En el Destierro

Miguel de Unamuno


Artículos, Crónica



I. Fuerteventura. Divagaciones de un confinado

(1924)

Los Reinos de Fuerteventura

Esta infortunada isla de Fuerteventura, donde entre la apacible calma del cielo y del mar escribimos este comentario a la vida que pasa y a la que se queda, mide en lo más largo, de punta Norte a punta Sur, cien kilómetros, y en lo más ancho, veinticinco. En su extremo Suroeste forma una península casi deshabitada, por donde vagan, entre soledades desnudas y desnudeces solitarias de la mísera tierra, algunos pastores. A esta península se le conoce por el nombre de Jandía o de la Pared. La pared o, mejor, muralla, que dió nombre a la península de Jandía, y de la que aun se conservan trechos, fué una muralla, construida por los guanches para se parar los dos reinos en que la isla Majorata, la de los majoreros, o sea Fuerteventura, estaba dividida, y para impedir las incursiones de uno en otro reino. Y he aquí cómo este pedazo de Africa sahárica, lanzado en el Atlántico, se permitía tener una península y una muralla como la de China en cuanto al sentido histórico. Porque aquí hubo historia en lo que se llama los tiempos prehistóricos de la isla, lo que quiere decir que aquí hubo guerra civil, guerra intestina, entre los guanches que la habitaban. Sin duda, porque el aislamiento les impedía tener guerra con los de fuera.

En los Estudios históricos, climatológicos y pato lógicos de las Islas Canarias, del doctor don Gregorio Chil y Naranjo—siguen sus títulos, que no son pocos—, se dedica un capítulo—páginas 435 a 455 del voluminoso tomo I—a los “Reinos de Fuerteventura”. Reinos, así, y no reino. Porque esta isla estaba dividida, antes que arribaran a ella sus primeros descubridores y conquistadores europeos, en dos reinos por lo menos. Lo que quiere decir, repitamos, que aquí hubo historia; que no fué esta una de esas idílicas—tomando lo de idilio en su vulgar sentido moderno—islas del mar Mamado por mal nombre, Pacífico.

El doctor Chil y Naranjo, varón ingenuo y candoroso, nos describe las costumbres de los primitivos guanches majoreros, diciéndonos que eran “alegres y amigos de las grandes fiestas”, que lloraban difícilmente”, y que “por la resignación que tenían con su suerte, se puede decir que parecían verdaderos estoicos”. Y así continúan siendo sus habitadores de hoy, para consuelo y edificación de los desterrados que llegan a estas hospitalarias costas. Y hablando luego de su gobierno, dice el ingenuo doctor Chil y Naranjo, una especie de Herodoto perteneciente a varias asociaciones académicas—entre ellas a una Sociedad de Aclimatación y a la Academia Estanislao, de Nancy—. que “es de creer que el Gobierno era monárquico hereditario, con castas privilegiadas y una gerarquía—la g es suya y no nuestra—social que tenía el mando de los ejércitos y ejercía la magistratura, bien que, desconociéndose la servidumbre, los altos puestos del reino eran desempeñados por los guerreros; esto es, por los Altahas u hombres valerosos, a quienes por lo mismo no alcanzaba todo el rigor de las leyes penales”. Y poco después añade que “el rey era siempre supremo magistrado, y que el “oficio de carnicero y da verdugo eran reputados como infamantes”.

Aquel “es de creer” del ingenuo doctor Chil y Naranjo es de una rara profundidad inconsciente. Es de creer, en efecto, que los dos reinos en que por la muralla estaba dividida la isla eran dos monarquías hereditarias. Y esa división era la razón fe ser histórica de la primitiva Fuerteventura; era a raíz de su incipiente civilización analfabética.

“No obstante esa separación completa de los des Estados, las guerras eran tan frecuentes, que, por decirlo así, los ejércitos de ambos reinos estaban siempre sobre las armas”—dice el ilustre miembro te la Sociedad de Aclimatación y de la Academia Estanislao, de Nancy—. ¿No obstante? Todo lo contrario; merced a esa feliz separación—¡felix culpa!, que canta la Iglesia—eran frecuentes las guerras entre los dos reinos majoreros; gracias a esa feliz reparación se aclimató la historia en esta isla.

