Dos Madres

Miguel de Unamuno


Cuento, Teatro



I

¡Cómo le pesaba Raquel al pobre don Juan! La viuda aquella, con la tormenta de no tener hijos en el corazón del alma, se le había agarrado y le retenía en la vida que queda, no en la que pasa. Y en don Juan había muerto, con el deseo, la voluntad. Los ojos y las manos de Raquel apaciguaban y adormecían todos sus apetitos. Y aquel hogar solitario, constituido fuera de la ley, era como en un monasterio la celda de una pareja enamorada.

¿Enamorada? ¿Estaba él, don Juan, enamorado de Raquel? No, sino absorto por ella, sumergido en ella, perdido en la mujer y en su viudez. Porque Raquel era, pensaba don Juan, ante todo y sobre todo, la viuda y la viuda sin hijos; Raquel parecía haber nacido viuda. Su amor era un amor furioso, con sabor a muerte, que buscaba dentro de su hombre, tan dentro de él que de él se salía, algo de más allá de la vida. Y don Juan sé sentía arrastrado por ella a más dentro de la tierra. «¡Esta mujer me matará!» —solía decirse, y al decírselo pensaba en lo dulce que sería el descanso inacabable, arropado en tierra, después de haber sido muerto por una viuda como aquélla.

Hacía tiempo que Raquel venía empujando a su don Juan al matrimonio, a que se casase; pero no con ella, omo habría querido hacerlo el pobre hombre.

RAQUEL.—¿Casarte conmigo? ¡Pero eso, mi gatito, no tiene sentido…! ¿Para qué? ¿A qué conduce que nos casemos según la Iglesia y el Derecho Civil? El matrimonio se instituyó, según nos enseñaron en el Catecismo, para casar, dar gracia a los casados y que críen hijos para el cielo. ¿Casarnos? ¡Bien casados estamos! ¿Darnos gracia? Ay michino —y al decirlo le pasaba por sobre la nariz los cinco finísimos y ahusados dedos de su diestra—, ni a ti ni a mí nos dan ya gracia con bendiciones. ¡Criar hijos para el cielo…, criar hijos para el cielo!

Al decir esto se le quebraba la voz y temblaban en sus pestañas líquidas perlas en que se reflejaba la negrura insondable de las niñas de sus ojos.

DON JUAN.—Pero ya te he dicho, Quelina, que nos queda un recurso, y es casarnos como Dios y los hombres mandan…

RAQUEL.—¿Tú invocando a Dios, michino?

DON JUAN.—Casarnos así, según la ley, y adoptar un hijo…

RAQUEL.—¡Adoptar un hijo…! ¡Adoptar un hijo…! Sólo te faltaba decir que del Hospicio…

DON JUAN.—¡Oh, no! Aquel sobrinillo tuyo, por ejemplo…

RAQUEL.—Ya te he dicho, Juan, que no hables de eso…, que no vuelvas a hablar de eso… Mi hermana, visto que tenemos fortuna…

DON JUAN.—Dices bien, tenemos…

RAQUEL.—¡Claro que digo bien! ¿O es que crees que yo no sé que tu fortuna, como tú todo, no es sino mía, enteramente mía?

DON JUAN.—¡Enteramente tuyos, Quelina!

RAQUEL.—Mi hermana nos entregaría cualquiera de sus hijos, lo sé, nos lo entregaría de grado. Y como nada me costaría obtenerlo, nunca podría tenerlo por propio. ¡Oh, no poder parir! ¡No poder parir! ¡Y morirse en el parto!

DON JUAN.—Pero no te pongas así, querida.

RAQUEL.—Eres tú, Juan, eres tú el que no debes seguir así… Un hijo adoptado, adoptivo, es siempre un hospiciano. Hazte padre, Juan, hazte padre, ya que no has podido hacerme madre. Si me hubieras hecho madre, nos habríamos casado, entonces sí… ¿Por qué bajas así la cabeza? ¿De qué te avergüenzas?

DON JUAN.—Me vas a hacer llorar, Raquel, y yo…

RAQUEL.—Sí, ya sé que tú no tienes la culpa, como no la tuvo mi marido, aquel…

DON JUAN.—Ahora eso…

RAQUEL.—¡Bien! Pero tú puedes darme un hijo. ¿Cómo? Engendrándolo en otra mujer, hijo tuyo, y entregándomelo luego. ¡Y quiéralo ella o no lo quiera, que lo quiero yo y basta!

DON JUAN.—Pero cómo quieres que yo quiera, a otra mujer…

RAQUEL.—¿Quererla? ¿Qué es eso de quererla? ¿Quién te ha hablado de querer a otra mujer? Harto sé que hoy ya tú no puedes, aunque quieras, querer a otra mujer. ¡Ni yo lo consentiría! ¡Pero no se trata de quererla; se trata de empreñarla! ¿Lo quieres más claro? Se trata de hacerla madre. Hazla madre y luego dame el hijo, quiéralo ella o no.

DON JUAN.—La que se prestara a eso sería una…

RAQUEL.—¿Con nuestra fortuna?

DON JUAN.—¿Y a qué mujer le propongo eso?

RAQUEL.—¿Proponerle qué?

DON JUAN.—Eso…

RAQUEL.—Lo que has de proponerle es el matrimonio…

DON JUAN.—¡Raquel!

RAQUEL.—¡Sí, Juan, sí; el matrimonio! Tienes que casarte y yo te buscaré la mujer; una mujer que ofrezca probabilidades de éxito… Y que sea bien parecida, ¿eh?

Al decir esto se reía con una risa que sonaba a llanto.

RAQUEL.—Será tu mujer, y de tu mujer, ¡claro está!, no podré tener celos…

DON JUAN.—Pero ella los tendrá de ti…

RAQUEL.—¡Natural! Y ello ayudará a nuestra obra. Os casaréis, os darán gracia, mucha gracia, muchísima gracia, y criaréis por lo menos un hijo… para mí. Y yo le llevaré al cielo.

DON JUAN.—No blasfemes…

RAQUEL.—¿Sabes tú lo que es el cielo? ¿Sabes lo que es el infierno? ¿Sabes dónde está el infierno?

DON JUAN.—En el centro de la tierra, dicen.

RAQUEL.—O en el centro de un vientre estéril acaso…

DON JUAN.—¡Raquel…! ¡Raquel…!

RAQUEL.—Y ven, ven acá…

Le hizo sentarse sobre las firmes piernas de ella, se lo apechugó como a un niño y, acercándole al oído los labios resecos, le dijo como en un susurro:

RAQUEL.—Te tengo ya buscada mujer… Tengo ya buscada la que ha de ser madre de nuestro hijo… Nadie buscó con más cuidado una nodriza que yo esa madre…

DON JUAN.—¿Y quién es…?

