos de la cocinera

¡Gracias a Dios que iba, por fin, a concluírsele aquella vacua existencia de soltero y a entrar en una nueva vida, o más bien entrar en vida de veras! Porque el pobre Vicente no podía ya tolerar más tiempo su soledad. Desde que se le murió la madre vivía solo, con su criada. Ésta, la criada, le cuidaba bien; era lista, discreta, solícita y, sin ser precisamente guapa, tenía unos ojillos que alegraban la cara, pero... No, no era aquello; así no se podía vivir.

Y la novia, Rosaura, era un encanto. Alta, recia, rubia, pisando como una diosa, con la frente cara a cara al cielo siempre. Tenía una boca que daba ganas de vivir el mirarla. Su hermosura toda era el esplendor de la salud.

Eso sí, una cosa encontró en ella Vicente que, aunque ayudaba a encenderle el deseo, le enfriaba por otra parte el amor, y era la reserva de Rosaura. Jamás logró de ella ciertas familiaridades, en el fondo inocentes, que se permiten los novios. Jamás consiguió que le diese un beso.

«Después, después que nos casemos, todos los que quieras», le decía. Y Vicente para sí: «¡Todos los que quieras!... ¿No es éste un modo de desdeñarlos? ¿No es como quien dice: "Para lo que me van a costar"?...». Vicente presentía que sólo valen las caricias que cuestan.

¿Le quería Rosaura? ¿Es que de veras le quería? ¡Era tan terriblemente discreta! ¡Estaba tan sobre sí! Toda su preocupación parecía no ser otra que la de hacerse valer, la de hacerse respetar. Y a ello parece le movían más aun los consejos de su madre, de la futura suegra de Vicente, una matrona insoportable con sus pretensiones aristocráticas. Delante de la buena señora no se podía hablar de las dos terceras partes de las cosas de que merece hablarse; delante de ella no se les podía llamar a las enfermedades por su nombre. Y era ella, sin duda; era aquella madre profesional la que decía a Rosaura: «Hija mía, hazte respetar». Ella, por su parte, pareció no haber conocido sino el respeto de su marido, del padre de Rosaura, que se murió de aburrimiento.

¿Le quería Rosaura? Pero... ¡era tan hermosa! Con brillar tanto sus ojos, brillaban más aún sus labios, aquellos labios de color encendido y frescos que daban ganas da respirar más fuerte y más hondo a quien los miraba.

Estaba ya encima el día de la boda. Ignacia, la criada, le había dicho a Vicente:

—Señorito, aunque usted se case, yo seguiré en la casa...

—¡Pues no faltaba más, Ignacia!

—Pero, ¿y si la señorita quiere traer otra?...

—No, no lo querrá.

—Qué sé yo...

Y la pobre chica se quedó pensando que no habría de ser compatible con aquella señorita tan aseñoritada.

Todo estaba dispuesto para el día de la boda, cuando he aquí que la víspera se cae Vicente del caballo y se rompe una pierna. El médico dijo que no podía levantarse lo menos en un mes.

En casa de la novia el accidente causó irritación. ¡Ahora que estaba dispuesto ya todo, hecho todo el gasto! —exclamaba la señora.

—La cosa es bien sencilla —dijo el padrino de Vicente-; va la novia a casa del novio y se casan allí...

—¿Cómo? —exclamó la señora-. ¿Estando él en cama?

—Naturalmente; no veo dificultad alguna en que se verifique una boda hallándose acostado uno de los contrayentes. Pueden muy bien darse las manos y los votos. Y como la muchacha ha de quedarse luego allí...

—Mi hija no va a casarse a casa del novio, y menos hallándose él en cama y con la pierna rota...

Rosaura pensaba en tanto que acaso su novio se quedase cojo para siempre.

El pobre Vicente sufrió más aún que con la rotura de su pierna con la conducta de su prometida. Fue a visitarle, sí, pero como por compromiso. Esperaba que hubiese accedido a que se casaran desde luego, o que, por lo mismo, hubiese ido a servirle de enfermera. Y así se lo insinuó.

—¡De enfermera! —exclamó la señora madre-, ¡pero ese hombre está loco! ¿Qué idea tendrá de mi hija? Ir una muchacha soltera a cuidar a un soltero, aunque sea su novio formal y en las condiciones de éste, que se ha roto una pierna. ¡Qué indelicadeza de sentimientos!... En fin, hay cosas que si no se maman...

No le quedó al pobre Vicente otro recurso y otro consuelo que la pobre Ignacia. La chica redoblaba de solicitud y de cariño. Hacíale curas y se las hacía con una casta serenidad, como una sacerdotisa. Vicente procuraba no quejarse. Y de hecho, cuando la pobre criada le renovaba los vendajes o le arreglaba la postura de la pierna, no parecían sus manos ni aun manos de mujer, sino alas de ángel por lo suaves.

—Qué largo va esto, Ignacia...

—Tenga paciencia, señorito, que dice el médico que ha de quedar como nuevo, sin cojera alguna, y la señorita Rosaura le espera...

—Me espera..., me espera...

—Ayer la volví a encontrar y me estuvo preguntando con mucha solicitud por usted...

—Preguntando..., preguntando...

La curación fue más rápida de lo que los médicos habían supuesto. Muy pronto pudo levantarse Vicente; apoyado en un fuerte bastón, y dar algunos pasos por la casa. Y mandó decir que estaba dispuesto a acudir así a la iglesia, a casarse. La futura suegra le contestó que no había prisa, que era mejor esperar a que estuviese repuesto del todo.

Por fin, se fijó para un nuevo plazo la boda. Los médicos aseguraban que para entonces Vicente andaría solo, sin bastón y como antes del accidente. Pero el pobre hombre se sentía triste. Aparecíasele la boda como un sacrificio. Era hombre de palabra.

Tres días antes del nuevo señalado para el sacrificio se le presentó Ignacia, y toda confusa, ruborosa, como nunca la había visto, y le dijo:

—Señorito, siento tener que decirle...

—¿Qué?

—Que yo me voy de la casa —y se echó a llorar.

—¿Cómo que te vas?

—Sí; como el señorito va a casarse...

—¿Pero no quedamos en que te quedarías tú de criada nuestra?

—Quedamos, sí, en eso usted y yo; pero no ella, no la señorita...

—¿Qué? ¿Te ha dicho algo?

—No, no me ha dicho nada; pero sé de fijo que no podremos estar mucho tiempo juntas...

—¿Y por qué?

—Porque le he cuidado yo al señorito en su enfermedad, yo y no ella...

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Sí, tiene que ver. Yo sé lo que me digo. Ella, una señorita, y una señorita que se iba a casar con usted, de quien está usted enamorado, ella no podía... no debía venir a cuidarle, mientras que yo...

—Sí, tú eres la criada.

—Eso.

Bajó la cabeza, ensombreciéndosele, Vicente, y al poco rato la levantó, fijó sus ojos claros en los ojos claros de su criada, y lentamente le dijo:

—Tienes razón, Ignacia; comprendo tus razones, o mejor, tus sentimientos, y participo de tus temores. Mi novia, mi futura esposa y tú seréis incompatibles en esta casa. Aunque no fuese más te echaría su señora madre, la de la delicadeza de sentimientos. Y tienes razón; ella, la que se hizo respetar, no pudo, no debió venir a cuidarme; eso era menester tuyo, de la criada. Y tú lo has cumplido con una devoción que no sé si encontraré en ella cuándo... sea mi mujer. Sois incompatibles, y como yo no quiero separarme de mi enfermera, renuncio a ella, a Rosaura, y me caso, pero... contigo... ¿Lo quieres?

La pobre chica se echó a llorar.

Y se casó Vicente; pero se casó con su enfermera, con la que nunca soñó en hacerse respetar. Y no soñó en ello por respeto al amor, al grande y callado amor a su amo, a aquel amor sencillo y recogido, que hizo de sus manos de fregadora alas de ángel para manejar como con plumas la pierna rota de su amo.

Y la señora madre de Rosaura, la exfutura suegra de Vicente, se quedó diciendo a su hija por vía de consuelo:

—No has perdido nada, hija mía; siempre sospeché de la ordinariez de sentimientos y de gustos de ese sujeto...

(Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 23-IX-1912)

El amor que asalta

¿Qué es eso del amor, de que están siempre hablando tantos hombres y que es el tema casi único de los cantos de los poetas? Es lo que se preguntaba Anastasio. Porque él nunca sintió nada que se pareciese a lo que llaman amor los enamorados. ¿Sería una mera ficción, o acaso un embuste convencional con que las almas débiles tratan de defenderse de la vaciedad de la vida, del inevitable aburrimiento? Porque, eso sí, para vacuo y aburrido, y absurdo y sin sentido, no había, en sentir de Anastasio, nada como la vida humana.

Arrastraba el pobre Anastasio una existencia lamentable, sin estímulo ni objetivo para el vivir, y cien veces se habría suicidado si no aguardase, con una oscura esperanza a prueba de un continuo desengaño, que también a él le llegase alguna vez a visitar el amor. Y viajaba, viajaba en su busca, por si cuando menos lo pensase le acometía de pronto en una encrucijada del camino.

No sentía codicia de dinero, disponiendo de una modesta, pero para él más que suficiente fortuna, ni sentía ambición de gloria o de honores, ni anhelo de mando y poderío. Ninguno de los móviles que llevan a los hombres al esfuerzo le parecía digno de esforzarse por él, y no encontraba tampoco el más leve consuelo a su tedio mortal ni en la ciencia, ni en el arte, ni en la acción pública. Y leía el Eclesiastés mientras esperaba la última experiencia, la del amor.

Habíase dado a leer a todos los grandes poetas eróticos, a los analistas del amor entre hombre y mujer, las novelas todas amatorias, y descendió hasta esas obras lamentables que se escriben para los que aún no son hombres del todo y para los que dejaron en cierto modo de serlo: se rebajó hasta escarbar en la literatura pornográfica. Y es claro, aquí encontró menos aún que en otras partes huella alguna del amor.

Y no es que Anastasio no fuese hombre hecho y derecho, cabal y entero, y que no tuviese carne pecadora sobre los huesos. Sí, hombre era como los demás, pero no había sentido el amor. Porque no sabía que fuese amor la pasajera excitación de la carne que olvida la imagen provocadora. Hacer de aquello el terrible dios vengador, el consuelo de la vida, el dueño de las almas, parecíale un sacrilegio, tal como si se pretendiese endiosar al apetito de comer. Un poema sobre la digestión es una blasfemia.

No, el amor no existía en el mundo para el pobre Anastasio. Leyó y releyó la leyenda de Tristán e Iseo, y le hizo meditar aquella terrible novela del portugués Camilo Castello Branco: A mulher fatal. «¿Me sucederá así? —pensaba-. ¿Me arrastrará tras de sí, cuando menos lo espere, y crea, la mujer fatal?». Y viajaba, viajaba en busca de la fatalidad ésta.

«Llegará un día —se decía— en que acabe de perder esta vaga sombra de esperanza de encontrarlo, y cuando vaya a entrar en la vejez sin haber conocido mi mocedad ni edad viril, cuando me diga: ¡Ni he vivido ni puedo ya vivir!, ¿qué haré? Es un terrible sino que me persigue, o es que todos los demás se han conchabado para mentir». Y dio en pesimista.

Ni jamás mujer alguna le inspiró amor, ni creía haberlo él inspirado. Y encontraba mucho más pavoroso que no poder ser amado el no poder amar, si es que el amor era lo que los poetas cantan. ¿Pero sabía él, Anastasio, si no había provocado pasión escondida alguna en pecho de mujer? ¿No puede acaso encender amor una hermosa estatua? Porque él era, como estatua, realmente hermoso. Sus ojos negros, llenos de un fuego de misterio, parecían mirar desde el fondo tenebroso de un tedio henchido de ansias; su boca se entreabría como por una sed trágica; en todo él palpitaba un destino terrible.

Y viajaba, viajaba desesperado, huyendo de todas partes, dejando caer su mirada en las maravillas del arte y de la naturaleza, y diciéndose: «¿Para qué todo esto?».

Era una tarde serena del tranquilo otoño. Las hojas, amarillas ya, se desprendían de los árboles e iban envueltas en la brisa tibia a restregarse contra la hierba del campo. El sol se embozaba en un cendal de nubes que se desflecaban y deshacían en jirones. Anastasio miraba desde la ventanilla del vagón cómo iban desfilando las colinas. Bajó en la estación de Aliseda, donde daban a los viajeros tiempo para comer, y fuese al comedor de la fonda, lleno de maletas.

Sentose distraídamente y esperó le trajesen la sopa. Mas al levantar los ojos y recorrer con ellos distraídamente la fila de los comensales, tropezaron con los de una mujer. En aquel momento metía ella un pedazo de manzana en su boca, grande, fresca y húmeda. Claváronse uno a otro las miradas y palidecieron. Y al verse palidecer palidecieron más aún. Palpitábanles los pechos. La carne le pesaba a Anastasio; un cosquilleo frío le desasosegaba.

Ella apoyó la cara en la diestra y pareció que le daba un vahído. Anastasio entonces, sin ver en el recinto nada más que a ella, mientras el resto del comedor se le esfumaba, se levantó tembloroso, se le acercó, y con voz seca, sedienta, ahogada y temblona, le cuchicheó casi al oído:

—¿Qué le pasa? ¿Se pone mala?

—¡Oh, nada, nada; no es nada...; gracias!

—A ver... —añadió él, y con la mano temblona le cogió el puño para tomarle el pulso.

Fue entonces una corriente de fuego que pasó del uno al otro. Sentíanse mutuamente los calores; las mejillas se les encendieron.

—Está usted febril... —suspiró él balbuciente y con voz apenas perceptible.

—¡La fiebre es... tuya! —respondió ella, con voz que parecía venir del otro mundo, de más allá de la muerte.

Anastasio tuvo que sentarse; las rodillas se le doblaban al peso del corazón, que le tocaba a rebato.

—Es una imprudencia ponerse así en camino —dijo él, hablando como por máquina.

—Sí, me quedaré —contestó ella.

—Nos quedaremos —añadió él.

—Sí, nos quedaremos... ¡Y ya te contaré; te lo contaré todo! —agregó la mujer.

Recogieron sus maletas, tomaron un coche y emprendieron la marcha al pueblo de Aliseda, que dista cinco kilómetros de su estación. Y en el coche, sentados el uno frente al otro, tocándose las rodillas, mejiendo sus miradas, le cogió la mujer a Anastasio las manos con sus manos y fue contándole su historia. La historia misma de Anastasio, exactamente la misma. También ella viajaba en busca del amor; también ella sospechaba que no fuese todo ello sino un enorme embuste convencional para engañar al tedio de la vida.

Confesáronse uno a otro, y según se confesaban iban sus corazones aquietándose. A la trágica turbación de un principio sucedió en sus almas un reposo terrible, algo como un deshacimiento. Imaginábanse haberse conocido de siempre, desde antes de nacer; pero a la vez todo el pasado se borraba de sus memorias, y vivían como un presente eterno, fuera del tiempo.

—¡Oh, que no te hubiese conocido antes, Eleuteria! —le decía él.

—¿Y para qué, Anastasio? —respondió ella-. Es mejor así, que no nos hayamos visto antes.

—¿Y el tiempo perdido?

—¿Perdido le llamas a ese tiempo que empleamos en buscarnos, en anhelarnos, en desearnos el uno al otro?

—Yo había desesperado ya de encontrarte...

—No, pues si hubieses desesperado de ello, te habrías quitado la vida.

—Es verdad.

—Y yo habría hecho lo mismo.

—Pero ahora, Eleuteria, de hoy en adelante...

—¡No hables del porvenir, Anastasio; bástenos el presente!

Los dos callaron. Por debajo del arrobamiento que les embargaba sonaba extraño rumor de aguas de abismo sin fondo. No era alegría, no era gozo lo que sobrenadaba en la seriedad trágica que les envolvía.

—No pensemos en el porvenir —reanudó ella-; ni en el pasado tampoco. Olvidémonos de uno y de otro. Nos hemos encontrado, hemos encontrado el amor, y basta.

Y ahora Anastasio, ¿qué me dices de los poetas?

—Que mienten, Eleuteria, que mienten, sí; el amor no es lo que ellos cantan...

—Tienes razón, Anastasio; ahora siento que el amor no se canta.

Y siguió otro silencio, un silencio largo, en que, cogidos de las manos, estuvieron mirándose a los ojos y como buscándose en el fondo de ellos el secreto de sus destinos.

Y luego empezaron a temblar.

—¿Tiemblas, Anastasio?

—¿Y también tú, Eleuteria?

—Sí, temblamos los dos.

—¿De qué?

—De felicidad.

—Es cosa terrible esta felicidad; no sé si podré resistirla.

—Mejor, porque eso querrá decir que es más fuerte que nosotros.

Encerráronse en un sórdido cuarto de una vulgarísima fonda. Pasó todo el día siguiente y parte del otro sin que dieran señal alguna de vida, hasta que, alarmado el fondista y sin obtener respuesta a sus llamadas, forzó la puerta. Encontráronles en el lecho, juntos, desnudos y fríos y blancos como la nieve. El perito médico aseguró que no se trataba de suicidio, como así era en efecto, y que debían de haberse muerto del corazón.

—¿Pero los dos? —exclamó el fondista.

—¡Los dos! —contestó el médico.

—¡Entonces eso es contagioso!... —y se llevó la mano al lado izquierdo del pecho, donde suponía tener su corazón de fondista. Intentó ocultar el suceso, para no desacreditar su establecimiento, y acordó fumigar el cuarto, por si acaso.

No pudieron ser identificados los cadáveres. Desde allí los llevaron al cementerio y desnudos y juntos, como fueron hallados, echáronlos en una misma huesa y encima tierra. Sobre esta tierra ha crecido hierba y sobre la hierba llueve. Y es así el cielo, el que les llevó a la muerte, el único que sobre la tumba llora.

El fondista de Aliseda, reflexionando sobre aquel suceso increíble —nadie tiene más imaginación que la realidad, se decía-, llegó a una profunda conclusión de carácter médico legal, y es que se dijo: «¡Estas lunas de miel!... No se debía permitir que los cardíacos se casasen entre sí».

(Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 16-IX-1912)

Al correr los años

Eheu fugaces, Poetume, Postume,
labuntur anni...

(Horacio, Odas II, 14)
 

El lugar común de la filosofía moral y de la lírica que con más insistencia aparece es el de cómo se va el tiempo, de cómo se hunden los años en la eternidad de lo pasado.

Todos los hombres descubren a cierta edad que se van haciendo viejos, así como descubrimos todos cada año —¡oh portento de observación!— que empiezan a alargarse los días al entrar en una estación de él, y que al entrar en la opuesta, seis meses después, empiezan a acortarse.

Esto de cómo se va el tiempo sin remedio y de cómo en su andar lo deforma y transforma todo, es meditación para los días todos del año; pero parece que los hombres hemos consagrado a ella en especial el último de él y el primero del año siguiente, o cómo se viene el tiempo. Y se viene como se va, sin sentirlo. Y basta de perogrulladas.

¿Somos los mismos de hace dos, ocho, veinte años?

Venga el cuento.

* * *

Juan y Juana se casaron después de largo noviazgo, que les permitió conocerse, y más bien que conocerse, hacerse el uno al otro. Conocerse no, porque dos novios, lo que no se conocen en ocho días no se conocen tampoco en ocho años, y el tiempo no hace sino echarles sobre los ojos un velo —el denso velo del cariño— para que no se descubran mutuamente los defectos, o, más bien, se los conviertan a los encantados ojos en virtudes.

Juan y Juana se casaron después de un largo noviazgo, y fue como continuación de éste su matrimonio.

La pasión se les quemó como mirra en los transportes de la luna de miel, y les quedó lo que entre las cenizas de la pasión queda, y vale mucho más que ella: la ternura. Y la ternura en forma de sentimiento de la convivencia.

Siempre tardan los esposos en hacerse dos en una carne, como el Cristo dijo (Marcos X, 8). Mas cuando llegan a esto, coronación de la ternura de convivencia, la carne de la mujer no enciende la carne del hombre, aunque ésta de suyo se encienda; pero también, si cortan entonces la carne de ella, duélele a él como si la propia carne le cortasen. Y éste es el colmo de la convivencia, de vivir dos en uno y de una misma vida. Hasta el amor, el puro amor, acaba casi por desaparecer. Amar a la mujer propia se convierte en amarse a sí mismo, en amor propio, y esto está fuera de precepto, pues si se nos dijo: "«Ama a tu prójimo como a ti mismo»"; es por suponer que cada uno, sin precepto, a sí mismo se ama.

Llegaron pronto Juan y Juana a la ternura de convivencia, para la que su largo noviciado al matrimonio les preparara. Y a las veces, por entre la tibieza de la ternura asomaban llamaradas del calor de la pasión.

Y así corrían los días.

Corrían, y Juan se amohinaba e impacientaba en sí al no observar señales del fruto esperado. ¿Sería él menos hombre que otros hombres a quienes por tan poco hombres tuviera? Y no os sorprenda esta consideración de Juan, porque en su tierra, donde corre sangre semítica, hay un sentimiento demasiado carnal de la virilidad. Y secretamente, sin decírselo el uno al otro, Juan y Juana sentían cada uno cierto recelo hacia el otro, a quien culpaban de la presunta frustración de la esperanza matrimonial.

Por fin, un día Juana le dijo algo al oído a Juan —aunque estaban solos y muy lejos de toda otra persona; pero es que en casos tales se juega al secreteo— y el abrazo de Juan a Juana fue el más apretado y el más caluroso de cuantos abrazos hasta entonces le había dado. Por fin, la convivencia triunfaba hasta en la carne, trayendo a ella una nueva vida.

Y vino el primer hijo, la novedad el milagro. A Juan le parecía casi imposible que aquello, salido de su mujer, viviese, y más de una noche, al volver a casa, inclinó su oído sobre la cabecita del niño, que en su cama dormía, para oír si respiraba. Y se pasaba largos ratos con el libro abierto delante, mirando a Juana cómo daba la leche de su pecho a Juanito.

Y corrieron dos años, y vino otro hijo, que fue hija —pero, señor, cuando se habla de masculinos y femeninos, ¿por qué se ha de aplicar a ambos aquel género y no éste?-, y se llamó Juanita, y ya no le pareció a Juan, su padre, tan milagroso, aunque tan doloroso le tembló al darlo a luz a Juana, su madre.

Y corrieron años, y vino otro, y luego otro, y más después otro, y Juan y Juana se fueron cargando de hijos. Y Juan sólo sabía el día del natalicio del primero, y en cuanto a los demás, ni siquiera hacia qué mes habían nacido. Pero Juana, su madre, como los contaba por dolores, podía situarlos en el tiempo. Poique siempre guardamos en la memoria mucho mejor las fechas de los dolores y desgracias que no las de los placeres y venturas. Los hitos de la vida son dolorosos más que placenteros.

Y en este correr de años y venir de hijos, Juana se había convertido, de una doncella fresca y esbelta, en una matrona otoñal cargada de carnes, acaso en exceso. Sus líneas se habían deformado en grande; la flor de la juventud se le había ajado. Era todavía hermosa, pero no era bonita ya. Y su hermosura era ya más para el corazón que para los ojos. Era una hermosura de recuerdos, no ya de esperanzas.

Y Juana fue notando que a su hombre Juan se le iba modificando el carácter según los años sobre él pasaban, y hasta la ternura de la convivencia se le iba entibiando. Cada vez eran más raras aquellas llamaradas de pasión que en los primeros años de hogar estallaban de cuando en cuando de entre los rescoldos de la ternura. Ya no quedaba sino ternura.

Y la ternura pura se confunde a las veces casi con el agradecimiento y hasta confina con la piedad. Ya a Juana los besos de Juan, su hombre, le parecían más que besos a su mujer, besos a la madre de sus hijos, besos empapados de gratitud por habérselos dado tan hermosos y buenos; besos empapados acaso de piedad por sentirla declinar en la vida. Y no hay amor verdadero y hondo, como era el amor de Juana a Juan, que se satisfaga con agradecimiento ni con piedad. El amor no quiere ser agradecido ni quiere ser comprendido. El amor quiere ser amado porque sí, y no por razón alguna, por noble que ésta sea.

Pero Juana tenía ojos y tenía espejo, por una parte, y tenía, por otra, a sus hijos. Y tenía, además, fe en su marido y respeto a él. Y tenía, sobre todo, la ternura, que todo lo allana.

Mas creyó notar preocupado y mustio a su Juan, y a la vez que mustio y preocupado, excitado. Parecía como si una nueva juventud le agitara la sangre en las venas. Era como si al empezar su otoño, un veranillo de San Martín hiciera brotar en él flores tardías que habría de helar el invierno.

Juan estaba, sí, mustio; Juan buscaba la soledad; Juan parecía pensar en cosas lejanas cuando su Juana le hablaba de cerca; Juan andaba distraído. Juana dio en observarle y en meditar, más con el corazón que con la cabeza, y acabó por descubrir lo que toda mujer acaba por descubrir siempre que fía la inquisición al corazón y no a la cabeza: descubrió que Juan andaba enamorado. No cabía duda alguna de ello.

Y redobló Juana de cariño y de ternura y abrazaba a su Juan como para defenderlo de una enemiga invisible, como para protegerlo de una mala tentación, de un pensamiento malo. Y Juan, medio adivinando el sentido de aquellos abrazos de renovada pasión, se dejaba querer y redoblaba ternura, agradecimiento y piedad, hasta lograr reavivar la casi extinguida llama de la pasión, que del todo es inextinguible. Y había entre Juan y Juana un secreto patente a ambos, un secreto en secreto confesado.

Y Juana empezó a acechar discretamente a su Juan buscando el objeto de la nueva pasión. Y no lo hallaba. ¿A quién, que no fuese ella, amaría Juan?

Hasta que un día, y cuando él y donde él, su Juan, menos lo sospechaba, lo sorprendió, sin que él se percatara de ello, besando un retrato. Y se retiró angustiada, pero resuelta a saber de quién era el retrato, Y fue desde aquel día una labor astuta, callada y paciente, siempre tras el misterioso retrato, guardándose la angustia, redoblando su pasión, de abrazos protectores.

¡Por fin! Por fin un día aquel hombre prevenido y cauto, aquel hombre tan astuto y tan sobre sí siempre dejó —¿sería adrede?-, dejó al descuido la cartera en que guardaba el retrato. Y Juana temblorosa, oyendo las llamadas de su propio corazón que le advertía, llena de curiosidad, de celos, de compasión, de miedo y de vergüenza, echó mano a la cartera. Allí, allí estaba el retrato; sí, era aquél, aquél, el mismo; lo recordaba bien. Ella no lo vio sino por el revés cuando su Juan lo besaba apasionado, pero aquel mismo revés, aquel mismo que estaba entonces viendo.

Se detuvo un momento, dejó la cartera, fue a la puerta, escuchó un rato y luego la cerró. Y agarró el retrato, le dio la vuelta y clavó en él los ojos.

Juana quedó atónita, pálida primero y encendida de rubor después; dos gruesas lágrimas rodaron de sus ojos al retrato, y luego las enjugó besándolo... Aquel retrato era un retrato de ella, de ella misma, sólo que..., ¡ay!, póstumo; ¡cuán fugaces corren los años! Era un retrato de ella cuando tenía veintitrés años, meses antes de casarse; era Un retrato que Juana dio a su Juan cuando eran novios.

Y ante el retrato resurgió a sus ojos todo aquel pasado de pasión, cuando Juan no tenía una sola cana y era ella esbelta y fresca como un pimpollo.

¿Sintió Juana celos de sí misma? O mejor, ¿sintió la Juana de los cuarenta y cinco años celos de la Juana de los veintitrés, de su otra Juana? No, sino que sintió compasión de sí misma, y con ella, ternura, y con la ternura, cariño.

Y tomó el retrato y se lo guardó en el seno.

Cuando Juan se encontró sin el retrato en la cartera receló algo y se mostró inquieto.

Era una noche de invierno, y Juan y Juana, acostados ya los hijos, se encontraban solos junto al fuego del hogar; Juan leía un libro; Juana hacía labor. De pronto, Juana dijo a Juan:

—Oye, Juan, tengo algo que decirte.

—Di, Juana, lo que quieras.

Como los enamorados, gustaban de repetirse uno a otro el nombre.

—Tú, Juan, guardas un secreto.

—¿Yo? ¡No!

—Te digo que sí, Juan.

—Te digo que no, Juana.

—Te lo he sorprendido; así es que no me lo niegues, Juan.

—Pues si es así, descúbremelo.

Entonces Juana sacó el retrato, y alargándoselo a Juan, le dijo con lágrimas en la voz:

—Anda, toma y bésalo cuanto quieras, pero no a escondidas.

Juan se puso encarnado, y apenas repuesto de la emoción de sorpresa tomó el retrato, le echó al fuego y acercándose a Juana y tomándola en sus brazos y sentándola sobre sus rodillas, que le temblaban, le dio un largo y apretado beso en la boca, un beso en que de la plenitud de la ternura refloreció la pasión primera. Y sintiendo sobre sí el dulce peso de aquella fuente de vida, de donde habían para él brotado, con nueve hijos, más de veinte años de dicha reposada, le dijo:

—A él no, que es cosa muerta, y lo muerto, al fuego; a él no, sino a ti, a ti, mi Juana, mi vida; a ti, que estás viva y me has dado vida, a ti.

Y Juana, temblando de amor sobre las rodillas de su Juan, se sintió volver a los veintitrés años, a los años del retrato que ardía, calentándolos con su fuego.

Y la paz de la ternura sosegada volvió a reinar en el hogar de Juan y Juana.

(El espejo de la muerte, 1913)

La paternidad

Abuelo y nieto

Volvían al pueblo desde la labor, silenciosos los dos, padre e hijo, como de costumbre, cuando de pronto dijo aquél a éste:

—Oye, Pedro.

—¿Qué quiere, padre?

—Tiempo hace que me anda una idea dando vueltas y más vueltas en la cabeza, y mucho será que no te haya también a ti ocurrido alguna vez...

—Si no lo dice...

—¿En qué piensas?

—No; sino, ¿en qué piensa usted?

—Pues yo pienso... mira... pienso que estamos mal así...

—¿Cómo así?

—Vamos... así... solos... —y como el hijo no contestase, tras una pausa, prosiguió-: ¿No crees que estamos mal así?

—Puesto que usted lo dice...

—¿No crees que nos falta algo?

—Sí, padre; nos falta madre.

—Pues ya lo sabes.

Siguieron un gran trecho silenciosos, perdidas sus miradas en el largo camino polvoriento que tocaba al cielo allá lejos, donde bajo la franja de una noche cenicienta iba derritiéndose la última luz del sol ya muerto. De pronto dejó caer el padre en el silencio esta palabra: «Tomasa...», como principio de una frase en suspenso, y cual un eco, respondió el hijo: «¿Tomasa...?». Y no volvieron a hablar de ello.

No conseguía acertar Pedro el porqué su padre se hubiera fijado en Tomasa de preferencia a todas las demás mozas del lugar, para elegirla por nuera. Porque era ella ceñuda y arisca, callandrona y reconcentrada, como si guardase un secreto. Bailaba en los bailes de la plaza como de compromiso, y más de una vez pagó con un bofetón los requiebros que de raya pasaran. Pero era verdad; algo tenía Tomasa, algo que ninguno sabía explicarse, pero que hacía la deseasen muchos para mujer propia. Algo indecible decían aquellos ojos negros bajo el ceño fruncido; algo había de robusto en su porte. Era la seriedad hecha moza, y moza, pesar de su adustez, fresca y garrida; ¡toda una mujer!

Empezó Pedro a revolver en su magín la idea de su padre, y tanto y tanto rumió aquello de: «¿Por qué la querrá de nuera?», que acabó por pedir a Tomasa cortejo. Y ella, no sin sorpresa del mozo, se lo concedió.

Y empezaron las largas entrevistas; las conversaciones lánguidas y arrastradas mientras ella mordía una hoja de cualquier planta; el murmurar, a modo de arrullo, de todos los demás novios del lugar. Los decires de Tomasa apuntaban casi siempre a la futura vida doméstica, a lo que habrían de hacer una vez casados; eran observaciones henchidas de una sensatez abrumadora. Con frecuencia repetía: «¡Ah, si yo fuese hombre!», sin que en ello parase mientes Pedro, que nunca pensó en si él fuese mujer. Lo único que el mozo se decía era: «Ella siempre está con: "Si yo fuese hombre"»; y mi padre siempre con: "¡Si yo fuese joven!"».

Cuando Pedro anunció a su padre que le llevaría a Tomasa de nuera, exclamó el anciano:

—¡Gracias a Dios! Ya te lo decía... Es lo que nos hace falta en casa... mujer... y una mujer así de cuerpo entero, de temple, sana y laboriosa... —y tras un momento de pausa añadió-: ¡Ah! ¡Si yo fuese joven como tú...!

—Sí, que es usted quien me la habría traído de madrastra en vez de dársela yo a usted de nuera... ¿no es eso?

—Te equivocas, hijo... pero... ¿quién sabe?

Entró Tomasa en el hogar del anciano y desde el primer día empezó a llamarle abuelo. Y el pobre Pedro no oía más que: «Si yo fuese hombre como tú...»; de un lado, y de otro: «¡Si yo fuese como tú joven...!», él que era hombre y joven.

«No piensa más que en los hijos», pensaba el abuelo, y era verdad, no pensaba Tomasa más que en los hijos que hubiera de tener. Ya que no hombre sería madre de hombres, nodriza de hombres, criadora de ellos. Era una mujer hacendosa y dura, incansable en el trabajo, de pocas palabras.

Pedro no acertaba a darse de ello clara cuenta, pero era el caso que aun el más torpe podía barruntar cierta sorda malquerencia entre la nuera y el suegro, nacida en ellos no bien convivieron cuatro días. Ella no hacía más que reprochar al viejo su creciente inutilidad, y él parecía molestarse de que trabajara tan duro ella.

—Para hacer así las cosas, mejor es que las deje, abuelo; es más lo que echa a perder que lo que abona —decía al anciano la joven con acrimonia.

—Ni un momento de reposo, hija, ni un momento... piensa bien cómo estás, en tu estado, y no sea que por querer hacerlo todo comprometas tu salud, y lo que es peor, la vida del que va a venir —le decía el viejo con amargura.

Una tarde encontró el padre al hijo junto al abrevadero, cuando aquél se retiraba a casa y llevaba éste el ganado a beber, y sin preámbulo alguno:

—¡Ay, Pedro...! —le dijo.

—¿Qué la pasa, padre?

—Que el abuelo es ya viejo y le empujan los que aún no han venido... pero déjate, déjate, que el mundo da muchas vueltas y quiera Dios que no te afrente un día tu mujer con tus propios hijos...

—¿Por qué lo dice, padre?

—Me equivoqué, hijo, me equivoqué... Me gustaba por seria, por trabajadora... pero son demasiada seriedad y demasiada laboriosidad las suyas; no lo dudes. Parece como que se esconde en el trabajo... Y sueña demasiado en el hijo... demasiado... Mira, como duermo poco, me paso las noches dándoles a las cosas muchas vueltas en la cabeza...

—No hay como una mujer trabajadora, padre...

—¡Trabajar... trabajar... siempre trabajar!... ¡Pobres viejos!... ¿Te acuerdas cuando bailaba en la plaza? Lo hacía como quien cumple una penitencia...

Llegó por fin el niño, el anhelado, y aquel día y el del bautizo fueron de negros augurios para el pobre viejo. Tomó al nieto en brazos, le miró fijamente y lloró al besarle. «¡Que no llegues a viejo!», le dijo en silencio.

En pocos días se restableció la madre y mientras salía a la labor Pedro, estábase ella dando el pecho al niño, y el abuelo contemplándolo desde un rincón. Pensaba el viejo: «Ahora le está diciendo callandito, muy callandito, casi sin hablar: Tú serás lo que yo habría sido si hubiese nacido hombre... irás a la ciudad... serás más que todos nosotros».

—¡Será todo un hombre! —acababa el viejo en voz alta su pensar.

Y Tomasa, al ver sorprendido su pensamiento, miraba al abuelo con los ojos extraños, diciéndole lo indecible con la mirada aquella que partía de bajo el ceño fruncido.

Y empezó a ser todo lo mejor para el niño; para él la nata de la leche, y no para el viejo ya; para él el rinconcito mejor junto a la lumbre; todo cuidado para él.

—Deje al niño eso, abuelo, que usted lo ha gozado ya muchos años...

—Y él lo gozará, cuando yo muera, otros tantos...

—Cuando usted muera, eso...

—Él llegará a viejo... si vive...

—Si vive, ¡claro es!, también usted fue niño...

* * *

Cuando conocí al abuelo pedía limosna por los lugares y alquerías.

—¿No tiene usted hijos? —le pregunté.

—Sí, señor, los tengo —me respondió-; pero me han echado de casa... les estorbaba...

—¿Estorbarles?

—¡Sí, señor!... Sí, tengo un hijo; pero él también lo tiene... y llegará a viejo como yo... el mundo da muchas vueltas, señor... También yo fui hijo... A nadie he de dar que hacer, nadie me reprochará el pan que coma... me moriré solito, en un rincón, solito, como los animales, como las criaturitas de Dios, sin comedias... me moriré..., ¡cuando Dios quiera! ¡Han visto nacer a su hijo; sólo Dios sabe si tendrán el consuelo de que su hijo les vea morir!...

Y después de haber besado la moneda que de limosna le di y de un: «Dios se lo pague, señor, y le dé salud parar criar a los suyos», perdiose el anciano, allá, en la polvorienta carretera, renqueando, su cabeza sobre el crepúsculo, aureolada por el polvillo de oro del sol poniente.

Pero un día no pudo ya, y esclavo del corazón, con lágrimas de tristeza y de despecho en los ojos, pero con rescoldo de amor, llamó con el cayado a la puerta de su casa, de la casa en que naciera.

—¿Quién es? —preguntó desde dentro la voz seca y dura de la mujer.

—¿Hay un poco de sitio, hija, para un pobre viejo que quiere morir?

Siguiose un momento de silencio; la mano del abuelo temblaba sobre el cayado; no le corrían ya las lágrimas.

—Entre, padre —dijo con empañada voz Pedro.

—Dios te lo pague, hijo —exclamó el anciano al franquear la puerta, y fue a sentarse junto al fogón, sin mirar a los suyos, renqueando.

—El caso es que no debíamos recibirlo... —empezó Tomasa-, ¿por qué se nos escapó? Y luego andan diciendo por el pueblo que si le echamos de casa... que si le tratábamos de este modo o del otro... ¿Tan mal le tratábamos, diga?

—No, ni bien ni mal... Yo era como un perro viejo a quien por compasión no se le pega un tiro... se le echan los mendrugos, y se le despacha a que tome el sol y no estorbe... ¡para lo que va a vivir! Y cada mañana se dice: ¿Todavía vive?... No; ni mal ni bien...

—Cállese, padre, cállese...

—Me callaré... en mi casa...

—¿Su casa? —replicó la nuera-; la casa es de quien la sostiene.

—¡Qué vida! —exclamó el viejo golpeando con su cayado el suelo mientras se le saltaban las lágrimas de nuevo.

—No haga ruido, abuelo, que está el niño enfermo...

—¿El niño? —exclamó el viejo al punto.

—¡Sí, el niño!

—¡Quiera Dios, hijo, que no te veas como tú me ves hoy!

—¡Fuerte le da al abuelo!...

—Vaya, hijos, voy a retirarme... ¿a dónde?...

—¡Allá! —le contestó la nuera señalándole una puerta con el brazo extendido, rígido, cuya sombra proyectaba en el muro, agorera, la roja lumbre del hogar.

—Al cuarto en que nací... Pero antes quiero ver al niño..., darle un beso...

—¿Un beso? —exclamó, sin poder contenerse, la madre.

—¡Un beso, sí! —agregó con firmeza el anciano mirando a los ojos a su nuera, que le sostuvo la mirada con la suya adusta, casi acosadora.

Entró el anciano en el cuarto del niño, entonces enfermo; besole en la frente, que de fiebre ardía, y murmurando entre dientes: «Aquí sobra uno», fue a recogerse.

A la mañana siguiente salió la madre del cuarto como loca, despavorida, gritando: «Él, él nos ha matado al hijo... Sí, él, él con su beso..., le ha hecho mal de ojo..., él..., tu padre..., ¡el abuelo!».

Cuando entraron en el cuarto del anciano halláronle también muerto, muerto en la cama misma en que había nacido.

(Los Lunes de El Imparcial, Madrid, octubre de 1902)

El sencillo don Rafael

Cazador y tresillista

Sentía resbalar las horas, hueras, aéreas, deslizándose sobre el recuerdo muerto de aquel amor de antaño. Muy lejos, detrás de él, dos ojos ya sin brillo entre nieblas. Y un eco vago, como el del mar que se rompe tras la montaña, de palabras olvidadas. Y allá, por debajo del corazón, susurro de aguas soterrañas. Una vida vacía, y él solo, enteramente solo. Solo con su vida.

Tenía para justificarla nada más que la caza y el tresillo. Y no por eso vivía triste, pues su sencillez heroica no se compadecía con la tristeza. Cuando algún compañero de juego, despreciando un solo, iba a buscar una sola carta para dar bola, solía repetir don Rafael que hay cosas que no se debe ir a buscar; vienen ellas solas. Era providencialista; es decir, creía en el todopoderío del azar. Tal vez por creer en algo y no tener la mente vacía.

—¿Y por qué no se casa usted? —le preguntó alguna vez con la boca chica su ama de llaves.

—¿Y por qué me he de casar?

—Acaso no vaya usted descaminado.

—Hay cosas, señora Rogelia, que no se deben ir a buscar: vienen ellas solas.

—¡Y cuando menos se piensa!

—¡Así se dan las bolas! Pero, mire, hay una razón que me hace pensar en ello...

—¿Cuál?

—La de morir tranquilo ab intestato.

—¡Vaya una razón! —exclamó el ama, alarmada.

—Para mí la única valedera —respondió el hombre, que presentía no valen las razones, sino el valor que se las da.

Y una mañana de primavera, al salir, con achaque de la caza, a ver nacer el sol, halló un envoltorio en la puerta de su casa. Encorvose a mejor percatarse, y dentro, un ligerísimo susurro como de cosas olvidadas. El rollo se removía. Lo levantó; estaba tibio; lo abrió: era una criatura de horas. Quedósele mirando, y su corazón pareció sentir, no ya el susurro, sino el frescor de sus aguas soterrañas. «¡Vaya una caza que me ha deparado el destino!», pensó.

Volviose con el envoltorio en brazos, la escopeta a la bandolera, subiendo las escaleras de puntillas para no despertar a aquello, y llamó quedamente varias veces.

—Aquí traigo esto —le dijo al ama de llaves.

—Y eso, ¿qué es?

—Parece un niño...

—¿Parece solo?...

—Lo dejaron a la puerta de la calle.

—¿Y qué hacemos con ello?

—Pues... ¿qué vamos a hacer? Bien claro está: ¡Criarlo!

—¿Quién?

—Los dos.

—¿Yo? ¡Yo, no!

—Buscaremos ama.

—¿Pero está usted en su juicio, señorito? ¡Lo que hay que hacer es dar parte al juez, y en cuanto a eso, al Hospicio con ello!

—¡Pobrecillo! ¡Eso sí que no!

—En fin, usted manda.

Una madre vecina le prestó caritativamente las primeras leches, y pronto el médico de don Rafael encontró una buena nodriza: una chica soltera que acababa de dar a luz un niño muerto.

—Como nodriza, excelente —le dijo el médico-, y como persona, ya ves, un desliz así puede ocurrirle a cualquiera.

—A mí no —contestó con su sencillez característica don Rafael.

—Lo mejor sería —dijo el ama de llaves— que se lo llevase a su casa a criarlo.

—No —replicó don Rafael-; eso tiene graves peligros; no me fío de la madre de la chica. Aquí, aquí, bajo mi vigilancia. Y no hay que darle disgustos a la chica, señora Rogelia, que de ello depende la salud del niño. No quiero que por una sofoquina de Emilia pase el angelito un dolor de tripas.

Era Emilia, la nodriza, de veinte años, alta, agitanada, con una risa perpetua en los ojos, cuya negrura realzaba el marco de ébano del pelo que le cubría las sienes como con dos esponjosas alas de cuervo, entreabiertos y húmedos los labios guinda, y unos andares de gallina a que el gallo ronda.

—¿Y cómo va a bautizarle usted, señorito? —le preguntó la señora Rogelia.

—Como hijo mío.

—Pero, ¿está usted loco?

—¡Qué más da!

—¿Y si mañana, por esa medalla que lleva y esas contraseñas, aparecen sus verdaderos padres?...

—Aquí no hay más padre ni madre que yo. Yo no busco niños, como no busco bolas; pero cuando vienen..., soy libre. Y creo que ésta del azar es la más pura y libre de las maternidades. No me cabe la culpa de que haya nacido, pero tendré el mérito de hacerle vivir. Hay que creer en la Providencia, siquiera por creer en algo, que eso consuela, y además, así podré morirme tranquilo ab intestato, pues ya tengo quien me herede forzosamente.

La señora Rogelia se mordió los labios, y cuando don Rafael hizo bautizar y registrar al niño como hijo suyo, dio que reír a la vecindad y a nadie que sospechar malicia alguna: tan conocida era su trasparente ingenuidad cotidiana. Y el ama de llaves tuvo, mal de su grado, que avenirse y concordar con el ama de leche.

Ya tenía don Rafael algo más en qué pensar que en la caza y el tresillo; ya estaban sus días llenos. La casa se le llenó de una vida nueva, luminosa y sencilla. Y hasta perdió alguna noche el sueño y el descanso paseando al nene para acallarlo.

—Es hermoso como el sol, señora Rogelia. Y tampoco hemos tenido mala suerte con el ama, me parece.

—Como no vuelva a las andadas...

—De eso me encargo yo. Sería una picardía, una deslealtad: se debe al niño. Pero no, no; está desengañada del zanguango de su novio, un bausán de marca mayor a quien ya aborrece...

—No se fíe usted..., no se fíe usted...

—Y a quien voy a pagarle el pasaje a América. Y ella es una pobrecilla...

—Hasta que vuelva a tener ocasión...

—¡Digo que lo evitaré!

—Pues como ella quiera...

—¡Ah, en cuanto a eso, sí! Porque si he de decirle a usted la verdad, la verdad es que...

—Sí, me la supongo.

—¡Pero ante todo, respeto a mi hijo!

Emilia nada tenía de lerda, y estaba deslumbrada con el rasgo heroicamente sencillo de aquel solterón semidurmiente. Encariñose desde un principio con el crío, como si fuese su madre misma. El padre putativo y la nodriza natural pasábanse largos ratos, a sendos lados de la cuna, contemplando la sonrisa del sueño del niño cuando éste hacía como que mamaba.

—¡Lo que es el hambre! —decía don Rafael.

Y cruzábanse sus miradas. Y cuando, teniéndole ella, Emilia, en brazos, iba él, don Rafael a besar al niño, con el beso ya preparado en la boca, rozaba casi la mejilla de la nodriza, cuyos rizos de ébano le afloraban la frente al padre. Otras veces quedábase contemplando alguno de los dos mellizos blancos senos, turgentes de vida que se da, con el serpenteo azul de las venas que del cuello bajaban, y sostenido entre dos ahusados dedos índice y corazón como en horqueta. Doblábase sobre él un cuello da paloma. Y también entonces le entraban ganas de besar al hijo, y su frente, al tocar al seno, hacíalo temblotear.

—¡Ay, lo que siento es que pronto tendré que dejarte, sol mío! —exclamaba ella, apretándolo contra su seno y como si le entendiera.

Callábase a esto don Rafael.

Y cuando le cantaba al niño, abrazándole, aquella vieja canturria paradisíaca que, aun trasmitiéndosela de corazón a corazón las madres, cada una de éstas crea e inventa de nuevo, eternamente nueva poesía, siendo la misma siempre, la única, como el sol, traíale a don Rafael como un dejo de su niñez, olvidada en las lontananzas del recuerdo. Balanceábase la cuna, y con ella el corazón del padre, y mejíasele aquel canto...

que viene el cocóóóóó...

con el susurro de las aguas debajo de su corazón...

a llevarse a los niños...

que iba también durmiéndose...

que duermen pocóóóóó...

entre las blandas nieblas de su pasado...

¡ah, ah, ah, aaaah!

—¡Qué buena madre hace! —pensaba.

Alguna vez, hablando del percance que la hizo nodriza, le preguntó don Rafael:

—Pero, chica, ¿cómo pudo ser eso?

—¡Ya ve usted, don Rafael! —y se le encendía leve, muy levemente, el rostro.

—¡Sí, tienes razón, ya lo veo!

Y llegó una enfermedad terrible, días y noches de angustia. Mientras duró aquello hizo don Rafael que Emilia se acostase con el niño en su mismo cuarto.

—Pero, señorito —dijo ella-, ¿cómo quiere usted que yo duerma allí?...

—Pues muy sencillo —contestó él, con su sencillez acostumbrada-, ¡durmiendo!

Porque para aquel hombre, todo sencillez, era sencillo todo.

Por fin el médico dio por salvado al niño.

—¡Salvado! —exclamó don Rafael con el corazón desbordante, y fue a abrazar a Emilia, que lloraba del estupor del gozo.

—¿Sabes una cosa? —le dijo, sin soltar del todo el abrazo, y mirando al niño que sonreía en floración de convalecencia.

—Usted dirá —contestó ella, mientras el corazón se le ponía al galope.

—Que puesto que estamos los dos libres y sin compromiso, pues no creo que pienses ya en aquel majadero, que ni siquiera sabemos si llegó o no a Tucumán, y ya que somos yo padre y tú madre, cada uno a su respecto, del mismo hijo, nos casemos, y asunto concluido.

—¡Pero, don Rafael!... —y se puso de grana.

—Mira, chiquilla, así podremos tener más hijos...

El argumento era algo especioso, pero persuadió a Emilia. Y como vivían juntos y no era cosa de contenerse por unos días fugitivos —¡qué más da!-, aquella misma noche le hicieron sucesor al niño, y muy poco después se casaron como la santa madre Iglesia y el providente Estado mandan.

Y fueron, en lo que en lo humano cabe —¡y no es poco!-, felices, y tuvieron diez hijos más, una bendición de Dios, con lo cual pudo morir tranquilo ab intestato, por tener ya quienes forzosamente le heredaran, el sencillo don Rafael, que de cazador y tresillista pasó de dos brincos a padre de familia. Y es lo que él solía decir como resumen de su filosofía práctica:

—¡Hay que dar al azar lo suyo!

(Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 26-II-1912)

Cruce de caminos

Entre dos filas de árboles, la carretera piérdese en el cielo; sestea un pueblecillo junto a un charco, en que el sol cabrillea, y una alondra, señera, trepidando en el azul sereno, dice la verdad mientras todo calla. El caminante va por donde dicen las sombras de los álamos; a trechos para y mira, y sigue luego.

Deja que oree el viento su cabeza blanca de penas y años, y anega sus recuerdos dolorosos en la paz que le envuelve.

De pronto, el corazón le da rebato, y se detiene temblando cual si fuese ante el misterioso final de su existencia. A sus pies, sobre el suelo, al pie de un álamo y al borde del camino, una niña dormía un sueño sosegado y dulce. Lloró un momento el caminante, luego se arrodilló, después sentose, y sin quitar sus ojos de los ojos cerrados de la niña, le veló el sueño. Y él soñaba entre tanto.

Soñaba en otra niña, como aquélla, que fue su raíz de vida, y que al morir una mañana dulce de primavera le dejó solo en el hogar, lanzándole a errar por los caminos, desarraigado.

De pronto abrió los ojos hacia el cielo la que dormía, las volvió al caminante, y cual quien habla con Un viejo conocido, le preguntó: «¿Y mi abuelo?». Y el caminante respondió: «¿Y mi nieta?». Miráronse a los ojos, y la niña le contó que, al morírsele su abuelo, con quien vivía sola —en soledad de compañía solos-, partió al azar de casa, buscando... no sabía qué... más soledad acaso.

—Iremos juntos; tú a buscar a tu abuelo; yo, a mi nieta —le dijo el caminante.

—¡Es que mi abuelo se murió! —dijo la niña.

—Volverán a la vida y al camino —contestó el viejo-. Entonces..., ¿vamos?

—¡Vamos, sí, hacia adelante, hacia levante!

—No, que así llegaremos a mi pueblo y no quiero volver, que allí estoy sola. Allí sé el sitio en que mi abuelo duerme. Es mejor al poniente; todo derecho.

—¿El camino que traje? —exclamó el viejo— ¿Volverme dices? ¿Desandar lo andado? ¿Volver a mis recuerdos? ¿Cara al ocaso? ¡No, eso nunca! ¡No, eso sí que no, antes morirnos!

—¡Pues entonces..., por aquí, entre las flores, por los prados, por donde no hay camino!

Dejando así la carretera fueron campo traviesa, entre floridos campos —magarzas, clavelinas, amapolas-, adonde Dios quisiera.

Y ella, mientras chupaba un chupamieles con sus labios de rosa, le iba contando de su abuelo cómo en las largas veladas invernizas le hablaba de otros mundos, del Paraíso, de aquel diluvio, de Noé, de Cristo...

—¿Y cómo era tu abuelo?

—Casi era como tú, algo más alto...; pero no mucho, no te creas..., viejo..., y sabía canciones.

Calláronse los dos, siguió un silencio y lo rompió el anciano dando a la brisa que iba entre las flores este cantar:


Los caminos de la vida,
van del ayer al mañana,
mas los del cielo, mi vida,
van al ayer del mañana.
 

¡Y al oírle, la niña dio a los cielos, como una alondra, esta fresca canción de primavera!:


Pajarcito, pajarcito,
¿de dónde vienes?
El tu nido, pajarcito,
¿ya no lo tienes?

Si estás solo, pajarcito,
¿cómo es que cantas?
¿A quién buscas, pajarcito,
cuando te levantas?
 

—Así era como tú, algo más chica —dijo llorando el viejo-; así era como tú..., como estas flores...

—¡Cuéntame de ella, pues, cuéntame de ella!

Y empezó el viejo a repasar su vida, a rezar sus recuerdos, y la niña a su vez a ensimismárselos, a hacerlos propios.

«Otra vez...», empezaba él, y ella, cortándole, decía: «¡Lo recuerdo!».

—¿Que lo recuerdas, niña?

—Sí, sí; todo eso me parece cual si fuera algo que me pasó, como si hubiese vivido yo otra vida.

—¡Tal vez! —dijo el anciano, pensativo.

—Allí hay un pueblo: ¡Mira!

Y el caminante vio tras una loma humo de hogares. Luego, al llegar a su espinazo, al fondo, un pueblecillo agazapado en rolde de una pobre espadaña, cuyos dos huecos con sus dos chilejas, cual dos pupilas, parecían mirar al infinito. En el ejido, un zagalejo rubio cuidaba de unos bueyes que bebían en una charca, que, cual si fuese un desgarrón de tierra, mostraba el cielo soterraño; y en éste otros dos bueyes —dos bueyes celestiales— que venían a contemplar sus sombras pasajeras o a darles nueva vida acaso.

—Zagal, ¿aquí hay donde hacer noche?, dime —preguntó el viejo.

—¡Ni a posta! —dijo el mozo-. Esa casa de ahí está vacía; sus dueños emigraron, y hoy sirve nada más que de guarida para alimañas. Pan, vino y fuego aquí nunca se niega al que viene de paso en busca de su vida.

—¡Dios os lo pagará, zagal, en la otra!

Durmiéronse arrimados y soñaron: El viejo, en el abuelo de la niña; y ella, en la nietecita que perdiera el pobre caminante. Al despertar miráronse a los ojos, y como en una charca sosegada que nos descubre el cielo soterraño, vieron allí, en el fondo, sus sendos sueños.

—Puesto que hay que vivir, si nos quedáramos en esta casa... ¡La pobre está tan sola! —dijo el viejo.

—Sí, sí; la pobre casa... ¡Mira, abuelo, que el pueblo es tan bonito! Ayer, el campanario de la iglesia nos miraba muy fijo, como yendo a decir...

En este punto sonaron las chilejas. "«Padre nuestro que estás en los cielos...»". Y la niña siguió: "«¡Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo!»". Rezaron a una voz. Y salieron de casa, y les dijeron: «Vosotros, ¿qué sabéis hacer? ¡Veamos!».

El viejo hacía cestas, componía mil cosas estropeadas; sus manos eran ágiles; industrioso su ingenio.

Sentábanse al arrimo de la lumbre: la niña hacía el fuego, y cuidando de la olla le ayudaba. Y hablaban de los suyos, de la otra nieta y de aquel otro abuelo. Y era cual si las almas de los otros, también desarraigadas, errantes por las sendas de los cielos, bajasen al arrimo de la lumbre del nuevo hogar. Y les miraban silenciosas, y eran cuatro y no dos. O más bien eran dos, mas dos parejas. Y así vivían doble vida: la una, vida del cielo, vida de recuerdos, y la otra, de esperanzas de la tierra.

Íbanse por las tardes a la loma, y de espaldas al pueblo veían sobre el cielo destacarse, allá en las lejanías, unos álamos que dicen el camino de la vida. Volvíanse cantando.

Y así pasaba el tiempo hasta que un día —unos años más tarde— oyó otro canto junto a casa el viejo.

—Dime, ¿quién canta esa canción, María?

—Acaso el ruiseñor de la alameda...

—¡No, que es cantar de mozo!

Ella bajó los ojos.

—Ese canto, María, es un reclamo. Te llama a ti al camino y a mí a morir. ¡Dios os bendiga, niña!

—¡Abuelito! ¡Abuelito! —y le abrazaba, cubríale de besos, le miraba a los ojos cual buscándose.

—¡No, no, que aquélla se murió, María! ¡También yo muero!

—No quiero, abuelo, que te mueras; vivirás con nosotros.

—¿Con vosotros me dices? ¿Tu abuelo? Tu abuelo, niña, se murió. ¡Soy otro!

—¡No, no; tú eres mi abuelo! ¿No te acuerdas cuando yo, al despertar sola y contarte cómo escapé de casa, me dijiste: «Volverán a la vida y al camino»? ¡Y volvieron!

—Volvieron al camino, sí, hija mía, y a él nos llama esa canción del mozo. ¡Tú con él, mi María; yo... con ella!

—¡Con ella, no! ¡Conmigo!

—¡Sí, contigo! Pero... ¡con la otra!

—¡Ay mi abuelo, mi abuelo!

—¡Allí te aguardo! ¡Dios os bendiga, pues por ti he vivido!

Muriose aquella tarde el pobre anciano, el caminante que alargó sus días; la niña, con los dedos que cogían flores del campo —magarzas, clavelinas, amapolas— le cerró ambos los ojos, guardadores de ensueño de otro mundo; besole en ellos, lloró, rezó, soñó, hasta que oyendo la canción del camino se fue a quien le llamaba.

Y el viejo fue a la tierra: a beber bajo de ella sus recuerdos.

(Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 15-VII-1912)

Historia de V. Goti

—Y bien, ¿qué? —le preguntaba Augusto a Víctor-, ¿cómo habéis recibido al intruso?

—¡Ah, nunca lo hubiese creído, nunca! Todavía la víspera de nacer, nuestra irritación era grandísima. Y mientras estaba pugnando por venir al mundo, no sabes bien los insultos que me lanzaba mi Elena. «¡Tú, tú tienes la culpa!», me decía. Y otras veces: «¡Quítate de delante, quítate de mi vista! ¿No te da vergüenza de estar aquí? Si me muero, tuya será la culpa». Y otras veces: «¡Ésta y no más, ésta y no más!». Pero nació, y todo ha cambiado. Parece como si hubiésemos despertado de un sueño y como si acabáramos de casarnos. Y me he quedado ciego, totalmente ciego; ese chiquillo me ha cegado. Tan ciego estoy, que todos dicen que mi Elena ha quedado con la preñez y el parto desfiguradísima, que está hecha un esqueleto y que ha envejecido lo menos diez años, y a mí me parece más fresca, más lozana, más joven y hasta más metida en carnes que nunca.

—Eso me recuerda, Víctor, la leyenda del fogueteiro que tengo oída en Portugal.

—Venga.

—Tú sabes que en Portugal eso de los fuegos artificiales, de la pirotécnica, es una verdadera bella arte. El que no ha visto fuegos artificiales en Portugal no sabe todo lo que se puede hacer con eso. ¡Y qué nomenclatura, Dios mío!

—Allá voy. Pues el caso es que había en un pueble portugués un pirotécnico, o fogueteiro, que tenía una mujer hermosísima, que era su consuelo, su encanto y su orgullo. Estaba locamente enamorado de ella, pero aún más era orgullo. Complacíase en dar dentera, por así decirlo, a los demás mortales, y la paseaba consigo como diciéndoles: «¿Veis esta mujer? ¿Os gusta? Sí, ¿eh? ¡Pues es la mía, mía sola! ¡Y fastidiarse!». No hacía sino ponderar las excelencias de la hermosura de su mujer, y hasta pretendía que era la inspiradora de sus más bellas producciones pirotécnicas, la musa de sus fuegos artificiales. Y hete que una vez, preparando, uno de éstos, mientras estaba como de costumbre, su hermosa mujer a su lado para inspirarle, se le prende fuego a la pólvora, hay una explosión, y tienen que sacar al marido y mujer desvanecidos y con gravísimas quemaduras. A la mujer se le quemó buena parte de la cara y del busto, de tal manera que se quedó horriblemente desfigurada, pero él, el fogueteiro, tuvo la fortuna de quedarse ciego y no ver el desfiguramiento de su mujer. Y después de esto seguía orgulloso de la hermosura de su mujer y ponderándola a todos con el mismo aire y talle de arrogante desafío que antes. «¿Han visto ustedes mujer más hermosa?», preguntaba, y todos, sabedores de su historia, se compadecían del pobre fogueteiro y le ponderaban la hermosura de su mujer.

—Y bien, ¿no seguía siendo hermosa para él?

—Acaso más que antes, como para ti tu mujer después que te ha dado al intruso.

—¡No le llames así!

—Fue cosa tuya.

—Sí, pero no quiero oírsela a otro.

—Eso pasa mucho; el mote mismo que damos a alguien nos suena muy de otro modo cuando se lo oímos a otro.

—Sí, dicen que nadie conoce su voz...

—Ni su cara. Yo, por lo menos, sé de mí decirte que una de las cosas que me dan más pavor es quedarme mirándome al espejo, a solas, cuando nadie me ve. Acaso por dudar de mi propia existencia e imaginarme, viéndome como otro, que soy un sueño, un ente de ficción...

—Pues no te mires así...

—No puedo remediarlo. Tengo la manía de la introspección.

—Pues acabarás como los faquires, que dicen se contemplan el propio ombligo.

—Y creo que si uno no conoce su voz ni su cara, tampoco conoce nada que sea suyo, muy suyo, como si fuera parte de él...

—Su mujer, por ejemplo.

—En efecto: se me antoja que debe de ser imposible conocer a aquella mujer con quien se convive y que acaba por formar parte nuestra. ¿No has oído aquello que decía uno de nuestros más grandes poetas, Campoamor?

—No. ¿Qué es ello?

—Pues decía que cuando uno se casa, si lo hace enamorado de veras, al principio no puede tocar al cuerpo de su mujer sin emberrenchinarse y encenderse en deseo carnal, pero que pasa tiempo, se acostumbra, y llega un día en que lo mismo le es tocar con la mano al muslo desnudo de su mujer que al propio muslo suyo; pero también entonces, si tuvieran que cortarle a su mujer el muslo, le dolería como si le cortasen el propio.

—Y así es, en verdad. ¡No sabes cómo sufrí en el parto!

—Ella más.

—¡Quién sabe!... Y ahora, como ya es algo mío, parte de mi ser, me he dado tan poca cuenta de eso que dicen de que se ha desfigurado y afeado, como no se da uno cuenta de que se desfigura, se envejece y se afea.

—Pero, ¿crees de veras que uno no se da cuenta de que se envejece y afea?

—No, aunque lo diga. Si la cosa es continua y lenta. Ahora, si de repente le ocurre a uno algo... Pero eso de que se sienta uno envejecer, ¡quiá!; lo que suelen decir los padres señalando a sus hijos: ¡Éstos, éstos son los que nos hacen viejos!». Ver crecer al hijo es lo más dulce y lo más terrible, creo. No te cases, pues, Augusto; no te cases, si quieres gozar de la ilusión de una juventud eterna.

(Niebla, cap. XXII, 1914)

El padrino Antonio

¿Qué drama íntimo de amor había vivido Antonio en su mocedad? No aludía a ello nunca aquel cincuentón casamentero que, mientras aconsejaba a los muchachos y muchachas que se casaran, repetía que él, por su parte, no había sido hecho por Dios para casado. «Nací demasiado tarde», era su explicación a su estado. Sólo un par de veces le oyeron decir, para mayor esclarecimiento: «Si hubiese nacido diez años antes...». «Tendría usted ahora sesenta», le replicó uno, y él: «¡Ah, sí, pero... los tendría!».

En cambio, teorizando se clareaba más, como sucede. «La materia trágica, la tragedia real, dolida, sale de las entrañas del tiempo —decía-, es el tiempo mismo. El tiempo es lo trágico. Pero lo eternizamos por el arte, destruimos el tiempo y tenemos la tragedia contemplada y gozada. Si cupiera repetir aquel dolor, aquel mismo y no otro, aquel dolor de aquel minuto y repetirlo a voluntad, haríase el más puro placer. El tiempo que pasa y no vuelve es la tragedia. ¡Toda la tragedia dolida es llegar o antes o después del momento del sino!».

—Las grandes tragedias de amor —decía otra vez— ocurren cuando coincidiendo el lugar y el tiempo alguna otra piedra de escándalo se interpone entre los amantes. Dios hizo nacer a Romeo y Julieta, a Diego e Isabel, a Pablo y Francisca, uno para otra, siendo así que de ordinario aquéllos que se completan mueren sin haberse conocido o por tiempo o por espacio; pero los hombres interpusieron entre ellos sus diabólicas invenciones.

—¿Y cuando los dos que se completan —le dijeron— nacen a tiempo y en lugar de coincidir y se conocen y se aman y se unen sin obstáculos?

—Eso es lo más terrible —contestó-, por ser lo menos trágico. Llevan la vida más oscura y en el fondo la más abyecta. Enfangados en dicha animal, en un hábito temporal, sin eternidad y, por lo tanto, sin pureza alguna, crían, como criarían las bestias, una prole. Y conocen el más terrible desengaño. ¡Desengáñense ustedes, lo trágico es el tiempo!

Antonio solía irse solo, de tiempo en tiempo, a un iglesiuca perdida en los arrabales a pasarse largos ratos delante del altar de una Piedad, bebiendo con los ojos las lágrimas de aquella cara macilenta y lustrosa. Iluminábala una lámpara temblorosa de aceite y las sombras proyectadas desde abajo le daban una expresión de más misteriosa angustia. Era como cuando el dulce resplandor de un hogar que arde en el suelo alumbra la cara de una mujer que prepara el alimento para su hombre.

Antonio cultivaba el trato de los jóvenes a quienes impulsaba al trabajo y al matrimonio, jactándose de haber preparado más de uno de estos. Interesábase por las parejas de enamorados conocidos y cuando sabía que al fin se cumplieron los deseos de ellos sentía una honda sensación, una sensación trágica, diciéndose: «¡Al fin!». Y aquella noche le acometía una ligera fiebre en su fría cama de solterón.

Por el tiempo de ir a cumplir sus cincuenta años toda su pasión de solitario se concentraba en Pidita, su ahijada, hija de un antiguo amigo suyo y de aquella Piedad, la madre, ambos mayores que él y muertos ya ambos. Cuando Pidita, la huérfana, le tuteaba, llamándole a cada momento padrino y otras veces padrino Antonio, aquel tuteo érale como miel derretida en los oídos del alma.

Por entonces conoció a Enrique, un mozo cariñoso y despierto, aunque algo atolondrado, que le ganó el corazón. «Hay que hacerle a este chico», se decía. Y Enrique se dejaba guiar. Observando la inquietud flotante del muchacho, se decía Antonio: «Anclará esa inquietud cuando encuentre su media naranja». Y se propuso darle a conocer a Pidita. ¿Pero por qué Enrique, a pesar de los requerimientos de su mentor, se resistía a conocer a la ahijada de éste?

—Mire usted, don Antonio, que voy a caer...

—Mejor, hombre, así parará usted de una vez. El que cae ya no se agita de ese modo.

Por fin se conocieron y el efecto fue tan súbito como profundo. El mismo Antonio se asustó de ello. «Aquí —se dijo-, o tenemos tragedia como la de Teruel, o un caso de terrible y abyecta dicha animal para mañana». Y ya no solía decir como antaño que había nacido demasiado tarde, sino que fue demasiado temprano. «Ah, si hubiese nacido siquiera diez años después...», dijo una vez. Y al contestarle: «No tendría usted ahora más que cuarenta», replicó: Sí, pero los tendría, porque no los he tenido nunca; me han tenido ellos a mí».

—Ay, padrino —le decía Pidita-, cuánto te quiero por haberme traído a Enrique. ¡Qué contenta estoy! ¡Me voy a morir de contento!

—No, hija mía, no; no se debe morir de nada y menos de contento.

—Sí, sí, padrino, te lo debo todo.

Y le besaba mientras Antonio temblaba. Y dormía febril, con agitados sueños.

—¿Y Pidita? —le preguntó a Enrique.

—Ay, don Antonio, Dios le perdone lo que ha hecho al llevarme a ese ángel, pero va a ser mi perdición, mi ángel malo...

—¿Tragedia tenemos?

—Quién sabe...

—Bueno, bueno, eso lo dices para darte importancia —le tuteaba ya.

—¡Darme yo importancia, don Antonio! ¡Ojalá la tuviese! Ojalá pudiese llevar a Pidita conmigo al cielo, que es donde debía estar...

—¡Ay, ay, ay! ¡Trascendencias! ¡Sacarla del espacio! Sólo falta que quieras sacarla del tiempo, eternizarla.

—Si pudiese...

—¡Bah, bah! Si yo tuviese siquiera diez años menos me ponía a hacerte la competencia...

—Para...

—Para curarte de esas cosas...

—Yo me tengo que confesar un día con usted, don Antonio...

—Cuando quieras, pues para eso siempre hay tiempo.

—¿Siempre?

—Tienes razón. También ahí entra la tragedia. Puede uno confesarse antes de tiempo o después de él.

«A este chico le pasa algo grave y hondo», se dijo Antonio al separarse de él.

—¿Qué es de Enrique, padrino —le preguntó al siguiente día Pidita-, que en todo el día no le he visto? ¿Qué le pasa?

—Sí, sí le he encontrado muy preocupado...

—¡Nos amaga alguna gran desgracia, padrino, pero muy grande!— y se echó a llorar.

—No será tanto, chiquilla...

—¡Muy grande, padrino, muy grande... pero muy grande!

Y la desgracia vino. A los cuatro días Enrique se quitó la vida de un tiro dejando escrita una carta para Antonio. En ella le pedía perdón y le perdonaba.

Le perdonaba por haberle llevado a Pidita cuando ya estaba en amores y comprometido con otra. Y ahora era Pidita la que quedaba comprometida, gravemente comprometida. ¿Qué iba a hacer él? ¿Cómo resolver aquel conflicto? «Ya que no puedo partirme entre las dos a que pertenezco, pues soy de las dos y las dos son mías, me quito de en medio». «¡La tragedia!», se dijo Antonio. Y luego: «¡Ah, si yo hubiese nacido o diez años antes o diez años después... maldito tiempo!».

Cuando Antonio se presentó ante Pidita, ésta se le echó al cuello sollozando. Daba congoja verla. En un momento de respiro el padrino recordó a la Piedad eternizada en el altar, y sintió remozarse.

—Ay, padrino, sálveme... máteme... Estoy comprometida... me deja comprometida...

—Lo sé... lo sé...

—Pero comprometida, comprendes, ¡comprometida...!

—Sí, sí, lo comprendo... lo sé...

Antonio temblaba febrilmente; faltábale el suelo. Y sostenía a la pobre Pidita a punto de desmayarse.

—¿Qué hago padrino, qué hago? Yo me mato. Voy a matarme sobre la tumba de Enrique... ¡no puedo más!

—¡No, no! Ésas son cosas que has leído en los papeles. Si no hubiera papeles, no habría suicidios de esos. ¡No, no!

—¿Pero qué hago, padrino, qué hago? Me moriré de vergüenza si no me mato; me moriré de vergüenza. Estoy comprometida, ¿lo oyes? ¿Cómo voy a poder vivir así?

—¡Pues... casándote conmigo! —dijo con voz fantasmática Antonio.

Estaba blanco de cera y frío. «¿Cómo he podido decir esto?», se dijo. Y al oírlo Pidita se apartó de él, le miró de cabeza a pies, y tembló.

—Sí, es la única solución posible al problema; no veo otra —pronunció Antonio, como quien habla desde otro mundo, desde un mundo teórico.

Volviole a la realidad un largo beso húmedo, candente y prieto, y no ya en la mano.

—Veo que te enseñó a vivir antes de quitarse la vida —dijo Antonio.

—Y yo veo —le contestó con toda su voz Pidita— que es a ti, padrino, a ti y no a él a quien yo quería. ¡Te lo juro por mi madre!

—¡Piedad, Pidita, piedad! —y el padrino Antonio rompió a llorar como un niño.

Al día siguiente llevó a su ahijada y ya novia a aquella iglesiuca perdida en los arrabales e hizo que allí, delante de la Piedad de cara macilenta y lustrosa, mezclase con él un avemaría.

—Te juro por ella, Pidita —le dijo-, que te he de hacer feliz en lo que de mí dependa, ya que yo te llevé a la desgracia. ¡Sólo siento no tener diez años menos!

—¿Para qué, padrino, para qué? Antes solías decir que debías haber nacido diez años antes...

—¡Diez años antes! —suspiró Antonio mirando a la imagen-. ¡Entonces no sé qué habría sido de ti!

—¡Antonio!

Y se abrazaron allí, en la iglesia, ante la mirada eterna y llorosa de la trágica Piedad del arte.

—Ya conozco tu tragedia, Antonio —le decía Pidita al salir del templo y apoyándose fuertemente en su brazo.

—Te lo ha enseñado...

—El amor, padrino.

—No, sino la maternidad, ahijada.

—No hablemos de eso...

—¿Y por qué no? Sí, de eso tenemos que hablar. Tu padrino es ya padre.

—Eres un santo, padrino, un santo, y habrá que ponerte un día en un altar, como está mi madre... al lado suyo...

Pidita sintió temblar el brazo en que se apoyaba y luego se oyó la voz fantasmática que le decía:

—¿Pues no estoy al lado tuyo, sosteniéndote?

Y después de una larga pausa:

—Eres como ella, Pidita, lo mismo que ella. Me parece verla hace treinta años, cuando yo debía haber tenido treinta.

—¡Entonces tendrías hoy sesenta!

—Y hoy debía tener para ti diez menos, ¡siquiera diez menos de los que tengo!

—¿Y para qué, Antonio, para qué? No te quiero más joven.

—Ay, Pidita, a este mundo se viene siempre o antes o después de lo debido. Y con tal que uno no se vaya de él ni antes ni después de lo debido...

—¡Cállate!

—Tienes razón.

Muy poco después se casaron y en el altar aquel de la Piedad. A los seis meses tuvieron su primer hijo, el del suicida. Luego les vino otro que se les murió en seguida y como para que no se repartiera entre los dos el amor de los padres. Y fue la tragedia cimiento de un amor hondo y robusto y el amor cimiento de un hogar cerrado. El hijo de Enrique adoró a su padre, al padrino Antonio, y éste no vivió más que para su hijo y la madre.

—Cada vez me convenzo más de que era a ti a quien yo quería entonces, Antonio —solía decirle su mujer.

—Es la tragedia del tiempo, hija mía, es la tragedia del tiempo.

—¡Siempre andas con eso!

—¡Pero la hemos vencido, Pidita, la hemos eternizado! Este nuestro Enrique —así le habían llamado al hijo a deseo y casi imposición de Antonio— es algo más que un hijo como los otros; es una obra de espíritu. ¡Es mi hijo!

—¿Y quién lo duda, padrino?

—¡No, nadie; ni tú ni yo! Yo te lo di.

—¡Sí, tú me lo diste!

De tiempo en tiempo visitaban marido y mujer a la macilenta y lustrosa piedad de la iglesiuca del arrabal y allí mezclaban, con sus almas, sus avemarías.

(Madrid, 8-XII-1915)

Los hijos espirituales

¡Con qué mezcla de amargor y de dulzura recordaba Federico los comienzos de su vida de escritor, cuando vivía con su madre, los dos solos! ¡Pobre madre! ¡Con qué emoción, con qué fe seguía la carrera literaria de su hijo! Tenía en el triunfo de éste mucha más confianza que él mismo. «Llegarás, hijo, llegarás», le decía empleando ese término de la jerga literatesca. Y le rodeaba de toda clase de prevenciones y cariños.

El trabajo de Federico era sagrado para su madre. Las criadas tenían que andar con zapatillas o alpargatas y hasta de puntillas. A una que le dijo no haber llevado más que zapatos, la obligó a andar descalza hasta adquirir calzado silencioso. No les permitía berrear las cancioncillas en moda. «¡Está trabajando el señorito!». Tal era la consigna del silencio. No permitía que entrase nadie sino ella en el despacho de Federico a arreglarle los papeles. Arreglo que consistía en dejárselos exactamente donde estaban y como estaban. Ni que antes de limpiar la mesa de trabajo hubiese señalado, como quien acota, la posición de cada libro, de cada cuartilla, de cada objeto. No, las criadas no podían entrar allí, las criadas tienen la monomanía de la simetría, y por querer arreglarlo todo lo desarreglan.

¡Qué tiempos aquellos en que Federico vivía solo con su madre! Después se casó con Eulalia, bien que no a gusto de aquélla. «Pero si es un ángel, madre» —le decía él. «Sí, hijo, sí, todas las novias son ángeles, pero ya verás cuando tenga que quitarse las alas en casa... Porque con alas no se puede andar por casa, ni se cabe por la puerta de la alcoba, ni es posible acostarse con ellas... estorban mucho en la cama. No se sabe dónde ponerlas. Los ángeles, como los pájaros, vuelan o se están de pie, pero no se acuestan». Y así fue, que no aparecieron las alas del ángel en el hogar.

Al principio Eulalia fue una mujercita discreta y tímida, como en espera de algo y en constante actitud de espionaje. Un íntimo espionaje doméstico. «Te está estudiando, hijo mío», le decía a Federico su madre. Y otras veces: «Está buscando tu flaco, porque no piensa sino en dominarte». Y Eulalia, en efecto, no hacía sino escudriñarlo y avizorarlo todo y como si para algo se preparase. «Madre —le dijo una vez Federico a la suya-, parece en espera de algo». «Claro, hijo mío, claro; es natural —le contestó ella-, está en espera del hijo». Federico se quedó pensativo. Con aquello de su trabajo literario, con sus ansias de gloria y renombre, no había pensado que su mujer viviese de aquella espera.