¡Y habría que haber visto a las huestes del Norte, de la porción enormemente mayor, acudir desde Tuineje y Tesejeraque, y Tiscamanita, y Ampuyenta Chamotistafe, y Triquibijate, jinetes en camellos, si es que entonces los había, como hoy abundan, en la isla—seamos cautos en la investigación—, acudir a la conquista de la rebelde península de Jandía! ¡Y pasar al pie de la montaña Cardones—ayer la bordeamos, sólo que en auto—, donde es taba la sepultura del gigante Mahán, que medía 22 pies de largo! El ingenuo doctor no niega que pu diera haber existido una sepultura de esas dimensiones, pero se resiste, con escepticismo herodotiano, a creer que el esqueleto alcanzase “esa estatura colosal”. Pero ya contaremos cómo era el esqueleto y no la sepultura el que medía ese tamaño.

¡Ah! Si pudiéramos evocar el espíritu errante de la pitonisa Tabiabín o el de la sibila Tamonante, que vagan por las trágicas cuchillas de esta isla se dienta de agua dulce, ellos nos dirían que fué aquella separación de la muralla de Jandía la que a los pobres guanches les procuró el consuelo fuerte de haber nacido; que fué lo que les dió, con la bendita guerra civil, la vida imperecedera de la Historia: que fué lo que les hizo personas; es decir, ¡ciudadanos!


(Nuevo Mundo, Madrid, 2-V-1924.)

Este nuestro clima

“¿Qué le parece a usted nuestro clima?” Y lo preguntan algunos como si se tratara de algo suyo, propio, de algo que han hecho ellos. Y ¿no será, siquiera en parte, así? Porque hay allá, en mi nativa tierra vizcaína, quienes parecen creer que son ellos los que han hecho el hierro de nuestras montañas. Y en Bilbao, en mi Bilbao, se cree, y con razón, que es Bilbao, que son los bilbaínos los que han hecho la ría y que la ría, madre de Bilbao, es a la vez su hija. Y así es, pues, todo hombre que de veras lo sea hace de su madre su hija y la patría o, mejor la matria, nuestra tierra matriz, tiene que ser nuestra si hemos de merecerla. Y si ella ha de mere cernos.

¿Que le parece a usted nuestro clima?” Clima quiere decir inclinación, y la inclinación es aquí, en esta afortunada isla de Fuerteventura, admirable, ¡Qué escuela de sosiego! ¡Qué sanatorio! ¡Qué fuente de calma!

En esta apartada isla la luna brilla más pura y se respira mejor. Es decir, menos D. Juan Tenorio. Don Juan Tenorio se aburriría como una daca—que hace aquí las veces de ostra—en esta isla. Aquí no hay campo para Don Juan Tenorio. Aquí no hay más tenorios que los camellos en esta época del celo, cuando sacan su vejiga de la boca. Aquí no se comprenden tenoriadas. Y no es que el linaje humano no se propague y multiplique aquí, no. Aquí hay hombres. Lo que no creo que haya es ni muchos machos con pantalones ni muchos eunucos con ellos. Bajo este clima prospera la humanidad; pero una humanidad recatada y resignada, enjuta y sobria; una humanidad muy poco teatral. Y es que el clima no es teatral.

¿No ha oído usted el trueno? Anoche, a eso de las doce y media”... Así me preguntaban hace pocos días. Y no; no oí el trueno, y eso que dicen que fué tremendo. Pero, ¿cómo puede ser tremendo un true no aquí, junto a esta mar, tan dulcemente arrulladora?

Pantanosa e insalubre...” ¡Qué más quisieran aquí sino que hubiese pantanos! No; nada de pantanos. Aquí no se estanca más que la tierra. En ella hay lo que llaman gabias, cuadrados con rebordes, para que el agua de riego se endique en ellos; pero... ¿pantanos?