RAQUEL.—La señorita Berta Lapeira… Pero, ¿por qué tiemblas? ¿Si hasta creí que te gustaría? ¿Qué? ¿No te gusta? ¿Por qué palideces? ¿Por qué lloras así? Anda, llora, llora, hijo mío… ¡Pobre don Juan!

DON JUAN.—Pero Berta…

RAQUEL.—¡Berta, encantada! ¡Y no por nuestra fortuna, no! ¡Berta está enamorada de ti, perdidamente enamorada de ti…! Y Berta, que tiene un heroico corazón de virgen enamorada, aceptará el papel de redimirte, de redimirte de mí, que soy, según ella, tu condenación y tu infierno. ¡Lo sé! ¡Lo sé! Sé cuánto te compadece Berta… Sé el horror que le inspiro… Sé lo que dice de mí…

DON JUAN.—Pero y sus padres…

RAQUEL.—Oh, sus padres, sus cristianísimos padres, son unos padres muy razonables… Y conocen la importancia de tu fortuna…

DON JUAN.—Nuestra fortuna…

RAQUEL.—Ellos, como todos los demás, creen que es tuya… ¿Y no es acaso legalmente tuya?

DON JUAN.—Sí; pero…

RAQUEL.—Sí, hasta eso lo tenemos que arreglar bien. Ellos no saben cómo tú eres mío, michino, y cómo es mío, mío sólo, todo lo tuyo. Y no saben cómo será mío el hijo que tengas de su hija… Porque lo tendrás, ¿eh, michino? ¿Lo tendrás?

Y aquí las palabras le cosquilleaban en el fondo del oído al pobre don Juan, produciéndole casi vértigo.

RAQUEL.—¿Lo tendrás, Juan, lo tendrás?

DON JUAN.—Me vas a matar, Raquel…

RAQUEL.—Quién sabe… Pero antes dame el hijo… ¿Lo oyes? Ahí está la angelical Berta Lapeira. ¡Angelical! Ja… ja… ja…

DON JUAN.—¡Y tú, demoníaca! —gritó el hombre poniéndose en pie y costándole tenerse así.

RAQUEL.—El demonio también es un ángel, michino…

DON JUAN.—Pero un ángel caído…

RAQUEL.—Haz, pues, caer a Berta; ¡hazla caer…!

DON JUAN.—Me matas, Quelina, me matas…

RAQUEL.—¿Y no estoy yo peor que muerta…?

Terminado esto, Raquel tuvo que acostarse. Y cuando más tarde, al ir don Juan a hacerlo junto a ella, a juntar sus labios con los de su dueña y señora, los encontró secos y ardientes como arena de desierto.

RAQUEL.—Ahora sueña con Berta y no conmigo. ¡O no, no! ¡Sueña con nuestro hijo!

El pobre don Juan no pudo soñar.

II

¿Cómo se le había ocurrido a Raquel proponerle para esposa legítima a Berta Lapeira? ¿Cómo había descubierto no que Berta estuviese enamorada de él, de don Juan, sino que él, en sueños, estando dormido, cuando perdía aquella voluntad que no era suya, sino de Raquel, soñaba en que la angelical criatura viniese en su ayuda a redimirle? Y si en esto había un germen de amor futuro, ¿buscaba Raquel extinguirlo haciéndole que se casase con ella para hacer madre a la viuda estéril?

Don Juan conocía a Berta desde la infancia. Eran relaciones de familia. Los padres de don Juan, huérfano y solo desde muy joven, habían sido grandes amigos de don Pedro Lapeira y de su señora. Éstos se habían siempre interesado por aquél y habíanse dolido como nadie de sus devaneos y de sus enredos con aventureras de ocasión. De tal modo, que cuando el pobre náufrago de los amores —que no del amor— recaló en el puerto de la viuda estéril, alegráronse como de una ventura del hijo de sus amigos, sin sospechar que aquel puerto era un puerto de tormentas.

Porque contra lo que creía don Juan, el sesudo matrimonio Lapeira estimaba que aquella relación era ya a modo de un matrimonio, que don Juan necesitaba de una voluntad que supliera a la que le faltaba, y que si llegaban a tener hijos, el de sus amigos estaba salvado. Y de esto hablaban con frecuencia en sus comentarios domésticos, en la mesa, a la tragicomedia de la ciudad, sin recatarse delante de su hija, de la angelical Berta, que de tal modo fué interesándose por don Juan.

Pero Berta, cuando oía a sus padres lamentarse de que Raquel no fuese hecha madre por don Juan y que Juago se anudase para siempre y ante toda ley divina y humana —o mejor teocrática y democrática— aquel enlace de aventura, sentía dentro de sí el deseo de que no fuera eso, y soñaba luego, a solas, con poder llegar a ser el ángel redentor de aquel náufrago de los amores y el que le sacase del puerto de las tormentas.

¿Cómo es que don Juan y Berta habían tenido el mismo sueño? Alguna vez, al encontrarse sus miradas, al darse las manos, en las no raras visitas que don Juan hacía a casa de los señores Lapeira, había nacido aquel sueño. Y hasta había sucedido tal vez, no hacía mucho, que fué Berta quien recibió al compañero de juegos de su infancia y que los padres tardaron algo en llegar.

Don Juan previo el peligro, y dominado por la voluntad de Raquel, que era la suya, fué espaciando cada vez más sus visitas a aquella casa. Cuyos dueños adivinaron la causa de aquella abstención. «¡Cómo le tiene dominado! ¡Le aisla de todo el mundo!» —se dijeron los padres. Y a la hija, a la angelical Berta, un angelito caído le susurró en el silencio de la noche y del sueño, al oído del corazón: «Te teme…»

Y ahora era Raquel, Raquel misma, la que le empujaba al regazo de Berta. ¿Al regazo?

El pobre don Juan echaba de menos el piélago encrespado de sus pasados amores de paso, presintiendo que Raquel le llevaba a la muerte. ¡Pero si él no tenía ningún apetito de paternidad…! ¿Para qué iba a dejar en el mundo otro como él?

¡Mas, qué iba a hacer…!

Y volvió, empujado y guiado por Raquel, a frecuentar la casa Lapeira. Con lo que se les ensanchó el alma a la hija y a sus padres. Y más cuando adivinaron sus intenciones. Empezando a compadecerse como nunca de la fascinación bajo que vivía. Y lo comentaban don Pedro y doña Marta.

DON PEDRO.—¡Pobre chico! Cómo se ve que sufre…

DOÑA MARTA.—Y no es para menos, Pedro, no es para menos…

DON PEDRO.—Nuestra Tomasa, ¿te recuerdas?, hablaría de un bebedizo…

DOÑA MARTA.—Sí tenía gracia lo del bebedizo… Si la pobre se hubiese mirado a un espejo…

DON PEDRO.—Y si hubiese visto cómo le habían dejado sus nueve partos y el tener que trabajar tan duro… Y si hubiese sido capaz de ver bien a la otra…

DOÑA MARTA.—Así sois los hombres… Unos puercos todos…

DON PEDRO.—¿Todos?