Seguía la madre entrando en el despacho a arreglar los papeles de su hijo. La mujer apenas pisaba aquel cuarto de estudio y de trabajo; parecía tenerle aborrecimiento. Y rehuía de las aficiones y de la vocación literaria de su marido. Jamás le vieron leer ninguno de los escritos de Federico, aunque leyese otras cosas, sobre todo novelas de matar el tiempo de espera. Una vez que le oyó a su suegra que le decía a su hijo: «¡Llegarás, hijo mío, llegarás!», preguntó la mujercita con displicencia: «Llegar... ¿a dónde?». Y cuando se lo explicó la madre, hizo un mohín de desdén y agregó: «A donde hay que llegar es a otra parte... Total, para lo que todo eso vale...».

Pasaron los días y los meses, y la mujercita se iba poniendo más huraña y más recelosa. Se le habían caído del todo las alas y pisaba fuerte; a las veces parecía patear el suelo. Hasta que un día estalló. Y fue que estando la madre en el despacho de su hijo, arreglándole los papeles, quitándole el polvo con la recogida devoción con que sé limpia el altar de un templo, entró Eulalia y de repente, como en un acceso, le dijo: «¡Deje eso, madre!». «Pero, hija...». «¡Yo lo arreglaré!». Y tomando unas cuartillas escritas que había sobre el pupitre, las rasgó diciendo: «Así, así; para lo que valen...». La madre estuvo al pronto por lanzarse sobre su nuera y arrebatarle de las manos los sagrados papelillos, mas luego se contuvo, la miró con lástima, y asomándole a los ojos las lágrimas, le dijo: «Vamos, sí, Eulalia, que tienes celos». «¿De quién? ¿De usted?». «De mí no, hija mía, de mí no... de la literatura, de la vocación de tu marido». «¿Celos? Celos... ¡no! Que escriba lo que quiera, pero...». «Pero, ¿qué, hija, qué?». «¡Nada!». Y se separaron.

Y seguían corriendo los meses, y habían pasado ya tres años que Federico y Eulalia se casaran. Y la pobre madre observaba que se cernía sobre la casa una muerte; algo peor que una muerte, pues ésta supone que se ha nacido. Eulalia se pasaba las horas muertas encerrada en su alcoba y Federico en su despacho, leyendo y escribiendo como un desesperado. Una vez que por descuido madre e hijo, en la mesa, hablaron de literatura —se llegó al convenio tácito de no hablar de ella, ni casi de otra cosa-, la mujercita estalló, diciendo: «¿Y para qué escribes, si con las rentas que tenemos nos sobra para los tres?». Madre e hijo se miraron acongojados: «¡Para los tres nos sobra! —añadió ella con recogida furia y como silbando-. ¡Nos sobra para los tres!». Y como los otros dos se callaran, agregó: «¡Ahora para los tres... muy pronto para los dos!». «¿Quieres matarme, hija?» —preguntó la suegra. «No; pero a su edad y con los achaques se morirá usted pronto, y quedaremos los dos solos, ¡sólo los dos! ¡Y para eso no vale la literatura!

Desde aquel día los achaques de la pobre madre se recrudecieron y murió a los pocos meses. «Ahora escribe una elegía a la muerte de tu madre —le dijo Eulalia a su marido-, ya que no puedes escribir una oda triunfante al natalicio de tu primer hijo». Federico hundió la cabeza sobre el pecho y rompió a llorar. Es que había oído, de voz viva de su mujer, el secreto que ya había adivinado. «Tú crees —agregó ella— que no leo tus cosas... Pues bien, he leído algunas y he visto que a esos poemas, a esos cuentos, a esas fantasías, a todas esas necedades que se lleva el viento, las llamas tus hijos... espirituales. ¡Espirituales! ¡Espirituales! ¿Y qué es eso del espíritu? ¿Crees que voy yo a vivir de espíritu?».

Y estalló la guerra, una guerra terrible. Federico tenía que ir a estudiar y a escribir fuera de su casa, porque su mujer perseguía con saña todo lo que fuese escritura suya. Le rompía los manuscritos y las cuartillas y hasta las cartas que recibía. «Mejor si te quedases tonto —le dijo una vez, agregando-, con tal de que...». «¿Qué» —preguntó él. Y ella se limitó a añadir: «Con que espirituales, ¿eh? Espirituales... ¡Buen espíritu nos dé Dios!».

La mujercita, convertida ya en una diablesa, perseguía a su marido por dondequiera. Una vez se atrevió a ir a buscarle a la redacción de un periódico y al encontrarle escribiendo le pidió las cuartillas, y allí, delante de los otros redactores, se las hizo añicos diciendo: «Es lo que hay que hacer con los hijos... espirituales». Federico lloraba. Y acabó por encerrarse en casa, a no escribir, a no leer, a hacer penitencia, a constituirse prisionero de su mujer. A la que empezaban a brotar alas, pero alas de diablesa. Y él, a todas horas, temblaba creyendo oír el zumbar de aquellas alas negras en el silencio.

Un día apareció Eulalia trayendo una gran muñeca, una pepona que había comprado. La acariciaba y besaba como una loca. Se la presentó a su marido y le chilló: «¡Anda, hombre, bésala, bésala!». Federico se quedó lívido; sentía que las alas negras de la diablesa le abanicaban la frente helada, y tembló: «¡Bésala, te he dicho, bésala!». El pobre hombre, aterrado, puso sus labios secos y fríos en aquella carita de porcelana. «Así, hombre, así; es mi hija... ¡espiritual! Me ha costado diez duros... No es cara, ¿eh?». Y como él callase, ella agregó: «¿Te parece cara?». «¡No!» —dijo el pobre. «Pues bien —continuó la mujercita, estremeciéndosele las invisibles alas negras-, ahora puedes escribir y dedicaremos lo que ganes con la pluma a comprar hijos de estos, ¡también espirituales!». Federico fue aquella tarde a visitar la tumba de su madre y a pensar allí en el suicidio. Pero una voz silenciosa que salía de bajo tierra le dijo: «¡Aguarda y sufre hijo mío, que ya llegarás!».

Cuando volvió a su casa su mujer le llevó al despacho, y allí, en uno de los estantes de la librería, le enseñó la muñeca acostada en una camita. «¿Y los libros que aquí había? —preguntó como alelado Federico, y comprendiendo que la pregunta era una inocentada de sainete en aquel lúgubre drama. «¿Los libros? —dijo ella— ¿Los libros? Pero habla bajito, que no se despierte... Los he echado a la calle, y no les he dado fuego porque el humo habría de molestar a la pobrecilla... no la despiertes...».

A los quince días volvió a entrar en casa la mujercita con otro muñeco. «Mira, Federico, mira qué pronto ha venido otro... no ha hecho falta diez meses; ha bastado con quince días. Y eso que tú no has querido escribir nada en este tiempo. Y debes escribir, sí, debes escribir, hay que hacerles ropita, hay que cuidarles... Gracias que nada gastarán en escuela... Aunque, ¿quién sabe? ¿A éste qué le haremos? ¿Qué será? ¿Llegará? ¿Crees tú que llegará? ¡Vamos, dale un beso!». El pobre esclavo besó al nuevo muñeco. Y la mujercita arrojó a la calle otros cuantos libros para instalar la cunita de su nuevo hijo espiritual. Es como les llamaba. Y cada mañana, al levantarse, y cada noche, le obligaba a su marido a besar a los muñecos. «Son mis hijos... espirituales», le decía. Y llegó a más, y es a acostar un día a uno de ellos entre ella y su marido. Pasó éste la noche toda en una fiebre de locura, delirando. Y a la mañana le dijo su mujer: «Te has pasado la noche llamando a tu madre... Es decir, supongo que sería a ella, porque decías: ¡madre! ¡madre! ¡Ya mí no podías referirte!... Aunque sí, yo soy madre, madre espiritual de mis muñecos, como tú padre espiritual de tus escritos». Y se echó a reír exclamando: «¡Padre espiritual! ¡Padre espiritual!». Y en adelante le llamaba así: el padre espiritual.

Y un día estalló la tragedia y dieron marido y mujer un terrible espectáculo. Y fue que él entró en el despacho y empezó a coger muñecos —había ya varios— y a echarlos por el balcón a la calle, mientras ella, furiosa, echaba a la calle libros y más libros. Y cuando no quedó en el despacho nada, y los vecinos, alarmados, acudían, dijo la mujercita con terrible calma: «Así, así, ni unos ni otros; ni los tuyos ni los míos. Y ahora hagamos las paces y vamos a rezar juntos junto al sepulcro de tu madre, que ya llegaremos, Federico, ¡ya llegaremos!». Federico huyó de su casa. Y vino la separación, y desde entonces vaga solo por el mundo, sin querer leer nada, sin escribir una letra, odiando toda literatura. Y ella se encerró donde no viera un niño.

La fama

Una visita al viejo poeta

En el nutrido sosiego que venía a posarse plácido desde el cielo radiante, iba a fundirse la resignada calma que de su seno exhalaba la vieja ciudad, dormida en perezosa siesta. Me sumí en las desiertas callejuelas que a la Colegiata ciñen, y en una de ellas, donde me habían dicho que habitaba el viejo poeta, de tan largo tiempo enmudecido, di a la aldaba del portalón, que lo era de la única casa de la calleja. Resonó el aldabonazo, quebrando el soñoliento silencio en los muros que formaban la calleja, flanqueada, como un foso, de un lado por el tapial de la huerta de un convento, y por agrietadas paredes del otro.

Me pasaron, y al cruzar un pequeño jardincillo emparedado, uno de esos mustios jardines enjaulados en el centro de las poblaciones, vi a un anciano regando una maceta. Se me acercó. Era su conocidísima figura.

—Ahora mismo subo —me dijo.

—No; prefiero hacerle aquí la visita; ¿qué más da?

—Como usted quiera... Rosa, baja unas sillas.

Desprendíase una calmosa melancolía de aquel pedazo de naturaleza encerrada entre las tapias de abigarradas viviendas. Dos o tres arbolillos se alzaban al arrimo de ellas, en busca de sol, y en ellos se refugiaban los pájaros. En un rincón, junto a un pozo, sombreaba a un banco de piedra una higuera. La casa tenía un corredor de solana, con balaustrada de madera, que miraba al jardincillo. El vertedero de la cocina servía para regar la higuera. Y todo ello parecía ruinas de naturaleza abrazadas a ruinas de humana vivienda.

Allí encima se alzaba la airosa torre de la Colegiata, a la que doraba el sol con sus rayos, muy inclinados ya la torre severa, que contribuía a dar al pedazo de cielo desde allí visible su anguloso perfil. Unas gallinas picoteaban el suelo.

—Es mi retiro y mi consuelo —me dijo.

—Yo creí que preferiría usted el campo verdadero..., el aire libre...

—No. Voy a él de cuando en cuando, muy de tarde en tarde; pero es para volver al punto a encerrarme en esta jaula, con estos mis arbolillos presos, a la vista de esa torre, en este bosquecillo enjaulado, que me parece un enfermo cachorro de selva que, cautivo y nostálgico, me lame el alma y a mis pies se tiende humilde. Aquí no les sacuden tormentas ni el vendaval los agita; aquí crecen al arrimo de estas tapias. Mire la higuera, mi higuera doméstica; ¡qué lozana! Me recoge el sol y en dulzura me lo guarda. Al través de su verdura contemplo la dorada torre, árbol frondoso también del arte, con su exuberante follaje arquitectónico. ¡Si oyese usted cómo resuena entre estas viejas tapias el son pausado de sus campanas! Cuando sus vibraciones se dilatan derritiéndose en el sereno ambiente, parecen bañarse en el eco derretido estos mis pobres arbolillos... Esta casa me recuerda la de mi niñez, a la que ha arrasado el inevitable progreso. Tenía un jardincillo así. Aquí me baño el alma en mis recuerdos infantiles; reanudo mi dulce vigilia después de años de sueño...

—¿Y no ha sentido usted nunca pruritos de salir, de volver al mundo...; no le ha tentado la gloria?

—¿Qué gloria? —me preguntó con dulzura.

—¡La gloria!...

—¡Ah, sí, la gloria! Dispénseme, me olvidaba de que hablo con un joven literato.

Se levantó para quitar una oruga de uno de los arbolillos, miró un rato a la erguida torre, dorada por el sol poniente, y prosiguió:

—¿Cree usted acaso que cuando ha finado, derretido en la serena calma del ámbito, el eco de esas lenguas de bronce, no vive aún en el silencio su dulce ritmo muerto? Si, posa en el mar del silencio, en su eterno lecho, donde descansan las voces y los cantos todos que han sido, y donde esperan tal vez la suprema evocación que haya de resucitarlos para entonar la gloriosa sinfonía eterna. Cantan en el silencio...

Yo, más que le oía, contemplaba su hermosa cabeza de vidente.

—Sí —continuó-, mi nombre va olvidándose; casi nadie lo cita ya; pero es ahora, en que se olvida mi nombre, cuando obra acaso mi espíritu, difundido en el de mi pueblo, más viva y eficazmente. Prodúcese un pensador o un artista, y mientras su obra no posa en el alma de su pueblo, mientras le es extraña a éste y en él choca, necesita llevar el nombre de su padre. Mas cuando se hace nuestro pensar, pensar de los que nos rodean, cuando nuestro sentir se aúna al sentir de nuestro pueblo, haciéndolo más complejo, cuando nuestra voz se acuerda al coro enriqueciendo la común sinfonía..., entonces nuestro nombre se hunde poco a poco. Nuestras ideas lo son ya de todos; el busto de nuestra moneda se ha borrado, y con él la leyenda, y la moneda corre porque es de oro de ley. Cuando menos se habla de un escritor, suele ser muchas veces cuando más influye.

—Tal vez... —empecé, y él, sin oírme, continuó:

—¡Mi nombre! ¿Para qué he de sacrificar mi alma a mi nombre? ¿Prolongarlo en el ruido de la fama? ¡No! Lo que quiero es asentar en el silencio de la eternidad mi alma. Porque, fíjese, joven, en que muchos sacrifican el alma al nombre, la realidad a la sombra. No, no quiero que mi personalidad, eso que llaman personalidad los literatos, ahogue a mi persona (y al decirlo se tocaba el pecho). Yo, yo, yo, este yo concreto que alienta, que sufre, que goza, que vive; este yo intrasmisible..., no quiero sacrificarlo a la idea que de mí mismo tengo, a mí mismo convertido en ideal abstracto, a ese yo cerebral que nos esclaviza...

—Es que el yo que usted llama concreto...

—Es el único verdadero; el otro es una sombra, es el reflejo que de nosotros mismos nos devuelve el mundo que nos rodea por sus mil espejos..., nuestros semejantes. ¿Ha pensado usted alguna vez, joven, en la tremenda batalla entre nuestro íntimo ser, el que de las profundas entrañas nos arranca, el que nos entona el canto de pureza de la niñez lejana, y ese otro ser advenedizo y sobrepuesto que no es más que la idea que de nosotros los demás se forman, idea que se nos impone y al fin nos ahoga?

—Alguien llamaría egoísmo a eso... —me atreví a insinuarle de prisa, antes de que, arrepentido, recogiese mis palabras.

—¿Egoísmo? —me contestó con calma-. ¡Oh, sí; ahora han inventado eso del altruismo! ¡Altruismo! Eso sí que es inmoral e inhumano; sacrificar a mi idea, porque no es más que a una idea a lo que se sacrifica; sacrificar a mi idea, a la mía, entiéndalo, a todos mis prójimos, incluso a mí mismo, mi primer prójimo, el más prójimo o próximo a mí.

Pareció hundirse en algún recuerdo remoto de esos de fuera del tiempo, y prosiguió:

—No quiero devorar a otros; ¡que me devoren ellos! ¡Qué hermoso es ser víctima! ¡Darse en pasto espiritual..., ser consumido..., diluirse en las almas ajenas! Así resucitaremos un día cuando se unan todas, y sea Dios en todos, como san Pablo dice...

No daba ya la luz más que en la cresta de la torre; parecían espesarse la calma y el silencio, interrumpidos tan sólo por algún vencejo que cruzaba chillando el anguloso cacho de cielo del jardinillo enjaulado.

—¡Mire usted; mire usted al gato cómo trepa por ese arbolillo a la ventana de la cocina! Arriba caza ratones; aquí, entre los árboles, pajarillos. Y me entretiene mucho. ¡Qué vida!, dirá usted. ¡Aquí, con sus arbolillos, su higuera triste, su concierto de pájaros, su gato, sus gallinas, sus flores..., regando sus recuerdos y cultivando su tristeza!... Después de aquel triste suceso que usted conoce, me retiré al campo a bañar mi enfermo espíritu en su quietud sedante. Iba a curarme a la vez de los estragos del urbanismo, de esa corea espiritual en que nos hunde la diaria descarga de impresiones de la ciudad. Allí, en el campo, supe lo que es dormir, y el que no sabe dormir no vive. En la ciudad, miradas, vaho de ansiosos alientos, de impuros deseos, de rencores, sonrisas equívocas, saludos, retardos, paradas..., ¡todo nos electriza! Es una serie continua de insignificantes punzadas, de cosquilleos imperceptibles, que nos galvanizan la vida y al fin nos rinden. Y fui a recibir el gran baño, la inmersión en aire libre, en luz libre, en libre calma, en el remanso de las horas tranquilas. Y allí a pensar rítmicamente, con calma, con todo el cuerpo y con el alma toda, no con el cerebro tan sólo, asiento de lo que ustedes llaman personalidad.

Interrumpiole la voz sonora de la campana de la Colegiata, que tocaba a la oración de la tarde. Miró a sus arbolillos, que parecían escucharle, y calló un rato. Respeté su silencio. Y luego, con calma, dijo:

—Del campo vine a este asilo. He renunciado a aquel yo ficticio y abstracto que me sumía en la soledad de mi propio vacío. Busqué a Dios a través de él; pero como ese mi yo era una idea abstracta, un yo frío y difuso, de rechazo, jamás di con más Dios que con su proyección al infinito, con una niebla fría y difusa también: con un Dios lógico, mudo, ciego y sordo. Pero he vuelto a mí mismo, al pobre mortal que sufre y espera, que goza y cree, a aquel a quien despiertan los sobresaltos del corazón enfermo, y aquí, en este pobre jardinillo, junto a estos mustios y silenciosos amigos, me dedico a la más honda filosofía, que consiste en repensar los viejos lugares comunes. Medito las palabras de la señora Paula, una buena vecina, inagotable en las tan conocidas reflexiones del vulgo acerca de la caducidad de la dicha y de la necesidad de la resignación. Y otras veces, a la sombra de esa higuera, armonioso órgano de pardales y becafigos, leo el Evangelio. Y en él se me muestra el Hijo del Hombre, el hombre mismo, palpable, concreto, vivo, y por Cristo, con quien hablo, subo a su Padre, sin argumentos de lógica, por escala cordial...

—¡Qué vida! —murmuré.

Y él, que me lo oyó:

—Sí —dijo-, ya sé que ustedes disertan mucho acerca de la vida, y dicen que hay que amarla; pero la tienen de querida y no de esposa. ¡La vida! ¡En ella me he enterrado, he muerto en vida en ella misma! ¡Hay que vivir! ¿Y para qué?... Esto es, ¿para qué?... ¿Para qué todo?, dígamelo. ¿Para qué?... ¿Para qué? No quiero inmolar mi alma en el nefando altar de mi fama; ¿para qué?

Cuando salí, de noche ya, parecía que al son de mis pisadas, que retumbaban en el tenebroso silencio de la solitaria calleja, vagaba por ella con quebrado vuelo, cual invisible murciélago, esta pregunta: ¿Para qué?

(La Ilustración Española y Americana, Madrid, 8-IX-1899)

Don Martín, o de la gloria

¡Pobre D. Martín! Jamás olvidaré la última conversación que con él tuve. ¡Pobre D. Martín, el antiguo y glorioso escritor, clásico ya en vida! Y este es su testamento: asistir a su propia inmortalización. Se mira en su fantasma y tiembla; su nombre inmortalizado le sume en desaliento.

¡Pobre D. Martín! ¡Qué triste caso el suyo! Está el pobre hecho todo un mortal, todo un miserable mortal, así en lo bueno como en lo malo.

La idea de que su nombre durará acaso siglos le hace considerar con mayor amargura la muerte, que no puede estar lejos.

Había oído hablar de las tristezas de don Martín, del pesar con que echa de menos sus tiempos de resonancia, de su hipocondría, y hasta me habían asegurado que ofrecía síntomas premonitorios de delirio de las persecuciones. Y lo que he podido barruntar en él es que, a semejanza de Calipso, en su dolor por no promover ya aquel ruido que antaño metía en nuestra patria, no puede consolarse de ser inmortal. Ha descendido al fondo de la memoria de sus compatriotas, y quisiera estar a flor de ella.

Porque D. Martín, ¿quién lo duda?, ha entrado ya entre nuestros inmortales, es un clásico de nuestra literatura. Y es el pesar que el pobre hombre siente, sin darse de ello clara cuenta; es que la mortalidad se le escapa. Está visto que no somos más que un poco de barro soplado.

Hubo un tiempo en que la publicación de un libro de don Martín era un acontecimiento patrio, arrebataba el público de manos de los libreros en pocos días copiosas tiradas de él, discutíanse sus doctrinas, poníasele en los cuernos de la luna o por debajo de las piedras, y el hombre gozaba y sufría a un tiempo, oscilaba entre esperanzas sin medida y desesperaciones sin fondo, soñaba con la gloria arrullado por los aplausos. Hoy tiene ya la gloria, pero no la oye; hoy sus libros gotean de las oficinas de los libreros, uno a uno, lentamente, en venta regularizada ya, como de autor clásico, gotean como lluvia dulce y continua, y el pobre D. Martín, que no la siente, suspira por los días en que desataba chaparrones sobre el público. Porque entonces leía lo que de él y sus obras se escribía, y oía los aplausos y las alabanzas, mientras que ahora no oye cómo se precipita el latir de los corazones de los mozos cuando al trasponer su bachillerato cogen en mano las obras clásicas de don Martín. Hoy que ha vencido suspira por la batalla. La gloria vale poco, lo hermoso es el esfuerzo por lograrla.

—No se acuerdan de mí —me decía con lágrimas en los ojos-; ya no se habla de mis obras...

—Tampoco se habla de las coplas de Jorge Manrique —le dije-, ni se comenta en los cafés los dramas de nuestro antiguo teatro... Y usted, don Martín, es ya un antiguo.

—Un antiguo..., un antiguo... No, no, la juventud no me quiere...

—¿Es que quiere usted que estén hablando de usted de continuo, y que se aprendan de memoria sus obras y las vayan por ahí recitando...?

—¡Oh, no, no!, no es eso; pero...

—Mire usted, hace poco releí El fantasma del bosque...

—¡El fantasma del bosque! —me interrumpió vivamente-; no me recuerde eso, no me lo recuerde..., no lo resisto. He intentado volver a leerlo varias veces, y me ha sido imposible. Eso no lo hice yo, no pude hacerlo...

—Sin embargo, el público...

—Sí, el público es lo que prefiere entre mis obras. Es natural; es lo suyo; porque eso no lo hice yo, lo hizo mi público.

—Pues es la obra que ha de inmortalizarle —añadí con algo de aviesa intención.

—¿Inmortalizarme? Una noche me senté en un banco, junto a la estatua de uno de nuestro más grandes hombres, de un inmortal, y sentí que él era de bronce y de memoria, y yo de carne y de espíritu. Si no le miran y le conocen, ¿qué alma tiene?, es decir, ¿qué memoria reside en él? ¡Qué martirio más horrible, pensaba para mí mismo, qué martirio más horrible si condenase Dios a mi pobre alma a que encarnara en una estatua así y se estuviese presa ella, viendo pasar a los hombres a sus pies, casi todos indiferentes! Y me puse a pensar que una pena así me reservaría el Juez Supremo en castigo de mi loca sed de vanagloria.

—¿Pero y su memoria de usted en los corazones, que es más que en los cerebros, en los corazones de los que han de venir?

—¿Mi memoria? ¿Y qué es eso?

—Su fama de usted se ha hecho habitual, forman las concepciones que a usted debemos parte de la concepción general de nuestro pueblo, y por eso no necesitamos recordarle expresamente a cada paso. Usted es un hábito...

—Un hábito..., un hábito... Lo que se hace habitual se hace inconsciente... Mi espíritu se desparrama y difunde en el de mi pueblo, tal vez tenga usted razón, pero es perdiéndole yo. Yo no soy mío.

—¿Y el sobrevivir así?

—No, no sobreviviré yo..., sino mis obras. Mis obras me sobrevivirán...

—Es un consuelo perpetuarse en los hijos...

—¿Perpetuarse? ¡Cuánta vaciedad inspira la desilusión de vivir! Y diga usted, ¿yo no soy hijo? ¿No soy yo hijo mío?

Callose y en su actitud de pesadumbre adiviné que hacía de él presa la congoja de pensar que sus obras han de sobrevivirle, que ha traspasado a ellas su vida. Daría el pobre un poco de fe en la otra vida, en la ultraterrena, por todo cuanto de él han de decir los manuales de literatura del siglo XXX. De pronto levantó la abrumada cabeza y dijo:

—¡Oh, fe! ¡Santa fe la de aquellos que han dado al mundo obras anónimas! Ahí está la Imitación de Cristo, su autor no vendió su alma por su nombre. Es que creía en otra inmortalidad y trabajaba para la eternidad, no para la historia. Pero ahora estamos tristes porque sabemos que hay que morir..., que hay que morir de veras... ¡Qué hombres! Animales en su vida de austeridades, de heroísmos, de abnegaciones, de increíbles hazañas, o indecibles martirios, una sed inextinguible, loca de inmortalidad, ¡pero con fe! Hoy esa misma sed lanza a tantos y tantos en el camino de la gloria; pero como la que perseguimos no es más que sombra de inmortalidad, y en el fondo positivo engaño, todo nuestro heroísmo no es más que sombra de tal. Ya no caben héroes, las estatuas los ahogan. Para acabar en estatua y figura histórica no merece la pena de ser heroico.

—Pero, ¿y la satisfacción de haber cumplido con la vida? ¿Y el bien por el bien mismo? ¿La belleza por la misma belleza? ¿La verdad por la verdad? ¿La vida por la vida?

—Qué, ¿también usted me trae esas estúpidas monsergas? Estos muchachos se han propuesto libertar a los cuerpos de la gravitación. La belleza por la belleza misma es lo más feo que conozco; el bien por el bien lo más inmoral; la verdad por la verdad lo más ilógico. En cuanto veo un altruista me pongo en guardia; no quiero más que seres naturales. Si viese usted un peñasco cerniéndose sobre su cabeza, como un aerolito, como un meteoro, sin sostén, huiría usted, huiría usted más que de prisa hasta ponerse en salvo. Huya de igual modo de todo hombre sin egoísmo, porque si cae lo aplasta a usted. Y el egoísmo culmina en querer sobrevivir de verdad, en aspirar a ser inmortales de sustancia, y no de mentirijillas. Estos muchachos..., estos muchachos..., ahí está don Esteban Pobedaño, el autor de ese drama tan sonado que titulan La vida.

Calló. Pocas cosas le entristecen a don Martín tanto como el ver a los mozos trepar la escarpada montaña de la gloria. Nuevos aspirantes a entrar en el panteón —piensa-: ¡entre tantos nos tocará a menos! Y siente al pensarlo la tristeza que sienten no pocos justos al imaginarse que pueda no haber infierno. ¡Pobre don Martín, el inmortal condenado a muerte! ¡El clásico de la vida! ¡Pobrecito don Martín, que no ha comprendido que la gloria se da toda entera a cada uno y es mayor cuanto entre más se reparte! ¡Pobre don Martín, que ignora que cada nuevo dios que en el panteón ingresa refleja sobre los demás su gloria y la recibe reflejada de éstos! ¡Pobre don Martín, hecho de tierra y soplo, ya que no de bronce y noticia! ¡Pobre don Martín! ¡Qué bien le vendría la muerte, la muerte que le abriese la intuición de la verdad, o que por lo menos le cerrase la de la mentira y la ilusión! Pero jamás olvidaré una cosa terrible que le oí cierta noche, una cosa cuyo recuerdo me da escalofríos, una cosa que me hizo penetrar hasta el hondón de su fantástico espíritu.

—¿A que no sabe usted —me dijo— una de las cosas que más terrible me hacen la visión de la nada de ultratumba? Pues es el pensar que ni siquiera he de saber el secreto, si es que fuera ese; que si muero y no hay más allá nada, no he de tener el consuelo de saberlo; que en la nada no hay ni conciencia de ella... Morirse, morirse para no saber el secreto de la muerte..., entonces, ¿para qué morir? ¡Esto es terrible, joven! ¡No sólo no existir, fíjese, sino no saber que no se existe!...

«¡Qué embolismo! —me dije-, este hombre está loco perdido», y por el pronto no me di cuenta de todo el estado de conciencia que sus palabras revelaban; pero me sobrecogí instintivamente, como si hubiese tocado una visión impalpable, hecha de frío, un fantasma, un espíritu sapo.

Porque es el caso que siempre ha tenido don Martín para mí algo de lúgubremente fascinador, sobre todo desde aquel día en que me dijo, poniéndome su mano sobre el hombro y con una sonrisa amarga:

—Joven, intente usted una noche, estando acostado, concebirse como no existiendo, y verá usted, verá usted, qué hormigueo le da en el alma y cómo se cura de esa pestilente salud de los que no han llegado al hastío de haber vivido, de haber vivido, joven, no de vivir.

Cuando recuerdo estas y otras cosas del pobre don Martín, bórraseme todo afecto de caridad hacia él, y si fuese Juez Supremo le condenaría a prisión eterna en una estatua.

(Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 2-VII-1900)

Al pie de una encina

Era en un día de bochorno veraniego. Mi hombre se salió al campo, pero con un libro, y fue a tumbarse a la sombre de un árbol, de una encina, a descabezar una siesta, alternando con la lectura. Para hacer el papel de que se hace un libro hay que abatir un árbol y que no dé sombra. ¿Qué vale más, el libro, su lectura, o el árbol, la siesta a su sombra? ¿Libro y árbol? Problema de máximos y mínimos.

Empezó mi hombre, medio distraído, a leer —en el libro de papel, no en el de la naturaleza, no en el árbol-, cuando un violero, un mosquito, empezó a molestarle con su zumbido chillón, junto al oído. Se lo sacudió, pero el violero seguía violándole la atención de la lectura. Hasta que no tuvo otro remedio que apachurrarlo de un manotazo. Hecho lo cual volvió al libro; mas al volver la hoja se encontró con que en las dos que le seguían quedaba el cadáver, la momia mejor, de otro violero, de otro mosquito. ¿De cuándo? ¿De cuántos años hacía? Porque el libro era de una edición antigua, más que secular. ¿Cómo fue a refugiarse allí, a las páginas de aquel viejo libro, aquel mosquito, cuya momia se conservaba de tal modo? ¿Qué había ido a buscar en ellas? ¿Acaso a desovar? ¿O se metió entre página y página después de haber desovado? ¿Sería un violero erudito? «¿Y quién sabe —se dijo mi hombre— si este violero que acabo de apachurrar no era un descendiente en vigésima o centésima generación, tataranieto de tataranieto de aquel otro cuya momia aquí se conserva? ¿Y quién sabe si este violero que acabo de apachurrar no me traía al oído la misma sonatina, la misma cantinela, la misma violinada de aquel otro, de este cuya momia aquí calla?». Y empezó a retiñirle en el oído el retintín de la violinada del violetero que apachurró. Y cerró el libro, dejando dentro de él la momia del antiguo violero. ¿Para qué leer más? Era mejor oír lo que le dirían el campo y sus criaturas.

Y ya no osó atentar contra ninguna de éstas. A una hormiga que empezó a molestarle se la quitó de encima, y la puso en el suelo, a que siguiera su ruta. «¡Pobrecilla! ¡Que viva!», se dijo. Y se puso a pensar en eso de la hormiga y la cigarra. Y que si ésta canta, o mejor guitarrea, no lo hace en ociosidad, sino que guitarrea con los élitros, con las alas, mientras chupa la savia del olivo con su trompa clavada en él. «¡Admirable trovador! —se dijo-. Que toca y chupa a la vez. Soplar y sorber no puede ser, pero con cierta habilidad cabe mamar y tocar la guitarra a un mismo tiempo».

Luego le dio en la cara un vilano, una de esas semillas volantes del cardo corredor. La pobre flor presa de la planta, y ésta presa por las raíces del suelo, no puede sino dejar caer la semilla, pero he aquí que ha sabido darle alas que la lleven, al hilo del viento, a desparramarse a lo lejos. La planta es sedentaria; la semilla, no. El vilano la lleva a extenderse por el suelo. Y olvidado mi hombre de los dos violeros y de la hormiga y de la cigarra se puso a leer en el libro de la naturaleza —el otro cerrado— cosas que había ya leído en libros de papel. Porque son éstos los que nos enseñan a deletrear en el otro. Y también el arte es naturaleza, que dijo Schiller.

Y empezaba a ganarle la modorra cuando le dio en la cara uno de esos filamentos —hilachos— volantes a que en francés se les llama fils de la Vierge —hilos de la Virgen, ¡poético nombre!— y en tierras castellanas, «babas de buey». Que también es nombre poético, aunque a primera oída no lo parezca. Y que son hilos de araña —como las hebras de telaraña— en que el animalito, hilándose de sus entrañas, se lanza al aire en busca de nuevo asiento. (En mi obra La agonía del cristianismo he tratado, metafóricamente, de ello.)

Y mi hombre, aleccionado previamente por los libros, se puso a meditar —a fantasear mejor— sobre la araña y sobre su hilo de la Virgen, sobre su baba de buey. No había tejido tela para esperar en ella a que cayese presa alguna pobre mosca, sino que, navegante aérea, aeronauta errante, se había lanzado a caza en hilo de sus entrañas.

Y creyó sentir mi hombre la palpación de las entrañas de la araña en sus propias entrañas. ¿Pero es que en el zumbido del violero no iba también temblor de entrañas? ¿Y no había temblor de entrañas en las páginas del libro? Y recordó ese precioso dicho de las mujeres del pueblo campesino cuando dice alguna de su marido: «El mío es tan bueno que se le lleva con una baba de buey...». Y aunque a las veces piense decirlo, en la baba salival del buey de arado y no en otra, dice, aun sin saberlo, que al hombre bueno se le lleva con hilo de las entrañas.

Se acordó entonces de que una especie de romadizo que había padecido en un tiempo, una comezón en las fosas nasales, le dijeron —hombres de libros, ¡claro!— que provenía del polen de las flores de unos árboles. El temblor nupcial de aquellas flores le dio a él aquella molesta comezón. Y todo, violero, hormiga, cigarra, araña, flor, todo le enseñaba lo mismo. Arriba, en la encina, la candela, su recatada flor, empezaba a hacerse bellota. Y se acordó de que cómo con el corazón de la encina, con el rojizo rollo íntimo de su leño, casi como si dijéramos con su tuétano leñoso, hacen los charros dulzainas en que canta el corazón de la muerta encina.

Y con todo ello sintió mi hombre un profundo asco de aquella otra vida —la política— en que se había visto enredado, como una mosca en telaraña, y de las hormigas y las cigarras —que cantan y chupan a la vez— y de las babas de buey y de los violeros políticos. Recogió el libro cerrado; mas al recogerlo se cayó de él, de entre sus páginas, ¿la momia del viejo violero?, no, sino un recorte de periódico, que le servía de señal, y en que venía estampado un manifiesto electoral de partido.

Cogió el recorte, hizo un hoyo en la tierra, al pie de la encina, y lo enterró allí. «¡Bah! —se dijo-, si un día se hace una dulzaina del corazón de esta encina no cantará en ella ese manifiesto político electoral». Y se fue. Se fue puesta la mira en otros tiempos y otros lugares que los de hoy y de aquí.

(Ahora, Madrid, 1-VIII-1934)

La pedagogía

El diamante de Villasola

El maestro de Villasola era perspicacísimo y entusiasta como pocos por su arte; así es que tan luego como entrevió en el muchacho una inteligencia compacta y clara, sintió el gozo de un lapidario a quien se le viene a las manos hermoso diamante en bruto.

¡Aquel sí que era ejemplar para sus ensayos y para poner a prueba su destreza! ¡Hermoso conejillo de Indias para experiencias pedagógicas! ¡Excelente materia pedagogizable en que ensayar nuevos métodos in anima vili! Porque la honda convicción del maestro de Villasola —aun cuando no llegara a formulársela— era que los muchachos son medios para hacer pedagogía, como para hacer patología los enfermos. «La ciencia por la ciencia misma» era su divisa expresa, y la tácita, la de debajo de la fórmula, esta otra: «La ciencia para mí solaz y propio progreso».

Cogió al muchacho prodigioso para desbastarlo. ¡Qué descanso después de aquella infecunda brega con tanta vulgaridad, con todos aquellos oscuros carbones que a lo sumo llegaban a grafitos! «Qué diferencia de alma —se decía-; todas son carbono espiritual, pero he aquí entre tanto oscuro carbón ordinario un alma cristalizada en diamante».

Empezó el maestro la faena. Tenía planeada la hermosa forma poliédrica, las múltiples facetas, los ejes. ¡Qué reflejos daría al mundo, y cómo se admiraría en él la pericia del lapidario que lo tallara!

El muchacho se dejó hacer, aunque conservando su cualidad íntima: la dureza diamantina. Mas cuando al descubrir su propio brillo se comparó con los opacos carbones entre que vivía, se prestó sumiso a las manipulaciones de su lapidario.

¡Qué de facetas! ¡Qué de aguas! ¡Qué de destellos!

¡Qué de cosas sabias y qué bien agrupadas todas en ordenación poliédrica! Era la maravilla del pueblo. El día en que habló en el casino fue aquello el pasmo de Villasola. ¡Cómo lo enlazaba y engarzaba todo en hilo continuado y ordenado!

Ya presentaba una faceta, ya otra, deslumbrando con mil tornasolados cambiantes e irisaciones múltiples, según se reflejaba en su mente de un modo o de otro la luz incolora y difusa de la ciencia. ¡Qué orador!

¡Qué cabeza! Allí estaba todo ordenadito y cuadriculado por 1.°, 2.° y 3.°; por A y B mayúsculas y a y b minúsculas, relacionado con llaves diversas, y llaves de llaves, en maravilloso cuadro sinóptico.

Llegó el día en que el portento de Villasola se lanzó a la corte en busca de campo. Acompañole tropel de gente a la estación, y le siguió el pueblo todo con su corazón, sin que él por su parte lo llevara en el suyo. Las madres se lo señalaban a sus hijos cual modelo, apeteciéndolo, a la vez, para sus hijas; suspiraban éstas por él, y los envidiosos se recomían las tripas. Pero el orgulloso de veras era el maestro de Villasola, el lapidario de aquella maravilla que iba a hacer valer su elevado valor en cambio, difiriendo cuanto pudiese el engastarse en una joya social cualquiera para realzar así su valor en uso. Aspiraba a solitario.

Cayó en el arroyo del mundo, en su lecho de arena, entre cantos rodados y polvo de diamantes deshechos ya. Maravilló al punto a cuantos se le acercaron; pero lastimados por sus aristas, tenían que dejarlo. Paseáronle de salón en salón dándole mil vueltas para admirar sus reflejos todos; pero nadie le quería si no era para montarle en un anillo, y él se quería libre, sin engaste.

Entre tanto la corriente iba restregándole contra la arenilla del lecho donde había también polvo de diamantes.

Demandó, más bien que pretendió, a una joven rica que le sirviese de montante, y recibió calabazas. Aquella noche mordía la almohada, sintiéndose a solas y a oscuras mero pedrusco, seco y frío.

Íbasele desgastando poco a poco la poderosa inteligencia sinóptica; se le velaba y enturbiaba la mente al quebrársele las aristas, y no reflejaba ya sino luz vulgar. Y entonces vio a los humildes carbones a quienes había desdeñado, asociarse, y al conjuro de la solidaridad, que cual corriente eléctrica les recorría enlazándolos, dar luz propia, ellos, los oscuros carbones, un mero destello reflejo como él, diáfano diamante. Los pobres se consumían en trabajo, daban luz de su carne y de su sangre, con dolor, sí, pero con amor también, unidos por santa corriente de fraternal comunión de esfuerzos. Y él solo, solitario, duro, perdidas las aguas, ¿para qué serviría ya?

Serviría para rayar cristales, porque le quedaba su calidad esencial e íntima: la dureza. Hay que oír en las mesas de los cafés al diamante de Villasola cuando, previas unas copas de coñac, cae sobre una reputación hecha, cualquiera; sobre un sentimiento consagrado, sobre cualquier cristal, y los raya y esmerila rechinando. ¡Qué elocuencia áspera, seca, dura, rechinante! ¡Cómo deja de esmerilados a los cristales! Ahora es cuando hay que conocerle; ahora que, desgastado por el roce con la arenilla del lecho del río del mundo, estropeadas sus facetas por el continuo fregarse en polvo de deshechos diamantes, revela su durísima esencia de carbono cristalizado.

Cuando el maestro de Villasola supo el fin de su diamante, se propuso esta ardua cuestión: la Pedagogía, ¿es ciencia pura o de aplicación? Mas lo que no se le ha ocurrido al lapidario de Villasola es que sean más hacedero sacar luz del calor potencial almacenado en los negros carbones, que arrancar calor vivifico de la luz meramente reflejada y de préstamo del diamante.

(Madrid Cómico, 9-IV-1898)

El maestro de Carrasqueda

—Discurrid con el corazón, hijos míos, que ve muy claro, aunque no muy lejos. Te llaman a atajar una riña de un pueblo, a evitarle un montón de sangre, y oyes en el camino las voces de angustia de un niño caído en un pozo: ¿le dejarás que se ahogue? ¿Le dirás: «No puedo pararme, pobre niño; me espera todo un pueblo al que he de salvar?». ¡No! Obedece al corazón: párate, apéate del caballo y salva al niño. ¡El pueblo..., que espere! Tal vez sea el niño un futuro salvador o guía, no ya de un pueblo, sino de muchos.

Esto solía decir don Casiano, el maestro de Carrasqueda de Abajo, a unos cuantos mozalbetes que, en la escuela, mientras se lo decía, le miraban con ojos que parecían oírselo. ¿Le entendían acaso? He aquí una cosa de que, a fuer de buen maestro, jamás se cuidó don Casiano cuando ante ellos se vaciaba el corazón. «Tal vez no entiendan del todo la letra —pensaba-; pero lo que es la música...». Había, sin embargo, entre aquellos chicuelos uno para entenderlo: nuestro Quejana.

¡Toda un alma aquel pobre maestro de escuela de Carrasqueda de Abajo! Los que le hemos conocido en este último tercio del siglo XX, anciano, achacoso, resignado y humilde, a duras penas lograremos figurarnos aquel joven fogoso, henchido de ambiciones y de ensueños, que llegó hacia 1920 al entonces pobre lugarejo en que acaba de morir, a ese Carrasqueña de Abajo, célebre hoy por haber en él nacido nuestro don Ramón Quejana, a quienes muchos le llaman el Rehacedor.

Cuando el año 20 llegó don Casiano a Carrasqueda, lo encontró muy chico, e incapaces de sacramentos a los carrasquedeños. ¡Buen pelo iba a echar raspándoles el de la dehesa! Lo primero enseñarles a que se lavaran: suciedad por donde quiera, suciedad e ignorancia. Había que mondarles el cuerpo y la mente; quitar, más que poner, tanto en ésta como en aquél.

Con los mayores no se podía, pues a todo paraban el golpe con un ¡eso no pinta aquí! «Más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena», era su refrán favorito. Que se cubrieran los estercoleros de abono; que no los dejaran en montoncitos sobre las tierras; que..., ¡bah!, ¡bah!, ¡bah! ¡Querer enseñarles labranza, a ellos, labradores desde siempre!... «¡Señor maestro, enseñe el Catecismo a los niños, y luego, si hay tiempo, a leer y escribir, y déjese de andróminas!».

Cada visita del concejo a la escuela costaba una sofoquina al pobre maestro. Quiso suprimir el discursito de rigor cuando se anunció la visita del inspector, pero el cura:

—Amigo don Casiano —le dijo-, no se nos venga con pedagogías y cosas de ayer por la mañana, que los tíos son tíos, aunque no lo quieran, y es menester que el hijo del alcalde eche su discursito, como es costumbre en casos parecidos, y mejor si es verso..., y que no lo entiendan, sobre todo...

Tuvo el maestro una idea. Llamó a Ramonete, hijo del tío Quejana, el alcalde, para que convenciese a su padre de que no hacía al caso el discurso. «El chico tendrá mejor sentido que el padre, pues no le ha sobrado tanto tiempo de echarlo a perder», pensó. Y, en efecto, se prendó del mocito: ¡vaya un chicuelo! Y en adelante le brindó las lecciones y por él hablaba a los demás. Cuando ni aun Ramonete le entendía, exclamaba malhumorado: «¡Es como si hablara a la pared!», pensando al punto: «Las paredes oyen... y entienden acaso».

Dios no le dio hijos de su mujer; pero tenía a Ramonete, y en él al pueblo, a Carrasqueña todo. «Yo te haré hombre —le decía-; tú déjate querer». Y el chico no sólo se dejaba, se hacía querer. Y fue el maestro traspasándole las ambiciones y altos anhelos, que, sin saber cómo, iban adormeciéndosele en el corazón.

Era en el campo, entre los sembrados, bajo el infinito tornavoz del cielo, donde, rodeado de los chicuelos, Ramonete allí juntito, a su vera, le brotaban las parábolas del corazón. Aún recuerda Quejana —se lo hemos oído más de una vez— cuando les decía que Jesucristo fue un artesano lugareño a quien mataron en la ciudad, o cuando frente a un barbecho exclamaba: «¿Creéis que esta tierra no hace más que descansar? ¡Pues no! El aire manso y silencioso la está renovando, mientras que el ventarrón no hace sino meter ruido y derribar...».

Y cuando aquellos niños se hicieron hombres y padres, don Casiano les hacía leer los domingos, comentándoles lo que leían, y les mondó cuerpos y mentes, y les enseñó a cubrir el estiércol y a aprovecharlo, y, sobre todo, a conservar en el fondo del corazón una niñez perpetua.

Mas su preocupación era Ramonete; Ramonete, que se fue a la ciudad a estudiar carrera. Los veranos, en vacaciones, ¡qué paseos por campos sin fin, entre barbechos!

Todos conocemos la brillante carrera de don Ramón, aquellos sus primeros triunfos, su encumbramiento, su victoria final; todos sabemos sus desalientos también, sus dudas y sus desazones. Cuando, después de la famosa ruptura de la Liga, en 1950, se retiró don Ramón a su pueblo despechado y descorazonado, fue su primer, maestro quien le curó, enseñándole a querer a la patria y hablándole de su ensueño de una España celeste. Cuando después de su victoria definitiva fue a su pueblo a recoger el último suspiro de su madre, ¡qué abrazo el que se dieron él y don Casiano, en el ejido del lugar, ante los lugareños conmovidos!

Don Casiano se ha hecho célebre por el célebre estribillo de don Ramón, estribillo que apenas falta en ninguno de los discursos; aquello de: «Decía una vez mi maestro...». Al principio provocaba a risa el inciso; pero muy pronto empezó a provocar a mayor atención y recogimiento en los oyentes.

Don Ramón intentó cierta vez condecorarle, y cuentan que le contestó: «Mi condecoración eres tú, Ramonete». Y no insistió éste.

—Si usted hubiera salido, don Casiano...

—¿Salir? ¿A dónde?

—Hoy tendría posición, nombre, gloria...

—¡Posición!, ¡nombre!, ¡gloria! ¿Y Carrasqueda de Abajo? ¿Y tú, Ramonete, y tú? No, yo no soy de los que se guardan las perrillas para amasarse un caudalejo, agarrarse a la usura y legar a los hijos una rentita; lo que he ganado un día lo he dado siempre al siguiente, en calderilla, como lo gané. La gloria es una usura. He derramado mi espíritu en Carrasqueda, en calderilla también, y esto vale más que recogerse un nombre de oro en el mundo, un nombre que me dé renta de elogios. Carrasqueda es mi mundo, y el mundo entero, esta pobre tierra donde querías que dejase un nombre, nada más que un Carrasqueda algo mayor. Levanta de noche tu vista a las estrellas, Ramonete; recuerda lo que te he enseñado, y te convencerás. ¿Qué prefieres, que tu nombre trasponga el Pirineo y ande en bocas de extraños, o que tu alma se derrame en silencio por España, entre los que piensan con la lengua en que piensas tú?

—Una y otra cosa, don Casiano...

—¿Es posible? No tomes a la patria de pedestal de tu fama ni de campo de tus hazañas, ni hagas como ésos que la maldicen y la desprecian porque no siendo oída en la junta de las naciones, no se les escucha a ellos. No digas: «¿Qué culpa tengo yo de haber nacido español?», no vaya a creerse, al oírtelo, que pareces grande tan sólo porque es ella chica. Ponte a sus pies, de escabel de su gloria y de su dicha, escondido entre los sillares de sus cimientos...

—Pero en un lugarejo...

—Sí, sé lo que vas a decirme: se embrutece, se envilece y se empobrece. Pero, ¿no era mi deber trabajar por que se humanizaran, ennoblecieran y enriquecieran tus hermanos los carrasquedeños?

—¿Por qué no escribe usted, don Casiano?

—¿Escribir yo? ¡Obra tú, Ramonete! Me he enterrado en vosotros, en mis discípulos.

Todos recordarán aquel viaje precipitado de don Ramón a su pueblo, cuando, dejando colgados graves asuntos políticos, fue a ver morir a su maestro, ochentón ya.

Hizo éste que le llevaran a morir a la escuela, junto al encerado, frente a aquella ventana que da a la alameda del río, apacentando sus ojos en la visión de las montañas de lontananza, que retenían las semillas de los ensueños todos que, contemplándolas, le habían florecido al maestro en el huerto del espíritu. En el encerado había hecho escribir estas palabras del cuarto Evangelio: «Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, él sólo queda; mas si muriere, lleva mucho fruto». Al acercársele la piadosa Muerte, le levantó a flor de alma las raíces de los pensamientos como en el mar levanta, al acercársele, la Luna las raíces de las aguas. Y su espíritu, cuando sólo le ataba al cuerpo un hilo, sobre el que blandía la Muerte, piadosa, su segur, henchido de inspiración postrera, habló así:

—Mira, Ramonete: se me ha dicho mil veces que mi voz ha sido de las que han clamado en el desierto... ¡sermón perdido! Yo mismo os repetía en la escuela, cuando tú no me entendías: «¡Es como si hablase a la pared!». Pero, hijo mío, las paredes oyen; oye todo, y todo empieza, ahora que me muero, a hablarme a los oídos. Mira, Ramonete: nada muere, todo baja del río del tiempo al mar de la eternidad y allí queda... el universo es un vasto fonógrafo y una vasta placa en que queda todo sonido que murió y toda figura que pasó; sólo hace falta la conmoción que los vuelva un día... Las voces perdidas y muertas resucitarán un día y formarán coro, un coro inmenso que llene el infinito... Me voy de esta España, de la terrestre, de la que fluye, a la otra España, a la España celestial... Ya sabes que el cielo envuelve a la tierra...

¡Habla y enseña aunque no te oigan...! Soy una voz que se apaga en el desierto... ¡Adiós, hijo mío!

Y calló para siempre. Y Quejana besó aquella boca, sellada para siempre por el supremo silencio, y al besarla cayeron de los ojos vivos del discípulo dos lágrimas a los ojos del maestro, fijos en la eternidad.

(La Lectura, Madrid, julio de 1903)

La beca

«Vuelva usted otro día...». «¡Veremos!». «Lo tendré en cuenta». «Anda tan mal esto...». «Son ustedes tantos...». «¡Ha llegado usted tarde y es lástima!». Con frases así se veía siempre despedido don Agustín, cesante perpetuo. Y no sabía imponerse ni importunar, aunque hubiese oído mil veces aquello de: «Pobre porfiado saca mendrugo».

A solas hacía mil proyectos, y se armaba de coraje y se prometía cantarle al lucero del alba las verdades del barquero; mas cuando veía unos ojos que le miraban ya estaba engurruñándosele el corazón. «Pero, ¿por qué seré así, Dios mío?», se preguntaba, y seguía siendo así, como era, ya que sólo de tal modo podía ser él el que era.

Y por debajo gustaba un extraño deleite en encontrarse sin colocación y sin saber dónde encontraría el duro para el día siguiente. La libertad es mucho más dulce cuando se tiene el estómago vacío, digan lo que quieran los que no se han encontrado con la vida desnuda. Estos sólo conocen las vestiduras de la vida, sus arreos; no la vida misma, pelada y desnuda.

El hijo, Agustinito, desmirriado y enteco, con unos ojillos que le bailaban en la cara pálida, era la misma pólvora. Las cazaba al vuelo.

—Es nuestra única esperanza —decía la madre, arrebujada en su mantón, una noche de invierno— que haga oposición a una beca, y tendremos las dos pesetas mientras estudie... ¡Porque esto de vivir, así, de caridad!...

¡Y qué caridad, Dios mío! ¡No, no creas que me quejo, no! Las señoras son muy buenas, pero...

—Sí, que, como dice Martín, en vez de ejercer caridad ge dedican al deporte de la beneficencia.

—No, eso no; no es eso,

—Te lo he oído alguna vez; es que parece que al hacer caridad se proponen avergonzar al que la recibe. Ya ves lo que, nos decía la lavandera al contamos cuando les dieron de comer en Navidad y les servían las señoritas... «Esas cosas que hacen las señoritas para sacarnos los colores a la cara»...

—Pero, hombre...

—Sé franca y no tengas secretos conmigo. Comprende que nos dan limosnas para humillamos...

En las noches de helada no tenían para calentarse ni aun el fuego de la cocina, pues no le encendían. Era el suyo un hogar apagado.

El niño comprendía todo y penetraba en él alcance todo de aquel continuo estribillo de: «¡Aplícate, Agustinito, aplícate!».

Ruda fue la brega en las oposiciones, a la beca, pero la obtuvo, y aquel día, entre lágrimas y besos, se encendió el fuego del hogar.

A partir de este día del triunfo, acentuose en don Agustín su vergüenza de ir a pretender puesto; aunque poco y mal, comían de lo que el hijo cobraba, y con algo más, trabajando el padre acá y allá de temporero, iban saliendo mal que bien, del afán de cada día. ¿No se ha dicho lo de: «Bástele a cada día su cuidado»; y no lo traducimos diciendo que: «No por mucho madrugar amanece más temprano»? Y si no amanece más temprano por mucho madrugar, lo mejor es quedarse en la cama. La cama adormece las penas. Por algo los médicos dicen que el reposo lo cura todo.

—¡Agustín, los libros! ¡Los libros! ¡Mira que eres nuestro casi único sostén, que de ti depende todo!... ¡Dios te lo premie! —decía la madre.

Y Agustinito ni comía, ni dormía, ni descansaba a su sabor. ¡Siempre sobre los libros! Y así se iba envenenando el cuerpo y el espíritu: aquél, con malas digestiones y peores sueños, y éste, el espíritu, con cosas no menos indigeribles que sus profesores le obligaban a engullir. Tenía que comer lo que hubiera y tenía que estudiar lo que le diese en el examen la calificación obligada para no perder la beca.

Solía quedarse dormido sobre los libros, a guisa éstos de almohada, y soñaba con las vacaciones eternas. Tenía que sacar, además, premios, para ahorrarse las matrículas del curso siguiente:

—Voy a ver a don Leopoldo, Agustinito, a decirle que necesitas el sobresaliente para poder seguir disfrutando la beca...

—No, no hagas eso, madre, que es muy feo...

—¿Feo? ¡Ante la necesidad nada hay que sea feo, hijo mío!

—Pero si sacaré sobresaliente, madre, si lo sacaré.

—¿Y el premio?

—También el premio, madre.

—Mira, Agustinito: don Alfonso, el de Patología médica, está enfermo; debes ir a su casa a preguntar cómo sigue...

—No voy, madre; no quiero ser pelotillero.

—¿Ser qué?

—¡Pelotillero!

—Bueno, no sé lo que es eso, pero te lo entiendo, y los pobres, hijo mío, tenemos que ser pelotilleros. Nada de aquello de: «Pobre, pero orgulloso», que es lo que más nos pierde a los españoles...

—Pues no voy.

—Bien, iré yo.

—No, tampoco irá usted.

—Bueno, no quieres que sea pelotillera..., no, no iré. Pero, hijo mío...

—Sacaré el sobresaliente, madre.

Y lo sacaba el desdichado, pero ¡a qué costa! Una vez no sacó más que notable; y hubo que ver la cara que pusieron sus padres.

—Me tocaron tan malas lecciones...

—No, no; algo le has hecho... —dijo el padre.

Y la madre añadió:

—Ya te lo decía yo... Has descuidado mucho esa asignatura...

El mes de mayo le era terrible. Solía quedarse dormido sobre los libros, teniendo la cafetera al lado. Y la madre, que se levantaba solícita de la cama, iba a despertarle y le decía:

—Basta por hoy, hijo mío; tampoco conviene abusar... Además, te rinde el sueño y se malgasta el petróleo. Y no estamos para eso.

Cayó enfermo y tuvo que guardar cama; le consumía la fiebre. Y los padres se alarmaron, se alarmaron del retraso que aquella enfermedad podía costarle en sus estudios; tal vez le durara la dolencia y no podría examinarse con seguridad de nota, y le quedaría el pago de la beca en suspenso.

El médico auguró a los padres que duraría aquello, y los pobres, angustiados, le preguntaban:

—¿Pero podrá examinarse en junio?

—Déjense de exámenes, que lo que este mozo necesita es comer mucho y estudiar poco, y aire, mucho aire...

—¡Comer mucho y estudiar poco! —exclamó la madre-. Pero, señor, ¡si tiene que estudiar mucho para poder comer poco!...

—Es un caso de surmenage.

—¿De sur qué?

—De surmenage, señora; de exceso de trabajo.

—¡Pobre hijo mío! —y rompió a llorar la madre-. ¡Es un santo..., un santo!

Y el santo fue reponiéndose, al parecer, y cuando pudo ponerse en pie pidió los libros, y la madre, al llevárselos exclamó:

—¡Eres un santo, hijo mío!

Y a los tres días:

—Mira, hoy que está mejor tiempo puedes salir, vete a clase bien abrigado, ¿eh?, y dile a don Alfonso cómo has estado enfermo, y que te lo dispense...

Al volver de clase dijo:

—Me ha dicho don Alfonso que no vuelva hasta que esté del todo bien.

—Pero ¿y el sobresaliente, hijo mío?

—Lo sacaré.

Y lo sacó, y vio las vacaciones, su único respiro. «¡Al campo!», había dicho el médico. ¿Al campo? ¿Y con qué dinero? Con dos pesetas no se hacen milagros. ¿Iba a privarse don Agustín, el padre, de su café diario, del único momento en que olvidaba penas? Alguna vez intentó dejarlo; pero el hijo modelo le decía:

—No, no; vete al café, padre; no lo dejes por mí; ya sabes que yo me paso con cualquier cosa...

Y no hubo campo, porque no pudo haberlo. No recostó el pobre mozo su cansado pecho sobre el pecho vivificante de la madre Tierra; no restregó su vista en la verdura, que siempre vuelve, ni restregó su corazón en el olvido reconfortante.

Y volvió el curso, y con él la dura brega, y volvió a encamar el becario, y una mañana, según estudiaba, le dio un golpe de tos y, se ensangrentaron las páginas del libro por el sitio en que se trataba de la tisis precisamente.

Y el pobre muchacho se quedó mirando al libro, a la mancha roja, y más allá de ella, al vacío, con los ojos fijos en él y frío de la desesperación acoplada en el alma. Aquello le sacó a flor de alma la tristeza eterna, la tristeza trascendental, el hastío prenatal que duerme en el fondo de todos nosotros y cuyo rumor de carcoma tratamos de ahogar con el trajineo de la vida.

—Hay que dejar los libros en seguida —dijo el médico en cuanto le vio-; ¡pero en seguida!

—¡Dejar los libros! —exclamó don Agustín-. ¿Y con qué comemos?

—Trabaje usted.

—Pues si busco y no encuentro; si...

—Pues si se les muere, por su cuenta...

Y el rudo de don José Antonio se salió mormojeando: «¡Vaya un crimen! Este es un caso de antropofagia...; estos padres se comen a su hijo».

Y se lo comieron, con ayuda de la tisis; se lo comieron poco a poco, gota a gota, adarme a adarme.

Se lo comieron vacilando entre la esperanza y el temor, amargándoles cada noche el sacrificio y recomenzándolo cada mañana.

¿Y qué iban a hacer? El pobre padre andaba apesadumbrado y lleno de desesperación mansa. Y mientras revolvía el café con la cucharilla para derretir el terrón de azúcar, se decía: «¡Qué amarga es la vida! ¡Qué miserable la sociedad! ¡Qué cochinos los hombres! Ahora sólo nos falta que se nos muriera...». Y luego, en voz alta: «Mozo; ¡el Vida Alegre!».

Aún llegó el chico a licenciarse y tuvo el consuelo de firmaren el título, de firmar su sentencia de muerte con mano trémula y febril. Pidió luego un libro, una novela.

—¡Oh, los libros, siempre los libros! —exclamó la madre-. Déjalos ahora. ¿Para qué quieres saber tanto? ¡Déjalos!

—A buena hora, madre.

—Ahora a descansar un poco y a buscar un partido...

—¿Un partido?

—Sí; he hablado con don Félix, y me ha prometido recomendarte para Robleda.

A los pocos días se iba Agustinito, para siempre, a las vacaciones inacabables, con el título bajo la almohada —fue un capricho suyo— y con un libro en la mano; se fue a las vacaciones eternas. Y sus padres le lloraron amargamente.

—Ahora, ahora que iba a empezar a vivir, ahora que nos iba a sacar de miserias; ahora... ¡Ay, Agustín, qué triste es la vida!

—Sí, muy triste —murmuró el padre, pensando que en una temporada no podría ir al café.

Y don José Antonio, el médico, me decía después de haberme contado el suceso: «Un crimen más, un crimen más de los padres... ¡Estoy harto de presenciarlos! Y luego nos vendrán con el derecho de los padres y el amor paternal... ¡Mentira!, ¡mentira!, ¡mentira! A las más de las muchachas que se pierden son sus madres quienes primero las vendieron... Esto entre los pobres, y se explica, aunque no se justifique. ¿Y los otros? No hace aún tres días que González García casó a su hija con un tísico perdido, muy rico, eso sí, con más pesetas que bacilos, ¡y cuidado que tiene una millonada de éstos!, y la casó a conciencia de que el novio está con un pie en la sepultura; entra en sus cálculos que se le muera el yerno, y luego el nieto que pueda tener, de meningitis o algo así, y luego... Y para este padre que se permite hablar de moralidad, ¿no hay grillete? Y ahora, este pobre chico, esta nueva víctima... Y seguiremos considerando al Estado como un hospicio, y vengan sobresalientes y canibalismo...; ¡canibalismo, sí, canibalismo! Se lo han comido y se lo han bebido; se han comido la carne, le han bebido la sangre...; y a esto de comerse los padres a un hijo, ¿cómo lo llamaremos, señor helenista? Gonofagia, ¿no es así? Sí; gonofagia, gonofagia, porque llamando a las cosas en griego pierden no poco del horror que pudieran tener. Recuerdo cuando me contó usted lo de los indios aquellos de que habla Herodoto, que sepultaban a sus padres en sus estómagos, comiéndoselos. La cosa es terrible; pero más terrible aún es el festín de Atreo. Porque el que uno se coma al pasado, sobre todo si ese pasado ha muerto, puede aún pasar; ¡pero esto de comerse al porvenir!...

Y si usted observa, verá de cuántas maneras nos lo estamos comiendo, ahogando en germen los más hermosos brotes. Hubiera usted visto la triste mirada del pobre estudiante, aquellos ojos, que parecían mirar más allá de las cosas, a un incierto porvenir, siempre futuro y siempre triste, y luego aquel padre, a quien no le faltaba su café diario. Y hubiera usted visto su dolor al perder al hijo, dolor verdadero, sentido, sincero —no supongo otra cosa-; pero dolor que tenía debajo de su carácter animal, de instinto herido, algo de frío, de repulsivo, de triste. Y luego esos libros, esos condenados libros, que en vez de servir de pasto sirven de veneno a la inteligencia; esos malditos libros de texto, en que se suele enfurtir todo lo más ramplón, todo lo más pedestre, todo lo más insufrible de la Ciencia, con designios mercantiles de ordinario...

Calló el médico, y callé yo también. ¿Para qué hablar?

Pasado algún tiempo me dijeron que Teresa Martín, la hija de don Rufo, se iba a monja. Y al manifestar mi extrañeza por ello, me añadieron que había sido novia de Agustín Pérez, el becario, y que desde la muerte de éste se hallaba inconsolable. Pensaba haberse casado en cuanto tuviera partido.

—¿Y los padres? —se me ocurrió argüir.

Y al contar yo luego al que me trajo esa noticia la manera cómo sus padres se lo habían comido, me replicó inhumanamente:

—¡Bah! De no haberle comido sus padres, habríale comido su novia.

—¿Pero es —exclamé entonces— que estamos condenados a ser comidos por uno o por otro?

—Sin duda —me replicó mi interlocutor, que es hombre aficionado a ingeniosidades y paradojas-, sin duda; ya sabe usted aquello de que en este mundo no hay sino comerse a los demás o ser comido por ellos, aunque yo creo que todos comemos a los otros y ellos nos comen. Es un devoramiento mutuo.

—Entonces vivir solo —dije.

Y me replicó:

—No lograría usted nada, sino que se comerá a sí mismo, y esto es lo más terrible, porque el placer de devorarse se junta al dolor de ser devorado, y esta fusión en uno del placer y el dolor es la cosa más lúgubre que puede darse.

—Basta —le repliqué.

(El espejo de la muerte, 1913)

Razón y pasión

Caridad bien ordenada

Uníase en don Elenterio a una honda filantropía trascendental un clarísimo concepto de la función de la beneficencia en la sociedad; y así, encauzados sus sentimientos altruistas por una severa disciplina racional, ganaban en intensidad lo que en extensión parecían perder. Cuanto más ahondaba don Eleuterio, menos veía la diferencia radical entre la caridad y la justicia, como tampoco la veía entre la libertad y el orden. Guiado de estas razones, reputaba pura licencia el dar limosna a ojos ciegas al primer pordiosero con quien se tope, dándosela por mera satisfacción irracional de un sentimiento ciego.

La verdadera limosna, la que Cristo pide, no era la material donación de dinero o bienes, sino la compasión, la piedad. Y ésta la cumplía pidiendo a Dios por los necesitados todos, y ofreciendo obras de piedad en favor de ellos.

Pertenecía don Eleuterio a diversas sociedades benéficas, y poseía una regular biblioteca de obras acerca del ramo de beneficencia pública y privada, obras atestadas de instructivas tablas estadísticas. Profesaba el principio de que los pobres deben recibir en los hospicios y asilos más que medios de vida, disciplina social, y que tales institutos son un derivativo humanitario a las funestas consecuencias de la ley de Malthus, en que creía a pies juntillas.

Cuando le tocaba en las entrañas el espectáculo de alguna repugnante miseria callejera, consolábase imaginando que no era el dolor de que era testigo tan grande como parecía, porque, embotado el paciente por su penuria y endurecido merced a los rigores de la suerte, saturaríase pronto de dolor, quedándole pocas más afinidades libres para éste. Y pensaba, además, don Eleuterio que muchas quejas eran, cuando no comedia y fingimiento, puros fenómenos reflejos, a los que no acompañaba estado de conciencia adecuado a ellos. Por donde se ve que no carecía don Eleuterio de alguna cultura y de cierta tinturilla de psicología, que le venía a las mil maravillas.

Paseábase una noche el reflexivo señor, en compañía de sus sesudas opiniones, meditando en cierta reforma del hospicio de huérfanos, de cuya junta era presidente, y absorto en tal tarea prolongaba su paseo por las afueras de la ciudad, cuando vino a interrumpir intempestivamente el curso de sus meditaciones una voz que le dijo melosamente:

—Una limosnita por amor de Dios, caballero...

—Perdone, hermano —contestó don Eleuterio, confesando inconscientemente su pecado al pedir perdón de él.

—Señorito, por favor, que no he comido...

—Pero habrás bebido... —replicó amostazado al importuno que le hacía perder el hilo de sus reflexiones.

Acercándosele entonces el pordiosero, vio don Eleuterio que le miraban unos ojos mortecinos, que recorrían luego éstos el contorno, y vio en seguida brillar una hoja de navaja o algo parecido, a la vez que la voz, haciéndose seca y dura, le decía:

—¡Ea, vengan los cuartos y me los beberé!

Sintió el sociológico filántropo que se le desmadejaba el cuerpo, le oprimía el corazón, la garganta y se le turbaba la vista; y balbuciendo: «Espere, espere... por Dios, ¡qué barbaridad!», fue sacando cuanto llevaba.

—¡Buenas noches, y que usted descanse! —le dijo el pedigüeño, una vez cobrado el salario de su trabajo, desapareciendo en la oscuridad.

Repuesto don Eleuterio al poco rato, y olvidado ya de la reforma del hospicio de huérfanos, de que era presidente, se decía:

—¡Dios mío, de buena me he librado!... ¿Cuál no será el miserable estado de estos infelices cuando les pone así a dos pasos del crimen? He evitado un crimen mayor... ¿Cuál no será su necesidad? Es preferible que sean mendigos y vagos a no que den en ladrones, en asesinos tal vez. Hombres hay de éstos, que siendo por naturaleza mendigos y desordenados, moriríanse en el asilo, o se escaparían, o corromperían a los demás; y si en la calle no los dejamos vivir de su natural, acabarán en cualquier cosa mucho peor... Aman la vagancia; hay que tener caridad con ellos... Y el pobre, ¡qué cortésmente me ha despedido! Tal vez no tengan qué cenar sus hijos, si es que los tiene.

Siguiendo don Eleuterio en el curso de estas reflexiones, fructificó en él el instintivo y casi reflejo: «¡Perdone, hermano!», con que respondiera de primeras al mendigo, y acabó por cambiar sinceramente de sentido. El providencial encuentro de aquella noche le ha abierto nuevos horizontes, proporcionándole convicciones nuevas.

De tal modo ha cambiado de opiniones don Eleuterio, y tanto se le han arraigado las nuevas, a favor de variadísimas razones que han ido presentándosele enredadas, como las cerezas, las unas en las otras, que cuando ahora encuentra algún mendigo no deja de darle limosna, sobre todo si es de noche o en las afueras de la ciudad, circunstancias que al avivar el recuerdo del golpe de gracia que decidió de su conversión racional, le traen algo así como el brillo en el espacio de algo decisivo.

Esto es lo que se llama caridad bien ordenada.

(Vida Nueva, Madrid, 28-VIII-1898)

La venda

Y vio de pronto nuestro hombre venir una mujer despavorida, como un pájaro herido, tropezando a cada paso, con los grandes ojos preñados de espanto que parecían mirar al vacío y con los brazos extendidos. Se detenía, miraba a todas partes aterrada, como un náufrago en medio del Océano, daba unos pasos y se volvía, tornaba a andar, desorientada de seguro. Y llorando exclamaba:

—Mi padre, que se muere mi padre.

De pronto se detuvo junto al hombre, le miró de una manera misteriosa, como quien por primera vez mira, y sacando el pañuelo le preguntó:

—¿Lleva usted bastón?

—¿Pues no lo ve usted? —dijo él mostrándoselo.

—¡Ah! Es cierto.

—¿Es usted acaso ciega?

—No, no lo soy. Ahora, por desgracia. Deme el bastón.

Y diciendo esto empezó a vendarse los ojos con el pañuelo.

Cuando hubo acabado de vendarse repitió:

—Deme el bastón, por Dios, el bastón, el lazarillo.

Y al decirlo le tocaba. El hombre la detuvo por un brazo.

—Pero, ¿qué es lo que va usted a hacer, buena mujer? ¿Qué le pasa?

—Déjeme, que se muere mi padre.

—Pero, ¿adónde va usted así?

—Déjeme, déjeme, por santa Lucía bendita, déjeme, me estorba la vista, no veo mi camino con ella.

—Debe de ser loca —dijo el hombre por lo bajo a otro a quien había detenido lo extraño de la escena.

Y ella, que lo oyó:

—No, no estoy loca; pero lo estaré si esto sigue, déjeme, que se muere.

—Es la ciega —dijo una mujer que llegaba.

—¿La ciega? —replicó el hombre del bastón-. Entonces ¿para qué se venda los ojos?

—Para volver a serlo —exclamó ella.

Y tanteando con el bastón el suelo, las paredes de las casas, febril y ansiosa, parecía buscar en el mar de las tinieblas una tabla de que asirse, un resto cualquiera del barco en que había hasta entonces navegado.

De pronto dio una voz, una voz de alivio, y como una paloma que elevándose en los aires revolotea un momento buscando oriente y luego como una flecha parte, partió resuelta, tanteando con su bastón el suelo, la mujer vendada.

Quedáronse en la calle los espectadores de semejante escena, comentándola.

La pobre mujer había nacido ciega, y en las tinieblas nutrió de dulce alegría su espíritu y de amores su corazón. Y ciega creció.

Su tacto era, aun entre los ciegos, maravilloso, y era maravillosa la seguridad con que recorría la ciudad toda sin más lazarillo que su palo. Era frecuente que alguno que la conocía le dijese: «Dígame, María, ¿en qué calle estamos?». Y ella respondía sin equivocarse jamás.

Así, ciega, encontró quien de ella se prendase y para mujer la tomara, y se casó ciega, abrazando a su hombre con abrazos que era una contemplación. Lo único que sentía era tener que separarse de su anciano padre; pero casi todos los días, bastón en mano, iba a tocarle y oírle y acariciarle. Y si por acaso la acompañaba su marido, rehusaba su brazo diciéndole con dulzura: «No necesito tus ojos».

Por entonces se presentó, rodeado de prestigiosa aureola, cierto doctor especialista, que después de reconocer a la ciega, a la que había visto en la calle, aseguró que le daría la vista. Se difirió la operación hasta que hubiese dado a luz y se hubiese repuesto del parto.

Y un día, más de terrible expectación que de júbilo para la pobre ciega, se obró el portento. El doctor y sus compañeros tomaban notas de aquel caso curiosísimo, recogían con ansia datos para la ciencia psicológica, asaeteándola a preguntas. Ella no hacía más que palpar los objetos aturdida y llevárselos a los ojos y sufrir, sufrir una extraña opresión de espíritu, un torrente de punzadas, la lenta invasión de un nuevo mundo en sus tinieblas.

—¡Oh! ¿Eras tú? —exclamó al oír junto a sí la voz de su marido.

Y abrazándole y llorando, cerró los ojos para apoyar en la de él su mejilla.

Y cuando le llevaron al niño y lo tomó en brazos, creyeron que se volvía loca. Ni una voz, ni un gesto; una palidez mortal tan sólo. Frotó luego las tiernas camecitas del niño contra sus cerrados ojos y quedó postrada, rendida, sin querer ver más.

—¿Cuándo podré ir a ver a mi padre? —preguntó.

—¡Oh! No, todavía no —dijo el doctor-. No es prudente que usted salga hasta haberse familiarizado algo con el mundo visual.

Y al día siguiente, precisamente al día siguiente de la portentosa cura, cuando empezaba María a gozar de una nueva infancia y a bañarse en la verdura de un nuevo mundo, vino un mensajero torpe, torpísimo, y con los peores rodeos le dijo que su padre, baldado desde hacía algún tiempo, se estaba muriendo de un nuevo ataque.

El golpe fue espantoso. La luz le quemaba el alma, y las tinieblas no le bastaban ya. Se puso como loca, se fue de su cuarto, cogió un crucifijo, cerró los ojos y palpándolo, rompió a llorar, exclamando:

—Mi vista, mi vista por su vida. ¿Para qué la quiero?

Y levantándose de pronto, se lanzó a la calle. Iba a ver a su padre, a verle por primera y por última vez acaso.

Entonces fue cuando la encontró el hombre del bastón, perdida en un mundo extraño, sin estrellas por que guiarse como en sus años de noche se había guiado, casi loca. Y entonces fue cuando, una vez vendados sus ojos, volvió a su mundo, a sus familiares tinieblas, y partió segura, como paloma que a su nido vuelve, a ver a su padre.

Cuando entró en el paterno hogar, se fue derecha, sin bastón, a través de corredores, hasta la estancia en que yacía su padre moribundo y echándose a sus pies le rodeó el cuello con sus brazos, le palpó todo, le contempló con sus manos y sólo pudo articular entre sollozos desgarradores:

—¡Padre, padre, padre!

El pobre anciano, atontado, sin conocimiento casi, miraba con estupor aquella venda y trató de quitársela.

—No, no, no me la quites... no quiero verte; ¡padre, mi padre, el mío, el mío!

—Pero, hija, hija mía —murmuraba el anciano.

—¿Estás loca? —le dijo su hermano-. Quítatela, María, no hagas comedias, que la cosa va seria...

—¿Comedias? ¿Comedias? ¿Qué sabéis de eso vosotros?

—Pero, ¿es que no quieres ver a tu padre? Por primera, por última vez acaso...

—Porque quiero verle... pero a mi padre... al mío... al que nutrió de besos mis tinieblas, porque quiero verle, no me quito de los ojos la venda...

Y le contemplaba ansiosa con sus manos cubriéndole de besos.

—Pero, hija, hija mía —repetía como por máquina el viejo.

—Sea usted razonable —insinuó el sacerdote separándola-, sea usted razonable.

—¿Razonable? ¿Razonable? Mi corazón está en las tinieblas, en ellas veo.

—Et vita erat lux hominum et lux in tenebris lucet... —murmuró el sacerdote como hablando consigo mismo.

Entonces se acercó a María su hermano, y de un golpe rápido le arrebató la venda. Todos se alarmaron entonces, porque la pobre mujer miró en torno de sí despavorida, como buscando algo a que asirse. Y luego de reponerse murmurando: «¡Qué brutos son los hombres!», cayó de hinojos ante su padre preguntando:

—¿Es éste?

—Sí, ése es —dijo el sacerdote señalándosele-, ya no conoce.

—Tampoco yo conozco.

—Dios es misericordioso, hija mía; ha permitido que pueda usted ver a su padre antes de que se muera...

—Sí cuando ya él no me conoce, por lo visto...

—La divina misericordia...

—Está en la oscuridad —concluyó María que, sentada sobre sus talones, pálida, con los brazos caídos, miraba, al través de su padre, al vacío.

Levantándose al cabo, se acercó a su padre, y al tocarlo retrocedió aterrada exclamando:

—Frío, frío como la luz, muerto.

Y cayó al suelo presa de un síncope.

Cuando volvió en sí se abrazó al cadáver, y cubriéndole de besos, repetía:

—Hay que cerrarle los ojos —dijo a María su hermano.

—Sí, sí, hay que cerrarle los ojos... que no vea ya... que no vea ya... ¡Padre, padre! Ya está en las tinieblas... en el reino de la misericordia...

—Ahora se baña en la luz del Señor —dijo el sacerdote.