Pero este clima, ¡este clima! Y ¡cómo se duerme! ¡Es una bendición, una verdadera bendición! En mi vida he dormido mejor. ¡En mi vida he digerido mejor mis íntimas inquietudes! Estoy digiriendo el gofio de la historia.

¡Qué razón tenía el amigo Gil Roldán cuando me dijo en Tenerife, allí, en medio del maravilloso paisaje de La Laguna—tengo que rehacer lo que de él dije en mi Por tierras de Portugal y de España—que este paisaje de Fuerteventura es un paisaje bíblico! Evangélico más bien. Este es un clima evangélico. Aquí se funden y se derriten en el lecho del alma las parábolas, las metáforas y las paradojas evangélicas. (Metáfora, parábola y paradoja son todo el estilo evangélico, son toda la esencia del Evangelio, de la Buena Nueva.)

En estas mañanas, cuando el sol, al salir de la mar, me da, recién nacido, un beso en la frente, tomo mi Nuevo Testamento griego, lo abro al azar y leo. Y en este clima las viejas parábolas, las parábolas eternas, me suenan a algo enteramente nuevo. Sí; éste es un paisaje evangélico. Y es, sobre todo, un celaje evangélico.

¡Ah! ¡Pobre Fuerteventura! ¡Qué lección la de tu noble y resignada pobreza!

¡Aquel camello, aquel camello sacando agua de una noria, al pie de una palmera! En el fondo, el paisaje de Betancuria.

¡Y aún quieren, Fuerteventura, robarte tu pobreza! En Las Palmas oímos un cantar que dice:


Ni en Puerto Cabras hay cabras,
ni en la Oliva hay un olivo,
ni pájaros en la Pájara,
ni en la Antigua hay nada antiguo
.


Y no es verdad, porque en Puerto Cabras, aquí, hay cabras—y en su mar cabrillas—que lamen las piedras y se mantienen; y si en la Oliva no vi un olivo, en la Pájara hay pájaros, y hay algo antiguo en la Antigua. ¿Antiguo? ¡Más que antiguo! Porque en la Antigua hay, como en toda la isla, un clima prehistórico.

Pero ¿es prehistórico este clima? Porque el clima mismo, sin duda, que dividió a los antiguos guanches majoreros, a los guanches de la Fuerteventura anterior a Betancourt, en dos reinos, divididos por la pared que separaba la península meridional, la de Jandía, del resto de la isla, es el clima mismo que hizo la historia prehistórica—pase la paradoja de esta isla afortunada. ¿O ha cambiado el clima? ¿Es que el pastor pacífico ha destruido el arbolado? O ¿es que el clima no está sujeto a historia?


(Nuevo Mundo. Madrid, 16-V-1924.)

El camello y el ojo de la aguja

Desde que llegué a esta isla de camellos y acamellada—las cumbres de sus montañas semejan corcovas de camellos—y empecé a familiarizarme con el que han dado en llamar los cultistas el na vio del desierto, volví a preocuparme de la vieja metáfora de que es más difícil que entre un rico en el reino de los cielos que el que pase un camello por el ojo de una aguja.

Metáfora a primera vista incongruente por lo hiperbólica y que ha sido muy discutida, queriendo otros traducir que es más difícil que entre un rico por el ojo de una aguja que el enhebrar una cala brote por el ojo de una aguja, teniendo en cuenta que las palabras que designaban el camello y el calabrote en el griego de la época del Evangelio, sonaban lo mismo, aunque se escribieran de distinto modo: una, camello, con eta, y otra, cala brote, con iota, pero pronunciándose ambas cámilos, Mientras los que sostienen la versión latina tradicional, la de la Vulgata, defienden la aparente incongruencia de la metáfora, atribuyéndola a orientalidad, y dicen que el ojo de la aguja se refiere a una puerta estrecha de murallas de ciudad siria.