DOÑA MARTA.—Perdona, Pedro, ¡tú… no! Tú…

DON PEDRO.—Pero, después de todo, se comprende el bebedizo de la viudita esa…

DOÑA MARTA.—Ah, picarón, con que…

DON PEDRO.—Tengo ojos en la cara, Marta, y los ojos siempre son jóvenes…

DOÑA MARTA.—Más que nosotros…

DON PEDRO.—¿Y qué será de este chico ahora?

DOÑA MARTA.—Dejémosle venir, Pedro… Porque yo le veo venir…

DON PEDRO.—¡Y yo! ¿Y ella?

DOÑA MARTA.—A ella ya iré preparándole yo por si acaso…

DON PEDRO.—Y esa relación…

DOÑA MARTA.—¿Pero no ves, hombre de Dios, que lo que busca es romperla? ¿No lo conoces?

DON PEDRO.—Sin duda. Pero esa ruptura tendrá que costarle algún sacrificio…

DOÑA MARTA.—Y aunque así sea… Tiene mucho, mucho, y aunque sacrifique algo…

DON PEDRO.—Es verdad…

DOÑA MARTA.—Tenemos que redimirle, Pedro; nos lo piden sus padres…

DON PEDRO.—Y hay que hacer que nos lo pida también nuestra hija.

La cual estaba por su parte ansiando la redención de don Juan. ¿La de don Juan, o la suya propia? Y se decía: «Arrancarle ese hombre y ver cómo es el hombre de ella, el hombre que ha hecho ella, el que se le ha rendido en cuerpo y alma… ¡Lo que le habrá enseñado…! ¡Lo que sabrá mi pobre Juan…! Y él me hará como ella…»

De quien estaba Berta perdidamente enamorada era de Raquel. Raquel era su ídolo.

III

El pobre Juan, ya sin don, temblaba entre las dos mujeres, entre su ángel y su demonio redentores. Detrás de sí tenía a Raquel, y delante, a Berta, y ambas le empujaban. ¿Hacia dónde? El presentía que hacia su perdición. Habíase de perder en ellas. Entre una y otra le estaban desgarrando. Sentíase como aquel niño que ante Salomón se disputaban las dos madres, sólo que no sabía cuál de ellas, si Raquel o Berta, le quería entero para la otra y cuál quería partirlo a muerte. Los ojos azules y claros de Berta, la doncella, como un mar sin fondo y sin orillas, le llamaban al abismo, y detrás de él, o mejor en torno de él, envolviéndole, los ojos negros y tenebrosos de Raquel, la viuda, como una noche sin fondo y sin estrellas, empujábanle al mismo abismo.

BERTA.—¿Pero qué te pasa, Juan? Desahógate de una vez conmigo. ¿No soy tu amiga de la niñez, casi tu hermana…?

DON JUAN.—Hermana… Hermana…

BERTA.—¿Qué? No te gusta eso de hermana…

DON JUAN.—No la tuve; apenas si conocí a mi madre… No puedo decir que he conocido mujer…

BERTA.—Que no, ¿eh? Vamos…

DON JUAN.—¡Mujeres… sí! ¡Pero mujer, lo que se dice mujer, no!

BERTA.—¿Y la viuda esa, Raquel?

Berta se sorprendió de que le hubiese salido esto sin violencia alguna, sin que le tambaleara la voz, y de que Juan se lo oyera con absoluta tranquilidad.

DON JUAN.—Esa mujer, Berta, me ha salvado; me ha salvado de las mujeres.

BERTA.—Te creo. Pero ahora…

DON JUAN.—Ahora sí, ahora necesito salvarme de ella.

Y al decir esto sintió Juan que la mirada de los tenebrosos ojos viudos le empujaba con más violencia.

BERTA.—Y puedo yo servirte de algo en eso…

DON JUAN.—Oh, Berta, Berta…

BERTA.—Vamos, sí, tú, por lo visto, quieres que sea yo quien me declare…

DON JUAN.—Pero Berta…

BERTA.—¿Cuándo te vas a sentir hombre, Juan? ¿Cuándo has de tener voluntad propia?

DON JUAN.—Pues bien, sí, ¿quieres salvarme?

BERTA.—¿Cómo?

DON JUAN.—¡Casándote conmigo!

BERTA.—¡Acabáramos! ¿Quieres, pues, casarte conmigo?

DON JUAN.—¡Claro!

BERTA.—¿Claro? ¡Obscuro! ¿Quieres casarte conmigo?

DON JUAN.—¡Sí!

BERTA.—¿De propia voluntad?

Juan tembló al percatar tinieblas en el fondo de los ojos azules y claros de la doncella. «¿Habrá adivinado la verdad?», se dijo, y estuvo por arredrarse; pero los ojos negros de la viuda le empujaron diciéndole: «Digas lo que dijeres, tú no puedes mentir…»

DON JUAN.—¡De propia voluntad!

BERTA.—¿Pero la tienes, Juan?

DON JUAN.—Es para tenerla para lo que quiero hacerte mi mujer…

BERTA.—Y entonces…

DON JUAN.—Entonces, ¿qué?

BERTA.—¿Vas a dejar antes a esa otra?

DON JUAN.—Berta… Berta…

BERTA.—Bien, no hablemos más de ello, si quieres. Porque todo esto quiere decir que sintiéndote impotente para desprenderte de esa mujer quieres que sea yo quien te desprenda de ella. ¿No es así?

DON JUAN.—Sí, así es —y bajó la cabeza.

BERTA.—Y que te dé una voluntad de que careces…

DON JUAN.—Así es…

BERTA.—Y que luche con la voluntad de ella…

DON JUAN.—Así es…

BERTA.—¡Pues así será!

DON JUAN.—¡Oh Berta…, Berta…!

BERTA.—Estate quieto. Mírame y no me toques. Pueden de un momento a otro aparecer mis padres.

DON JUAN.—¿Y ellos, Berta?

BERTA.—¿Pero eres tan simple, Juan, como para no ver que esto lo teníamos previsto y tratado de ello…?

DON JUAN.—Entonces…

BERTA.—Que acudiremos todos a salvarte.

IV

El arreglo de la boda con Berta emponzoñó los cimientos todos del alma del pobre Juan. Los padres de Berta, los señores Lapeira, ponían un gran empeño en dejar bien asegurado y a cubierto de toda contingencia el porvenir económico de su hija, y acaso pensaban en el suyo propio. No era, como algunos creían, hija única, sino que tenían un hijo que de muy joven se había ido a América y del que no se volvió a hablar, y menos en su casa. Los señores Lapeira pretendían que Juan dotase a Berta antes de tomarla por mujer, y resistíanse por su parte a darle a su futuro yerno cuenta del estado de su fortuna. Y Juan se resistía, a su vez, a ese dotamiento, alegando que luego de casado haría un testamento en que dejase heredera universal de sus bienes a su mujer, después de haber entregado un pequeño caudal —y en esto sus futuros suegros estaban de acuerdo— a Raquel.