—María —le dijo su hermano con voz trémula tocándole en un hombro-, eres madre, aquí te traen a tu niño, que olvidaste en casa al venirte; viene llorando...

—¡Ah! Sí. ¡Angelito! ¡Quiere pecho! ¡Que le traigan!

Y exclamó en seguida:

—¡La venda! ¡La venda! ¡Tráeme pronto la venda, no quiero verle!

—Pero, María...

—Si no me vendáis los ojos no le doy de mamar.

—Sé razonable, María...

—Os he dicho ya que mi razón está en las tinieblas...

La vendaron, tomó al niño, lo palpó, se descubrió el pecho, y poniéndoselo a él, le apretaba contra su seno murmurando:

—¡Pobre padre! ¡Pobre padre!

(Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 22-I-1900)

La manchita de la uña

Procopio abrigaba lo que se podría llamar la superstición de las supersticiones, o sea la de no tenerlas. El mundo le parecía un misterio, aunque de insignificancia. Es decir, que nada quiere decir nada. El sentido de las cosas es una invención del hombre, supersticioso por naturaleza. Toda la filosofía —y para Procopio la religión era filosofía en niñez o en vejez, antes o después de su virilidad mental— se reducía al arte de hacer charadas, en que el todo precede a las partes, a mi primera, mi segunda, mi tercera, etc. El supremo aforismo filosófico de Procopio, el a y el zeda de su sabiduría era éste: «Eso no quiere decir nada». No hay cosa que quiera decir nada, aunque diga algo; lo dice sin querer. En rigor el hombre no piensa más que para hablar, para comunicarse con sus semejantes y asegurarse así de que es hombre.

Un día Procopio, al ir a cortase las uñas —operación que llevaba a cabo muy a menudo-, observó que en la base de la uña del dedo gordo de la mano derecha, y hacia la izquierda, se le había aparecido una manchita blanca, como una peca. Cosa orgánica, no pegadiza; cosa del tejido. «¡Bah! —se dijo-, irá subiendo según crece la uña y acabará por desaparecer; un día la cortaré con el borde de la uña misma». Y se propuso no volver a pensar en ello. Pero como el hombre propone y Dios dispone, dispuso Dios que Procopio no pudiese quitarse del espíritu la manchita blanca de la uña.

Cuando se puso una vez, al poco del descubrimiento, a escribir Procopio, la manchita no le dejaba llevar la pluma por donde él quería. «¡Pero esto es una estupidez! —se decía, irritado contra sí mismo-; ¡si esto no quiere decir nada!, ¡degradantes supersticiones!». Recordaba que cuando niño se le había dicho que esas pintitas blancas en las uñas son mentiras y que les salen a los niños mentirosos; pero él ni era ya niño —ni viejo todavía— ni recordaba haber dicho, ni haberse dicho, recientemente mentira alguna de consideración. Además, aquello no quería decir nada. Y salió de paseo al campo, a ver si con el aire libre y soleado se le quitaba la pintita aquella del magín.

¡Que si quieres! Más fácil le habría sido quitársela de la uña. «¿Pero qué puede querer decir una cosa así? —se decía, sin querer decirse-. ¿Qué puede querer decir? ¡Claro está que nada! Alguna cosa tendrá, ¡claro! porque no hay efecto sin causa, y esto es indudablemente efecto, efecto de algo; por algo me ha salido esta manchita en la uña y precisamente en la del dedo gordo de la mano derecha y no de ninguna otra de las diez. ¿A ver?». Y se puso a examinar las demás uñas. Y luego se dijo: «No hay efecto sin causa, como no hay causa sin efecto; pero, ¿para qué me ha salido esta manchita... ¿Manchita?». Y se puso a cavilar si era o no mancha. Porque las manchas le parecía que han de tirar a negro. «Sin embargo, sin embargo —se añadió-, blanco sobre negro es —tan mancha como negro sobre blanco; en una levita negra mancha la leche como en una pechera de camisa blanca la tinta». Creía con estas cavilaciones trascendentales poder desechar, de su magín la manchita; pero, ¡quiá!, ¡ni por ésas! Ya la cuestión no era lo que aquella pintita significara, sino si significaba o no algo. Y en rigor, si hay algo que signifique cosa alguna.

Procopio creía no creer en «agüeros», hechicerías y cosas supersticiosas —creencia que, según le habían enseñado en el P. Astete, es pecaminosa-; pero la superstición de Procopio era que nada quiere decir nada, que ninguna cosa tiene significación. «Y si no vamos a ver —se decía-: ¿qué quiere decir esto de que yo me llame Procopio?, ¿por qué me hizo bautizar con ese nombre mi padre, que, por su parte, se llamaba Wilibrordo?, y tenía, por cierto, un hermano, tío mío, Burgundóforo...». Mas ni aun así... No, no lograba con estas digresiones apartar su obsesión de la manchita. La pequita estaba allí, en la uña, sonriéndose, sí sonriéndose irónicamente y diciéndole: «Adivina, adivinanza, ¿qué hace el huevo en la paja? Y yo, ¿qué hago aquí?». Y era un huevo, un huevecillo —un ovillo— de pesares trascendentes. Conque no quería decir nada, ¿eh? Pues, por lo menos, decía querer. ¿Y decir querer no es acaso el colmo de querer decir? La pequita decía querer amargarle el poso de las aguas del espíritu, el sedimento de las supersticiones.

Empezó la cosa —ya le llamaba, hablando consigo mismo, «la cosa»— a causarle un íntimo desasosiego, algo como un cosquilleo del cauce del alma. ¡Dolor, no! Dolor no era; no llegaba a dolor. Pero algo que no le dejaba descansar, como cuando no se acuerda uno del nombre de su padre o de su hijo o del propio nombre. Y recordaba cómo, siendo niño, tuvo que salir de la Iglesia dejando de oír una misa, a que devotísimamente asistía, porque no podía dominar los cosquilleos a despabilar los mocos de las velas del altar. Y se le reprodujo aquella congoja infantil.

¿Se pintaría la uña? ¿Se la rasparía? ¿Se la cortaría? Mejor era dejarla crecer. Y acaso con su deseo de que desapareciese la misteriosa —sí, ¡misterio, misterio!— manchita fuera creciendo más de prisa la uña. Porque... ¿no influye acaso la voluntad en el crecimiento, más o menos lento, de las uñas?

«Dicen que a Newton —se decía Procopio— se le ocurrió lo de la gravitación viendo caer una manzana... Cuentos, ¡claro! Pero, ¿no será la aparición de esta manchita en mi uña algo así como la caída de una manzana newtoniana? Y ahora, ¿qué descubro yo? Y se puso a pensar qué es lo que descubriría. Porque necesitaba descubrir algo; el ánimo le pedía un descubrimiento. Sólo que como nada significa nada... ¿Descubriría esto: que nada significa nada? Creía tenerlo descubierto, mas para sí solo; y cuando no logra uno descubrir a los otros lo que creen tener descubierto, empieza a sospechar que ni a sí mismo se lo descubrió.

¿Y si yo pudiese demostrar —se añadió— que la cosa no significa nada?». Empezó a asustarse. La obsesión de la manchita no le dejaba pensar en otras cosas más serias. ¿Más serias? ¿Y por qué más serias?

Procopio se volvió a su casa con la mente henchida de intenciones de pensamientos. La manchita de la uña se le había convertido en una nebulosa cósmica de la razón. Y no quería dormirse, no fuera que la manchita se le convirtiese en sueño... Procopio tenía un supersticioso horror a las supersticiones.

(Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 25-II-1923)

La mansedumbre

Nerón tiple o el calvario de un inglés

El pobre primo había pasado una noche horrorosa; se encontraba mal, muy mal, no tenía con qué responder a ciertas cuentecillas; es decir, como tener, sí, tenía; pero repartido entre deudores.

El pobre cordero se armó de valor, se encasquetó el sombrero, soltó un terno y salió a por lo suyo.

Iba componiendo la tremenda filípica que endilgaría a cada deudor, cuando vio a lo lejos a uno de los más mansos. Lo mismo que el viento al humo, esta visión disipó sus ímpetus, hizo latir su corazón, le puso rojo y le desvió por una calleja murmurando: «Pero, señor, ¿por qué soy así?».

Entonces se acordó de sus hijos y de su esposa venerable, de sus menos cien duros derramados, y lleno de valor subió a casa de otro de sus deudores. Subía despacito, contando las escaleras, en cada tramo las palpitaciones le obligaban a descansar, miró tres o cuatro veces al reloj, llegó a la puerta, oyó pasos hacia adentro, y sin llamar, pálido, bajó la escalera más que de prisa.

Iba midiendo el santo suelo, y diciéndose: «Nada, está visto, yo soy así», cuando le heló una voz que decía a sus espaldas: «¡Hola, José!».

El más manso de sus deudores le alargaba la mano vacía, que José estrechó enternecido de vergüenza. Hablaron de mil cosas indiferentes, de la plenitud de los tiempos y de la proximidad del cataclismo, habló el manso de aquella dichosa letra, que siempre que él topaba a José estaba ella por llegar, preguntó al primo si por casualidad llevaba encima cinco duros, contestó éste que por providencia no los tenía a mano, se la alargó el otro vacía y le despidió diciéndole:

—De lo otro no me olvido.

—¡Que no se olvida! ¡Habrase visto!

Entonces pasaba José junto al café en que tomaba su tacita en los tiempos dichosos en que disponía de una pesetilla propia, ganada con su sudor. Allí, allí lo solía tomar con sus amigos. «¿Si estará alguno?», se dijo, y entró. Allí estaba Ricardo tan orondo, tomando su café con copa.

—Con mi dinero —murmuró José-, me privo yo de tomarlo para que él lo tome, ¡habrase visto!... nada, nada, yo soy así.

Se acercó a Ricardo, y éste con mil zalamas exclamó:

—Dichosos ojos... ¡cualquiera te ve! Anda, hombre, toma algo, yo te convido, ¿qué tomas?

—Oh, gracias, nada, gracias, muchas gracias... no acostumbro... ya sabes que no...

—Anda, hombre, toma...

—No, no, gracias...

Le daba pena que Ricardo le gastara el dinero; por él, ¡oh, no! Y el pobre, encogido, avergonzado, miraba a la taza de Ricardo por no topar con la inquisidora mirada del mozo.

Al rato de charla pretextando un asuntillo se levantó, y ya iba a salir cuando Ricardo le dijo:

—Tenemos pendiente aquello..., no lo olvido, un día de estos pasaré por tu casa.

Ya no podía más; corrió a casa, y al entrar en ella corrieron a él sus hijos pidiéndole los prometidos juguetes.

—Otro día, queridos, otro día, hoy estoy malo, otro día, cuando Ricardo o Eustaquio pasen por aquí...

—¿Te duele algo, papaíto?

La venerable esposa le trajo la cuenta del sastre. José la tomó y se encerró en su cuarto, se sentó, y mirando a la cuenta, lloró por dentro.

«Soy un inglés, un héroe desconocido; ¡pero qué buen amigo soy! Pasará por casa, dice que pasará por casa... pero qué chirigotero es... En el número próximo de El Mundo Cómico no dejará de hacer algún chiste a cuenta de mí. Los maridos buenos, las suegras, los ingleses y los maestros de escuela divertimos al mundo como los perros a los chiquillos. ¡Tírale, tírale del rabo, verás cómo chilla!, ¡no tengas miedo, anda!, que no muerde, ni siquiera ladra.

Pero el muy chirigotero con qué gracia me dice: ¡qué bueno eres, José!, mientras así, como por caricia, me da un golpecito en el bolsillo a ver si suena.

Nerón, Nerón es mi ideal; ¡qué hombre! Satanás, Lucifer, Mefistófeles, todos quedan chiquitos a su lado, ¡oh, Nerón! Sólo se le olvidó meter a un deudor en una garrafa y hacer de él carámbano. ¡Y aun le parecía a Dickens sensible la prisión por deudas de Londres!

Nerón, ¡oh, Nerón!, era el destilado exquisito, la quinta esencia de una familia de monstruos, genios de audacia, de astucia, de crueldad, de glotonería, de barbarie, hasta de imbecilidad, ¡Nerón!, ¡qué artista perdió el mundo! Y, ¡cómo unía a la concepción ardorosa y vasta de la crueldad, la frialdad serena de su ejecución!, ¡qué consorcio entre la forma y el fondo!

Pero yo..., yo. Yo me consumo en imaginar atrocidades y no sé qué hacer más que caricias humildes. Pero soy bueno, muy bueno, y Nerón era malo, muy malo. Era grande en la maldad, y, ¿no hay, acaso, grandeza en mi mansedumbre?

Todos celebran al león, hasta el tigre, y se burlan de la liebre. Dios, el mismo Dios que dio garras y pico al águila, dio alas veloces a la golondrina. Él, que dio uñas al tigre, dio patas a la liebre, tinta al jibión, pequeñez al mosquito, aguijón a la abeja, veneno a la víbora, mansedumbre al cordero y al inglés. Ya quisiera yo haberle visto a Nerón sin dinero, con mujer y chiquillos y de inglés; ya quisiera haberle visto... hubiera reventado de fijo. Y yo me estoy aquí, en medio de todo sereno, confiado como las avecillas del cielo y los lirios del campo.

Mientras yo me he oído por dentro, me he creído un tigre dormido..., ¡ay, si despierto!, decía. Desperté, grité mi voz chocó y volvió el eco, me oí desde fuera, ¡qué vocecita!, ¡vaya un tiplón! Es en lo único en que me parezco a Nerón, en la voz de tiple.

Y ahora, ¿qué hago con esta cuenta del sastre y con mis menos cien duros? ¡Dios mío, Dios mío! Sólo falta para que apure el cáliz que me persigan ingleses, a mí, inglés modelo; ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío!, ¿por qué me abandonas?

Vamos a cuentas, José, admirador de Nerón, ¿qué acto de energía has cumplido? Nada, nada más que un día en que estabas malhumorado contestar con voz ronca y breve a un mendigo que te pedía por amor de Dios, contestarle: "¡Adaptarse!". Él tradujo la palabra a su modo, la tradujo bien, y me llenó de insultos, ¡tuve que huir! Tenía razón el mendigo, Dios me castiga.

¡Adaptarse, adaptarse! Ellos son los que se adaptan a mí, como el muérdago a la encina, el liquen al árbol... Si no hubiera parásitos, ¿qué sería del exceso de vida? ¡Oh, mis menos cien duros!

Y luego chistecitos al canto. Si yo fuera Nerón, a todo el que hiciera drama con adulterio, chiste con suegra, inglés o marido, cuadro con sangre o chulos... ¡oh!, le hacía limonada.

Si pudiera fundir conmigo uno de esos hombres bestia que no tienen idea, pero tienen voluntad, lo que me falta..., ¡un hombre toro! ¡Quiá! O le corroía yo o me aplastaba él; podríamos mezclarnos, pero confundirnos, jamás.

Vaya, vaya, no quiero pensar, no hay peor que pensar..., venga el último número de El Mundo Cómico, aquel en que he publicado un articulillo cínico y brutal, que asustó a los papás e hizo reír a los que me conocen, aquel en que me exhibí como monstruo..., ¡ay pobre Nerón tiple! En este mismo número mi buen Enrique está felicísimo en un cuento en que figura un inglés...

Iba en esto el pobre Hamlet de los primos, cuando entró una criada anunciándole a don Enrique.

—Don Enrique, Enrique..., vendrá a pagarme, ¡meterá la mano en el bolsillo..., yo no soy un tigre, soy Nerón cuando estoy solo y de noche, nada más..., le tengo que decir: «¡Oh!, no, no hay prisa, Enrique, no corre prisa, por un día más o menos...».

Mi buen Enrique sacará entonces la mano del bolsillo y dirá: «Bueno, prefiero pagarte mañana...».

—¿Qué le digo, señorito?

—¡Ah, sí!, ¡espera!, ¡oye!... Sacará la mano del bolsillo..., sí, la sacará... me la alargará y dirá: «Pues que no te corre prisa, dame cuatro duros más y serán veinte, y en cuanto cobre una cuentilla te lo pagaré todo junto...».

—¿Qué le digo, señorito?, que está esperando...

—Es verdad, habrá oído mi voz de tiple; ¡pobre Enrique!, dile que pase.

La criada se fue. Una lágrima cayó en la cuenta del sastre, y en seguida, desahogada la angustia, una sonrisa serena iluminó el rostro plácido de Nerón tiple.

(Madrid, 1890)

Juan Manso

(Cuento de muertos)

Y va de cuento.

Era Juan Manso en esta pícara tierra un bendito de Dios, una mosquita muerta que en su vida rompió un plato. De niño cuando jugaban al burro sus compañeros, de burro hacia él; más tarde fue el confidente de los amoríos de sus camaradas, y cuando llegó a hombre hecho y derecho le saludaban sus conocidos con un cariñoso: «¡Adiós, Juanito!».

Su máxima suprema fue siempre la del chino: no comprometerse y arrimarse al sol que más calienta.

Aborrecía la política, odiaba los negocios, repugnaba todo lo que pudiera turbar la calma chicha de su espíritu.

Vivía de unas rentillas, consumiéndolas íntegras y conservando entero el capital. Era bastante devoto, no llevaba la contraria a nadie y como pensaba mal de todo el mundo, de todos hablaba bien.

Si le hablabas de política, decía: «Yo no soy nada, ni fu ni fa, lo mismo me da rey que roque: soy un pobre pecador que quiere vivir en paz con todo el mundo».

No le valió, sin embargo, su mansedumbre y al cabo se murió, que fue el único acto comprometedor que efectuó en su vida.

* * *

Un ángel armado de flamígero espadón hacía el apartado de las almas, fijándose en el señuelo con que las marcaban en un registro o aduana por donde tenían que pasar al salir del mundo, y donde, a modo de mesa electoral, ángeles y demonios, en amor y compañía, escudriñaban los papeles por si no venían en regla.

La entrada al registro parecía taquilla de expendeduría en día de corrida mayor. Era tal el remolino de gente, tantos los empellones, tanta la prisa que tenían todos por conocer su destino eterno y tal el barullo que imprecaciones, ruegos, denuestos y disculpas en las mil y una lenguas, dialectos y jergas del mundo armaban, que Juan Manso se dijo: «¿Quién me manda meterme en líos? Aquí debe de haber hombres muy brutos».

Esto lo dijo para el cuello de su camisa, no fuera que se lo oyesen.

El caso es qué el ángel del flamígero espadón, maldito el caso que hizo de él, y así pudo colocarse camino de la Gloria.

Iba solo y pian pianito. De vez en vez pasaban alegres grupos, cantando letanías y bailando a más y mejor algunos, cosa que le pareció poco decente en futuros bienaventurados.

Cuando llegó al alto se encontró con una larga cola de gente a lo largo de las tapias del Paraíso, y unos cuantos ángeles que cual guindillas en la tierra velaban por el orden.

Colócase Juan Manso a la cola de la cola. A poco llegó un humilde franciscano, y tal maña se dio, tan conmovedoras razones adujo sobre la prisa que le corría por entrar cuanto antes, que nuestro Juan Manso le cedió su puesto diciéndose: «Bueno es hacerse amigos hasta en la Gloria eterna».

El que vino después, que ya no era franciscano, no quiso ser menos y sucedió lo mismo.

En resolución, no hubo alma piadosa que no birlara el puesto a Juan Manso, la fama de cuya mansedumbre corrió por toda la cola y se transmitió como tradición flotante sobre el continuo fluir de gente por ella. Y Juan Manso, esclavo de su buena fama.

Así pasaron siglos al parecer de Juan Manso, que no menos tiempo era preciso para que el corderito empezara a perder la paciencia. Topó por fin cierto día con un santo y sabio obispo, que resultó ser tataranieto de un hermano de Manso. Expuso éste sus quejas a su tatarasobrino y el santo y sabio obispo le ofreció interceder por él junto al Eterno Padre, promesas en cuyo cambio cedió Juan su puesto al obispo santo y sabio.

Entró éste en la Gloria y, como era de rigor, fue derechito a ofrecer sus respetos al Padre Eterno. Cuando hubo rematado el discursillo, que oyó el Omnipotente distraído, dijole éste:

—¿No traes postdata? —mientras le sondeaba el corazón con su mirada.

—¡Señor, permitidme que interceda por uno de tus siervos que allá, a la cola de la cola...!

—Basta de retóricas —dijo el Señor con voz de trueno-. ¿Juan Manso?

—El mismo, Señor; Juan Manso, que...

—¡Bueno, bueno! Con su pan se lo coma, y tú no vuelvas a meterte en camisa de once varas.

Y volviéndose al ángel introductor de almas, añadió: «¡Que pase otro!».

Si hubiera algo capaz de turbar la alegría inseparable de un bienaventurado, diríamos que se turbó la del santo y sabio obispo. Pero, por lo menos, movido de piedad acercose a las tapias de la Gloria, junto a las cuales se extendía la cola, trepó a aquéllas, y llamando a Juan Manso, le dijo:

—¡Tataratío, cómo lo siento! ¡Cómo lo siento, hijito mío! El Señor me ha dicho que te lo comas con tu pan y que no vuelva a meterme en camisa de once varas. Pero... ¿sigues todavía en la cola de la cola? Ea, ¡hijito mío!, ármate de valor y no vuelvas a ceder tu puesto.

—¡A buenas horas mangas verdes! —exclamó Juan Manso, derramando lagrimones como garbanzos.

Era tarde, porque pesaba sobre él la tradición fatal y ni le pedían ya el puesto, sino que se lo tomaban.

Con las orejas gachas abandonó la cola y empezó a recorrer las soledades y baldíos de ultratumba, hasta que topó con un camino donde iba mucha gente, cabizbajos todos. Siguió sus pasos y se halló a las puertas del Purgatorio.

—Aquí será más fácil entrar —se dijo-, y una vez dentro y purificado me expedirán directamente al Cielo.

—Eh, amigo, ¿a dónde va?

Volviose Juan Manso y hallose cara a cara con un ángel, cubierto con una gorrita de borla, con una pluma de escribir en la oreja, y que le miraba por encima de unas gafas. Después que le hubo examinado de alto abajo, le hizo dar vuelta, frunció el entrecejo y le dijo:

—¡Hum, malorum causa! Eres gris hasta los tuétanos... Temo meterte en nuestra lejía, no sea que te derritas. Mejor harás en ir al Limbo.

—¡Al Limbo!

Por primera vez se indignó Juan Manso al oír esto, pues no hay varón tan paciente y sufrido que aguante el que un ángel le trate de tonto de capirote.

Desesperado tomó camino del Infierno. No había en éste cola ni cosa que lo valga. Era un ancho portalón de donde salían bocanadas de humo espeso y negro y un estrépito infernal. En la puerta un pobre diablo tocaba un organillo y se desgañitaba gritando:

—Pasen ustedes, señores, pasen... Aquí verán ustedes la comedia humana. Aquí entra el que quiere.

Juan Manso cerró los ojos.

—¡Eh, mocito, alto! —le gritó el pobre diablo.

—¿No dices que entra el que quiere?

—Sí, pero... ya ves —dijo el pobre diablo poniéndose serio y acariciándose el rabo-, aún nos queda una chispita de conciencia... y la verdad... tú...

—¡Bueno! ¡Bueno! —dijo Juan Manso volviéndose porque no podía aguantar el humo.

Y oyó que el diablo decía para su capote: «¡Pobrecillo!».

—¡Pobrecillo! Hasta el diablo me compadece.

Desesperado, loco, empezó a recorrer, como un tapón de corcho en medio del océano, los inmensos baldíos de ultratumba, cruzándose de cuando en cuando con el alma de Garibay.

Un día que atraído por el apetitoso olorcillo que salía de la Gloria se acercó a las tapias de ésta a oler lo que guisaban dentro, vio que el Señor, a eso de la caída de la tarde, salía a tomar el fresco por los jardines del Paraíso. Le esperó junto a la tapia, y cuando vio su augusta cabera, abrió los brazos en ademán suplicante, y con tono un tanto despechado le dijo:

—¡Señor, Señor! ¿No prometiste a los mansos vuestro reino?

—Sí; pero a los que embisten, no a los embolados.

Y le volvió la espalda.

* * *

Una antiquísima tradición cuenta que el Señor, compadecido de Juan Manso, le permitió volver a este pícaro mundo; que de nuevo en él, empezó a embestir a diestro y siniestro con toda la intención de un pobrecito infeliz: que muerto de segunda vez atropelló la famosa cola y se coló de rondón en el Paraíso.

Y que en él no cesa de repetir: «¡Milicia es la vida del hombre sobre la tierra!».

(El Nervión, Bilbao, 22-V-1892)

¿Por qué ser así?

Era terrible, verdaderamente terrible. Si aquello se prolongaba no respondería de sí mismo. «Pero ¡Dios mío! —se decía-, ¿por qué soy así? ¿Por qué soy como soy? Todo se me vuelven propósitos de energía que se me disipan en nieblas así que afronto la realidad».

Desde niño había guardado el pobre José sus indomables resoluciones en lo más hondo de su alma, entregando al mundo aquella debilidad que le valía fama de bueno, fama que le estaba dando no poco que sufrir. Porque era bueno, positivamente bueno, y si no había estallado más de una vez fue por bondad y reflexión; estaba seguro de ello. Tenía plena conciencia de que más de una vez habría dado que sentir, a no ser porque sobre todo tendía a sujetar al bruto bajo el ángel. Y la gente, que sólo juzga por las apariencias, confundía su bondad con la impotencia. ¡Hasta que estallase un día!...

Era ya tiempo de estallar. No se trataba de él solo, sino de sus hijos y de su mujer, del porvenir de los que le estaban encomendados. Un padre de familia no puede aspirar a santo, ni dejar además la capa al que le ponga pleito queriendo quitarle la ropa. Eso de no resistir al malo estaba bien para los frailes. ¿Es compatible la más alta perfección cristiana con las necesidades de la familia? No podía hacer a sus hijos víctimas de su bondad; tenía que azuzar por un momento al bruto que en él dormía. Ahora verían quién era él, José el manso, el paciente.

Había pasado una noche angustiosa pensando en las deudas que le vencían sin tener con qué responderlas... Es decir, sí; tenía con qué, pero repartido entre deudores. ¿Hay cosa más terrible que verse atosigado de deudas cuando los créditos exceden a ellas? Y no podía decir a sus acreedores que le perdonaran como perdonaba él a sus deudores, porque un acreedor no es perfecto como nuestro Padre que está en los cielos. Se armó de gran valor, encasquetose el sombrero y salió a cobrar lo suyo.

Iba componiendo, palabra por palabra y repitiéndola por vía de ensayo, la tremenda filípica que endilgaría al primer deudor con quien topase, cuando la visión a lo lejos de unos de los más mansos le desvaneció los ímpetus, le hizo latir el corazón y le obligó a desviarse por una calleja murmurando: «Pero, Señor, ¿por qué soy así?». No tenía bien estudiado su papel, y aquel encuentro inopinado le privó de aplomo.

Acordose de sus hijos y de su mujer, de su dinero esparcido, y lleno de valor subió a casa de otro de sus deudores. Subía despacito, contando las escaleras; en cada tramo las palpitaciones cardíacas le obligaban a descansar; miró tres o cuatro veces el reloj; llegó a la puerta, al oír pasos dentro, pálido y sin haber llamado, bajó las escaleras más de prisa. Los pasos habían sido de él, de Eustaquio... ¡No le dejaban tiempo de prepararse, le sorprendían antes de haberse puesto en guardia!

Iba midiendo el santo suelo y diciéndose: Pero ¿por qué soy así?», cuando le heló una voz que decía a sus espaldas: «¡Hola, José!». El más complaciente de sus deudores le alargaba la mano vacía, que José estrechó enternecido de vergüenza. Hablaron de mil cosas indiferentes, aludió el otro a aquella dichosa letra que siempre que topaba a José estaba por llegar, preguntole si por casualidad llevaba cinco duros; contestole éste que por providencia no los teñía a mano; se la alargó el otro vacía y le despidió diciéndole: «De lo otro no me olvido».

—¡Que no se olvida!... ¡Es un consuelo!

Pasó al poco tiempo José por junto al café en que tomaba su tacita en los tiempos dichosos en que disponía de una peseta sobrante.

«¿Si estaría allí alguno de mis amigos?». Entró. Allí estaba Ricardo, tan orondo, tomando su café, con copa y puro.

«Con mi dinero —murmuró José-. Me privo yo de tomarlo para que lo tome él. ¡Habrase visto!... Nada, nada, que yo soy así...».

Se acercó a Ricardo, que con mil zalemas exclamó al verle:

—¡Dichosos ojos!... ¡Cualquiera te echa la vista encima! ¿Qué quieres tomar?

—¡Oh, gracias, muchas gracias! Nada, nada...; no acostumbro... Ya sabes que no...

—Anda, hombre, toma algo, que yo te convido.

—No, gracias.

—Bueno, tú te lo pierdes...

Le daba pena que Ricardo le gastara su dinero en convidarle a él con lo suyo... ¡Oh, no! Y el pobre, encogido, avergonzado, miraba a la taza de Ricardo por no tropezar con la inquisidora mirada del mozo.

Al rato de charla, pretextando un asuntillo, se levantó José, e iba a salir ya cuando Ricardo le dijo:

—Tenemos pendiente aquello... No creas que lo olvido; un día de éstos pasaré por tu casa. No lo echo en saco rato.

«¡Que no lo echa en saco roto!... ¿Dónde saco más roto que un café?». Al entrar en casa saliéronle a recibir sus hijos.

—Papá, ¿no traes aquello que dijiste el otro día?

—¡Otro día, queridos, otro día!... Hoy estoy malo, otro día..., cuando Ricardo o Eustaquio pasen por aquí...

—¿Te duele algo, papá?

Su mujer le llevó la cuenta del sastre; tomola José, se encerró en su cuarto, y mirando a la cuenta lloró por dentro.

«Pero, Dios mío, ¿por qué seré yo así? ¿Por qué me habrá hecho así Dios? ¿Por qué no seré yo otro?... Dice que pasará por casa... ¡Qué chirigotero es! En el número próximo de El Mundo Cómico no dejará de hacer algún chiste a cuenta de mí. Los maridos buenos, las suegras, los ingleses y los maestros de escuela divertimos al mundo como los perros a los chiquillos. ¡Tírale, tírale del rabo, verás, verás cómo chilla! ¡No tengas miedo; anda, que no muerde, ni siquiera ladra!... Y el muy chirigotero con qué gracia me dice: "¡Qué bueno eres, José!", mientras así como por caricia me dan un golpecito en el bolsillo a ver si suena... ¡Socialismo, socialismo! ¡Lucha de clases! ¡Burgueses y proletarios! ¡Explotadores y explotados!... ¡Música celestial! No hay más que dos clases: dos tan sólo: la de los acreedores y la de los deudores. ¿Y cuando, como a mí me sucede, se es deudor y acreedor a la vez? ¡Esto es horrible! Llevo en mí dos principios contradictorios que se combaten y destruyen. Más me valiera ser tan sólo deudor implacable o acreedor manso. ¡Mansedumbre, mansedumbre! Todos celebran al león, hasta el tigre, y se burlan de la pobre liebre, y, sin embargo, el mismo Dios que dio garras y pico al águila, garras y poderosas fauces al tigre y al toro cuernos, dio alas veloces a la golondrina, patas ligeras a la liebre, pequeñez al mosquito, tinta al calamar, aguijón a la abeja, veneno a la víbora, mansedumbre al cordero y al inglés. Y luego viene un impío Lessing e insulta al cordero, que es quien borra los pecados del mundo. Toda esa monserga del honor, todo ese código anticristiano del pundonor caballeresco lo han inventado los tigres vencedores. Y ahora, ¿qué hago con esta cuenta?... Ahora me acuerdo de un día en que al pedirme un mendigo una limosna le contesté malhumorado: «"¡Adaptarse!". Tradujo la palabra a su modo y la tradujo bien; me llenó de insultos y tuve que huir. Su maldición me persigue. ¡Adaptarse! Ellos son los que se adaptan a mí como el muérdago a la encina. Si no hubiese parásitos, ¿qué sería del exceso de vida? ¡Adaptarse! ¡La lucha por la vida! ¡La selección! ¡Esto si que es filosofía caballeresca!... ¡Y que hablen todavía los caballeros cristianos!... Vaya, vaya, no quiero pensar; venga el último número de El Mundo Cómico en que publiqué un artículo brutal que asustó a los padres de familia e hizo reír a los que pretenden conocerme. En el mismo número estuvo Enrique felicísimo en un cuento en que figura un inglés...».

Iba en esto José cuando la criada le anunció que esperaba don Enrique.

—¡Don Enrique!... Enrique... vendrá a pagarme. Meterá la mano en el bolsillo, y yo, que no soy un tigre, le tengo que decir: «¡Oh, no, no corre prisa, por un día más o menos!...». Y Enrique entonces sacará la mano del bolsillo...

—¿Qué le digo, señorito?

—¡Ah, sí, espera, oye!... Sacará la mano del bolsillo... la sacará, me la alargará y dirá: «Puesto que no te corre prisa, dame cinco duros más y serán, en números redondos, cincuenta duros, mil reales, y así que cobre una cuentecilla te lo pagaré todo junto...».

—¿Qué le digo, señorito, que está esperando?

—¡Es verdad!... ¡Pobre Enrique, dile que pase!

«¡Pero por qué soy así, Dios mío!».

(Madrid Cómico, 2-VIII-1898)

El lego Juan

Eran tan extrañas las penitencias que se contaban de aquel pobre lego, y tan penetrantes las palabras de mansedumbre que dirigía al pueblo cuando iba mendigando de puerta en puerta, que ardíamos en deseos de conocer algo de su vida pasada, sobre la que corrían mil consejas entre las comadres.

«No hay que irritar al colérico —repetía cuando, con frecuencia, se metía a apaciguar riñas-, no hay que irritarlo... Cuando el prójimo se encolerice contra nosotros, huir, huir, correr al templo y pedir a Dios por él».

Por fin llegamos a conocer lo sustancial de su vida.

El lego aquel había ansiado, desde muy niño, conquistar la gloria con una vida de austeridades y aun de martirio; mas azares de la suerte le llevaron a servir a un señor, de quien su padre había recibido sustanciosas mercedes. Era el tal señor, su amo, hombre de vida algo relajada, despreciador de toda piedad, y de natural colérico y fácilmente irritable, si bien le creyó siempre, su criado, dotado de buen fondo; y sin cesar pidió a Dios que le convirtiese. Apreciaba el señor, por su parte, la lealtad y diligente obediencia de su criado; pero irritándole la que llamaba su estúpida gazmoñería y sin poder resistir aquella inalterable mansedumbre, que le hería como un silencioso reproche.

—¿A que vienes de comerte los santos, Juan? Pero, hombre, ¿por qué has de ser tan bolonio?...

Juan bajaba los ojos, poniéndose a rezar por su amo, mientras se decía muy por lo bajito: «¡Vaya todo por ti, Señor, todo lo sufro por ti..., llévamelo en cuenta!».

—Vamos, vamos, levanta esa vista y no te me vengas mormojeando simplezas...

Juan pedía a Dios por su amo, mas sin poder, a la vez, por menos de regocijarse de tenerlo tal que, haciéndole sufrir afrentas y llenándole de improperios, le diese ocasión de ejercitar la mansedumbre y la paciencia, y de atesorar así los bienes imperecederos. Convertíase, por tal manera, su vida en un callado sacrificio, en martirio de cada instante. ¡Pobre amo; pobre señor! ¡Que Dios se apiadase de aquel desdichado instrumento de sus misericordias para con el pobre Juan, su siervo! Tenía buen fondo, sí; tenía excelente fondo aquel pobre señor, y tenía, además, quien rogase por él sin descanso.

* * *

Algo grave debió ocurrir, cierto día, en el amo de Juan, que se encerró en su cuarto con aire de preocupación suprema.

Cuando a la mañana siguiente volvió Juan de misa de alba, hallose a su señor levantado ya y presa de agitación anormal.

—¡Juan! ¡Juan!

—¡Señor!

—¡Imbécil, pedazo de animal! ¡Te estoy llamando hace lo menos una hora, y tú nada!...

—Señor, acabo de llegar de misa...

—¡De misa..., de misa..., majadero! ¡Donde debes estar es en tu obligación! ¡Anda, trae agua en ese jarro!...

Bajó Juan los ojos poniéndose a rezar, cogió el jarro, tropezó con su amo, que se paseaba por el cuarto, y cayéndosele el jarro se le hizo añicos.

—¡Animal!

—Por Dios, señor; no se ponga así...

Fue tal, entonces, la expresión de cólera del amo, que aterrado, más que contristado, Juan, cayó de rodillas ante él. Este acto exasperó aún más al colérico señor, tomolo cual una bofetada, y yendo sobre su criado le descargó una.

—¡Sea por Dios! —dijo Juan.

—¡Por Dios, por Dios has dicho..., hipócrita!

Algo súbito pasó entonces por la conciencia del criado, que, levantándose, huyó de la casa. Huyó de la casa y fuese a los pies de un confesor a preguntarle si era cristiano tomar al prójimo de escalera para subir al cielo, cultivar las flaquezas ajenas para acrecentar con ello supuestos méritos nuestros, si es que no hay falsos martirios en que se peca excitando al pecado al verdugo, y en que de nada atestigua el mártir, si no es acaso nefanda doctrina la tácita creencia de que hace falta que haya malos para que se ejerciten los buenos, ofensas para dar lugar al perdón, pobres para la limosna e iniquidades para fomentar la mansedumbre.

—No has conocido el reino de Dios —le dijo el confesor.

Lloró Juan su falaz virtud, y cuando supo que su amo había muerto a consecuencia de un desafío tenido aquel mismo día del bofetón, ingresó de lego en el convento, donde día tras día lloró sus culpas, expió su egoísta mansedumbre de otros tiempos y pidió sin descanso a Dios por el alma del que fue su amo.

Conocida esta historia, comprendíamos lo que un día el pobre lego dijo al separar a un muchacho de otro que le maltrataba, mientras aquél nada hacía por evitarlo:

—Anda, corre, escapa —le dijo, añadiendo como para sí-, no cultives la cólera de tu hermano.

(El Progreso, Madrid, 9-I-1898)

Costumbrismo

«Solitaña»

Soli, solitaña:
Vete a la montaña.
Dile al pastor
que traiga buen sol,
para hoy y pa mañana
pa toda la semana.

(Canto infantil bilbaíno)
 

Érase en Artecalle, en Tendería o en otra cualquiera de las siete calles, una tiendecita para aldeanos, a cuya puerta paraban muchas veces las zamudianas con sus burros. El cuchitril daba a la angosta portada y costreñía el acceso a la casa un banquillo lleno de piezas de tela, paños rojos, azules, verdes, pardos y de mil colores para sayas y refajos; colgaban sobre la achatada y contrahecha puerta pantalones, blusas azules, elásticos de punto abigarrados de azul y rojo, fajas de vivísima púrpura pendientes de sus dos extremos, boinas y otros géneros, mecidos todos los colgajos por el viento noroeste que se filtraba por la calle como por un tubo, y formando a la entrada como un arco que ahogaba a la puertecilla. Las aldeanas paraban en medio de la calle; hablaban, se acercaban, tocaban y retocaban los géneros; hablaban otra vez, iban, volvían a regatear y al cabo se quedaban con el género. El mostrador, reluciente con el brillo triste que da el roce, estaba atestado de piezas de tela: sobre él unas compuertas pendientes que se levantaban para sujetarlas al techo con unos ganchos y servían para cerrar la tienda y limitar el horizonte. Por dentro de la boca abierta de aquel caleidoscopio, olor a lienzo y humedad por todas partes, y en todos los rincones, piezas, prendas de vestido, tela de tierra para camisas de penitencia, montones de boinas, todo en desorden agradable, en el suelo, sobre bancos y en estantes, y junto a una ventana que recibía la luz opaca y triste del cantón, una mesilla con su tintero y los libros de don Roque.

Era una tienda de género para la aldeanería. Los sentidos frescos del hombre del pueblo gustan los choques vivos de colorines chillones, buscan las alegres sinfonías del rojo con el verde y el azul, y las carotas rojas de las mozas aldeanas parecen arder sobre el pañuelo de grandes y abigarrados dibujos. En aquella tienda se les ofrecía todo el género a la vista y al tacto, que es lo que quiere el hombre que come con ojos, manos y boca. Nunca se ha visto género más alegre, más chillón y más frescamente cálido, en tienda más triste, más callada y más tibiamente fría.

Junto a esta tienda, a un lado, una zapatería con todo el género en filas, a la vista del transeúnte; al otro lado, una confitería oliendo a cera.

Asomaba la cabeza por aquella cáscara cubierta de flores de trapo el caracol humano, húmedo, escondido y silencioso, que arrastra su casita, paso a paso, con marcha imperceptible, dejando en el camino un rastro viscoso que brilla un momento y luego se borra.

Don Roque de Aguirregoicoa y Aguirrebecua, por mal nombre Solitaña, era de por ahí, de una de esas aldeas de chorierricos o cosa parecida, si es que no era de hacia la parte de Arrigorriaga. No hay memoria de cuándo vino a recalar en Bilbao, ni de cuándo había sido larva joven, si es que lo fue algún tiempo, ni se sabía a punto cierto cómo se casó, ni por qué se casó, aunque se sabía cuándo, pues desde entonces empezaba su vida. Se deduce a priori que le trajo de la aldea algún tío para dedicarle a la tienda. Nariz larga, gruesa y firme: el labio inferior saliente; ojos apagados a la sombra de grandes cejas; afeitado cuidadosamente; más tarde calvo; manos grandes y pies mayores. Al andar se balanceaba un poco.

Su mujer, Rufina de Bengoechebarri y Goicoechezarra, era también de por ahí, pero aclimatada en Artecalle: una ardilla, una cotorra y lista como un demonio. Domesticó a su marido, a quien quería por lo bueno. ¡Era tan infeliz Solitaña! Un bendito de Dios, un ángel, manso como un cordero, perseverante como un perro, paciente como un borrico.

El agua que fecunda a un terreno esteriliza a otro, y el viento húmedo que se filtraba por la calle oscura hizo fermentar y vigorizarse al espíritu de doña Rufina, mientras aplanó y enmoheció al de don Roque.

La casa en que estaba plantado don Roque era viejísima, y con balcones de madera; tenía la cara más cómicamente trágica que puede darse: sonreía con la alegre puerta y lloraba con sus ventanas tristes. Era tan húmeda que salía moho en las paredes.

Solitaña subía todos los días la escalera estrecha y oscura, de ennegrecidas barandillas, envuelta en efluvios de humedad picante, y la subía a oscuras sin tropezarse ni equivocar un tramo, donde otro se hubiera roto la crisma, y mientras la subía lento e impasible temblaba de amor la escalera bajo sus pies y la abrazaba entre sus sombras.

Para él eran todos los días iguales e iguales todas las horas del día; se levantaba a las seis; a las siete bajaba a la tienda; a la una comía; cenaba a eso de las nueve, y a eso de las once se acostaba, se volvía de espalda a su mujer, y, recogiéndose como un caracol, se disipaba en el sueño.

En las grandes profundidades del mar viven felices las esponjas.

Todos los días rezaba el rosario, repetía las avemarías como la cigarra y el mar repiten a todas horas el mismo himno. Sentía un voluptuoso cosquilleo al llegar a los orá por nobis de la letanía; siempre, al agnus, tenían que advertirle que los orá por nobis habían dado fin; seguía con ellos por fuerza de inercia; si algún día por extraordinario caso no había rosario, dormía mal y con pesadillas. Los domingos lo rezaba en Santiago, y era para Solitaña goce singular el oír medio amodorrado por la oscuridad del templo que otras voces gangosas repetían con él, a coro, orá por nobis, orá por nobis.

Los domingos, a la mañana, abría la tienda hasta las doce, y a la tarde, si no había función de iglesia y el tiempo estaba bueno, daban una vuelta por Begoña, donde rezaban una salve y admiraban siempre las mismas cosas, siempre nuevas para aquel bendito de Dios. Volvía repitiendo ¡qué hermosos aires se respiran desde allí!

Subían las escaleras de Begoña, y un ciego, con tono lacrimoso y solemne:

—Considere, noble caballero, la triste oscuridad en que me veo... La Virgen santísima de Begoña os acompañe, noble caballero...

Solitaña sacaba dos cuartos y le pedía tres ochavos de vuelta. Más adelante:

—Cuando comparezcamos ante el Tribunal Supremo de la Gloria...

Solitaña le daba un ochavo. Luego una mujercilla viva:

—Una limosna, piadoso caballero...

Otro ochavo. Más allá, un viejo de larga barba blanca, gafas azules, acurrucado en un rincón con un perro y con la mano extendida. Otro más adelante, enseñando una pierna delgada, negra, untosa y torcida, donde posaban las moscas. Dos ochavos más. Un joven cojo pedía en vascuence, y a éste Solitaña le daba un cuarto. Aquellos acentos sacudían en el alma de don Roque su fondo yacente y sentía en ella olor a campo, verde como sus paños para sayas, brisas de aldea, vaho de humo del caserío, gusto a borona. Era una evocación que le hacía oír en el fondo de sí mismo, y como salidos de un fonógrafo, cantos de mozas, chirridos de carro, mugidos de buey, cacareos de gallina, piar de pájaros, algo que reposaba formando légamo en el fondo del caracol humano, como polvo amasado con la humedad de la calle y de la casa.

Solitaña y el mostrador de la tienda se entendían y se querían. Apoyando sus brazos cruzados sobre él, contemplaba a los chiquillos que jugaban en el regatón para desagüe, chapuzando los pies en el arroyuelo sucio. De cuando en cuando, el chinel, adelantando alternativamente las piernas, cruzaba el campo visual del hombre del mostrador, que le veía sin mirarle y sacudía la cabeza para espantar alguna mosca.

Fue en cierta ocasión como padrino a la boda de una sobrina. «A refrescar un poco la cabeza —decía su mujer-, a estirar el cuerpo, siempre metido aquí como un oso. Yo ya le digo: «Roque, vete a dar un paseo; toma el sol, hombre, toma el sol, y él nada». A los tres días volvió diciendo que se aburría fuera de su tienda; él lo que quería es encogerse y no estirarse; los estirones le causaban dolor de cabeza y hacían que circulara por todas sus venas la humedad y la sombra que reposaban en el fondo de su alma angelical: eran como los movimientos para el reumático. «Mamarro, más que mamarro —le decía doña Rufina-, pareces un topo». Solitaña sonreía. Otro de sus goces, además del de medir telas y los orá por nobis, era oír a su mujer que le reñía. ¡Qué buena era Rufina!

Venía alguna mujer a comprar.

—Vamos, ya me dará usted a dieciocho.

—No puede ser, señora.

—Siempre dicen ustedes lo mismo; ¡es usted más carero!... Lo menos la mitad gana usted. Nada, ¡a dieciocho, a dieciocho!...

—No puede ser, señora.

—¡Vaya!, me lo llevo... ¡Tome usted!...

—Señora, no puede ser...

—¡Bueno!, lo será...; siquiera a dieciocho y medio; vaya, me lo llevo...

—No puede ser, señora.

—Pues bien; ni usted ni yo; a diecinueve.

—No puede ser...

Vencida al fin por el eterno martilleo del hombre húmedo, o se iba o pagaba los veinte. Así es que preferían entenderse con ella, que aunque tampoco cedía, daba razones, discutía, ponderaba el género; en fin, hablaba. Pero para los aldeanos no había como él: paciencia vence a paciencia.

La tienda de Solitaña era afortunada. Hay algo de imponente en la sencilla impasibilidad del bendito de Dios; los hombres exclusivamente buenos, atraen.

Cuando llegaba alguno de su pueblo y le hablaba de su aldea natal, se acordaba del viejo caserío, de la borona, del humo que llenaba la cocina cuando dormitando con las manos en los bolsillos calentaba sus pies junto al hogar, donde chillaban las castañas, viendo balancearse la negra caldera pendiente de la cadena negra. Al evocar recuerdos de su niñez sentía la vaga nostalgia que experimenta el que salió niño de su patria y vive feliz y aclimatado en tierra extraña.

Eran grandes días de regocijo cuando él, su mujer y algunos amigos iban a merendar al campo o a hacer alguna fresada. Se volvían al anochecer tranquilamente a casa, sintiendo circular dentro del alma todo el aire de vida y todo el calor del sol. Una vez fueron en tartana a Las Arenas; nunca había visto aquello Solitaña. ¡Oh!, los barcos, ¡cuánto barco!, y luego el mar, ¡el mar con olas! A Solitaña le gustaba el monótono resuello de la respiración del monstruo; ¡qué hermoso acompañamiento para la letanía! Al día siguiente, viendo correr el agua sucia por el canalón de la calle, se acordaba del mar; pero allí, en su tienda, se palpaba a sí mismo.

Por Navidad se reunían varios parientes; después de la cena había bailoteo, y era de ver a Solitaña agitando sus piernas torpes y zapateando con sus pies descomunales. ¡Qué risas! Bebía algo más que de costumbre y luego le llamaba hermosa y salada a su mujer.

Bajo el mismo cielo, lluvioso siempre, Solitaña era siempre el mismo; tenía en la mirada el reflejo del suelo mojado por la lluvia; su espíritu había echado raíces en la tienda como una cebolla en cualquier sitio húmedo. En el cuerpo padecía de reúma, cuyos dolores le aliviaba el opio de las conversaciones de sus contertulios.

Iban a la noche de tertulia un viejo siempre tan guapo, bizcor, bizcor, según él decía, alegre y dicharachero, que contaba siempre escenas de caza y de limonada; otro que cada ocho días narraba los fusilamientos que hizo Zurbano cuando entró en Bilbao el año 41, y algunas veces un cura muy campechano. Siempre se hablaba de estos tiempos de impiedad y liberalismo; se contaban hazañas de la otra guerra y se murmuraba si saldrían o no otra vez al monte los montaraces. Solitaña, aunque carlista, era de temperamento pacífico, como si dijéramos, hojalatero.

Sin dejar de atender a la conversación, de interesarse en su curso, pensando siempre en lo último que había dicho el que había hablado el último, se dirigía a los rincones de la tienda, servía lo que le pedían, medía, recibía el dinero, lo contaba, daba la vuelta y se volvía a su puesto. En invierno había brasero y por nada del mundo dejaría Solitaña la badila, que manejaba tan bien como la vara, y con la cual revolvía el fuego mientras los demás charlaban, y luego, tendiendo los pies con deleite, dormitaba muchas veces al arrullo de la charla.

Su mujer llevaba la batuta, la emprendía contra los negros, lamentaba la situación del Papa, preso en Roma por culpa de los liberales; ¡duro con ellos! Ella era carlista porque sus padres lo habían sido, porque fue carlista la leche que mamó, porque era carlista su calle, lo era la sombra del cantón contiguo y el aire húmedo que respiraba, y el carlismo, apegado a los glóbulos de su sangre, rodaba por sus venas.

El viejo, siempre tan guapo, se reía de esas cosas; tan alegres eran blancos como negros, y en una limonada nadie se acuerda de colores; por lo demás, él bien sabía que sin religión y palo no hay cosa derecha.

Hablaban de una limonada.

—¡Qué limonada! —decía el que vio los fusilamientos de Zurbano-; ¡pedazos de hielo como puños navegaban allí!...

—Tendríais sarbitos —interrumpió el viejo, siempre tan guapo-; en la limonada hacen falta sarbitos... Sin sarbitos, limonada fachuda; es como tambolín sin chistu. Cuando están aquellos cachitos helados que hacen mal en los dientes, entonces...

—Unas tajaditas de lengua no vienen mal...

—Sí, lengua también; pero sobre todo, sarbitos; que no falten los sarbitos...

Solitaña se sonreía, arreglando el fuego con la badila.

—A mí ya me gusta también un poco de merlusita en salsa... —volvió el otro.

—¿Con la limonada? Cállate, hombre; no digas sinsorgadas... Tú estás tocao... ¿Merlusa en salsa con limonada? A ti solo se te ocurre...

—Tú dirás lo que quieras; pero pa mí no hay como la merlusa...; la de Bermeo, se entiende; nada de merlusa de Laredo; cada cosa de su paraje; sardinas de Santurse, angulitas de la Isla y merlusa de Bermeo...

—No haga usted caso de eso —dijo el cura-; yo he comido en Bermeo unas sardinas que talmente chorreaban manteca; sin querer se les caiga el pellejo... Y estando en Deva, unas angulitas de Aguinaga, que ¡vamos!...

—Bueno, hombre, pues ¿qué digo yo?, cada cosa en su sitio y a su tiempo; luego los caracoles, después el besugo... Hisimos una caracolada poco antes de entrar Zurbano el año...

—Ya te he dicho muchas veces —le interrumpió el viejo siempre tan guapo— que tú no sabes ni coger ni arreglar los caracoles, y, sobre todo, te vuelvo a desir, y no le des más vueltas, que con la limonada sarbitos, y al que te diga merlusa en salsa le dises que es un arlote barragarri... Si me vendrás a desir a mí...

—Y si a mí me gusta en la limonada merlusa en salsa...

—Entonces no sabes comer como Dios manda.

—¿Que no sé?

—Bueno, bueno —interrumpió el cura para cortar la cuestión-, ¿a que no saben ustedes una cosa curiosa?

—¿Qué cosa?

—Que los ingleses nunca comen sesos.

—Ya se conoce; por eso están, tan coloraos —dijo el viejo guapo-, porque en cambio se sampan cada chuleta cruda y te pasan cada sapalora...

—Esos herejes... —empezó doña Rufina.

Y venía rodando la conversación a los liberales.

Cuando los contertulios se marchaban, cerraban la tienda doña Rufina y su marido; contaban el dinero cuidadosamente, sacando sus cuentas; luego, con una vela encendida, registraban todos los rincones de la tienda; miraban tras de las piezas, bajo el mostrador y los banquillos; echaban la llave y se iban a dormir. Solitaña no acostumbraba a soñar; su alma se hundía en el inmenso seno de la inconsciencia, arrullada por la lluvia menuda o el violento granizo que sacudía los vidrios de la ventana.

Al día siguiente se levantaba como se había levantado el anterior, con más regularidad que el sol, que adelanta y atrasa sus salidas, y bajaba a la tienda en invierno entre las sombras del crepúsculo matutino.

El Jueves Santo parecía revivir un poco el bendito caracol; se calaba levita negra, guantes también negros, chistera negra que guardaba desde el día de la boda, e iba con un bastoncillo negro a pedir para la Soledad de la negra capa. Luego en la procesión la llevaba en hombros, y aquel dulce peso era para él una delicia sólo comparable a una docena de letanías con sus quinientos sesenta y dos orá por nobis.

¡Pobre ángel de Dios, dormido en la carne! No hay que tenerle lástima; era padre y toda la humedad de su alma parecía evaporarse a la vista del pequeño. ¿Besos?, ¡quiá! Esto en él era cosa rara; apenas se le vio besar a su hijo, a quien quería, como buen padre, con delirio.

Vino el bombardeo, se refugió la gente en las lonjas y empezó la vida de familias acuarteladas. Nada cambió para Solitaña; todo siguió lo mismo. La campanada de bomba provocaba en él la reacción inconsciente de un avemaría, y la rezaba pensando en cualquier cosa. Veía pasar a los chimberos de la otra guerra como veía pasar al eterno chinel. Si el proyectil caía cerca, se retiraba adentro y se tendía en el suelo presa de una angustia indefinible. Durante todo el bombardeo no salió de su cuchitril. La Noche de San José temblaba en el colchón, tendido sobre el suelo, ensartando avemarías. «Si al cabo entraran, decía doña Rufina, ya le haría yo pagar a ese negro de don José María lo que nos debe».

Su hijo fue a estudiar Medicina. La madre le acompañó a Valladolid; a su cargo corría todo lo del chico. Cuando acabó la carrera pensaron por un momento dejar la tienda; pero Solitaña sin ella hubiera muerto de fiebre, como un oso blanco transportado al África ecuatorial.

Vino el terremoto de los Osunas; y cuando las obligaciones bambolearon, crujió todo y cayeron entre ruinas de oro familias enteras, se encontró Solitaña una mañana lluviosa y fría con que aquel papel era papel mojado, y lo remojó en lágrimas. Bajó mustio a la tienda y siguió su vida.

Su hijo se colocó en una aldea, y aquel día dio don Roque un suspiro de satisfacción. Murió su mujer, y el pobre hombre, al subir las escaleras que temblaban bajo sus pies, y sentir la lluvia, que azotaba las ventanas, lloraba en silencio con la cabeza hundida en la almohada.

Enfermó. Poco antes de morir le llevaron el Viático, y cuando el sacerdote empezó la letanía, el pobre Solitaña, con la cabeza hundida en la almohada, lanzaba con labios trémulos unos imperceptibles orá por nobis, que se desvanecían lánguidamente en la alcoba, que estaba entonces como ascua de oro y llena de tibio olor a cera. Murió; su hijo le lloró el tiempo que sus quehaceres y sus amores le dejaron libre; quedó en el aire el hueco que al morir deja un mosquito, y el alma de Solitaña voló a la montaña eterna, a pedir al Pastor, él, que siempre había vivido a la sombra, que nos traiga buen sol para hoy, para mañana y para siempre.

¡Bienaventurados los mansos!

(Ilustración de Álava, agosto de 1889.— El espejo)

Las tribulaciones de Susín

A Juan Arzadun.

La fresca hermosura del cielo que envolvía árboles verdes y pájaros cantores alegraba a Susín, entretenido en construir fortificaciones con arcilla, mientras la niñera, haciendo muchos gestos, reía las bromas de un asistente.

Susín se levantó del suelo en que estaba sentado, se limpió en el trajecito nuevo las manos embarradas, y contempló su obra viendo que era buena. Dentro de la trinchera circular quedaba un espacio a modo de barreño que estaba pidiendo algo, y Susín, alzando las sayas, llenó de orina el recinto cercado. Entonces le ocurrió ir a buscar un abejorro o cualquier otro bicho para enseñarle a nadar.

Tendiendo por el campo la vista, vio a lo lejos brillar algo en el suelo, algo que parecía una estrella que se hubiera caído de noche con el rocío. ¡Cosa más bonita! Olvidado del estanquecillo, obra de sus manos y su meada, fuese a la estrella caída. De repente, según a ella se acercaba, desapareció la estrella. O se la había tragado la tierra, o se había derretido, o el Coco se la había llevado. Llegó al árbol junto al cual había brillado la añagaza, y no vio en él más que guijarros, y entre éstos un cachito de vidrio.

¡Qué hermosa mañana! Susín bebía luz con los ojos y aire del cielo azul con el pecho.

¡Allí sí que había árboles! ¡Aquello era mundo y no la calle oscura preñada de peligros, por donde a todas horas discurren caballos, carros, bueyes, perros, chicos malos y alguaciles!

Mudó Susín de pronto de color, le flaquearon las piernecitas y un nudo de angustia le apretó el gaznate. Un perro..., un perro sentado que le miraba con sus ojazos abiertos; un perrazo negro, muy negro, y muy grande. Si hubiera pasado por su calle, habríale amenazado desde el portal con un palo; pero estaba en medio del campo, que es de los perros y no de los niños.

No le quitaba ojo el perro, que levantándose empezó a acercarse a Susín, a quien el terror no dio tiempo de pensar en la huida. Rehecho un poco echó a correr, mas con tan mala suerte que, tropezando, cayó de bruces. Cayó y no lloró, quejándose pegado al suelo... ¿Llorar? ¿Y si le oía el perro, que acaso no era más que el Coco que se lleva a los niños llorones, disfrazado? Se le acercó el perrazo y le olió. Sin alentar apenas, y con un ojo entreabierto, vio Susín, bailándole el corazoncillo, que el perro se alejaba lentamente y que allá, muy lejos, sacudía con majestad sus negros lomos con la cola negra.

Susín se levantó, y mirando en derredor viose solo en la inmensa soledad; el sol picaba su cabecita rubia y le saludaban los árboles. Y allí cerca brillaba el agua de un charco al reflejo del sol.

Olvidó al perro, como había olvidado al estanquecillo, obra de sus manos, y a la estrella caída, y se acercó al charco, cuya superficie límpida y clara parecía el rostro sereno, pero triste, de un charco muerto a que había que animar. Cogió una chinita, la arrojó al agua, y entonces el charco se echó a reír, perdiéndose su risa suavemente en el barrizal de las orillas. ¡Qué bonitos círculos! Empezó a subir el légamo del fondo y a enturbiarse el charco, y entonces, cogiendo Susín un palo y agachándose mejió el agua. ¡Y cómo se enturbiaba!

Levantose Susín, metió un piececito en el agua y empezó a chapotearla. ¡Qué bonito! ¡Cómo se reía el charco de que se le enfangara y de ensuciar al niño!

Al sentir éste la humedad que, atravesando las botitas, le refrescaba el pie, la conciencia de estar haciendo una cosa fea le hizo volver la cabeza. Dio un grito y se arrimó a un árbol, quedándose en él pegado y sin saber dónde esconder los pies. ¡Oh, si hubiera podido trepar como los chicos grandes y esconderse en las ramas altas, donde se esconden los abejorros! Pero de una cornada podía haber derribado el árbol la vaca.

Era una vaca colosal, cuyo cuerpo casi cubría el cielo y cuya sombra se extendía por la tierra desmesurada y fantástica. Avanzaba lentamente, recreándose en la angustia de su víctima, que se tapó los ojos para que la vaca no le viera, y a punto de arrojarse al suelo y gritar: «¡No, no lo haré más!», la vaca, avanzando, pasó de largo. Susín se despegó del árbol y miró el derredor. ¿Dónde estaba?

Sentía cosquilleo en el estómago, pues es cosa sabida que las impresiones fuertes aceleran la vida y debilitan el cuerpo, y que hasta los grillos recién muertos resucitan entre lechuga.

Entonces Susín se dio cuenta de su situación, miró atónito al largo camino, a los castaños corpulentos, a la tierra solitaria y al sol imperturbable clavado en el cielo azul. ¿Y la chacha?

De cuando en cuando pasaba algún hombre y casi ningún señor. Hombres, hombres todos, y ¡qué hombres!, todos feos, con mucha barba y ningún parecido a papá. Uno le miró mucho y esos hombres que miran mucho son los peores, los del saco. Sintió angustia mortal al verse perdido en el mundo, a merced de los chicos malos que llaman «madre» a su mamá, de los perros grandes y de las grandes vacas, y no estaba allí papá para pegarles. El soplo del Coco heló a Susín el alma, que temblaba como las hojas del árbol, sintiendo al Coco presente en todas partes agazapado tras de los árboles, acurrucado bajo las piedras, oculto bajo tierra, caminando a su espalda. Rompió a llorar, y a través de las lágrimas vio que en el campo deshecho en bruma se le acercaba un hombre.

Un hombre..., pero ¡qué hombre! Mirole con la atención del espanto, recociéndose su alma helada en un rinconcillo del corazón. ¡No era un hombre; era peor que un hombre; era un alguacil!

El alguacil se le acercaba poco a poco como el perro negro y la vaca grande; pero ni se alejó ni pasó de largo. Abriendo Susín tanto los ojos que apenas veía, sintió que una manaza se posaba en su manecita, y se vio perdido y sin poder llorar.

—No llores, chiquito; no llores, que no te hago nada. ¡Qué malo es el Coco!

¡Qué malo es el Coco cuando usa ironía alguacilesca!

—Ven, ven conmigo; vamos a buscar a papá.

El cielo se le abrió al niño con el milagro, porque lo era, un verdadero milagro, el que un alguacil tuviera voz tan suave, inflexiones en ella tan tiernas, tono tan acariciador. ¡Si parecía un papá aquel alguacil! Su mano no oprimía y su paso se acomodaba al del niño, que se sentía entonces al amparo de un alto personaje, de un Coco bueno.

—Dime, ¿de quién eres?

—De papá.

—¿Y quién es tu papá?

—Papá.

—Pero, ¿qué papá, hijo mío?

—El de mamá.

El ministro de la Justicia se sonrió, porque también él era de su mujer. Singular pregunta para el niño, ¿quién es tu papá? ¡Cómo si hubiera más de uno!

—¿Dónde vives?

—En casa.

—¿Y dónde está tu casa?

—En casa de papá.

El alguacil renunció al interrogatorio, quedándose perplejo: porque sin interrogatorio, ¿cómo se averiguan las cosas?

Acababan de serenarse los ojos de Susín y le invadía toda la dulzura del aire del cielo cuando vio venir a la niñera, amenazadora, peligro patente y claro, nada fantástico. Asió entonces el niño con sus dos manecitas el pantalón del alguacil, ocultando su cabecita rubia entre las piernas de éste. Hubiérase achicado hasta poder entrar en el bolsillo de aquel sagrado pantalón.

La voz del alguacil sonó armoniosísima, diciendo: «No hagas caso, no te harán nada». Y luego, más grave: «Déjele usted, que no tiene él la culpa».

De manos del alguacil pasó a los brazos de la criada, y al alejarse miraba a aquél por si seguía protegiéndole con la mirada. Mas apenas perdieron la vista al Coco bueno, sintió Susín en el trasero la mano de la niñera.

—¡Chiquillo! ¿No te tengo dicho que no te vayas de mi lado...? Ya te daré yo... Buen rato me has hecho pasar... Yo, como una loca, busca que te busca, y tú...

El niño lloraba de una manera lastimosa; aquello no era el Coco, pero sí una buena azotina. Y lloraba tanto que, impacientada la niñera, empezó a besarle y decirle:

—No seas tonto, no ha sido nada; no llores, Susín... Vamos, calla; ya sabes que a papá no le gustan los niños llorones... Cállate...; mira, voy a comprarte un caramelo, si callas...

Susín calló para chupar el caramelo.

Cuando poco después vio las paredes de su casa y se sintió fuerte al arrimo de su padre, renováronse las heridas, sintió el diente del perro, el cuerno de la vaca y la mano de la niñera y rompió a llorar. ¡Qué dulce le sonó la voz de papá riñendo a la chacha! Tomole luego en brazos su padre, apoyó Susín su mejilla ardiente sobre el pecho protector y bajó el sueño a derretir sus penas.

¡Qué hermoso es llegar al puerto empapado en agua de tempestad!

(El Nervión, Bilbao, 14-VIII-1892)

La sangre de Aitor

(El Nervión, Bilbao, 14-IX-1891)

De la más pura sangre de Aitor había nacido Lope de Zabalarestista, Goicoerrotaeche, Arana y Aguirre, sin gota de sangre de moros, ni de judíos, ni de godos, ni de maquetos. Apoyaba su orgullo en esta nobleza tan casual y tan barata.

Lope, aunque lo ocultó y hasta negó durante mucho tiempo, nació, creció, y vivió en Bilbao, y hablaba bilbaíno porque no sabía otra cosa.

—Ya al cumplir sus dieciséis años, le ahogaba Bilbao e iba a buscar en el barrio de Asúa al viejo euskalduna de patriarcales costumbres. ¿Bilbao? ¡Uf! ¡Comercio y bacalao!

Como no comprendían al pobre Lope sus convillanos, le llamaban chiflado.

En cuanto podía, se escapaba a Santo Domingo de Archanda a leer la descripción que hizo Rousseau de los Alpes, teniendo a la vista Lope las peñas desnudas de Mañaria, que cierran el valle que arranca de Echébarri, valle de los mosaicos verdes, bordado por el río.

Una mañana hermosa de Pascua, a la hora de la procesión, se enamoró de un carucha viva, y al saber que la muchachuela se llamaba Rufina de Garaitaonandía, Bengoacelaya, Uría y Aguirregoicoa, saltó su corazón de gozo porque su elegida era, como él, de la más pura sangre de Aitor, sin gota de sangre de judíos, ni de moros, ni de godos, ni de maquetos. Bendijo a Jaungoicoa y juró que sus hijos serían de tan pura sangre como él. Y de noche soñó que se desposaba con la maitagarri, libertada de las terribles garras del basojaun.

A la vuelta de un viaje que hizo a Burgos se fue a Iturrigorri a abrazar a los árboles de su tierra.

A las romerías iba con alegría religiosa. Odiaba ésas otras en que mozas con mantilla bailan polkas y valses, y buscaba esas otras, escondidas en rincones de nuestros valles.

Cuando veía a algún viejo de pipa de barro, viejo chambergo, con el ala recogida por detrás, greñas blancas, «capusay» y «mantarras», quedaba en éxtasis, pensando en el viejo Aitor.

Una pena oculta amargaba su alma. Ni él ni Rufina sabían una palabra de vascuence. ¿Por qué de niño no le llevaron a criar a un caserío de Cenarruza?

Mil veces proyectaron aprender el misterioso eusquera él y su íntimo, Joaquín G. Ibarra; es decir, Joaquín González Ibarra Puigblanch y Carballido. El cual Joaquín era tan exaltado como Lope, pero el pobre llevaba avergonzado sus apellidos. ¿Cuándo recibirían en su mente, como maná de Jaungoicoa, el verbo santo, preñado de dulces reconditeces? Pero... ¡es tan difícil! ¡Deja tan poco tiempo el escritorio! Luego tenía que aprender inglés para el comercio.

Si no sabía eusquera, ¿en qué le conocerían? Decidió, ya que no podía hablar la lengua de Aitor, para darse a conocer, chapurrear el castellano, ese pobre «erdera», ese romance de ayer mañana, nacido, como un gusano, del cadáver corrupto del latín, lengua de los maquetos de allende el Ebro. Y decididamente empezó a estropear la lengua de su cuna, aquella en que le acarició su madre y en que rezaba a Dios.

Los veranos iba un mes a Villaro. Allí tomaba leche en los caseríos, admiraba las sencillas costumbres de los hospitalarios euskaldunas, y al irse les dejaba una propinilla.

Una noche de luna llena subió a Lamíndaro a soñar. El cielo estaba nublado.

Se presentó Aitor de pie junto al Cantábrico, alborotado; la barba le caía como la cascada de Ujola; vestía extraño traje, y miraba a la cuna del Sol, de donde vino, trayendo el misterioso verbo, fresco y grave, preñado de hondos arcanos; verbo que emanaba de los labios del aitona como rocío del espíritu. Aitor fue disipándose, como neblina del mar.

Brilló luego sobre el valle, blanca y redonda, la luz de los muertos (il-arguia), y a su lado las estrellas parecían punzadas del techo del mundo, por donde filtra la luz de Jaungoicoa. Peñas oscuras cerraban el valle, pálido a la luz de los muertos; los árboles extendían en él largas y recortadas sombras; las aguas corrían con rumor eterno, y en sus cristales danzaba, hecha pedazos, la luna, reflejada. Los perros le ladraban; croaban las ranas en los remansos de las aguas, y dormía todo sobre la tierra menos los nobles euskaldunas. Vestidos de pieles crudas se reunían a la puerta de sus caseríos de madera, y bailaban solemne danza, símbolo de la revolución de la Luna en torno de la Tierra. Lope, allí, en medio de ellos, los miraba enternecido. Presidían los ancianos; las viejas hilaban su mortaja.

Se adelantó el «koplari», y le ofrecieron pan y bellotas; lo probó y comenzó el canto. Acompañábase del atabal mientras entonaba en la lengua misteriosa himnos alados a Jaungoicoa, que encendió la luz de los vivos y la de los muertos, y que trajo a los euskaldunas de la patria del Sol.

Lope, que no entendía despierto el pobre eusquera que hoy se usa, entendía aquel eusquera, puro y grave.

La música parecía el rumor del viento en los bosques seculares de la Euscaria, sin mancha de wagnerismo ni armoniquerías, que infectan hoy los zortzicos.

Cantaba el «koplari» al sublime Aitor, que vino de la tierra del Sol, de la Iberia oriental, donde posó el arca; cantaba a Lelo, el que mató a Zara; cantaba a Lekobide, señor de Bizcaya, el que ajustó paz con Octavio, señor del mundo.

Callaba el «koplari»; brillaba, redonda y blanca, la luz de los muertos, y adoraban los euskaldunas al santo Lauburu, a la cruz, en que había de morir Cristo siglos más tarde, mientras Lope se persignaba y rezaba el padrenuestro.

Se disiparon los adoradores del Lauburu, y Lope se vio en la cima del sagrario Irnio, entre euskaldunas crucificados, que cantaban himnos belicosos y morían por haber defendido los fueros contra los romanos.

Vio pasar a los romanos, togados, como estatuas de piedra; a los cartagineses, de abigarrados trajes; a los godos, de larga cabellera; a los requemados moros, y a todos, estrellarse contra las montañas vascas, a las que venían a buscar riquezas, como las olas del Cantábrico contra el espinazo de Machichaco.

Vio a Jaun Zuría venir de la verde Erín; le vio derrotar en Padura al desdichado Ordoño, y vio la sangre de los leoneses transformar los pedruscos de Padura en la roja mena de hierro del actual Arrigorriaga, esto es, pedregal rojo.

Vio luego al «echeco-jauna» de Altobiscar asomarse a la puerta de su caserío, y oyó ladrar a su perro.

Vio venir las huestes de Carloman; vio a los euskaldunas aguzar sus azconas en la peña; les oyó contar los enemigos, cuyas lanzas refulgían; vio rodar los peñascos de Altobiscar e Ibañeta; oyó la trompa de Roldán, moribundo, y vio escapar a Carloman, con su capa roja y su pluma negra.

Luego asistió a las guerras de bandería, y desde el torreón de una cuadrada casa-torre oyó el crujir de las ballestas, la vocinglería de los banderizos; vio las llamas del incendio y disolverse todo al sonido grave de la campana de la ante-iglesia, que reñía a los ladrones nobles y llamaba a los plebeyos, como una gallina a sus polluelos.

En seguida la larga y callada lucha a papeladas con los reyes de España, que refunfuñaban antes de soltar privilegios.

Y tras esto, la elegía triste, la sangre de Abel enrojeciendo el cielo; la nube roja, que viene del Pirineo preñada de los derechos del hombre, que en violento chaparrón amagaban ahogar los fueros.

Aparecieron boinas y morriones...

Entonces Lope volvió en sí, y pensando en la última chacolinada dejó aquel campo.

Aprendió a conocer su patria en Araquistain, Goizueta, Manteli, Villoslada y otros. Leyó a Ossian y allí fue ella. Al volver de Iturrigorri, ya oscuro, miraba a los lados y al verse solo, exclamaba en voz baja:

«Pálida estrella de la noche, ¿qué ves en la llanura?, y como callaba la estrella, él mismo se contestaba: «Veo a Lelo que persigue a Zara...».

¡Qué enorme tristeza le daba ver desde las cimas a la serpiente negra, que silbando y vomitando humo arrastraba sus anillos por las faldas de las montañas y las atravesaba por negros agujeros, trayendo a Euscaria la corrupción de allende el Ebro! Entonces suspiraba por la muralla de China.

¿Qué nos han dado esos maquetos? —pensaba-. ¿No adorábamos la cruz antes que ellos nos trajeran el cristianismo? ¿No teníamos una lengua filosófica antes que ellos nos trajeran con su corrupto erdera la flor de la civilización romana? ¿No hizo Dios las montañas para separar los pueblos?

Y al sentir el ronquido de la serpiente negra exclamaba:

«Huye, huye, rey Carlomagno, con tu capa roja y tu pluma negra», y bajaba triste, apoyándose en su maquilla.

El sueño de su vida era el santo roble. No quería morir sin haberle visitado una vez cuando menos. El árbol santo es el complemento de la cruz que asoma entre sus ramas en el escudo de Vizcaya.

Llegó el día de la visita. Iba Lope en el imperial del coche cantando el himno de Iparraguirre y hartando sus ojos de paisaje. Subió Aunzagana a pie, apoyado en la maquilla. Entraron en la garganta de Oca, donde se despeña el arroyo entre fronda. Luego se abrió ante ellos la dilatada vega de Guernica, henchida de aire marino, y vio a lo lejos la iglesia de Luno, como centinela sobre el valle.

El aire corría por el valle acariciando los maizales verdes, el cielo se tendía sin una arruga, las peñas de Achane cerraban el horizonte y la ermita de San Miguel parecía un pájaro gigantesco posado en la puntiaguda cima del Ereñozar.

Allí abajo, oculta tras los árboles, reposaba Guernica, Guernica la de las Juntas.

Cuando se apearon del coche Lope y Joaquín, estaban medio locos. Sin cepillarse el polvo, preguntaron por el árbol, y un chiquillo les mostró el camino. Entraron en el santo recinto, vieron mudo el anfiteatro donde batallaron las pasiones, muda la Concepción guardada por espingardas, mudos los señores de Vizcaya.

Llegaron frente al árbol y se descubrieron. Y ni una lágrima, ni una palpitación más, ni un impulso del corazón; era para desesperarse, estaban allí fríos. Miraron bien al pobre viejo, viéronle remondado de mortero, miraron al joven que se alza recto dividido en tres ramas, y se sentaron en los asientos de piedra del pabellón juradero. En el convento próximo tocaban las monjas.

Vino también un aldeano. Pasaba por primera vez por Guernica y no quería irse sin ver el árbol de la canción; le miró y remiró, preguntó tres o cuatro veces si era aquél y se fue diciendo:

—¿Cer ete da barruan? Es decir: ¿qué tendrá dentro?

Entonces les contaron a Lope y Joaquín la llegada del último koblakari, no se sabe si de la región de los espíritus.

Una noche de plenilunio apareció junto al árbol el último koblakari. Era un mocetón robusto; las negras greñas le caían hasta la espalda, algo cargada; llevaba boina roja y un elástico rojo con bellotas doradas por botones. Se apoyaba en un bastón de hierro y llevaba una guitarra. El koblakari misterioso llegó, se arrodilló, abrazó y besó el árbol y lloró. Entonó himnos que subían al cielo como incienso, cantó el himno divino del anteúltimo koblakari, y cantó luego la degeneración de la noble raza vascongada, ¡y lo cantó en castellano!

Pero el pueblo no le conoció, hizo befa de él. Cabizbajo, sumido en honda tristeza, bajó a Guernica, dio de noche en la sociedad una sesión de guitarra y rifó un pañuelito de seda.

Lope y Joaquín se retiraron a la fonda silenciosos, y, después de haber calentado el estómago con unas humeantes chuletas y un vivificante vinillo de allende el Ebro, sintieron que una inmensa ternura les invadía el corazón, se resquebrajó el hielo que les hubo coartado frente al roble santo y el recuerdo de la visita les llenó de dulce tristeza que acabó en sueño.

Los dos, de vuelta de la santa peregrinación, ingresaron en una patriótica sociedad que se fundó en Bilbao, a la que iban a jugar al dominó.

Más tarde, en época de elecciones, hizo Lope de muñidor electoral. Cuando llegaban éstas el santo fuego le inflamaba, evocaba a Aitor, a Lecobide, a los héroes del Irnio y se despepitaba para sacar triunfante con apoyo del primero que llegara a ser candidato unido a un blanco, negro, rojo o azul, y aquí paz y después gloria.

¡Viejos euskaldunas que os congregabais en los batzarres y cantabais a Jaungoikoa a la luz de los muertos! ¡Vosotros que conservabais la médula fecunda del misterioso verbo euskárico! ¡Nobles koblakaris de la Euskaria! ¡Levantaos de la región de los espíritus, todos, desde el primero al último, el de los botones bellotas, levantaos! ¡Descolgad de los añosos robles los mudos atabales y entonad elegías dolorosas a esta raza que descendió del Irnio a los comicios, a esta raza indómita ante las oleadas de los pueblos, domada por el salitre del bacalao y la herrumbe del hierro!