En cuanto llegué a esta tierra o, mejor, en cuanto me dejaron en esta tierra, a la que la Policía me ha traído, y empecé a familiarizarme con el camello, fuí dejando lo del calabrote, y eso que los hay en los barcos que recorren esta tranquila mar africana. Y empecé a pensar en el ojo de la aguja. Y eso que aquí no hay murallas ni, por lo tanto, puertas orientales en ellas. Pero hace pocos días di caza a la metáfora. Fué en Pájara.

Pájara es un pueblecito de la parte occidental de esta isla de Fuerteventura. En Pájara hay una pequeña iglesia, y esta iglesiuca de Pájara tiene una portada en que un cantero que parece haber recibido inspiraciones de los aborígenes de las Indias occidentales, ha trazado unas grecas y unas figuras simbólicas que por su estilo recuerdan los ornamentos incaicos o los aztecas. Y por Pájara se está haciendo pasar una carretera que irá luego a Betancuria, la primitiva capital de la isla, erigida en memoria de Juan de Bethencourt, el noble normando que se hizo llamar Señor y hasta Rey de las Islas, y cuyo cuerpo reposa en la iglesia de Grainville. Este Juan de Bethencourt fué antes Se flor de Grainville de Teinturière, en el país de Caux, en Normandía. Y a Betancuria llegará pronto la carretera que pasa por Pájara.

Fuimos a Pájara acompañando al ayudante de Obras Públicas que iba a inspeccionar la carretera y a pagar a los obreros empleados en su construcción. Y allí, en Pájara, se le acercó un vecino a quejársele de que por el ojo de un puentecillo que salva la rambla, la seca torrentera que sirve de camino por donde van con sus cargas los camellos, no puede pasar uno de éstos. ¡Y el ojo del puentecillo tiene de abertura, de luz, tres metros y medio! El ayudante de Obras Públicas le decía que por allí había hecho pasar camellos cargados de piedra para la carretera, pero el majorero aducía que no podían pasar cargados de leña de aulaga. Muy fuerte cosa nos parecía que un camello cargado de leña necesite para pasar un ojo de más de tres metros y medio, pero al buen hombre no se le apeaba de su camello.

Entonces comprendí que en la famosa metáfora debe de tratarse de un camello cargado, de un ca mello con su carga. Y que es más difícil hacerle pasar por el ojo de una aguja de muralla, que hacer entrar a un rico, con su carga en el reino de los cielos. Acaso no se trata allí del camello desnudo, del camello sin carga alguna. ¿Por qué no se dijo una vaca?

Y algo más divertido ocurrió en Pájara, y es que, reuniéndose los vecinos, acordaron representar que el puentecillo debió de hacerse de dos ojos y no de uno sólo. Acaso uno para los camellos que iban y otro para los que volvían.

El ayudante de Obras Públicas les prometió hacerles una rampa, una vereda que cruzase la carretera y no por debajo de ésta, para que por ella pudiesen transitar los camellos, y yo pensé si es que los ricos no han encontrado alguna manera de entrar en el reino de los cielos que no sea por la puerta estrecha, saltando la tapia o acaso en aeroplano. Porque los ricos son el mismísimo demonio para inventar medios de burlar las leyes. Verdad es que en el mismo Evangelio y a seguida de esa terrible conminación se nos dice que eso es difícil para el hombre, pero que para Dios todo es posible. Correctivo a la metáfora que es de muy buen efecto para las personas amantes del orden. Del orden de los ricos, se entiende.

Y yo, que estoy aquí por incorregible perturbador del orden, según los de la ordenanza, me he quedado meditando en el ojo del puentecillo de la carretera de Pájara a Betancuria. Pasa un camello cargado de piedra, pero no un camello cargado de leña. Acaso por el ojo de la puerta del cielo pase un rico cargado de oro, pero no un rico cargado de papel. Sobre todo si es alemán.

Puerto Cabras de Fuerteventura, abril de 1924.


(Caras y Caretas. Buenos Aires, 29-V-1924.)