No era Raquel un obstáculo ni para los señores Lapeira ni para su hija. Aveníanse a vivir en buenas relaciones con ella, como con una amiga inteligente y que había sido en cierto modo una salvadora de Juan, seguros padres e hija de que ésta sabría ganar con suavidad y maña el corazón de su marido por entero, y que al cabo Raquel misma contribuiría a la felicidad del nuevo matrimonio. ¡Con tal de que se le asegurase la vida y la consideración de las gentes decentes y de bien! No era, después de todo, ni una aventurera vulgar ni una que se hubiese nunca vendido al mejor postor. Su enredo con Juan fué obra de pura pasión, de compasión acaso —pensaban y querían pensar los señores Lapeira.

Pero lo grave del conflicto, lo que ni los padres de la angelical Berta ni nadie en la ciudad —¡y eso que se pretendía conocer a la viuda!— podía presumir era que Raquel había hecho firmar a Juan una escritura por la cual los bienes inmuebles todos de éste aparecían comprados por aquélla, y todos los otros valores que poseía estaban a nombre de ella. El pobre Juan no aparecía ya sino como su administrador y apoderado. Y esto supo la astuta mujer mantenerlo secreto. Y a la vez conocía mejor que nadie el estado de la fortuna de los señores Lapeira.

RAQUEL.—Mira, Juan, dentro de poco, tal vez antes de que os caséis, y en todo caso poco después de vuestra boda, la pequeña fortuna de los padres de Berta, la de tu futura esposa…, esposa, ¿eh?, no mujer, ¡esposa…!, la de tu futura esposa, será mía…, es decir, nuestra…

DON JUAN.—¿Nuestra?

RAQUEL.—Sí, será para el hijo que tengamos, si es que tu esposa nos lo da… Y si no…

DON JUAN.—Me estás matando, Quelina…

RAQUEL.—Cállate, michino. Ya le tengo echada la garra a esa fortuna. Voy a comprar créditos e hipotecas… ¡Oh, sí, después de todo, esa Raquel es una buena persona, toda una señora, y ha salvado al que ha de ser el marido de nuestra hija y el salvador de nuestra situación y el amparo de nuestra vejez! ¡Y lo será, vaya si lo será! ¿Por qué no?

DON JUAN.—¡Raquel! ¡Raquel!

RAQUEL.—No gimas así, Juan, que pareces un cordero al que están degollando…

DON JUAN.—Y así es…

RAQUEL.—¡No, no es así! ¡Yo voy a hacerte hombre; yo voy a hacerte padre!

DON JUAN.—¿Tú?

RAQUEL.—¡Sí, yo, Juan; yo, Raquel!

Juan se sintió como en agonía.

DON JUAN.—Pero dime, Quelina, dime —y al decirlo le lloraba la voz—, ¿por qué te enamoraste de mí? ¿Por qué me arrebataste? ¿Por qué me has sorbido el tuétano de la voluntad? ¿Por qué me has dejado como un pelele? ¿Por qué no me dejaste en la vida que llevaba…?

RAQUEL.—¡A estas horas estarías, después de arruinado, muerto de miseria y de podredumbre!

DON JUAN.—¡Mejor, Raquel, mejor! Muerto, sí; muerto de miseria y de podredumbre. ¿No es esto miseria? ¿No es podredumbre? ¿Es que soy mío? ¿Es que soy yo? ¿Por qué me has robado el cuerpo y el alma?

El pobre don Juan se ahogaba en sollozos.

Volvió a cogerle Raquel como otras veces, maternalmente, le sentó sobre sus piernas, le abrazó, le apechugó a su seno estéril, contra sus pechos, henchidos de roja sangre que no logró hacerse blanca leche, y hundiendo su cabeza sobre la cabeza del hombre, cubriéndole los oídos con su desgreñada cabellera suelta, lloró, entre hipos, sobre él. Y le decía:

RAQUEL.—¡Hijo mío, hijo mío, hijo mío…! No te robé yo; me robaste tú el alma, tú, tú. Y me robaste el cuerpo… ¡Hijo mío… hijo mío… hijo mío…! Te vi perdido, perdido, perdido… Te vi buscando lo que no se encuentra… Y yo buscaba un hijo… Y creí encontrarlo en ti. Y creí que me darías el hijo por el que me muero… Y ahora quiero que me le des…

DON JUAN.—Pero, Quelina, no será tuyo…

RAQUEL.—Sí, será mío, mío, mío… Como lo eres tú… ¿No soy tu mujer?

DON JUAN.—Sí, tú eres mi mujer…

RAQUEL.—Y ella será tu esposa. ¡Esposa!, así dicen los zapateros: «¡Mi esposa!» Y yo seré tu madre y la madre de vuestro hijo…, de mi hijo…

DON JUAN.—¿Y si no le tenemos?

RAQUEL.—¡Calla, Juan, calla! ¿Si no le tenéis? ¿Si no nos lo da…? Soy capaz de…

DON JUAN.—¡Calla, Raquel, que la ronquera de tu voz me da miedo!

RAQUEL.—¡Sí, y de casarte luego con otra!

DON JUAN.—¿Y si consiste en mí…?

Raquel le echó de sí con gesto brusco, se puso en pie como herida, miró a Juan con una mirada de taladro; pero al punto, pasado el sablazo de hielo de su pecho, abrió los brazos a su hombre gritándole:

RAQUEL.—¡No, ven; ven, Juan, ven! ¡Hijo mío! ¡Hijo mío! ¿Para qué quiero más hijo que tú? ¿No eres mi hijo?

Y tuvo que acostarle, calenturiento y desvanecido.

V

No, Raquel no consintió en asistir a la boda como Berta y sus padres habían querido, ni tuvo que fingir enfermedad para ello, pues de veras estaba enferma.

RAQUEL.—No creí, Juan, que llegaran a tanto. Conocía su fatuidad y su presunción, la de la niña y la de sus papás; pero no los creía capaces de disponerse a afrontar, así, las conveniencias sociales. Cierto es que nuestras relaciones no han sido nunca escandalosas, que no nos hemos presentado en público haciendo alarde de ellas; pero son algo bien conocido de la ciudad toda. Y al empeñarse en que me convidaras a la boda no pretendían sino hacer más patente el triunfo de su hija. ¡Imbéciles! ¿Y ella? ¿Tu esposa?