Mientras ellos pelean a papeletazos por un cargo público, ¡llorad, nobles euskaldunas, a la sombra del roble santo!

Chimbos y chimberos

I

Dejaron el escritorio el sábado, al anochecer; como llovía un poco, se refugiaron en la Plaza Nueva, donde dieron la mar de vueltas, comentando el estado del tiempo próximo futuro. Al separarse, dijo Michel a Pachi:

—Mañana a las seis, en el simontorio, ¿eh?

—¿En el sementerio? ¡Bueno!

—¡Sin falta!

El otro dio una cabezada, como quien quiere decir sí, y se fue.

—Reconcho, ¡qué noche!

Enfiló al cielo la vista: así, así. Soplaba noroeste, ¡maldito viento gallego! El cielo gris destilaba sirimiri, con aire aburrido; pasaban nubarrones, también como aburridos; pero..., ¡quiá!, las golondrinas iban muy altas... Se frotó las manos, diciéndose:

—Esto no vale nada.

Subió de dos en dos las escaleras, y a la criada, que le abrió, le dijo:

—¡Nicanora, mañana ya sabes!

—¿Pa las cinco?

A eso de las diez, se levantó de la mesa, fue al balcón, miró al cielo y al fraile y se acostó. ¡El demonio dormía!

Revoloteaba por la alcoba un moscardón, zumbando a más y mejor. Michel sintió tentaciones de levantarse, apostarse en un rincón y, cuando pasara, ¡pum!, descerrajarle un tiro a quemarropa... A las seis en el cementerio de Santiago. Había que levantarse, lavarse, vestirse, revisar la escopeta, ya limpia; tomar chocolate, oír misa de cinco y media en Santiago. ¡Pues no son pocas cosas! Lo menos había que levantarse a las cinco... No; mejor a las cuatro y media. Estuvo por levantarse e ir a dar la nueva orden al cuarto de la criada; sacó un brazo, sintió el fresco y se arrepintió; dio media vuelta y cerró los ojos con furia, empezando a contar uno, dos, tres, etc. ¡Maldito moscón, qué perdigonada se le podía meter en el cuerpo! ¡Qué mosconada bajo la parra!

El moscón empezó a crecer, hasta llegar tamaño como el chimbo; acudieron otros más, y se llenó el cuarto de moscones chimbos. Él se acurrucó en un rinconcito, bajo una parra, y, tiro va, tiro viene, a cada tiro derribaba un moscón chimbo, que caía desplomado en la cama, convertida en gran cazuela, y donde al punto quedaba frito... Luego pasaron volando merluzas, lenguas, sarbos, chipirones... Oyó que uno de sus compañeros gritaba a lo lejos:

—¡Las dos y nublado!

Luego, la misma voz más lejos, mucho más lejos. En seguida... cayó él mismo en la cazuela, y se despertó en la cama. Oyó despierto las tres, volvió a dormirse y volvió a despertar: ¡arriba! Fue al balcón en calzoncillos... Empezaba a clarear... Algunas nubes... Todo ello era la bruma de la mañana, porque el fraile tenía medio descubierta la calva; abrió un poco el balcón y sacó la mano... Se lavó y vistió el traje viejo, botas de correas y bufanda; sacó la burjaca, y salió del cuarto.

¡Nicanora en la cama! Estaba acostumbrada a esperar que el señorito se levantara antes de la hora de llamada.

—¡El chocolate, mujer de Dios!

Al rato salió Nicanora diciendo, como diría un cómico:

—¿Dónde estoy?

—¡En todavía!...

Mi hombre se abrasó el paladar con el chocolate, se echó al hombro la vieja escopeta de pistón y a la calle.

Su madre le gritaba desde el cuarto:

—Luego con cuidao..., ¿eh?

Empezó a recorrer, como alma en pena, las calles desiertas, hasta que dieron las cinco y media. Vio algunos perros, al churrero melancólico y a los serenos que se retiraban. En la puerta de San Juan, algunas viejas acurrucaditas esperaban a Lucas.

Llegó al simontorio, y, al toque de las cinco y media, entró en la iglesia, fría como bodega, llena de criadas y hombres de boina.

Poco antes del alzar, entró Michel.

—¡Esta misa no te sirve!

—¡Otro día oiré el pedazo que me falta!

Michel llevaba su escopeta cargada con apretado perdigón mostacilla, y un perrito chimbero, color castaño, lanudo, de hocico fino, por nombre Napoleón.

Estos chimberos dormilones son la decadencia. En la edad de oro, el hoy rústico chimbero se componía de un perrillo como el de Michel, una escopeta de pistón y un chimbo, debajo de un alto sombrero de paja ahumado, forrado con una levita de pana, con polainas de paño y cargado de burjaca, cartuchero, capuzonero, polvorinero colgante de un cordón verde, mil cachivaches más y su zurroncillo con la gallofa de pan y merluza frita u otra golosina así. De misa de cuatro y media, ande Rosendo, a embaularse café con su copita de chilibrán.

Hacía tiempo que estaba cantando su alegre ¡nip, nip! el chindor, de collar anaranjado, el amante del sol, que le saluda al romper el día, deja sus sábanas de bruma, y le da las buenas noches cuando se acuesta entre purpurinas nubes. Eran las seis y cuarto.

¡Qué agradable es recorrer la villa cuando ilumina el sol los tejados y escapa de él el fresco por las calles! Era septiembre, mes de los chimbos.

—¡Mira, mira, cuánta eperdícara!

Eran las fregonas, con su delantal blanco y su mantilla negra, que salían en bandadas y se dispersaban escoltadas. Algunas venían de oír misa por el campo. ¡Judías! En el Arenal era todo un paseo.

—¡Adiós, salada!

—¡Adiós, salerosa!

No podían, ¡ay!, detenerse; el chimbo les esperaba cantando en su higuera himnos al sol recién nacido.

Cruzaron con un chinel, y empezaron a trepar como garrapos por la estrada del Tívoli. Cruzaban, a ratos, con aldeanas, que llevaban sobre la cabeza la cesta, cubierta con el trapo blanco, y, sobre éste, la cestita de la vendeja.

—¿No sabes tú algo de vascuence?...

—¡Sí, vascuence de Artecalle!...

—Diles algo, échales una flor...

—¡Eh, su... nesca... gurusu... gurusu...!

—No soy nesca; nescas en Bilbao Vieja tienes...

—¡Te ha chafao! ¿No sabes que hay que llamarlas nescatillas?

Michel quedó corrido y juró, en su corazón, vengarse del descalabro. Llegaron sudando a la cima de la cordillera.

Entonces pasaba un aldeano.

—Anda, Pachi, pregúntale por dónde se baja a Izarza...

—¿No sabes o qué?...

—Pregúntale, ¡verás qué chirene!

Tomó el inocentón las más suaves inflexiones de su voz para decirle:

—Diga usted, buen hombre, ¿hará el favor de decirme por dónde se baja a Izarza?

El aldeano se encogió de hombros, sonrió y siguió su camino, sin contestar palabra.

—¿Ves, ves, cómo no te las arreglas con el jebo?... Mira, aquí viene otro... ¡Eh, tú, di por dónde puñeta se va a Izarza!

—¡Por aquí, señor! —contestó, señalando el camino.

—¿Ves, hombre, ves?... Aldeano de los alrededores de Bilbao, jebo sivilisao... Tiene más... más... más qué sé yo que un gorrión.

Y el hombre aligeró el paso, con la satisfacción de la venganza. Había tomado la revancha por lo de las nescas. ¡Cuántas vueltas y revueltas tiene el laberinto del corazón humano!

Entraban en tierra aldeana. Michel había calumniado al jebo sivilisao, como él decía, al aldeano urbano. Cierto es que, como gato escaldado, huye del agua fría; pero si ve blanca, se apacigua y entra en razón.

Se detuvieron en una de las casas de la cima a echar una espuelita de aguardiente balarrasa. Corría un fresco de mil demonios.

Pachi, con las manos en los bolsillos, lagrimeando los ojos pistojillos y colgando el dindirri de la nariz, tapadas boca y orejas por la bufanda, miraba a lo que tenía delante por entre la tenue neblina de su propio aliento. De vez en cuando, por no sacar las manos, sorbía...

Bilbao, ensartado en el Nervión, se acurrucaba en aquella hondonada, cubierto en el edredón de la niebla, humeando a trechos y ocultándose, en parte, tras el recodo del camposanto. La luz de la mañana hacía brillar el verde de los campos de Albia, tendidos al pie de Arraiz. Apoyándose sobre las pardas peñas de San Roque, contemplaba a la villa el pelado Pagasarri, y, sobre sus anchas espaldas, asomaba la cresta Ganecogorta el gigante. Parecían tías que contemplaban al recién nacido sobrino, Arraiz, Arnótegui con los brazos abiertos, y santa Águeda, de famosa romería.

A Pachi la ternura patria le hacía bailotear los ojillos... ¡Aquello era su Bilbao, su bochito, lo mejor del mundo, el nido de los chimbos, la tacita de plata, el pueblo más trabajador y más alegre!

El Nervión, ría y no río —¡ojo!-, culebreaba a todo lo largo de la vega de Olaveaga; más lejos, parecía a ratos bosque de jarcia; luego, las altas chimeneas del Desierto, cuyo humo se mezclaba a los pesados nubarrones que venían de hacia las recortadas minas de vena roja. Se abría la ría, no río —¡ojo!-, en el Abra; Serantes el puntiagudo, reproducido en el Montano, se miraba en el mar; allí, las Arenas, como nacimiento de cartón, y volviendo a la derecha —Pachi se volvió-, el valle de Asúa, la inmensa calma de la aldea, Chorierri, tierra de pájaros, la tierra de promisión, el campo de los chimbos y los chimberos. En él, Sondica, Lujua, Erandio, Zamudio y Derio, cinco pueblecitos como cinco polladas, con sus cinco iglesias como cinco gallinas, picoteando en su valle de verdura eterna.

El fresco o la emoción humedecían los ojos de Pachi:

—Suisa, hombre, Suisa...

—¿Dónde has visto tú Suisa, arlote?

—¡Por los santos, hombre, por los santos!

—Pero qué, ¿no piensas casar, ni comer?

A esta, palabra mágica se volvió, enternecido y sorbiendo los mocos. Empezaron a buscar aventuras. Bajaban por tina calzada llena de baches y pedruscos, verdadero calvario.

Salían a la puerta de los Caseríos los mastines a ladrarles como desesperados, cuando no acababan de olfatear a Napoleón bajo el rabo. Michel se impacientaba; tenía tanta ojeriza al perro aldeano como a su amo; les tiraba piedras.

—¡Para quieto, hombre! ¡Aquí llevo unos curruscus de gallofa y algunos de fote, verás. ¿Ves? ¿Ves?

—Sí, fíate. A mí una ves me echó uno un tarisco...

—¡Quiá! Porque eres un memelo..., y te quedarías apapanturi. Ladran de hambre, nada más que de hambre... Que te tiran del pantalón, es pa que les hagas caso...

—¡Calla! ¿No has oído?

—¡No! ¿Pues?

—¡Cállate!

Se oyó el alegre ¡pío, pío! de un chimbo. Primera aventura de verdad. Vieron luego al pajarillo salir del suelo y, con vuelo cortado y bajo, volver a ocultarse entré los terrones...

—¡Míale, míale! ¡Allí, allí! ¿No le ves?

—¡Sch, schsechut!... ¡Calla!

Michel se adelantó a pasos lentos, agachándose y con la escopeta en ristre... Se la echó a la cara... ¡Huyó! El chimbo levantó el vuelo y se fue hacia Pachi. Antes de poder decir ¡amén! en su lengua el pajarito, se oyó el tiro.

—¡Ya ha caído!

Empezaron a registrar entre terrones. Napoleón hozaba por aquí y allí, y todo en vano; ni rastro.

—¿No te digo yo?... ¿No te digo?... Se abre la tierra y los traga... Tiene razón Chomín: si traerían los toros de agosto por aquí no llegaban a Bilbao... ¿No te...?

¡Pi, pi, pío! Pero no consiguieron ver al animalito.

—¡Cuando mete tanta bulla, será algún chimbo silbante!

—¡Sí; están verdes!

—¡Lo que es si vuelve atrás!

El buen chimbero desprecia al raquítico y negrucho silbante, el más pequeñín y flaco, el más bullanguero y saltarín...

—¡Vaya con el chirripito! ¡Reuses de pájaro, na más!...

Entonces se separaron, y tiró cada cual por su lado. Este es el encanto de la caza del chimbo. El chimbo chimbero es la encarnación mil trece del espíritu potente y ferozmente individualista de nuestro pueblo, falto de grandes hombres y ahíto —de grandes hechos, donde todo es anónimo y todo vigoroso; donde, donde cada cual, con santa independencia y terquedad admirable, atiende a su juego y se reúnen sólo todos para comer y cantar. ¡No de bullangueras asambleas, sino del lento trabajo del choque de intereses y de la larga experiencia, brotaron, como flor colectiva del espíritu individualista, aquellas admirables ordenanzas que han dado la vuelta al mundo!

A ratos lloviznaba. Michel, que caminaba entre abrojos, oyó cantar al chindor, amigo del hombre, que canta a la caída de las hojas en el tardío otoño. Le perdonó la vida.

—¡Que viva y cante! ¡Oh, magnanimidad chimberil!

Llegó a las orillas de un arroyo, que culebreaba entre mimbres y juncos, que le cubrían como cortinillas de verdura; subía a las narices una frescura de hierba húmeda, que dilataba el pecho y abría el apetito. Pasó como una flecha un pinchegujas, y, tras él, un pajarito de pecherita blanca, que iba, venía, gritaba, agitaba su colilla recta como una dama su abanico, mojaba su piquito en el arroyo, jugaba con el agua, se iba a mirar en ella y, al ver deformada su imagen por los rizos del agua, le entraba risa y echaba a volar, riendo en vivo ¡pío, pío! Sonó el tiro, y, aleteando un poco, cayó la pobre eperdícara en el agua, que envolviéndola, fue a dejarla entre unos juncos.

II

Entre tanto, el incomensurable Pachi, sin perro ni cosa que lo valga, seguía su caza. Al pasar por un sembrado, oyó una voz que le gritaba:

—¡Eh, tú, ándate con cuidao, luego!

—Este será carlista, de seguro —pensó.

Alguno de los de Arrigorriaga —la cacería que cuento fue en septiembre del 72-, carlista, de seguro. ¡Claro está! ¡Un aldeano liberal no se cuida jamás de sus sembrados, y estos regañones, que miran al bilbaíno de reojo, carlistas, carlistas, de seguro!

Salió entonces a un claro, y, profiriendo un ¡ah!, quedó mi hombre absorto y como en arrobo chimberil. En el suelo había un pájaro que con una lengua larguísima, como una trompa, fuera del pico, esperaba a que se llenara de hormigas para enguillírselas. El corazón le picoteaba el pecho a Pachi... Apuntó con todo ojo, y rodó por el suelo el animalito. Mi hombre se acercó y, antes de cogerlo, se le quedó mirando un rato. Era un chimbo hormiguero, el pintado y aristocrático chimbo hormiguero, de larga lengua, el que figura en una de nuestras canciones clásicas.

Pachi lo cogió, le abrió el piquillo y le arrancó la larga y viscosa lengua; operación que jamás olvida el buen chimbero, pues nada hay peor que aquella lengua apestosa, capaz de podrir a todo el chimbo y a los que con él vayan en la cazuela.

La alegría le retozaba en el cuerpo a Pachi. Sopló al cuerpecillo, aun tibio, debajo de la cola; le separó el plumoncillo, y dejó ver una carne amarillenta.

—¡Qué mamines! ¡Qué gordito! ¡Qué mantecasas!

Le desplumó la suave pelusilla del trasero, y apareció éste finísimo, amarillento, rechonchito, de piel tendida, como parche de tamboril. Pachi se enterneció, miró a los lados y no pudo resistir el deseo de darle un mordisco en chancitas en aquellas mantecas. Se lo guardó en la burjaca, tarareando:


«Aunque te escuendas
en el bujero,
chimbo hormiguero,
tú caerás...».
 

Perdonó la vida a una chirta, que chillaba en un sembrado de patatas.

—Gorriones, chontas, pardillos, pájaros de pico chato... ¡Carne dura! ¡Carne dura!

Mató aún algunos vulgares chimbos de higuera, que picoteaban el higo y saltaban en las ramas, con expresión cómico-trágica, imitando a los barítonos cuando hacen de traidores.

Vio a Michel a lo lejos.

—¡Eh, Michel! ¿No te dise nada la tripa?

—Sí; ya me está haciendo quili, quili.

—Pues vamos cansía la perchera. ¿Cuántos has matao tú?

—Verás; ahora sacaré del colco...

Y le ensenó el hormiguero, lo que aumentó el mal humor del otro; y fue tanto, que al ver un clinclón que les miraba con sus ojazos clavados en el cabezón, le apuntó y le cosió a perdigones, diciendo:

—¡Un favor a los jebos!

¡Así pagan en el mundo los pecadores por los justos!

Desembocaron al camino real. Volvían de misa las aldeanas con la mantilla en la mano. Quiso Pachi hacer una fiesta a una, que pasaba, de carota de pastel, pero se encontró con un moquete, que le puso el hocico más rojo que el que llevaba el tintinábulo en la procesión del Corpus, mientras oía:

—¿Qué se cree usté?

—¡Anda, anda con la nescatilla!

Los ancianos saludaban, dando los buenos días; los jóvenes se van civilizando a la inglesa.

El chorierrico o aldeano de Asúa es un buen pájaro, del tamaño de Un hombre; lleva las patas abigarradas de retazos azules; cresta azul, y azul, por lo general el cuerpo; trepa como un garrapo la cucaña ¡canta poco y siempre a tiempo; pide lluvia metido en fango; baja a Bilbao a picotear y llevarse pajitas para su nido y grano para sus polluelos, y por ser celoso, de sobra, de su derecho, queda a las veces desplumado por algún milano, agachapado en el Código. Teme al chimbo bilbaíno, que se burla de él, le pisotea las sementeras y le manosea la hembra.

Llegaron a la taberna, que, según el amo de ella, otra mejor no la hay en todo Vizcaya. Junto a ella, el juego de bolos. Subieron por la cuadra a un caserón de aldea, de techo ahumado. Allí encontraron la flor y nata de la chimbería: Santi, el Silbante, llamado así por su exiguo cuerpecillo; el imponderable Chomín, Tripazabal, Juanito y Dioni. En resolución, que había merluza... y lo demás se arreglaría pronto.

Se acomodaron en un cuarto, con una ventana sin cristales, con enorme cama, en cuya cabecera no faltaba la indispensable agua-benditera, sobre un retazo de pared empapelado; una mesa ancha y dos largos bancos.

Santi, antes de sentarse, sacudió el banco, a ver si estaba firme.

—Eres de la condisión de la epecha, el pájaro más chirripito y cacanarru, que nunca se pone en una rama sin sacudir, pa ver si le sostiene...

—¡Cállate ahí!... ¡Enterao estás! Con que el más chirripito, ¿eh? ¿El más chirripito? ¿Y dónde dejas al chío y al tarín?...

—¡Bah! ¡Ya remanesió tu siensia!...

Cada cual sacó de su burjaca el botín de campaña.

Allí toda la numerosa clase de los vivarachos chimbos de mora, hermanos del ruiseñor; cenicientos chimbos de higuera, de cabecita fina, ancas azuladas y mantecosa pancilla; rojizos chimbos de maizal; algún raro chimbo de cabeza negra, enteco, como el silbante; otros, cenicientos de cola roja, mosqueros; coliblancos, rechonchos y plumosos, y, entre todos, luciendo su aristocrática supremacía, el pintado hormiguero de Pachi.

—¡Míate, míate! ¡Como buebos!

—¿A ver?... ¡Deja, hombre, que les atoque tan siquiera!

—¿No oyes que como buebos?

—¡Un tordo!

El tordo es, como la malviz, el ideal del chimbero. Pues qué, ¿se sostendría sin idealla chimbería?

—¡No me ha amolao poco!... Lo que menos tres veses le he apuntao, y él se guillaba disiendo: «¡Cho!, ¡cho!, ¡cho!», que en vascuence quiere desir: «¡Chafarse!».

También salió un martinete pintado, con el color apagado ya.

Empezaron a desplumar los pajaritos, que quedaban desnudos, blancos, con la redonda cabecita colgada del delgado cuello, entornados los diminutos párpados.

—¡Pobres pajaritos!... ¡Iñusentes!

Hay ternura en el corazón del chimbero, que una cosa es la lucha por el ideal y otra el corazón, y, sobre todo, ¿para quién hizo Dios al mundo?

Llovía a jarros, y esperaban su pitanza los chimberos chimbos.

Chimbos nos llaman a los bilbaínos, y lo somos: silbantes unos, colirrojos otaos, otaos coliblancos, de zarzal y hasta hormigueros. El chimbo bilbaíno pía y picotea y procura echar mantecasas bajo el pulmón. Tiene su nido en el bocho; canta siempre, y busca para él pajitas y aparta grano. ¡Aire y libertad y alas para volar! Aquellos mismos chimberos chimbos, un año más tarde, respondían con alegre ¡pío!, ¡pío!, con canciones frescas y chillonas al estampido de las grandes escopetas de los chimberos jebos.

Seguía lloviendo a jarros. Los hombres se impacientaban; daban patadas al suelo. Uno andaba por la ahumada cocina, haciendo fiestas a la criada.

El cuarto vecino tenía entornada pudorosamente la puerta. Era el Ayuntamiento, que celebraba sesión con comilona.

En éstas y las otras, se anunció la comida. Santi, devoto conservador de las tradiciones chimberiles, se quitó el sombrero y se ciñó a la cabeza el pañuelo, según era uso y costumbre en los heroicos tiempos de la chimbería.

Espárragos riquísimos; una cazuela con patatas y bazofia; carne llena de gordo y piltrafas; pollo en salsa, y merluza nadando en un mar de aceite.

Se daban todos tal prisa en comer, que el buen Pachi tuvo que coger un mendrugo y clavarlo en el cazolón, exclamando con voz solemne:

—¡Mojón!

Santa palabra. Dejaron todos sus tenedores, y él:

—Dejeméis mascar tan siquiera; dejeméis mascar.

Llegaron los chimbos, tan gustosos para roer, negritos ya, y los chimberos se chupaban los dedos.

Se armó la gran discusión a cuenta de si el rito de la limonada pide sarbitos o merluza en salsa; luego se discutió si es o no de trampa el pantalón del torero; luego la diferencia que hay entre chanela y chalupa. A todo esto, Tripazábal metía más bulla que un picharchar, y todo para nada.

Rodando la conversación, se vino a dar en el melancólico tema de: «¡Cómo pasan los años, oh póstumo! O tempora, o mores!».

Santi, el Silbante, era romántico hasta dejarlo de sobra. Se echó sobre el camón y, mirando al techo, endilgó esta elegía:

—Ahora... ¿Ahora? Éstos de ahora no sirven pa nada... ¡Nosotros sí que teníamos arloterías entonses! Ahora son todos unos sensumbacos iñusentes, que andan faroleando en l'Arenal detrás de las chicas... ¡Ah, las cosas que me alcuerdo! Ayer le busqué sin querer a Totolo en cal Correo, y no hisimos pocas risas, habla que habla d'eso... Un día el chinel llevarme quiso abajo San Antón... Yo corre que te corre, que ni Pataslargas me cogería, y el chinel por detrás... ¡No tenía mal alcuerdo! Yo, sin mirar, ¡pum!, de un Fulsicón bulsiscón, un chenche al suelo; luego, me tropesé en un trunchu de chana, y ¡sas!, de bruses contra un orinadero... ¡De por poco me apurrucho la pavía! Estaba el suelo mojao y resbaliso, como si te sería un sirinsirin, porque había llovido sirimiri y se había hecho barro de bustina... El chinel m'enganchó y abajo San Antón, porque le hise un chinchón a una señora... ¡Qué risas te hisimos aquel día! ¡Y cada reganchada le di al chinel!...

—Yo que tú, de un corpadón le mando a Flandes...

—¡Entonses, entonses! ¿Ahora?

—¡Ahora saben más!

—Mejor nosotros. ¡Iñusentes, iñusentes! Hablábamos de las cosas que son pecau, y de las que no son pecau; íbamos and'el maestro a preguntarle si era pecau desir concho y otras cochinadas, fumar en la portalada y seguir a las chicas... ¿Hoy? ¿Hoy? Hasta los chenches chirripitos que andan en l'alda del aña y van alepo tienen novia, y fuman, y disen concho... y se visten en Carnaval de batos barragarris... ¿Cuándo les ves holgar a toritos? ¿Cuándo oyes en la calle: «¡Que sale el toro Cucaña!»? ¿Cuándo les vez hacer jirivueltas?... Te digo que esto va mal: quitarán el sirinsirin de San Nicolás, quitarán los gigantes, quitarán todo...

Una inmensa tristeza cayó sobre todos: la inmensa tristeza de la digestión penosa.

En el silencio del cuarto empezó uno a cantar, y le siguieron todos. El canto salía vibrante y se tendía por el valle, perdiéndose en él sus ecos apagados.

Envuelto en los vivos gorjeos del zortzico de Bilbao, le subía del estómago repleto una enorme ternura a la tacita de plata, acurrucada en su bocho.

Poco antes de caer la tarde, salieron con sus perros y sus escopetas de vuelta a la villa.

Se habían pasado parte de la mañana en sudar tras un pajarillo de mala muerte, para dar de hocicos en el cazolón. Allí les envolvió la ternura patria, ahítos de merluza, fuera del pueblo. La comida fuerte y sólida hace de sol; tanto calienta un cazolón humeante como un sol de fuego desde un cielo azul.

Año y medio más tarde, aquellos mismos chimberos de la cazuela, no pudiendo beber el aire de las montañas, lanzaban a él su ¡pío, pío!, mientras tronaba sobre sus cabezas la bomba del jebo y recorrían las calles de la villa los viejos chimberos con la escopeta al hombro.

Dos años después, en aquel mismo mes de septiembre vieron la famosa romería de San Miguel en el Arenal de Bilbao, a la sombra del tilo.

Y más tarde aún, en premio a sus afanes y sudores, les mermaron la pitanza de la próvida cazuela, no para dar al falto lo que creían sobraba al harto, sino para echarlo al arroyo. ¿Por qué ha de estar graso el chimbo hormiguero, cuando el silbante está flaco?

El chimbo calla, se resigna, trabaja y sigue cantando y revoloteando de higo en higo, y esperando a la nueva primavera.

En la rápida transformación de nuestro pueblo es el chimbero, animal cuasi fósil, penumbra de lo que fue.

El Bilbao de las narrias y de los chimberos se ha transformado en el del tranvía urbano y los cazadores de acciones. Ya no se ven por las calles aquellos perritos lanudos, color castaño y hocico fino, y andan por ellas olfateando sabuesos, perdigueros, buldogos y hasta galgos y daneses.

Se va haciendo la paz entre el chimbo campesino y el urbano; aquéllos cantan, desde la primavera al otoño, al sol que dora las mieses, y a los arrastres de mineral, que matan al buey, mientras elevan las fábricas al espacio el himno fragoroso a la fuerza omnipotente del trabajo, que crea, sostiene, destruye y vivifica todo.

¡Ánimo, hijos de los viejos chimberos! ¡A cazar el pan para los hijos!

(Leído en la Sociedad El Sitio, 1-V-1891; publicado en enero de 1892 en El Nervión)

San Miguel de Basauri en el arenal de Bilbao

A D. Francisco de Yzaguirre.

Nada más grato que recordar las bulliciosas fiestas de los tiempos ingratos para nuestra villa; nada más saludable que evocar la memoria de los raudales de alegría que desbordaban entonces del vigor del alma bilbaína. Los hombres y los pueblos valerosos son los hombres y los pueblos verdaderamente alegres: la tristeza es hermana de la cobardía.

Vosotros, los de aquellos días, podéis decir:

—¡Estuvimos allí!

Yo que, aunque muy niño entonces, también estuve allí, sólo aspiro a despertar en vuestra fantasía la imagen dulce de la bulliciosa fiesta, que fue como prólogo a aquel heroico período, a cuyo culto esta Sociedad está consagrada.

Era el otoño plácido de nuestras montañas, cuando el sol, cernido por la disuelta telaraña de neblina, llueve como lento sirimiri sobre el campo sereno, disolviendo los colores en el gris uniforme del crepúsculo del año.

La placidez de aquel otoño templaba la agitación de los espíritus. Bilbao estaba rodeada de enemigos; desde los altos que le circundan le hacían corte los jebos; las monjas de la Cruz habían abandonado su convento; los habitantes de Bilbao la Vieja y San Francisco invadían el casco nuevo, ocupando las casas desalquiladas; los cosecheros de chacolí vendimiaban su uva antes de sazón; faltaban correos, y merluza, a las veces; se acercaba el sitio, pero la alegría alentaba, y era hermoso el otoño plácido de nuestras montañas.

Amaneció el 29 de septiembre de 1873. Pachi, muy de mañana, llamó a la puerta de Matrolo:

—¡Vamos, arlote, dormilón, levántate! ¡A la romería! ¡A San Miguel!

—¿Qué hay de nuevo? —preguntó Matrolo, desperezándose.

—Nada, que Chapa va hoy a Guernica de paseo, y, lo que ya sabes, que viene Moriones con dos mil hombres... Los jebos, vendimiando... ¡Anda, levántate!

—Pero ¿es verdad que nos viene Murriones? —preguntó Matrolo, restregándose los ojos.

Cuando se hubo metido en su ropa, dirigiose a un rincón del cuarto, levantó una especie de cortina y mostró a Pachi un fusil Remington y una escopeta chimbera en íntima compañía, preguntándole:

—¿Cuál cojo?

—¡Coge la escopeta!...

—¡La gran idea, verás! Ayer hablé de ello...

Cogió la escopeta, se colocó la burjaca, el polvorinero, el capuzonero, todos los chismes, llamó al perro y dijo:

—¡Vamos!

—Pero... ¿estás del queso? ¿A dónde vas?

—¡A chimbos!

—¡Divertirse! —les gritó una joven-. Luego vamos nosotras.

—Tendría que ver —decía Matrolo, mientras bajaba las escaleras— que Velasco, el sombrerero libertador, se nos presentara a pasar sobre nuestros escombros...

—Parece —añadió Pachique Castor, el vejete, está haciendo de soplín, soplón, hijo del gran soplador; no hace más que inflar los papos en la fundición de Arteaga... Los postes de amarras no le bastan y dice que nuestro comercio no aguantará tres días de bombardeo...

—¡Coitao! ¡Qué pronto se ha olvidado de San Agustín!... ¡Está memelo!

Entonces pasaba por la calle Chistu, con su tradicional casaca encarnada y pantalón azul, tocando el pastoril instrumento.

—¡A Basauri! ¡A San Miguel!

Era un grupo de jóvenes con boinas rojas y pantalones de dril blanco, saltando y gritando. La calle hacía de carretera; las serias casas de riente campo, porque llevaban dentro de ellos el campo y la alegría.

—¿Vamos a buscar a Bederachi? —dijo Matrolo.

—¿Bederachi? Desde que tiene novia...

El animoso Bederachi se entusiasmó como un niño con la idea de ir a chimbos al Arenal. ¡Al fin podría gritar y hacer chiquilladas en público, sacar al aire libre la plenitud de su alma!

—¡Esto es demasiado lujo! —exclamó Pachi al ver las bocacalles del Arenal con banderas y gallardetes.

Ante su vista, entre las estribaciones de Puente y la bicornuda fachada de San Nicolás, se extendía el Arenal famoso, del que dice la canción que


«No hay en el mundo
puente colgante
más elegante,
ni otro Arenal...».
 

Parecía el campamento de la alegría. En los jardines, tiendas de poncheras, en que se veía, sobre blanco mantel, la jarra con su batidor de caña, los vasos y los azucarillos, respirando frescura; choznas cubiertas de ramaje; tiendas de campaña, por aquí y por allí, de juegos de navaja, de anillos, de dados, y, a través del follaje, que amarilleaba, los palos y el vergaje de los vapores empavesados y endomingados.

Un aire fresco dilató el espíritu de mis tres romeros, aire de alegría que soplaba su hálito sobre el Arenal desde las bocacalles de la villa.

Sintiéronse niños Bederachi y Matrolo, y empezaron a apuntar a los árboles, fingiendo disparar con gran contento de los chiquillos, que celebraban la ocurrencia.

Al pasar junto a una chozna y oír el chirchir del aceite, Matrolo dilató las narices y preguntó:

—¿Es?

—¡Sí!

—¿Tenemos merlusita frita? ¡Qué felisidá!...

—No es del todo buena —observó Pachi-; pero, al fin, esos caribes nos dejan probar... La carne está dura, mala y cara; a veinticuatro cuartos libra. El vino...

—¡Prosaico! —le interrumpió Bederachi.

—Tú sampa y cállate.

Recorrieron los grupos de bailes; los dos chimberos dieron unas bajadas de sirinsirin en San Nicolás, con vergüenza de Pachi, y de allí se fueron a las Acacias, donde unos voluntarios de la República jugaban a los bolos.

—Este juego —les dijo uno de ellos estoicamente— está hecho con tablones de la batería de la Muerte...

—¡Qué miedo!

—¿Quién habla de muerte? En el camposanto han puesto un letrero que dice: «No se permite la entrada».

Frente al peligro que se avecinaba, halló nuestro pueblo la frescura del alma virgen, desligada del cuidado que consigo trae cada día.

Estaba apuntando a un árbol Bederachi, para regocijo de los muchachos y expectación del perrillo, que enderezaba las orejas, cuando, poniéndose, como amapola, dejó caer la escopeta al oír un

—¡Mireléis, chicas, mireléis!

—¿Por qué no disparas? ¡Sigue! —le dijo Pepita, que venía.

—¡Chiquilladas!... —murmuró confuso.

—¡Ay, ené! ¡Y qué vergonsoso es el chico!... —exclamó una de las compañeras.

Bederachi se les agregó escoltándoles con su escopeta al hombro, seguido del perrillo y cuchicheando al oído de Pepita. Para ellos era la fiesta; para ellos la placidez del otoño; sinfonía de su amor, el contento desparramado que les rodeaba.

—¿No te digo yo? —decía Pachi a Matrolo-. Con enamorados no se cuenta...

En aquel momento llegaban don Terencio y doña Tomasa, serios como corchos; con ellos, los gigantes gigantones, serios como corchos; con ellos, los gigantones africanos y asiáticos y los dos cabezudos. Eran los gigantes de la segunda dinastía: los anteriores a la reforma que les añadió americanos a compartir su reinado; los que conocieron a Gargantúa; los que, atacados más tarde de cloruritis y abandonados por su pueblo, fueron, a bordo de un arca de Noé, a Portugalete a acabar su vida, contemplando el mar, que se traga a los grandes ríos y a los arroyuelos chicos.

De las calles de la villa salían alegres grupos y vibrantes sansos, como retozo de un niño.

—Comeremos aquí y con música —dijo Matrolo.

Mientras la banda tocaba en el quiosco, comieron en las Acacias, en bulliciosa mesa, servida por los Pellos. Se habló allí de la guerra y de la paz, de la facción carlista y de aquellos cartageneros que distraían al ejército. Recordaron las pasadas romerías de Basauri, cuando iban por la blanca carretera o por el sombrío camino de la Peña, pasaban el Puente Nuevo, ante el cual se despliega el risueño valle de Echévarri, por cuyo seno, entre cortinones de verduras, el Nervión, aun joven, se enfurruña al saltar las presas; pasaban el Boquete, y, muy luego, se abría ante sus ojos la frescura del valle de Basauri, vestido de manto de árboles, en cuyo límite se destaca la iglesia de Arrigorriaga, teatro de heroicas hazañas.

Revoloteando la conversación alada, se fue de la romería a Basauri, y de Basauri a Arrigorriaga. Dijo un comensal:

—¿Os acordáis de aquella acción del año pasado, cuando la amorebietada? Antes del susto del día de la Ascensión...

Todos sonrieron, y miraron al único que comía en silencio, sin sonreír.

—Aquel día —añadió otro— fue herido nuestro bizarro compañero Abdelkader...

—¿Dónde? ¿Dónde? —preguntó Matrolo a su vecino.

—En el tacón —contestó éste.

—No hay que olvidar —añadió otro— el patriótico impulso que les trajo en un santiamén a dar cuenta de lo ocurrido...

—¡Bueno! ¡Basta de eso! —interrumpió seriamente un vecino del que comía y callaba.

La conversación varió de vuelo.

Entre tanto, la romería se animaba. Cruzó el Arenal, saliendo de la villa una carretela, tirada por caballos encascabelados y encampanillados, y los alegres jóvenes que iban en ella, adornados con dalias, llenaban el Arenal con sus sansos.

Matrolo apenas comía; se confundía en todo.

—¡Cigarros!

—¡Agua fresca! ¿Quién quiereeeee?

—¡Eh, aguadera!

—¡Churros! ¡Churros calientes!

Las tiendas de la villa se cerraron por la tarde. El Arenal parecía un hormiguero.

Entre tanto, desde la falda de Archanda, junto a una casería recién quemada, miraba con vista fosca a la fiesta el casero, mientras en lo íntimo de su alma, a! rumor que subía del Arenal de la villa, se unían los ecos de las pasadas machinadas; ecos que, al nacer, trajo como herencia.

—La primera compañía v'haser el aurrescu!

—¡Pilili v'haser el aurrescu!

Lo oyó Matrolo y, con el bocado en la boca y la servilleta al cuello, fue a verlo. Se sobrecogió de respeto al ver los chuzos de la autoridad.

Comenzó el antiguo baile a los ecos agridulces del pito de Chistu; esos que iban a perderse en los oídos del casero de Archanda.

—¡Alza, Pilili!

Y Pilili hacía en el aire los trenzados habilísimos de sus pies.

—¡Bravo! ¡Bravo! —exclamaba Matrolo, luciendo su servilleta.

—¡Aquí viene! ¡Aquí viene!

Matrolo corrió a dejar la servilleta y tomar la escopeta; se volvió y vio un tropel de gente que se acercaba.

—¡Aquí está el rey de las selvas! —dijo Bachi con seriedad.

Con boina encamada, de la que colgaba borla de esparto; con banda azul; de rico percal, con borlas; con una placa de papel que le cubría el pecho; con artística espada de arrogante pino, benévola en los combates, como dice un cronicón coetáneo, venía, caballero sobre un rucio, a tambor batiente, llevando en la espalda un papel de trapo que decía: «Entrada del rey Chapa en Guernica».

Le seguía la guardia real: chicuelos, armados de palos, que le vitoreaban. Deteníase él, de cuando en cuando, para decirles:

—Guerreros, esta noche dormiréis en Bilbao.

Agregáronse a la comitiva los enanos y los gigantones.

Pasaban entonces en artolas dos ricos aldeanos, marido y mujer, representados con propiedad. Bajó el marido a besar la mano a Su Majestad.

Matrolo se sintió niño. Recordó los días en que, poniéndose un alfiler en la gorra, a guisa de pararrayos, corría delante del enano, gritándole: ¡Caransuelito! Y, con su escopeta al hombro, se agregó a la comitiva.

Pasaron la batería de la Muerte, fueron a la taberna de la Sandeja y se colocaron en batalla frente al blocaus de San Agustín, mientras Pachico el Gordo les miraba sonriendo.

—¡Allí están los jebos!

Desde Archanda, un grupo de hombres contemplaba la fiesta. Europa, representada en don Terencio y doña Tomasa, les miró asombrada; Asia y África les volvieron las espaldas.

Entonces se mezcló al regocijado clamoreo de la fiesta el ronquido del cañón, que, desde San Augustín, enviaba peladillas a los mirones. El eco de los cañonazos se disipó, como golpes de bombo en regocijado bailable, en el murmullo qué brotaba del retozo de la muchedumbre. El Arenal parecía vivo, y resonante el polvo de la fiesta, que parecía destilar sobre los corazones el bálsamo del descuido.

Matrolo no sabía dónde acudir; quería estar en todas partes, mezclar su voz a todos los rumores de la fiesta, difundirse en el ambiente. El contento que le envolvía llevaba a su corazón este melancólico pensamiento:

—¡Qué mal está el que no tiene novia!

Junto a los impávidos gigantones, rodeados de chiquillos, circulaba la gente, bailaban a la música, se oían los sansos, chirchir de guisos, sonsonete de ciegos...

De pronto, resonó sobre el alegre rumor de la fiesta la corneta de llamada. Por un momento se calmó el runrún, como el bramido del mar que cesa, mientras avanza por la altura la encanecida ola, para deshacerse en blanco polvo, rebramando contra la costa.

Matrolo echó a correr; Bederachi le siguió. Llegaron a sus casas, dejaron las escopetas y los perrilleros, cogieron los fusiles y las gorritas de higo, recordaron los tiempos duros en que estaban y, llevando en el alma el uno el soplo fresco de la romería, la mirada de Pepita el otro, se fueron a sus guardias.

¿Y el de la borla de esparto?

El cronicón de donde he sacado los datos, acaba su descripción diciendo:

«No comprendiendo, sin duda, su majestad mandilona que el buen ejemplo debe dimanar siempre de quien en lo más alto se ve encumbrado, olvidándose acaso de su elevado rango, se atreve a cometer serios desmanes que le obligan a retirarse quizá antes de tiempo, contra su omnímoda soberana voluntad, al regio alcázar hábilmente designado con el significativo nombre de La Perrera».

Ya de noche, se arrastraban los últimos ecos de la romería; recorrían las calles grupos, y se oían voces que se alejaban cantando:


«Ené, qué risas le hisemos
al pasar por la Sendeja...
Chalos y todo nos hiso
desde el halcón una vieja...».
 

Así celebró Bilbao en su Arenal la romería de San Miguel de Basauri el 29 de septiembre de 1873.

¡Tiempos aquellos en que en el continuo vaivén de los sucesos, en la incertidumbre del mañana, despegadas las voluntades del amodorrador cuidado y flotando sus raíces como en el mar las algas, traía la villa a su seno el aire de los campos y recogía el soplo de la infancia animosa de los pueblos!

(Leído en la Sociedad El Sitio, 1-V-1892; publicado en mayo de 1892 en El Nervión)

Redondo, el contertulio

A mis compatriotas de tertulia.

Más de veinte años hacía que faltaba Redondo de su patria, es decir, de la tertulia en que transcurrieron las mejores horas, las únicas que de veras vivió, de su juventud larga. Porque para Redondo la patria no era ni la nación, ni la región, ni la provincia, ni aun la ciudad en que había nacido, criádose y vivido; la patria era para Redondo aquel par de mesitas de mármol blanco del café de la Unión, en la rinconera del fondo de la izquierda, según se entra, en torno a las cuales se había reunido día a día, durante más de veinte años, con sus amigos, para pasar en revista y crítica todo lo divino y lo humano y aun algo más.

Al llegar Redondo a los cuarenta y cuatro años encontrose con que su banquero le arruinó, y le fue forzoso ponerse a trabajar. Para lo cual tuvo que ir a América, al lado de un tío poseedor allí de una vasta hacienda. Y a la América se fue añorando su patria, la tertulia de la rinconera del café de la Unión, suspirando por poder un día volver a ella, casi llorando. Evitó el despedirse de sus contertulios, y una vez en América hasta rompió toda comunicación con ellos. Ya que no podía oírlos, verlos, convivir con ellos, tampoco quiso saber de su suerte. Rompió toda comunicación con su patria, recreándose en la idea de encontrarla de nuevo un día, más o menos cambiada, pero la misma siempre.

Y repasando en su memoria a sus compatriotas, es decir, a sus contertulios, se decía: ¿Qué nuevo colmo habrá inventado Romualdo? ¿Qué fantasía nueva el Patriarca? ¿Qué poesía festiva habrá leído Ortiz el día del cumpleaños de Henestrosa? ¿Qué mentira, más gorda que todas las anteriores, habrá llevado Manolito? Y así lo demás.

Vivió en América pensando siempre en la tertulia ausente, suspirando por ella, alimentando su deseo con la voluntaria ignorancia de la suerte que corriera. Y pasaron años y más años, y su tío no le dejaba volver. Y suspiraba silenciosa e íntimamente. No logró hacerse allí una patria nueva, es decir, no encontró una nueva tertulia que le compensase de la otra. Y siguieron pasando años hasta que su tío se murió, dejándole la mayor parte de su cuantiosa fortuna y lo que valía más que ella, libertad de volverse a su patria, pues en aquellos veinte años no le permitió un solo viaje. Encontrose, pues, Redondo, libre, realizó su fortuna y henchido de ansias volvió a su tierra natal.

¡Con qué conmoción de las entrañas se dirigió por primera vez, al cabo de más de veinte años, a la rinconera del café de la Unión, a la izquierda del fondo, según se entra, donde estuvo su patria! Al entrar en el café el corazón le golpeaba el pecho, flaqueábanle las piernas. Los mozos o eran o se habían vuelto otros; ni les conoció ni le conocieron. El encargado del despacho era otro. Se acercó al grupo de la rinconera; ni Romualdo el de los colmos, ni el Patriarca, ni Henestrosa, ni Ortiz el poeta festivo, ni el embustero de Manolito, ni don Moisés, ni... ¡ni uno sólo siquiera de los suyos! ¡Todos, otros, todos nuevos, todos más jóvenes que él, todos desconocidos! Su patria se había hundido o se había trasladado a otro suelo. Y se sintió solo, desoladoramente solo, sin patria, sin hogar, sin consuelo de haber nacido. ¡Haber soñado y anhelado y suspirado más de veinte años en el destierro para esto! Volviose a casa, a un hogar frío de alquiler, sintiendo el peso de sus sesenta y ocho años, sintiéndose viejo. Por primera vez miró hacia adelante y sintió helársele el corazón al prever lo poco que le quedaba ya de vida. ¡Y de qué vida! Y fue para él la noche de aquel día noche insomne, una noche trágica en que sintió silbar a sus oídos el viento del valle de Josafat.

Mas a los dos días, cabizbajo, alicaído de corazón, como sombra de amarilla hoja de otoño que arranca del árbol el cierzo, se acercó a la rinconera del café de la Unión y se sentó en la tercera de las mesitas de mármol, junto al suelo de la que fue su patria. Y prestó oído a lo que conversaban aquellos hombres nuevos, aquellos bárbaros invasores. Eran casi todos jóvenes; el que más tendría cincuenta y tantos años.

De pronto uno de ellos exclamó: «Esto me recuerda uno de los colmos del gran don Romualdo». Al oírlo, Redondo, empujado por una fuerza íntima, se levantó, acercose al grupo y dijo:

—Dispensen, señores míos, la impertinencia de un desconocido, pero he oído a ustedes mentar el nombre de don Romualdo el de los colmos, y deseo saber si se refieren a don Romualdo Zabala, que fue mi mayor amigo de la niñez.

—El mismo —le contestaron.

—¿Y qué se hizo de él?

—Murió hace ya cuatro años.

—¿Conocieron ustedes a Ortiz, el poeta festivo?

—Pues no habíamos de conocerle, si era de esta tertulia.

—¿Y él?

—Murió también.

—¿Y el Patriarca?

—Se marchó y no ha vuelto a saberse de él cosa alguna.

—¿Y Henestrosa?

—Murió.

—¿Y don Moisés?

—No sale ya de casa; ¡está paralítico!

—¿Y Manolito el embustero?

Y murió también...

—¡Murió..., murió..., se marchó y no se sabe de él..., está en casa paralítico... y yo vivo todavía!... ¡Dios mío! ¡Dios mío! —y se sentó entre ellos llorando.

Hubo un trágico silencio, que rompió uno de los nuevos contertulios, de los invasores, preguntándole:

—Y usted, señor nuestro, ¿se puede saber...?

—Yo soy Redondo...

—¡Redondo! —exclamaron casi todos a coro-. ¿El que se fue a América arruinado por su banquero? ¿Redondo, de quien no volvió a saberse nada? ¿Redondo, que llamaba a esta tertulia su patria? ¿Redondo, que era la alegría de los banquetes? ¿Redondo, el que cocinaba, el que tocaba la guitarra, el especialista en contar cuentos verdes?

El pobre Redondo levantó la cabeza, miró en derredor, se le resucitaron los ojos, empezó a vislumbrar que la patria renacía, y con lágrimas aún, pero con otras lágrimas, exclamó:

—¡Sí, el mismo, el mismo Redondo!

Le rodearon, le aclamaron, le nombraron padre de la patria, y sintió entrar en su corazón desfallecido los ímpetus de aquellas sangres juveniles. Él, el viejo, invadía, a su vez, a los invasores.

Y siguió asistiendo a la tertulia, y se persuadió de que era la misma, exactamente la misma, y que aún vivían en ella, con los recuerdos, los espíritus de sus fundadores. Y Redondo fue la conciencia histórica de la patria. Cuando decía: «Esto me recuerda un colmo de nuestra Romualdo...»; todos a una: «¡Venga! ¡Venga!». Otras veces: «Ortiz, con su habitual gracejo, decía una vez...». Otras veces: «Para mentira, aquella de Manolito». Y todo era celebradísimo.

Y aprendió a conocer a los nuevos contertulios y a quererlos. Y cuando él, Redondo, colocaba alguno de los cuentos verdes de su repertorio, sentíase reverdecer, y cocinó en el primer banquete, y tocó, a sus sesenta y nueve años, la guitarra, y cantó. Y fue un canto a la patria eterna, eternamente renovada.

A uno de los nuevos contertulios, a Ramonete, que podría ser casi su nieto, cobró singular afecto Redondo. Y se sentaba junto a él, y le daba golpecitos en la rodilla, y celebraba sus ocurrencias. Y solía decirle: «¡Tú, tú eres, Ramonete, el principal ornato de la patria!». Porque tuteaba a todos. Y como el bolsillo de Redondo estaba abierto para todos los compatriotas, los contertulios, a él acudió Ramonete en no pocas apreturas.

Ingresó en la tertulia un nuevo parroquiano, sobrino de uno de los habituales, un mozalbete decidor y algo indiscreto, pero bueno y noble; mas al viejo Redondo le desplació aquel ingreso; la patria debía estar cerrada. Y le llamaba, cuando él no le oyera, el Intruso. Y no ocultaba su recelo al intruso, que en cambio veneraba, como a un patriarca, al viejo Redondo.

Un día faltó Ramonete, y Redondo, inquieto como ante una falta, preguntó por él. Dijéronle que estaba malo. A los dos días, que había muerto. Y Redondo le lloró; le lloró tanto como habría llorado a un nieto. Y llamando al Intruso, le hizo sentar a su lado y le dijo:

—Mira, Pepe, yo, cuando ingresaste en esta tertulia, en esta patria, te llamé el Intruso, pareciéndome tu entrada una intrusión, algo que alteraba la armonía. No comprendí que venías a sustituir al pobre Ramonete, que antes que uno muera y no después nace muchas veces el que ha de hacer sus veces, que no vienen unos a llenar el hueco de otros, sino que nacen unos para echar a los otros. Y que hace tiempo nació y vive el que haya de llenar mi puesto. Ven acá, siéntate a mi lado; nosotros dos somos el principio y el fin de la patria.

Todos aclamaron a Redondo.

Un día prepararon, como hacían tres o cuatro veces al año, una comida en común, un ágape, como lo llamaban. Presidía Redondo, que había preparado uno de los platos en que era especialista. La fiesta fue singularmente animada, y durante ella se citaron colmos del gran Romualdo, se recitó una poesía festiva de Ortiz, se contaron embustes de Manolito, se dedicó un recuerdo a Ramonete. Cuando al cabo fueron a despertar a Redondo, que parecía haber caído presa del sueño —cosa que le ocurría a menudo-, encontráronle muerto. Murió en su patria, en fiesta patriótica.

Su fortuna se la legó a la tertulia, repartiéndola entre los contertulios todos, con la obligación de celebrar un cierto número de banquetes al año y rogando se dedicara un recuerdo a los gloriosos fundadores de la patria. En el testamento ológrafo, curiosísimo documento, acababa diciendo: «Y despido a los que me han hecho viviera la vida, emplazándoles para la patria celestial, donde en un rincón del café de la Gloria, según se entra a mano izquierda, les espero».

(Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 23-XII-1912)

El secreto de la personalidad

«Las tijeras»

Todas las noches, de nueve a once, se reunían en un rinconcito del café de Occidente dos viejos a quienes los parroquianos llamaban «Las tijeras». Allí mismo se habían conocido, y lo poco que sabían uno del otro era esto:

Don Francisco era soltero, jubilado; vivía solo con una criada vieja y un perrito de lanas muy goloso, que llevaba al café para regalarle el sobrante de los terroncitos de azúcar. Don Pedro era viudo, jubilado; tenía una hija casada, de quien vivía separado a causa del yerno. No sabían más. Los dos habían sido personas ilustradas.

Iban al café a desahogar su bilis en monólogos dialogados, amodorrados al arrullo de conversaciones necias y respirando vaho humano.

Don Pedro odiaba al perro de su amigo. Solía llevarse a casa la sobra de su azúcar para endulzar el vaso de agua que tomaba al levantarse de la cama. Había entre él y el perrillo una lucha callada por el azúcar que dejaban los vecinos. Cuando don Pedro veía al perrillo encaramarse al mármol relamiéndose el hocico, retiraba, temblando, sus terroncitos de azúcar. Alguna vez, mientras hablaba, pisaba como al descuido la cola del perrito, que se refugiaba en su dueño.

El amo del perro odiaba sin conocerla a la hija de don Pedro. Estaba harto de oírle hablar de ella como de su gloria y de su consuelo; mi hija por aquí, mi hija por allí: ¡siempre su hija! Cuando el padre se quejaba del sinvergüenza de su yerno, el amo del perro le decía:

—Convénzase, don Pedro. La culpa es de la hija; si quisiera a usted como a padre, todo se arreglaría... ¡Le quiere más a él! ¡Y es natural! ¡Su mujer de usted haría lo mismo!...

El corazón del pobre padre se encogía de angustia al oír esto, y su pie buscaba la cola del perrito de aguas.

Un día el perro se comió, después de los terroncitos de su amo, los de don Pedro. Al día siguiente, éste, con dignidad majestuosa, recogió, después de sus terrones, dos del perro. Tras esto hablaron largo rato de la falta de justicia en el mundo.

Terribles eran las conversaciones de los viejos. Era un placer solitario y mutuo en las pausas del propio monólogo; oía cada uno los trozos del otro monólogo sin interesarse en el dolor petrificado que lo producía; lo oía, espectador sereno, como a eco puro que no se sabe de dónde sube. Iban a oír el eco de su alma sin llegar al alma de que partía.

Cuando entraba el último empezaba el tijereteo por un «¿Qué hay de nuevo?», para concluir con un «¡Miseria pura! ¡Todo es farsa!». Su placer era meneallo, emporcarlo todo para abonar el mundo.

No reproduciré aquellos monólogos como se producían; prefiero exponer su melodía pura.

—Sea usted honrado, don Francisco, y le llamarán tonto...

—¡Con razón!

—¡Resignación!, predican los que se resignan a vivir bien. ¡Por resignarme me aplastaron!...

—¡Y a mí por protestar!

—¡La vida es dura, don Pedro! Siempre oculté mis necesidades, y me hubiera dejado morir de hambre en postura noble, como un gladiador que lucha por los garbanzos... ¡Oh, hay que saber lucir un remiendo cosido con arte!... Yo no he sabido lloriquear a tiempo. Siempre soltero, jamás hubiera cumplido deseos santos, porque me quitaban el pan padres de hijos que tenían las lágrimas en el bolsillo. Yo me las tragaba...

—Yo he sido casado; los solteros eran una sola boca, corrían sin carga, se conformaban con menos... Nada pude contra ellos...

—Pude ser bandido y no lo quise.

—Yo quise serlo y no lo pude conseguir; se me resistía...

—Dicen ahora que en la lucha por la vida vence el más apto. ¡Vaya una lucha! ¿El más apto? ¡Mentira, don Pedro!

—¡Verdad, don Francisco! Vence el más inepto porque es el más apto. Todos luchan a quien más se rebaja, a quien más autómata, a quien más y mejor llora, a quien más y mejor adula. ¿Tener carácter?... ¡Oh! ¿Quién es éste que quiere salir del coro y aspira a partiquino? Hay que luchar por la justicia, que no baja, como el rocío, del cielo; el que no llora no mama. Apenas quedan más que dos oficios útiles: ladrón o mendigo; o la amenaza, o las lágrimas. Hay que pedir desde arriba o desde abajo.

—¡Ah, don Francisco! El que para menos sirve es el que mejor sirve.

—Aunque lo digan, yo no soy pesimista. No tiene la culpa el mundo si hemos nacido dislocados en él.

—No hay justicia, don Francisco; que aunque a las veces se haga lo justo, es a pesar de serlo.

—¡Mire usted, don Pedro, cómo le paga su hija!

El pobre padre buscaba la cola del perrito de aguas mientras decía:

—¡La caridad! ¡Otra como la justicia! ¡A cuántas almas fuertes mata la lucha por la caridad!... «¡Ah!, éste sabe trabajar; no necesita», y todos pasan sin darle ni trabajo ni pan.

—¡La caridad, don Pedro! ¡Los pobres necesitaban el pan, me dieron palabras de consuelo..., les cuestan tan poco!... ¡Las tienen para su uso! ¡Los ricos me echaron mendrugos..., les cuesta tan poco..., los habrían echado a los perros! Nadie me ha dado pan con piedad: sobre el pan del cuerpo, miel del alma. He vivido del Estado, esa cosa anónima a la que nada agradezco.

—¡Ah, don Francisco! Pegan y razonan la paliza. No me duele el pisotón, sino el: «Usted perdone». La paliza, basta; la razón, sobra... Me decían: «Te conviene, es por tu bien, lo mereces»; mil sandeces más: echar en la herida plomo derretido.

—Tiene usted razón. Nadie me ha hecho más daño que los que decían hacérmelo por mi bien. Yo nací hermoso, como un gran diamante en bruto; me cogieron los lapidarios; a picazo y regla me pulieron las facetas; quedé brillante, ¡hermoso para un collar!... No quise ensartarme con los otros ni engarzarme en oro; rodé por el arroyo: libre, el roce me gastó; he perdido el brillo y los reflejos, y hoy, opaco, achicado, apenas sirvo para rayar cristales.

—Corrí yo tropezando en todas las esquinas para llegar al banquete: «No te apresures —me decían al final de cada jornada; aún tienes tiempo, y no te faltará en la mesa, si no es un sitio, otro». Cuando llegué era tarde: el cansancio y el ayuno habían matado mi apetito, el resorte de mi vida; llegué a la ilusión desilusionado, harto en ayunas... ¡Se me había indigestado la esperanza!

Un día, unos estudiantes hicieron una judiada al pobre perrito. Su amo se incomodó: los chicos se le insolentaron, y se armó cuestión. En lo más crudo de ésta, una ola de pendencia ahogó al padre, que oía todo callado; se levantó, gruñó un saludo y se fue, dejando al amo del perro que se las arreglara. Pero al siguiente día volvió como siempre.

—Yo he sido siempre progresista —decía el amo del perro-; hoy no soy nada.

—¡Yo, siempre moderado!...

—Pero progresista suelto, desencasillado, fuera de Comité... ¡Eso me ha perdido!

—¡Eso nos ha perdido a los dos!

—¿Qué escarabajo es éste, don Pedro, que no tiene mote en los cuadros de la entomología política y social?

—Y mire usted, don Francisco, mire cómo viven. Trigonidium cicindeloides, Anaplotermes pacificus, Termes lucifugus, Palingenia longicauda y tantas más de la especie tal, género cual, familia tal del orden de los insectos.

—Las ideas, don Pedro, no son más que lastre... La única verdad es la verdad viva, el hombre que las lleva... Cuando quiere subir, las arroja...

—El hombre, don Francisco, es una verdad triste. Los buenos creen y esperan chupándose el dedo; los pillos se ayudan..., y al cabo, todos concluyen lo mismo. Yo creo en un Limbo para los buenos y en un Infierno para los malos.

—¡Feliz usted, don Pedro! ¡Feliz usted, que tiene el consuelo de creer en el Infierno!

—Mi mayor placer después de estos parrafitos es dormir como un lirón. Me gustaría acostarme para siempre con la esperanza de encontrar a la cabecera de mi cama mi vasito de agua azucarada un día que nunca llegue... ¡Dormir para siempre, arrullado por la esperanza dulce!

—¡Mi único consuelo, don Pedro, es el pensamiento puro, y aun éste, en cuanto vive se ensucia!...

Así, aunque en otra forma, discurrían aquellos viejos, que, arrecidos por el frío, miraban con desdén la vida desde la cumbre helada de su soledad. Amaban la vida y gozaban en maldecir del mundo, sintiéndose ellos, los vencidos, vencedores de él, el vencedor. Lo encontraban todo muy malo porque se creían buenos y gozaban en creerlo. Era la suya una postura como otra cualquiera. Creían que el sol es farsa, pero que calienta, y en él se calentaban.

Salían juntos y bien abrigados, y al separarse continuaba cada uno por su camino el monólogo eterno. Todas las noches murmuraban al separarse: «¡Miseria pura! ¡Todo es farsa!».

Un día faltó don Pedro al café, y siguió faltando, con gran placer del perrito de aguas. Cuando el amo de éste supo que el padre había muerto, murmuró: «¡Pobre señor! ¡Algún disgusto que le ha dado su hija! ¿Si encontrara algún día el vaso de agua azucarada a la cabecera de la cama?». Y siguió su monólogo. El eco de su alma se había apagado, ¿quién era? ¿De dónde venía? ¿Cómo vivía? Ni lo supo ni intentó saberlo, quedó solo y no conoció su soledad.

Sigue yendo al rinconcito del café de Occidente. Los parroquianos le oyen hablar solo y le ven gesticular. Mientras da un terroncito de azúcar al perro, que agita de gusto su colita, rematada en un pompón, murmura: «¡Miseria pura, don Pedro! ¡Todo es farsa!». Y los parroquianos dicen: «¡Pobre señor! Desde que perdió la otra tijera, esa cabeza no anda bien. ¡Cuánto le afectó! ¡Se comprende..., a su edad!».

El amo del perro sale sin acordarse del padre de la hija, y sólo sigue tijereteando: «¡Miseria pura! ¡Todo es farsa!».

(La Justicia, Madrid, 27-XII-1889)

El dios Pavor

Los mendrugos y el pucherito de limosna que Justina arrancaba a la piedad pública, los comían sus padres mascando con ellos el aire nauseabundo del covacho en que vivían. La cama estaba siempre rota y sucia, el hogar siempre apagado y sobre él la botella de aguardiente.

Madre e hija se dormían abrazadas de brazos y piernas para darse calor. Cuando les despertaba del frío el quejido de la puerta al sentir la patada del hombre, iba la mujer a abrirle. Entraba aquél, y se acostaba al lado de su mujer y su hija, que recibían en el rostro aliento de vino.

Justina se perdía por las calles, pidiendo por amor de Dios. Su fantasía, libre de la carne por la anemia, volaba bajo la capa azul con que el sol hace techo a la calle, tras de los angelitos de que le hablaban los hijos del arroyo.

En casa se distraía a menudo mirando el polvo que jugaba en el rayo del sol, hasta que su padre la volvía al mundo de un puñetazo.

Un día se le cayó el pucherito y anduvo errante antes de volver a casa. Cuando entró en ella, y su padre, que estaba acostado con fiebre, vio lo que pasaba, le dijo: «¡Ven acá, perra, perdida!», y le golpeó la cabeza contra el suelo, mientras la mujer temblaba. Desde entonces apretaba Justina el pucherito contra su corazón.

Otro día, al entrar, encontró a su madre sentada en el suelo, junto al hombre, mirándole con ojos secos y muy grandes. La cara del padre estaba blanca. Había muerto en él todo movimiento, pero sus ojos seguían a su hija. Aquella noche hizo temblar a Justina bajo el guiñapo el frío del cuerpo del hombre, frío como una culebra y con olor a vino.

A unos señores que entraron al siguiente día, el aire podrido les sacó lágrimas y se enjugaron los ojos con pañuelos que olían a flores, se taparon el aliento, les dijeron muchas cosas, muchas cosas que hacían llorar a su madre, y les dieron dinero blanco.

Después que llevaron al muerto estaba sola Justina, resintiendo el frío del cuerpo del hombre, cuando entró su madre que volvía de la calle, y le dijo:

—Vas a ir a servir a tu tío, ¡sé buena!

La metieron en casa de su tío. Como éste trabajaba casi todo el día fuera de casa, Justina vivía con la tía, que la puso de niñera de un pequeñuelo. La tía se pasaba el día gruñendo y ponderando lo caro de la vida; hallaba en todo motivo de disgusto, y daba contra la niña.

¡Cuánto recordó Justina la penuria del covacho paterno en la parsimoniosa mezquindad de su tía! Por su poco apetito solía dejar algunos platos.

—¿Por qué lo dejas? —le gritaba su tía-. Mientras no comas eso no comes otra cosa... Lo que quieres son postres, golosinas..., ¡habrase visto la chiquilla! ¡Cualquiera diría que te han criado con colinetas y huevo mol! ¿Qué comías en tu casa? Hambre porretera. ¡Vaya la chiquilla!

Justina tenía que mascullar, quieras o no, las sobras del puchero.

—Tu padre era un borracho que murió de una perra..., ¿y tu madre? Más vale callar. Si no fuera por mí, andarías todavía por la calle pidiendo limosna, dormirías en el pilón de la plaza cuando hiela, y comerías mondaduras de la basura...

La hacía servir la mesa, traer y llevar los platos. Un día, porque se le cayeron y se hicieron añicos, la hartó de insultos y la dio de cachetes hasta que la vio sangrar por los dientes.

—Para que otra vez tengas cuidado, ¡condenada! Me cuestas más de lo que vales.

Daba rabia a la tía que el inútil de su marido mostrara alguna afección pasiva a la sobrinilla y saliera a las veces a su defensa, diciendo:

—Déjala, no haces más que aturdiría y marearla, la vas a volver loca.

—Sí, ayúdale; hago todo lo que puedo para educarla, y vienes tú y lo echas todo a perder.

Cuando se iba el pobre hombre, descargaba sobre la inocente toda su sorda irritación contra aquél, que no hacía más que trabajar y dormir.

Los días en que Justina gustaba algún placer era cuando salían de paseo y pisaban sobre yerba. Sucedía esto algunos domingos. La tía le sacaba un traje nuevo, y se lo vestía; se vestía ella misma, dejando el grasiento pingo casero, con un vestido sin arrugas y unas botas que cantaban, ponía al niño los trapitos de cristianar y los tres salían a la calle. El niño palmoteaba al ver los árboles, pedía los pájaros y se volvía dormido de empacho de aire libre y rendido por la procesión de la naturaleza.

Justina resucitaba al verse bajo el techo de la calle, la capa azul del sol; abría sus narices y sus ojos para beber aire y luz, le entraban ganas de rodar sobre el césped y refrescar sus mejillas contra la yerba fresca.

Volvía a casa con ahorro de vida, y se acostaba para dormir el sueño bueno. La tía tornaba sonriendo a la blandura de la cama de aquella noche, y en cuanto entraban se dejaba caer en una silla suspirando.

Eran también días plácidos aquellos en que el tío llevaba el jornal a su mujer. Esta se dulcificaba al decir a la chica:

—Todo lo hago por tu bien, para hacerte mujer, pero vosotras no sabéis agradecer..., te viene de casta. Cánsese usted. ¡Para el pago que la han de dar! Si volvieras al camarote del borracho de tu padre, ¡cómo suspilarías por mí!

La caritativa mujer sólo veía desagradecimiento en su protegida, porque lo deseaba para que junto a la negrura de la ingratitud su caridad gris resaltara como la nieve. Merced al beneficio gratuito podía desahogar su humor contra la pobre niña, verter sobre ella la desdeñosa hiel que le producía la ineptitud de su marido, y podía hablar con las comadres de lo menguado del corazón.

El primito era el único pan que apacentaba el espíritu de la niña.

—¡Marmota! Le dejes al chico y en vez de hacerle jugar juegas tú con él..., así, ¿cómo te ha de querer?

Así le quería. Cuando las dos almas niñas se miraban por las ventanas serenas de los ojos, sonreían al verse y reían como locas, la una porque veía la otra y las dos porque se sentían una.

—Pégale, hijo mío, pégale... ¡Eh, mala! —decía la madre, mientras el niño pegaba a Justina en la boca que reía.

El miedo a las palizas aumentó la debilidad de Justina, que rompía platos con sobrada frecuencia. El terror le arrancaba un:

—Yo no he sido... ¡Ha sido sin querer!

—¿Que no has sido y te lo he visto? ¡Si mientes con un descaro...! Ya te daré yo por mentirosa...

La mentira del miedo se le hizo connatural.

—Yo no he sido... ¡Ha sido sin querer!

—¿Sin querer? El Infierno está empedrado de buenas intenciones.

La niña no entendía esta blasfemia triste, pero prefería ser golpeaba sin riña, a que la caritativa tía le riñera sin pegarle, porque sus palabras, al razonar a su modo las palizas, eran vinagre con sal vertido a las heridas abiertas en el alma de la niña. El dolor del cuerpo lo soportaba como se soporta una enfermedad crónica.

Tenía un día al primito en brazos y estaba mirando cómo jugaban unas palomas en el tejado fronterizo, cuando oyó un grito:

—¡Sí, déjale caer!

El estallido de la voz temida le sobrecogió como un disparo al oído, alargó los brazos para coger al niño y quedó fría, con el alma muerta en los ojos petrificados.

En el vapor de la sangre que vomitaba se le fue la vida al niño.

Oyó Justina chillidos sin lágrimas como de un alma desgarrada a tiras, ayes agudísimos que iban a hacer acerico de su corazoncito. Y luego:

—¡Quitadme esa chiquilla de delante que si no la mato!

* * *

—¿Qué has hecho, condenada? —le dijo su madre al recogerla.

La muerte pesaba sobre el alma de Justina. Pasó días de mucho oscuro y frío en el alma, días en que sentía el frío del cuerpo del borracho con el vaho de la humeante sangre del niño. Muy a menudo el corazón le quitaba el sentido.

Entró de criada, pero como rompía muchos cacharros, tuvo que cambiar muchas casas.

Un día en la calle unos ojos francos se fijaron en sus ojos muertos; volvió a encontrarlos, se dejó acompañar más tarde del cortejo, y resolvieron casarse. El día de su liberación llegaba.

Se casó. El buen marido le entregaba los ahorros, reía cuando se rompía un plato, porque conocía la vida de su mujer.

Quedó encinta y fue atroz el embarazo. Su cabeza se llenaba de fantasmas y de sobresaltos su corazón, le subía a aquélla el ardor de la sangre derramada y le penetraba en éste el frío del cuerpo del borracho.

Dio a luz. Temblaba al coger en brazos las carnecillas flácidas del hijo de sus entrañas, al amamantarlo, y creía oír mezcladas en una voz el: «Sí, déjalo caer», de su tía; y el: «¿Qué has hecho, condenada?», de su madre.

Un día hizo trizas un cazo, y el marido, displicente a causa de una jaqueca, exclamó:

—¡Ni para platos ganamos!

Aquella noche, al ir a acostarlo, se le cayó el hijo y rodó por el suelo.

—¡Yo no he sido..., ha sido sin querer! —gritó, sin conciencia y con los ojos fijos en el niño que, ileso, le sonreía.

El corazón le quitó el sentido.

Desde entonces lloró mucho el pobre obrero al verse solo con aquella sombra que parecía la muerte que habitara su casa, y desde entonces los ojos de Justina miraron inmóviles el vacío, mientras que sus labios sólo se abrían para decir, presa de pavor, a la sonrisa de su hijo:

—¡Yo no he sido..., ha sido sin querer!

(Salamanca, mayo de 1892)

El semejante

Como todos huían de Celestino el tonto, tomándolo, cuando más, de dominguillo con que divertirse, el pobrecito evitaba a la gente paseándose solo por el campo solitario, sumido en lo que le rodeaba, asistiendo sin conciencia de sí al desfile de cuanto se le ponía por delante. Celestino el tonto sí que vivía dentro del mundo como en útero materno, entretejiendo con realidades frescas sueños infantiles, para él tan reales como aquéllas, en una niñez estancada, apegada al caleidoscopio vivo como a la placenta el feto, y, como éste, ignorante de sí. Su alma lo abarcaba todo en pura sencillez; todo era estado de su conciencia. Se iba por la mayor soledad de las alamedas del río, riéndose de los chapuzones de los patos, de los vuelos cortos de los pájaros, de los revoloteos trenzados de las parejas de mariposas. Una de sus mayores diversiones era ver dar la vuelta a un escarabajo a quien pusiera de patas arriba en el suelo.

Lo único que le inquietaba era la presencia del enemigo, del hombre. Al acercársele alguno, le miraba de vez en vez con una sonrisa en que quería decirle: «No me hagas nada, que no voy a hacerte mal», y cuando le tenía próximo, bajo aquella mirada de indiferencia y sin amor, bajaba la vista al suelo, deseando achicarse al tamaño de una hormiga. Si algún conocido le decía al encontrarle: «¡Hola, Celestino!», inclinaba con mansedumbre la cabeza y sonreía, esperando el pescozón. En cuanto veía a lo lejos chicuelos apretaba el paso; les tenía horror justificado: eran lo peor de los hombres.

Una mañana tropezó Celestino con otro solitario paseante, y al cruzarse con él y, como de costumbre, sonreírle, vio en la cara ajena el reflejo de su sonrisa propia, un saludo de inteligencia. Y al volver la cabeza, luego que hubieron cruzado, vio que también el otro la tenía vuelta, y tornaron a sonreírse uno a otro. Debía de ser un semejante. Todo aquel día estuvo Celestino más alegre que de costumbre, lleno del calor que le dejó en el alma el eco de aquel otro que con su sencillez le había devuelto, por rostro humano, el mundo.

A la mañana siguiente se afrontaron de nuevo en el momento en que un gorrión, metiendo mucha bulla, fue a posarse en un mimbre cercano. Celestino se lo señaló al otro, y dijo riéndose:

—¡Qué pájaro..., es un gorrión!

—Es verdad, es un gorrión —contestó el otro soltando la risa.

Y excitados mutuamente se rieron a más y mejor: primero, del pájaro, que les hacía coro chillando, y luego, de que se reían. Y así quedaron amigos los dos imbéciles, al aire libre y bajo el cielo de Dios.

—¿Quién eres?

—Pepe.

—Y yo Celestino.

—Celestino... Celestino... —gritó el otro, rompiendo a reír con toda su alma-. Celestino el tonto... Celestino el tonto...

—Y tú Pepe el tonto —replicó con viveza y amoscado Celestino.

—Es verdad: Pepe el tonto y Celestino el tonto...

Y acabaron por reírse a toda gana los dos tontos de su tontería, tragándose al hacerlo bocanadas de aire libre. Su risa se perdía en la alameda, confundida con las voces todas del campo, como una de tantas.

Desde aquel día de risa juntábanse a diario para pasearse juntos, comulgar en impresiones, señalándose mutuamente lo primero que Dios les ponía por delante, viviendo dentro del mundo, prestándose calor y fomento como mellizos que coparticipan de una misma matriz.

—Hoy hace calor.

—Sí, hace calor; es verdad que hace calor...

—En este tiempo suele hacer calor...

—Es verdad, suele hacer calor en este tiempo..., ji, ji..., y en invierno, frío.

Y así seguían sintiéndose semejantes y gozando en descubrir a todos momentos lo que creemos tenerlo para todos ellos descubierto los que lo hemos cristalizado en conceptos abstractos y metido en encasillado lógico. Era para ellos siempre nuevo todo bajo el sol, toda impresión fresca, y el mundo una creación perpetua y sin segunda intención alguna. ¡Qué ruidosa explosión de alegría la de Pepe cuando vio lo del escarabajo patas arriba! Cogió un canto, en la exaltación de su gozo, para desahogarlo espachurrando al bichillo; pero Celestino se lo impidió, diciéndole:

—No, no es malo...

La imbecilidad de Pepe no era, como la de su nuevo amigo, congénita e invariable, sino adventicia y progresiva, debida a un reblandecimiento de los sesos. Celestino lo conoció, aunque sin darse de ello cuenta; percibió confusamente el principio de lo que les diferenciaba en el fondo de semejanza, y de esta observación inconciente, soterrada en las honduras tenebrosas de su alma virgen, brotó en él un amor al pobre Pepe, a la vez, de hermano, de padre y de madre. Cuando a las veces se quedaba su amigo dormido a la orilla del río, Celestino, a su vez, le ahuyentaba las moscas y abejorros, echaba piedras a los remansos para que se callasen las ranas, cuidaba de que las hormigas no subieran a la cara del dormido, y miraba con inquietud a un lado y otro por si venía algún hombre. Y al divisar chicuelos le latía el pecho con violencia y se acercaba más a su amigo, metiéndose piedras en los bolsillos. Cuando en la cara del durmiente vagaba una sonrisa, Celestino sonreía soñando el mundo que le encerraba.

Por las calles corrían los chicuelos a la pareja gritando:


¡Tonto con tonto,
tontos dos veces!
 

Un día en que llegó un granuja hasta pegar al enfermo, despertose en Celestino un instinto hasta entonces en él dormido, corrió tras el chiquillo y le hartó de pescozones y de sopapos. La patulea, irritada y alborozada a la vez por la impresumible rebelión del tonto, la emprendió con la pareja, y Celestino, escudando al otro, se defendió heroicamente a boleos y patadas hasta que llegó el alguacil a poner a los chicuelos en fuga. Y el alguacil reprendió al tonto... ¡Hombre al cabo!

En el progreso de su idiotez llegó Pepe a entorpecerse de tal modo de sentidos, que se limitaba a repetir entre dientes, soñoliento, lo que su amigo iba enseñándole, según desfilaba como truchimán de cosmorama.

Un día no vio Celestino el tonto a su pobre amigo, y andúvole buscando de sitio en sitio, mirando con odio a los chicuelos y sonriendo más que nunca a los hombres. Oyó al cabo decir que había muerto como un pajarito, y aunque no entendió bien eso de muerto, sintió algo como hambre espiritual, cogió un canto, metiéndoselo en el bolsillo; se fue a la iglesia a que le llevaban a misa, se arrodilló ante un Cristo, sentándose luego en los talones, y después de persignarse varias veces al vapor, repetía:

—¿Quién le ha matado? Dime quién le ha matado...

Y recordando vagamente, a la vista del Cristo, que un día allí, sin quitarle ojo, había oído en un sermón que aquel crucificado resucitaba muertos, exclamó:

—¡Resucítale! ¡Resucítale!

Al salir le rodeó un tropa de chicuelos: uno le tiraba de la chaqueta, otro le derribó el sombrero, alguno le escupió, y le preguntaban: «¿Y el otro tonto?». Celestino, recogiéndose en sí mismo, perdido aquel fugitivo coraje, hijo del amor, y murmurando: «Pillos, pillos, repillos..., canallas... ¡éstos le han matado...!; pillos», soltó el canto y apretó el paso para ponerse en su casa a salvo.