Leche de Tabaiba

¡Estas soledades desnudas, esqueléticas, de esta descarnada isla de Fuerteventura! ¡Este esqueleto de tierra, entrañas rocosas que surgieron del fondo de la mar, ruinas de volcanes; esta rojiza osamenta atormentada de sed! ¡Y qué hermosura! ¡Sí, hermosura! Claro está que para el que sabe buscar el íntimo secreto de la forma, la esencia del estilo, en la línea desnuda del esqueleto; para el que sabe descubrir en una calavera una hermosa cabeza.

Mas aun así, visten a estas desnudeces óseas, y hasta en este año de singular sequía, en este año en que la mitad del ganado se muere de hambre—¡qué triste espectáculo el del embarque de reses en busca de pasto, a otra isla!—, visten a estas desnudeces el verdor, esparcido acá y allá, de las higueras y tal cual gabia de alfalfa. O el verde pálido y triste del tarajal, una especie de tamarindo. Pero en los campos de pedregales calcinados sólo se arrastra la aulaga.

¡Pobre aulaga! El nombre es español, que aulaga es lo mismo que aliaga, argoma o tojo. Sólo que esta aulaga de aquí es otra cosa; es un esqueleto de planta, toda ella espinas, sin hojas, pero en primavera con flores. Unas florecillas amarillas, que el camello pasta. ¡Pobre aulaga! ¡Hace aquí el papel de la retama de Leopardi, de la pobre retama “contenta de los desiertos”!

Y luego otro verdor en los repliegues de estas osamentas de montaña, un verdor amarillento, pálido, el verdor de las tabaibas.

Tabaiba, como tarajal, parecen nombres indígenas, guanches; tienen la te inicial característica. En nombres de lugares—poblaciones, montes, fuentes, cabos.... en toponimia, sólo en esta isla hay: Tefía, Tetir, Tizcamanita, Tejuate, Toto, Tostón, Tuineje, Time, Tesejeraque, Tindaya, Tao, Triquivijate, Tigurame, Taca, Tamariche, Tamaretilla, Tabaire...; en Lanzarote: Testeina, Tinajo, Tiágua, Tías, Taiche, Timanfaya.... sin contar los que hay en Tenerife, donde se alza el Teide, en Gran Canaria, en la Palma, en Hierro y en la Gomera. Y esa te inicial característica es la de tarajal y tabaiba.

La tabaiba remeda en pequeño—pues es una mata—al drago, el árbol tan curioso de Tenerife. Surgen sus tallos y se ramifican sin brotes ni hojas, y sólo en las extremidades, en las puntas de las últimas ramificaciones, una coronita de quince o veinte hojitas sencillas irradiando de un centro, y en medio la flor, una flor amarilla, y luego, el fruto. El drago da una savia, un fuego rojo, como la sangre; la tabaiba, si se la corta, desprende un jugo blanco, lechoso, como el de la lechetrezna, un fuego pegajoso y cáustico. Lo usan para remedio de ciertas dolencias.

¿De dónde saca la tabaiba su acre leche? De donde saca su leche la camella que se apacienta en pedregales, que parece alimentarse lamiendo pedruscos, que rumia ese esqueleto de planta que es la aulaga, toda ella espinas. También, por otra par te, la sandía, ahí en Castilla, es fruta de secano, fruta de paramera, de estepa.

La leche acre y cáustica de la tabaiba es jugo de los huesos calcinados de la tierra volcánica que surgió del fondo de la mar; la leche acre y cáustica de la tabaiba es tuétano de los huesos de esta tierra sedienta. Y hay que alimentar el espíritu con leche de tabaiba.

¿Pesimismo? ¡Bah! Jóvenes que me leáis—si es que hay jóvenes en la generación de mis hijos—, cuando oigáis hablar de pesimismo y optimismo, advertid que es la ramplona frivolidad, que es la frívola ramplonería que os está cercando para devoraros el alma. Eso de pesimismo y optimismo es el lenguaje de la más hojarascosa tontería.

Hojarascosa he dicho, porque la tontería no tiene huesos; la tontería no es más que pellejo y hojarasca: la tontería carece de esqueleto, carece de línea, carece de estilo. La tontería no es más que superficialidad—y a la vez superficial fatalidad—; la tontería no es más que frases hechas, lugares comunes. Y la peor tontería, la más tonta, es la que remeda la listeza. Ya me lo habéis oído: listo sin talento es peor que tonto sencillo. El mero tonto, el tonto puro, es más inteligente que el listo sin talento, que es el colmo de la frivolidad.