DON JUAN.—Por Dios, Raquel, mira que…

RAQUEL.—¿Qué? ¿Qué tal? ¿Qué tal sus abrazos? ¿Le has enseñado algo de lo que aprendiste de aquellas mujeres? ¡Porque de lo que yo te he enseñado no puedes enseñarle nada! ¿Qué tal tu esposa? Tú… tú no eres de ella…

DON JUAN.—No, ni soy mío…

RAQUEL.—Tú eres mío, mío, mío, michino, mío… Y ahora ya sabes vuestra obligación. A tener juicio, pues. Y ven lo menos que puedas por esta nuestra casa.

DON JUAN.—Pero, Raquel…

RAQUEL.—No hay Raquel que valga. Ahora te debes a tu esposa. ¡Atiéndela!

DON JUAN.—Pero si es ella la que me aconseja que venga de vez en cuando a verte…

RAQUEL.—Lo sabía. ¡Mentecata! Y hasta se pone a imitarme, ¿no es eso?

DON JUAN.—Sí, te imita en cuanto puede; en el vestir, en el peinado, en los ademanes, en el aire…

RAQUEL.—Sí, cuando vinisteis a verme la primera vez, en aquella visita de ceremonia casi, observé que me estudiaba…

DON JUAN.—Y dice que debemos intimar más, ya que vivimos tan cerca, tan cerquita, casi al lado…

RAQUEL.—Es su táctica para sustituirme. Quiere que nos veas a menudo juntas, que compares…

DON JUAN.—Yo creo otra cosa…

RAQUEL.—¿Qué?

DON JUAN.—Que está prendada de ti, que la subyugas…

Raquel dobló al suelo la cara, que se le puso de repente intensamente pálida, y se llevó las manos al pecho, atravesado por una estocada de ahogo. Y dijo:

RAQUEL.—Lo que hace falta es que todo ello fructifique…

Como Juan se le acercara en busca del beso de despedida —beso húmedo y largo y de toda la boca otras veces—, la viuda le rechazó diciéndole:

RAQUEL.—No, ¡ahora ya no! Ni quiero que se lo lleves a ella ni quiero quitárselo.

DON JUAN.—¿Celos?

RAQUEL.—¿Celos? ¡Mentecato! ¿Pero crees, michino, que puedo sentir celos de tu esposa…? ¿De tu esposa? Y yo, ¿tu mujer…? ¡Para casar y dar gracia a los casados y que críen hijos para el cielo! ¡Para el cielo y para mí!

DON JUAN.—Que eres mi cielo…

RAQUEL.—Otras veces dices que tu infierno…

DON JUAN.—Es verdad.

RAQUEL.—Pero ven, ven acá, hijo mío, toma…

Le cogió la cabeza entre las manos, le dió un beso seco y ardiente sobre la frente, y le dijo en despedida:

RAQUEL.—Ahora vete y cumple bien con ella. Y cumplid bien los dos conmigo. Si no, ya lo sabes, soy capaz…

VI

Y era verdad que Berta estudiaba en Raquel la manera de ganarse a su marido, y a la vez la manera de ganarse a sí misma, de ser ella, de ser mujer. Y así se dejaba absorber por la dueña de Juan, y se iba descubriendo a sí misma al través de la otra. Al fin, un día no pudo resistir, y en ocasión en que las dos, Raquel y Berta, le habían mandado a su Juan a una partida de caza con los amigos, fué la esposa a ver a la viuda.

BERTA.—Le chocará verme por aquí, así, sola…

RAQUEL.—No, no me choca… Y hasta esperaba su visita…

BERTA.—¿Esperarla?

RAQUEL.—La esperaba, sí. Después de todo, algo me parece haber hecho por su esposo, por nuestro buen Juan, y acaso el matrimonio…

BERTA.—Sí, yo sé que si usted, con su amistad, no le hubiese salvado de las mujeres…

RAQUEL.—¡Bah! De las mujeres…

BERTA.—Y he sabido apreciar también su generosidad…

RAQUEL.—¿Generosidad? ¿Por qué? ¡Ah, sí, ya caigo! ¡Pues, no, no! ¿Cómo iba a ligarle a mi suerte? Porque, en efecto, él quiso casarse conmigo…

BERTA.—Lo suponía…

RAQUEL.—Pero como estábamos a prueba y la bendición del párroco, aunque nos hubiese casado y dado gracia de casados, no habría hecho que criásemos hijos para el cielo… ¿Por qué se ruboriza así, Berta? ¿No ha venido a que hablemos con el corazón desnudo en la mano…?

BERTA.—¡Sí, sí, Raquel, sí, hábleme así!

RAQUEL.—No podía sacrificarle así a mi egoísmo. ¡Lo que yo no he logrado, que lo logre él!

BERTA.—¡Oh, gracias, gracias!

RAQUEL.—¿Gracias? ¡Gracias, no! ¡Lo he hecho por él!

BERTA.—Pues por haberlo hecho por él… ¡gracias!

RAQUEL.—¡Ah!

BERTA.—¿Le choca?

RAQUEL.—No, no me choca; pero ya irá usted aprendiendo…

BERTA.—¿A qué? ¿A fingir?

RAQUEL.—¡No; a ser sincera!

BERTA.—¿Cree que no lo soy?

RAQUEL.—Hay fingimientos muy sinceros. Y el matrimonio es una escuela de ellos.

BERTA.—¿Y cómo…?

RAQUEL.—¡Fui casada!

BERTA.—¡Ah, sí; es cierto que es usted viuda!

RAQUEL.—Viuda… Viuda… Siempre lo fui. Creo que nací viuda… Mi verdadero marido se me murió antes de yo nacer… ¡Pero dejémonos de locuras y desvarios! ¿Y cómo lleva a Juan?

BERTA.—Los hombres…

RAQUEL.—¡No, el hombre, el hombre! Cuando me dijo que yo le había salvado a nuestro Juan de las mujeres me encogí de hombros. Y ahora le digo, Berta, que tiene que atender al hombre, a su hombre. Y buscar al hombre en él…

BERTA.—De eso trato; pero…

RAQUEL.—¿Pero qué?

BERTA.—Que no le encuentro la voluntad…

RAQUEL.—¿Y viene usted a buscarla aquí acaso?

BERTA.—¡Oh, no, no! Pero…

RAQUEL.—Con esos peros no irá usted a ninguna parte…

BERTA.—¿Y adónde he de ir?

RAQUEL.—¿Adónde? ¿Quiere usted que le diga adónde?

Berta, intensamente pálida, vaciló, mientras los ojos de Raquel, acerados, hendían el silencio. Y al cabo:

BERTA.—Sí. ¿Adónde?

RAQUEL.—¡A ser madre! Esa es su obligación. ¡Ya que yo no he podido serlo, séalo usted!

Hubo otro silencio opresor, que rompió Berta exclamando:

BERTA.—¡Y lo seré!

RAQUEL.—¡Gracias a Dios! ¿No le pregunté si venía acá a buscar la voluntad de Juan? ¡Pues la voluntad de Juan, de nuestro hombre, es ésa, es hacerse padre!