Cuando paseaba de nuevo solo por las alamedas, orilla del río, las oleadas de impresiones frescas, que, cual sangre espiritual, recibía como de placenta del campo libre, venían a agruparse y tomar vida en torno a la vaga y penumbrosa imagen del rostro sonriente de su amigo dormido. Así humanizó la naturaleza, antropomorfizándola a su manera, en pura sencillez e inconciencia; vertía en sus formas frescas, cual sustancia de vida, la ternura paterno-maternal que al contacto de un semejante había en él brotado, y sin darse de ello cuenta vislumbró vagamente a Dios, que desde el cielo le sonreía con sonrisa de semejante humano.

(El Imparcial, 20-V-1895)

Sueño

Cuando conocí a don Hilario no era ya nadie ni hacía nada, resultando un sujeto de los más borrosos y comunes a pesar de su fama de raro. Mas aun así y todo tuve la fortuna de presenciar una de sus explosiones, una erupción de sus honduras espirituales, y oírle contar sus desventuras con aquella voz gangosa y lenta y aquel modo doloroso que en casos tales, y hasta volver a caer en su habitual huronería, le dominaba por completo.

Ciego de mozo por la lectura y el estudio creía a pies juntillas haber sido tal vicio la fuente de sus males. Con hidrópica sed de saber misterios había devorado de todo, ciencias, letras, humanidades, con encarnizamiento insaciable. El misterio se le iba agrandando a la par que descubría nuevas caras por que abordarle y sentía desazón e impaciencia al encontrarse cientos de veces con las mismas cosas en cientos de libros diversos. Anhelando novedades, ideas nuevas o renovadas que le refrescaran la mente, encontrábase con insoportables repeticiones. Todos los libros que tratan una materia contienen un fondo común y este fondo le daba ya sueño, a puro machaqueo. El que consigue descubrir una verdad en química no se conforma con menos que con escribir un tratado completo de química, y gracias si no pretende que esa verdad modifique todas las restantes y sea piedra sillar de un nuevo sistema.

Al acostarse dejaba sobre la mesilla de noche tres o cuatro libros, solicitado a la vez por todos ellos; tras breve vacilación cogía uno, lo hojeaba, leía trozos salteados, empezaba un capítulo, inatento, distraído por el deseo de los restantes libros de la mesilla; y así lo dejaba para tomar otro y a su vez dejarlo en cuanto se convertía en lo que decían el sugestivo lo que dirían. Muchas veces tocaba a uno y otro y se quedaba sin ninguno, y acabó por ni tocarlos siquiera, optando por dormir al sentimiento de la vecindad de sus queridos libros.

Pasó a leer monografías, notas bibliográficas, referencias, extractos, y sobre todo revistas. De las revistas se fue a las revistas de revistas. Pero aquí todo era esqueleto sin carne ni alma, planos esquemáticos. Y lo peor que los extractos le resultaban más palabreros y vacíos que las mismas obras extractadas. Y, ¡qué desilusión al ver estropeados los más hermosos títulos!

Buscó por fin las obras atiborradas de referencias y notas para leer éstas; sobre el andamiaje que el autor levantara para construir su obra, fantaseaba él otra. Y acabó en leer catálogos.

¡Los catálogos! Pocas cosas más sugestivas que un catálogo. Sobre un título, ¡qué de fantasías nebulosas, imprecisas!, ¡qué de imaginar sin concepto alguno! Se acostaba con un catálogo y lo iba hojeando. Su conocimiento de idiomas vivos le ayudaba mucho.

Wiezzieski: «El problema del mal», ¡qué campo tan vasto!, y vagaba sin idea alguna por oscuros vislumbres de este problema: Wadswosth: «El porvenir de la India», séptima edición, en cuarto, seis chelines, ¡qué cosas dirá!; y pasaban por su mente Warren Hastings, Lord Clive, el budismo, el espíritu inglés, mil otras imágenes; Bonnet-Ferriere: «El arte en la vida», nueva evocación de inarticulada sinfonía de larvas ideas; Schmaushauser: «El derecho asirio»..., decididamente, aún se ha hecho poco de derecho histórico, ¡qué campo!; Hembrani: «La filosofía de la química», ¡¡décima quinta edición!!, ¡¡20 liras!!, y durante un rato veía ordenados rigodones de átomos llenos de personalidad y de vida; López Martínez: «Comentarios al derecho procesal», ¡qué lata tan soberana! Y quedábase dormido.

A la par iba cobrando desenfrenado amor al sueño. Pasábase el día, mientras revolvía libros u hojeaba catálogos, esperando la hora de acostarse y acariciando la imagen del sueño, y una vez acostado se arrebujaba en las sábanas a gozar en la espera del momento de sumersión en la inconsciencia. Daba a las veces en ponerse a espiar el momento preciso en que entraba en el sueño, momento que se le escapaba siempre, pues siempre se distraía en la coyuntura propicia. Otras se revolvía preso de ardiente agitación pensando en la nada, que le aterraba más que el Infierno. ¡La nada!, estar cayendo, cayendo por el vacío inmenso... no, no estar cayendo siquiera...

Se levantaba tarde, se vestía, lavaba y almorzaba con toda calma, leía el periódico hasta los anuncios, repasaba algún catálogo, miraba con cariño a sus libros tocándolos, cambiándolos de lugar, hojeando algunos, y así le llegaba la hora de comer. Después café, rato de sentada en el casino viendo jugar al tresillo, que no entendía poco ni nada, paseo lento, gradual invasión de sueño, frugalísima cena y a la cama temprano.

El día en que estalló me decía:

—¡Qué enfermedad más terrible el... pero no, bien mirado, ni es enfermedad ni es terrible! Paso el día esperando la hora de acostarme, acariciándolo en mi imaginación, y me acuesto deleitándome en la idea de que voy a dormir para resucitar con el nuevo día, lleno de frescura espiritual. ¡El sueño! Es la vis medicatrix naturae y la digestión mental... Durante el sueño bajan digeridas las ideas al fondo del olvido donde se hacen carne de nuestra alma... Lo que mejor sabemos es lo olvidado. Todo eso de corrientes nuevas, de crisis espiritual, de degeneración, de fin de siglo, de neurosis y neurastenia, de misticismo y anarquismo, todo eso es sueño social y nada más. ¡Claro está!, tanta revista de revistas, tanta bibliografía y tanto catálogo... sueño, sueño, no es más que sueño. ¿Los agitadores, los revolucionarios dice usted? Aspirantes a sonámbulos.

Vuelvan las tinieblas medioevales y a dormir...

—Pero eso es negar el progreso.

—¿El progreso? ¿Pero usted cree que no hay más progreso que la vigilia? Hay que digerir el progreso, y el hartazgo da sueño. ¡A dormir!, a dormir para hacer la digestión espiritual del progreso y despertar en otro siglo con la cabeza fresca, de buen humor y enriqueciendo el vivífico y fecundante fondo del olvido, que es algo positivo, muy positivo, créamelo usted.

(El Fomento, Salamanca, 11-I-1897)

El abejorro

—La verdad, no le creía a usted hombre de azares —le dije.

—¿Por qué? ¿Por lo del abejorro? —me preguntó.

Y a un signo afirmativo mío, añadió:

—No hay tales azares, si bien debo decirle a usted que creo que si investigáramos las últimas raíces de las supersticiones mismas que nos parecen más absurdas, aprenderíamos a no calificarlas de ligero... Figúrese usted que mis hijos, de verme a mí, adquieren mi horror al abejorro, y de mis hijos lo toman mis nietos, y va así trasmitiéndose. Se convertirá en un azar. Y. sin embargo, el tal horror tiene en mí; raíces muy hondas y muy reales.

—Hombre, eso...

—No lo dude usted. Soy de los hombres que más se alimentan de su niñez; soy de los que más viven en los recuerdos de su lejana infancia. Las primeras impresiones que recibió el espíritu virgen, las más frescas, son las que forman su lecho, el rico légamo de que brotan las plantas que en el lago de nuestra alma se bañan.

Fue mi niñez —siguió diciendo-, una niñez triste. Casi todos los días salía con mi pobre padre, herido ya de muerte entonces. Apenas lo recuerdo: su figura se me presenta a la memoria esfumada, confinante con el ensueño. Sacábame de paseo al anochecer, los dos solos, al través de los campos, y apenas recuerdo otra cosa si no es que aquellos paseos me ponían triste.

—¿Pero no recuerda usted nada de sus palabras o conversaciones?

—Sí, sí; algunas me han quedado grabadas con imborrables caracteres. Me hablaba de la luna, de las nubes y de cómo se formaban; de cómo se siembra y crece y se recoge el trigo; de los insectos y de su vida y costumbres. Estoy seguro de que aquellas enseñanzas, hasta las que he olvidado, son las más sustanciosas que he recibido, la roca viva de mi cultura íntima. Hasta las olvidadas, se lo aseguro a usted, me vivifican el pensar desde el olvido mismo, porque el olvido es algo positivo, como el silencio y la oscuridad lo son.

—Por lo menos —le interrumpí— son el olvido, la oscuridad y el silencio los que hacen posibles la memoria, la luz y la voz.

—De pronto le entraban arrebatos súbitos y me cogía en brazos y me besaba y besuqueaba, preguntándome a cada momento: «Gabriel, ¿serás bueno siempre?». Y yo, más que conmovido asustado, le respondía siempre: «Sí, papá». Lo recuerdo bien; me daba miedo aquella pregunta de: «¿Serás bueno siempre?»; miedo, miedo, era lo que me daba. Alguna vez llegó hasta a llorar sobre mis mejillas; y yo recuerdo que rompí entonces a llorar también con un llanto silencioso, como el suyo, con un llanto hondo que me arrancaba de las entrañas del espíritu toda la tristeza con que ha sido amasada nuestra carne, pesares de ultracuna... ¿Quién sabe?, dolores heredados tal vez.

—¡Qué teorías!... —dije yo.

—No son teorías —me contestó-: son hechos. Se fatigaba mucho, y tenía que sentarse a cada paso; y una tarde, puesto ya el sol, me habló, mirando hacia el dorado poniente, de su cercana muerte. Y acabó con su pregunta de siempre: «¿Serás siempre bueno, Gabriel?». Nunca me dio la pregunta más miedo, más religioso terror que entonces. Ni sé si supe contestarle.

—Veo que recuerda usted más de lo que decía...

—Sí, cuando me pongo a pensar en ello. Todos estos recuerdos son el fondo sobre que he recibido mil ulteriores impresiones en la vida, y todas están teñidas de su color. Todo lo he visto a través de ellos; pero de él, de mi padre mismo, de su figura, recuerdo poco. Otras veces me hablaba del Padre, que es como llamaba siempre a Dios, y allí, en medio del campo mientras la luz se derretía en la noche, me hacía rezar el Padrenuestro, explicándome cada una de sus palabras. Solía detenerse en el hágase tu voluntad, y al concluir de explicármelo me abrazaba sofocado, diciéndome: «¿Serás siempre bueno, Gabriel?».

Calló un momento, como recogiendo sus lejanos recuerdos, y prosiguió:

—Lo que si recuerdo es su último día, el día de su muerte, el día del abejorro. Estaba ya muy débil; tenía que sentarse a cada momento, y cuando se ponía a explicarme algo lo hacía con tal lentitud, tantas pausas y tantos anhelos, que me infundía un vago terror. Aquel anochecer se sentó en un tronco de árbol derribado, y al poco tiempo, uno de esos abejorros sanjuaneros que revolotean como atontados, tropezando con todo, después de puesto el sol empezó a revolotear en torno a nosotros. Mi padre le ahuyentaba con la mano, y hasta este esfuerzo le era penoso. «Échale», me dijo. Y yo, con mi gorra, le ahuyenté. «Hoy no hay luna, papá», recuerdo que le dije; y él, con una calma terrible, mascullando cada palabra, me respondió: «Luna sí hay, hijo mío; es que está apagada, y por eso no la ves; luna hay siempre; cuando la ves como una hoz, es que no le alumbra el sol por entero... Otras veces sale casi de día...». Volvió el abejorro, y ya no se entretuvo en ahuyentarlo. «¡Qué mal estoy, hijo!», exclamó. Yo callaba, y el abejorro zumbaba en tomo nuestro. Se adelantó entonces mi padre un poco, y le brotó un chorro de sangre de la boca. Yo quedé aterrado, y a mi terror acompañaba con su revoloteo el abejorro. «¡Yo me muero, Gabriel —dijo mi padre-: adiós! ¿Serás siempre bueno?». No pude responder. Mi padre cayó muerto; y yo, frío, solo con él en medio del campo, de noche ya, no recuerdo lo que pensé ni lo que sentí. No recuerdo más de aquellos momentos que al abejorro, al tenaz abejorro, que parecía repetirme: «¿Serás siempre bueno, Gabriel?», y que fue a posarse en la cara misma de mi padre.

—Ahora se comprende todo —le dije-; pero, ¿cómo le aterraba a usted esa sencilla pregunta, tan natural, tan dulce?

—¿Cuál? ¿La pregunta de mi padre? ¿Su última pregunta? ¿La que me dirigió poco antes de nacer a la muerte? No lo sé; pero lo que sí puedo asegurarle es que cuando me pongo a escarbar en mi conciencia y a rebuscar el porqué del terror que desde entonces me inspiran los abejorros que al anochecer revolotean como atontados, encuentro que no se debe tanto este terror a que me recuerden la muerte de mi padre como a que me traen la fatídica pregunta: «¿Serás siempre bueno, Gabriel?». Es una pregunta que me parece venir de la tumba...

—Creo que usted se equivoca. La impresión de una muerte, y de la muerte de un padre, sobre todo, y más en las circunstancias en que usted me la ha narrado, deja una huella indeleble en el alma de un niño. Es una revelación tremenda, es una fuente de seriedad para la vida.

—Puede ser; pero yo le aseguro a usted que pienso en la muerte con relativa tranquilidad; que alguna vez me ejercito en representármela al vivo y en representarme mi propia muerte, y afronto tal imagen. Pero cada vez que traigo a mi memoria aquella insistente pregunta paternal, incubada con todas las misteriosas melancolías del anochecer, aquello de: «¿Serás siempre bueno?», me pongo a temblar, a temblar como un azogado. Porque, dígamelo, ¿sé yo acaso si seré siempre bueno?

—Con proponérselo...

—¡Oh!, sí, lo de todos y lo de siempre... ¡Con proponérselo! ¿Sé yo si seré siempre bueno? ¿Sé siquiera si lo soy?

—¡Hombre!

—Esperaba esa expresión de asombro; con ella me han respondido casi siempre. Sí, ¿sé si lo soy?

—¡Hombre, la voz de la propia conciencia!...

—¿Y si está muda?

—Quien no tiene conciencia de obrar mal es que no obra mal, porque la intención...

—¡La intención! ¡La intención! ¿Conocemos nuestras propias intenciones? ¿Sabemos si somos buenos o no? Créame usted que es esa tremenda cuestión lo que nos hace temblar cuando zumba en torno de nosotros el abejorro evocador de la muerte. Sin esa pregunta, nadie creería en la muerte.

—Extrañas teorías...

—No, no son teorías: son hechos.

(La Ilustración Española y Americana, Madrid, 8-I-1900)

La locura del doctor Montarco

Conocí al Dr. Montarco no bien hubo llegado a la ciudad; un secreto tiro me llevó a él. Atraían, desde luego, su facha y su cara, por lo abiertas y sencillas que eran. Era un hombre alto, rubio, fornido, de movimientos rápidos. A la hora de tratar a uno hacíale su amigo, porque si no habría de hacérselo no dejaba que el trato llegase a la hora. Era difícil de averiguar lo que en él había de ingénito y lo que había de estudiado: de tal manera había sabido confundir naturaleza y arte. De aquí que mientras unos le tachaban de ser afectado y afectada su sencillez, creíamos otros que en él era todo espontáneo. Es lo que me dijo y repitió muchas veces: «Hay cosas que, siendo en nosotros naturales y espontáneas, tanto nos las celebran, que acabamos por hacerlas de estudio y afectación; mientras hay otras que, empezando a adquirirlas con esfuerzo y contra nuestra naturaleza tal vez, acaban por sernos naturalísimas y muy propias».

Por esta sentencia se verá que no fue el doctor Montarco, mientras estuvo sano de la cabeza, el extravagante que mucha gente decía, ni mucho menos; sino más bien un hombre que en su conversación vertía juicios atinados y discretos. Sólo a las veces, y ello no más que con personas de toda su confianza, como llegué yo a serlo, rompía el freno de cierta contención y se desbordaba en vehementes invectivas contras las gentes que le rodeaban y de las que tenía que vivir. En esto denunciaba el abismo en que fue al cabo a caer su espíritu.

En su vida era uno de los hombres más regulares y más sencillos que he conocido; ni coleccionaba nada —ni siquiera libros— ni le conocí nunca monomanía alguna. Su clientela, su hogar y sus trabajos literarios: tales eran sus únicas ocupaciones. Tenía mujer y dos hijas, de ocho y de diez años, cuando llegó a la ciudad. Vino precedido de un muy buen crédito como médico; pero también se decía que eran sus rarezas lo que le obligó a dejar su ciudad natal y venir a aquélla en que le conocí. Su rareza mayor consistía, según los médicos sus colegas, en que siendo un excelente profesional, muy versado en las ciencias médicas y, en biología, y escribiendo mucho, jamás le dio por escribir de medicina. A lo que él me decía una vez, con su especial estilo violento: «¿Por qué querrán esos imbéciles que escriba yo de cosas del oficio? He estudiado medicina para curar enfermos y ganarme la vida curándolos. ¿Los curo? ¿Sí? Pues entonces que me dejen en paz con sus majaderías y no se metan dónde no los llaman. Yo me gano la vida con la mejor conciencia posible, y una vez ganada, hago con ella lo que se me antoja, y no lo que se les antoja a esos majagranzas. No puede usted figurarse bien qué insondable fondo de miseria moral hay en ese empeño que ponen no pocas gentes en enjaular a cada uno en su especialidad. Yo, por el contrario, hallo grandísimas ventajas en qué se viva de una actividad y para otra. Usted recordará las justas invectivas de Schopenhauer contra los filósofos de oficio».

A poco de llegar a la ciudad, y cuando ya empezaba a hacerse una más que regular clientela y a adquirir renombre de médico serio, cuidadoso, solícito y afortunado, publicó en un semanario de la localidad su primer cuento, un cuento entre fantástico y humorístico, sin descripciones y sin moraleja. A los dos días le encontré muy contrariado, y al preguntarle lo que le pasaba estalló y me dijo:

—¿Pero cree usted que voy a poder resistir mucho tiempo la presión abrumadora de la tontería ambiente?

¡Lo mismo que en mi pueblo, lo mismito! Y lo mismo que allí, acabaré por cobrar fama de raro y loco, yo, que soy un portento de cordura, y me irán dejando mis clientes, y perderé la parroquia, y vendrán días de miseria, desesperación, asco y cólera, y tendré que emigrar de aquí como tuve que emigrar de mi propio pueblo.

—¿Pero qué le ha pasado? —le pregunté.

—¿Qué me ha pasado? Que son ya cinco las personas que se me han acercado a preguntarme qué es lo que me proponía al escribir el cuento Ése, y qué quiero decir en él y cuál es su alcance. ¡Estúpidos, estúpidos y más que estúpidos! Son peores que los chiquillos que rompen los muñecos para ver qué tienen dentro. Este pueblo no tiene redención, amigo; está irremisiblemente condenado a seriedad y tontería, que son hermanas mellizas. Aquí todos tienen alma de dómine; no comprenden que se escriba sino para probar algo o defender o atacar alguna tesis, o con segunda intención. A uno de esos memos que me preguntó por el alcance de mi cuento le repliqué: «¿Le divertió a usted?», y como me dijera: «Hombre, como divertirme, sí me divertió; la cosa no deja de tener gracia; pero...». Al llegar al pero le dejé con él en la boca, dándole las espaldas. Para ese mamarracho no basta tener gracia. ¡Almas de dómines! ¡Almas de dómines!

—Pero... —me atreví a empezar.

—Hombre, no me venga usted también con peros —me atajó-; déjese de eso. La roña infecciosa de nuestra literatura española es el didactismo; por dondequiera el sermón, y el sermón malo; todo cristo se mete aquí a dar consejos y los da con cara de corcho. Una vez cogí la Epístola moral a Fabio y no pude pasar de los tres primeros versos: se me atragantó. Esta casta carece de imaginación, y por eso sus locuras todas acaban en tontería. Es una casta ostruna, no le dé usted vueltas, ostruna, ostras, ostras y nada más que ostras. Todo sabe aquí a tierra. Vivo entre tubérculos humanos; no salen de tierra.

No escarmentó, sin embargo, y volvió a publicar otro cuento más fantástico y más humorístico que el primero. Y recuerdo que me habló de él Fernández Gómez, cliente del doctor.

—Pues señor —me decía el bueno de Fernández Gómez-, no sé qué hacer después de estos escritos de mi doctor.

—¿Y por qué?

—Porque me parece peligroso ponerme en manos de un hombre que escribe cosas semejantes.

—¿Pero a usted le cura bien?

—¡Oh, eso sí, no tengo la menor queja! Desde que me puse en sus manos, voy a su consulta y sigo sus prescripciones, me va mucho mejor y noto de día en día que voy mejorando; pero... esos escritos... ese hombre no debe de andar bien de la cabeza... eso es una olla de grillos...

—No haga usted caso, don Servando; yo le trato mucho, como usted sabe, y nada he observado en él. Es un hombre muy razonable.

—El caso es que sí, cuando se le habla responde de acorde a todo lo que dice es muy sensato; pero...

—Mire usted, yo prefiero que me opere bien, con ojo y pulso seguros, un hombre que diga locuras (y éste no las dice), a no que un señor muy sesudo, soltando sensateces como puños de Pero Grullo, me descoyunte y destroce el cuerpo.

—Así será..., así será..., pero...

Al día siguiente le pregunté al doctor Montarco por Fernández Gómez, y me contestó:

—¡Tonto constitucional!

—¿Y qué es eso?

—Tonto por constitución fisiológica, a nativitate, irremediable.

—Yo le llamaría a eso tonto absoluto.

—Tal vez... porque aquí lo constitucional y lo absoluto se confunden; no es como en política...

—Dice que la cabeza de usted debe ser una olla de grillos...

—Y la suya y la de sus congéneres, ollas de cucarachas, que son grillos mudos. Al fin los míos cantan, o chirrían, o lo que sea.

Algún tiempo después publicó el doctor su tercer relato, éste ya agresivo y lleno de ironías, burlas e invectivas mal veladas.

—Yo no sé si le conviene a usted publicar esas cosas —le dije.

—¡Oh, sí!, necesito echarlas fuera; si no escribiera esas atrocidades acabaría por hacerlas. Yo sé lo que me hago.

—Hay quien dice que no sientan bien a un hombre de su edad, de su posición, de su profesión... —le dije por tentarle.

Y, en efecto, saltó y exclamó:

—Lo dicho, lo dicho, se lo tengo a usted dicho mil veces: tendré que marcharme de aquí, o me moriré de hambre, o me volverán loco, o todo junto. Sí, todo junto: tendré que irme, loco, a morirme de hambre. ¡Mi posición! ¿A qué llamarán posición esos porros? Créame: no saldremos en España de unos marroquíes empastados, y mal empastados, pues estaríamos mejor en rústica; no saldremos de eso mientras no entremos porque el presidente del Consejo de Ministros escriba y publique un tomo de epigramas o de cuentos para los niños o un sainete mientras es Presidente. Arriesga con eso su prestigio, dicen. Y con lo otro arriesgamos nuestro progreso. ¡Qué estúpidamente graves somos!

Y así, arrastrado por un fatal instinto, se puso el doctor Montarco a luchar con el espíritu público de la ciudad en que vivía y trabajaba. Esforzábase cada vez más por ser concienzudo y exacto en el cumplimiento de sus deberes profesionales, cívicos y domésticos; ponía un exquisito cuidado en atender a sus clientes estudiándoles las dolencias; recibía afablemente a todo el mundo; con nadie era grosero; hablaba a cada cual de 10 que podía interesarle, procurando darle gusto, y en su vida privada continuaba siendo el marido y el padre ejemplar. Pero cada vez eran sus cuentos, relatos y fantasías más extravagantes, según se decía, y más fuera de lo corriente y vulgar. Y la clientela se le iba retirando y haciendo el vacío en su derredor. Con esto su irritación mal contenida iba en aumento.

Y no fue esto lo peor, sino que empezó a tomar cuerpo e ir hinchándose y redundando un rumor maligno, y fue la acusación de soberbia. Sin motivo alguno que lo justificara empezó a susurrarse que el doctor Montarco era un espíritu soberbio, un hombre lleno de sí mismo, que se tenía por un genio y a los demás los tenía por pobres diablos incapaces de comprenderle por entero. Se lo dije, y en vez de estallar en una de aquellas sus acostumbradas diatribas, como yo esperaba, me contestó con calma:

—¿Soberbio yo? Sólo los tontos son de veras soberbios, y francamente, no me tengo por tonto; no llega mi tontería a tanto. ¿Soberbio? ¡Si pudiésemos asomarnos los unos al brocal de la conciencia de los otros y verles el fondo! Sí sé que me tienen por desdeñoso de los demás, pero se equivocan. Es que no los tengo por aquello en que se tienen ellos mismos. Y además, si entrara en descubrirle más por dentro mi corazón, ¿qué es eso de soberbio y empeño de prepotencia y otros estribillos así? ¡No, amigo mío, no!, el hombre que trata de sobreponerse a los demás es que busca salvarse; el que procura hundir en el olvido los nombres ajenos es que quiere se conserve el suyo en la memoria de las gentes, porque usted sabe que la posteridad tiene un cedazo muy cerrado. ¿Usted se ha fijado en un mosquero alguna vez?

—¿Qué es eso? —le pregunté.

—Una de esas botellas con agua dispuestas para cazar moscas. Las pobres tratan de salvarse, y como para ello no hay más remedio que encaramarse sobre otras y así navegar sobre un cadáver en aquellas estancadas aguas de muerte, es una lucha feroz a cuál se sobrepone a las demás. Lo que menos piensan es en hundir a la otra, sino en sobrenadar ellas. Y así es la lucha por la fama mil veces más terrible que la lucha por el pan.

—Y así es —añadí— la lucha por la vida. Darwin...

—¿Darwin? —me atajó— ¿Conoce usted el libro Problemas biológicos, de Rolph?

—No.

—Pues léalo usted. Léalo y verá que no es el crecimiento y la multiplicación de los seres lo que les pide más alimento y les lleva, para conseguirlo, a luchar así; sino que es una tendencia a más alimento cada vez, a excederse, a sobrepasar de lo necesario, lo que les hace crecer y multiplicarse. No es instinto de conservación lo que nos mueve a obras, sino instinto de invasión; no tiramos a mantenernos, sino a ser más, a serlo todo. Es, sirviéndome de una fuerte expresión del padre Alfonso Rodríguez, el gran clásico: «Apetito de divinidad». Sí, apetito de divinidad. «¡Seréis como dioses!»; así tentó, dicen, el demonio a nuestros primeros padres. El que no sienta ansias de ser más, llegará a no ser nada. ¡O todo o nada! Hay un profundo sentido en esto. Díganos lo que nos dijere la razón, esa gran mentirosa que ha inventado, para consuelo de los fracasados, lo del justo medio, la aurea mediocritas, el «ni envidiado ni envidioso» y otras simplezas por el estilo; diga lo que dijere la razón, la gran alcahueta, nuestras entrañas espirituales, eso que llaman ahora el Inconciente (con letra mayúscula) nos dice que para no llegar, más tarde o más temprano, a ser nada, el camino más derecho es esforzarse por serlo todo.

—La lucha por la vida, por la sobre-vida más bien, es ofensiva y no defensiva; en esto acierta Rolph. Yo, amigo, no me defiendo, no me defiendo jamás; ataco. No quiero escudo, que me embaraza y estorba; no quiero más que espada. Prefiero dar cincuenta golpes y recibir diez, a no dar más que diez y no recibir ninguno. Atacar, atacar, y nada de defenderse. Que digan de mí lo que quieran; no lo oiré, no me entero de ello, cierro los oídos, y si a éstos, a pesar de mis precauciones para no oírlo, me llega lo que dicen, no lo contesto. Si nos dieran siglos por delante, antes les convencería yo a ellos mismos de que son tontos, y vea si es esto difícil, que ellos a mí de que estoy loco o de que soy soberbio.

—Pues ese sistema puramente ofensivo, amigo Montarco... —empecé.

—Sí —me atajó-, tiene sus quiebras, y sobre todo un gran peligro, y es que el día en que me flaquee el brazo, o la espada me quede mellada, aquel día me pisotean, me arrastran y me hacen polvo. Pero antes se saldrán con la suya: me volverán loco.

Y así fue. Yo empecé a sospecharlo desde que le oía hablar tan a menudo de ello y tronar contra la razón. Acabaron por volverle loco.

Entercose en proseguir con sus relatos, relatos tan fuera de lo que aquí, en España, es corriente, y a la vez en no salir del género tan razonable de vida que llevaba. La clientela se le fue alejando; llegó la penuria a llamar a las puertas de su casa, y, para colmo de males, ni encontraba revistas o diarios que admitieran sus trabajos, ni su nombre ganaba terreno en la república de las letras. Y todo ello concluyó en que unos cuantos amigos suyos tuvimos que hacernos cargo de su mujer y sus hijas y llevarle a él a una casa de salud, porque su agresividad de palabra iba en aumento.

Recuerdo como si fuera ayer, la primera vez que le visité en la casa de salud en que fue recluido. El director, el doctor Atienza, había sido condiscípulo del doctor Montarco y le profesaba gran cariño.

—Ahí está —me dijo-, estos días más tranquilo y encalmado que al principio. Lee algo, muy poco, porque estimo contraproducente el privarle en absoluto de lectura. Lo que más lee es el Quijote, y si usted coge su ejemplar y lo abre al acaso, es casi seguro que se abrirá por el capítulo XXXII de la parte II, en el que se trata de la respuesta que dio don Quijote a su reprensor, aquel grave eclesiástico que en la mesa de los duques reprendió duramente al caballero andante. Vamos a verle, si usted quiere.

—Y fuimos.

—Me alegro de que venga usted a verme —exclamó así que me hubo visto, y levantando la vista del Quijote-; me alegro. Estaba pensando si, a pesar de lo que nos dice Cristo, según el versillo veintidós del capítulo quinto de san Mateo, estamos o no autorizados a emplear el arma prohibida.

¿Y cuál es el arma prohibida? —le pregunté.

—«Quien llamare tonto, a su hermano, es reo del fuego eterno». ¡Vean, vean qué sentencia tan terrible! No dice quien le llama asesino, o ladrón, o bandido, o estafador, o cobarde, o hijo de mala madre, o cabrón, o liberal, no; sino quien le llame «tonto». Esa, ésa es el arma prohibida. Todo se puede poner en duda menos el ingenio, la agudeza o el buen juicio ajenos. ¿Y cuándo le da al hombre por presumir de algo? Papas ha habido que se tenían por latinistas y que se hubieran ofendido menos de que se les tuviera por herejes que de haberles acusado de incurrir en solecismos al escribir latín, y hay graves cardenales que más puntillo ponen en pasar por castizos que en ser tenidos por buenos cristianos, y para quienes la ortodoxia no es más que una mera consecuencia de la casticidad. ¡El arma prohibida! ¡El arma prohibida! Vean la comedia política; se acusan los actores de las cosas más feas, se inculpan embozadamente de graves faltas; pero cuidan de llamarse elocuentes, hábiles, intencionados, talentudos... «Quien llamare tonto a su hermano, es reo del fuego eterno». Y, sin embargo, ¿saben por qué no avanza el progreso?

—Porque tiene que llevar a cuestas la tradición —me aventuré a decirle.

—No, no, sino porque es imposible convencerles a los tontos de que lo son. El día en que los tontos, que son todos los hombres, se convenciesen de verdad de que lo son, el progreso tocaría a su término. El hombre nace tonto... Pero quien llame tonto a su hermano es reo del fuego eterno. Y reo de él se hizo aquel grave eclesiástico «destos que gobiernan las casas de los príncipes; destos que como no nacen príncipes no aciertan a enseñar cómo lo han de ser los que lo son; destos que quieren que la grandeza se mida con la estrechez de sus ánimos; destos que, queriendo mostrar a los que ellos gobiernan a ser limitados, les hacen ser miserables...».

—¿Lo ve usted? —me dijo por lo bajo el doctor Atienza-; se sabe de memoria los capítulos treinta y uno y treinta y dos de la parte segunda de nuestro libro.

—Reo del Infierno se hizo, digo —continuó el pobre loco-, aquel grave religioso que con los duques salió a recibir a don Quijote y con él se sentó a la mesa, frontero a él, a hacer por la vida; y luego, lleno de saña, de envidia, de estupidez, de todas las bajas pasiones cubiertas con capa de sensatez y buen juicio, amenazó al duque con que tenía que dar cuenta a nuestro Señor de lo que hacía aquel buen hombre... Llamó buen hombre a don Quijote, el muy majadero y grave eclesiástico, y luego le llamó don Tonto. ¡Don Tonto! ¡Don Tonto!

¡Don Tonto! ¡Don Tonto al más grande loco que vieron los siglos! ¡Reo del fuego eterno! Y en el Infierno está.

—Acaso no sea más que en el Purgatorio, porque la misericordia de Dios es infinita —me atreví a decir.

—Pero la falta del grave eclesiástico, que es España y nada más que España, es enorme, enormísima. Aquel grave señor, genuina encarnación de la parte de nuestro pueblo que se cree culta; aquel insoportable dómine, después de levantarse mohíno de la mesa y llamarle sandio a su señor, al que le daba de comer, creo que por no hacer nada de provecho, y de decir aquello de: «Mirad si no han de ser ellos locos, pues los cuerdos canonizan sus locuras; quédese vuestra excelencia con ellos, que en tanto que estuvieren en casa me estaré yo en la mía y me excusaré de reprender lo que no puedo remediar»; después de decir esto, y «sin decir más ni comer, se fue». Se fue, pero no del todo, sino que anda por ahí dando y quitando patentes de sensatez y cordura... ¡Es terrible! ¡Es terrible! En público le llaman a don Quijote «loco sublime» y otra porción de cosas así que han oído; pero en el retiro de su corazón, y a solas, le llaman don Tonto. Ya ve usted: Don Quijote, que por irse tras un imperio, el imperio de la fama, dejó a Sancho Panza el gobierno de la Ínsula. ¡Don Quijote! ¿Y qué fue ese pobre don Tonto? ¡Ni siquiera ministro! Y después de todo, ¿para qué crio Dios el mundo? Para su gloria, dicen; para manifestar su gloria. ¿Y hemos de ser nosotros menos?... ¡Soberbia! ¡Soberbia! ¡Satánica soberbia!, claman los impotentes. Vengan, vengan acá, vengan todos esos graves señores infectados de sentido común...

—Vámonos —me dijo por lo bajo el doctor Atienza-, porque se exalta.

Con una excusa cortamos la entrevista y me despedí de mi pobre amigo.

—Le han vuelto loco —me dijo el doctor Atienza, así que nos vimos solos-; le han vuelto loco a uno de los hombres más cuerdos y cabales que he conocido.

—¿Cómo así? —le pregunté.

La mayor diferencia entre los locos y los cuerdos —me contestó— es que éstos, aunque piensan locuras, a no ser que sean tontos de remate, porque entonces no las piensan; aunque las piensan, digo, ni las dicen ni menos las hacen; mientras que aquéllos, los que llamamos locos, carecen del poder de inhibición, no son capaces de contenerse. ¿A quién, como no llegue su falta de imaginación a punto de imbecilidad, no se le ha ocurrido alguna vez una locura? Ha sabido contenerse. Y si no lo sabe, o da en loco o en genio, mayor o menor, según la locura sea. Es muy cómodo hablar de ilusiones; pero créame usted que una ilusión que resulte práctica, que nos lleve a un acto que tienda a conservar o acrecentar o intensificar la vida, es una impresión tan verdadera como la que pueda comprobar más escrupulosamente todos los aparatos científicos que se inventen. Ese necesario repuesto de locura, llamémosla así, indispensable para que haya progreso; ese desequilibrio sin el cual llegaría pronto el mundo espiritual a absoluto reposo, es decir, a muerte, eso hay que emplearlo de un modo o de otro. Este pobre doctor Montarco lo empleaba en sus fantásticos relatos, en sus cuentos y fantasías, y así se libraba de ello y podía llevar la vida tan ordenada y tan sensata que llevaba. Y realmente aquellos relatos...

—¡Ah! —le atajé-. Son profundamente sugestivos; están llenos de sorprendentes puntos de vista. Yo los leo y releo, porque nada aborrezco más que el que me vengan diciendo lo mismo que pienso. Leo de continuo aquellos cuentos sin descripciones ni moraleja. Me propongo escribir un estudio sobre ellos, y abrigo la esperanza de que una vez se le ponga al público sobre la pista, acabará por ver en ellos lo que hoy no ve. El público ni es tan torpe ni tan desdeñoso como creemos; lo que hay es que quiere que le den las cosas mascadas, ensalivadas y hechas bolo deglutible para no tener más que tragar; cada cual harto tiene con ganarse la vida, y no puede distraer tiempo en rumiar un pasto que le sabe áspero cuando se lo mete en la boca. Pero los comentaristas sacan a flote a escritores así, como el doctor Montarco, en quien sólo se leía la letra y no el espíritu.

—Pues usted sabe —reanudó el doctor— que caían en el vacío. Su extrañeza misma, que en otro país les hubiera atraído lectores, espantábalos aquí de ellos. A cada paso y ante la cosa en el fondo más sencilla, se decían estas gentes ahítas de bazofia didáctica: «Y aquí, ¿qué quiere decir este hombre?». Usted sabe lo que ocurrió: la clientela le fue dejando, a pesar de que curaba bien; las gentes dieron en llamarle loco, a pesar de la cordura de su vida; se le acusó de pasiones de que en el fondo, y a pesar de las apariencias, estaba libre; se rechazaron sus escritos; la miseria llamó a su puerta, y le obligaron a decir y hacer locuras que antes pensaba y vertía en sus escritos.

—¿Locuras? —le interrumpí.

—No, no eran locuras, tiene usted razón, no lo eran; pero han conseguido que acaben por serlo. Yo, que le leo ahora, desde que le tengo aquí, comprendo que el error estuvo en empeñarse en ver un escritor de ideal en uno que, como este desgraciado, no lo era. Sus ideas eran una excusa, una primera materia, y tanta importancia tienen en sus escritos como las tierras de que se valiera Velázquez para hacer las drogas con que pintaba o el género de piedra en que talló Miguel Ángel a Moisés. ¿Qué diríamos del que para juzgar de la Venus de Milo hiciese, microscopio y reactivos en mano, un detenido análisis del mármol en que está esculpida? Las ideas no son más que materia prima para obras de filosofía, de arte o de polémica.

—Siempre he creído lo mismo —le dije-, pero veo que es una de las doctrinas que más resistencia encuentra en nuestro pueblo. Una vez, viendo jugar a unos ajedrecistas, asistí al más intenso drama de que he sido espectador. Aquello era terrible. No hacían sino mover las figurillas, dentro de los cánones del juego y sin salirse del casillero, y, sin embargo, no puede usted figurarse ¡qué intensa pasión, qué tensión de espíritu, qué derroche de energía vital! Los que seguían sólo las peripecias del juego creían asistir a una vulgar partida, pues lo cierto es que jugaban los dos medianamente; pero yo atendía al modo de coger las piezas y ponerlas, al silencio solemne, al ceño de los jugadores. Hubo una jugada de las peores y más vulgares por cierto, un jaque que no remató en mate, que fue extraordinaria. Usted hubiera visto cómo empuñó, con la mano toda, su caballo y lo puso dando un golpe sobre el tablero, y cómo exclamó: ¡jaque! ¡Y aquellos dos hombres pasaban por dos jugadores vulgares! ¿Vulgares? De seguro que Morphi o Filidor no eran mucho más. ¡Pobre Montarco!

—Sí, ¡pobre Montarco! Y hoy no le ha oído sino cosas razonables... Rara, muy rara vez desbarra por completo, y cuando le da por desbarrar se finge un personaje grotesco, al que llama el consejero privado Herr Schmarotzender; se pone una peluca, se sube en una silla y declama unos discursos llenos de espíritu, unos discursos en que palpitan las ansias eternas de la humanidad, y al concluirlo y bajarse de la silla me dice: «¿No es cierto, amigo Atienza, que hay mucho de verdad en el fondo de estas locuras del pobre consejero privado Herr Schmarotzender?». Y la verdad es que muchas veces he pensado en lo que hay de justo en ese sentimiento de veneración y respeto con que se rodea a los locos en algunos países.

—Hombre, me parece que debe usted abandonar la dirección de esta casa.

—No tenga usted cuidado, amigo. No es que yo crea que a estos desgraciados se les rasgue el velo de un mundo superior que nos está velado; es que creo que dicen cosas que pensamos todos y por pudor y vergüenza no nos atrevemos a expresar. La razón, que es una potencia conservadora y que la hemos adquirido en la lucha por la vida, no ve sino lo que para conservar y afirmar esta vida nos sirve. Nosotros no conocemos sino lo que nos hace falta conocer para poder vivir. Pero ¿quién le dice a usted que esa inextinguible ansia de sobrevivir no es revelación de otro mundo que envuelve y sostiene al nuestro, y que, rotas las cadenas de la razón, no son estos delirios los desesperados saltos del espíritu por llegar a ese otro mundo?

—Me parece, y usted dispense lo rudo de lo que voy a decirle, me parece que en vez de estar usted asistiendo al doctor Montarco, es el doctor Montarco el que le asiste a usted. Le están haciendo mella los discursos del señor consejero privado.

—¡Qué sé yo! Lo único que le aseguro es que cada día me confino más en esta casa de salud, pues prefiero cuidar locos a tener que sufrir tontos. Aunque lo peor es que hay muchos locos que son a la vez tontos. Ahora me dedico muy en especial al doctor Montarco. ¡Pobre Montarco!

—¡Pobre España! —le dije, le di la mano, y nos separamos.

Duró poco en la casa de salud el doctor Montarco. Le invadió una tristeza enorme, un abrumador aplanamiento y acabó por sumirse en una tozuda mudez, de la cual no salía más que para suspirar: «O todo o nada... o todo o nada... o todo o nada...». Su mal fue agravándose y acabó en muerte.

Luego que hubo muerto, registraron el cajón de su mesa, hallando en él un voluminoso manuscrito que tenía escritas al frente estas palabras:

O TODO O NADA

(Ruego que, así que yo muera, se queme este manuscrito sin leerlo.)

No sé si el doctor Atienza resistiría o no a la tentación de leerlo, ni sé si, cumpliendo la última voluntad del loco, lo quemó.

¡Pobre doctor Montarco! ¡Descanse en paz, quien bien mereció paz y descanso!

(Febrero de 1904; en Ensayos IV, Residencia de Estudiantes, Madrid, 1917)

El que se enterró

Era extraordinario el cambio de carácter que sufrió mi amigo. El joven oficial, dicharachero y descuidado habíase convertido en un hombre tristón, taciturno y escrupuloso. Sus momentos de abstracción eran frecuentes y durante ellos parecía como si su espíritu viajase por caminos de otro mundo. Uno de nuestros amigos, lector y descifrador asiduo de Browning, recordando la extraña composición en que éste nos habla de la vida de Lázaro después de resucitado, solía decir que el pobre Emilio había visitado la muerte. Y cuantas inquisiciones emprendimos para averiguar la causa de aquel misterioso cambio de carácter fueron inquisiciones infructuosas.

Pero tanto y tanto le apreté y con tal insistencia cada vez, que por fin un día, dejando transparentar el esfuerzo que cuesta una resolución costosa y muy combatida, me dijo de pronto: «Bueno vas a saber lo que me ha pasado, pero te exijo, por lo que te sea más santo, que no se lo cuentes a nadie mientras yo no vuelva a morirme». Se lo prometí con toda solemnidad y me llevó a su cuarto de estudio donde nos encerramos.

Desde antes de su cambio no había yo entrado en aquel su cuarto de estudio. No se había modificado nada, pero ahora me pareció más en consonancia con su dueño. Pensé por un momento que era su estancia más habitual y favorita la que le había cambiado de modo tan sorprendente. Su antiguo asiento, aquel ancho sillón frailero, de vaqueta, con sus grandes brazos, me pareció adquirir nuevo sentido. Estaba examinándolo cuando Emilio, luego de haber cerrado cuidadosamente la puerta, me dijo, señalándomelo:

—Ahí sucedió la cosa.

Le miré sin comprenderle.

Me hizo sentar frente a él, en una silla que estaba al otro lado de su mesita de trabajo, se arrellanó en su sillón y empezó a temblar. Yo no sabía qué hacer.

Dos o tres veces intentó empezar a hablar y otras tantas tuvo que dejarlo. Estuve a punto de rogarle que dejase su confesión, pero la curiosidad pudo en mí más que la piedad, y es sabido que la curiosidad es una de las cosas que más hacen al hombre cruel. Se quedó un momento con la cabeza entre las manos y la vista baja; se sacudió luego como quien adopta una súbita resolución, me miró fijamente y con unos ojos que no le conocía antes, y empezó:

—Bueno; tú no vas a creerme ni palabra de lo que te voy a contar, pero eso no importa. Contándotelo me libertaré de un grave peso, y me basta.

No recuerdo qué le contesté, y prosiguió:

—Hace cosa de año y medio, meses antes del misterio, caí enfermo de terror. La enfermedad no se me conocía en nada ni tenía manifestación externa alguna, pero me hacía sufrir horriblemente. Todo me infundía miedo, y parecía envolverme una atmósfera de espanto. Presentía peligros vagos. Sentía a todas horas la presencia invisible de la muerte, pero de la verdadera muerte, es decir, del anonadamiento. Despierto, ansiaba porque llegase la hora de acostarme a dormir, y una vez en la cama me sobrecogía la congoja de que el sueño se adueñara de mí para siempre. Era una vida insoportable, terriblemente insoportable. Y no me sentía ni siquiera con resolución para suicidarme, lo cual pensaba yo entonces que sería un remedio. Llegué a temer por mi razón...

—¿Y cómo no consultaste con un especialista? —le dije por decirle algo.

—Tenía miedo, como lo tenía de todo. Y este miedo fue creciendo de tal modo, que llegué a pasarme los días enteros en este cuarto y en este sillón mismo en que ahora estoy sentado, con la puerta cerrada, y volviendo a cada momento la vista atrás. Estaba seguro de que aquello no podía prolongarse y de que se acercaba la catástrofe o lo que fuese. Y en efecto llegó.

Aquí se detuvo un momento y pareció vacilar.

—No te sorprenda el que vacile —prosiguió-, porque lo que vas a oír no me lo he dicho todavía ni a mí mismo. El miedo era ya una cosa que me oprimía por todas partes, que me ponía un dogal al cuello y amenazaba hacerme estallar el corazón y la cabeza. Llegó un día, el 7 de septiembre, en que me desperté en el paroxismo del terror; sentía acorchados cuerpo y espíritu. Me preparé a morir de miedo. Me encerré como todos los días aquí, me senté donde ahora estoy sentado, y empecé a invocar a la muerte. Y es natural, llegó.

—Advirtiéndome la mirada, añadió tristemente:

—Sí, ya sé lo que piensas, pero no me importa.

Y prosiguió:

—A la hora de estar aquí sentado, con la cabeza entre las manos y los ojos fijos en un punto vago más allá de la superficie de esta mesa, sentí que se abría la puerta y que entraba cautelosamente un hombre. No quise levantar la mirada. Oía los golpes del corazón y apenas podía respirar. El hombre se detuvo y se quedó ahí, detrás de esa silla que ocupas, de pie, y sin duda mirándome. Cuando pasó un breve rato me decidí a levantar los ojos y mirarlo. Lo que entonces pasó por mí fue indecible; no hay para expresarlo palabra alguna en el lenguaje de los hombres que no se mueren sino una sola vez. El que estaba ahí, de pie, delante mío, era yo, yo mismo, por lo menos en imagen. Figúrate que estando delante de un espejo, la imagen que de ti se refleja en el cristal se desprende de éste, toma cuerpo y se te viene encima...

—Sí, una alucinación... —murmuró.

—De eso ya hablaremos —dijo, y siguió-: Pero la imagen del espejo ocupa la postura que ocupas y sigue tus movimientos, mientras que aquel mi yo de fuera estaba de pie, y yo, el yo de dentro de mí, estaba sentado. Por fin el otro se sentó también, se sentó donde tú estás sentado ahora, puso los codos sobre la mesa como tú los tienes, se cogió la cabeza, como tú la tienes, y se quedó mirándome como me estás ahora mirando.

Temblé sin poder remediarlo al oírle esto, y él, tristemente, me dijo:

—No, no tengas también tú miedo; soy pacífico —y siguió-: Así estuvimos un momento, mirándonos a los ojos el otro y yo, es decir, así estuve un rato mirándome a los ojos. El terror se había transformado en otra cosa muy extraña y que no soy capaz de definirte; era el colmo de la desesperación resignada. Al poco rato sentí que el suelo se me iba de debajo de los pies, que el sillón se me desvanecía, que el aire iba enrareciéndose, las cosas todas que tenía a la vista, incluso mi otro yo, se iban esfumando, y al oír al otro murmurar muy bajito y con los labios cerrados: ¡Emilio!, sentí la muerte. Y me morí.

Yo no sabía qué hacer al oírle esto. Me dieron tentaciones de huir, pero la curiosidad venció en mí al miedo. Y él continuó:

—Cuando al poco rato volví en mí, es decir, cuando al poco rato volví al otro, o sea resucité, me encontré sentado ahí, donde tú te encuentras ahora sentado y donde el otro se había sentado antes, de codos en la mesa y cabeza entre las palmas contemplándome a mí mismo, que estaba donde ahora estoy. Mi conciencia, mi espíritu, había pasado del uno al otro, del cuerpo primitivo a su exacta reproducción. Y me vi, o vi mi anterior cuerpo, lívido y rígido, es decir, muerto. Había asistido a mi propia muerte. Y se me había limpiado el alma de aquel extraño terror. Me encontraba triste, muy triste, abismáticamente triste, pero sereno y sin temor a nada. Comprendí que tenía que hacer algo; no podía quedar así y aquí el cadáver de mi pasado. Con toda tranquilidad reflexioné lo que me convenía hacer. Me levanté de esa silla, y tomándome el pulso, quiero decir, tomando el pulso al otro, me convencí de que ya no vivía. Salí del cuarto dejándolo aquí encerrado, bajé a la huerta, y con un pretexto me puse a abrir una gran zanja. Ya sabes que siempre me ha gustado hacer ejercicio en la huerta. Despaché a los criados y esperé la noche. Y cuando la noche llegó cargué a mi cadáver a cuestas y lo enterré en la zanja. El pobre perro me miraba con ojos de terror, pero de terror humano; era, pues, su mirada una mirada humana. Le acaricié diciéndole: no comprendemos nada de lo que pasa, amigo, y en el fondo no es esto más misterioso que cualquier otra cosa...

—Me parece una reflexión demasiado filosófica para ser dirigida a un perro —le dije.

—¿Y por qué? —replicó-. ¿O es que crees que la filosofía humana es más profunda que la perruna?

—Lo que creo es que no te entendería.

—Ni tú tampoco, y eso que no eres perro.

—Hombre, sí, yo te entiendo.

—¡Claro, y me crees loco!...

Y como yo callara, añadió:

—Te agradezco ese silencio. Nada odio más que la hipocresía. Y en cuanto a eso de las alucinaciones, he de decirte que todo cuanto percibimos no es otra cosa, y que no son sino alucinaciones nuestras impresiones todas. La diferencia es de orden práctico. Si vas por un desierto consumiéndote de sed y de pronto oyes el murmurar del agua de una fuente y ves el agua, todo esto no pasa de alucinación. Pero si arrimas a ella tu boca y bebes y la sed se te apaga, llamas a esta alucinación una impresión verdadera, de realidad. Lo cual quiere decir que el valor de nuestras percepciones se estima por su efecto práctico. Y por su efecto práctico, efecto qué has podido observar por ti mismo, es por lo que estimo lo que aquí me sucedió y acabo de contarte. Porque tú ves bien que yo, siendo el mismo, soy, sin embargo, otro.

—Esto es evidente...

—Desde entonces las cosas siguen siendo para mí las mismas, pero las veo con otro sentimiento. Es como si hubiese cambiado el tono, el timbre de todo. Vosotros creéis que soy yo el que he cambiado y a mí me parece que lo que ha cambiado es todo lo demás.

—Como caso de psicología... —murmuré.

—¿De psicología? ¡Y de metafísica experimental!

—¿Experimental? —exclamé.

—Ya lo creo. Pero aún falta algo. Ven conmigo.

Salimos de su cuarto y me llevó a un rincón de la huerta. Empecé a temblar como un azogado, y él, que me observó, dijo:

—¿Lo ves? ¿Lo ves? ¡También tú! ¡Ten valor, racionalista!

Me percaté entonces de que llevaba un azadón consigo. Empezó a cavar con él mientras yo seguía clavado al suelo por un extraño sentimiento, mezcla de terror y de curiosidad. Al cabo de un rato se descubrió la cabeza y parte de los hombros de un cadáver humano, hecho ya casi esqueleto. Me lo señaló con el dedo diciéndome:

—¡Mírame!

Yo no sabía qué hacer ni qué decir. Volvió a cubrir el hueco. Yo no me movía.

—¿Pero qué te pasa, hombre? —dijo sacudiéndome el brazo.

Creí despertar de una pesadilla. Lo miré con una mirada que debió de ser el colmo del espanto.

—Sí —me dijo-, ahora piensas en un crimen; es natural. ¿Pero has oído tú de alguien que haya desaparecido sin que se sepa su paradero? ¿Crees posible un crimen así sin que se descubra al cabo? ¿Me crees criminal?

—Yo no creo nada —le contesté.

—Ahora has dicho la verdad; tú no crees en nada y por no creer en nada no te puedes explicar cosa alguna, empezando por las más sencillas. Vosotros, los que os tenéis por cuerdos, no disponéis de más instrumentos que la lógica, y así vivís a oscuras...

—Bueno —le interrumpí-, ¿y todo esto qué significa?

—¡Y salió aquello! Ya estás buscando la solución o la moraleja. ¡Pobres locos! Se os figura que el mundo es una charada o un jeroglífico cuya solución hay que hallar. No, hombre, no; esto no tiene solución alguna, esto no es ningún acertijo ni se trata aquí de simbolismo alguno. Esto sucedió tal cual te lo he contado, y si no me lo quieres creer, allá tú.

* * *

Después que Emilio me contó esto y hasta su muerte, volví a verle muy pocas veces, porque rehuía su presencia. Me daba miedo. Continuó con su carácter mudado, pero haciendo una vida regular y sin dar el menor motivo a que se le creyese loco. Lo único que hacía era burlarse de la lógica y de la realidad. Se murió tranquilamente, de pulmonía, y con gran valor. Entre sus papeles dejó un relato circunstanciado de cuanto me había contado y un tratado sobre la alucinación. Para nosotros fue siempre un misterio la existencia de aquel cadáver en el rincón de la huerta, existencia que se pudo comprobar.

En el tratado a que hago referencia sostenía, según me dijeron, que a muchas, a muchísimas personas les ocurren durante la vida sucesos trascendentales, misteriosos, inexplicables, pero que no se atreven a revelar por miedo a que se les tenga por locos.

«La lógica —dice— es una institución social y la que se llama locura una cosa completamente privada. Si pudiéramos leer en las almas de los que nos rodean veríamos que vivimos envueltos en un mundo de misterios tenebrosos, pero palpables».

(La Nación, Buenos Aires, 1-I-1908)

El secreto de un sino

(Apólogo)

Difícil es que haya nacido hombre más bueno que nació Noguera. Pero, desde muy joven, una al parecer misteriosa fatalidad empezó a envenenarle el corazón. De nada servía que él se mostrase confiado, abierto, cariñoso; todos le rechazaban, todos huían de su lado. Observó que, con uno u otro pretexto, evitaban todos su trato. Y como él no tenía conciencia de faltar en nada a los demás, empezó a cavilar en ello y a ver en la sociedad humana un poder pavoroso que, cuando da en perseguir a uno sin motivo, no reconoce piedad ni tregua. Enfermó Noguera de manía persecutoria y acabó en misántropo y pesimista.

Tan sólo una compañía y un consuelo fraternales halló en su soledad, ¡pero qué compañía y qué consuelo! Y fue que topó con un tal Perálvarez, escéptico y nihilista casi de profesión. Para Perálvarez nada valía nada; era inútil todo esfuerzo; lo mismo daba hacer una cosa que dejar de hacerla; todo se convertía en comedia, farándula y farsa; los hombres eran, en sí y para sí, irremediables y necesariamente egoístas y cómicos; la cuestión es aparentar que se es más bien que ser, y todo ello fatalmente y sin que pueda ser de otro modo. Y Noguera encontró un amargo consuelo en esta filosofía desoladora, que siendo la explicación de su desgracia en sociedad, era a la vez el medio de justificarse, condenando a los otros.

Pero ¿por qué la sociedad me persigue a mí y no a otros, buscando y festejando y aplaudiendo a éstos, mientras a mí me rechaza y me condena?», preguntaba Noguera. Y Perálvarez le respondía: «Precisamente, porque tú eres bueno, sencillo, sincero, sin doblez, una oveja en un mundo de lobos y de raposos. Y porque otros, aun siendo así rechazados, saben ocultarlo».

Viajaba una vez el pobre Noguera con toda su misantropía, cuando acertó a encontrarse con un compañero de viaje que le pareció más humano, es decir, menos parecido a la totalidad de los hombres, que cuantos hasta entonces encontrara. Empezó a espontanearse con él y observó que le trataba más bien con compasión amante que con repugnancia. Poco a poco llegó hasta a confesarse con él, y el otro, entonces, tomando un tono de triste exhortación, le dijo:

—Todo eso le ha pasado a usted, señor mío, por no haberse encontrado con un alma sincera y franca que le hubiese dicho a tiempo la verdad, toda la verdad de por qué huyen de usted los hombres.

—Créame que no me remuerde la conciencia de haberles faltado en nada.

—A sabiendas no, ¡claro está!

—Es que...

—No, faltarles, no; pero uno puede llegar al triste estado de desesperación misantrópica en que usted está, sin culpa propia, mas no por eso por culpa de los demás.

—No, no; es que esta sociedad... —y le recitó las enseñanzas todas de Perálvarez.

—Todo eso son lecciones de algún...

—De mi único amigo, del único hombre que he encontrado que ame la verdad sobre todo y odie la farándula y la farsa sociales. Pero, en fin, dígame, ¿qué es eso que hace que huyan todos de mí?

—Pues se lo diré. Lo que hace que huyan todos de usted y que le hayan hecho un alma de leproso, que es peor que un cuerpo de tal, es que huele usted, por la nariz, que apesta. Si a tiempo se lo hubiesen dicho, habríase puesto en cura y acaso curado. Y, de todos modos, no se le habría apestado de misantropía el corazón, haciéndole ver el mundo como no es.

—¡No, no puede ser eso; no puede ser!

—¿Por qué? ¿Porque no se huele usted a sí mismo? Esperaba esto. Nadie huele su propio aliento.

—Pero ¿y Perálvarez, cómo no me lo ha dicho Perálvarez?

—Qué sé yo...

—Si eso fuese cierto, si yo me convenciera de que la sociedad no es lo que creo, entonces...

—Entonces estaba usted salvado.

—No; si no puedo yo odiarla con motivo, entonces estoy perdido. Porque este odio es incurable.

Separáronse. Noguera pasó unos días tormentosos, en que sufrió en el tejido mismo de las entrañas espirituales y dudó hasta del hecho brutal de que existiese; la trama misma del pensamiento se le disolvía.

Así que encontró a Perálvarez, encerrose con él, y con ojos de sombra, como un ser que viene de la nada, le anunció una suprema confesión. En el rostro de Perálvarez se congeló una sonrisa, y le dijo:

—¡Habla!

Noguera le contó su encuentro y la explicación que del fatídico enigma de su vida le había dado el viajero. Y al concluir de oírle, tras un breve silencio, agregó Perálvarez:

—¡Bah!, ésa es una explicación ridícula, por lo insignificante, para un caso como el tuyo. ¿Cómo vas a creer que porque le huela a uno mal la nariz, o el aliento más bien, le acorrale así la sociedad? No, esa es una salida hipócrita.

—Pero, habla claro, dime la verdad, mi único amigo, el único hombre sincero y leal que he encontrado, dime la verdad, ¿me huele o no el aliento?

—No sé decírtelo —le respondió Perálvarez-, porque ignoro qué es eso que los hombres llaman olfato y hasta sospecho sea una de tantas ficciones hipócritas como tienen por fuerza que inventar para defenderse. No distingo entre el olor de incienso y el del asa fétida; no sé si huelen. No tengo eso que llaman olfato, si ello es algo, ni maldita la falta que me hace tenerlo. ¡Para lo que sirve!...

Y así era verdad que no lo tenía, como que su filosofía no pasaba de ser la de un hombre sin olfato y producto de la falta de éste.

Sobre el alma de Noguera se desencadenó una tempestad de dudas y de desengaños, de recelos y de terrores. Ahora lo veía todo claro, y a la nueva luz se le aclaraban mil pequeños incidentes que antes le parecieran enigmáticos. Y, sobre todo, aquello de que hubiese sido sobre él, precisamente sobre él, sobre quien la sociedad hizo pesar sus rigores. Y se le aclaró el origen de la filosofía peralvarezca.

A los pocos días el pobre Noguera, loco de desesperación, convencido de que su alma, y no su cuerpo, era ya incurable, se mataba pegándose un tiro por las narices arriba, sin haber antes averiguado por qué Perálvarez, que fue quien más le suicidó, carecía de olfato.

(El Mundo Gráfico, Madrid, 22-I-1913)

Bonifacio

Bonifacio vivió buscándose y murió sin haberse hallado; como el barón del cuento, creía que tirándose de las orejas se sacaría del pozo.

Era un muchacho, por su desgracia, listo, empeñadísimo en ser original y parecer extravagante, hasta tal punto que dejaba de hacer lo que hacían otros por la misma razón que éstos lo hacen: porque ven hacerlo. Empeñado en distinguirse de los hombres, no conseguía dejar de serlo.

Yo no quiero hacer ningún retrato; declaro que Bonifacio es un ser fantástico que vive en el mundo inteligible del buen Kant, una especie de quinto cielo; pero la verdad es que cada vez que pienso en Bonifacio siento angustia y se me oprime el pecho.

«¿Cuál será mi aptitud?», se preguntaba Bonifacio a solas.

Escribió versos y los rompió por no hallarlos bastante originales; éstos recordaban los de tal poeta, aquéllos los de cual otro; le parecía cursi manifestarse sentimental, más cursi aún romántico (¿qué quiere decir romántico?), mucho más cursi, escéptico y soberanamente cursi, desesperado. Escribió unas coplas irónicas, llenas de desdén hacia todo lo humano y lo divino, y leyéndolas un mes más tarde las rompió, diciéndose: «¡Vaya una hipocresía!, pero si yo no soy así». Luego escribió otras tiernísimas en que hablaba del hogar, de su familia, de su rincón natal, cosa de arrancar lágrimas a un canto, y las rompió también: «Sosadas, sosadas; ¡esto es música celestial!».

¡Pobre Bonifacio! Cada mañana la luz hacía brotar de su mente un pensamiento nuevo, que moría poco más o menos a la hora en que muere el sol.

Bonifacio era muy alegre entre sus amigos; a solas se empeñaba en ser triste, se tiraba con furia de las orejas, pero ¡como si no!, siempre tranquila la superficie del pozo y él metido allí.

Había empezado a leer muchos libros para acabar muy pocos; le gustaba más soñar que leer. A todo escritor le reprochaba que aún le faltaba algo; evidentemente, le faltaba algo...; se parecía a otros y esto es horrible.

«¿Cuál será mi aptitud?». Esto era su eterno tormento. Empezó a construir un nuevo sistema filosófico, y ya casi terminado, echó de ver que todo lo que él decía lo habían ya dicho otros, e hizo trizas aquellos pliegos llenos de remiendos, borrones y añadidos.

No hubo ramo del conocimiento humano en que no se ensayase; pero todos, absolutamente todos, ¡habían sido ya tan sobados!... ¡Había que trabajar tanto para espigar cosas tan viejas! Luego hay una horrible fatalidad: toda verdad descubierta se hace trivial.

¿Quién demonio daría con una verdad que eternamente chocara a los hombres?

Bonifacio tenía buen fondo; pero él se obstinaba en buscarse en la forma. Se le había puesto en la cabeza que llegaría a ser hombre célebre: la cuestión era dar por el camino. El hogar, la familia, las dichas íntimas... ¡Bah!, vulgaridades que acaban por aburrir.

A fuerza de espolear a los nervios conseguía horas nocturnas de tristeza, se entregaba a pensamientos lúgubres que el viento fresco de la calle arrebataba como nubes.

Cuando hablaba, se olvidaba de su papel y sacaba su alma a escena: un alma sencilla y cándida, vulgarísima de puro humana.

Bonifacio amaba, pero con un amor mortificante, nada original. Cualquier amor de cualquier héroe de cualquier novelucha se parecía al suyo. La mujer es un estorbo; evidentemente corre más quien sólo se lleva a sí mismo a cuestas que quien se lleva con su mujer: Platón, santo Tomás, Descartes, Kant, fueron solteros; esto le desazonaba al pobre.

Su mayor tormento era tener que trabajar para vivir. Resulta, además, que el vivir es tan vulgar y rutinario como el trabajar.

Una vez íbamos de paseo a la caída de la tarde; el pobre hombre, desahogándose; yo, mordiendo una hoja de zarza.

—En esta vida no queda tiempo más que para vivir —me decía.

Yo le miraba con extrañeza y temor; instintivamente me aparté un poco de él.

—Mira —seguía-: unas veces soy alegre; otras triste; yo no veo las cosas ni claras ni oscuras; pero me falta algo; yo no sé lo que me pasa, pero algo me pasa. Dicen que estoy chiflado, que todas estas cosas no pasan de fantasía, que soy muy raro —al decir esto le brillaban los ojos de gusto-. Todos los majaderos me desdeñan, y como soy bueno, me veo obligado a tragar la hiel que destila mi hígado.

¡Pobre Bonifacio! No digo yo que se echó a llorar, porque sería mentir: yo no lo vi llorar, pero ignoro si se tragó las lágrimas; se han dado casos de personas que por no entregar algún papelillo secreto se lo han tragado y digerido, que es peor.

Algunos días estaba tan alegre que, francamente, me parecía que había conseguido sacarse del pozo: una alegría rarísima, extrahumana.

Bonifacio no era pesimista, Bonifacio no era optimista, Bonifacio no era nada; nada quería ser, ni sabía lo que quería. ¡Pobre Bonifacio!

Él quería ser algo que llamara la atención; no sabía bien qué.

¿Para qué continuar un cuento tan viejo?

Cójanle ustedes a Bonifacio, denle unos cuantos martillazos por aquí y por allí, moldéenle hasta que se pliegue a las exigencias de la realidad, y díganme en conciencia si han conocido a Bonifacio.

Me falta hablar del fin de Bonifacio.

Respecto a éste, corren dos tradiciones igualmente atendibles.

Según la una, Bonifacio acabó como había empezado, siempre el mismo, siempre buscándose y nunca hallado; acabó como las nubes de verano: mientras vivió hizo sombra, y cuando murió siguió alumbrando el sol su sitio vacío.

Según otra tradición, Bonifacio, golpe aquí, golpe allí, se fue redondeando, se casó, tuvo hijos, y cuando fue padre halló la originalidad tan buscada, que, con ser tan común, es la más rara. Sus últimas palabras fueron: «¡Con que, adiós, hijos míos!».

Aún hay otras tradiciones, porque éstas son como los hongos; pero en todas ellas el fondo de verdad está exornado por mil retazos y añadiduras.

(El espejo de la muerte, 1913)

Soledad

Soledad nació de la muerte de su madre: ya Leopardi cantó que es riesgo de muerte el nacimiento,

nasce l'uomo a fatica,
ed è rischio di morte il nascimento,

riesgo de muerte para el que nace, riesgo de muerte para quien le da el ser.

La pobre Amparo, la madre de Soledad, había llevado en sus cinco años de casada una vida penumbrosa y calladamente trágica. Su marido era impenetrable y parecía insensible. No sabía la pobre cómo se habían casado; se encontró ligada por matrimonio a aquel hombre como quien despierta de un sueño. Su vida toda de soltera se perdía en una lejanía brumosa, y cuando pensaba en ella se acordaba de sí misma, de la que fue antes de casarse, como de una persona extraña. No podía saber si su marido la quería o la detestaba. Se detenía en casa no más que para comer y dormir, para todo lo animal de la vida; trabajaba fuera, hablaba fuera, se distraía fuera. Jamás dirigió a su pobre mujer una palabra más alta o más agria que otra; jamás la contrarió en nada. Cuando ella, la pobre Amparo, le preguntaba algo, consultaba su parecer, obtenía de él invariablemente la misma respuesta: «¡Bueno, sí; déjame en paz; como tú quieras!». Y este insistente: «¡Como tú quieras!», llegaba al corazón de la pobre Amparo, un corazón enfermo, como un agudo puñal. «¡Como tú quieras! —pensaba la pobre-; es decir, que mi voluntad no merece ni siquiera ser contradicha». Y luego el: «¡Déjame en paz!»; ese terrible: «¡Déjame en paz!», que amarga tantos hogares. En el de Amparo, en el que debía ser hogar de Amparo, esa terrible y agorera paz lo entenebrecía todo.

Al año de casada tuvo Amparo un hijo; pero en el triste desamparo de su hogar ceniciento ansiaba una hija. «¡Un hijo! —pensaba-. ¡Un hombre! ¡Los hombres siempre tienen que hacer fuera de casa!». Y así, cuando volvió a quedar encinta, no soñaba sino en la hija. Y habría de llamarse Soledad. La pobre cayó en cama, gravemente enferma. Su corazón desfallecía por momentos. Comprendió que no vivía sino para dar a luz a su hija, hasta ponerla en el hogar tenebroso. Llamó a su marido y dijo: «Mira, Pedro; si, como espero, es hija, le pondrás por nombre Soledad, ¿eh?». «Bueno, bien —respondió él-; tiempo habrá de pensar en ello», y pensaba que aquel día, con aquello del parto, iba a perder su partida de dominó. «Es que yo me muero, Pedro; es que no voy a poder resistir esto», añadió. «¡Aprensiones!», replicó él. «Sea —contestó Amparo-; pero si sale niña, la llamaréis Soledad, ¿eh?». «¡Bueno, sí; déjame en paz; como tú quieras!», concluyó él.

Y le dejó en paz para siempre. Después de haber dado a luz a su hija sólo tuvo tiempo para percatarse de que era niña. Y sus últimas palabras fueron: «¿Soledad, eh, Pedro? ¡Soledad!».

El hombre quedó suspenso y se habría anonadado si fuera él algo. ¡Viudo, a su edad, y con dos hijos pequeños! ¿Quién le cuidaría ahora la casa? ¿Quién se los criaría? Porque hasta que la niña se hiciese mayorcita y pudiera encargarse de las llaves y el gobierno... ¡Y cómo volver a casarse! No, no volvería a hacerlo. Ya sabía lo que era estar casado. ¡Si lo hubiese sabido antes! Eso no le resolvía nada. No, decididamente no; no volvería a casarse.

Hizo que llevasen a Soledad a un pueblo, a criarla fuera de casa. No quería molestias de niños e impertinencias de nodrizas. Harto tenía con el otro, con Pedrín, el niño, de tres años ya.

Soledad apenas se acordaba de los primeros años de su infancia. Allá, en la lejanía, sus últimos recuerdos eran los de aquel hogar hosco y ceniciento y aquel padre hermético, aquel hombre que comía junto a ella en la mesa y a quien veía un momento al levantarse y otro momento al ir a acostarse. Y aquellos besos litúrgicos, forzados. La única compañía le era Pedrín, su hermano. Pero Pedrín jugaba con ella en el más estricto sentido, es decir, que no jugaba en compañía de ella, sino que jugaba con ella como se juega con una muñeca. Ella, Soledad, solita era su juguete. Y era, como hombre que había de ser, un bruto. Como eran sus puños más fuertes, quería tener siempre razón. «Vosotras, las mujeres, no servís para nada. ¡Los que mandan son los hombres!», le dijo una vez.

Era Soledad una naturaleza exquisitamente receptiva, un genio de sensibilidad. Se da con frecuencia en las mujeres este genio de receptividad, que como nada produce, se extingue sin que nadie lo haya conocido. Al principio acudió Soledad, llorosa y herida en lo más vivo, a su padre, a la esfinge, demandando justicia; pero el inflexible varón le contestaba secamente: «¡Bueno, bien; déjame en paz! ¡Daos un beso, y cuidado con que esto se repita!». Así creía arreglarlo, quitándose de encima la molestia. Y acabó ello porque Soledad no volvió a quejarse a su padre de las brutalidades de su hermano, y lo soportó todo en silencio, dejando a aquél en paz y evitándose los fraternales besos de humillación.

Fue espesándose y entenebreciéndose la tristeza cenicienta de su hogar. Sólo descansaba en el colegio, en el que le metió su padre como medio pensionista para quitársela así más tiempo de encima. Allí, en el colegio, supo que sus compañeras todas tenían o habían tenido madre. Y un día, a la hora de cenar, se atrevió a molestar a su padre preguntándole: «Di, papá, ¿he tenido madre?». «¡Vaya una pregunta! —respondió el hombre-. Todos hemos tenido madre. ¿Por qué lo preguntas?». «¿Y dónde está mi madre, papá?». «Se murió cuando tú naciste». «¡Ay qué pena!», prorrumpió Soledad. Y entonces el padre rompió por un momento su salvaje taciturnidad, le dijo cómo su madre se había llamado Amparo, y le enseñó un retrato de la difunta. «¡Qué guapa era!», exclamó la niña. Y el padre añadió: «Sí, ¡pero no tanto como tú!». En esta exclamación, que se le escapó, iba el fondo de una de sus petulancias; creía que el ser su hija más guapa que la madre, se lo debía a él. «Y tú, Pedrín —dijo Soledad a su hermano, animada por aquel fugitivo rescoldillo de hogar-, ¿te acuerdas tú de ella?». «¿Y cómo me he de acordar, si cuando murió no tenía yo más que tres años?». «Pues yo, en tu caso, me acordaría», fue la respuesta de la niña. «¡Claro, las mujeres sois más listas!», exclamó el hombrecillo en ciernes. «No, pero sabemos recordar mejor». «Bueno, bueno, no digas tonterías y déjame en paz». Y se acabó el coloquio de aquella noche memorable en que Soledad supo que había tenido madre.

Y tanto dio en pensar en ella, que casi la recordó. Pobló su soledad con ensueños maternales.

Fueron corriendo los años, todos iguales, todos cenicientos y tristes en aquel hogar apagado. El padre no envejecía ni podía envejecer. A las mismas horas hacía todos los días las mismas cosas, con una regularidad mecánica. Y el hermano empezó a disiparse, a dar que hablar en el pueblo. Hasta que desapareció de él; Soledad no supo adónde. Quedaron padre e hija solos, solos y separados; viviendo, es decir, comiendo y durmiendo bajo el mismo techo.

Por fin pareció que un día se le abriera el cielo a Soledad. Un gallardo mozo, que desde hacía algún tiempo la devoraba con los ojos cuando la veía en la calle, se dirigió a ella solicitando ser admitido a prueba como novio. La pobre Soledad vio que se le abría la vida, y aunque con unos ciertos presentimientos, que en vano quería rechazar de sí, lo admitió. Y fue como una primavera.

Empezó Soledad a vivir, empezó más bien a nacer.

Descubrídsele el sentido de muchas cosas que hasta entonces no lo tuvieron para ella; empezó a entender mucho que oyó a sus maestras y a sus compañeras de colegio, mucho que había leído. Todo parecía cantar dentro de ella. Pero a la vez descubrió toda la horrura de su hogar, y si no hubiera sido por la imagen, siempre en ella presente, de su novio, se habría arrecido allí junto a aquel hombre granítico.

Fue un verdadero deslumbramiento aquel noviazgo para la pobre Soledad. Y el padre parecía no haberse enterado de nada o no querer enterarse: ni la más leve alusión de su parte. Si al salir de casa cruzaba con el novio de su hija que se acercaba a la reja, a las horas de sabroso coloquio, hacía como que no se enteraba. La pobre Soledad tuvo más de una vez intención de insinuar algo a su padre en la mesa, a la hora de cenar; pero las palabras se le cuajaban en la boca antes de salir. Y calló, siguió callando.

Empezó Soledad a leer en libros que le traía su novio; empezó, gracias a él, a conocer el mundo. Y aquel joven no parecía hombre. Era cariñoso, alegre, abierto, irónico y hasta la contradecía a las veces. De su padre, del padre de ella, no le habló nunca.

Fue la iniciación en la vida y fue el sueño del hogar. Soledad empezó, en efecto, a soñar lo que sería un hogar, a entrever lo que eran los hogares, los verdaderos hogares de sus compañeras que lo tenían. Y este conocimiento, este sentimiento más bien, acreció en ella el horror a la madriguera en que vivía.

Y de repente, un día, cuando menos lo esperaba, vino el hundimiento. Su novio, que hacía un mes estaba ausente, le escribió una larga carta muy llena de expresiones de cariño, muy alambicadas, muy tortuosas, en que a vuelta de mil protestas de afecto le decía que aquellas sus relaciones no podían continuar. Y acababa con esta frase terrible: «Acaso llegue algún día otro que te pueda hacer feliz mejor que yo». Soledad sintió un tenebroso frío que le envolvía el alma, y toda la brutalidad, toda la indecible brutalidad del hombre, es decir, del varón, del macho. Pero se contuvo, devorando en silencio, y con ojos enjutos su humillación y su dolor. No quería aparecer débil ante su padre, ante la esfinge.

¿Por qué? ¿Por qué la había dejado su novio? ¿Es que se había cansado de ella? ¿Por qué? ¿Es que puede un hombre cansarse de amar? ¿Cabe cansarse de amar? No, no; es que nunca la había querido. Y ella, la pobre Soledad, sedienta de amor desde que naciera, comprendió que no la había querido nunca aquel otro hombre. Y se hundió en sí misma, refugiándose en el culto a su madre, en el culto a la Virgen. Y no lloró, porque su dolor no era de lágrimas: era un dolor seco y ardiente.

Una noche, a la hora de cenar, la esfinge paternal abrió la boca para decir: «¿Qué? ¡Según parece, se ha acabado ya eso!». Y Soledad sintió como si le atravesasen el corazón con una espada de hielo. Se levantó de la mesa, se fue a su cuarto, y exclamando: «¡Madre mía!», cayó en un espasmo convulsivo. Y desde entonces el mundo le supo a vacío.

Y pasaron dos años, y una mañana se encontraron muerto en su cama al padre, a don Pedro. El corazón se le había parado. Y su hija, sola ahora en el mundo, no le lloró.