Supongo que la leche de la tabaiba debe ser un gran purgante. No la he experimentado; no pienso experimentarla, porque gracias a mi régimen de agua, de agua pura, hago admirablemente bien la di gestión. Y vivo alegre. Hago bien la digestión por que el agua es el mejor disolvente, y vivo alegre, con alegría de dentro, entrañada, de tuétano, por que alegría no es la que viene del vino, sea nacional o extranjero. Eso es otra cosa; eso es remedo de alegría, ficción de alegría, disfraz de alegría. Y fundamentalmente tontería. El que necesite alcohol para alegrarse es tonto de remate y sin redención. Y necesitaría, pero corporalmente, leche de tabaiba. Puerto Cabras de Fuerteventura, 1924.


(Nuevo Mundo. Madrid, 30-V-1924)

La Aulaga Majorera

No me traje conmigo a este confinamiento de Fuerteventura más que tres libros que caben en un mediano bolsillo: un ejemplar del Nuevo Testamento en su original griego, edición Nestle, de Stuttgart, en papel como tela de cebolla, y dos ediciones microscópicas, vademecum, de la Divina Comedia y de las Poesías de Leopardi, hechas por Barbera, en Florencia. Y en esta edición de los trágicos poemas leopardianos he vuelto a leer aquel estupendo a la retama, la flor del desierto—La ginestra oil fiori del deserto—, que hace años traduje en ver so, y figura esta traducción en mi libro de Poesías. Y nunca hubiera creído que esta flor del desierto me habría de acompañar y animar en la más fuerte de mis aventuras quijotescas.

Desierto es esta solemne y querida tierra aislada de Fuerteventura, una de las islas llamadas antaño Afortunadas y que tiene la fortuna y la hermosura a la vez en su noble y robusta pobreza. Tierra desnuda, esquelética, enjuta, toda ella huesos, tierra que retempla el ánimo. ¡Cuán otra cosa que esos jardines ceñidos de mar donde el hombre se olvida de la tierra y del cielo! No, aquí tierra y cielo se funden en uno bajo el abrazo del mar. El mar los apuña juntos.

Y en este solemne desierto, en esta soledad sahárica, he encontrado a la retama leopardiana contenta del dcserti. La de Leopardi erguía sus enjutos tallos en la árida espalda del formidable monte exterminador Vesubio; ésta retuerce sus óseos nervios al pie de las ruinas de volcanes, en mayor desierto que el que se extendió sobre los cadáveres de Pompeya y Herculano.

Esta retama de Fuerteventura, cuya clasificación y denominación botánica ignoro, es llamada aquí aulaga, aliaga, argoma, y toja, que no es ni la retama ni la escoba. Pero dejemos esto.

La aulaga majorera, de Fuerteventura—se llama majoreros a los de Fuerteventura—, tiende su triste verdor pardo, su verdura gris, por entre pedregales sedientos, y al pie, a las veces, de esos tristes tarajales, especie de tamarindos, que ofrecen al sol y al aire su mezquino y lacio follaje. La aulaga no tiene hojas; la aulaga desdeña la hojarasca; la aulaga no es más que un esqueleto de planta espinosa. Sus desnudos y delgados tallos, armados de espinas, no se adornan más que con unas florecillas amarillas. Y todo ello se lo come el camello, el compañero del hombre en esta isla, su más fiel servidor.

La aulaga da flores para el camello. Para que el camello se las coma, por supuesto. Y así este sobrio animal se alimenta de flores. Puede decirse que la aulaga no es más que espinas y flores.