BERTA.—¿La suya?

RAQUEL.—Sí, la suya. ¡La suya, porque es la mía!

BERTA.—Ahora más que nunca admiro su generosidad…

RAQUEL.—¿Generosidad? No, no… Y cuenten siempre con mi firme amistad, que aún puede serles útil…

BERTA.—No lo dudo…

Y al despedirle, acompañándole hasta la puerta, le dijo:

RAQUEL.—Ah, diga usted a sus padres que tengo que ir a verlos…

BERTA.—¿A mis padres?

RAQUEL.—Sí, cuestión de negocios… Para consolarme de mi viudez me dedico a negocios, a empresas financieras…

Y después de cerrar la puerta, murmuró: ¡Pobre esposa!

VII

Cuando por fin, una mañana de otoño, le anunció Berta a su marido que iba a hacerle padre, sintió éste sobre la carne de su alma torturada el doloroso roce de las dos cadenas que le tenían preso. Y empezó a sentir la pesadumbre de su voluntad muerta. Llegaba el gran combate. ¿Iba a ser suyo, de verdad, aquel hijo? ¿Iba a ser él padre? ¿Qué es ser padre?

Berta, por su parte, sentíase como transportada. ¡Había vencido a Raquel! Pero a la vez sentía que tal victoria era un vencimiento. Recordaba palabras de la viuda y su mirada de esfinge al pronunciarlas.

Cuando Juan llevó la buena nueva a Raquel, palideció ésta intensísimamente, le faltó el respiro, encendiósele luego el rostro, se le oyó anhelar, le brotaron gotas de sudor, tuvo que sentarse, y al cabo, con voz de ensueño, murmuró:

RAQUEL.—¡Al fin te tengo, Juan!

Y le cogió y le apretó a su cuerpo, palpitante, frenéticamente, y le besó en los ojos y en la boca, y le apartaba de sí para tenerle a corto trecho, con las palmas de las manos en las mejillas de él, mirándole a los ojos, mirándose en las niñas de ellos, pequeñita, y luego volvía a besarle. Miraba con ahinco su propio retrato, minúsculo en los ojos de él, y luego, como loca, murmurando con voz ronca: «¡Déjame que me bese!», le cubría los ojos de besos. Y Juan creía enloquecer.

RAQUEL.—Y ahora, ahora ya puedes venir más que antes… Ahora ya no le necesitas tanto…

DON JUAN.—Pues, sin embargo, es ahora cuando más me quiere junto a sí…

RAQUEL.—Es posible… Sí, sí, ahora se está haciendo… Es verdad… Tienes que envolver en cariño al pobrecito… Pero pronto se cansará ella de ti…, le estorbarás…

Y así fué. En los primeros meses, Berta le quería junto a sí y sentirse mimada. Pasábase las horas muertas con su mano sobre la mano de su Juan, mirándole a los ojos. Y sin querer, le hablaba de Raquel.

BERTA.—¿Qué dice de esto?

DON JUAN.—Tuvo un gran alegrón al saberlo…

BERTA.—¿Lo crees?

DON JUAN.—¡Pues no he de creerlo…!

BERTA.—¡Yo no! Esa mujer es un demonio…, un demonio que te tiene fascinado…

DON JUAN.—¿Y a ti no?

BERTA.—¿Qué bebedizo te ha dado, Juan?

DON JUAN.—Ya salió aquello…

BERTA.—Pero ahora serás mío, sólo mío…

«¡Mío!, ¡mío! —pensó Juan—. ¡Así dicen las dos!»

BERTA.—¡Tenemos que ir a verla!

DON JUAN.—¿Ahora?

BERTA.—Ahora, sí, ahora. ¿Por qué no?

DON JUAN.—¿A verla, o a que te vea…?

BERTA.—¡A verla que me vea! ¡A ver cómo me ve!

Y Berta hacía que su Juan la pasease, e íbase colgada de su brazo, buscando las miradas de las gentes. Pero meses después, cuando le costaba ya moverse con soltura, ocurrió lo que Raquel había anticipado, y fué que ya su marido le estomagaba y que buscaba la soledad. Entró en el período de mareos, bascas y vómitos, y alguna vez le decía a su Juan: «¿Qué haces, hombre; qué haces ahí? Anda, vete a tomar el fresco y déjame en paz… ¡Qué lastima que no paséis estas cosas vosotros los hombres…! Quítate de ahí, hombre, quítate de ahí, que me mareas… ¿No te estarás quieto? ¿No dejarás en paz esa silla…? ¡Y no, no, no me sobes! ¡Vete, vete y tarda en volver, que voy a acostarme! Anda, vete, vete a verla y comentad mi pasión… Ya sé, ya sé que quisiste casarte con ella, y sé por qué no te quiso por marido…»

DON JUAN.—Qué cosas estás diciendo, Berta…

BERTA.—Pero si me lo ha dicho ella, ella misma, que al fin es una mujer, una mujer como yo…

DON JUAN.—¡Como tú… no!

BERTA.—¡No, como yo no! Ella no ha pasado por lo que estoy pasando… Y los hombres sois todos unos cochinos… Anda, vete, vete a verla… Vete a ver a tu viuda…

Y cuando Juan iba de su casa a casa de Raquel, y le contaba todo lo que la esposa le había dicho, la viuda casi enloquecía de placer. Y repetíase lo de los besos en los ojos. Y le retenía consigo. Alguna vez le retuvo toda la noche, y al amanecer, abriéndole la puerta para que se deslizase afuera, le decía tras del último beso: «Ahora que no te espera, vete, vete y consuélala con buenas palabras… Y dile que no la olvido y que espero…»

VIII

Juan se paseaba por la habitación como enajenado. Sentía pesar el vacío sobre su cabeza y su corazón. Los gemidos y quejumbres de Berta le llegaban como de otro mundo. No veía al señor Lapeira, a su suegro, sentado en un rincón obscuro a la espera del nieto. Y como el pobre Juan creía soñar, no se sorprendió al ver que la puerta se abría y entraba por ella… ¡Raquel!

—¿Usted? —exclamó don Pedro poniéndose en pie.

RAQUEL.—¡Yo, sí, yo! Vengo por si puedo servir de algo…

DON PEDRO.—¿Usted, servir usted? ¿Y en este trance?

RAQUEL.—Sí, para ir a buscar algo o a alguien… Qué sé yo… No olvide, don Pedro, que soy viuda…

DON PEDRO.—Viuda, sí; pero…

RAQUEL.—¡No hay pero! ¡Y aquí estoy!

DON PEDRO.—Bueno; voy a decírselo a mi mujer…

Y luego se oyó la conversación de Raquel y doña Marta.

DOÑA MARTA.—Pero, por Dios, señora…

RAQUEL.—¿Qué, no soy una buena amiga de la casa?