Quedó sola Soledad, enteramente sola. Y para que su soledad fuese mayor vendió cuantas fincas le dejó su padre, realizó una modestísima fortunilla y se fue a vivir lejos, muy lejos, donde nadie la conociera y donde ella a nadie conociera.

Y ésta es esa Soledad, hoy ya casi anciana, esa mujercita sencilla y noble que veis todas las tardes ir a tomar el sol a orillas del río; esa mujercita misteriosa de la que no se sabe ni de dónde vino ni de dónde es. Ésa es la solitaria caritativa que en silencio remedia las necesidades ajenas que conoce y puede remediar; ésa es la buena mujercita a la que alguna vez se le escapa uno de esos dichos amargos delatores del desconsuelo encallecido.

Nadie sabía su historia, y se llegó a propagar la leyenda de una terrible tragedia en ella. Pero, como veis, no hay en su vida tragedia alguna representable, sino, a lo más, esta tragedia vulgar, vulgarísima, irrepresentable, callada, que tantas vidas humanas destroza: la tragedia de la soledad.

Sólo se recuerda que hace unos años vino en busca de Soledad un hombre avejentado, de prematura decrepitud, encorvado como bajo el peso del vicio, y a los pocos días de llegar murió en casa de la mujercita. «¡Era mi hermano!». Es lo único que a ésta se le oyó.

Y ahora, ¿comprendéis lo que es la soledad en un alma de mujer, y de mujer sedienta de cariño y hambrienta de hogar? El hombre tiene en nuestras sociedades campos en que distraer su soledad; pero una mujer que no quiere encerrarse en un convento, ¿qué ha de hacer solitaria entre nosotros?

Esa pobre mujercita, a la que veis vagar a orillas del río, sin fin ni objeto, ha sentido toda la enorme brutalidad del egoísmo animal del hombre. ¿Qué piensa? ¿Para qué vive? ¿Qué lejana esperanza la mantiene?

He trabado relación, no digo amistad, con Soledad, y he procurado sonsacarle su sentimiento total de la vida y del destino, lo que alguien llamaría su filosofía. Hasta hoy, poco o nada he conseguido; mas espero conseguirlo. Todo lo que he logrado es saber su historia, la que os acabo de contar. Fuera de esto, no le he oído sino reflexiones llenas de buen sentido, pero de un buen sentido frío y al parecer rastrero. Es mujer de extraordinaria cultura de libros, porque ha leído mucho, y de una gran clarividencia. Pero lo que es sobre todo es extremadamente sensible a las groserías y brutalidades de toda clase. Vive así, solitaria y retraída, por no sufrir los empellones de la brutalidad humana.

De nosotros, los hombres, tiene una singular idea. Cuando le he sacado la conversación al respecto de los hombres, se ha limitado a exclamar: «¡Pobrecillos!». Parece que nos compadece, como quien compadeciera a un cangrejo. Me ha prometido hablarme alguna vez de los hombres y del magno, del máximo, del supremo problema de la relación entre hombre y mujer. «No de la relación sexual —me dijo-, ¿eh?, entienda usted bien; no de eso, sino de la relación general entre hombre y mujer: lo mismo que sean madre e hijo, hija y padre, hermana y hermano, amiga y amigo, respectivamente, como que sean marido y mujer, novio y novia o amantes; lo importante, lo capital, es la relación general, es cómo ha de sentir un hombre a una mujer, sea su madre, su hija, su hermana, su mujer o su querida, y cómo ha de sentir una mujer a un hombre, sea su padre, su hijo, su hermano, su marido o su amante». Y espero el día en que Soledad me hable de esto.

Una vez hablé con ella de esa profusión de libros eróticos con que ahora nos inundan, porque con la buena Soledad se puede hablar de todo cuidando de no herirla. Cuando le saqué esa conversación me miró inquisitivamente con sus grandes ojos claros, ojos eternamente juveniles, y con una sombra de sonrisa sobre su boca me preguntó: «Diga usted. ¿Usted comerá? ¿No es así?». «¡Claro que como!», respondí, sorprendido por la pregunta. «Pues bien; si a usted, que come, le sorprendiera leyendo un libro de cocina y pudiese yo mandar, le enviaría a la cocina a fregar las cacerolas». Y no dijo más.

(El espejo de la muerte, 1913)

Del odio a la piedad

(El espejo de la muerte, 1913)

El viaje aquel de Toribio a Madrid fue un viaje terrible: no podía quitar de la cabeza la innoble figura de aquel Campomanes que tanta guerra le había dado en su pueblo. ¡Campomanes! Cifra de todo lo que estorba. Toribio le atribuía todas las cualidades vulgares que más odiaba, y se complacía en no suponerle mala intención ni perfidia. «¿Pérfido? ¿Mal intencionado Campomanes? ¡Eso quisiera él, majadero, nada más que majadero!», se decía Toribio sin poder pegar ojo.

Sacó los guantes y se los iba a poner; pero pensó entonces: «Unos guantes así gasta Campomanes... Voy a parecer un elegante...». Y no se los puso.

Llegó a Madrid, y con él, en su cabeza, la innoble figura de Campomanes.

Aquella misma tarde fue al antiguo café; allí, charlando de todo, olvidaría sus penas y se olvidaría de Campomanes.

Cuando llegó él al café aún no habían llegado sus amigos. En la mesa contigua estaba un hombre solo, fumando un puro. Toribio le contemplaba pensando en Campomanes.

Llegaron sus amigos y los del vecino, se formó en cada mesa un corrillo y se revolvió en una y otra todo lo humano y lo divino.

Toribio continuó asistiendo al antiguo café. Casi todos los días era el primero que llegaba, y casi todos encontraba en la mesa contigua al mismo vecino, siempre solo y siempre fumando su puro. Le tomó una feroz antipatía, que se convirtió en odio feroz. No le conocía, no sabía quién era, ni qué era. Ni qué hacía, ni qué decía; no sabía de él nada, nada más sino que él, Toribio, le odiaba con toda su alma.

«Pero, señor —se decía-, ¿por qué me carga este hombre?». Y para razonar su odio y justificarlo fue inventando, sin darse cuenta de lo que hacía, mil pretextillos. «¡Qué manera tan presuntuosa de fumar el puro! ¡Qué desdén en la mirada! ¡Qué rostro abotagado! ¡Qué sello de imbecilidad en el traje! ¡Cómo me mira..., me aborrece, nos hemos comprendido!». Y todo esto era mentira, y Toribio lo sabía; no había tal presunción, ni tal desdén, ni tal rostro, ni mucho menos aborrecimiento alguno.

«¡Y ni saluda al entrar!»... Él tampoco saludaba.

En fuerza de repetirse los pretextos acabó por creerlos, se los sugirió como verdaderos y se convenció de que el vecino le odiaba.

Entraba en el café... «Ahí está, ¡cómo me mira!, me odia, bien se conoce que me odia...».

Empezó con sus amigos a hablar mal del otro, les dijo que se odiaban, inventó mil mentirillas de ojeadas feroces, de gestos de desprecio; acabó por creerlas él mismo.

A todo esto el vecino impasible, acaso adivinaba lo que sucedía en el alma de Toribio, pero no lo daba a entender.

Un día llegó Toribio al café un poco alegrillo, y lo primero que vio fue a su vecino en la mesa de ellos, de Toribio y sus amigos.

«Ha ocupado nuestra mesa teniendo la suya vacía..., busca camorra... Pero aquí las mesas son del primero que llega. No importa, tiene la suya, ¿por qué no la ha ocupado?... No, pues yo voy y me siento en la nuestra. ¿Busca camorra?, que empiece él... ¡Está claro! Como lo que él quiere es que yo me siente junto a él, dirá algo...».

Se sentó en la misma mesa, frente al vecino odiado. Pidió café. Vino el mozo y fue a retirar la taza que estaba delante de Toribio.

—¿Qué? ¿La vas a llevar a la otra mesa? ¡No, déjala aquí!

Y miró a su vecino.

—No es eso, señorito —contestó el mozo-, es que esta taza está usada: en ella ha tomado café otro señor que ha estado con el señorito Rafael.

Se llamaba Rafael, ¡qué nombre tan antipático!

Toribio empezó a tomar su taza, le latía el pecho y no sabía lo que le pasaba. Concluyó el café y de un trago se bebió la copa de coñac. Pidió otra copa y luego otra, contra su costumbre. Le ardía la cara. Al fin se dirigió a su vecino y le dijo:

—¿Cómo ha venido usted hoy a esta mesa, teniendo la de usted vacía?

El vecino le miró serenamente y pensó: «Ya decía yo, este pobre muchacho está loco». No respondió nada.

—¿Por qué ha venido usted a esta mesa?

—¡Porque me ha dado la gana!

—¿No sabe usted que es la nuestra?

Rafael iba a contestar una crudeza, pero pensó: «Mejor será por lo blando, ¡pobre chico!».

—Sabe usted, cuando he llegado estaba aquí un conocido y me he sentado junto a él.

Era la verdad.

—Y cuando se ha ido el conocido, ¿por qué no ha dejado usted libre nuestra mesa?

Toribio pidió otra copa. Rafael le miró con inquietud, como se mira a un loco, y contestó:

—Porque deseaba estar con usted... ¡No beba usted tanto!

—Y a usted, ¿qué le importa?

Rafael pensó: «Lo más prudente será retirarse». Se levantó y dijo a Toribio:

—¡Cálmese usted!

Y salió.

Todo aquel día estuvo Toribio excitadísimo. ¡Ya se ve!, cuatro copas, en él que nunca tomaba más que una.

Aquella noche reflexionó y comprendió lo imbécil de su conducta. «Tengo que domarme».

Al día siguiente entró al café. Allí estaba Rafael; esta vez en su mesa. Toribio se le dirigió. El otro pensó: «Otra vez el loco».

Le dio mil explicaciones, le pidió perdón, y acabó por convidarle. Desde entonces se hicieron muy amigos, casi íntimos. Toribio le hablaba de Campomanes.

Rafael era un alma de oro y de lo más simpático.

Cuando Toribio tuvo que volver a su pueblo sintió pena al despedirse de Rafael.

Llegó a su pueblo y lo primero que se echó a la cara fue a Campomanes. ¡Cosa más rara! No sintió por él ni miaja de odio; al contrario, casi simpatía. «Es un infeliz», pensó.

Desde entonces le dio no poco que pensar cómo se había derretido su odio a Campomanes en un fondo de piedad.

Un día paseaba con uno de sus amigos de Madrid cuando encontraron a Campomanes. Toribio se lo mostró y el otro le dijo:

—¿Sabes con quién lo encuentro parecido?

—¿Con quién?

—Con Rafael.

¡Y era verdad! No lo había notado hasta entonces. Es decir, sí lo había notado, pero sin darse cuenta de ello.

Entonces se explicó su odio a Rafael, y entonces se explicó por qué, reconciliado con Rafael, mató el odio que tenía a Campomanes. «Cosa más rara —se decía-, el demonio averigua la verdadera razón de nuestros odios y de nuestros amores... El hombre es el bicho más extraño».

La verdad es que tiene el alma humana repliegues estrambóticos.

Ramón Nonnato, suicida

Cuando harto de llamar a la puerta de su cuarto, entró, forzándola, el criado, encontrose a su amo lívido y frío en la cama, con un hilo de sangre que le destilaba de la sien derecha, y junto a él, aquel retrato de mujer que traía constantemente consigo, casi como un amuleto, y en cuya contemplación se pasaba tantas horas.

Y era que en la víspera de aquel día de otoño gris, a punto de ponerse el día, Ramón Nonnato se había pegado un tiro. Habíanle visto antes, por la tarde, pasearse, solo, según tenía por costumbre, a la orilla del río, cerca de su desembocadura, contemplando cómo las aguas se llevaban al azar las hojas amarillas que desde los álamos marginales iban a caer para siempre, para nunca más volver, en ellas. «Porque las que en la primavera próxima, la que no veré, vuelvan con los pájaros nuevos a los árboles, serán otras», pensó Nonnato.

Al desparramarse la noticia del suicidio hubo una sola y compasiva exclamación: «¡Pobre Ramón Nonnato!». Y no faltó quien añadiera: «Le ha suicidado su difunto padre».

Pocos días antes de darse así la muerte había pagado Nonnato su última deuda con el producto de la venta de la última finca que le quedaba de las muchas que de su padre heredó, y era la casa solariega de su madre. Antes fue a ella y se estuvo allí solo durante un día entero, llorando su desamparo y la falta de un recuerdo, con un viejo retrato de su madre entre las manos. Era el retrato que traía siempre consigo, sobre el pecho, imagen de una esperanza que para él había siempre sido recuerdo, siempre.

El pobre hombre había desbaratado la fortuna que su padre le dejara en locas especulaciones enderezadas a acrecentarla, en fantásticas combinaciones financieras y bursátiles, mientras vivía con una modestia rayana en la pobreza y ceñido de privaciones. Pues apenas si gastaba más que lo preciso para sustentarse con un discreto decoro, y fuera de esto, en caridades y favores. Porque el pobre Nonnato, tan tacaño para consigo, era en extremo liberal y pródigo para con los demás, sobre todo con las víctimas de su padre.

La razón de su conducta era que buscaba aumentar lo más posible su fortuna, hacerla enorme, y emplearla luego en vasto objeto de servicio a la cultura pública, para redimirla así de su pecado de origen. No le parecía bastante haberla distribuido en pequeñas caridades, y mucho menos haber tratado de cancelar los daños de su padre. No es posible recoger el agua derramada.

Llevaba siempre fijas en la mente las últimas palabras que al morir le dirigió su padre, y fueron así:

—Lo que siento, hijo mío, es que esta fortuna, tan trabajosamente fraguada y cimentada por mí; esta fortuna tan bien repartida, y que es, aunque tú no lo creas, una verdadera obra de arte, se va a deshacer en tus manos. Tú no has heredado mi espíritu, ni tienes amor al dinero, ni entiendes de negocio. Confieso haberme equivocado contigo.

«Afortunadamente», pensó Nonnato al oír estas últimas palabras de su padre. Porque, en efecto, no había logrado éste infundirle su recio y sombrío amor al dinero, ni aquella su afición al negocio, que le hacía preferir la ganancia de tres con engaño legal a la de cuatro sin él.

Y eso que el pobre Nonnato había sido el abogado de los pleitos en que de continuo se metía aquel hombre terrible: un abogado gratuito, por supuesto. En su calidad de abogado de su padre, es como Nonnato tuvo que penetrar en los más recónditos recovecos del antro del usurero, tinieblas húmedas donde acabó de entristecérsele el alma, presa de una esclavitud irrescatable. Ni podía libertarse, pues, ¿cómo resistir la mirada cortante y iría de aquel hombre de presa?

Años tétricos los de la carrera del pobre Nonnato, de aquella carrera odiada que estudiaba obligado a ello por su padre. Cuando durante los veranos se iba de vacaciones a su pueblo costero, después de aquel tenebroso curso de estudios, pasado en una miserable casa de uno de los deudores de su padre, que así le sacaba más interés a su préstamo, íbase Nonnato solo a orillas del mar a consolarse de su soledad con la soledad del Océano, y a olvidar las tristezas de la tierra. El mar le habla siempre llamado como una gran madre consoladora, y sentado a su orilla sobre una roca ceñida de algas contemplaba el retrato aquel de su pobre madre, fingiéndose que el canto brezador de las olas era el arrullo de cuna que no le había sido concedido oír en su infancia.

Él había querido hacerse marino para huir mejor de casa de su padre, para cultivar la soledad de su alma; pero su padre, que necesitaba un abogado gratuito, le obligó a estudiar leyes para torcerlas, renunciando al mar. De aquí lo tétrico de sus años de carrera.

Y ni aun tuvo en ellos el consuelo de refrescarse el alma a solas con el recuerdo de sus mocedades, porque éstas habíalas pasado como una sola noche de invierno en un desierto de hielo. Solo, siempre solo con aquel padre que apenas le hablaba como no fuese de sus feos negocios, y que de cuando en cuando le decía: «Porque esto lo hago por ti, principalmente por ti, casi sólo por ti. Quiero que seas rico, muy rico, inmensamente rico y que puedas casarte con la hija del más rico de esos ricachos que nos desprecian». Mas el chico sentía que aquello era mentira, y que él no era sino un pretexto para que su padre se justificase ante sí mismo, en el foro de su conciencia, su usura y su avaricia. Y fue entonces, en aquella tétrica mocedad, cuando dio con el retrato de su madre y empezó a dedicarle culto. El padre, por su parte, jamás le habló de ella.

Y el pobre mozo, que oía a sus compañeros hablar de sus madres, trataba de figurarse cómo habría podido ser la suya. E interrogaba en vano a aquella antigua sirvienta, seca y dura, la confidente de su padre, la que le había tomado de brazos de su nodriza, a la que no había vuelto a ver. Nunca le oyó cantar a aquella mujer ceñuda y tercamente silenciosa. Y era ella la que se perdía en sus más remotos recuerdos de niñez.

¡Niñez! No la había tenido. Su niñez fue solo un día largo, un día gris y frío de unos cuantos años, porque todos sus días fueron iguales e iguales las horas todas de cada uno de sus días. Y la escuela, no menos tétrica que su hogar. En ella le dirigían bromas feroces, como son las bromas infantiles, sobre las mañas de su padre. Y como le vieran una vez llorar al llamarle el hijo del usurero, redoblaron las burlas.

La nodriza lo había dejado en cuanto pudo porque no se le pagaba su servicio en rigor. Era el modo que tenía el usurero de cobrarse una deuda del marido de ella. Y así, en vez de pagarle sus mesadas por dar leche de su pecho al pobrecito Nonnato, íbaselas descontando de lo que su marido le debía.

Habíanle sacado a Ramón Nonnato del cadáver tibio de su madre, que murió poco antes de cuando había de darle a luz, cuarenta y dos años antes del día aquel en que se suicidó. Y es, pues, que había nacido con el suicidio en el alma.

¡La pobre madre! ¡Cuántas veces, en sus últimos días de vida, se ilusionaba con que el hijo tan esperado habría de ser un rayo de sol en aquel hogar tenebroso y frío y habría de cambiar el alma de aquel hombre terrible! «¡Y por lo menos —pensaba— no estaré ya sola en el mundo, y cantando a mi niño no oiré el rechinar del dinero en ese cuarto de los secretos! ¡Y quién sabe!... ¡acaso cambie!».

Y soñaba con llevarle en los días claros a la orilla del mar, a darle allí el pecho frente al pecho palpitante de la nodriza de la tierra, uniendo su canto al eterno canto de cuna que tantos dolores del trabajado linaje humano adormeciera.

¿Cómo se encontró casada con aquel hombre? Ni ella lo sabía. Cosa de su familia, de su padre, que tenía negocios oscuros con el que fue luego su marido. Sospechaba algo pavoroso, pero en que no quería entrar. Recordaba que un día, después de varios en que su madre tuvo de continuo enrojecidos los ojos por el llanto, la llamó su padre al cuarto de las solemnidades y le dijo:

—Mira, hija mía, mi salvación, la salvación de la familia toda, depende de ti. Sin un sacrificio tuyo, no sólo la ruina completa, sino además la deshonra.

—Mándeme, padre —respondió ella.

—Es menester que te cases con Anastasio, mi socio.

La pobre, temblando de los talones a la nuca, se calló, y su padre, tomando su silencio por un otorgamiento, añadió:

—Gracias, hija, gracias; no esperaba yo otra cosa de ti. Sí, este sacrificio...

—¿Sacrificio? —dijo ella por decir algo.

—¡Oh, sí, hija mía; no le conoces, no le conoces como yo!...

(El espejo de la muerte, 1913)

Artemio, heautontimoroumenos

El veneno de la víbora, ¿lo es para ella misma? Es decir, si una víbora se picase a sí misma, ¿se envenenaría? Es indudable que hay secreciones externas que si se vierten en el organismo mismo que las segrega, le dañan y hasta le envenenan. Y basta sólo para que le emponzoñen el que no puedan ser vertidas afuera. Hay humores que, retenidos, atosigan a quien los retiene. ¿No ocurrirá algo así con la envidia? ¿No cabrá que un hombre llegue a envidiarse a sí mismo, o una parte de él, uno de sus yos, a otra de sus partes, o a su otro yo? ¿No podrá un hombre emponzoñarse mordiéndose a sí mismo, en un ataque de rabia, a falta de otro hombre a mano en quien poder ensañarse desahogando su mordaz rabia?

Estas terribles cuestiones nos planteábamos escarbando en los más bajos fondo del alma, debajo de su légamo, cuando conocimos, en las lóbregas postrimerías de su vida, al pobre Artemio A. Silva, un vencido. Decíannos que era un fracasado, un raté, y acabamos por descubrir que era un auto-envidioso.

Artemio A. Silva se lanzó a su vida pública, a su carrera social, llevando en sí, como todo hijo de hombre y mujer, por lo menos dos yos, acaso más, pero reunidos en torno de estos dos que los acaudillaban. Llevaba su ángel bueno y su ángel malo, o, como habría dicho Pascal, su ángel y su bestia. Eran como el doctor Jekyll y el Mr. Hyde del maravilloso relato de Stevenson, relato que nadie que quiera saber algo de los abismos del alma humana, debe ignorar.

El un yo de Artemio A. Silva, el que podríamos llamar más externo o público, el más cínico, era un yo sin escrúpulos, arribista o eficacista; su mira, lo que en el siglo se llama medrar y triunfar y fuera como fuese. Su divisa, la del eficacismo, esto es, que el fin justifica los medios. Y su fin, gozar de la vida, lo que se llama así.

Pero por más dentro tenía Artemio A. Silva otro yo, que diríamos más interno, un yo privado, un yo hipócrita, lleno de escrúpulos y con la preocupación moral. Era el yo del mandamiento moral; era la fuente del remordimiento. Y era su yo pesimista, así como el otro era el optimista. Artemio le llamaba a ese yo su conciencia, como si el otro también no lo fuera.

Las luchas íntimas de Artemio eran entre su hombre de eficacia y su hombre de moralidad, entre el egoísta y el deísta. Cuando se iba a meter en una acción de esas que los puros políticos —la pura política es la suprema impureza moral— llaman eficaces, de esas en que todo se pospone a la consecución del llamado triunfo, del inmediato, su yo cínico le empujaba a los actos más implacables y a las convenciones y los conchabamientos más perversos; pero su otro yo, el que llamaremos hipócrita le retenía. Y su acción era siempre incierta y vacilante. Y concluía por encerrarse y decirse a sí mismo: «¡Soy imposible!, ¡jamás llegaré a ser nada en este mundo!, ¡estos escrúpulos de monja!... ¡estos remordimientos!... ¿Y para qué me sirve ser honrado, si nadie me lo ha de agradecer?, ¿para qué si he de morir, de seguir así, pobre y despreciado?». Por donde se ve que ninguno de sus dos y os, ni su ángel ni su demonio, habían vencido, sino que, en rigor, ambos eran vencidos, cada uno del otro, y vencedor ninguno.

Si el demonio de Artemio —o el Artemio demonio— hubiese vencido al ángel de Artemio —o al Artemio ángel-, habríase dado a medrar y a gozar de la vida del siglo y del encanto del poder y de la fortuna sin rastro alguno de remordimiento; y si, por el contrario, hubiese en él vencido el ángel, habríase contentado con la satisfacción de su propia virtud, con el sentimiento de su propia humanidad vencedora. Pero no le ocurrió ni lo uno ni lo otro, y acabó Artemio siendo mucho peor que un pícaro redomado, mucho peor que uno de esos bandoleros de alto copete que han dejado la conciencia moral al borde del camino, y campan y medran a sus anchas en el rodeo del mundo del siglo, sin dársele de otra cosa, y menos de lo eterno, un ardite. Acabó Artemio odiándose a sí mismo y despreciándose. Y este odio y este desprecio, eran en mucha parte, envidia. El que empezó siendo el ángel de Artemio, concluyó odiando a su demonio y siendo, por lo tanto, tan malo como él; y el que empezó siendo su demonio, concluyó despreciando al otro.

El escondido yo moral de Artemio admiraba ocultamente —pues quería ocultárselo a sí mismo— a su yo eficacista o inmoral. En los diálogos que Artemio mantenía entre sus dos yos, el angélico decíale al demoníaco: «¡Si yo hubiera podido ser como tú!, ¡si yo hubiera tenido para hacer el bien la osadía que tuviste tú para buscar tu provecho!, ¡si yo hubiera tenido tu coraje!». Y el yo demoníaco le respondía: «¡El caso es, mellizo mío, que con tus eternos reproches no me has dejado ser como debí haber sido, no me has dejado ser como debí haber sido, no me has dejado cumplir mi provecho, y tampoco has hecho el tuyo, cobarde, cobarde!». Y luego el yo exangélico de Artemio tenía que callarse, porque había buscado su provecho moral, y la moralidad no es provecho; había querido un premio para su virtud, y no supo que el premio es la virtud. Y es que el ángel de Artemio había sido corrompido por el fracaso de su demonio.

El pobre Artemio, cuando le conocimos, no se consolaba del fracaso de sus ambiciones mundanas, de no haber hecho una carrera brillante, según el siglo; pero tampoco estaba satisfecho de la aparente austeridad y limpieza de su vida. «No tuvo valor para ser malo» —se decían de él las gentes. Y él lo sabía.

No conocimos en Renada alma más complicada y torturada que la del pobre Artemio A. Silva, un nuevo heautontimoroumenos, el que se atormentaba a sí mismo. Y si Dios nos da salud, humor y tiempo, hemos de contar detalladamente su historia, haciendo que hablen solamente los hechos. Artemio era, en rigor, un envidioso de sí mismo. Porque cuando se revolvía alguno que hubiese medrado en el siglo, decíase: «¡Así pude haber sido yo si no me hubiesen contenido este maldito ángel, preocupado de la justicia y del deber!». Y cuando se revolvía contra alguno que mantuviese la entereza de un corazón recto y justo y, con ella, el respeto de los mejores, decíase Artemio: «¡Así pude haber sido yo si no me hubiese empujado, y sin eficacia, este maldito demonio, que jamás pensó más que en su provecho». Y así Artemio, al envidiar al que medraba y triunfaba —lo que así llaman los eficacistas o arribistas— su medro y triunfo, y al envidiar al que se mantenía entero y respetado su entereza y respeto, no hacía sino envidiarse de sí mismo. Ninguno de sus dos yos consiguió dominar del todo al otro, y acabaron por fundirse en un solo yo, en que lo angélico se perdió en lo demoníaco. Fue cobarde para el bien y cobarde para el mal. La lucha entre su ambición y su orgullo se resolvió en la destrucción de ambos, uno por otro.

Como ve el lector, le damos aquí al orgullo un papel angélico. Nos queda por explicar cómo fue por orgullo por lo que los ángeles buenos permanecieron fieles al Señor. Porque el orgullo es el respeto a Dios, a quien se lleva dentro, y la resolución de no venderlo al mundo.

(Nuevo Mundo, Madrid, 29-III-1918)

Robleda, el actor

Aquel actor, Octavio Robleda, desconcertaba al público. No había podido aprendérselo. En cada nuevo papel se esperaba una sorpresa de su parte. «Llena la escena —había escrito un crítico-. Y, sin embargo, parece que está ausente de ella, que está fuera del teatro». Veíasele —en efecto— profundamente absorto en los personajes que representaba y se adivinaba, sin embargo, que allí quedaba otro, que él, Octavio Robleda, representa entre tanto otra tragedia más profunda. Cuando hacía La vida es sueño, de Calderón, sentíase que la iba creando y que él, Octavio Robleda, soñaba a Segismundo.

Los autores gustaban poco de Octavio. Decían, y no les faltaba razón en ello, que sin quitar ni poner una palabra de lo que ellos, los autores, habían escrito, Octavio les cambiaba el personaje y le hacía ser otro que el por ellos concebido. Y que luego de creado un sujeto así, de escena, por Octavio, no había ningún otro actor que se atreviese a representarlo. Porque Octavio hacía llorar con personajes que el autor concibió cómicos y hacía reír con los que concibió trágicos.

De su vida privada no se sabía casi nada. Vivía solo y solitario, sin amigos, y en las horas que no pasaba en el teatro era casi imposible el poderle ver. En sus temporadas de descanso, de vacaciones, íbase a una casita de un pueblecillo de sierra y se pasaba casi todo el día en un bosque, lejos de toda sociedad humana, estudiando las costumbres de los insectos. Y cuando le preguntaban por qué no estudiaba a los hombres, respondía: «¿Y para qué? No somos nosotros, los actores, los que imitamos y representamos sus gestos, sus acciones y sus palabras, sino que son ellos los que nos imitan. Es el teatro el que hace la vida. ¡Y estoy harto de teatro!».

—¿Y de vida por lo tanto? —le dije una vez que se lo oí.

—¡Y de vida, sí! —me respondió Octavio.

No sé cómo, pero llegamos a intimar, y aquel hombre tosco y huraño, insociable, llegó a confiarme parte del secreto de su vida. No lo esencial de él, pero si lo formal de ese secreto.

—Vivo torturado —me dijo— por el horror a la exhibición. Me molesta ser el blanco de las miradas de tanta gente y quisiera poder hacerme invisible, hundirme bajo la tierra. Mi mayor preocupación cuando salgo a escena, es que el público me vea a mí, a Octavio Robleda, que sepan que estoy allí yo y por eso pongo tanto cuidado en caracterizarme de modo que mi propia personalidad se borre.

—Y por eso —le dije-, por ese empeño se le ve siempre a usted. Ahora me explico lo que le ocurre al público con usted y esa indefinible sensación de desasosiego y de desconcierto que usted provoca en él. Y es que sentimos bajo la tragedia que usted representa la otra tragedia...

—Que también represento... —me interrumpió con tristeza.

—La tragedia de una personalidad que quiere borrarse, anularse, y no lo consigue.

—No —exclamó-, no es que quiera anularme; es que no quiero darme en espectáculo; es que no quiero que me vean; es que no quiero que sepan que yo, que Octavio Robleda está allí; es que me quiero para mí y nada más que para mí. Y cuando voy por la calle sufro, sufro lo indecible. Quisiera pasar inadvertido, que no sepan que soy yo. Cada vez que se me quedan mirando, que miran a Octavio, al actor favorito, sufro. Ya desde pequeñito desde niño, me producía una gran intranquilidad el que los demás repararan en mi presencia. Habría querido ser invisible.

—¡Y, sin embargo, escogió usted esa profesión, la de exhibirse!

—Primero, no la escogí. Fue el azar de la suerte. Soy hijo de actores; puedo decir que nací en el teatro y en él me crie. Y luego si la acepté fue precisamente buscando borrarme, desaparecer en los personajes que representara y que nadie me viera ni me mirara sino a ellos. Habría querido no tener nombre ni estado civil y que el público no supiese quién era el que hacía el papel...

—¡Ahora me explico el aire de suprema angustia con que sale usted a saludar al público cuando le aclama!

—Sí; me molestan los aplausos porque son a mí. Que aplaudan a Hamlet, o a Segismundo, o a don Juan, o a Juan Gabriel, o a don Álvaro, ¿pero a mí? ¿Para qué me hacen salir a saludarles? ¿Por qué no me dejan en paz? Si yo he querido morirme en esas criaturas de ficción, sepultarme en ellas, ocultarme, ¿por qué me buscan? ¿Por qué buscan a Octavio Robleda? Y mi nativa timidez padece. Porque yo sé cómo debe presentarse Hamlet, o Segismundo, o don Juan, o don Álvaro, que son hombres de exhibición, de espectáculo, de representación, ¿pero yo? Yo no sé cómo presentarme. Y tiemblo siempre de hacer el ridículo. Nada me repugna más que el histrión. ¡Que me dejen solo!

—Es extraño... —murmuré.

—¡Odio el teatro!; le odio con toda el alma. Me he refugiado en el teatro del arte, en el tablado de la escena, huyendo del otro teatro, del más grande. En cualquier otra profesión que hubiese adoptado, a no ser pastor de la sierra o cartujo, habría tenido un público que acudiese a mí, a Octavio Robleda, y creí que en ésta de actor lograría escapar a las miradas de las gentes. ¡Quise poner a Hamlet, a Segismundo, a don Álvaro, a tantos otros entre las gentes, entre el mundo y yo, cubrirme y encubrirme con ellos y no lo consigo! ¿Qué les importo yo? ¿Qué me importo yo a mí mismo?

—¡Por eso le culpan a usted de soberbio!

—¿Soberbio? ¿Soberbio yo? Toda mi aparente soberbia no es más que un broquel para ocultar mi timidez, mi nativa e incurable timidez. Por timidez me aventuro a las tablas. Es el horror a que se me vea, a que reparen en mí, a que me miren a la mirada y me roben así el secreto de mi soledad, es eso lo que me hace meterme en los personajes que represento. ¡Y no me sirve, siempre están buscando a Octavio Robleda! ¡Siempre van a ver a Octavio Robleda! Y yo no quiero que me vean, yo no quiero que me miren; no quiero que sepan que existo. Si es que existo...

Dijo esto último con un tono que me infundió frío en el tuétano de los huesos. Y empecé a columbrar el fondo del secreto de la soledad de Octavio Robleda.

(Caras y Caretas, Buenos Aires, 4-XII-1900)

La sombra sin cuerpo

Fragmento de una novela en preparación

El misterio fiel suicidio de mi padre me atormentaba, como os he dicho, de continuo. En él se encerraba para mí el misterio de mi propia vida y hasta de mi existencia. «¿Por qué y para qué había venido yo al mundo?». Tal era la pregunta que me dirigía a mí mismo de continuo. Y si no acabé con mi vida, si no me la quité a propia mano armada, fue porque esperaba arrancar de mi madre, a escondidas del otro, la solución del misterio de mi vida.

Habríame, en efecto, juzgado y sentenciado a mí mismo y ejecutado luego por mí propio la sentencia, haciendo así de reo, juez y verdugo, si hubiera podido procesarme. Pero mi proceso tenía que empezar por la inquisición del suicidio de mi padre, que habría de ser el que justificase el mío. Y no había manera de arrancar una palabra a mi pobre madre sometida al otro que había hecho desaparecer de casa todo rastro que pudiese recordar a su antiguo dueño.

Por este tiempo vino a dar a mis manos aquella estupenda novelita de Adalberto Chamisso que se llama La maravillosa historia de Pedro Schlemihl o sea el hombre sin sombra, el hombre a quien le quita su sombra, a cambio de la bolsa de Fortunato, el hombre del traje gris o sea el Diablo. El pobre Schlemilh, como se sabe, de nada le sirvió su bolsa pues que todos huían de él al verle sin sombra y tenía que huir de la luz, de lo que se aprovechó el diablo para proponerle la devolución de la sombra por el alma, a cambio de ésta, trato que rechazó Schlemihl con todo lo que en la maravillosa novelita de Chamisso se sigue.

La lectura de esta obra verdaderamente clásica me produjo una impresión inexplicable. Pero lo que me preocupaba no era la muerte de Pedro Schlemihl, sino la de su sombra. Cuando este desgraciado aceptó el primer trato con el hombre del traje gris, éste se arrodilló ante él y con maravillosa destreza le arrancó su sombra, de la cabeza a los pies, de la yerba, la levantó, la arrolló y plegó y se la guardó. Y yo me preguntaba qué es lo que hizo después con esa sombra. Di en pensar que no se la guardó en el bolsillo esperando a que Schlemihl, al sentir las consecuencias de tener que vivir sin ella, volviera a pedirle deshacer el trato, ofreciendo devolverle la bolsa, y entonces le propusiera comprarle el alma, sino que el Diablo soltó la sombra a que fuese a errar por el mundo. Y me imaginaba que si encontramos a un hombre sin sombra nos ha de producir no ya extrañeza, como a los condenados del Purgatorio del Dante les causaba verle a éste con ella, sino espanto, verdadero espanto, mucho más habría de producirnos encontrarnos en los caminos de la vida con la sombra de un hombre sin su cuerpo. En la novelita misma de Chamisso hay un pasaje en que Schlemihl se encuentra con la sombra de un hombre invisible y lucha con éste para quitársela, pero no es lo mismo esto que lo que yo me imaginaba.

Figurábame ver venir por carreteras, calles y plazas la sombra misteriosa, ya alargada, luego del alba y al ocaso, ya recogida, al mediodía, ver que se prolongaba de ella un brazo o que se recogía, verla elevarse por un muro, cruzarse con otras sombras, pero de objetos inanimados... Porque hasta los animales habrían de huir de ella llenos de espanto. Figurábame que hasta la más intrépida fiera huiría aterrada al ver acercarse a ella la sombra de un hombre sin hombre. Como si de pronto nos, sobrecogiera la sombra de una nube sin nube visible en el cielo sino éste sereno y radiante de plenitud de azul. Y me imaginaba una escena trágica y es que en una calle se encontraran, a pleno sol, un ciego que avanzaba a tientas por ella y la sombra humana sin cuerpo y los espectadores esperaran aterrados el encuentro de sus dos sombras, y que éstas se mezclaran y confundieran y el ciego pasase sin haber sentido nada.

Y pensaba que las gentes se preguntarían si era, en efecto, de hombre la sombra, si era una sombra humana, y se pondrían —¡desde lejos, claro!— a estudiarla y luego a estudiar sus propias sombras y a ver si así determinaban cómo sería el hombre invisible que proyectaba aquella sombra. Sin que faltasen pedantes que quisieran aplicar al estudio de aquel pavoroso misterio la geometría proyectiva.

Y luego di en pensar que la sombra de Pedro Schlemihl recorriera el mundo en busca de su cuerpo, del cuerpo de Schlemihl, y éste lo recorriera a su vez en busca de aquélla. Y acabé por pensar si no somos todos sombras a la busca de sus cuerpos y si no hay otro mundo en que nuestros cuerpos nos están buscando. Y entonces di en pensar que aquella comezón del suicidio que me atormentaba no era sino el deseo de encontrar a mi padre, que era el cuerpo de que era yo la sombra.

Pero entonces se me ocurrió que como el mundo en que vivía mi padre era un mundo todo él de sombra, un mundo que no era más que sombra, dejaría de ser yo en él lo que era, una sombra, y no encontraría a nadie. Porque, ¿cómo va a encontrar nada el que se vuelve nada? En aquellos días no salía de casa y aun en ésta huía de la luz. Me aterraba la idea de poder ver mi propia sombra, sombra de sombra. Una tarde en que, sin poder evitarlo, vi la sombra de mi cabeza proyectada en la pared, de donde el otro había quitado un retrato de mi padre, creía que se me vaciaba la cabeza. Y entonces supe lo que es el terror en las raíces del alma.

(Caras y caretas, Buenos Aires, 16-VII-1921)

Fábulas, sátiras, fantasías, cuentos humorísticos, caricaturas

El desquite

Después de cavilar muy poco he rechazado el uso que emplea la voz galicana revancha, y me atengo al abuso, quiero decir, al purismo que nos manda decir desquite. Que nadie me lo tenga en cuenta.

Esto del desquite es de una actualidad feroz, ahora que todos estamos picados de internacionalismo belicoso.

* * *

Luis era el gallito de la calle y el chico más roncoso del barrio, ninguno de su igual le había podido, y él a todos había zurrado la badana. Desde que dominó a Guillermo no había quien le aguantara. Se pasaba el día cacareando y agitando la cresta: si había partida, la acaudillaba; se divertía en asustar a las chicas del barrio por molestar a los hermanos de éstas, se metía en todas partes, y a callar todo Cristo, ¡a callar se ha dicho!

¡Que se descuidara uno!

—¡Si no te callas te inflo los papos de un revés!...

¡Era un mandarín, un verdadero mandarín! Y como pesado, ¡vaya si era pesado! Al pobre Enrique, a Enrique el tonto, no hacía más que darle papuchadas, y vez hubo en que se empeñó en hacerle comer greda y beber tinta.

¡Le tenían una rabia los de la calle!

Guillermo, desde la última felpa, callaba y le dejaba soltar cucurrucús y roncas, esperando ocasión y diciéndose: «Ya caerá ese roncoso».

A éste, los del barrio, aburridos del gallo, le hacían «chápale, chápale», yéndole y viniéndole con recaditos a la oreja.

—Dice que le tienes miedo.

—¿Yo?

—¡Dice que te puede!

—¡Dice que cómo rebolincha!...

—¡Sí, las ganas!

Se encontraron en el campo una mañana tibia de primavera; había llovido de noche y estaba mojado el suelo. A los dos, Luis y Guillermo, les retozaba la savia en el cuerpo, los brazos les bailaban, y los corazones a sus acompañantes que barruntaban morradeo.

Sobre si fue el uno o fue el otro quien derribó un cochorro de una pedrada, tuvieron palabras.

El cochorro estaba en el suelo, panza arriba suplicando paz con el pataleo de sus seis patitas, esperando a que por él y junto a él se decidiera la hegemonía del barrio.

—¡Sí!... ¡Tú, tú echar roncas nada más no sabes!...

—¿Roncas? ¿Roncas yo? ¡Si te doy uno!

Hacía que se iba con desdén digno, y volvía.

—¡Calla y no me provoques!

—¡Ahí va!, provoques —exclamó uno de los mirones— provoques..., provoques... ¡Qué farolín, para que se le diga que sabe!

Los circunstantes les azuzaban.

—¡Anda, pégale!

—¡Chápale a ése!

—¿Le tienes miedo?

—¿Miedo yo?

—¡Mójale la oreja!

—¡Tírale saliva!

—¡Llámale aburrido!

—¡Provócale, anda, provócale!

Todos soltaron el trapo a reír al oír esto. Luis se puso como un tomate, y se acercó a imponer correctivo al burlón.

—¡Déjale quieto! —le gritó Guillermo.

—¡Y a ti también si chillas mucho!

—¿A mí?

Luis le dio un empellón, se lo devolvió Guillermo, siguió un moquete y se armó la gresca. Los mirones les animaban y saltaban de gusto. Uno de éstos se puso a rezar por Guillermo.

—Ojalá gane Guillermo. Ojalá amén... Ojalá gane... Ojalá gane...

Se separaban para dar vuelo al brazo y descargarlo con más brío. Al principio llevaban la mano a la parte herida y tomaban tiempo para devolver el golpe; después menudeaban los embistes sin darse reposo.

—Ojalá gane... Ojalá gane... Ojalá gane...

—¡Échale la zancadilla!

Cayeron al fin al suelo mojado, Luis debajo, y al caer aplastaron al cochorro que imploraba piedad con sus patitas. Guillermo sujetó con sus rodillas los brazos del enemigo, y mientras éste forcejeaba, el otro, resudado, rojo de faz, irradiando alegría, feroz los ojos, le decía entre resoplidos:

—¿Te rindes?

—¡No!

—¿Te rindes?

—¡No!

Otro puñetazo más, y así siguió hasta que le hizo sangrar por las muelas.

En aquel momento uno de los mirones exclamó:

—¡Agua..., agua..., agua!

Era que venía el alguacil, el muy pillo cautelosamente, haciéndose el distraído, como tigre de caza. Al verle abandonaron todos el campo echando a correr. Y el alguacil, al escapársele la presa, les amenazaba desde lejos con el bastón.

Entraron en la calle, el vencedor rodeado de los testigos de su triunfo y sin hacer caso a Eugenio, que le repetía:

—¡He rezado por ti! ¡He rezado por ti!

Poco después entró el vencido sangrando por la boca, embarrado, hosco y murmurando:

—¡Ya caerá! ¡Ya caerá!

¡Qué corte rodeó desde aquel día a Guillermo!

En la calle bailaban todos de contento; ya no temían al roncoso, ya podían decirle:

—Te ha podido Guillermo.

Quien más atenciones prodigó a éste fue Eugenio.

El cual tenía un hondísimo sentimiento de la dignidad humana. Si le pegaban 6, 15 o 21 golpes, él devolvía 7, 16 o 22; cuando el maestro le administraba una azotina, contaba él los zurriagazos, y si éstos eran n, después, en desquite, tenía que tocar el faldón de la levita del maestro n + 1 veces. Siempre quedaba encima.

Luis no volvió a abrir el pico, pero no cerró noche ni abrió día sin que murmurara:

—¡Ya caerá! ¡Ya caerá!

¡Ardoroso alimento de su augusta majestad caída!

* * *

«¡Valiente chiquillería! ¡Mira con qué nos sale!».

¿Dice esto el lector?

¡Bien!, pues ahí está el origen del sentimiento de justicia, porque nació ésta del desquite. Toda la monserga de la vindicta social se reduce a la revancha social, ni tilde más, ni tilde menos. ¿Me pega? ¡Le pego, y en paz!

¡Vaya una paz!

Los pueblos pasaron de la venganza al castigo. Esta es una pura reacción, como el estornudo. Entra un granillo de polvo en la mucosa..., la laringe castiga al granillo estornudando.

Cuando veo a dos rapaces darse de mojicones en la calle, me digo:

«Ésa es la educación social, y lo demás pamplinas. Así, libre y al aire libre, cada uno aprende, así, que, frente a su voluntad, hay otras voluntades, y que no hay otro remedio que imponerse o someterse a ellas, o concertarse todos a escapar bajo el ojo del alguacil».

Todavía nos ha de enseñar grandes cosas el: «¡Ya caerás!» internacional, que sale de lo hondo del pecho herido.

Pero ¡ojo, mucho ojo!, no hay que perder de vista al alguacil, que avanza cautelosamente, como tigre de caza, que desde lejos amenaza con el bastón y puede aguarnos la fiesta.

(El Nervión, Bilbao, 7-IX-1891)

¡Cosas de franceses!

(Un cuento disparatado)

Es cosa sabida que nuestros vecinos los franceses son incorregibles cuando en nosotros se ocupan, pues lo mismo es en ellos meterse a hablar de España que meter la pata.

A las innumerables pruebas de este aserto añada el lector el siguiente cuento que da un francés por muy característico de las cosas de España, y que, traducido al pie de la letra, dice así:

Don Pérez era un hidalgo castellano dedicado en cuerpo y alma a la ciencia, y a quien tenían por modestísimo sus compatriotas.

Pasábase las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio, enfrascado en el estudio de un importante problema de química, que para provecho y gloria de su España con honra había de conducirle al descubrimiento de un nuevo explosivo que dejara inservibles cuantos hasta hoy se han inventado.

El lector que se figure que nuestro don Pérez no salía del laboratorio manipulando en él retortas, alambiques, reactivos, crisoles y precipitados dará muestras de no conocer las cosas de España.

Un hidalgo español no puede descender a manejos de droguería y entender de tan rastrero modo la excelsitud de la ciencia, que por algo ha sido España plantel de teólogos.

Don Pérez se pasaba las horas muertas, como dicen los españoles, delante de un encerado devanándose los sesos y trazando fórmulas y más fórmulas para dar con la deseada. De ningún modo quería manchar sus investigaciones con las impurezas de la realidad; recordaba el paso aquel en que los villanos galeotes apedrearon a don Quijote y no quería que hicieran lo mismo con él los hechos. Dejaba a los Sanchos Panzas de la ciencia el mandil y el laboratorio, reservándose la exploración de la sima de Montesinos.

Quede el proceder por tanteos para los que viven en tinieblas y no han nacido, como la inmensa mayoría de los españoles, en posesión de la verdad absoluta o la han dejado perder por su soberbia.

Al cabo de tanta brega dio don Pérez con la deseada fórmula, y el día en que ésta se hizo pública fue de regocijo en toda España. Hubo colgaduras, cohetes, gigantones y, sobre todo, combates de toros. Las charangas alegraban las calles de las ciudades tocando el himno de Riego.

Las Cortes decretaron coronar de laurel en el Capitolio de Madrid a don Pérez, así que hiciera volar el Peñón de Gibraltar con todos sus ingleses, o cuando menos la gran montaña del Retiro, de Madrid.

Adornando las paredes de zapaterías y barberías de los pueblos y en no pocos hogares aparecía entre números de La Lidia el retrato de don Pérez, junto al de Ruiz Zorrilla unas veces y al del pretendiente don Carlos otras. A un nuevo aguardiente anisado le bautizaron con el nombre de «Anisado explosivo Pérez».

No faltaron, sin embargo, Sanchos y socarrones bachilleres que trataban de echar jarros de agua fría al popular entusiasmo, pero desde que aparecieron en los periódicos escritos del eminente geómetra don López y del no menos eminente teólogo don Rodríguez, rompiendo lanzas a favor del nuevo explosivo Pérez, los descontentos se redujeron al silencio público y a la lima sorda.

Llegó el día de la prueba. Todo estaba dispuesto para hacer volar una colinilla, situada en las llanuras de la Mancha, y no faltaron animosos creyentes que se comprometieron a dar fuego a la mecha en compañía de don Pérez.

Cuando la mecha empezó a arder, un formidable «¡olé!, ¡olé!» de la multitud, que desde lejos contemplaba la prueba, y algunos palidecieron.

Y cuando el fuego llegó al explosivo, se oyó un ruido semejante a un trueno, se levantó una gran polvareda, y al disiparse ésta apareció la figura de don Pérez radiante de esplendor. La multitud le aclamó frenética, dio vivas a su madre y a su gracia, y le llevaron en brazos como sacan a don Frascuelo de la plaza cuando mata un toro según las reglas de la metafísica tauromáquica. Y por todas partes no se oía más que: ¡Olé! ¡Viva España con honra!

Los periódicos hicieron su agosto.

Unos aseguraban que el cerro se había hecho polvo, otros mostraban cicatrices de golpes que recibieron de los pedazos en que se deshizo; pero algunos días después se aseguraba que unos pastores habían visto al cerro en el mismo sitio que antes, y cuando se confirmó esta noticia se levantó la gran polvareda de indignación popular.

Era imposible el caso; el cerro tenía que haber volado, porque eran infalibles las fórmulas del encerado de don Pérez.

Era una mano aleve que había mojado el explosivo, la mano de un maligno encantador enemigo de don Pérez y envidioso de su fama.

Este encantador, sucediendo el caso en España ya se sabe cuál tenía que ser: el Gobierno.

La opinión pública se pronunció contra éste en los cafés y las tertulias, y los periódicos hicieron resaltar la desatentada conducta del maligno encantador, que se empeñaba en vivir divorciado de la opinión pública, tan perita en química como es en España, sobre todo después de ilustrada por el eminente geómetra don López y el no menos eminente teólogo don Rodríguez.

En aquella campaña se recordó a Colón, a Cisneros, a Miguel Servet, a los tercios de Flandes, el Salado, Lepanto, Otumba y Wad-Ras; los teólogos de Trento y el valor de la infantería española, que con él hizo vana la ciencia del gran capitán del siglo. Con tal motivo se insistió una vez más en la falta de patriotismo de aquellos que no querían más que lo extranjero, habiendo mejor en casa, y se recordó al pobre don Fernández, arrinconado y desconocido en su ingrata patria, y celebradísimo fuera de ella; el pobre don Fernández, cuyos libros en España tenían que tomarlos las corporaciones mientras eran traducidos a todos los idiomas cultos, inclusos el japonés y el bajo bretón.

El pobre don Pérez, perseguido por follones malandrines, trató de vindicar la honra de España, y como se proponía demostrar la eficacia del explosivo, con el que había de volar a Gibraltar y desenmascarar al Gobierno, le presentaron candidato a la diputación a Cortes. Las Cortes son la academia en que se reúnen a discutir todos los sabios de España, asamblea que, siguiendo las gloriosas tradiciones de los Concilios de Toledo, hace a pluma y a pelo, ya de Congreso político, ya de Concilio en que se dilucidan problemas teológicos, como sucedió allá por el 69.

En cuanto los admiradores de don Pérez presentaron su candidatura, el eminente toreador don Señorito, viviente ejemplo del consorcio de las armas con las letras, sintió arder su sangre, y al salir de un combate de toros en que arrebató al público estoqueando seis colombinos con la más castiza filosofía, se fue a un mitin y volvió a arrebatarle con un discurso en favor de la candidatura de don Pérez.

Sólo en la pintoresca España se ven cosas semejantes. Después de brindar por la patria desplegó don Señorito el trapo, dio un pase a España con honra, otro de pecho a Gibraltar y sus ingleses, uno de mérito a don Pérez, sostuvo una lucidísima brega, aunque algo bailada, acerca de la importancia y carácter de la química, y, por fin, remató la suerte dando al Gobierno una estocada hasta los gavilanes.

El público gritaba ¡ole tu salero!, y pedía que dieran al tribuno la oreja del bicho, uniendo en sus Víctores los nombres de don Pérez y don Señorito.

Allí estaban también el gran organizador de las ovaciones, el Barnum español, el popularísimo empresario don Carrascal, que se proponía llevar en una tournée por España al sabio don Pérez, como se había llevado ya al gran poeta nacional.

El buen don Pérez se dejaba hacer, traído y llevado por sus admiradores, sin saber en qué había de acabar todo aquello.

Pero ni la elocuencia tribunicia del toreador don Señorito, ni la actividad del popularísimo don Carrascal, ni la protección del gran político don Encinas movieron al Gobierno español, que siguió comiendo el turrón a dos carrillos y sordo a las voces del pueblo, según es su costumbre.

¡Y todavía sigue en pie el Peñón de Gibraltar con sus ingleses!

* * *

Convengamos en que sólo un francés es capaz, después de ensartar tal cúmulo de disparates, sobre todo el de presentarnos un torero de tribuno en favor de la candidatura a diputado de un sabio; sólo un francés, decimos es capaz de dar tal cuento como característico de las cosas de España. ¡Cosas de franceses!

Pero señor, ¿cuándo aprenderán a conocernos nuestros vecinos, por lo menos tanto como nosotros nos conocemos?

(El Nervión, Bilbao, 28-II-1893)

El gran Duque-Pastor

Narraciones siderianas

Era gran día en «El Arca», de Sideria. Se celebraba la gran fiesta apocalíptica, el cumplimiento de abracadabrantes profecías.

Se trataba nada menos que de coronar al gran duque de Monchinia, al ínclito don Tiberio.

Conviene que sepa el lector que la ciudad ducal de Sideria pertenecía al antiquísimo país monchino, cuyos orígenes se difuminaban en el misterio de las edades genesíacas. Una venerable leyenda enseñaba que los monchinos eran autóctonos o indígenas, es decir, nacidos de su misma tierra, y que un Deucalion monchino los había producido, convirtiendo los robles en hombres, que resultaron recios y duros como robles.

Mas dejando el campo encantado de la leyenda, la historia presentaba a los monchinos en remotísimas edades trabajando sus campos, comiéndose en paz y gracia de Dios su pan y gozando de sabias leyes.

Se habían puesto desde muy antiguo al amparo de los grandes duques de Monchinia, y cuando moría cada uno de éstos iba su sucesor a rendir acatamiento a las sabias leyes de los monchinos a un islote, situado dos leguas mar adentro. Después que el gran duque ofrecía sacrificios en el altar de la ley monchinesca y mientras el vapor de aquellos subía al cielo, las aclamaciones del pueblo se mezclaban al bramido del mar.

Pero, ¡ay!, hacía ya algún tiempo un desaforado terremoto había conmovido a Monchinia y el mar, sacudido en su asiento, se había tragado al islote y con él al altar de la ley y al gran duque, que estaba a su pie implorando clemencia al cielo.

* * *

Hacía ya tiempo que Monchinia toda dirigía de cuando en cuando miradas tristes al punto del mar en que se alzaba un día el islote, cuando los socios de «El Arca» de Sideria resolvieron hacer la felicidad de los pobres filisteos y ramplones burgueses de Monchinia coronando gran duque a don Tiberio, elevando «El Arca» a islote de la Ley y encendiendo en ella el altar de los sacrificios.

Don Tiberio era un gran ganadero. En el trato con el ganado había adquirido singularísimas dotes de gobierno y extraordinaria energía. Los pobres de espíritu de Monchinia, murmurando de él, decían que, de haber nacido hijo de alguno de sus muleros, nunca habría pasado de mulero... y gracias, y aunque es cierto que no le faltaban condiciones ni lengua para tal, no es menos cierto que tales murmuraciones eran espumarajos de impotente envidia.

Don Tiberio sintió que el dilatado pecho se le henchía como gigantesco fuelle al sentir en sus sienes el cosquilleo precursor del peso dulce de la ducal corona; se fue a ver sus graneros atestados de cebada para el ganado y sus campos henchidos de verde heno, y sonriendo modestamente, exclamó en su corazón:

—Señor, haz de mí lo que te plazca, y pues lo quieres, sea.

Los socios de «El Arca» estaban fuera de sí de regocijo. Iban a dar el gran golpe apocalíptico; iban a dejar turulatos a los infelices filisteos, no sólo de Sideria sino de toda Monchinia; iban a matar de una vez al monstruo de la ramplonería burguesa, iban a enseñar al mundo lo que es el mundo.

Los pobres monchinios se resistieron en un principio, desconociendo sus intereses. Víctimas de ridículas preocupaciones, los unos creían incompatible la dignidad de gran duque con el oficio de ganadero, sin comprender, ¡incautos!, que es ésta la mejor escuela para aquélla; los otros aducían nimios escrúpulos fundados en el funestísimo prejuicio de la herencia de las supremas dignidades, como si no fuera hijo de sus obras todo hijo de vecino, y otros, por fin, los pusilánimes, temían se encendiera el país en cruenta guerra civil y germinaran bandos sosteniendo cada cual su pretendiente a gran duque. Pero si esto último se verificara, ¿durará la reyerta más que la vida del heno,


a la mañana verde seco a la tarde?
 

¿Quién tan generoso en su opulencia como don Tiberio y dispuesto como él a conceder cebada y heno a todo pasto al pueblo monchino, hambriento de libertad y de reposo?

Don Tiberio alfombró de heno las calles de Sideria y sembró los campos con la cebada de sus graneros. Así poco a poco fueron entrando en razón los monchinos y todo estuvo maduro para celebrar en «El Arca» la apocalíptica fiesta de la coronación del gran duque a favor de don Tiberio.

* * *

¡Qué fiesta! ¡Qué esplendor! Imagínese el lector la tal fiesta, porque siempre será preferible a que se la describamos.

Se sacrificaron para ella tantas reses y pellejos como convidados.

Y mientras, después de verificada la ceremonia, se prolongaba la solemnidad, los pacíficos burgueses siderianos contemplaban apiñados en la calle los iluminados balcones de «El Arca» y comentaban las voces que hasta ellos llegaban.

Los brindis fueron todos dignos de don Tiberio y de su coronación, sobresaliendo entre ellos el del oráculo de «El Arca», quien tenía en el cuerpo más de una cuba de inspiración.

«Vamos a hacer la felicidad de estos borregos —decía-, vamos a ahorrarles el trabajo de que se den quebraderos de cabeza».

—¡Bravo, bravo! —exclamaban unos.

—¡Que se repita! ¡Que baile! —gritaban otros desde debajo de la mesa.

«Vamos a convertir a este piadosísimo país en un país librepensador... —prosiguió el orador.

Gran asombro entre los que no roncaban todavía.

«¿Cómo? Reduciéndole a la verdadera libertad de pensamiento, libertándole de pensar...».

Entusiasmo loco. En el delirio de éste algunos se desinspiran.

—¿Y serán capaces de no agradecérnoslo? —exclamó Anastasio.

«Desde mañana —siguió diciendo el oráculo— será Monchinia un pacífico rebaño que nadará en la abundancia. Las camas serán de hierro y todos andaremos hundiéndonos hasta las rodillas en cebada».

—Os nombraré mastines del rebaño —gritó don Tiberio.

«Alto honor, señores, altísimo honor que debemos agradecer al gran duque. ¡Viva el duque pastor!».

—¡Que baile! —gritaron de debajo de la mesa.

Los brindis se siguieron hasta que llegó la vez de hablar a don Tiberio. Se levantó éste, se aseguró con ambas manos la corona que le tambaleaba en la cabeza, se puso como la grana, abrió la boca... y volvió a sentarse.

Un formidable aplauso se siguió a este brindis mudo, aplauso que hizo exclamar a los pobres burgueses que atisbaban desde la calle los rumores de la fiesta: Estará hablando el gran Duque.

Poco después, al rayar el alba, vieron que llevaban a su casa al gran duque, en triunfo.

Cuando el oráculo se retiraba a su morada iba diciéndose: «Mañana firmará el gran duque el decreto nombrándonos mastines del rebaño».

Y después de acostado, arrebujándose en las sábanas, se dijo a sí mismo:

—«¡Qué hermosa transformación! ¡Ah, quién fuera cordero o cabrito o carnero o...! Es la primera vez que envidio a estas pobres gentes. Desde mañana librepensadores, libres del tormento de pensar...

¡Qué vida tan feliz la del cordero, el cabrito y sus parientes todos! No tienen que pensar más que en el pienso y en la cama... El pastor se encarga de guiarles.

¡Y aun se quejaran los animalitos de que de vez en cuando sacrifique a alguno de ellos el pastor para su sustento... ¿Qué significa uno de más o de menos? De algo ha de vivir el pastor y debe perdonársele el que se meriende a alguno que otro cordero en gracia a su solicitud por el rebaño.

Dura lex, sed lex. La Naturaleza no mira al individuo, lo sacrifica en aras de la especie... ¡Qué bien vamos a vivir los mastines del gran duque pastor!

Nos dará los huesos de los corderos que deseche, y además lo que podamos morder por nuestra cuenta. Nosotros, felices con los huesos, y el rebaño, felicísimo refocilándose en yerba fresca, grasa y verde».

Se durmió y en sueños creyó oír el rechasquido del látigo del gran duque pastor sobre las cabezas del rebaño.

Desde entonces la jaqueca huyó de Monchinia y los monchinos se dejaron guiar sacrificando gustosos los individuos al bien de la especie. Y, ¡cuidado si era tragón el gran Duque-Pastor!

Dicen que cansado éste de corderos piensa retirarse a la vida privada cediendo el gran ducado a su perro, para demostrar de esta manera que no fue Calígula tan loco como se cree al nombrar cónsul a su caballo.

(Salamanca, mayo de 1892)

De águila a pato

Apólogo

Hubo allá en remotos tiempos una soberbia águila, reina de las alturas. Tenía su trono sobre un inaccesible peñón, y al pie de éste su nido. Cuando al salir el sol alzaba el vuelo, desafiando con su mirada al padre de la luz, cantaban sobre ella su himno matutino las alondras, y las aves todas le rendían vasallaje. Los cuervos la seguían para aprovechar los despojos de sus presas.

Nunca se vio águila cuyo aéreo reino se extendiese más. Elevándose por mucho más arriba que la región de las nubes, apenas abarcaba con su penetrante mirada la extensión toda de sus dominios.

Cuando cuajaba la tormenta y al chocar de las nubes retumbaba el trueno al resplandor del relámpago, levantábase el águila por encima de los nubarrones paridores del rayo y dejaba bramar a la tempestad bajo sus plantas, bañándose en tanto en luz plena y libre.

Era una hermosura verla cernerse casi inmóvil en el espacio azul, con sus extendidas alas a modo de acción de dominio o gesto de supremo poder. Con un ligero movimiento, como de juego, elevábase aun más, desarrollando sin aparente esfuerzo una enorme fuerza.

Al pie del peñón en que anidaban sus aguiluchos y se entronizaba ella, extendíase un arenal sembrado acá y allá de algunas matas, y en ese arenal reinaba un león como soberano.

Más de una vez se paró el león a contemplar el vuelo majestuoso del águila, y más de una vez el águila, cerniéndose en el aire, contempló los saltos del león al caer sobre su presa. Al rugido del rey del arenal contestaba no pocas veces el grito del rey de los aéreos espacios.

Al verle saltar al león, se dijo más de una vez el águila con lástima: «¡Pobrecillo!, acaso es que intenta volar... Salta, salta, pobre rey de las arenas, a ver si te brotan alas».

Había entre los cortesanos del águila un grajo, cuyas lisonjas sonaban siempre gratas a los oídos de aquélla. Y empezó el grajo a hablarle del león y de sus proezas y a ponderar su valor, su arrojo y su majestad. «Dice que si te cogiera en tierra, con las alas cortadas —le decía-, habrías de ver de cuán poco te servían tu bravura, tu pico y tus garras». «¿Eso dice...? —exclamó el águila-. «Sí, eso dice —contestó el grajo-, pero no debes hacerle caso, porque su poderío le ha envanecido y no sabe bien lo que se dice el pobrecillo. Cegado por su soberbia, ignora que él no puede volar y que tú puedes posarte en tierra y defenderte en ella». «¡Y vencerle en tierra, en su elemento!», añadió el águila. «No lo dudo», contestó con sorna el grajo marrullero.

Entonces empezó a trabajarle al águila en el magín la idea de hacerse león y disputar su realeza al rey del arenal.

—¿Sabes lo que he pensado? —le dijo un día el águila al grajo.

—Lo que hayas pensado —contestole éste— será inspiración del mismo sol, de seguro.

—Pues he pensado que una vez que nadie me disputa el imperio del aire, debo bajar mi trono al pie del peñón y disputar al león su imperio. Y para más obligarme y no poder recurrir al arbitrio de levantar el vuelo, voy a recortarme las alas; quiero que luchemos a iguales armas.

—¡Sublime propósito! —exclamó el grajo-. ¡Hazaña nunca vista ni aun intentada antes de ahora! Bien dije que el mismo sol te la ha inspirado.

Recortose, en efecto, el águila sus alas, e hizo que a los de su familia se las recortaran, y bajó al arenal. Andando, y no con mucha soltura, saliole al camino al león y le provocó a singular combate.

—Déjate de bromas, y vete a tus nubes —le contestó el león-; cada cual lo suyo.

—No hay campo vedado para el heroico esfuerzo —contestó el águila-, y voy a probarte que con sólo saber querer, ha de ser todo mío. Aquí, en tierra, en tus dominios, has de medir tus garras con mis garras y tus fauces con mi pico.

—No gasto bromas —replicó el león-, volviéndole grupas y azotándose los lomos con el rabo.

Pero el águila se abalanzó a él y le dio un picotazo. Al sentirse el león herido, volviose furioso sobre el águila y de un par de zarpazos la dejó malparada. El pobre rey de los aires no hacía más que aletear con sus recortadas alas, corriendo como pudo, fue a refugiarse a unos juncales a orillas de un lago, y allí permaneció oculta y allí la dejo el león compadecido.

No se atrevió ya a salir de la orilla del lago, y allí tuvo que aprender a nadar para defenderse de las fieras que bajaban a abrevarse y que no la dejaban en paz. Y así andando el tiempo, se le modificó el pico, saliéronle palmas en las garras y se convirtió en pato.

Tal es la historia del águila que, por querer hacerse león, se vio convertida en pato.

(El Correo, Valencia, 4-X-1900)

El canto de las aguas eternas

El angosto camino, tallado a pico en la desnuda roca, va serpenteando sobre el abismo. A un lado empinados tormos y peñascales, y al otro lado óyese en el fondo oscuro de la sima el rumor incesante de las aguas, a las que no se alcanza a ver con los ojos. A trechos forma el camino unos pequeños ensanches, lo preciso para contener una docena mal contada de personas; son a modo de descansaderos para los caminantes sobre la sima y bajo una tenada de ramaje. A lo lejos se destaca del cielo el castillo empinado sobre una enhiesta roca. Las nubes pasan sobre él, desgarrándose en las pingorotas de sus torreones.

Entre los romeros va Maquetas. Marcha sudoroso y apresurado, mirando no más que al camino que tiene ante los ojos y al castillo de cuando en cuando. Va cantando una vieja canción arrastrada que en la infancia aprendió de su abuela, y la canta para no oír el rumor agorero del torrente que corre invisible en el fondo de la sima.

Al llegar a uno de los reposaderos, una doncella que está en él, sentada sobre un cuadro de césped, le llama.

—Maquetas, párate un poco y ven acá. Ven acá, a descansar a mi lado, de espalda al abismo, a que hablemos un poco. No hay como la palabra compartida en amor y compañía para darnos fuerzas en este viaje. Párate un poco aquí, conmigo. Después, refrescado y restaurado, reanudarás tu marcha.

—No puedo, muchacha —le contesta Maquetas amenguando su marcha, pero sin cortarla del todo-, no puedo; el castillo está aún lejos, y tengo que llegar a él antes que el sol se ponga tras sus torreones.

—Nada perderás con detenerte un rato, hombre, porque luego reanudarás con más brío y con nuevas fuerzas tu camino. ¿No estás cansado?

—Sí que lo estoy, muchacha.

—Pues párate un poco y descansa. Aquí tienes el césped por lecho, mi regazo por almohada. ¿Qué más quieres? Vamos, párate.

Y le abrió sus brazos ofreciéndole el seno.

Maquetas se detiene un momento, y al detenerse llega a sus oídos la voz del torrente invisible que corre en el fondo de la sima. Se aparta del camino, se tiende en el césped y reclina la cabeza en el regazo de la muchacha, que, con sus manos rosadas y frescas, le enjuga el sudor de la frente, mientras él mira con los ojos al cielo de la mañana, un cielo joven como los ojos de la muchacha, que son jóvenes.

—¿Qué es eso que cantas, muchacha?

—No soy yo, es el agua que corre ahí abajo, a nuestra espalda.

—¿Y qué es lo que canta?

—Canta la canción del eterno descanso. Pero ahora descansa tú.

—¿No dices que es eterno?

—Ese que canta el torrente de la sima, sí; pero tú descansa.

—Y luego...

—Descansa, Maquetas, y no digas «luego».

La muchacha le da con sus labios un beso en los labios; siente Maquetas que el beso, derretido, se le derrama por el cuerpo todo, y con él y su dulzura, como si el cielo todo se le vertiera encima. Pierde el sentido. Sueña que va cayendo sin fin por la insondable sima. Cuando se despierta y abre los ojos ve el cielo de la tarde.

—¡Ay, muchacha, qué tarde es! Ya no voy a tener tiempo de llegar al castillo. Déjame, déjame.

—Bueno, vete; que Dios te guíe y acompañe y no te olvides de mí, Maquetas.

—Dame un beso más.

—Tómale, y que te sea fuerza.

Con el beso siente Maquetas que se le centuplican y echa a correr, camino adelante, cantando al compás de sus pisadas. Y corre, corre, dejando atrás a otros romeros. Uno le grita al pasar:

—¡Tú pararás, Maquetas!

En esto ve que el sol empieza a ponerse tras los torreones del castillo, y el corazón de Maquetas siente frío. El incendio de la puesta dura un breve momento; se oye el rechinar de las cadenas del puente levadizo. Y Maquetas se dice: «Están cerrando el castillo».

Empieza a caer la noche, una noche insondable. Al breve rato Maquetas tiene que detenerse porque no ve nada, absolutamente nada; la negrura lo envuelve todo. Maquetas se para y se calla, y en lo insondable de las tinieblas se oye el rumor de las aguas del torrente de la sima. Va espesándose el frío.

Maquetas se agacha, palpa con las manos arrecidas el camino y empieza a caminar a gatas, cautelosamente, como un raposo. Va evitando el abismo.

Y así camina mucho tiempo, mucho tiempo. Y se dice:

—¡Ay, aquella muchacha me engañó! ¿Por qué le hice caso?

El frío se hace horrible. Como una espada de mil filos le penetra por todas partes. Maquetas no siente ya el contacto del suelo, no siente sus propias manos ni sus pies; está arrecido. Se para. O mejor, no sabe si está parado o sigue andando a gatas.

Siéntase Maquetas suspendido en medio de las tinieblas; negrura en todo alrededor. No oye más que el rumor incesante de las aguas del abismo.

—Voy a llamar —se dice Maquetas, y hace esfuerzo de dar la voz. Pero no se oye: la voz no le sale del pecho Es como si se le hubiese helado.

Entonces Maquetas piensa:

«¿Estaré muerto?».

Y al ocurrírsele esto, como que las tinieblas y el frío se sueldan y eternizan en torno de él.

«¿Será esto la muerte? —prosigue pensando Maquetas-. ¿Tendré que vivir en adelante así, de pensamiento puro, de recuerdo? ¿Y el castillo? ¿Y el abismo? ¿Qué dicen esas aguas? ¡Qué sueño, qué enorme sueño! ¡Y no poder dormirme...! ¡Morir así, de sueño, poco a poco y sin cesar, y no poder dormirme...! Y ahora ¿qué voy a hacer? ¿Qué haré mañana?

¿Mañana? ¿Qué es esto de mañana? ¿Qué quiere decir mañana? ¿Qué idea es esta de mañana que me viene del fondo de las tinieblas, de donde cantan esas aguas?

¡Mañana! ¡Ya no hay para mí mañana! Todo es ahora, todo es negrura y frío. Hasta este canto de las aguas eternas parece canto de hielo; es una sola nota prolongada.

¿Pero es que realmente me he muerto? ¡Cuánto tarda en amanecer! Pero no sé el tiempo que ha pasado desde que el sol se puso tras los torreones del castillo...

Había hace tiempo —sigue pensando— un hombre que se llamaba Maquetas, gran caminante, que iba por jornadas a un castillo donde le esperaba una buena comida junto al fogón, y después de la buena comida un buen lecho de descanso y en el lecho una buena compañera. Y allí, en el castillo, había de vivir días inacabables, oyendo historias sin término, solazándose con la mujer, en una juventud perpetua. Y esos sus días habrían de ser todos iguales y todos tranquilos. Y según pasaran, el olvido iría cayendo sobre ellos. Y todos aquellos días serían así un solo día eterno, un mismo día eternamente renovado, un hoy perpetuo rebosante de todo un infinito de ayeres y de todo un infinito de mañanas.

Y aquel Maquetas creía que eso era la vida y echó a andar por su camino. E iba deteniéndose en las posadas, donde dormía, y al salir de nuevo el sol reanudaba él de nuevo su camino. Y una vez, al salir una mañana de una posada, se encontró a un anciano mendigo que estaba sentado sobre un tronco de árbol, a la puerta, y le dijo: "Maquetas, ¿qué sentido tienen las cosas?". Y aquel Maquetas le respondió, encogiéndose de hombros: "¿Y a mí qué me importa?". Y el anciano mendigo volvió a decirle: "Maquetas, ¿qué quiere decir este camino?". Y aquel Maquetas le respondió ya algo enojado: "¿Y para qué me preguntas a mí lo que quiere decir el camino? ¿Lo sé yo acaso? ¿Lo sabe alguien? ¿O es que el camino quiere decir algo? ¡Déjame en paz, y quédate con Dios!". Y el anciano mendigo frunció las cejas y sonrió tristemente mirando al suelo.

Y aquel Maquetas llegó luego a una región muy escabrosa y tuvo que atravesar una fiera serranía, por un sendero escarpado y cortado a pico sobre una sima en cuyo fondo cantaban las aguas de un torrente invisible. Y allí divisó a los lejos el castillo adonde había de llegar antes de que se pusiese el sol, y al divisarlo le saltó de gozo el corazón en el pecho, y apresuró la marcha. Pero una muchacha, linda como un fantasma, le obligó a que se detuviera a descansar un rato sobre el césped, apoyando en su regazo la cabeza, y aquel Maquetas se detuvo. Y al despedirse le dio la muchacha un beso, el beso de la muerte, y al poco de ponerse el sol tras los torreones del castillo aquel Maquetas se vio cercado por el frío y la oscuridad, y la oscuridad y el frío fueron espesándose y se fundieron en uno. Y se hizo un silencio de que sólo se libertaba el canto aquel de las aguas eternas del abismo, porque allí, en la vida, los sonidos, las voces, los cantos, los rumores surgían de un vago rumoreo, de una bruma sonora; pero aquel canto manaba del profundo silencio, del silencio de la oscuridad y el frío, del silencio de la muerte.

¿De la muerte? De la muerte, sí, porque aquel Maquetas, el esforzado caminante, se murió.

¡Qué lindo es el cuento y qué triste! Es más lindo, mucho más lindo, más triste, mucho más triste que aquella vieja canción que me enseñó mi abuela. A ver, a ver, voy a repertírmelo otra vez...

Había hace mucho tiempo un hombre que se llamaba Maquetas, gran caminante, que iba por jornadas a un castillo...».

Y Maquetas se repitió una, y otra, y otra, y otra vez el cuento de aquel Maquetas, y sigue repitiéndoselo, y así seguirá en tanto que sigan cantando las aguas del invisible torrente de la sima, y estas aguas cantarán siempre, siempre, siempre, sin ayer y sin mañana, siempre, siempre, siempre...

(Abril de 1909)

El misterio de iniquidad

(o sea, los Pérez y los López)

Juan pertenecía a la familia Pérez, rica y liberal desde los tiempos de Álvarez Mendizábal. Desde muy niño había oído hablar de los carlistas con encono mal contenido. Se los imaginaba bichos raros, y tenía de ellos una idea del mismo género a que pertenece la vulgar del judío. Gente taciturna, de cara torcida, afeitada o con grandes barbas negras y alborotadas, largos chaquetones negros, parcos de palabras y tomadores de rapé. Se reunían de noche en las lonjas húmedas, entre los sacos fantásticos de un almacén lleno de ratas, para tramar allí cosas horribles.

Con los años cambiaron de forma en su magín estos fantasmas, y se los imaginó gente taimada, que en paz prepara a la sordina guerras y que sólo se surte de las tiendas de los suyos.

Cuando se hizo hombre se disiparon de su mente estas disparatadas brumas matinales, y vio en ellos gente de una opinión opinable, puesto que es opinada, fanáticos que, so capa de religión, etc. Es excusado enjaretar aquí la letanía de sandeces salpicada de epítetos podridos que es de rigor entre anticarlistas.

En la familia Pérez había vieja inquina contra la familia carlista López. Un Pérez y un López habían sido consocios en un tiempo; hubo entre ellos algo de eso, cuy o recuerdo se entierra en las familias; este algo engendró chismes, y la sucesión continua de pequeñas injurias diarias, saludos negados, murmuraciones, miradas procaces, chinchorrerías, en fin, engendraron un odio duro.

La familia Pérez, aunque liberal, era tan piadosa como la familia López. Oían misa al día, comulgaban al mes, figuraban en varias congregaciones, gastaban escapularios. Eran irreprochables.

Nuestro Juan Pérez se había nutrido de estos sentimientos, a los que añadía alguna instrucción, ni mucha ni muy variada. Su afición mayor eran las matemáticas.

Así estaban las cosas cuando empezó a sonar en este mundo el famosísimo aforismo «el liberalismo es pecado», frase portentosa. ¡Pecado! La elección de esta palabra es una obra maestra, pues cualquier otra que se empleara: error, herejía, impiedad, crimen, o dicen más o menos, y así, o no llegan al blanco o pasan de él.

Nuestro Pérez tomo esto a poca cosa, como un ardid indigno salido de las lonjas húmedas donde se reunían los fantasmas del chaquetón. Un artículo que la casualidad llevó a sus manos le abrió el apetito. Leyó el áureo libro del eximio Sardá, se aficionó a los artículos del Hermano Mayor, a las cartas del Martillo de protestantes y liberales y empezó a preocuparse de esta doctrina nefanda que bajo el nombre de liberalismo infiltra en la sociedad como veneno sus miasmas deletéreos. Lo nefando y deletéreo, sobre todo, le producía cosquillas en las sienes.

Estudió la lucha entre mestizos y puros, y se sabía de pe a pa las decisiones del Índice y los viajes de don Celestino. Se dedicó a leer los periódicos puros, y con fruición de espíritu anémico tragaba artículos inacabables, siempre sobre lo mismo, siempre en el mismo estilo y con los epítetos consagrados siempre. Aguzó su espíritu en las argucias imperceptibles, en los juegos malabares de distincionzuelas y en los pequeños logogrifos de conceptillos.