¡Qué lección de estilo, y de lo más íntimo del es tilo, esta aulaga de Fuerteventura! Es la expresión más perfecta de la isla misma, es la isla expresándose, diciéndose; es la palabra suprema de la isla. En la aulaga ha expresado sus entrañas volcánicas, el poso de su corazón de fuego, esta isla entrañable. No es, no, el verdor ficticio de los platanares que allá, en la Orotava de Tenerife, encantan a los boquiabiertos turistas que se enamoran de hojarasca y de perifollos. Ese es paisaje de turistas, no de peregrinos del ideal ultraterrestre, no de romeros de la inmortalidad.

La aulaga es una expresión entrañada y entraña ble, la aulaga dice frente al cielo y a ras de la tierra, ceñidas de mar, la sed de vida, la sed de inmortalidad de las entrañas volcánicas de la Tierra. Y esas espinas de que se arma son una tragedia íntima.

La aulaga sí que tiene estilo; la aulaga, y no esas plantas de jardín, criadas a fuerza de abonos, esas pobres plantas enriquecidas por la civilización, esas presuntuosas plantas civilizadas. ¡Cuán lejos de los crisantemos!

¡Y qué lección, qué lección la de esta humilde mata, toda espinas y flores, qué lección!... Pero... ¿humilde? ¡Humilde, no! Humildes, más bien rastreras, son esas plantas artificiales, como los perritos y los gatitos falderos, esas plantas que acarician las damiselas aburridas y frívolas, y no esta bravía aulaga, que no se deja ni acariciar ni prender. Sólo se rinde al camello; sólo al camello le da sus flores.

¿Qué saben de estilo esos estilistas de invernadero que a fuerza de abonos químicos arman una hojarasca sin perfume? Eso no es estilo ni cosa que lo valga.

Y la aulaga no es misantrópica, no; la aulaga no odia a los hombres. A los hombres, se entiende. La aulaga ahuyenta a los turistas, a los desocupados, a los frívolos; pero la aulaga atrae a los peregrinos, a los ocupados en el eterno problema de la finalidad del universo, a los cordiales. La aulaga rechaza a los machos sin más que serrín en la mollera y pus en el corazón.

Cuando Don Quijote vino a esta isla Fuerteventura—y he de contar esta su aventura inerte-venturosa—se consolaba en sus inevitables decaimientos de ánimo, cuando le acometía la tentación monástica, contemplando las matas de aulaga. Con esta contemplación se limpiaba la hojarasca del alma. Porque también el cartujo tiene su jardincillo, y en él rosas, rosas artificiales, rosas de cultivo que ocultan las espinas entre las hojas. La aulaga puede, a lo sumo, servirle al cartujo de cilicio.

Porque es un cilicio la aulaga. Y puede ser un arma también. La aulaga puede servir, como la es coba, para barrer. Aquí sirve para que con ella, flor de fuego entrañado, se calienten, quemándola, los majoreros. ¡Dios te siga bendiciendo, aulaga majorera!

Puerto Cabras de Fuerteventura, abril de 1924.


(Caras y Caretas. Buenos Aires, 31-V-1924.)

La Atlántida

En estas horas lentas y preñadas en mi confina miento, en mi aislamiento en esta venturosa Fuerteventura, me doy a ratos a leer libros que me han procurado y en los que se habla de casos y cosas de estas islas Canarias. Los mejores libros, ingleses.

He estado leyendo sobre el origen de estas islas y me he armado una regular confusión en la cabeza con todas estas andróminas geológicas, si las islas se han destacado del continente africano; si han surgido, por sucesivos levantamientos volcánicos, del fondo del océano—y esto dicen que parece lo más probable—; si en un tiempo remoto, antes de venir el hombre a nacer, sufrir, soñar y morir en la tierra, formaron parte de un continente, hoy sumergido, entre el Antiguo y el Nuevo Mundo y hasta si es tuvo o no dividida la Tierra en dos continentes—mejor, contenidos—sólidos, uno del Norte y otro del Sur. Y a todo esto llega a cuento la famosa Atlántida de Platón. Aquella de que el poeta habló en dos de sus diálogos, en el Timeo y en el Critias.

