—¿Te acuerdas Augusto —le decía Víctor-, de aquel don Eloíno Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro?
—¿Aquel empleado de Hacienda tan aficionado a correrla, sobre todo de lo baratito?
—El mismo. Pues bien..., ¡se ha casado!
—¡Valiente carcamal se lleva la que haya cargado con él!
—Pero lo estupendo es su manera de casarse. Entérate y ve tomando notas. Ya sabrás que don Eloíno Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro, a pesar de sus apellidos, apenas si tiene sobre qué caerse muerto ni más que su sueldo de Hacienda, y que está, además, completamente averiado de salud.
—Tal vida ha llevado.
—Pues el pobre padece una afección cardíaca de la que no puede recobrarse. Sus días están contados. Acaba de salir de un achuchón gravísimo, que le ha puesto a las puertas de la muerte, y le ha llevado al matrimonio, pero a otro... revienta. Es el caso que el pobre andaba de casa en casa de huéspedes y de todas partes tenía que salir, porque por cuatro pesetas no pueden pedirse gollerías ni candingas en mojo de gato, y él era muy exigente. Y no del todo limpio. Y así, rodando de casa en casa, fue a dar a la de una venerable patrona, ya entrada en años, mayor que él, que, como sabes, más cerca anda de los setenta que de los cincuenta, y viuda dos veces; la primera de un carpintero que se suicidó tirándose de un andamio a la calle, y a quien recuerda a menudo como su Rogelio, y la segunda, de un sargento de carabineros que le dejó al morir un capitalito que le da una peseta al día. Y hete aquí que hallándose en casa de esta señora viuda da mi don Eloíno en ponerse malo, muy malo, tan malo que la cosa parecía sin remedio y que se moría. Llamaron primero a que le viera don José, y luego don Valentín. Y el hombre, ¡a morir! Y su enfermedad pedía tantos y tales cuidados, y a las veces no del todo aseados, que monopolizaban a la patrona, y los otros huéspedes empezaban ya a amenazar con marcharse. Y don Eloíno, que no podía pagar mucho más, y la doble viuda diciéndole que no podía tenerle más en su casa, pues le estaba perjudicando el negocio. «Pero ¡por Dios, señora, por caridad! —parece que le decía él-. ¿Adónde voy yo en este estado, en qué otra casa van a recibirme? Si usted me echa tendré que ir a morirme al hospital... ¡Por Dios, por caridad! ¡Para los días que he de vivir!...». Porque él estaba convencido de que se moría y muy pronto. Pero ella, por su parte, lo que es natural, que su casa no era hospital, que vivía de su negocio y que se estaba ya perjudicando. Cuando en esto a uno de los compañeros de oficina de don Eloíno se le ocurre una idea salvadora, y fue que le dijo: «Usted no tiene, don Eloíno sino un medio de que esta buena señora se avenga a tenerle en su casa mientras viva». «¿Cuál?», preguntó él. «Primero —le dijo el amigo— sepamos lo que usted se cree de su enfermedad». «¡Ah!, pues yo que he de durar poco, muy poco, acaso no lleguen a verme con vida mis hermanos». «¿Tan mal se cree usted?». «Me siento morir...». «Pues si así es, le queda un medio de conseguir que esta buena mujer no le ponga de patitas en la calle obligándole a irse al hospital». «¿Y cuál es?». «Casarse con ella». «¿Casarme con ella?, ¿con la patrona? ¿Quién, yo? ¡Un Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro! ¡Hombre, no estoy para bromas!». Y parece que la ocurrencia le hizo un efecto tal que a poco se queda en ella
—Y no es para menos.
—Pero el amigo, así que él se repuso de la primera sorpresa, le hizo ver que casándose con la patrona le dejaba trece duros mensuales de viudedad, que de otro modo no aprovecharía nadie y se irían al Estado. Ya ves tú...
—Sí, sé de más de uno, amigo Víctor, que se ha casado nada más que para que el Estado no se ahorrase una viudedad. ¡Eso es civismo!
—Pero si don Eloíno rechazó tan indignado tal proposición, figúrate lo que diría la patrona: «¿Yo? ¿Casarme yo, a mis años, y por tercera vez, con ese carcamal? ¡Qué asco!». Pero se informó del médico, le aseguraron que no le quedaban a don Eloíno sino muy pocos días de vida, y diciendo: «La verdad es que trece duros al mes me arreglan», acabó aceptándolo. Y entonces se le llamó al párroco, al bueno de don Matías, varón apostólico, como sabes, para que acabase de convencer al deshauciado. «Sí, sí, sí —dijo don Matías-; ¡sí, pobrecito!, ¡pobrecito!». Y le convenció. Llamó luego don Eloíno a Correíta, y dicen que le dijo que quería reconciliarse con él —estaban reñidos-, y fuese testigo de su boda. «Pero ¿se casa usted, don Eloíno?». «Sí, Correíta, sí, ¡me caso con la patrona!, con doña Sinfo! ¡Yo, un Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro, figúrate! Yo porque me cuide los pocos días de vida que me quedan... No sé si llegarán mis hermanos a tiempo de verme vivo..., y ella por los trece duros de viudedad que le dejo». Y cuentan que cuando Correíta se fue a su casa y se lo contó, como es natural a su mujer, a Emilia, ésta exclamó: «Pero ¡tú eres un majadero, Pepe! ¿Por qué no le dijiste —que se casase con Encarna— Encarnación es una criada, ni joven, ni guapa, que llevó Emilia como de dote a su matrimonio-, que le habría cuidado por los trece duros de viudedad tan bien como esta tía?». Y es fama que la Encarna añadió: «Tiene usted razón, señorita; también yo me hubiera casado con él y le habría cuidado lo que viviese, que no será mucho, por trece duros».