DOÑA MARTA.—Sí, sí; pero que no lo sepa…, que no le oiga…

RAQUEL.—Y si me oye, ¿qué?

DOÑA MARTA.—Por Dios, señora, más bajo…, que no le oiga…, más bajo…

En aquel momento se oyó un grito desgarrador. Doña Marta corrió al lado de su hija, y Raquel se quedó escuchando al silencio que siguió al grito. Luego se sentó. Y al sentir, al poco, que pasaba Juan a su lado, le detuvo cogiéndole de un brazo y le interrogó con un «¿qué?» de ansia.

DON JUAN.—Una niña…

RAQUEL.—¡Se llamará Raquel!

Y desapareció la viuda.

IX

En la entrevista que Juan tuvo con sus suegros, los abuelos de la nueva mujercita que llegaba al mundo, le sorprendió el que al insinuar él, lleno de temores y con los ojos de la viuda taladrándole desde la espalda el corazón, que se la llamara Raquel a su hija, los señores Lapeira no opusieron objeción alguna. Parecían abrumados. ¿Qué había pasado allí?

DOÑA MARTA.—Sí, sí, le debemos tanto a esa señora, tanto…, y después de todo, para ti ha sido como una madre…

DON JUAN.—Sí, es verdad…

DOÑA MARTA.—Y aun creo más, y es que debe pedírsele que sea madrina de la niña.

DON PEDRO.—Tanto más cuanto que eso saldrá al paso a odiosas habladurías de las gentes…

DON JUAN.—No dirán más, bien…

DON PEDRO.—No; hay que afrontar la murmuración pública. Y más cuando va extraviada. ¿O es que en esto no puedes presentarte en la calle con la cabeza alta?

DON JUAN.—¡Sin duda!

DON PEDRO.—Bástele, pues, a cada cual su conciencia.

Y miró don Pedro a su mujer como quien ha dicho una cosa profunda que le realza a los ojos de la que mejor le debe conocer.

Y más grande fué la sorpresa —que se le elevó a terror del pobre Juan— cuando oyó que al proponerle todo aquello, lo del nombre y lo del madrinazgo, a la madre de la niña, a Berta, ésta contestó tristemente: «¡Sea como queráis!» Verdad es que la pobre, a consecuencia de grandes pérdidas de sangre, estaba como transportada a un mundo de ensueño, con incesante zumbido de cabeza y viéndolo todo como envuelto en niebla.

Al poco, Raquel, la madrina, se instalaba casi en la casa y empezaba a disponerlo todo. La vió la nueva madre acercársele y la vió como a un fantasma del otro mundo. Brillábanle los ojos a la viuda con un nuevo fulgor. Se arrimó a la recién parida y le dió un beso, que aunque casi silencioso llenó con su rumor toda la estancia. Berta sentía agonizar en sueños un sueño de agonía. Y oyó la voz de la viuda, firme y segura, como de ama, que decía:

RAQUEL.—Y ahora, Berta, hay que buscar nodriza. Porque no me parece que en el estado en que se queda sea prudente querer criar a la niña. Correrían peligro las dos vidas…

Los ojos de Berta se llenaron de lágrimas.

RAQUEL.—Sí, lo comprendo, es muy natural. Sé lo que es una madre; pero la prudencia ante todo… Hay que guardarse para otras ocasiones…

BERTA.—Pero Raquel, aunque muriese…

RAQUEL.—¿Quién? ¿La niña? ¿Mi Quelina? No, no…

Y fué y tomó a la criatura y empezó a fajarla, y luego la besaba con un frenesí tal, que la pobre nueva madre sentía derretírsele el corazón en el pecho. Y no pudiendo resistir la pesadilla, gimió:

BERTA.—Basta, basta, Raquel, basta. No vaya a molestarle. Lo que la pobrecita necesita es sueño…, dormir…

Y entonces Raquel se puso a mecer y a abrazar a la criaturita, cantándole extrañas canciones en una lengua desconocida de Berta y de los suyos, así como de Juan. ¿Qué le cantaba? Y se hizo un silencio espeso en torno de aquellas canciones de cuna que parecían venir de un mundo lejano, muy lejano, perdido en la bruma de los ensueños. Y Juan, oyéndolas, sentía sueño, pero sueño de morir, y un terror loco le llenaba el corazón vacío. ¿Qué era todo aquello? ¿Qué significaba todo aquello? ¿Qué significaba su vida?

X

Más adelante, cuando Berta fué reponiéndose y empezó a despertarse del doloroso ensueño del parto y se vió separada de su hijita, de su Quelina, por Raquel y por la nodriza que Raquel buscó y que la obedecía en todo, apercibióse a la lucha. Al fin vió claro en la sima en que cayera; al fin vió a quién y a qué había sido sacrificada. Es decir, no vió todo, no podía ver todo. Había en la viuda abismos a que ella, Berta, no lograba llegar. Ni lo intentaba, pues sólo el asomarse a ellos le daba vértigo. Y luego aquellas canciones de cuna en lengua extraña.

BERTA.—¿Pero qué es eso que le canta?

RAQUEL.—¡Oh, recuerdos de mi infancia…!

BERTA.—¿Cómo?

RAQUEL.—No quiera saber más, Berta. ¿Para qué…?

¡No; ella, Berta, no podía querer saber más! ¡Sabía ya demasiado! ¡Ojalá no supiera tanto! ¡Ojalá no se hubiera dejado tentar de la serpiente a probar de la fruta del árbol de la ciencia del bien y del mal! Y sus padres, sus buenos padres, parecían como huidos de la casa. Había que llevarles la nietecita a que la vieran. ¡Y era la nodriza quien se la llevaba…!

Lo que sintió entonces Berta fué encendérsele en el pecho una devoradora compasión de su hombre, de su pobre Juan. Tomábale en sus brazos flacos como para ampararle de algún enemigo oculto, de algún terrible peligro, y apoyando su cabeza sudorosa y desgreñada sobre el hombro de su marido lloraba, lloraba, lloraba, mientras su pecho, agitado por convulsos sollozos, latía sobre el pecho acongojado del pobre don Juan. Y como una de éstas veces la esposa madre gimiese «¡Hijo mío! ¡Hijo mío…! ¡Hijo mío…!», quedóse luego como muerta de terror al ver la congoja de muerte que crispó, enjabelgándola, la cara de su Juan.

BERTA.—¿Qué te pasa, hijo mío? ¿Qué tienes?

DON JUAN.—Calla, Quelina, calla, que me estás matando…

BERTA.—Pero si estás conmigo, Juan, conmigo, con tu Berta…

DON JUAN.—No sé dónde estoy.

BERTA.—¿Pero qué tienes, hijo…?