A todo esto llegó la encíclica Libertas y con ella las briosas predicaciones en contra de ese conjunto de todas las herejías y la campaña contra los liberales, imitadores de Lucifer, suyo es aquel grito: «¡No serviré!».

Muchas veces, al anochecer, en la iglesia, quedaba sentado en un banco, meditando. Poco a poco sus ideas perdían los contornos, hasta que se convertían en una nube, y entonces, al oír dar al reloj las nueve, salía de la quietud del templo al bullicio de la calle.

Empezó a sentir desazón en su alma. Una noche volvía del sermón a su casa y le zumbaba en la cabeza el famoso aforismo. No podía entrar con que él fuera más pecador que un adúltero o un asesino, y la cosa estaba bien clara, porque pecar contra la fe, directamente contra Dios, no dándole crédito, es peor que pecar por carambola; la soberbia es más satánica que la ira o la lujuria. Aquella noche no pudo pegar ojo; resudando dio mil vueltas en la cama, se levantó a beber agua del jarro de la jofaina, cerraba los ojos con violencia, proponiéndose contar hasta 150; ni por ésas; nada: siempre en el campo oscuro bailando la sentencia. Así hubiera pasado toda la noche si a eso de las cuatro, con la fatiga, que venció al insomnio, no hubiera iluminado su mente esta idea de paz: salvo los casos de ignorancia y de buena fe. Se durmió diciendo: Dios me perdona, porque no sé lo que me pienso.

Juan Pérez recobró aparente calma, considerándose caso de ignorancia o de buena fe.

Pero... veámoslo: la ignorancia vencible, ¿no es pecado? Empezó a buscar en su alma si era el caso de ignorancia o de buena fe, o era todo ello argucias del enemigo malo. ¡Cuesta tanto crucificar al hombre viejo! Dale que le das, le volvieron los insomnios.

Así estaba el pobre. Volvió a leer el áureo libro del eximio Sardá, la encíclica Libertas, y empezó a estudiar lo que la maestra de la gente entiende por liberalismo en sus varios grados y matices, y por liberales, imitadores, etcétera. Una tarde, a la hora en que se acuesta el sol en cama de oro, y cuando volvía Juan Pérez de paseo por una estrada, mordiendo un brote de zarzamora, se le ocurrió preguntarse: «¿Soy yo, acaso, liberal, imitador, etcétera?». Y descubrió sin asombro, como cosa olvidada de puro sabida, que nunca había sido liberal. Recobró calma; no era liberal, pero tampoco carlista. ¡Carcunda como los López! ¡Jamás! ¡Los del chaquetón! Debajo de sus ideas yacían siempre los espectros de su infancia.

No era liberal, pero le quedaba el nombre. ¡Qué cosa tan terrible es el nombre! Es el pulpo de la inteligencia. A sus padres les llamaron liberales y se llamaron ellos a sí mismo liberales. ¡Perder el apellido porque otros lo hayan difamado! El nombre se aferraba a él, porque Satanás sabe que la piel es lo último que se deja, y que por la piel se pierden muchos. Mi liberal cerró los ojos y oídos al terrible nombre, a la palabra misteriosa, que es lo que fue en principio.

En la vida interior de Juan Pérez vino otro período de prueba. ¿Basta, en el siglo de la lucha, verla como mero espectador? ¿Basta desertar de las banderas de Belial? La timidez, ¿no es pecado?

El resultado fue que Juan Pérez se hizo tradicionalista; carlista, no; adjuró en todos sus grados y matices la secta deletérea que jamás había profesado, y se apartó de los liberales, imitadores de Lucifer, suyo es aquel grito: «¡No serviré!». Estudió los errores nefandos que constituyen este abominable compendio de todas las herejías, y aborreció, sobre todo, los infames contubernios de los hijos de la luz con los de las tinieblas; le picó un prurito de ergotista curiosidad por conocer el bien y el mal, y leyó obras de liberales para conocer de cerca el cáncer de nuestra sociedad.

Refresquemos la sequedad de este relato.

Carmencita era una buena muchacha, celebrada por todas las viejas y con los bolsillos sonantes, condiciones que explican por qué Juan Pérez y un López, convencidos ambos de que no está bien que el hombre esté solo y que no es bueno quemarse, la persiguieran con buen fin. Este López, de carlista se había hecho íntegro, íntegro de cabeza, leal de sangre, porque toda otra distinción no pasa de válvula de seguridad en un cerebro henchido de verdad absoluta.

No se sabe cómo fue que López quitó el partido a Pérez y casó con la chica de los cuartos. Juan Pérez pasó malos días y peores noches; pero al cabo bendijo los inescrutables designios de la Divina Providencia, y en nada disminuyó su amistad para con López, a quien había sacrificado rencorcillos de familia en aras de la comunidad de doctrinas.

Juan Pérez, cuando se había creído liberal, maldito si sabía lo que es el liberalismo; pero ya purificado estaba al dedillo de los pestilentes errores de la nefanda secta y había leído a los corifeos de la impiedad y a algunos alemanes traducidos. El enemigo malo, a las veces, le tentaba: el conocimiento del mal le daba vértigos y oía como canto de sirena engañadora el silbo maléfico de la serpiente infernal.

El demonio le tentaba, y cuanto más se hundía su imaginación en el ergotismo laberíntico, su inteligencia, corrompida por el pecado original, más se levantaba en alas de la soberbia. Satanás le levantaba ofreciéndole un mundo nuevo de ideas nuevas si rendido le adoraba. Empezaba a empacharse de la dulce virtud de humillarse ante la letra y a desconocer que Dios escogió lo necio y lo flaco del mundo para avergonzar a los sabios y a los fuertes. Hay que añadir que por este tiempo Juan Pérez se dedicaba a la gimnasia y bebía los vientos por una muchacha casquivana y pobre.

Llegó el estallido. Sucedió que un día de primavera, en cierta reunión, departían amigablemente, entre otros varios, nuestro Pérez y López, acerca de una carta de Martillo, y comentaban el tiroteo entre íntegros y leales. Repetían por centésima vez el mismo chiste, escrudriñaban la cuarta intención de cosas sin la primera, repetían argumentos que siempre con los mismos collares se leen empotrados en seis o siete columnas de prosa prensada, cuando trabaron discusión Juan Pérez y Pedro López sobre el mayor o menor grado de matiz de liberalismo de sus opiniones respecto a un punto concreto.

Es de saber que en este desdichado siglo de las luces y de los derechos del hombre, el virus pestilente del liberalismo lo inficiona todo de tal manera con sus miasmas deletéreos, que circula hasta en las raíces del integrismo más puro. Es uno de los mayores tormentos del hombre puro examinar despacio cada idea que se le ocurra antes de manifestarla y ponerla en cuarentena hasta ver qué grado y matiz de liberalismo puede tener. ¡Oh siglo infeliz!

Llegó la discusión del Pérez y el López a agriarse a punto que intervenían los amigos, temiendo un mal remate. Pérez ardía, tenía la cara roja, el corazón palpitante, se sofocaba, y la sangre, inficionada del pecado original, le traía los espectros de su niñez, la imagen esfumada de los chaquetones negros en las lonjas húmedas, el rencor heredado y mamado, frases de sus padres que no entendió al oírlas; miradas de los López, miserias de vecindad con vaho de patio, narraciones de hazañas de cristinos, los ojos de buey de Carmencita que le miraban, y se le removía el légamo del corazón que Dios le había endurecido, se le dislocaba el cerebro, y sobre todo este nubarrón confuso, que como viento de tempestad arrastraba la cólera, veía brillar la fatal sentencia. Sintió un nudo en la garganta y ganas de estrangular a López cuando oyó que éste le gritaba:

—¡Quítese usted de ahí, so liberal!

Juan Pérez estalló:

—¡Sí, sí y sí! ¡Liberal, y a mucha honra! Liberal fui, soy y seré; liberal en todos sus grados y matices, imitador de Lucifer, cuyo es aquel grito: «¡No serviré!». ¡No, no serviré, y si es pecado... que lo sea!

No sabía lo que se decía; pero ni en el delirio de la cólera olvidó la fraseología.

Salió soplando, y aquella noche se le repitieron los insomnios.

Había roto la cáscara, descendía la pendiente, le faltó la gracia eficaz y empezó en su espíritu un trabajo de demolición. Había probado el fruto y acabó por ser liberal a ciencia y conciencia. ¡Mala cosa es ser sabio en opinión propia! Se debe esperar más del necio. ¡Ay de los que son sabios a sus propios ojos!

La doctrina rompió la ignorancia; el conocimiento del pecado trajo horror a él, y la sangre liberal, pecado original de los Pérez desde los tiempos de Álvarez Mendizábal, entronizó la carne sobre el espíritu. No conoció el pecado sino por la ley; no hubiera conocido el liberalismo si la ley no le dijera: el liberalismo es pecado. El pecado, tomando ocasión de mandamiento, renovó en él la rebeldía de la sangre, porque sin la ley el pecado estaba muerto. Juan Pérez vivió sin ley en algún tiempo; mas cuando vino el mandamiento revivió el pecado; el mandamiento que da la vida le dio muerte, porque el pecado, con ocasión del mandamiento, le engañó y mató. La ley es espiritual, pero nosotros somos carnales.

El misterio de iniquidad se había cumplido: la sangre y Álvarez Mendizábal la habían consumado. ¡Y aún habrá quien se obstine en negar que el liberalismo es pecado y pecado de los mayores, y los liberales imitadores, etc.! ¡Miserable y corrompida carne de Adán!

¿Quién nos librará de este cuerpo de muerte?

(El espejo de la muerte, 1913)

¡Viva la introyección!

«Lo que nos hace falta, españoles, es la introyección, el más preciado, el más fecundo, el más santo de los derechos humanos. ¿Cómo podemos vivir sin él? Sin la libertad de introyección, todas las demás libertades nos resultarán baldías y hasta dañosas. Dañosas, sí, porque hay libertades que, faltando otras que las complementen, antes perjudican que benefician al hombre. ¿De qué nos sirven, en efecto, la libertad de asociación, la de imprenta, la de cultos, la de trabajo, la de vagancia y tantas otras libertades de que dicen gozamos, si la libertad de introyección nos falta? Sin esta imprescindible prerrogativa, el sufragio universal y el Jurado se convierten en armas de la vergonzante tiranía que nos domina. Y no me digan, no, que tenemos la libertad de introspección, porque la introspección no es la introyección, como la autonomía no es la autarquía. Pongámonos, ante todo, de acuerdo en las palabras; llamemos a cada cosa por su nombre: al pan, pan, y al vino, vino; arquitrabe, al arquitrabe, introyección a la introyección y tiranía a este abigarrado conjunto de hueras e incompletas libertades en que se nos ahoga. La palabra, ¡oh, la palabra, señores, la palabra!...».

Al llegar a este punto de su elocuentísimo discurso, la palabra de Lucas Gómez fue ahogada en los nutridos aplausos del numeroso público que asistía a la reunión. El hervor de los ánimos subió de punto, y los ¡viva don Lucas Gómez! se confundieron con los vivas a la libertad de introyección.

Salió la gente convencida de cuán necesario es introyeccionarse y de cómo los Gobiernos que padecemos nos lo impiden. Empezaron los españoles a sentir hambre y sed de introyeccción.

Hay que tener en cuenta que esto ocurría hacia 1981, pues hoy, a fines de este tristísimo siglo XXI, una vez gastada la introyección en puro uso, no nos damos clara cuenta de los entusiasmos que entonces provocara.

El caso es que la agitación creció como la marea; formose una liga introyeccionista, con su Directorio y sus delegaciones provinciales, poniendo así en aprieto al Gobierno. En tal grave aprieto, que se vio forzado a dimitir, exigiendo la ola popular a los radicales, con el tácito pacto de implantar desde luego la libertad de introyección.

Mas sabido es lo que son y han sido siempre nuestros Gobiernos: cuando no quieren, o no pueden, o no saben cumplir lo que la opinión pública les exige, lo falsean todo. Es hoy cosa averiguada como cierta, y que he podido comprobar revisando papeles de aquel tiempo, que alquilaron a un famoso sofista, cuyo nombre está en la memoria de todos mis lectores, para que desnaturalizara el popular movimiento. Como dato curioso podemos dar el de que los gastos, no pequeños, que el sofista costó al Gobierno los justificó éste en la consignación del material como gastos para le refrigeración de las oficinas en aquel calurosísimo estío de 1982.

Nuestro sofista comenzó su campaña fingiéndose introyeccionista o introyectivo, como él se llamaba, para empezar así confundiendo a la gente sencilla. Y luego, después de establecer entre la introyección, la introspección, la introquisición y la introversión tales y tantas diferencias que nadie sabía lo que fuera cada una de estas tan importantes funciones, se preguntaba: «Esta introyección, ¿ha de ser psíquica o anímica; espontánea, reflexiva o refleja; primaria o secundaria?». Y consiguió su maquiavélico proyecto, logrando que al poco tiempo se dividieran los introyeccionistas en psíquicos, anímicos, espontáneos, reflexivos, reflejos, primarios y secundarios, con multitud de matices, términos medios y términos combinados. Y allí nadie se entendía.

Mas no faltaron hombres animosos, avisados y entusiastas que denunciaran la vergonzosa labor del sofista introyectivo, pusieran al descubierto sus mezquinas mañas y tretas, y trataran de reparar en lo hacedero el desmedido daño que a la causa introyeccionista había hecho. Redactaron unas bases, creo que orgánicas —aunque de esto no estamos bien seguros-, para llevar a cabo la gran concentración introyeccionista, reduciendo a común fórmula a las distintas fracciones. Los menos reductibles entre sí fueron los reflexivos jefes don Martín Fernández y don Fernando Martínez; los primarios y los secundarios hacía tiempo ya que estaban fusionados bajo la común denominación de primosecundarios, habiéndose adoptado ésta y no la de segundoprimarios, a cambio de que el jefe de los secundarios lo fuese de la fracción compuesta, porque en política todo es transacción.

Todos sabemos lo que ocurrió después; las empeñadísimas campañas de concentración, los brillantísimos discursos de Lucas Gómez y el ansia loca de introyección que se encendió en los corazones españoles todos. Llegó a ser inútil la libertad de pensamiento, pues nadie pensaba más que en la introyección; inútil la libertad de enseñanza, ya que no pudiese hacerse introyectiva la enseñanza; inútil la de cultos si no cabía cultivar la introyección; inútil la de asociación desde el momento en que no era dado asociarse para introyeccionarse mutuamente; inútil la de trabajo sí no se podía trabajar introyectivamente.

Y sucedió lo que no podía menos de suceder, y es que llegó la revolución de 1989, y después de aquellas tres breves, aunque sangrientas jornadas del 5, 6 y 7 de febrero, triunfó el introyectismo, empuñando Lucas Gómez las riendas del Estado.

Lo primero que el Gobierno revolucionario hizo fue proclamar a los cuatro vientos la libertad de introyección. Y sucedió entonces lo que era de esperar, y fue que mientras se renovaban las empeñadas peleas entre psíquicos, anímicos, espontáneos, reflejos, reflexivos, primarios y secundarios, lo que entonces se llamaba masa neutra, y la sociología moderna llama plasma sociogerminativo, sintió una extraña sensación colectiva, se miraron unos a otros en los ojos sus miembros componentes, y se preguntaron luego con curiosidad y asombro: «Y ahora bien, ¿qué es eso de introyección y con qué se come?».

Hoy no necesitamos hacernos tal pregunta; la dolorosa experiencia del último tercio del siglo XX hasta que ocurrió la salvadora conjugación hispanomarroquí —de que hablaremos otro día— nos enseñó, bien a nuestro pesar, lo que la introyección sea y signifique.

(El espejo de la muerte, 1913)

Mecanópolis

Leyendo en Erewhon, de Samuel Butler, lo que nos dice de aquel erewhoniano que escribió el «Libro de las máquinas», consiguiendo con él que se desterrasen casi todas de su país, hame venido a la memoria el relato del viaje que hizo un amigo mío a Mecanópolis, la ciudad de las máquinas. Cuando me lo contó temblaba todavía del recuerdo, y tal impresión le produjo, que se retiró luego durante años a un apartado lugarejo en el que hubiese el menor número posible de máquinas.

Voy a tratar de reproducir aquí el relato de mi amigo, y con sus mismas palabras, a poder ser.

Llegó un momento en que me vi perdido en medio del desierto; mis compañeros, o habían retrocedido, buscando salvarse, como sí supiéramos hacia dónde estaba la salvación, o habían perecido de sed y de fatiga. Me encontré solo y casi agonizando de sed. Me puse a chupar la sangre negrísima que de los dedos me brotaba, pues los tenía en carne viva por haber estado escarbando con las manos desnudas al árido suelo, con la loca esperanza de alumbrar alguna agua en él. Cuando ya me disponía a acostarme en el suelo y cerrar los ojos al cielo, implacablemente azul, para morir cuanto antes y hasta procurarme la muerte conteniendo la respiración o enterrándome en aquella tierra terrible, levanté los desmayados ojos y me pareció ver alguna verdura a lo lejos: «Será un ensueño de espejismo», pensé; pero fui arrastrándome.

Fueron horas de agonía; mas cuando llegué, encontreme, en efecto, en un oasis. Una fuente restauró mis fuerzas, y después de beber comí algunas sabrosas y suculentas frutas que los árboles brindaban liberalmente. Luego me quedé dormido.

No sé cuántas horas estaría durmiendo, y si fueron horas, o días, o meses, o años. Lo que sé es que me levanté otro, enteramente otro. Los horrendos padecimientos habíanse borrado de la memoria o poco menos. «¡Pobrecillos!», me dije al recordar a mis compañeros de exploración muertos en la empresa. Me levanté volví a comer fruta y beber agua, y me dispuse a recorrer el oasis. Y he aquí que a los pocos pasos me encuentro con una estación de ferrocarril, pero enteramente desierta. No se veía un alma en ella. Un tren, también desierto, sin maquinista ni fogonero, estaba humeando. Ocurrióseme subir, por curiosidad, a uno de sus vagones. Me senté en él; cerré, no sé por qué, la portezuela, y el tren se puso en marcha. Experimenté un loco terror y me entraron ganas de arrojarme por la ventanilla. Pero diciéndome: «Veamos en qué para esto», me contuve.

Era tal la velocidad del tren, que ni podía darme cuenta del paisaje circunstante. Tuve que cerrar las ventanillas. Era un vértigo horrible. Y cuando el tren al cabo se paró, encontreme en una magnífica estación muy superior a cuantas por acá conocemos. Me apeé y salí.

Renuncio a describirte la ciudad. No podemos ni soñar todo lo que de magnificencia, de suntuosidad, de comodidad y de higiene estaba allí acumulado. Por cierto que no me daba cuenta para qué todo aquel aparato de higiene, pues no se veía ser vivo alguno. Ni hombres, ni animales. Ni un perro cruzaba la calle; ni una golondrina, el cielo.

Vi en un soberbio edificio un rótulo que decía: Hotel, escrito así, como lo escribimos nosotros, y allí me metí. Completamente desierto. Llegué al comedor. Había en él dispuesta una muy sólida comida. Una lista sobre la mesa, y cada manjar que en ella figuraba con su número, y luego un vasto tablero con botones numerados. No había sino tocar un botón y surgía del fondo de la mesa el plato que se deseara.

Después de haber comido salí a la calle. Cruzábanla tranvías y automóviles, todos vacíos. No había sino acercarse, hacerles una seña y paraban. Tomé un automóvil y me dejé llevar. Fui a un magnífico parque geológico, en que se mostraba los distintos terrenos, todo con sus explicaciones en cartelitos. La explicación estaba en español, sólo que con ortografía fonética. Salí del parque; vi que pasaba un tranvía con este rótulo: «Al Museo de Pintura», y lo tomé. Había allí todos los cuadros más famosos y en sus verdaderos originales. Me convencí de que cuantos tenemos por acá, en nuestros museos, no son sino reproducciones muy hábilmente hechas. Al pie de cada cuadro una doctísima explicación de su valor histórico y estético, hecha con la más exquisita sobriedad. En media hora de visita allí aprendí sobre pintura más que en doce años de estudio por aquí. Por una explicación que leí en un cartel de la entrada vi que en Mecanópolis se consideraba al Museo de Pintura como parte del Museo Paleontológico. Era para estudiar los productos de la raza humana que había poblado aquella tierra antes que las máquinas la suplantaran. Parte de la cultura paleontológica de los mecanopolitas —¿quiénes?— eran también la sala de música y las más de las bibliotecas, de que estaba llena la ciudad.

¿A qué he de molestarte más? Visité la gran sala de conciertos, donde los instrumentos tocaban solos. Estuve en el Gran Teatro. En un cine acompañado de fonógrafo, pero de tal modo, que la ilusión era completa. Pero me heló el alma el que yo era el único espectador. ¿Dónde estaban los mecanopolitas?

Cuando a la mañana siguiente me desperté en el cuarto de mi hotel, me encontré, en la mesilla de noche, El Eco de Mecanópolis, con noticias de todo el mundo recibidas en la estación de telegrafía sin hilos. Allá, al final, traía esta noticia: «Ayer tarde arribó a nuestra ciudad, no sabemos cómo, un pobre hombre de los que aún quedaban por ahí. Le auguramos malos días».

Mis días, en efecto, empezaron a hacérseme torturantes. Y es que empecé a poblar mi soledad de fantasmas. Es lo más terrible de la soledad, que se puebla al punto. Di en creer que todas aquellas máquinas, aquellos edificios, aquellas fábricas, aquellos artefactos, eran regidos por almas invisibles, intangibles y silenciosas. Di en creer que aquella gran ciudad estaba poblada de hombres como yo, pero que iban y venían sin que los viese ni los oyese ni tropezara con ellos. Me creí víctima de una terrible enfermedad, de una locura. El mundo invisible con que poblé la soledad humana de Mecanópolis se me convirtió en una martirizadora pesadilla. Empecé a dar voces, a increpar a las máquinas, a suplicarlas. Llegué hasta caer de rodillas delante de un automóvil, implorando de él misericordia. Estuve a punto de arrojarme, aterrado, cogí el periódico, a ver lo que pasaba en el mundo de los hombres, y me encontré con esta noticia: «Como preveíamos, el pobre hombre que vino a dar, no sabemos cómo, a esta incomparable ciudad de Mecanópolis, se está volviendo loco. Su espíritu, lleno de preocupaciones ancestrales y de supersticiones respecto al mundo invisible, no puede hacerse al espectáculo del progreso. Le compadecemos».

No pude ya resistir esto de verme compadecido por aquellos misteriosos seres invisibles, ángeles o demonios —que es lo mismo-, que yo creía que habitaban Mecanópolis. Pero de pronto me asaltó una idea terrible, y era la de que las máquinas aquellas tuviesen su alma, un alma mecánica, y que eran las máquinas mismas las que me compadecían. Esta idea me hizo temblar. Creí encontrarme ante la raza que ha de dominar la tierra deshumanizada.

Salí como loco y fui a echarme delante del primer tranvía eléctrico que pasó. Cuando desperté del golpe me encontré de nuevo en el oasis de donde partí. Eché a andar, llegué a la tienda de unos beduinos, y al encontrarme con uno de ellos, le abracé llorando. ¡Y qué bien nos entendimos aun sin entendernos! Me dieron de comer, me agasajaron, y a la noche salí con ellos, y tendidos en el suelo, mirando al cielo estrellado, oramos juntos. No había máquina alguna en derredor nuestro.

Y desde entonces he concebido un verdadero odio a eso que llamamos progreso, y hasta a la cultura, y ando buscando un rincón donde encuentre un semejante, un hombre como yo, que llore y ría como yo río y lloro, y donde no haya una sola máquina y fluyan todos los días con la dulce mansedumbre cristalina de un arroyo perdido en el bosque virgen.

(Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 11-VIII-1913)

Una rectificación de honor

(Narraciones siderianas)

—¡Un caballero no debe, no puede tolerar tal ultraje!

Al oír lo de caballero, Anastasio inclinó la cabeza sobre el pecho para olfatear la rosa que llevaba en el ojal de la solapa y dijo sonriendo:

—Yo aplastaré a ese reptil... ¡Mozo!

Para pagar a éste sacó del bolsillo un duro y con él dos piezas de oro que llevaba como fondo permanente e intangible; dio aquél al mozo y sin esperar a la vuelta, tan distraído creía se debía estar en su caso, salió del Arca.

El Arca era el nombre caprichoso, abracadabrante, según uno de sus socios, que en Sideria se daba al casino a que acudía el cogollito de la elegancia, los hombres de mundo y de alta sociedad, los calificados por el chroniqueur modernista y bulevardizante de El Correo Sideriense de gentlemens, sportsmens, clubmens, bonvivants, blasés, comme il faut, struggle-for-lifeurs y otro sinfín de terminachos por el estilo; es decir, los caballeros más honorables de la ciudad ducal.

Uno de ellos había importado de Alemania, donde residió año y medio, el nombre de filisteos, que los socios aplicaban a todos los ramplones burgueses de la ciudad.

Los envidiosos, y los pedantes, y los doctrinos sostenían que en el Arca se reunían los espíritus más pedestres de la ciudad, empeñados en sacarse del abismo de su ramplonería como el barón de Münchhausen del pozo en que cayó, tirándose de las orejas hacia arriba, y no faltaba mala lengua que clasificaba a los alegres compadres en memos y bandidos sin disfrazar, memos disfrazados de bandidos y bandidos disfrazados de memos.

Pero dejando estos ladridos de los impotentes a la luna, volvamos a Anastasio, el cual, al salir a la calle hizo como si reflexionara un momento delante del coche, y acabó diciéndose: «No, en esta ocasión no pega el coche. ¡A pie, a pie!».

Un carruaje que pasaba le salpicó de barro el pantalón. El primer efecto que tal desastre produjo en Anastasio fue el vivo dolor del armiño ofendido en su cándida pureza; pero luego, volviendo sus ojos a la afrenta que devoraba su corazón, se complugo en la providencial pella de barro.

Si Anastasio hubiera tenido la debilidad, impropia de un caballero perfecto, de ser algo filósofo, ¡uf!, se habría perdido en necias divagaciones acerca del simbolismo de la Naturaleza. Pero toda su filosofía se reducía a la que estrictamente necesitaba: a saber que Dios hizo el mundo para el hombre y el hombre para el honor, y que todo el universo era un arca inmensa.

Cuando llegó a la redacción de El Abejorro se detuvo a su puerta, sobre la que había dibujado un abejorro enorme.

Sacó Anastasio el pañuelo perfumado, que así lo llevaba a pesar de las pullas de muchos socios, más prácticos en lo del pañuelo, y se lo llevó a las narices.

Dentro de la redacción se oían voces de disputa, y una, sobre todo, que sobresaliendo de las demás, decía:

—Le digo a usted que de todas las imbecilidades que han inventado los ociosos para pasar el tiempo y distinguirse, la más estúpida es el honor. Todo el mundo habla de la nobleza del león, que es un bicho dañino, y a mí me parece mucho más noble el burro. El león, que es bestia de presa que se alimenta de carne, habrá inventado el honor; pero el pobre burro, que es bestia de carga, ha inventado el deber. Y, sobre todo, señores, ¿de dónde sacan ustedes que sea noble el defenderse con las garras y los dientes, como el león, y no lo sea con la ligereza de pies, como la liebre; con la astucia, como la zorra; con la pequeñez, como el mosquito; con la tinta, como el jibión? El mismo Dios que ha dado garras y pico al águila ha dado la pequeñez al mosquito y al jibión tinta. Todos los imbéciles...

En aquel momento Anastasio, que se había estirado los puños y atusado el bigote y había cogido el bastón como cirio de procesión, indignado de oír tantas pedanterías estrafalarias, entró.

Ya dentro, avanzó una pierna de modo que pudiera lucir la simbólica pella de barro, y dijo:

—¿El caricaturista de este... papel?

—Muy buenas noches.

—Buenas. El caricaturista he dicho.

—¡Presente! —exclamó un joven que estaba haciendo pajaritas de papel.

—¿Es usted el mamarrachista de este... papel? —volvió a preguntarle Anastasio.

—Para servir a usted.

Anastasio sintió a la vista de una pajarita de papel colocada sobre la mesa ganas de arañar a su hacedor; pero se reportó bajando la cabeza para oler la rosa, ¡cándida flor!, y volvió a preguntar:

—¿Es usted el autor de esa inmunda caricatura?

—¡In-mun-da..., in-mun-da..., muy bien! ¡Exacto..., la frase es feliz..., sí señor, yo lo soy!

—He aquí mi tarjeta —dijo Anastasio sacando una para dársela.

—Está muy bien... Joaquín Ortiz, calle de Suso, 31, segundo, tiene usted su casa. No uso tarjetas.

«Un pintamonas —pensó Anastasio-; ya me temía yo que no fuera un caballero... ¡Pero hasta tanto! ¡No usa tarjetas! Eso es no ser ni hombre siquiera. ¿Adónde va este infeliz?».

—Espero de usted una satisfacción; esta noche visitarán a usted dos de mis amigos —añadió al salir.

Cuando al cerrar la puerta oyó una risa, sonrió Anastasio lleno de compasión, olió la rosa y diciéndose: ¡«No usa tarjetas!», sintió toda la fealdad de la pella de barro. Como ésta se había secado ya, la limpió en las escaleras de la redacción de El Abejorro.

En la calle le miraban mucho. «¡Sabréis quién es Anastasio!», pensó.

Dos carreteros reñían, jurando como señoritos, y uno de ellos dijo al otro:

—Vamos a rompernos la crisma...

Al verlos irse se dijo Anastasio: «Y a todo esto la policía sin impedir estas ordinarieces... ¡Groseros! Nada, nada, el pueblo es el pueblo... Cuando yo digo que en España no estamos preparados para la república... Pueblo grosero, prensa procaz... Es evidente que la aristocracia tiene el deber de ejercer tutoría sobre el pueblo, tutoría fraternal, se entiende... y la verdadera aristocracia, no esa antigualla rancia comida por la carcoma».

Cuando llegó al Casino buscó a su amigo Herminio, a quien preguntó por Pepito Curda.

—¡Pepito..., a estas horas!

—¡Ah, sí! —contestó Anastasio con seriedad, recordando que a aquellas horas Curda se dedicaba a emborracharse para poder dormir de un tirón, olvidado del tráfago de sus negocios.

—¿Y Juanito?

—¡Déjalo, que hoy está de suerte!

—Pero ese muchacho, ¿cuándo se va a corregir? —dijo Anastasio con la gravedad que sentaba a su situación-. Porque va a acabar mal.

—¡Quiá! Él la entiende y sabe que coloca su capital a buen rédito.

—¿Y Ambrosio?

—Ahí le tienes.

En efecto: en una mesa cercana discutían varios socios acerca de una proposición, y era que el Municipio de Sideria pagara dos mozos al Arca; bonita combinación para acabar de escandalizar a los pobres filisteos de la ciudad ducal.

—¡Hay que dar que hablar a esa mano de cerdos que trabajan como imbéciles y ahorran para que se lo coman sus hijos y creen en el sentido común!

Un tímido objetaba al pensamiento y pedía cuando menos barniz de legalidad.

—¡Tiene razón! —exclamó uno.

—¡Psch!; y qué, tener razón o no tenerla, ¿qué más da? —replicó con desdén Ambrosio, que pasaba por uno de los oráculos del Arca.

La frase dejó a todos suspensos de admiración y en un momento corrió por todo el Arca.

Anastasio llamó a Ambrosio, les enteró a él y a Herminio del asunto y acabó diciéndoles:

—¡Una rectificación amplia, absoluta, completa, sin reservas..., y si no... a sable!

Dicho esto se fue a casa de un maestro de armas, donde se estuvo ensayando quites y posturas.

Cuando quebrantado por tantas emociones llegó a su casa, se puso a pensar en el traje que convendría para el lance.

Lo sacó, se lo puso y estuvo ensayando quites con el bastón. Después se puso a escribir a Enriqueta, su arreglito. La cosa era tranquilizarla, no fuera que cualquier indiscreto le diera un sofoco con una noticia de sopetón.

Cuando despertó en la butaca clareaba el día. Empezó a pasearse por la sala hasta que dieran las siete, hora convenida con el maestro de armas para continuar la lección.

Sus amigos fueron a buscarle a la sala de armas cuando más absorto estaba en un quite.

—Nada de esto —le dijeron-; la cosa se ha zanjado satisfactoriamente.

—Entre caballeros... —empezó a decir el otro.

«¡Pero si no usa tarjetas!...», pensó Anastasio.

—Una cumplida rectificación, una rectificación de honor, como lo deseabas. La traerá el próximo número de El Abejorro, el del domingo.

El maestro de armas le dio la mano diciéndole:

—Espero nos volvamos a ver. Un joven como usted, de la crema, no debe descuidar estas cosas. Usted muestra felices disposiciones y el manejo de las armas de la prudencia del fuerte, y a la vez hace que se nos respeté.

Anastasio le dio una fuerte propina y salió con sus dos amigos, que, sonriendo, le llevaron a una fotografía.

—Pero...

—Déjate hacer. Confiaste tu honor en nuestras manos.

* * *

El Abejorro del siguiente domingo alcanzó una venta tan nutrida como no la había alcanzado con la caricatura de Anastasio. En la primera plana publicaba en fotograbado un hermoso retrato de Anastasio en traje de mañana, una rectificación amplia, absoluta, completa, sin reservas.

Los lectores que no conocían a Anastasio cotejaron el retrato con la caricatura, mientras el satisfecho ofendido se prodigaba en traje de mañana por todos los paseos de la ciudad ducal.

Un redactor de El Abejorro fue a darle la enhorabuena, que la recibió con dignidad, oliendo la rosa, mientras se decía: «Hoy no te ríes».

—Aquí viene él —oyó que decían en un grupo.

Pero el mayor bromazo fue en el Arca. El suceso fue el regocijo de los socios, que armaron un banquete con sus borracheras y brindis, presidido por Anastasio, en holocausto al honor, del que se reían por dentro, gracias al portentoso Ambrosio, aunque por fuera fuesen sus más celosos sacerdotes.

El número rectificación de El Abejorro figuraba como centro de mesa. Anastasio no podía con su honor y con las copas que le hacían beber. Al cabo vino al suelo.

Desde entonces visitó con frecuencia la sala de armas.

(El espejo de la muerte, 1913)

Antolín S. Paparrigópulos

Y decidió ir a consultarlo con Antolín S. —o sea Sánchez— Paparrigópulos, que por entonces se dedicaba a estudios de mujeres, aunque más en los libros que no en la vida.

Antolín S. Paparrigópulos era lo que se dice un erudito, un joven que había de dar a la patria días de gloria dilucidando sus más ignoradas glorias. Y si el nombre de S. Paparrigópulos no sonaba aún entre los de aquella juventud bulliciosa que a fuerza de ruido quería atraer sobre sí la atención pública, era porque poseía la verdadera cualidad íntima de la fuerza: la paciencia, y porque era tal su respeto al público y a sí mismo, que dilataba la hora de su presentación hasta que, suficientemente preparado, se sintiera seguro en el suelo que pisaba.

Muy lejos de buscar con cualquier novedad arlequinesca un efímero renombre de relumbrón cimentado sobre la ignorancia ajena, aspiraba en cuantos trabajos literarios tenía en proyecto, a la perfección que en lo humano cabe y a no salirse, sobre todo, de los linderos de la sensatez y del buen gusto. No quería desafinar para hacerse oír, sino reforzar con su voz, debidamente disciplinada, la hermosa sinfonía genuinamente nacional y castiza.

La inteligencia de S. Paparrigópulos era clara, sobre todo clara, de una transparencia maravillosa, sin nebulosidades ni embolismos de ninguna especie. Pensaba en castellano neto, sin asomo alguno de hórridas brumas septentrionales ni dejos de decadentismos de bulevar parisiense, en limpio castellano, y así era como pensaba sólido y hondo, porque lo hacía con el alma del pueblo que lo sustentaba y a que debía su espíritu. Las nieblas hiperbóreas le parecían bien entre los bebedores de cerveza encabezada, pero no en esta clarísima España de esplendente cielo y de sano Valdepeñas enyesado. Su filosofía era la del malogrado Becerro de Bengoa, que después de llamar tío raro a Schopenhauer aseguraba que no se le habrían ocurrido a éste las cosas que se le ocurrieron, ni habría sido pesimista, de haber bebido Valdepeñas en vez de cerveza, y que decía también que la neurastenia proviene de meterse uno en lo que no le importa y que se cura con ensalada de burro.

Convencido S. Paparrigópulos de que en última instancia todo es forma, forma más o menos interior, el universo mismo un caleidoscopio de formas enchufadas las unas en las otras, y de que por la forma viven cuantas grandes obras salvan los siglos, trabajaba con el esmero de los maravillosos artífices del Renacimiento el lenguaje que había de revestir a sus futuros trabajos.

Había tenido la virtuosa fortaleza de resistir a todas las corrientes de sentimentalismo neorromántico y a esa moda asoladora por las cuestiones llamadas sociales. Convencido de que la cuestión social es insoluble aquí abajo, de que habrá siempre pobres y ricos y de que no puede esperarse más alivio que el que aporten la caridad de éstos y la resignación de aquéllos, apartaba su espíritu de disputas que a nada útil conducen y refugiábase en la purísima región del arte inmaculado, adonde no alcanza la broza de las pasiones y donde halla el hombre consolador refugio para las desilusiones de la vida. Abominaba, además, del estéril cosmopolitismo, que no hace sino sumir a los espíritus en ensueños de impotencia y en utopías enervadoras, y amaba a esta su idolatrada España, tan calumniada cuanto desconocida de no pocos de sus hijos; a esta España que le había de dar la materia prima de los trabajos sobre que fundaría su futura fama.

Dedicaba Paparrigópulos las poderosas energías de su espíritu a investigar la íntima vida pasada de nuestro pueblo, y era su labor tan abnegada como sólida. Aspiraba nada menos que a resucitar a los ojos de sus compatriotas nuestro pasado —es decir, el presente de sus bisabuelos-, y conocedor del engaño de cuantos lo intentaban a pura fantasía, buscaba y rebuscaba en todo género de viejas memorias para levantar sobre inconmovibles sillares el edificio de su erudita ciencia histórica. No había suceso pasado, por insignificante que pareciese, que no tuviera a sus ojos un precio inestimable.

Sabía que hay que aprender a ver el universo en una gota de agua, que con un hueso constituye el paleontólogo el animal entero y con un asa de puchero toda una vieja civilización el arqueólogo, sin desconocer tampoco que no debe mirarse a las estrellas con microscopio y con telescopio a un infusorio, como los humoristas acostumbran hacer para ver turbio. Mas aunque sabía que un asa de puchero bastaba al arqueólogo genial para reconstruir un arte enterrado en los limbos del olvido, como en su modestia no se tenía por genio, prefería dos asas a un asa sola —cuantas más asas, mejor— y prefería el puchero todo al asa sola.

«Todo lo que en extensión parece ganarse, piérdese en intensidad»; tal era su lema. Sabía Paparrigópulos que en un trabajo el más especificado, en la más concreta monografía puede verterse una filosofía entera, y creía, sobre todo, en las maravillas de la diferenciación del trabajo y en el enorme progreso aportado a las ciencias por la abnegada legión de los pincha-ranas, cazavocablos, barrunta-fechas y cuenta-gotas de toda laya.

Tentaban en especial su atención los más arduos y enrevesados problemas de nuestra historia literaria, tales como el de la patria de Prudencio, aunque últimamente, a consecuencia decíase de unas calabazas, se dedicaba al estudio de mujeres españolas de los pasados siglos.

En trabajos de índole al parecer insignificante era donde había que ver y admirar la agudeza, la sensatez, la perspicapia, la maravillosa intuición histórica y la penetración critica de S. Paparrigópulos. Había que ver sus cualidades así, aplicadas y en concreto, sobre lo vivo, y no en abstracta y pura teoría; había que verle en la suerte. Cada disertación de aquellas era todo un curso de lógica inductiva, un monumento tan maravilloso como la obra de Lionnet acerca de la oruga del sauce, y una muestra, sobre todo, de lo que es el austero amor a la santa Verdad. Huía de la ingeniosidad como de la peste y creía que sólo acostumbrándonos a respetar a la divina Verdad, aun en lo más pequeño, podremos rendirle el debido culto en lo grande.

Preparaba una edición popular de los apólogos de Calila y Dimna con una introducción acerca de la influencia de la literatura índica de la Edad Media española, y ojalá hubiese llegado a publicarla, porque su lectura habría apartado, de seguro, al pueblo de la taberna y de perniciosas doctrinas de imposibles redenciones económicas. Pero las dos obras magnas que proyectaba Paparrigópulos eran una historia de los escritores oscuros españoles, es decir, de aquellos que no figuran en las historias literarias corrientes o figuran sólo en rápida mención por la supuesta insignificancia de sus obras, corrigiendo así la injusticia de los tiempos, injusticia que tanto deploraba y aun temía, y era otra su obra acerca de aquellos cuyas obras se han perdido sin que nos quede más que la mención de sus nombres y a lo sumo la de los títulos de las que escribieron. Y estaba a punto de acometer la historia de aquellos otros que habiendo pensado escribir no llegaron a hacerlo.

Para el mejor logro de sus empresas, una vez nutrido del sustancioso meollo de nuestra literatura nacional, se había bañado en las extranjeras, y como esto se le hacía penoso, pues era torpe para lenguas extranjeras y su aprendizaje exige tiempo que para más altos estudios necesitaba, recurrió a un notable expediente, aprendido de su ilustre maestro. Y era que leía las principales obras de crítica e historia literaria que en el extranjero se publicaran, siempre que las hallase en francés, y una vez que había cogido la opinión media de los críticos más reputados, respecto a éste o aquel autor, hojeábalo en un periquete para cumplir con su conciencia y quedar libre para rehacer juicios ajenos sin mengua de su escrupulosa integridad de crítico.

Vese, pues, que no era S. Paparrigópulos uno de esos jóvenes espíritus vagabundos y erráticos que se pasean sin rumbo fijo por los dominios del pensamiento y de la fantasía, lanzando acaso acá y allá tal cual fugitivo chispazo. No. Sus tendencias eran rigurosa y sólidamente itinerarias; era de los que van a alguna parte. Si en sus estudios no habría de aparecer nada saliente, deberíase a que en ellos todo era cima, siendo a modo de meseta, trasunto fiel de las vastas y soleadas llanuras castellanas donde ondea la mies dorada y sustanciosa.

¡Así diera la Providencia a España muchos Antolines Sánchez Paparrigópulos! Con ellos, haciéndonos todos dueños de nuestro tradicional peculio, podríamos sacarle pingües rendimientos. Paparrigópulos aspiraba —y aspira, pues aún vive y sigue preparando sus trabajos— a introducir la reja de su arado crítico, aunque sólo sea un centímetro más que los aradores que le habían precedido en su campo, para que la mies crezca, merced a nuevos jugos, más lozana, y ganen mejor las espigas y la harina sea más rica y comamos los españoles mejor pan espiritual y más barato.

Hemos dicho que Paparrigópulos sigue trabajando y preparando sus trabajos para darlos a luz. Y así es. Augusto había tenido noticia de los estudios de mujeres a que se dedicaba por comunes amigos de uno y de otro, pero no había publicado nada ni lo ha publicado todavía.

No faltan otros eruditos que con la característica caridad de la especie, habiendo vislumbrado a Paparrigópulos y envidiosos de antemano de la fama que prevén le espera, tratan de empequeñecerle. Tal hay que dice de Paparrigópulos que, como el zorro, borra con el jopo sus propias huellas, dando luego vueltas y más vueltas por otros derroteros para despistar al cazador y que no sepa por dónde fue a atrapar a la gallina, cuando si de algo peca es de dejar en pie los andamios, una vez acabada la torre, impidiendo así que se admire y vea bien ésta. Otro le llama desdeñosamente cocinador, como si el de cocinar no fuese arte supremo. El de más allá le acusa, va de traducir, ya de arreglar ideas tomadas del extranjero, olvidando que al revestirlas Paparrigópulos en tan neto, castizo y transparente castellano como es el suyo, las hace castellanas y por ende propias, no de otro modo que hizo el padre Isla propio el Gil Blas de Lesage. Alguno le moteja de su principal apoyo en su honda fe en la ignorancia ambiente, desconociendo el que así le juzga que la fe es trasportadora de montañas. Pero la suprema injusticia de estos y otros rencorosos juicios de gentes a quienes Paparrigópulos ningún mal ha hecho, su injusticia notoria, se verá bien clara con sólo tener en cuenta que todavía no ha dado Paparrigópulos nada a luz y que todos los que le muerden los zancajos hablan de oídas y por no callar.

No se puede, en fin, escribir de este erudito singular sino con reposada serenidad y sin efectismos nivolescos de ninguna clase.

En este hombre, quiero decir, en este erudito, pues, pensó Augusto, sabedor de que se dedicaba a estudios de mujeres, claro está que en los libros, que es tratándose de ellas lo menos expuesto, y de mujeres de pasados siglos, que son también mucho menos expuestas para quien las estudia que las mujeres de hoy.

A este Antolín, erudito solitario por timidez de dirigirse a las mujeres en la vida y para vengarse de su timidez las estudiaba en los libros, fue a quien acudió a ver Augusto para de él aconsejarse.

No bien le hubo expuesto su propósito prorrumpió el erudito:

—¡Ay, pobre señor Pérez, cómo le compadezco a usted! ¿Quiere estudiar a la mujer? Tarea le mando...

—Como usted la estudia...

—Hay que sacrificarse. El estudio, y estudio oscuro, paciente, silencioso, es mi razón de ser en la vida. Pero yo, ya lo sabe usted, soy un modesto, modestísimo obrero del pensamiento, que acopio y ordeno materiales para que otros que vengan detrás de mí sepan aprovecharlos. La obra humana es colectiva; nada que no sea colectivo no es ni sólido ni durable...

—¿Y las obras de los grandes genios? La Divina Comedia, la Eneida, una tragedia de Shakespeare, un cuadro de Velázquez...

—Todo eso es colectivo, mucho más colectivo de lo que se cree. La Divina Comedia, por ejemplo, fue preparada por toda una serie...

—Sí, ya sé eso.

—Y respecto a Velázquez..., a propósito, ¿conoce usted el libro de Justi sobre él?

Para Antolín, el principal, el único valor de las grandes obras maestras del ingenio humano, consiste en haber provocado un libro de crítica o de comentario; los grandes artistas, poetas, pintores, místicos, historiadores, filósofos, han nacido para que un erudito haga su biografía y un crítico comente sus obras, y una frase cualquiera de un gran escritor directo no adquiere valor hasta que un erudito no la repite y cita la obra, la edición y la página en que la expuso. Y todo aquello de la solidaridad del trabajo colectivo no era más que envidia e impotencia. Pertenecía a la clase de esos comentadores de Homero que si Homero mismo redivivo entrase en su oficina cantando le echarían a empellones porque les estorbaba el trabajar sobre los textos muertos de sus obras y buscar un apax cualquiera en ellas.

—Pero bien, ¿qué opina usted de la psicología femenina? —le preguntó Augusto.

—Una pregunta así, tan vaga, tan genérica, tan en abstracto, no tiene sentido preciso para un modesto investigador como yo, amigo Pérez, para un hombre que no siendo genio, ni deseando serlo...

—¿Ni deseando?

—Sí, ni deseando. Es mal oficio. Pues bien, esa pregunta carece de sentido preciso para mí. El contestarla exigiría...

—Sí, vamos, como aquel otro cofrade de usted que escribió un libro sobre psicología del pueblo español y siendo, al parecer, español él y viviendo entre españoles, no se le ocurrió sino decir que éste dice esto y aquél aquello otro y hacer una bibliografía.

—¡Ah, la bibliografía! Sí, ya sé...

—No, no siga usted, amigo Paparrigópulos, y dígame lo más concretamente que sepa y pueda qué le parece la psicología femenina.

—Habría que empezar por plantear una primera cuestión y es la de si la mujer tiene alma.

—¡Hombre!

—¡Ah!, no sirve desecharla así, tan en absoluto...

«¿La tendrá él?», pensó Augusto, y luego:

—Bueno, pues de lo que en las mujeres hace las veces de alma... ¿qué cree usted?

—¿Me promete usted, amigo Pérez, guardarme el secreto de lo que voy a decir?... Aunque no, no, usted no es erudito.

—¿Qué quiere usted decir con eso?

—Que usted no es uno de esos que están a robarle a uno lo último que le hayan oído y darlo como suyo...

—Pero ¿esas tenemos?...

—Ay, amigo Pérez, el erudito es por naturaleza un ladronzuelo; se lo digo a usted yo, yo, yo que lo soy. Los eruditos andamos a quitarnos unos a otros las pequeñas cositas que averiguamos y a impedir que otro se nos adelante.

—Se comprende: el que tiene almacén guarda su género con más celo que el que tiene fábrica; hay que guardar el agua del pozo, no la del manantial.

—Puede ser. Pues bien, si usted, que no es erudito, me promete guardarme el secreto hasta que yo lo revele, le diré que he encontrado en un oscuro y casi desconocido escritor holandés del siglo XVII una interesantísima teoría respecto al alma de la mujer...

—Veámosla.

—Dice ese escritor, y lo dice en latín, que así como cada hombre tiene su alma, las mujeres todas no tienen sino una sola y misma alma, un alma colectiva, algo así como el entendimiento agente de Averroes, repartida entre todas ellas. Y añade que las diferencias que se observan en el modo de sentir, pensar y querer de cada mujer provienen no más que de las diferencias del cuerpo, debidas a raza, clima, alimentación, etc., y que por eso son tan insignificantes. Las mujeres, dice ese escritor, se parecen entre sí mucho más que los hombres y es porque todas son una sola y misma mujer...

—Ve ahí por qué, amigo Paparrigópulos, así que me enamoré de una me sentí en seguida enamorado de todas las demás.

—¡Claro está! Y añade ese interesantísimo y casi desconocido ginecólogo que la mujer tiene mucho más individualismo, pero mucha menos personalidad que el hombre; cada una de ellas se siente más allá, más individual, que cada hombre, pero con menos contenido.

—Sí, sí, creo entrever lo que sea.

—Y por eso, amigo Pérez, lo mismo da que estudie usted a una mujer o a varias. La cuestión es ahondar en aquélla a cuyo estudio usted se dedique.

—Y ¿no sería mejor tomar dos o más para poder hacer el estudio comparativo? Porque ya sabe usted que ahora se lleva mucho esto de lo comparativo...

—En efecto, la ciencia es comparación; mas en punto a mujeres no es menester comparar. Quien conozca una, una sola bien, las conoce todas, conoce a la Mujer. Además, ya sabe usted que todo lo que se gana en extensión se pierde en intensidad.

—En efecto, y yo deseo dedicarme al cultivo intensivo y no al extensivo de la mujer. Pero dos por lo menos..., por lo menos dos...

—¡No, dos no! ¡De ninguna manera! De no contentarse con una, que yo creo es lo mejor y es bastante tarea, por lo menos tres... La dualidad no cierra.

—¿Cómo que no cierra la dualidad?

—Claro está. Con dos líneas no se cierra espacio. El más sencillo polígono es el triángulo. Por lo menos tres.

—Pero el triángulo carece de profundidad. El más sencillo poliedro es el tetraedro; de modo que por lo menos cuatro.

—Pero dos no, ¡nunca! De pasar de una, por lo menos tres. Pero ahonde usted en una.

—Tal es mi propósito.

(Niebla, cap. XXIII, 1914)

Don Eloíno R. de Alburquerque

—¿Te acuerdas Augusto —le decía Víctor-, de aquel don Eloíno Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro?

—¿Aquel empleado de Hacienda tan aficionado a correrla, sobre todo de lo baratito?

—El mismo. Pues bien..., ¡se ha casado!

—¡Valiente carcamal se lleva la que haya cargado con él!

—Pero lo estupendo es su manera de casarse. Entérate y ve tomando notas. Ya sabrás que don Eloíno Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro, a pesar de sus apellidos, apenas si tiene sobre qué caerse muerto ni más que su sueldo de Hacienda, y que está, además, completamente averiado de salud.

—Tal vida ha llevado.

—Pues el pobre padece una afección cardíaca de la que no puede recobrarse. Sus días están contados. Acaba de salir de un achuchón gravísimo, que le ha puesto a las puertas de la muerte, y le ha llevado al matrimonio, pero a otro... revienta. Es el caso que el pobre andaba de casa en casa de huéspedes y de todas partes tenía que salir, porque por cuatro pesetas no pueden pedirse gollerías ni candingas en mojo de gato, y él era muy exigente. Y no del todo limpio. Y así, rodando de casa en casa, fue a dar a la de una venerable patrona, ya entrada en años, mayor que él, que, como sabes, más cerca anda de los setenta que de los cincuenta, y viuda dos veces; la primera de un carpintero que se suicidó tirándose de un andamio a la calle, y a quien recuerda a menudo como su Rogelio, y la segunda, de un sargento de carabineros que le dejó al morir un capitalito que le da una peseta al día. Y hete aquí que hallándose en casa de esta señora viuda da mi don Eloíno en ponerse malo, muy malo, tan malo que la cosa parecía sin remedio y que se moría. Llamaron primero a que le viera don José, y luego don Valentín. Y el hombre, ¡a morir! Y su enfermedad pedía tantos y tales cuidados, y a las veces no del todo aseados, que monopolizaban a la patrona, y los otros huéspedes empezaban ya a amenazar con marcharse. Y don Eloíno, que no podía pagar mucho más, y la doble viuda diciéndole que no podía tenerle más en su casa, pues le estaba perjudicando el negocio. «Pero ¡por Dios, señora, por caridad! —parece que le decía él-. ¿Adónde voy yo en este estado, en qué otra casa van a recibirme? Si usted me echa tendré que ir a morirme al hospital... ¡Por Dios, por caridad! ¡Para los días que he de vivir!...». Porque él estaba convencido de que se moría y muy pronto. Pero ella, por su parte, lo que es natural, que su casa no era hospital, que vivía de su negocio y que se estaba ya perjudicando. Cuando en esto a uno de los compañeros de oficina de don Eloíno se le ocurre una idea salvadora, y fue que le dijo: «Usted no tiene, don Eloíno sino un medio de que esta buena señora se avenga a tenerle en su casa mientras viva». «¿Cuál?», preguntó él. «Primero —le dijo el amigo— sepamos lo que usted se cree de su enfermedad». «¡Ah!, pues yo que he de durar poco, muy poco, acaso no lleguen a verme con vida mis hermanos». «¿Tan mal se cree usted?». «Me siento morir...». «Pues si así es, le queda un medio de conseguir que esta buena mujer no le ponga de patitas en la calle obligándole a irse al hospital». «¿Y cuál es?». «Casarse con ella». «¿Casarme con ella?, ¿con la patrona? ¿Quién, yo? ¡Un Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro! ¡Hombre, no estoy para bromas!». Y parece que la ocurrencia le hizo un efecto tal que a poco se queda en ella

—Y no es para menos.

—Pero el amigo, así que él se repuso de la primera sorpresa, le hizo ver que casándose con la patrona le dejaba trece duros mensuales de viudedad, que de otro modo no aprovecharía nadie y se irían al Estado. Ya ves tú...

—Sí, sé de más de uno, amigo Víctor, que se ha casado nada más que para que el Estado no se ahorrase una viudedad. ¡Eso es civismo!

—Pero si don Eloíno rechazó tan indignado tal proposición, figúrate lo que diría la patrona: «¿Yo? ¿Casarme yo, a mis años, y por tercera vez, con ese carcamal? ¡Qué asco!». Pero se informó del médico, le aseguraron que no le quedaban a don Eloíno sino muy pocos días de vida, y diciendo: «La verdad es que trece duros al mes me arreglan», acabó aceptándolo. Y entonces se le llamó al párroco, al bueno de don Matías, varón apostólico, como sabes, para que acabase de convencer al deshauciado. «Sí, sí, sí —dijo don Matías-; ¡sí, pobrecito!, ¡pobrecito!». Y le convenció. Llamó luego don Eloíno a Correíta, y dicen que le dijo que quería reconciliarse con él —estaban reñidos-, y fuese testigo de su boda. «Pero ¿se casa usted, don Eloíno?». «Sí, Correíta, sí, ¡me caso con la patrona!, con doña Sinfo! ¡Yo, un Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro, figúrate! Yo porque me cuide los pocos días de vida que me quedan... No sé si llegarán mis hermanos a tiempo de verme vivo..., y ella por los trece duros de viudedad que le dejo». Y cuentan que cuando Correíta se fue a su casa y se lo contó, como es natural a su mujer, a Emilia, ésta exclamó: «Pero ¡tú eres un majadero, Pepe! ¿Por qué no le dijiste —que se casase con Encarna— Encarnación es una criada, ni joven, ni guapa, que llevó Emilia como de dote a su matrimonio-, que le habría cuidado por los trece duros de viudedad tan bien como esta tía?». Y es fama que la Encarna añadió: «Tiene usted razón, señorita; también yo me hubiera casado con él y le habría cuidado lo que viviese, que no será mucho, por trece duros».

—Pero todo eso, Víctor, parece inventado.

—Pues no lo es. Hay cosas que no se inventan. Y aún falta lo mejor. Y me contaba don Valentín, que es después de don José quien ha estado tratando a don Eloíno, que al ir un día a verle y encontrarse con don Matías revestido, creyó que era para darle la Extremaunción al enfermo, y le dicen que estaba casándole. Y al volver más tarde le acompañó hasta la puerta la recién casada patrona, ¡por tercera vez!, y con voz compungida y ansiosa le preguntaba: «Pero, diga usted, don Valentín, ¿vivirá?, ¿vivirá todavía? «No señora, no; es cuestión de días...». «Se morirá pronto, ¿eh?». «Sí, muy pronto». «Pero ¿de veras se morirá?».

—¡Qué enormidad!

—Y no es todo. Don Valentín ordenó que no se le diese al enfermo más que leche, y de ésta poquita cada vez, pero doña Sinfo decía al otro huésped: «¡Quiá! ¡Yo le doy de todo lo que pida! ¡A qué quitarle sus gustos si ha de vivir tan poco!...». Y luego ordenó que le diese unas ayudas, y ella decía: «¿Unas ayudas? ¡Uf, qué asco! ¿A este tío carcamal? ¡Yo no, yo no! ¡Si hubiese sido a alguno de los otros dos, a los que quería, con los que me casé por mi gusto! Pero ¿a éste?, ¿unas ayudas?, ¿yo? ¡Cómo no...!».

—¡Todo esto es fantástico!

—No, es histórico. Y llegaron unos hermanos de don Eloíno, hermano y hermana, y él decía abrumado por la desgracia: «¡Casarse mi hermano, mi hermano, un Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro, con la patrona de la calle de Pellejeros! ¡Mi hermano, hijo de un presidente que fue de la Audiencia de Zaragoza, de Za-ra-go-za, con una... doña Sinfo!». Estaba aterrado. Y la viuda del suicida y recién casada con el desahuciado se decía: «Y ahora verá usted, como si lo viera, ¡con esto de que somos cuñados se irán sin pagarme el pupilaje, cuando yo vivo de esto!». Y parece que le pagaron, sí, el pupilaje, y se lo pagó el marido, pero se llevaron un bastón de puño de oro que él tenía.

—¿Y murió?

—Sí, bastante después. Mejoró, mejoró bastante. Y ella, la patrona, decía: «De esto tiene la culpa ese don Valentín, que le ha entendido la enfermedad... Mejor era el otro, don José, que no se la entendía. Si sólo le hubiese tratado él, ya estaría muerto, y no que ahora me va a fastidiar. Ella, doña Sinfo, tiene, además de los hijos del primer marido, una hija del segundo, del carabinero, y a poco de haberse casado le decía don Eloíno: «Ven, ven acá, que te dé un beso, que ya soy tu padre; eres hija mía...». «Hija, no —decía la madre-, ¡ahijada!». «¡Hijastra, señora, hijastra! Ven acá... Os dejo bien...». Y es fama que la madre refunfuñaba: «¡Y el sinvergüenza no lo hacía más que para sobarla!... ¡Habrase visto!». Y luego vino, como es natural, la ruptura. «Esto fue un engaño, nada más que un engaño, don Eloíno, porque si me casé con usted fue porque me aseguraron que usted se moría y muy pronto, que si no..., ¡pa chasco! Me han engañado, me han engañado». «También a mí me han engañado, señora. ¿Y qué quería usted que hubiese yo hecho? ¿Morirme por darle gusto?». «Eso era lo convenido». «Ya me moriré, señora, ya me moriré... y antes que quisiera... ¡Un Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro!».

Y riñeron por cuestión de unos cuartos más o menos de pupilaje, y acabó ella por echarlo de casa: «¡Adiós, don Eloíno, que le vaya a usted muy bien». «Quede usted con Dios, doña Sinfo». Y al fin ha muerto el tercer marido de esta señora dejándole 2,15 pesetas diarias, y además le han dado 500 para lutos. A lo más le ha sacado un par de misas, por remordimiento y por gratitud a los trece duros de viudedad.

—Pero ¡qué cosas, Dios mío!

—Cosas que no se inventan, que no es posible inventar. Ahora estoy recogiendo más datos de esta tragicomedia, de esta farsa fúnebre. Pensé primero hacer de ello un sainete; pero considerándolo mejor he decidido meterlo de cualquier manera, como Cervantes metió en su Quijote, aquellas novelas que en él figuran, en una novela que estoy escribiendo para desquitarme de los quebraderos de cabeza que me da el embarazo de mi mujer.

(Niebla, cap. XVII, 1914)

Don Catalino, hombre sabio

Fui a ver a don Catalino. Recordarán ustedes que don Catalino es todo un sabio; esto es, un tonto, tan sabio que no ha sabido nunca divertirse y no más que por incapacidad de ello. Lo que no quiere decir que don Catalino no se ría: don Catalino se ríe a mandíbula batiente, pero hay que ver de qué cosas se ríe don Catalino. ¡La risa de don Catalino es digna de un héroe de una novela de Julio Verne! Y no diría yo que don Catalino no le encuentre divertido y hasta jocoso, amén de instructivo, ¡por supuesto!, al tal Julio Verne, delicia de cuando teníamos trece años, don Catalino es, como ven ustedes, un niño grande, pero sabio, esto es, tonto.

Don Catalino cree, naturalmente, en la superioridad de la filosofía sobre la poesía, sin habérsele ocurrido la duda —don Catalino no duda sino profesionalmente, por método-, de si la filosofía no será más que poesía echada a perder, y cree en la superioridad de la ciencia sobre el arte. De las artes prefiere la música, pero es porque dice que es una rama de la acústica, y que la armonía, el contrapunto y la orquestación tienen una base matemática. Inútil decir que don Catalino estima que el juego del ajedrez es el más noble de los juegos, porque desarrolla altas funciones intelectuales. También le gusta el billar, por los problemas de mecánica que en él se ofrecen.

Un amigo mío, y suyo, dice que don Catalino es anestético y anestésico. Pero anestésicos son casi todos los sabios. Al cuarto de hora de estar uno hablando con ellos se queda como acorchado y en disposición de que le arranquen, sin dolor alguno, el corazón.

Don Catalino cree en la organización, en la disciplina y en la técnica, y es feliz. Tan feliz como un perro de aguas, que le acompaña en sus excursiones científicas. Al cual perro de aguas le ha enseñado, para divertirse, a andar en dos patas y a saltar por un aro. Por donde se ve que no estuve del todo justo al decir que don Catalino no sabe divertirse. Aunque hay quien dice que no es por diversión, sino por experimentación, por lo que don Catalino, perfecto mamífero vertical —que es la mejor definición del homo sapiens de Linneo-, ha enseñado a su perro a verticalizarse, a humanizarse.

Además, don Catalino le ha enseñado a un loro que tiene a decir: «Dos más tres, cinco»; y si no le ha enseñado (a+b)2 = a2+2ab + b2, o el principio de Arquímides —"«Todo cuerpo sumergido en un líquido», etc."-, es porque esto resultaba demasiado largo para un loro. Y don Catalino se empeña que es mejor para el loro el que aprenda eso de «dos más tres, cinco», que no Torito real, para España y para Portugal», u otra variedad por el estilo. Vaciedad, así la llamaba él. Y no pude convencerle de que en boca del loro tan vaciedad es «el dos más tres, cinco», o un axioma cualquiera.

—No —me decía don Catalino-, ya que los loros hablan, que enuncien verdades científicas.

—Pero, venga usted acá, don Catalino de mis pecados —le dije-; dejando a un lado eso de verdades científicas, como si no bastase que fueran verdades a secas, ¿usted cree que un axioma o el principio más comprobado es, en boca del loro, verdad? Ni es verdad, ni es nada más que una frase.

—La verdad es algo objetivo, independiente de la intención y del estado de conciencia de quien la enuncia.

Y don Catalino se disponía a desarrollar este luminoso apotegma y a demostrármelo por a más b, cuando me puse en salvo. Porque don Catalino, sabio anestético y anestésico, es más objetivo todavía que las verdades científicas que enuncia. Y no hay nada que me desespere más que un hombre objetivo.

Inútil decir que a don Catalino se le conoce mucho más y mejor en Alemania que en esta su ingrata patria. Como que yo creo que aquí se empezará a conocerle cuando se traduzca su gran obra de la última traducción alemana. Don Catalino está en correspondencia con los grandes espadas extranjeros de la especialidad que cultiva, con los don Catalinos de Europa. De Europa como unidad intelectual, por supuesto.

Don Catalino se lamenta de nuestra ligereza, de nuestro exceso de imaginación. Esto del exceso de imaginación, que es una manía de don Catalino, es una manera de decir, porque nuestro sabio, hablando de imaginación, es como un buey mugiendo amor. Un día le encontré apenado y casi indignado. Yendo de viaje, en un momento de distracción tentadora, se le ocurrió leer una crónica de Julio Camba, y luego me decía: «¡Esto no es serio... esto no es serio!».

—¿Y qué es lo serio, don Catalino? —le pregunté.

—Bueno, dejémonos de paradojas —me contestó-. Esto que yo le digo a usted, amigo don Miguel, es que, a título de humorismo y por hacer reír a las gentes, se produce un lamentable espíritu de irreverencia hacia la Ciencia...

No se descubrió al pronunciar la palabra Ciencia —y la pronunció así, con letra mayúscula-, pero es porque estaba ya descubierto. Yo volví a ponerme en salvo, de miedo de que intentara demostrarme que es pernicioso para un pueblo el espíritu de irreverencia para con la Ciencia y sus abnegados cultivadores.

Como se ve, cada vez que me pongo a tiro de don Catalino acabo por escaparme, buscando ponerme en salvo.

Y es que temo que acabe por convencerme de algo, que sería para mí lo más terrible que pudiera sucederme.

Fui, pues, como dije, a ver a don Catalino. Quería conocer su opinión respecto a esta guerra. Es decir respecto a la guerra precisamente, no, sino respecto a los zeppelines, a los submarinos, a los morteros del 42 y a los gases asfixiantes. Esperaba oírle cosas regocijantes y peregrinas sobre esos grandes inventos de la ciencia aplicada. Pero apenas me tuvo don Catalino a tiro me espetó a boca de jarro este epifonema:

—Hombre, me alegra verle a usted, para decirle que cada vez le comprendo a usted menos.

—¡Tanto honor!... —exclamé.

—¿Cómo honor?

—Honor, sí. El no ser comprendido por un sabio, y por un sabio como usted, don Catalino, es uno de los más grandes honores.

—Pues, no le comprendo...

—Yo sí comprendo que usted no lo comprenda. Porque ustedes los sabios estudian las cosas, pero no a los hombres...

—Hombre, hombre, amigo don Miguel... Hay antropólogos, es decir, sabios que se dedican a estudiar al hombre...

—Sí, pero como cosa, no como hombre.

—Y psicólogos...

—Sí, que estudian también el alma objetivamente, como una cosa...

—¡Ah! —exclamó-, ¡usted es partidario, sin duda, de la introspección! Pues verá usted...

—No, no veré nada —le dije aterrado-, me acuerdo de repente que tengo una cita. Volveré otro día...

Y me escapé una vez más. Fuime a casa a leer un poeta cualquiera, el menos científico, forzosamente convencido de aquella verdad de que si el poeta es loco, el sabio, en cambio, es tonto de capirote. Y entre oír los graciosos embustes de un loco o las ramplonas verdades científicas de un tonto, no cabe duda alguna. Me divierten más las aventuras de Belerofonte o la leyenda de Edipo, que no el binomio de Newton. Y en cuanto a utilidad, como al fin y al cabo se ha de morir uno... La cuestión es pasar la vida divertido. Y aunque me divierto con don Catalino, puedo asegurarles a ustedes que don Catalino no me divierte. No pasa de ser para mí una rara estética; quiero decir, un sujeto para bromas de mal género, como con esta semblanza pretendo darle ¡Porque cuando la lea!...

(La Esfera, Madrid, 24-VII-1915)

Don Bernardino y doña Etelvina

Era don Bernardino, aunque soltero, un eminente sociólogo, ya con lo cual queda dicho todo cuanto esencial respecto a él se puede decir. Mas dentro de la sociología la especialidad de nuestro soltero era el feminismo, y es claro, merced a ello, no tenía partido alguno entre las muchachas casaderas. Huían todas de aquel hombre que no iba sino a hablarles de sus derechos. Está visto que un feminista no sirve para conquistador porque cuando una mujer le oye a un hombre hablarle de la emancipación femenina, se dice al punto: «¡Aquí hay trampa!, ¿para qué querrá éste emanciparnos?

Así es que el pobre don Bernardino, a pesar de su sociología —presunta fuente de resignación-, se desesperaba; mas sin perder su fe en la mujer, o más bien en el feminismo. Y lo que más le dolía era ni poder lograr siquiera que las muchachas le llamasen Bernardino a secas. ¡No, había de ser don!, suponíale el don la sociología, ciencia grave si las hay. Era autor de varias obras de varia doctrina y en el membrete de los pliegos de papel para sus cartas hizo grabar esto:


Bernardino Bernárdez,
abogado y sociólogo
autor de «La emancipación de la mujer».
 

Lo sustantífico del membrete estaba en la conjunción y: no «abogado sociólogo» o «sociólogo abogado» —o si se quiere «abogado sociológico» o «sociológico abogadesco»-, sino abogado y sociólogo. Y en pliegos con ese tan bien estudiado membrete escribía sus declaraciones amorosas, invitando a alguna doncella, sobre todo si era rica heredera, a que se desemancipara haciéndose de él. Pero el pobrecito no lograba que le hiciesen caso aquellas a quienes se dirigía con tan honestos fines sociológicos, como no fuese para hacerle blanco de sus burlas. «Tan pésima educación le hemos dado —se decía— que la mujer es, como el niño, un ser esencialmente burlón». Cierto es que puso en él ojos de codicia una joven feminista, y por lo tanto socióloga, pero resultó ser ella, la pobrecita, pobre, fea y tonta. Y no era bastante la comunión de ideales para unirlos en más estrecho nudo, según don Bernardino creía. Aparte de que el sociólogo prefería para mujer propia una no feminista, a la que tuviere que convertir a su doctrina, pues así no se les acabarían tan pronto los motivos de conversación y hasta de discordia conyugales, tan necesaria esta segunda para preparar dulces reconciliaciones en el matrimonio.

Y era lo más triste que con estos desengaños y desventuras corría grave riesgo la fe de don Bernardino en la futura emancipación de la mujer. Aquel desdén que las muchachas casaderas le dedicaban habría bastado para quebrantar las convicciones feministas de otro que no fuese don Bernardino. Pero él sabía bien que la emancipación de la mujer hay que hacerla contra las preocupaciones de las mujeres mismas y que todo redentor ha de salir crucificado por aquellos mismos a quienes acude a redimir. «Además —se decía sociológicamente don Bernardino— la mujer es ingrata, pero no por naturaleza, sino por arte, en vicio de la detestable educación que le ha impreso nuestra cultura masculina, y hay que desavezarla de esa ingratitud. ¡Y acaso la soltería sea el principio de mi labor rescatadora!».

Mas he aquí que empezó a servirle de consuelo y de distracción a nuestro sociólogo feminista, en medio de las amarguras de su apostolado, el conocimiento de los escritos de una singular dama futurista, doña Etelvina López. La cual defendía ardientemente el masculinismo, tronando contra la mujer, cuya inferioridad le parecía evidente. Contra la mujer ordinaria y común, de tipo medio, por supuesto, que en cuanto a ella misma no le cabía duda de estar fuera de la órbita de su propio sexo. «Soy mujer por equivocación —solía decir— y reniego de serlo».

Don Bernardino empezó escandalizándose de las doctrinas de la futurista y masculinista doña Etelvina, pero acabó sospechando que hubiese un último consorcio oculto entre el feminismo masculino y el masculinismo femenino, y creyó adivinar bajo las invectivas de aquella escritora contra su propio sexo el dejo de una amargura melliza de aquella otra que celaban sus propias defensas de la igualdad, si es que no superioridad, del ingrato sexo femenino sobre el masculino. Y por su parte doña Etelvina, la masculinista, admiraba a don Bernardino, cuyas doctrinas rebatía de continuo, citando, entre ardorosos encomios, pasajes de las obras de nuestro desconsolado soltero. «Mi eminente adversario»: es como solía llamarle. «Si el sexo fuera yo —solía decir doña Etelvina-, si todas las demás mujeres fuesen como yo, la mujer que por equivocación soy, acaso las generosas y nobles aunque equivocadas doctrinas de don Bernardino estuviesen en su punto de verdad, pero siendo como son, por desgracia y hado, en el mujerío lo único acertado es mi masculinismo, las mujeres no merecen emancipación».

Y se puso a escribir doña Etelvina un libro titulado La emancipación del hombre —contraprueba de otro de don Bernardino titulado La emancipación de la mujer-, en el que sostenía la dama futurista y masculinista que el hombre no se emanciparía mientras no se sacudiera de las cadenas de su culto a la mujer. «Si las demás mujeres quieren ser ídolos —decía en su libro— buena pro les haga. El hombre convierte los arados en ídolos en vez de hacer de los ídolos arados. Yo quiero ser arado y que no se me rinda culto, sino que se me maneje para arar bien la tierra común».

Cuando don Bernardino leyó la obra de doña Etelvina sintió que una súbita lumbre le alumbraba los senos más recónditos de su conciencia feminista. Empezaron discutiéndose uno a otro las doctrinas en medio de grandes elogios recíprocos, siguieron entablando una larga y tirada correspondencia epistolar mutua, cambiáronse luego los retratos, se dedicaron uno a otro sendas obras y al cabo acordaron tener una entrevista personal cuerpo a cuerpo. A todo lo cual él frisaba en los cincuenta y en los cuarenta ella, y sin esperanza alguna de rejuvenecimiento.

Celebraron la entrevista, pero no nació de ella, contra lo que acaso deseaban y aun esperaban, sentimiento otro que el de un mayor respeto mutuo a sus sendos y contrapuestos ideales sociológicos. Salió don Bernardino admirando aun más el saber y la audacia intelectual de la masculinista doña Etelvina y salió ésta más asombrada aun de la ciencia sociológica del gran feminista, pero ni uno ni otro sintieron otra más honda inclinación, de esas en que toma la carne perecedera su parte. Acaso al ir a entrevistarse mantuvieron el presentimiento de que aquello acabaría en matrimonio, pero luego sintiéronse muy fríos a tal respecto.

Mas como quiera que los discípulos y discípulas, admiradores y admiradoras de uno y de otra, y con ellas sus adversarios y adversarias, despreciadores y despreciadoras, contaran como cosa segura que aquella entrevista que pronto se hizo pública acabaría en boda, encontráronse ambos sociólogos, macho y hembra, en singularísima situación frente a la conciencia pública. ¿Cómo resolver, pues, este conflicto que sin duda lo era? Mediante un matrimonio intelectual, castísimo y purísimo, y muy fecundo a la vez para la sociología, mediante una colaboración en una obra común, que aparecería bajo el nombre de ambos, y en que se trataría de hacer la síntesis de las opuestas doctrinas, del feminismo masculino de don Bernardino y el masculinismo femenino de doña Etelvina, pues habían descubierto que había una región sublime, sexual, en que ambos ideales se reducían a uno solo.

Llegó la colaboración a ser tan estrecha y a exigir una tal convivencia entre ellos que acordaron irse a vivir juntos, mas sin casarse y manteniéndose carnalmente apartado el uno del otro, conservando doña Etelvina, masculinista, su inmaculada virginidad corporal, pero conviviendo ambos para poder colaborar y consumar mejor, mediante diarios coloquios, sus respectivos esfuerzos mentales. Fue, pues, una especie de boda de ideales, un matrimonio intelectual entre el feminismo masculino que don Bernardino profesaba y el masculinismo femenino profesado por doña Etelvina, ayudando al espiritual conyugio la misma aparente oposición de las respectivas doctrinas que trataban de fundir en una síntesis superior.

El gentío intelectual murmuraba de aquélla, a su malicia, sospechosa convivencia, pero don Bernardino como doña Etelvina ponían sus corazones muy por encima del fango de la maledicencia intelectualística y sabían afrontar impávidos el qué dirán. No sin que éste influyese, como gran galeoto en ellos, pero muy de otra manera que lo hubiesen sospechado. Porque el caso fue que tanto el uno como la otra empezaron, por virtud de aquella convivencia, a sentirse desasosegados y como si a él le hiciese falta mujer y a ella hombre, pero, por otra parte, repeliéndose mutuamente. El común trabajo intelectual yacía abandonado y como en barbecho, pasándoseles días y hasta semanas y meses en que no ponían en él atención ni hablaban de él siquiera. Las ausencias del hogar común, del hogar intelectual, eran cada vez más frecuentes y largas. Y a la par se iba cumpliendo, no la obra de síntesis, sino la de disolución de sus respectivos ideales, pues cada vez se sentía menos feminista don Bernardino y menos masculinista doña Etelvina. Reconocía ya ésta que la idolatría del hombre por la mujer tiene su fundamento y que no es tan molesto el papel de ídolo como antaño le pareciera, y reconocía don Bernardino que la mujer no es tan ingrata como él supusiera y que no hace falta emanciparla, pues ya se da ella maña para dominar al hombre, su dominador.

Algo extraño, muy extraño, ocurría en el hogar intelectual de aquel extraño conyugio. Hasta que un día, no supieron ni el uno ni la otra cómo, pero ello fue que llegaron a una confesión mutua. Y resultó que ambos estaban seriamente comprometidos, pero no el uno con la otra, ni ésta con él. Los dos habían buscado sus sendos complementos afectivos, y aun algo más que afectivos, fuera de la colaboración intelectual. Se abrieron mutuamente los corazones, se hizo cada uno de ellos confidente del otro, y se consolaron mutuamente.

—¿Y ahora qué hacemos, Etelvina? —le dijo don Bernardino-. ¿Separarnos e ir cada cual a vivir con quien el providente Azar le ha deparado?

—No, de ninguna manera, Bernardino; ¡eso no es posible; eso daría que hablar! Todo menos eso.

—¿Pues entonces, mujer?