—Pero todo eso, Víctor, parece inventado.
—Pues no lo es. Hay cosas que no se inventan. Y aún falta lo mejor. Y me contaba don Valentín, que es después de don José quien ha estado tratando a don Eloíno, que al ir un día a verle y encontrarse con don Matías revestido, creyó que era para darle la Extremaunción al enfermo, y le dicen que estaba casándole. Y al volver más tarde le acompañó hasta la puerta la recién casada patrona, ¡por tercera vez!, y con voz compungida y ansiosa le preguntaba: «Pero, diga usted, don Valentín, ¿vivirá?, ¿vivirá todavía? «No señora, no; es cuestión de días...». «Se morirá pronto, ¿eh?». «Sí, muy pronto». «Pero ¿de veras se morirá?».
—¡Qué enormidad!
—Y no es todo. Don Valentín ordenó que no se le diese al enfermo más que leche, y de ésta poquita cada vez, pero doña Sinfo decía al otro huésped: «¡Quiá! ¡Yo le doy de todo lo que pida! ¡A qué quitarle sus gustos si ha de vivir tan poco!...». Y luego ordenó que le diese unas ayudas, y ella decía: «¿Unas ayudas? ¡Uf, qué asco! ¿A este tío carcamal? ¡Yo no, yo no! ¡Si hubiese sido a alguno de los otros dos, a los que quería, con los que me casé por mi gusto! Pero ¿a éste?, ¿unas ayudas?, ¿yo? ¡Cómo no...!».
—¡Todo esto es fantástico!
—No, es histórico. Y llegaron unos hermanos de don Eloíno, hermano y hermana, y él decía abrumado por la desgracia: «¡Casarse mi hermano, mi hermano, un Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro, con la patrona de la calle de Pellejeros! ¡Mi hermano, hijo de un presidente que fue de la Audiencia de Zaragoza, de Za-ra-go-za, con una... doña Sinfo!». Estaba aterrado. Y la viuda del suicida y recién casada con el desahuciado se decía: «Y ahora verá usted, como si lo viera, ¡con esto de que somos cuñados se irán sin pagarme el pupilaje, cuando yo vivo de esto!». Y parece que le pagaron, sí, el pupilaje, y se lo pagó el marido, pero se llevaron un bastón de puño de oro que él tenía.
—¿Y murió?
—Sí, bastante después. Mejoró, mejoró bastante. Y ella, la patrona, decía: «De esto tiene la culpa ese don Valentín, que le ha entendido la enfermedad... Mejor era el otro, don José, que no se la entendía. Si sólo le hubiese tratado él, ya estaría muerto, y no que ahora me va a fastidiar. Ella, doña Sinfo, tiene, además de los hijos del primer marido, una hija del segundo, del carabinero, y a poco de haberse casado le decía don Eloíno: «Ven, ven acá, que te dé un beso, que ya soy tu padre; eres hija mía...». «Hija, no —decía la madre-, ¡ahijada!». «¡Hijastra, señora, hijastra! Ven acá... Os dejo bien...». Y es fama que la madre refunfuñaba: «¡Y el sinvergüenza no lo hacía más que para sobarla!... ¡Habrase visto!». Y luego vino, como es natural, la ruptura. «Esto fue un engaño, nada más que un engaño, don Eloíno, porque si me casé con usted fue porque me aseguraron que usted se moría y muy pronto, que si no..., ¡pa chasco! Me han engañado, me han engañado». «También a mí me han engañado, señora. ¿Y qué quería usted que hubiese yo hecho? ¿Morirme por darle gusto?». «Eso era lo convenido». «Ya me moriré, señora, ya me moriré... y antes que quisiera... ¡Un Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro!».
Y riñeron por cuestión de unos cuartos más o menos de pupilaje, y acabó ella por echarlo de casa: «¡Adiós, don Eloíno, que le vaya a usted muy bien». «Quede usted con Dios, doña Sinfo». Y al fin ha muerto el tercer marido de esta señora dejándole 2,15 pesetas diarias, y además le han dado 500 para lutos. A lo más le ha sacado un par de misas, por remordimiento y por gratitud a los trece duros de viudedad.
—Pero ¡qué cosas, Dios mío!
—Cosas que no se inventan, que no es posible inventar. Ahora estoy recogiendo más datos de esta tragicomedia, de esta farsa fúnebre. Pensé primero hacer de ello un sainete; pero considerándolo mejor he decidido meterlo de cualquier manera, como Cervantes metió en su Quijote, aquellas novelas que en él figuran, en una novela que estoy escribiendo para desquitarme de los quebraderos de cabeza que me da el embarazo de mi mujer.
(Niebla, cap. XVII, 1914)