DON JUAN.—No digas eso…, no digas eso…, no digas eso…

Berta adivinó todo el tormento de su hombre. Y se propuso irlo ganando, ahijándolo, rescatándoselo. Aunque para ello hubiese que abandonar y que entregar a la hija. Quería su hombre, ¡su hombre!

Y él, el hombre, Juan, iba sintiéndose por su parte hombre, hombre más que padre. Sentía que para Raquel no fué más que un instrumento, un medio. ¿Un medio de qué? ¿De satisfacer un furioso hambre de maternidad? ¿O no más bien una extraña venganza, una venganza de otros mundos? Aquellas extrañas canciones de cuna que en lengua desconocida cantaba Raquel a Quelina, no a su ahijada, sino a su hija —su hija, sí, la de la viuda—, ¿hablaban de una dulce venganza, de una venganza suave y adormecedora como un veneno que hace dormirse? ¡Y cómo le miraba ahora Raquel a él, a su Juan! Y le buscaba menos que antes.

Pero cuando le buscaba y le encontraba, eran los antiguos encuentros, sólo que más sombríos y más frenéticos.

RAQUEL.—Y ahora —le dijo una vez— dedícate más a tu Berta, a tu esposa, entrégate más a ella. Es menester que le des un hijo, que ella lo merece, porque ésta, mi Quelina, ésta es mía, mía, mía. Y tú lo sabes. Ésta se debe a mí, me la debo a mí misma. Poco me faltó para hacerle a tu Berta, a nuestra Berta, parir sobre mis rodillas, como nos contaban en la Historia Sagrada. ¡Entrégate ahora a ella, hijo mío!

DON JUAN.—Que me matas, Raquel.

RAQUEL.—Mira, Juan, son ya muchas las veces que me vas saliendo con esa cantilena y estoy segura de que se la habrás colocado también a ella, a tu esposa, alguna vez. Si quieres, pues, matarte, mátate; pero no nos vengas a culparnos de ello. Pero yo creo que debes vivir, porque le haces todavía mucha falta a tu Berta en el mundo.

Y como Juan forcejease entonces por desprenderse de los brazos recios de Raquel, ésta le dijo abrazándole:

RAQUEL.—Sí, ya lo he visto…; ¡que nos vea!

Entró Berta.

RAQUEL.—Te he visto, Berta —y recalcó el te—; te he visto que venías.

Y poniendo su mano, como un yugo, sobre el cuello de Juan, de quien se apartó un poco entonces, prosiguió:

RAQUEL.—Pero te equivocas. Estaba ganándote a tu marido, ganándolo para ti. Estaba diciéndole que se te entregue y que se te entregue sin reservas. Te lo cedo. Pues que a mí me ha hecho ya madre, que te haga madre a ti. Y que puedas llamarle a boca llena: ¡hijo! Si es que con esto de llamarle hijo no le estamos matando, como él dice. Ya sabrás la historia de las dos madres que se presentaron a Salomón reclamando un mismo niño. Aquí está el niño, el… ¡don Juan de antaño! No quiero que lo partamos en dos, que sería matarle como él dice. Tómalo todo entero.

BERTA.—Es decir, que tú…

RAQUEL.—¡Yo soy aquí la madre de verdad, yo!

Entonces Berta, fuera de sí, cogió a su marido, que se dejaba hacer, del brazo, arrancándolo de bajo el yugo de Raquel, se lo presentó a ésta y le gritó:

BERTA.—¡Pues bien, no! La madre soy yo, yo, yo… Y le quiero entero, le quiero más entero que tú. Tómalo y acaba de matarlo. ¡Pero dame a mi hija, devuélveme a mi hija!

RAQUEL.—¿Qué hija?

BERTA.—A… a… a…

Le quemaba los labios el nombre.

RAQUEL.—¿A mi Quelina? ¡Que es yo misma, yo…! ¿Que me entregue yo? ¿Que te entregue mi Quelina, mi Raquel, para que hagas de ella otra como tú, otra Berta Lapeira, otra como vosotras? ¿Como vosotras, las honradas esposas? Ah, también yo fui esposa; sí, esposa; también yo sé…

BERTA.—¿Y qué culpa tengo yo de que ni tu marido ni luego Juan pudiesen contigo lo que éste conmigo ha podido, lo que he podido yo con él?

RAQUEL.—¿Y tú, Juan, tú, hi-jo mí-o, te vas a repartir? ¿O estás para tu esposa entero?

Juan huyó de las dos.

XI

Juan huyó de las dos, y algo más. ¿Cómo fué ello? Sólo se supo que habiendo salido en excursión hacia la Sierra, en automóvil, lo volvieron a su casa moribundo y se murió en ella sin recobrar el conocimiento. Ni el chauffeur ni el amigo que le acompañaba supieron explicar bien lo ocurrido. Al bordear un barranco le vieron desaparecer del carruaje —no sabían decir si porque cayó o porque se tirara—, le vieron rodar por el precipicio, y cuando luego le recogieron, estaba destrozado. Tenía partida la cabeza y el cuerpo todo magullado.

¡Qué mirada la que Raquel y Berta se cruzaron sobre el cuerpo blanco y quieto de su Juan!

BERTA.—Ahora —dijo Berta— lo de la niña, lo de mi hija, está claro…

RAQUEL.—Claro. ¿Y de qué va a vivir? ¿Quién la va a mantener? ¿Quién la va a educar? ¿Y cómo? Y tú, ¿de qué vas a vivir? ¿Y de qué van a vivir tus padres?

BERTA.—¿Y la fortuna de Juan?

RAQUEL.—¡Juan no deja fortuna alguna…! ¡Todo lo que hay aquí es mío! ¡Y si no lo sabías, ya lo sabes!

BERTA.—¡Ladrona! ¡Ladrona! ¡Ladrona!

RAQUEL.—Esas son palabras, y no sabes quién le ha robado a quién. Acaso la ladrona eres tú…; las ladronas sois vosotras, las de tu condición. Y no quiero que hagáis de mi Quelina, de mi hija, una ladrona como vosotras… Y ahora piénsalo bien con tus padres. Piensa si os conviene vivir como mendigos, o en paz con la ladrona…

BERTA.—¿En paz?

RAQUEL.—¡A los ojos del mundo, en paz!

* * *

Berta tuvo largas conversaciones con sus padres, los señores Lapeira, y los tres, con un abogado de mucha nota y reputación, informáronse del testamento de don Juan, en que aparecía no tener nada propio; del estado de su fortuna, toda ella en poder de Raquel, y al cabo aceptaron el compromiso. Los sostendría Raquel, a la que había, a cambio, que ceder la niña.

El único consuelo era que Berta volvería a ser madre y que Raquel consignaría un capitalito a nombre del hijo o hija póstumos del pobre don Juan. Pero ¿cómo se criaría esta desdichada criatura?

RAQUEL.—Si te vuelves a casar —le dijo Raquel a Berta—, te dotaré. Piénsalo. No se está bien de viuda.


Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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