—Hombre, te diré. La solución no puede ser más que una y es que nuestros respectivos complementos se sacrifiquen a esta nuestra unión intelectual, que por lo que he oído decir de tu compañera de azar y por lo que yo sé de mi aleatorio compañero no les será difícil, y que aparezcamos a los ojos del maligno gentío intelectual como una pareja perfecta. La solución es que nos casemos como quien lo hace a posteriori y como por consagración y que aparezca lo que venga como hijo común nuestro.

—¡Es una ingeniosa solución sociológica! —exclamó el exfeminista.

Y así fue que pocos días después se enteraban las gentes de que don Bernardino y doña Etelvina habían formalizado sociológicamente, esto es, por contrato y sacramento, su unión. «Si no podía ser de otra manera», se decían.

Algún tiempo después, a los tres o cuatro meses, se supo que doña Etelvina había dado a luz dos robustos gemelos, niño y niña. ¡Tenía que ser así —decían los humoristas-, es la síntesis en que trabajan!». Pero lo curioso fue que el niño y la niña no se parecían en nada, según los que lograron verlos. Y no faltó quien añadiese que allí había algún misterio y que la nodriza que tomaron para uno de ellos, para el niño, se arrogaba demasiadas atribuciones en la casa. Y decíase que andaba por la casa un grandísimo bausán, acaso el novio de la nodriza, que también se movía por ella como si estuviese en propio terreno. Pero nunca se llegó a sospechar la verdad y como en la casa hubo dos alumbramientos en un mismo día, y casi a la misma hora, ni el género de extraña mellicidad de aquellos dos pobrecitos inocentes. Los cuales aparecieron como hermanos y como tales fueron educados.

Creemos que huelga decir que la obra de la síntesis entre el feminismo de don Bernardino y el masculinismo de doña Etelvina quedó en eterno barbecho, y que la nodriza del niño y el bausán aquel acabaron por casarse e instalándose en el hogar del matrimonio intelectual lo explotaron de lo lindo.

—¡Extraña combinación! —solía decir doña Etelvina.

—¡Di más bien concuaternación! —le agregaba don Bernardino.

(Mercurio, Nueva Orleans, EE. UU., marzo de 1916)

Don Silvestre Carrasco, hombre efectivo

(Semblanza en arabesco)

Don Silvestre Carrasco, natural de Carvajal del Monte, es un hombre efectivo. Quiero decir que no es causativo. O más claro —si es que no más oscuro-: que no se preocupa de las causas, sino de los efectos. Ante todo fenómeno natural o histórico, material o espiritual, no busca sus causas, sino que inquiere sus efectos.

Hay filósofos, sin embargo, que atendiendo a que don Silvestre Carrasco ante el fenómeno «a» busca sus efectos —aquellos efectos de que «a» es causa— y no sus causas —las causas de que «a» es efecto— consideran que don Silvestre ve en «a» una causa y no un efecto, y por lo mismo le llaman al señor Carrasco un hombre causativo, y no como yo le llamo, efectivo. De donde resulta que lo mismo se le puede llamar de un modo que de otro. Y de igual manera, o sea, procediendo por análoga dialéctica psicológica, lo mismo da decir de don Silvestre Carrasco que es tradicionalista y optimista e individualista, que decir de él que es progresista y pesimista y socialista.

En rigor, don Silvestre está más acá de esas diferencias. Es la suya un alma indiferencial. Pero la tiene, como cada quisque, en su almario. Y cabe decir que la suya es más almario que alma. Los espíritus malignos dicen que es alma de cántaro o de cañón. Y es hombre nuestro don Silvestre que se vacía en unos cuantos aforismos. Es decir, se vacía no, sino que se llena. Su almario no puede vaciarse.

Cuando alguno de esos desgraciados que sufren al ver al prójimo en un error o una ignorancia, intenta discutir con don Silvestre... Es decir, intenta discutir con él, ¡no! sino que intenta sacarle de su error o de su ignorancia. Pero a esto llama el señor Carrasco discutir con él. Todo el que se empeña en enseñarle algo que no sabía es que quiere discutir con él, o mejor, es que trata de discutirle. Y cuando alguien trata de discutirle, don Silvestre le sale al paso diciéndole: «Usted, señor mío, tendrá sus ideas, pero yo tengo las mías». Lo cual no es verdad.

Primero, porque don Silvestre Carrasco no tiene sus ideas, sino que eso que llama sus ideas le tienen a él; segundo, porque no son suyas, sino, como expósitas que son, de todos y de ninguno; y últimamente, porque no son ideas. Son una especie de cuerpos extraños que le tienen ocupado el almario o el seso y que a las veces le producen extraños flemones intelectuales. Y cuando le supura el flemón don Silvestre da gritos que aúlla. Es el momento culminante de la discusión, al cabo del cual el señor Carrasco, dando en la mesa un puñetazo con la mano cerrada —que se llama puño-, grita: «¡Porque cuando me pongo, a mí a bruto no me gana nadie!». Y punto redondo, que dijo Blas, como pudo haberlo dicho Perogrullo.

Cuando don Silvestre Carrasco topa con alguien que en vez de discutirle se limita a interrogarle, pretendiendo ejercer con él de partero de ideas al modo de Sócrates, nuestro hombre efectivo —o causativo, según los autores— empieza por sonreírse y decir: «Hombre, hombre, usted quiere saber más que yo...». Porque para don Silvestre tratar de averiguar cómo piensa sobre algo es pretender saber más que él. Y, por fin; si se le aprieta, acaba diciendo con misterio: «Permítame usted que me reserve; yo me entiendo y bailo solo».

Otro de los aforismos de don Silvestre es éste: «Cuanto menos bulto más claridad». Lo que no han logrado poner en claro los psicólogos que hasta hoy han estudiado a este hombre representativo es qué es lo que a fin de cuentas quiere decir con eso el señor Carrasco. Y no falta quien opine que don Silvestre no quiere decir nada ni con ese ni con otro dicho cualquiera, don Silvestre no trata más que de defenderse.

Porque don Silvestre Carrasco es ante todo y sobre todo un hombre defensivo. Y al modo de aquel animalito llamado por los naturalistas moloch horridus, que siendo perfectamente inofensivo, cuando le atacan hincha la gola y toma un aspecto amenazador y feroz, remedando a otros dañinos, y con su miedo trata de amedrantar, así don Silvestre Carrasco, cuando le discuten, como él dice siempre que se trata de extraerle alguno de aquellos cuerpos extraños, hace como que está convencido y como que tiene ideas más en el fondo, bien sabedor de que no las tiene, y convencido, además, de que maldita la falta que le hacen para nada.

«¡Bueno, bueno, esos son embolismos... la cuestión es vivir!», repite don Silvestre. Respecto a qué quiera decir para nuestro hombre eso de embolismos aún no han podido ponerse de acuerdo los autores. Porque cuando se le ha preguntado qué es eso de embolismos ha dicho que... «Pues... pues... embolismos son, mire usted, algo así como andróminas». Y cuando se le ha interrogado por las andróminas ha dicho que son caracolitos en el aire. Y respecto a lo de que la cuestión es vivir no se sabe aún a ciencia cierta qué sea cuestión, ni qué sea vivir para don Silvestre.

Al cual nada le saca más de quicio que los humoristas. «Esos hombres —dice él— que nunca se sabe qué es lo que se proponen». Aunque el mismo don Silvestre, por su parte, jamás se propone cosa alguna, como no sea defenderse, lo que no es proponerse nada. Para el señor Carrasco el humor no es nada positivo. «¿Y eso adónde va?», suele preguntar. Porque no le cabe en la cabeza que haya gentes que no vayan a alguna parte y sólo se propongan andar y pasearse. Y no que don Silvestre crea que se debe ir a alguna parte, ¡no! Don Silvestre comprende muy bien y siente mejor —¡pues no ha de comprenderlo y sentirlo!-, que un hombre no tenga malditas las ganas de ir a parte alguna; pero en ese caso cree que debe estarse quieto y sin moverse. De no ir a un punto conocido y determinado ya de antemano, lo único positivo es no partir de donde se está. Y por esto insisto, en contra de los autores que opinan lo contrario, que don Silvestre es un hombre electivo y no causativo, práctico y no especulativo.

Don Silvestre se ha dado cuenta de que se le estudia y se ha puesto con ello, a la vez que por de fuera muy orondo, por de dentro muy desasosegado y quisquilloso. Porque empieza a temer que cuando hincha la gola y aúlla sus opiniones —las que él llama así-, le conozcan lo que le pasa por dentro. Aunque hay quien cree que a don Silvestre le tiene esto sin cuidado.

Hay, en efecto, autores hipercríticos que opinan que don Silvestre, como el moloch horridus, sabe perfectamente cuando trata de amedrentar con su miedo que su enemigo no se amedrenta y que si parece amedrentarse es que lo finge para cumplir, por su parte, con su papel. Es decir, que el señor Carrasco está en el secreto de la comedia, como lo estamos todos los demás, y cada cual recita su parte. Y luego, entre bastidores, nos sentimos todos compañeros de farándula y de infortunio. ¡Doctrina disolvente!

Pero soy de los que creen que don Silvestre ha llegado a tomar completamente en serio su papel, y no por otra cosa, sino por su incapacidad para ver que no es más que papel. Y la prueba de ello es el cómo le sacan de quicio los humoristas, y no comprende la trágica seriedad de éstos y la pasión con que viven su vida.

Así, don Silvestre, atento siempre a los efectos y no a las causas de lo que va pasando, carece de sentido histórico y no puede llegar a la conclusión consoladora de que en cualquier momento que la historia de la Humanidad se interrumpiera —sea ahora mismo-, viniendo el fin del mundo, se había realizado y completado la vida, que esto es un cuento de nunca acabar, pero que lo es por ser un cuento siempre acabado y sin que tenga argumento de desenlace. Porque si alguna vez se le ocurre a don Silvestre leer una novela, apenas ha entrado en lo que se llama el argumento, se va al final, a ver en qué para todo aquello y luego no lee más la novela. Y por tal arte ha llegado a creerse que la historia humana es también una novela de argumento y desenlace, y que todo gran suceso humano, todo gran acontecimiento histórico, tiene, como una charada, un acertijo, o un logo-grifo, su solución. Y de esta su situación intelectual, o más bien inintelectual, ante todo lo que ocurre, es de donde proceden sus demás modalidades. Siempre está esperando a lo que sucederá mañana, en vez de gozarse en lo que se ha hecho hoy.

Lo que ha contribuido más a trastornar y confundir el almario de nuestro hombre y a hacerle desconfiar de todo intelectual es que tropezó con uno que quiso meterle en la mollera eso del progreso indefinido y de que el contenido del espíritu jamás se agota ni se realiza nunca el ideal, en vez de enseñarle que siempre está terminada la obra y que el ideal se está realizando siempre y en cada momento se cierra la eternidad. Lo cual, claro está, le habría resultado a don Silvestre aun más embolístico que lo otro.

Don Silvestre Carrasco acostumbraba a ir todas las tardes a una tertulia de café donde se pasaba dos o tres horas discutiendo siempre los mismos temas con los mismos argumentos, y con los mismos contendientes: pero desde hace poco suele quedarse muchos días en casa si hace frío y por causa de un catarro crónico. ¿Y qué hace en casa? Los autores dicen que hace solitarios con la baraja. Ello es muy creíble, por ser esa una ocupación muy efectiva.

No es difícil que tengamos pronto ocasión de poder estudiar otras modalidades del almario de don Silvestre Carrasco.

(El Día, Madrid, 27-II-1917)

Un caso de longevidad

Amigo lector: Habrás oído alguna vez decir, y sí no lo oyes ahora, aquello de: «Es como Gómez Cid, que ganaba su suelo después de muerto». Pues bien, voy a contarte el origen de dicho decidero.

Don Anastasio Gómez Cid fue durante muchos años catedrático de Psicología, Lógica y Ética en el Instituto de Renada. Había sido condiscípulo de Aquiles Zurita, cuya melancólica historia y habilidad para conocer el pescado fresco sabemos todos los españoles gracias al inolvidable «Clarín».

Don Anastasio Gómez Cid tenía un tan fino sentimiento ingénito de la verdadera nobleza que huyó siempre, como de la acción de peor gusto, de distraer sobre sí la atención de sus conciudadanos. Sabía, no sabemos si gracias a su psicología, lógica y ética académicas, que la verdadera distinción consiste en no pretender distinguirse. Cumplía estrictamente su deber; pero sin jactancia ni ostentación algunas, y muy de tarde en tarde, de años a brevas, publicaba en El Cronista, de Renada, algún articulillo sobre antigüedades de la ciudad ilustre y siempre noble y fiel. Como en su ética enseñaba que el hombre debe cultivar asiduamente sus sentimientos de sociabilidad iba, para predicar con el ejemplo, todas las tardes al Centro de Ganaderos y Labradores a echar su partida de tute.

No pareció irle muy bien a don Anastasio en su vida; privada, por lo menos a juicio de sus convecinos. Quedose viudo muy joven, y de una mujercita que le salió algo casquivana, y le dejó una hija paralítica y un hijo haragán de nacimiento.

Víctor, el hijo de don Anastasio, era una asombrosa y fertilísima inteligencia para no trabajar. «Tú —solía decirle su padre— con tal de no trabajar eres capaz de pasar toda clase de trabajos». A lo que contestaba el mozo: «Puede ser; pero es peor lo que te he oído decir muchas veces y es que hay quienes por adquirir honores pierden el honor». «Yo no sé, yo no sé —acababa siempre diciéndole el padre— lo que va a ser de vosotros dos cuando yo me muera; ella, la pobre Ángela, paralítica de cuerpo, y tú de alma...». «No tengas cuidado, padre, que ya me arreglaré yo para que no te mueras; siquiera por hacer honor a tu nombre».

Pasaban los años, iba don Anastasio envejeciendo sin que nadie, ni él mismo, lo notara, pues parecía un hombre plantado en lo que se llama cierta edad, y Víctor, su hijo, sin haber querido seguir carrera alguna. No era más que miembro del comité del partido progresista, y cuando había elecciones, notabilísimo muñidor electoral y hombre de un ingenio fertilísimo para tales lides. Todos los que aspiraban a diputados por el distrito de Renada y todos los que lo habían sido le consideraban grandemente. Por su habilidad técnica electorera en primer lugar, y por su haraganería también, que admiraban sin reserva.

Un día el pobre don Anastasio sufrió un ataque de apoplejía que le tuvo a las puertas de la muerte. Salió de él, pero completamente incapaz, no ya para todo ejercicio, mas ni aún para explicar psicología, lógica y ética. «¿Lo ves? ¿Lo ves?», le decía balbuciendo y con lengua estropajosa a su hijo. «No, si no veo nada —le contestó Víctor-; le he dicho que no le dejaré morir mientras yo viva y cumpliré mi palabra. Es palabra de vocal del Comité progresista».

En cuanto Víctor vio que su padre se quedaba inútil para todo trabajo y a la vez para su cátedra, le trasladó, con toda la familia, a una casita de campo de extramuros de Renada, donde tenían un pequeño jardín en que alguna vez se entretenía en cavar el haragán, ya que ese esfuerzo no lo reputara trabajo. La familia se componía de don Anastasio, su hija Ángela, la paralítica, Víctor y una criada de servicio con la que éste andaba enredado en torpes tratos. Allí apenas entraba nadie, sino muy raras veces un médico, compañero progresista. A don Anastasio no le veían más que los de la casa. Pasábase casi todo el día en la cama, alelado excepto a las horas de sol, en que le bajaban un rato al jardincillo. Y al cabo de un año, ni esto.

Víctor se arregló, gracias a sus relaciones políticas, para que su padre cobrara todo el sueldo sin ganarlo. El procedimiento fue de una sencillez admirable, y consistió en incoar el expediente de jubilación del inválido don Anastasio y hacer luego que lo detuvieran, dándole carpetazo en el ministerio. Las nóminas las firmaba el mismo Víctor con el nombre de su padre —no a nombre de él, pues decían ser ilegal-, al principio tratando de imitar la letra, pero muy pronto sin tomarse este trabajo. Aunque para nuestro haragán electorero no era trabajo lo de ponerse a contrahacer letras ajenas. Cuando le preguntaban por la salud de su padre contestaba: «Mal, mal, cada vez peor; eso es incurable, pero va a durar mucho... mucho... mucho...».

Un día hizo llevar Víctor a su casita una buena provisión de madera. Le había dado por la carpintería. Proponíase construir muebles para su propio uso, que si fuese para ganarse la vida con ello no lo habría hecho. Y una noche se entretuvo en enterrar en un gran foso que cavó en un rincón del jardincillo una gran caja. Dentro de ella iba el cadáver de su padre, que se extinguió el día antes. No pudo su hijo, a pesar de sus buenos deseos, alargarle más la vida.

Con una habilidad tan grande como la que desplegaba en las luchas electorales, logró Víctor mantener oculta la muerte del psicólogo, lógico y ético oficial de Renada. Verdad es que los únicos que podían ser cómplices de la piadosa superchería eran una pobre paralítica, una criada de todo servicio con aspiraciones a ama legal de la casa, y el médico progresista compañero de corroblas de Víctor. Y éste, cuando le preguntaban por su padre, respondía invariablemente: «Ahora está menos mal, no sufre; pero incurable del todo. ¡Y así va a durar mucho, pero mucho!». E invariablemente firmaba, con el nombre de su padre, la nómina.

Y duraba, duraba el podre don Atanasio. Cumplió en el padrón municipal y en el escalafón de Institutos los noventa años, y su ya casi olvidado expediente de jubilación se había perdido real y definitivamente en el ministerio... Es lo que ocurre con lo que se deja dormir, y es que al fin se muere de veras.

Los convecinos del difunto don Atanasio, aunque casi tan difuntos como él, sorprendíanse de su longevidad, y cuando le hablaban de ella a su hijo, respondía éste: «En rigor no vive ya hace años; existe. Lo único que hace es firmar». «¿Pero firma?», le preguntaban. Y él muy serio: «Sí, llevándole yo de la mano». Y cuando su amigote el médico progresista, sabedor del embuste, le manifestaba terrores de que se descubriese al cabo la superchería: «Quítate, hombre —le contestaba-; aquí no se descubre nada, y además, si fuese mi padre el único difunto que cobra... Y a mí, que he hecho votar a tantos difuntos para sacar adelante a los candidatos del gobierno, no tiene éste derecho a privarme de mi difunto padre». Y llevaba razón.

Como el don Atanasio oficial, el del escalafón, se iba acercando a los cien años, los renatenses, y, sobre todo, los que habían sido discípulos del consecuente psicólogo, lógico y ético, se propusieron celebrar su centenario. Desfilarían ante el lecho del anciano, aunque éste no se enterara de ello. Víctor lo aceptó. Pensaba hacer un muñeco, de rostro y manos de cera, darle el mayor parecido posible con su padre y tenderlo en la cama. Sería un golpe maestro de audacia y de habilidad, algo que coronaría su fama de diestrísimo agente político. Llegó a entusiasmarse con la idea. Y él mismo, así como construyera antaño la caja en que enterró a su padre, se puso a modelar en cera y a pintar luego el rostro y las manos de él. Para ahorrarse trabajo le supuso calvo del todo y afeitado, resolviendo así el problema del pelo, que podía haberle llevado a abrir los ojos de sus convecinos. Y conforme avanzaba en su trabajo, él, el haragán, se entusiasmaba con las aptitudes de retratista modelador, casi de escultor, que descubría en sí. «Tendré que dedicarme a la escultura si al fin tengo que dar a mi padre por muerto», pensó. Porque lo de la política no andaba ya muy bien.

Mas he aquí que cuando apenas faltaban cuatro meses para el día del centenario de don Anastasio y Víctor tenía terminada la efigie de la ceremonia, una pulmonía se llevó al piadoso hijo, fiel guardador de la memoria y de los sueldos de su padre. Y entonces, al saberse la superchería estalló primero una colectiva exclamación de admirativo asombro, celebraron todos la talentuda travesura y la genial osadía del gran Víctor Gómez, y dieron luego todos en decir que habían estado en el secreto y que no fueron engañados. Había un pobre mozo que aspiraba a la cátedra de don Atanasio y que también se creyó obligado a fingir que estuvo en el secreto, y cuando le argüían de cómo se callara, decía: «Era mi maestro y le debía respeto; le debía respeto aun más después de muerto... Por otra parte, aspiro yo también a llegar y si puedo a pasar de los cien años, y hoy por ti y mañana por mí». «Pero, ¿y si no tienes un hijo que te defienda así?...», le objetaban.

«¡Es verdad... es verdad!...».

En Renada produjo hondísima admiración el caso, pero en el ministerio no la produjo. El expediente de jubilación fue imposible hallarlo. Y ya, ¿para qué?

He aquí, amigo lector, el suceso que originó la frase desde entonces famosa en Renada, y que acaso haya llegado a tus oídos, de: «Es como Gómez Cid, que ganaba su sueldo después de muerto». Y si eres, lector, tan cándido que crees que este relato, no sólo no es verdadero, sino inverosímil, te digo que no sabes una jota de nuestras castizas costumbres administrativas.

(Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 22-I-1917)

Batracófilos y batracófobos

Lo más hermoso de la ciudad de Ciamaña —nombre que los eruditos locales interpretaban como contracción de Ciudad magna-, lo primero que de ella se mostraba al visitante forastero era el Casino; y lo más hermoso del Casino, el jardín; y lo más hermoso del jardín, aquel estanque de su centro, rodeado de árboles tranquilos —no los sacudían ni aun mecían los vientos-, que se miraban en las quietas aguas. Para los poetas casineros cimañenses el mayor regalo era sentarse en las tardes serenas del otoño junto al estanque, a ver en el cristal terso de su sobre haz reflejarse el follaje ya enrojecido de los árboles sobre el reflejo del azul limpidísimo del cielo. Sólo por gozar de tal delicia valía vivir en Ciamaña.

No había más que una cosa que perturbara tan apacible manera de vivir. Eran los mosquitos, que en el estío y aun en la otoñada molestaban a los socios del Casino de Ciamaña. El gabinete de lectura tenía que mantenerse cerrado durante esa época del año. Los que iban al delicioso jardín tenían que irse provistos de un abanico, y no para darse aire, sino para espantar mosquitos. Hubo quien propuso que en el gabinete de lectura se proveyese a cada pupitre con un mosquitero, y que así los lectores leyesen dentro de una especie de jaula de tul. Hasta que llegó uno con el remedio, y fue que se poblase el estanque de ranas.

—No hay como las ranas —decía— para acabar con los mosquitos. Estos ponen sus huevecillos en el agua estancada y en ésta nacen, crecen y se crían las larvas de los mosquitos. Y como las ranas se alimentan de esas larvas, acaban con los mosquitos. En otras partes mantienen camaleones a ese efecto. Y desengáñense ustedes, para combatir el paludismo, la malaria, mejor que plantar eucaliptos —¡como si se fuese a coger los mosquitos con liga!— es poblar las charcas y los estanques y los remansos de los ríos con ranas que se coman las larvas del anofele, mosquito portador de la malaria.

Y así es como se criaron ranas en el hermoso estanque del hermoso jardín del hermoso Casino de la hermosa ciudad de Ciamaña. Con gran encanto y regocijo de los poetas y sus similares. Porque los poetas casineros ciamañeses eran batracófilos, amantes de las ranas. No que les gustase comérselas, sino verlas estarse posadas a la orilla del estanque o sobre una boya flotante o saltar y oírlas croar. El más inspirado de esos poetas aseguraba que nunca componía mejor sus odas y elegías y madrigales que haciéndolo, de día, al pie de un olivo y al arrullo —así le llamaba él, arrullo— de los chirridos de las cigarras, y de noche, junto al estanque del Casino y al arrullo —arrullo también éste— de los croídos de las ranas. Como que compuso un libro titulado: Chirridos diurnos y croídos nocturnos. Lo de croído, de croar, como silbido y chirrido de silbar y chirriar, era palabra que él inventó. Y seguían al poeta todos los espíritus de la naturaleza soñadora y romántica. Los soñadores soñaban mejor oyendo croar a las ranas, y por eso eran batracófilos.

Pero frente a los soñadores estaban los dormidores, los que querían dormir y no soñar, los espíritus prácticos, y a éstos les molestaba el croar de las ranas mucho más que el zumbar de los mosquitos y aun las picaduras de éstos. Y como eran espíritus científicos no se dejaban convencer, a falta de suficiente prueba estadística y comparativa, de que las ranas acabasen con los mosquitos. Que si éstos faltaban desde que había ranas podía ser otra causa intercurrente. Así es que los dormidores o espíritus científicos se declararon batracófogos. Había además los ajedrecistas a quienes las ranas molestaban más que los mosquitos, al revés de los lectores, a quienes éstos molestaban más que aquéllas. Los ajedrecistas eran, pues, batracófobos y los lectores batracófilos.

—Además —exclamaba don Restituto, caudillo de los batracófobos-, el croar de la rana es un ruido ordinario, campesino, rústico, impropio y hasta indigno de una ciudad. Y de una ciudad como Ciamaña. ¡Que nos moleste y no nos deje dormir el ruido de los tranvías eléctricos o el del ferrocarril, pase! ¡Pero el de las ranas!... ¡Es un ruido rural, rural!, ¡y no civil! ¡La rana es un animal rústico!

—¡Un animal elegantísimo! —gritaba don Erminio, el poeta de los croídos-. Los dibujantes japoneses, que no son ranas, le han tomado no pocas veces de modelo. Y aquí tiene usted a don Ceferino, que a pesar de ser un hombre de ciencia, tiene un cubo con ranas en el balcón de su alcoba.

—Las tengo como barómetro —dijo don Ceferino para sincerarse-. Como me dedico a la meteorología, las tengo con una escalenta que sale del agua y así me pronostican el tiempo.

— ¡Sí es así... pase! —dijo don Restituto-, pero...

Cada día se tramaban disputas de éstas entre batracófilos y batracófobos. Y las disputas degeneraron en vías de hecho. Los batracófobos perseguían a las ranas y los batracófilos se ponían a defenderlas. Una vez que aquéllos persiguieron a una rana por el jardín le dieron caza y luego muerte, los otros, los batracófilos, que eran los más, la hicieron embalsamar y la colocaron como trofeo en el salón de sesiones. En cuanto entrada ya la noche empezaban las ranas a croar, gritaban los unos: ¡que se callen!, y los otros; ¡que canten! Y alguna vez vinieron unos y otros a las manos.

Y había los que sin importárseles un comino de la discordia se dedicaban a enzarzarlos. Uno de ellos imitaba a maravilla el croído de la rana y se complacía en lanzarlo en toda ocasión. Los batracófilos se dedicaron a aprender a croar.

Las sesiones de las juntas generales eran frecuentes y tumultuosas, versando siempre sobre el problema batrácico. Algunas veces acabaron a los gritos de: «¡Viva la ciencia! ¡Abajo el arte!», de un lado, y «¡Viva el arte! ¡Abajo la ciencia!», del otro. Pues se llegó, ¡oh ironía de la lógica de las pasiones!, a identificar la batracofilia con el sentido artístico y la batracofobia con el científico y a hacerlos incompatibles uno con otro.

En una de las sesiones se levantó, por fin, un ecléctico, un conciliador, y dijo:

—Señores socios; todo puede conciliarse. La rana tiene un valor científico. Sirve para experiencias de fisiología. Traigamos microscopios y otros aparatos técnicos y déjesenos sacrificar un número de ranas a la ciencia a cambio de que las otras croen libremente.

—¡Jamás, jamás, jamás! —exclamó don Erminio el poeta-. ¡Rebajar las ranas a servir de elemento de investigaciones! ¡Como si fuesen cochinos conejillos de Indias!... ¡Jamás! ¿Ranas experimentales? ¡Nunca! Antes consentiríamos en matarlas para comernos sus ancas.

—Es decir —dijo don Restituto con ironía-, ¿que las ranas puede uno comerlas pero no dedicarlas a que colaboren en la ciencia?

—Sí —replicó el otro-, ¡es más noble ser comido que no servir de anima vilis para la investigación científica! Prefiero que me hagan picadillo y me engullan unos caníbales a no caer en manos de antropólogos que me hagan cisco para estudiarme. ¡Abajo la ciencia!

—¡Abajo la ciencia! —gritaron los batracófilos. Y algunos de ellos se pusieron a imitar el croído.

Las elecciones de junta directiva solían ser reñidísimas. Había, como es natural, la candidatura batracófila y la batracófoba y una de conciliación, amén de no pocas combinaciones entre ellas. Unos y otros se dedicaban a buscar socios por toda la ciudad, a reclutarlos. Y acabó toda Ciamaña por dividirse en dos grandes bandos. Y cada uno tuvo sus dos órganos en la prensa, uno serio y otro satírico. Los dos serios se llamaban El batracio y El antibatracio y los satíricos La rana y El mosquito. Cuando un grupo de batracófilos se encontraba con uno de batracófobos imitaba el croído diciendo: ¡ero, ero, ero! y éstos le contestaban imitando el zumbar del mosquito con un ¡iii! Y se venían a las manos. Cada batracófilo tenía en el balcón de su casa un cubo con ranas. Los otros, en cambio, más sesudos, no criaban en las suyas mosquitos.

Llegó, por fin, aquella histórica sesión de la junta general en que se resolvió la discordia. Duraba ya tres horas y don Erminio, el poeta de los croídos de una parte, y don Restituto, el científico de las estadísticas de la otra, no cejaban en sus respectivos campos.

—Antes que sin ranas prefiero que desaparezca el estanque —exclamó por fin el poeta-. ¡O con ranas o nada!

Y no hubo quien se escandalizase de esta terrible perspectiva de la desaparición del estanque, orgullo del jardín que era el orgullo del Casino, orgullo de Ciamaña. A tal punto de exasperación habían llegado los ánimos.

—Y yo —afirmó don Restituto resueltamente— prefiero que desaparezca el estanque a no verlo con ranas. ¡O sin ranas o nada!

Y entonces don Sócrates, el filósofo —acaso se dedicó a la filosofía para honrar su nombre-, que hasta entonces se había mantenido neutral, se levantó y dijo así:

—Ha llegado la hora, señores socios, de que intervenga la filosofía, que sintetiza el arte y la ciencia. Estamos ya de acuerdo todos, batracófilos, batracófabos y neutrales. ¡O con ranas o nada!, han dicho los unos; ¡o sin ranas o nada!, han replicado los otros. Y estos dos dilemas tienen, señores, un término común. Ese término común es: ¡nada! Estamos todos de acuerdo en la nada dilemática. Es el triunfo de la dialéctica. ¡Suprimamos, pues, el estanque! —y se sentó.

—¡A suprimirlo! —gritaron los unos.

—¡A suprimirlo! —contestaron los otros a gritos.

Así es cómo se quitó del hermoso jardín del hermoso Casino de la hermosa ciudad de Ciamaña el estanque que lo hermoseaba.

Pero desde entonces andan los casineros cimañenses tristes y cariacontecidos; la vida parece haber huido del Casino; su jardín es un cementerio de recuerdos; todos suspiran por los tiempos heroicos de las luchas entre batracófilos y batracófobos. Ahora es cuando de veras les molestan los mosquitos y eso que no hay ya estanque. Pero volverán a ponerlo, ¡alabado sea Dios! Y volverán las luchas batrácicas.

(Salamanca, 1917)

La revolución de la Biblioteca de Ciudámuerta

Había en la biblioteca pública de Ciudámuerta dos bibliotecarios que, como apenas tenían nada qué hacer, se pasaban el tiempo discutiendo si los libros debían estar ordenados por materias de que tratasen o por las lenguas en que estuviesen escritos. Y al cabo de mucho bregar vinieron a ponerse de acuerdo en ordenarlos según materias, y dentro de éstas según lenguas, en vez de ordenarlos según lenguas y dentro de éstas según materias. Venció, pues, el materialista al lingüista. Pero luego se acomodaron ambos a la rutina, aprendieron el lugar que cada volumen ocupaba entre los demás, y nada les molestaba ya sino que el público se los hiciera servir. Echaban las grandes siestas, rendían culto al Balduque y remoloneaban cuando había que catalogar nuevas adquisiciones.

Y hete aquí que, no se sabe cómo, viene a meterse entre ellos un tercer bibliotecario, joven, entusiasta, innovador y, según los dos viejos, revolucionario. ¿Pues no les salió con la andrómida de que los libros no deben estar ordenados ni por materias ni por las lenguas en que están escritos, sino por tamaños? ¡¡Habrase oído disparate mayor!! ¡Estos jóvenes utópicos y modernistas...!!

Pero el joven bibliotecario no se rindió, y prevaliéndose de que su charla divertía a los dos viejos ordenancistas y sesteadores, al materialista y al lingüista, emprendió la tarea de demostrarles que, artificio por artificio, el de ordenar los libros según tamaños era el más cómodo y el que mayor economía de espacio procuraba, aprovechando estantes de todas alturas. Era como quedaban menos huecos desaprovechados. Y, a la vez, les convenció de otras reformas que había que introducir en la catalogación. Mas J., para esto era preciso ponerse a trabajar; y aquellos dos respetables funcionarios no estaban por el trabajo excesivo se contentaban con lo que se llama cumplir con la obligación, que, como es sabido, suele consistir en no hacer nada.

No se oponían, no —¡qué iban a oponerse!-, a las reformas que el joven revolucionario propugnaba; lo que hacían es irlas siempre difiriendo. Y más que por otra cosa, por haraganería. Faltábales tiempo, que lo necesitaban para hacer cálculos y más cálculos sobre el escalafón del Cuerpo, para leer los periódicos y para pedir recomendaciones para sus hijos, yernos y nietos. Y para jugar al dominó o al tute además. La haraganería y la rutina eran allí, como en todas partes, el mayor obstáculo a todo progreso.

Harto el joven de que le oyeran y le diesen la razón, sin hacer más caso, amenazoles un día con echar abajo todos los volúmenes, para obligarles así a reordenarlos debidamente.

—¡Ah, eso sí que no! —exclamó indignado el materialista-. Con amenazas, ¿eh, mocito? ¡Pues, ahora sí que no se les toca a los libros!

—¡Pues no faltaba más! —agregó el lingüista-. A buenas se logra todo con nosotros; pero lo que es a malas...

—Pero es que voy perdiendo la paciencia... —arguyó el joven.

—Pues no perderla —le contestó el materialista-. ¿Qué se ha creído usted, que eso era cosa de coser y cantar?

Hay que meditar mucho las cosas antes de hacerlas...

—¿Meditar? —dijo el revolucionario-. Será sestear...

Y la discusión acabó de mala manera y muy satisfechos los dos viejos de tener un pretexto para seguir no haciendo nada. Porque eso de: «A mí no se me viene con imposiciones y malos modos», es el recurso a que apelan los que jamás atienden a razones moderadas ni están nunca dispuestos sino a no hacer caso.

Y un día sucedió una cosa pavorosa, y fue que el joven bibliotecario, harto de la senil tozudez de aquellos dos megaterios humanos, aburrido de su indomable voluntad de no salirse de la rutina y del balduque, fue y empezó a echar todos los libros por el suelo. ¡La que se armó, cielo santo! Iban rodando por el suelo, en medio de una gran polvareda, mamotreto tras mamotreto; los incunables se mezclaban con los miserables folletos en rústica; aquello era una confusión espantosa. Un tomo de una obra yacía por acá, y tres metros más allá otro tomo de la misma obra. Los dos viejos quedaron aterrados. Y tuvo el joven que comparecer ante el Consejo Superior del cuerpo de bibliotecarios a dar cuenta de su acto.

Y habló así:

«Se me acusa, señores bibliotecarios, de haber introducido el desorden, de haber turbado la normalidad, de haber armado una verdadera revolución en la biblioteca de Ciudámuerta. Pero vamos a ver: ¿a qué llaman mis dos colegas orden? ¿Al que ellos habían establecido, el de materias y lenguas, o al que iba a establecer yo, el de tamaños? ¿Qué es orden? ¿Qué es desorden?

Yo quise, señores, pasar de un orden a otro gradualmente, poco a poco, por secciones; pero estos dos sujetos, aunque me daban buenas palabras, no estaban dispuestos a renunciar a sus siestas; a sus cálculos cabalísticos sobre el escalafón, a las intrigas para colocar a sus hijos, yernos y nietos, que tanto tiempo les ocupaban; a sus partidas de dominó o de tute, a sus tertulias. Son rutinarios, son haraganes, y además presuntuosos. Y hasta sospecho que si se oponían a la nueva ordenación, es para que no se descubriese los volúmenes que faltan y que ellos han dejado perderse por desidia o por soborno».

Al decir el joven esto prodújose en la concurrencia eso que en la innoble jerga parlamentaria se conoce con el nombre técnico de sensación. Los dos viejos acusadores protestaban airadamente.

«Sí, señores —prosiguió el joven con más energía-, a favor de esa ordenada desidia, de esa normal haraganería, aquí han podido hacer los bibliómanos lo que les ha dado la gana. Los más preciosos códices de nuestra biblioteca han desaparecido de ella. Figuran hoy en las librerías privadas de distinguidos próceres. Aquí ha ocurrido caso como aquel del ejemplar de uno de los libros de caballerías que figuran en el escrutinio del Quijote que faltaba para la colección que de ellos hizo el marqués de Salamanca, que se hallaba en la Biblioteca Municipal de Oporto, y que un embajador de España en Portugal logró sacarlo de allí para trasladarlo, y se dijo por entonces que no desinteresadamente, a la librería de dicho marqués».

Nueva sensación en el concurso al oír, acaso por vez primera, esta tan conocida anécdota histórica, y que se la cuentan a cualquier visitante de la Biblioteca Municipal de Oporto.

Y así continuó el joven bibliotecario contando todas las pequeñas cosas —¡y tan pequeñas!— que aquellos dos testarudos haraganes, sólo cuidadosos de cobrar su sueldo, arrellanarse en sus poltronas y colocar a los suyos, habían dejado pasar. Y probó, de la manera más clara, que aquel orden no había sido orden, sino estancamiento y rutina y ociosidad. Y luego probó que el balduque puede llegar a ser un cordel de horca y un dogal para entorpecer todo progreso, y que el reglamento del Cuerpo era un conjunto de tonterías mayores que las que forman las ordenanzas ésas de Carlos III. El escándalo que se armó fue indescriptible.

Y entonces, exaltándose el joven bibliotecario, pasó a sostener que la tontería más que la mala intención, que la inepcia y la incapacidad, son la fuente del enorme montón de menudas injusticias —como una montaña de granos de arena— que produce el general descontento público. Y habló del partido de los imbéciles, que, manejados por cuatro picaros, actúa en nuestra patria. Y, exaltándose cada vez más, divagó, divagó y divagó. Hasta que le atajaron diciéndole: «Bueno, ¿y qué tiene que ver todo esto con los libros?». A lo que contestó: «Todo tiene que ver con todo».

Y ahora, mis queridos lectores, Dios nos libre de que a. cualquier loco se le ocurra ordenarnos por tamaños.

(Nuevo Mundo, Madrid, 28-IX-1917)

El alcalde de Orbajosa

(Etopeya)

Nos llevó a Orbajosa el ansia de conocer a su famoso alcalde que se decía ser el primer tocador de ocarina, el primer criador de gansos y el primer jugador de tángano de la muy esforzada, muy hazañosa y muy rendida ciudad real. Pretendía ser, desde luego, el primer orbajosano, y era profesional del optimismo, por lo menos de pico. Al hablar de él, los orbajosanos se guiñaban el ojo. Y esto porque la primacía histriónica del famoso alcalde era un valor entendido, y todos querían estar a bien con él, pues era quien condonaba las multas.

De vez en cuando el alcalde se iba a la plaza pública de Orbajosa con sus compinches y amigotes —los que le reían las gracias y le celebraban los chistes— a jugar allí a! tángano, delante de los papanatas de la ciudad para que éstos le aplaudiesen las jugadas. Que es, por ejemplo, como si un soberano que se cree ágil de piernas se pone a saltar en público para que sus súbditos le admiren como saltarín y aun haya quienes le aplaudan por ello.

Habíamos sido previamente presentados al singular alcalde, y éste, al vernos que nos detuvimos un momento a verle jugar al tángano, se dirigió hacia nosotros y con su característica llaneza —el alcalde se precia de campechano— nos dijo:

—Eh, ¿qué tal?

—Que esto de ponerse a jugar así al tángano, en público, nos parece neroniano, señor —le dijimos.

—¿Neroniano? ¿Pero me cree usted un Nerón?

—Lo característico de Nerón, señor, no fue la crueldad. A sus actos de crueldad le llevó el histrionismo, su manía teatral, el empeño de ser el primero en una porción de cosas, entre ellas el cantar, que no era de su oficio. Nerón debió contentarse con ser un buen emperador de Roma, cumplidor de las leyes, y vuestra ilustrísima...

—¡Excelencia, amigo excelencia!

—Bien. Vuestra excelencia, o eminencia, o sobresaliencia, o como quiera, debía contentarse con ser un buen alcalde de Orbajosa, un buen presidente del Concejo.

—¡Yo no soy sólo presidente del Concejo!

—Lo sé, señor, lo sé, vuestra excelencia es, en rigor, el Concejo todo, su alma, su primer motor inmóvil, que diría Aristóteles...

—¡Bromitas a mí, no!

Y volviéndose a uno de sus amigotes le dijo: «Este gachó está chalao». Y luego a nosotros:

—De modo que usted cree que esto de jugar al tángano es pecaminoso...

—¡No, señor, no! Ni jugar al tángano, ni tocar la ocarina, ni criar gansos son cosas en sí pecaminosas; pero que todo un alcalde de la muy esforzada, muy hazañosa y muy rendida ciudad real de Orbajosa ponga en ello su hipo y haga ostentación de esas habilidades, es pecaminoso.

—¿De qué pecado, señor moralista?

—De pecado de frivolidad.

Al oír esto el alcalde torció el gesto. Esta palabra «frivolidad», le llegaba al alma. Hubo quien en cierta ocasión le hizo llorar diciéndole que era de lo que se le culpaba en la ciudad.

—Tenemos que hablar —nos dijo el alcalde, y nos volvió la cara.

Nos procuraron una entrevista con el primer jugador de tángano, primer tocador de ocarina y primer criador de gansos de Orbajosa. El pobre hombre se nos presentó con el alma en pelota. Y no que no tratara de ocultarla, pero es que como se llevaba la hoja de parra a la cara, con el fin de taparse ésta, dejaba al descubierto las vergüenzas.

El famoso alcalde se esforzó en hacernos creer que la alcaldía le daba mucho cuidado y que le quitaba el sueño y que el tángano, la ocarina y los gansos no eran sino honestos esparcimientos y diversiones de los gravísimos empeños de su cargo. Y sacamos la convicción de que la alcaldía era para él otro tángano, otra ocarina u otro rebaño de gansos. Nunca nos resultó más frívolo que cuando quiso hablar en serio. La verdadera seriedad le era inaccesible.

Al final de la entrevista se le quebró la voz, se le empañaron los ojos y casi se nos echa a llorar. Culpaba a los orbajosanos de ingratos. ¡Y qué de cosas nos dijo de los concejales! Que estaba harto de los concejales, que no le ayudaban en sus grandes iniciativas, que eran unos tales y unos cuales.

—Mire usted —nos decía-; les he propuesto la construcción de un gran puente, de ocho kilómetros de largo y de un solo arco, ¡fíjese!, y todo él de aluminio, para que pese menos, y entretenidos en sus personalismos no me hacen caso. ¡No se puede regir a un pueblo así! ¡Y luego le echan a uno la culpa! ¡Y hasta le censuran porque juegue al tángano, toque la ocarina o críe gansos!

Nos dio tanta pena el pobre alcalde que no supimos qué responderle. ¡Además, como siempre estaba en escena...! Para él no había verdadera vida privada. El hombre había sido ahogado por el alcalde.

Al salir de Orbajosa un conspicuo orbajosano nos preguntó qué nos parecía el alcalde, y le dijimos que nos parecía el primer botarate de la ciudad.

(El Mercantil Valenciano, Valencia, 8-X-1921)

Las peregrinaciones de Turismundo

La ciudad de Espeja

Cuando ya el pobre Turismundo se creía en el páramo inacabable, a morir de hambre, de sed y de sueño al pie de un berrueco, al tropezar en un tocón vio a lo lejos, derretidas en el horizonte, las torres de una ciudad. Brotó sobre ellas, como una inmensa peonía que revienta, el Sol, y la ciudad centelleaba. Recogió Turismundo lo que de vida le quedaba y fue hacia la ciudad que, según él, se le acercaba, y el sol subía en el cielo, engrandeciéndose ella. Mas cuando ya estaba a su entrada, el aire parecía espesarse y oponerle un muro.

Era, en efecto, un muro transparente e invisible. Siguió a lo largo de él, bordeando la ciudad, hasta que entró en ésta por una que parecía puerta en el muro invisible.

Las calles, espaciosas y soleadas, estaban desiertas, aunque de vez en cuando pasaban por ella vehículos vacíos y que marchaban solos, sin nadie que los llevase ni guiase. Las casas, todas de un piso, tenían así como fisonomía humana; con sus ventanas y puertas y balcones, todo ello abierto de par en par, parecían observar al peregrino y a las veces sonreírle. Turismundo había olvidado su hambre, su sed y su sueño.

Desde la calle podía verse el interior de las casas, abiertas a toda luz y todo aire. En casi todas ellas, junto a muebles relucientes, al lado de camas que convidaban al descanso, grandes cuadros con retratos de los dueños acaso, o de sus antepasados. Y ni una sola persona viva. De algunas casas salían tocatas como de armonio. Y llegó a ver por una ventana de un piso bajo, el armonio que sonaba. Sonaba solo; nadie lo tocaba.

Detrás de las tapias de los sendos jardinillos de las casas alzábanse cipreses en que piaban y chillaban bandadas de gorriones. Y de todo como que rezumaba una quietud apacible y luminosa.

Fue a dar Turismundo a una larga calle con soportales. Se asomó a una de las abiertas casas y descubrió una gran biblioteca. Los libros estaban todos al alcance de su mano. Pero siguió calle adelante, por los soportales, hasta ir a dar a una plaza espaciosísima, toda poblada de estatuas y cruces y obeliscos. Era un gran cementerio; el cementerio, sin duda, de la ciudad desierta. Hallándose en el cual oyó sacudir del cielo los toques de una campana, y entonces se le despertaron, con fuerza devoradora, el hambre, la sed y el sueño.

Entró en la primera calleja, luego en la primera casa —todas estaban abiertas-, y llegó a un comedor, en medio del cual y en mesa limpia había de comer y de beber en abundancia y a escoger. Comió y bebió, no mucho, pero hasta satisfacerse, y luego procurose la cama y cayó rendido de sueño sobre ella antes de poder desnudarse.

Cuando se despertó al día siguiente, Turismundo sentíase otro. Un indecible gozo de paz corría por sus entrañas. Fuese al comedor, desayunó un desayuno con aromoso y caliente café —¿hecho por quién?— y salió a la calle a descubrir mejor la ciudad. De cuando en cuando cruzaba algún vehículo vacío y un caballo solo y en pelo. Al pasar junto a la casa de la biblioteca entrose en ella, buscó un libro, el más a mano —y eso que estaba allí el catálogo y era facilísimo por él dar con cualquier otro-, y se puso a leerlo.

Cuando volvió a salir a las calles de la ciudad invadiole un extraño y misterioso sentimiento. Era como si una espesísima, pero invisible, intangible e inoíble muchedumbre humana le rodease. Sentíase entre un tropel de prójimos y como si se clavasen en él miles de miradas invisibles. Y hasta sintió, en las entrañas y no en los oídos, el eco de risas silenciosas. Apretó el paso y la muchedumbre aquella no cesaba. Y no era, no, que le siguiesen; era que las calles y cantones y plazuelas y corrillos estaban todos atestados de aquella gente, a la que ni veía, ni oía, ni tocaba. Aunque a ratos sentía como voces misteriosas y el apretamiento de la muchedumbre.

Buscando encontrarse solo, alzó la voz para increpar a la turba invisible, silenciosa e implacable, y la sangre se le paró, helada de terror, en las venas, porque no se oyó a sí mismo. Parecía que el ámbito saturado de hombres, hecho de ellos, humanado —no humanizado-, ahogaba su voz y con ella le ahogaba a él. Y sintió hambre y sed y sueño de soledad; ansió con ansias mortales encontrarse solo, enteramente solo, viendo miradas y oyendo voces de hombres y de mujeres, tocando a prójimos. Y comprendió que la soledad, la verdadera soledad, la que le pone a uno cara a cara de Dios y lejos de sí mismo, es la que se logra en medio del tráfago y tumulto de la gente.

Quiso salir de la ciudad y no pudo. Ceñíale aquel muro invisible, aquella faja de aire hecho como acero. Y desesperado se volvió por entre aquella muchedumbre invisible, silenciosa e intangible, al cementerio central, a la gran plaza. Y paseándose, henchido de congoja, por entre las tumbas y las estatuas, en cuyo mármol cantaba el sol, vio que la hermosa laude se entreabría como la valva de una ostra. Al acercarse él cerrose. Se detuvo Turismundo, buscó luego una tranca y aguardó junto a la tumba. Y cuando la laude volvió a empezar a entreabrirse metió la tranca por la rendija e hizo fuerza como con una palanca.

—¡No, por fuerza no! —dijo una voz que salía de la tumba.

Al poco rato salía a luz un enano huesudo y cetrino.

—¿Y tú quién eres? —le preguntó Turismundo.

—¿Yo? Yo soy Quindofa, y tú, Turismundo, desde hoy mi amo.

—¿Qué hacías ahí?

—¿Yo? ¿Qué hacía yo aquí? Pues yo hacía aquí, dormir.

—Pues que me llamaste tu amo, ¿me enseñarás a salir de la ciudad?

—¿De esta ciudad de Espeja? Sí, te enseñaré a salir de ella. Saldremos, y juntos correremos mundo.

—¿Y esa muchedumbre invisible, silenciosa e impalpable que llena esta ciudad y no me deja solo un solo momento?

—¿No te viste nunca en un cuarto cuyas cuatro paredes y el techo y el suelo fuesen seis espejos? ¡La de gente que te rodearía allí! ¡Pues esto y no otra cosa es lo que aquí te ocurre! Aquí todo es espejo.

—Y cuando quise hablarles no me oí.

—¡Es natural! El que habla solo y para sí solo, no se oye.

—Pues ahora, al hablarte, me oigo.

—Sí, porque yo, Quindofa, tu criado, te sirvo de eco. Si no repercutieran en mí y desde mí a ti tus palabras, no te oirías. Pero ahora vamos. Dame la mano.

Le dio Turismundo la mano a Quindofa, el enano huesudo y eterno, y sintió al punto que toda aquella muchedumbre invisible, silenciosa e intangible que llenara la ciudad se había recogido a sus moradas, y por las calles desiertas fueron hasta la misma puerta invisible por donde el peregrino había entrado. Y pronto se encontraron en el páramo.

—¿Y ahora? —preguntó Turismundo.

—¿Ahora? —contestó Quindofa-. ¿No ves allí, lejos, muy lejos, aquello que parece una nube? Pues aquello es la montaña Queda. Vamos a subir a ella y me agradecerás la visita. Es una de las cosas más maravillosas que en este nuestro mundo —el tuyo y el mío— pueden verse. ¡Y aquella águila! ¡Y aquellas abejas!

(Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 9-I-1921)

La bienaventuranza de don Quijote

«Hallose el escribano presente, y dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote; el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu; quiero decir que murió». Así nos lo cuenta Miguel de Cervantes Saavedra al fin del libro. Dio don Quijote su espíritu a la eternidad, y a la vez al mundo, al morirse. Y su espíritu vive y revive.

No bien muerto don Quijote, sintió como si se despeñara, empozara y hundiera en un nuevo abismo como el de la cueva de Montesinos y aunque curado de su locura por la muerte figurósele que volvía a una de sus caballerescas aventuras. Y se dijo: «¿Me habré de verdad curado?». Sentíase bajar en las tinieblas y bajaba y más bajaba. Y así como al bajar a la cueva de Montesinos se había dormido, pareciole que se dormía de nuevo, pero con un sueño dulcísimo. Algo así como el sueño en que vivió en el seno de su santa madre —¡la madre de don Quijote!— antes de salir a la luz del mundo.

La oscuridad era espesísima y olía a tierra mojada; a tierra mojada en lágrimas y en sangre. El pobre caballero iba haciendo examen de conciencia. Y de lo que más se dolía era de aquellas pobres ovejas que alanceó tomándolas por ejército de bravos enemigos.

De pronto sintió que la sima en que iba cayendo, la sima de la muerte, empezaba a iluminarse pero con una luz que no hacía sombras. Era una luz difusa que parecía brotar de todas partes y como si su manantial estuviese en donde quiera y en redondo. Era como si todas las cosas se hiciesen luminosas y como si las entrañas mismas de la tierra se convirtiesen en luz. O era como si la luz viniese de un cielo cuajado de estrellas. Y era una luz humana a la vez que divina; era una luz de divina humanidad.

Hundió el caballero su mirada en aquella dulcísima lumbre derretida, que no hacía sombras, y descubrió una figura que le llenó de luminosa gravedad el corazón. Queríasele éste saltar del pecho, al que se llevó las dos enjutas manos. Era que veía a Jesús, el Cristo, el Redentor. Y le veía con manto de púrpura, corona de espinas y cetro de caña, como cuando Pilato, el gran burlón, le expuso a la turba diciendo: «¡He aquí el hombre!». Se le apareció Jesucristo, el Supremo Juez, como cuando fue ludibrio de las gentes. Y el caballero, que como buen cristiano viejo y a la española creía a pies juntillas que el Cristo es Dios y había oído aquello de que quien a Dios ve se muere, se dijo: «Pues que veo a mi Dios, verdaderamente me he muerto». Y al saberse ya muerto, del todo muerto perdió todo el temor y miró cara a cara, ojos a ojos, a Jesús. Y apenas vio sino una sonrisa melancólica, una sonrisa que era como la de un cielo cuajado de estrellas, y unos ojos celestes y una mirada como la del cielo. Y el caballero se sentía llevar, como volando a ras del cielo, hacia el Redentor.

Cuando estuvo cerca, el Cristo dejó caer el manto de púrpura y el cetro de caña y abrió los brazos como los tiene abiertos en la cruz. Y el caballero abrió también sus brazos, como en crucifixión. Y se acercaron más. Y oyó don Quijote como un susurro, brisa de eternidad, que le sonaba no en los oídos sino en el corazón y decía: «Ven a mi pecho». Y cayó en brazos del Redentor que iba a juzgarle.

Los brazos del Cristo ceñían a don Quijote por la cintura y los de éste ceñían el cuello de Jesús. Las dos manos enjutas, sarmentosas, del caballero, se cruzaban en la espalda del Redentor. Y don Quijote apoyó su cabeza sobre el hombro izquierdo, el del lado del corazón, del Cristo y rompió a llorar. Lloraba, lloraba, lloraba. Sus grises cabellos enmarañados, se enredaban en las espinas de la corona que ceñía la melena del Nazareno. Y lloraba, lloraba, lloraba. Sus lágrimas resbalaban por el hombro de Jesús. Y mezclábanse a lágrimas del Redentor mismo. Las lágrimas del loco de España mezclábanse a las del que fue tenido por loco en su familia (S. Marcos, III, 21). Y los dos locos lloraban. Pasó sobre el alma del caballero toda la pesadumbrosa visión de la pasión de su locura, y recordó, sobre todo, aquel momento en que a la vista de unas imágenes de talla pensó abandonar su vida de aventuras y dedicarse a ganar el cielo. Pero, ¿no le ganó acaso con sus locuras? Y pensando en su vida pública lloraba el caballero. Y lloraba el Redentor.

Sintió de pronto don Quijote que uno de los brazos del Cristo se desprendía del abrazo de su cintura y se alzaba y le sintió posarse sobre su cabeza rendida. Y de aquella mano dulcísima, atravesada por el agujero de un clavo, sintió como si brotara luz y como si aquella luz le penetrase en los sesos a quien habían dejado secos los libros de caballerías. Se le llenó de luz el cerebro al caballero. Y vio toda su vida bañada en luz. Y al Cristo sobre una colina, al pie de un olivo, bañado en luz del alba de un día de primavera, y oyó —era como si cantase el cielo— estas palabras: «¡Bienaventurados los locos porque ellos se hartarán de razón!».

Y el caballero se sintió en la gloria eterna.

(Caras y Caretas, Buenos Aires, 8-VII-1922)

Crítica literaria

El canto adánico

Fue esto en una tarde bíblica, ante la gloria de las torres de la ciudad, que reposaban sobre el cielo como doradas espigas gigantescas, surgiendo de la verdura que viste y borda al río. Tomé las Hojas de yerba —Leaves of grass-, de Walt Whitman, este hombre americano, enorme embrión de un poeta secular, de quien Roberto Luis Stevenson dice que, como un perro lanudo recién desencadenado, recorría las playas del mundo ladrando a la luna; tomé estas hojas y traduje algunas a mi amigo, ante el esplendor silencioso de la ciudad dorada.

Y mi amigo me dijo:

—¡Qué efecto tan extraño causan esas enumeraciones de hombres y de tierras, de naciones, de cosas, de plantas!... ¿Es eso poesía?

Y yo le dije:

—Cuando la lírica es sublime y espiritualizada acaba en meras enumeraciones, en suspirar nombres queridos. La primera estrofa del dúo eterno del amor puede ser el: «Te quiero, te quiero mucho, te quiero con toda mi alma»; pero la última estrofa, la del desmayo, no es más que estas dos palabras: «¡Romeo! ¡Julieta! ¡Romeo! ¡Julieta!». El suspiro más hondo del amor es repetir el nombre del ser amado, paladearlo haciéndose miel la boca. Y mira al niño. Jamás olvidaré una escena inmortal que Dios me puso una mañana ante los ojos, y fue que vi tres niños cogidos de las manos, delante de un caballo, cantando, enajenados de júbilo, no más que estas dos palabras: «¡Un caballo!, ¡un caballo!!, ¡un caballo!». Estaban creando la palabra según la repetían; su canto era un canto genesíaco.

—¿Cómo empezó la lírica? —preguntó mi amigo-; ¿cuál fue el primer canto?

—Vamos a la leyenda —le dije— y oye lo que dice el Génesis en su segundo capítulo, cuando dice: «Formó, pues, Dios de la tierra toda bestia del campo y toda ave de los cielos, y trájolas a Adán para que viese cómo las había de llamar, y todo lo que Adán llamó a los animales vivientes, ése es su nombre. Y puso Adán nombre a toda bestia y ave de los cielos, y a todo animal del campo; mas para Adán no halló ayuda que estuviese delante de él». Éste fue el primer canto, el canto de poner nombre a las bestias, extasiándose ante ellas Adán, en el Alba de la humanidad.

¡Poner nombre! Poner nombre a una cosa es, en cierto modo, adueñarse espiritualmente de ella. Este mismo Walt Whitman, cuyas Hojas de yerba aquí tenemos, al decir en su «Canto a la puesta del sol» estas palabras: "«Respirar el aire, ¡qué delicioso! Hablar!, ¡pasear! ¡Coger algo con la mano!»", pudo añadir: «Dar nombre a las cosas, ¡qué milagro portentoso!».

Al nombrar Adán a las bestias y aves se adueñó de ellas y mira cómo el salmo octavo, después de cantar que Dios hizo que el hombre se enseñorease de las obras de las divinas manos, que le pusieran todo bajo los pies, ovejas y bueyes, y asimismo las bestias del campo, y las aves de los cielos, y los peces del mar, y todo cuanto pasa por los senderos de éste, acaba diciendo: «Oh, Jehová, Señor Nuestro, ¡cuán grande es tu nombre, que millones de lenguas de hombres piden día a día que sea santificado! Si supiéramos dar el nombre adecuado, nombre poético, nombre creativo a Dios, en él se colmaría como en flor eterna toda la lírica.

En el Génesis también, y en los versillos 24 a 30 de su capítulo XXXII, se nos cuenta cómo al pasar Jacob el vado a Jacob, cuando iba en busca de Esaú, su hermano, se quedó a hacer noche solo y luchó hasta rayar el alba, con un desconocido, con un ángel de Dios o con Dios mismo, y lleno de angustia le preguntaba por su nombre, cómo se llamaba. En aquellos tiempos aurorales, declarar un viandante su nombre era declarar su esencia. Su nombre es lo primero que nos dan los héroes homéricos.

Y estos nombres no eran dichos: eran cantados en un empuje de entusiasmo y de adoración. Y tengo por indudable, lector, que el himno que más adentro del corazón se te ha metido fue cuando viste tu propio nombre, tu nombre de pila, el doméstico desnudo y puro, suspirando en la penumbra. Es la corona de la lírica.

La forma de letanía es acaso la más exquisita que las explosiones líricas nos ofrecen: un nombre repetido en rosario y engarzado cada vez en epítetos vivos que lo realza. Y entre estos hay el epíteto sagrado.

En los poemas homéricos brillan los epítetos sagrados; cada héroe lleva el suyo. Aquiles, el de los pies veloces; Héctor el agitapenachos. Y en todo tiempo y lugar, cuando alguien encuentra el epíteto sagrado que casa poéticamente con un hombre, todos lo adoptan y todos lo repiten. Y lo que sucede con los hombres sucede con los animales y con las cosas y las ideas. La astuta zorra, el perro fiel, el noble corcel, el paciente burro, el tardo buey, la arisca cabra, la mansa oveja, la tímida liebre..., y los designios de la Providencia, ¿pueden ser otra cosa que inescrutables?

Cantar, pues, el nombre, realzándolo con el epíteto sagrado, es la exaltación reflexiva de la lírica, y la exaltación irreflexiva, la suprema, en cantarlo solo y desnudo, sin epíteto alguno; es repetirlo una y otra vez, como sumergiendo el alma en su contenido ideal y empapándose en él sin añadido.

—No me sorprende —le dije a mi amigo— que te produzcan extraño efecto estas enumeraciones, y te confieso que pueden ellas no tener nada de poético. Pero han de extrañarnos más a nosotros, que con palabras muertas, reducimos la lírica a algo discursivo y oratorio, a elocuencia rimada.

—Observa, además —añadí-, que una palabra no ha cobrado su esplendor y su pureza toda hasta que ha pasado por el ritmo y se ha visto ayuntada a otras en su cadencia. Es como el trigo, que no está limpio y pronto para ir a la muela hasta que no ha sido apurado aventándolo al aire de la era.

—Ahora recuerdo —dijo mi amigo, interpolando un intermedio cómico-, ahora recuerdo cierto chascarrillo yanqui, y es que dicen que cuando Adán estaba poniendo nombre a los animales, al acercarse el caballo, dijo Eva a su marido: «Esto que viene aquí se parece a un caballo; llamémosle, pues, caballo».

—El chascarro no carece de gracia —le dije-, pero es el caso que cuando Adán puso nombre a las bestias del campo y a las aves de los cielos, aún no había sido creada la mujer, según el Génesis. De donde se saca que el hombre necesitó hablar aun estando solo, hablar consigo, es decir, cantar, y que su acto de poner nombres a los seres fue un acto de pureza lírica, de perfecto desinterés. Se los puso para extasiarse con ellos. Sólo que una vez que así los cantó y les puso nombre, sintió la necesidad de un semejante a quien comunicárselo; una vez que de la grosura de su entusiasmo brotó aquel himno de nombramiento, sintió la necesidad de un auditorio, de un público, y así, agrega el texto, que Adán no halló ayuda que estuviese delante de él. Y a seguida de esto es cuando el relato bíblico nos cuenta la creación de la primera mujer, hinchándola de una costilla del primer hombre, y como si éste hubiese sentido más vivamente la necesidad de una compañera a raíz de haberse adueñado de los seres mediante los nombres. Sintió el hombre la necesidad de alguien con quien hablar, y Dios le hizo la mujer. Y apenas surge la mujer ante el hombre, luego de decir éste lo de: «Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne», lo primero que hace es darle nombre, diciendo: «Esta será llamada varona, porque del varón fue tomada». Y este nombre, en efecto, no ha prevalecido, sino que los más de los pueblos cultos tienen para la mujer nombre de otra raíz que el nombre del hombre, y como si fuesen dos especies.

—Excepto el inglés, por lo menos —dijo mi amigo.

—Y algún otro —añadí yo.

Y recogiendo las Hojas de yerba, de Walt Whitman, dejamos el esplendor de la ciudad cuando se derretía en el atardecer.

(Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 6-VIII-1906)

Y va de cuento

A Miguel, el héroe de mi cuento, habíanle pedido uno. ¿Héroe? ¡Héroe, sí! ¿Y por qué? —preguntará el lector. Pues, primero, porque casi todos los protagonistas de los cuentos y de los poemas deben ser héroes, y ello por definición. ¿Por definición? ¡Sí! Y si no, veámoslo.

P.— ¿Qué es un héroe?

R.— Uno que da ocasión a que se pueda escribir sobre él un poema épico, un epinicio, un epitafio, un cuento, un epigrama, o siquiera una gacetilla o una mera frase.

Aquiles es héroe porque le hizo tal Homero o quien fuese, al componer la Iliada. Somos, pues, los escritores —¡oh noble sacerdocio!— los que para nuestro uso y satisfacción hacemos los héroes, y no habría egoísmo si no hubiese literatura. Esto de los héroes sagrados es una mandanga para consuelo de simples. ¡Ser héroe es ser cantado!

Y, además, era héroe el Miguel de mi cuento porque le habían pedido uno. Aquel a quien se le pida un cuento es, por el hecho mismo de pedírselo un héroe, y el que se lo pide es otro héroe. Héroes los dos. Era, pues, héroe mi Miguel, a quien le pidió Emilio un cuento, y era héroe mi Emilio, que pidió el cuento a Miguel. Y así va avanzando éste que escribo. Es decir,


burla burlando, van los dos delante.
 

Y mi héroe, delante de las blancas o agarbanzadas cuartillas, fijos en ellas los ojos, la cabeza entre las palmas de las manos y de codos sobre la mesilla de trabajo —y con esta descripción me parece que el lector estará viéndole mucho mejor que si viniese ilustrado esto-, se decía: «Y bien, ¿sobre qué escribo ahora yo el cuento que se me pide? ¡Ahí es nada, escribir un cuento quien, como yo, no es cuentista de profesión! Porque hay el novelista que escribe novelas, una, dos, tres o más al año, y el hombre que las escribe cuando ellas le vienen de suyo. ¡Y yo no soy un cuentista!...».

Y no, el Miguel de mi cuento no era un cuentista. Cuando por acaso los hacía, sacábalos, o de algo, que, visto u oído, habíale herido la imaginación, o de lo más profundo de las entrañas. Y esto de sacar cuentos de lo hondo de las entrañas, esto de convertir en literatura las más íntimas tormentas del espíritu, los más espirituales dolores de la mente, ¡oh, en cuanto a esto!... En cuanto a esto, han dicho tanto ya los poetas líricos de todos los tiempos y países, que nos queda muy poco por decir.

Y luego los cuentos de mi héroe tenían para el común de los lectores de cuentos —los cuales forman una clase especial dentro de la general de los lectores— un gravísimo inconveniente, cual es el de que en ellos no había argumento, lo que se llama argumento. Daba mucha más importancia a las perlas que no al hilo en que van ensartadas, y para el lector de cuentos lo importante es la hilación, así, con hache, de hilo, y no ilación, sin ella, como nos empeñamos en escribir los más o menos latinistas que hemos dado en la flor de pensar y enseñar que ese vocablo deriva de infero, fers, intuli, illatum. (No olviden ustedes que soy catedrático, y de yo serlo comen mis hijos, aunque alguna vez merienden de un cuento perdido.)


Y estoy a la mitad de otro cuarteto.
 

Para el héroe de mi cuento, el cuento no es sino un pretexto para observaciones más o menos ingeniosas, rasgos de fantasía, paradojas, etc., etc. Y esto, francamente, es rebajar la dignidad del cuento, que tiene un valor sustantivo —creo que se dice así— en sí y por sí mismo. Miguel no creía que lo importante era el interés de la narración y que el lector se fuese diciendo para sí mismo en cada momento de ella: «Y ahora, ¿qué vendrá?», o bien: «¿Y cómo acabará esto?». Sabía, además, que hay quien empieza una de esas novelas enormemente interesantes, va a ver en las últimas páginas el desenlace y ya no lee más.

Por lo cual creía que una buena novela no debe tener desenlace, como no lo tiene, de ordinario, la vida. O debe tener dos o más, expuestos a dos o más columnas, y que el lector escoja entre ellos el que más le agrade. Lo que es soberanamente arbitrario. Y mi este Miguel era de lo más arbitrario que darse puede.

En un buen cuento, lo más importante son las situaciones y las transiciones. Sobre todo estas últimas. ¡Las transiciones, oh! Y respecto a aquéllas, es lo que decía el famoso melodramaturgo d'Ennery: «En un drama (y quien dice drama dice cuento), lo más importante son las situaciones; componga usted una situación patética y emocionante, e importa poco lo que en ella digan los personajes, porque el público, cuando llora, no oye». ¡Qué profunda observación ésta de que el público, cuando llora, no oye! Uno que había sido apuntador del gran actor Antonio Vico me decía que, representando éste una vez La muerte civil, cuando entre dos sillas hacía que se moría, y las señoras le miraban con los gemelos para taparse con ellos las lágrimas y los caballeros hacían que se sonaban para enjugárselas, el gran Vico, entre hipíos estertóricos y en frases entrecortadas de agonía, estaba dando a él, al apuntador, unos encargos para contaduría. ¡Lo que tiene el saber hacer llorar!

Sí; el que en un cuento, como en un drama, sabe hacer llorar o reír, puede en él decir lo que se le antoje, El público, cuando llora o cuando se ríe no se entera. Y el héroe de mi cuento tenía la perniciosa y petulante manía de que el público —¡su público, claro está!— se enterase de lo que él escribía. ¡Habrase visto pretensión semejante!

Permítame el lector que interrumpa un momento el hilo de la narración de mi cuento, faltando al precepto literario de la impersonalidad del cuentista (véase la Correspondance, de Flaubert, en cualquiera de sus cinco volúmenes Oeuvres complètes, París, Louis Conard, libraire-éditeur, MDCCCLX), para protestar de esa pretensión ridícula del héroe de mi cuento de que su público se entere de lo que él escribía. ¿Es que no sabía que las más de las personas leen para no enterarse? ¡Harto tiene cada uno con sus propias penas y sus propios pesares y cavilaciones para que vengan metiéndole otros! Cuando yo, a la mañana, a la hora del chocolate, tomo el periódico del día, es para distraerme, para pasar un rato. Y sabido es el aforismo de aquel sabio granadino: «La cuestión es pasar el rato»; a lo que otro sabio, bilbaíno éste, y que soy yo, añadió: «Pero sin adquirir compromisos serios». Y no hay modo menos comprometedor de pasar el rato que leer el periódico. Y si cojo una novela o un cuento no es para que de reflejo suscite mis hondas preocupaciones y mis penas, sino para que me distraiga de ellas.

Y por eso no me entero de lo que leo, y hasta leo para no enterarme...

Pero el héroe de mi cuento era un petulante que quería escribir para que se enterasen, y, es natural, así no puede ser, no le resultaba cuanto escribía sino paradojas,

¿Que qué es esto de una paradoja? ¡Ah!, yo no lo sé, pero tampoco lo saben los que hablan de ellas con cierto desdén, más o menos fingido; pero nos entendemos, y basta. Y precisamente el chiste de la paradoja, como el del humorismo, estriba en que apenas hay quien hable de ellos y sepa lo que son. La cuestión es pasar el rato, sí, pero sin adquirir compromisos serios; ¿y qué serio compromiso se adquiere tildando a algo de paradoja, sin saber lo que ella sea, o tachándolo de humorístico?

Yo, que, como el héroe de mi cuento, soy también héroe y catedrático de Griego, sé lo que etimológicamente quiere decir eso de paradoja: de la preposición para, que indica lateralidad, lo que va de lado o se desvía y doxa, opinión, y sé que entre paradoja y herejía apenas hay diferencia; pero...

Pero ¿qué tiene que ver todo esto con el cuento? Volvamos, pues, a él.

Dejamos a nuestro héroe —empezando siéndolo mío y ya es tuyo, lector amigo, y mío; esto es, nuestro— de codos sobre la mesa, con los ojos fijos en las blancas cuartillas, etc. (véase la precedente descripción), y diciéndose: «Y bien, ¿sobre qué escribo yo ahora?...».

Esto de ponerse a escribir, no precisamente porque se haya encontrado asunto, sino para encontrarlo, es una de las necesidades más terribles a que se ven expuestos los escritores fabricantes de héroes, y héroes, por tanto, ellos mismos. Porque, ¿cuál, sino el de hacer héroes, el de cantarlos, es el supremo heroísmo? Como no sea que el héroe haga a su hacedor, opinión que mantengo muy brillante y profundamente en mi Vida de don Quijote y Sancho, según Miguel de Cervantes Saavedra, explicada y comentada; Madrid, librería de Fernando Fe, 19051 —y sirva esto, de paso, como anuncio-, obra en que sostengo fue don Quijote el que hizo a Cervantes y no éste a aquél. ¿Y a mí quién me ha hecho, pues? En este caso, no cabe duda que el héroe de mi cuento. Sí, yo no soy sino una fantasía del héroe de mi cuento.

¿Seguimos? Por mí, lector amigo, hasta que usted quiera; pero me temo que esto se convierta en el cuento de nunca acabar. Y si es el de la vida... Aunque ¡no!, ¡no!, el de la vida se acaba.

Aquí sería buena ocasión, con este pretexto, de disertar sobre la brevedad de esta vida perecedera y la vanidad de sus dichas, lo cual daría a este cuento un cierto carácter moralizador que lo elevara sobre el nivel de esos otros cuentos vulgares que sólo tiran a divertir. Porque el arte debe ser edificante. Voy, por tanto, a acabar con una

Moraleja.— Todo se acaba en este mundo miserable: hasta los cuentos y la paciencia de los lectores. No sé, pues, abusar.

ArribaUna tragedia (Caras y Caretas, Buenos Aires, 21-VII-1923)

¿Recordáis los que hayáis leído las Memorias de Goethe, aquel profesor Plessing de que nos habla el autor del Werther? Fue un joven misántropo y preocupado que quiso ponerse en relaciones con él, que le dirigió como a un director laico de conciencia, unas largas cartas a que aquél no respondió, que se quejaba de esto y que al fin se puso al habla con él sin lograr interesarle en sus fantásticas cuitas. Pues vamos a contaros una historia algo parecida a la de Plessing, pero que acaba en tragedia.

Era un escritor, llamémosle Ibarrondo, que ejercía grande influencia sobre su pueblo con sus escritos y a quien oían con atención, y algunos con recogimiento, muchos de los jóvenes de su país y aun de otros países. Y eran no pocos los que se imaginaban que Ibarrondo estaba para atender privadamente a lo que ellos le preguntaran y a que les dijese —por carta, y a su nombre— lo que estaba diciendo arreo al público todo. Hasta hubo quien le preguntó qué es lo que debía leer, sin más que este indicio: «Soy un joven de 18 años hambriento de cultura». Y lo que más le atosigaba a Ibarrondo era la gran porción de locos, chiflados, ensimismados y hasta mentecatos que le iban con sus locuras, chifladuras, ensimismaduras y mentecatadas.

Era un joven, llamémosle Pérez, de esos que creen ingenuamente que se les ha ocurrido lo que habían leído, que toman por ideas originales las reminiscencias de lecturas y que se imaginan que van a romper moldes viejos cuando se disponen a hacerlo con otros más viejos todavía.

Pérez que leía a Ibarrondo, le escribió unas largas cartas inflamadas y entusiastas llenas de todos los lugares comunes —¡y tan comunes!— que de ordinario suele escribirse a los 18 años. Ibarrondo, creyendo así quitárselo de encima, le contestó en una carta defensiva. Pérez arreció en su persecución, mas al cabo desistió de ella.

Pasaron unos cinco o seis años cuando he aquí que Ibarrondo se encuentra con el original manuscrito de una obra de Pérez y con la pretensión de que éste le ponga un prólogo. Ibarrondo, después de hojearla y leer acá y allá algunos pasajes, se la devolvió diciéndole que sus ocupaciones no le permitían escribir el pedido prólogo. Y he aquí que a los pocos días de esto se le presenta el propio Pérez en persona, con su manuscrito en la mano, a saber por qué se le rehusaba el prólogo.

—No importa —dijo Pérez— que usted, señor Ibarrondo rebata mis doctrinas...

—¿Qué doctrinas, señor Pérez?

—Las de mi libro. Me es igual. Aprobativo o vituperativo, su prólogo hará correr mi obra, el público la juzgará y usted habrá hecho un servicio al público y no a mí.

—Pero es el caso, señor Pérez, que yo no puedo ni aprobar ni desaprobar sus doctrinas y no puedo hacerlo porque no las conozco. O mejor, porque sé que esas que usted llama sus doctrinas ni son de usted ni apenas son doctrinas. He hojeado su libro, he leído acá y allá pasajes de él y he visto que no hace usted sino repetir lo que todo el mundo dice, y lo que es peor, como lo dice todo el mundo. Ni una expresión, ni un grito, ni una metáfora, ni un acento personal. Y cuando cree usted ir contra la corriente general es cuando más ramplonerías escribe, pues se hace usted eco de la contracorriente también general. La heterodoxia de usted es tan vulgar como la ortodoxia a que combate. Porque usted reconocerá conmigo que hay un ateísmo y un anarquismo tan vulgares y ramplones, tan poco originales, tan rebañegos, como el ateísmo y el anarquismo oficiales.

El pobre Pérez quiso defenderse y aun atacar, pero entonces creyó Ibarrondo que con unas fuertes duchas podría curar a aquel desgraciado y reducirle a que se dedicase a cualquier otra actividad que no fuese la de escribir para el público, y emprendió la tarea de convencerle de que todo lo que contenía aquel manuscrito no era más que el eco de sobadísimos lugares comunes de contracorriente.

—Si aun hubiera aquí disparates, amigo Pérez: disparates graciosos... ¡Pero ni eso!

Sorprendiole a Ibarrondo la facilidad con que parecía dejarse convencer Pérez y le alarmó la actitud de abatimiento que tomó. Parecía que dentro de él se agitaba una terrible conmoción. Estaba pálido; no hablaba.

—Vamos, amigo Pérez —le dijo-, no se amilane así. En este mundo hay muy otros oficios que el de escritor público y tan honrosos, si es que no más, que él. Déjese de escribir y dedíquese a otra cosa.

—¿Y a qué, señor Ibarrondo? En otra cosa será igual. Si usted me hubiera escrito el prólogo yo habría lanzado el libro y me habría importado poco que me dijeran de él lo que usted me ha dicho. No lo habría creído. Habríalo atribuido a la envidia; habría luchado. Pero usted, convenciéndome me ha matado. ¡Sí, me ha matado!

—¿Convenciéndole, de qué?

—De que soy un pobre mentecato.

Y Pérez se echó a llorar. Quiso Ibarrondo consolarle y no pudo. Hasta le prometió el prólogo. Fue en vano.

Días después Pérez se pegaba un tiro, después de escribir a Ibarrondo una carta en que le decía que le había puesto ante los ojos un espejo en que vio su inutilidad. Ibarrondo se aquietó pensando que los suicidas lo son de nacimiento.

(El espejo de la muerte, 1913)


Publicado el 11 de septiembre de 2018 por Edu Robsy.
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