El poeta he dicho, o sea el creador, y no el filósofo, no el amante de la sabiduría. Aunque, ¿es posible crear no amando la sabiduría—la sabiduría y no la ciencia—y posible amar la sabiduría no creando? Poeta y filósofo es lo mismo. Sabio es ya otra cosa; es algo que en su acepción hoy corriente poco o nada tiene que ver con la sabiduría. Todo gran filósofo es un poeta y todo gran poeta un filósofo. La Lógica de Hegel y le Etica de Spinoza son dos de los más grandes poemas que han sido escritos.

Platón descubrió la Atlántida como poeta, nada más que como poeta—es decir, nada menos que como poeta—. Platón inventó, mejor que descubrió, creó la Atlántida. Porque se dice inventar de algo que no existía antes, así: la invención de la pólvora, la invención de la imprenta. Y se dice el des cubrimiento de América. Aunque, ¿no fué también inventada, creada, América? Sí, y por el que le dió el nombre, por Américo Vespucio—o Vespucci—, como he de demostrarte, lector, algún día. Porque la América como potencia ideal fué Américo Vespucio, otro italiano, y no Cristóbal Colón, quien la inventó. Y quedamos en que Platón inventó, creó la Atlántida.

¿Una utopía? Es decir, ¿algo que no es de ningún lugar, que no tiene lugar? Pero es que la utopía es de todos los lugares, es del infinito.

Platón creó la Atlántida, lo mismo que Don Qui jote creó la Insula Barataria para dársela a Sancho. Don Quijote, ¿eh? Don Quijote y no Cervantes. Porque fué Don Quijote el que creó, el que inventó, el que descubrió si se quiere, la Insula Barataria. Verdad es que fué Don Quijote uno de los que crearon a Cervantes. Cervantes es hijo y no padre de Don Quijote. Y por algo más y mucho más pro fundo que lo que se expresa con la consabida ex presión cervantina de que cada uno es hijo de sus obras. El padre es hijo de sus hijos. Nosotros somos lo que nuestros abuelos a nuestros antepasados.

Platón inventó, creó, no descubrió, la Atlántida, y Don Quijote inventó, creó, no descubrió, para Sancho, la Insula Barataria. Y yo espero por la intercesión de Platón y de Don Quijote o con la ayuda de ambos, inventar, crear y no descubrir la isla de Fuerteventura.

¡Qué nombre tan sonoro, alto y significativo! ¿Fuerteventura? Es decir, ventura fuerte. Y si a estas islas Canarias se las llamó Afortunadas, a esta de Fuerteventura habrá que llamarla la fuertemente venturosa.

No hace mucho la ha llamado un canario la isla del porvenir. Alude a cuando alumbrándose más agua, esa agua algo salobre que guarda en sus entrañas avaras, se pueda cultivar alfalfa y tomates—que soportan esa agua—y crezca la riqueza. Pero cuando crezca la riqueza de esta isla—y así lo haga Dios—, cuando salga de esta noble y fuerteventurosa pobreza, cuando su austera y robusta desnudez se vista con el manto de esmeralda de la alfalfa, los ojos descansarán, refrescándose, en esa verdura; pero ¿y el corazón? ¿No se ablandará, no se enervará el corazón?

¡Esta es mi Atlántida! ¡Esta es mi Insula Barataria! Aquí me visitan, en larga estantigua, en pro cesión de ánimas doloridas, todos los que en los largos siglos sufrieron la pasión trágica de mi España; aquí vienen, aves consoladoras a la par que agoreras, las almas de todos aquellos que sufrieron persecución por su justicia, por su espíritu de justicia y de verdad, las almas de todos aquellos que sucumbieron al poder infernal del Santo Oficio de la Inquisición, y esas almas me orean con su aleteo la frente enardecida de mi alma, esas almas me orean la inteligencia.

Esta es mi Atlántida; esta es mi Insula Barataria. Y oigo la risa, la terrible risa inquisitorial, la burla trágica de la envidia castiza, que persiguió a Don Quijote durante su peregrinación por la tierra de los galeotes, de los yangüeses y de los duques. Oigo la risa ducal; oigo los soeces dicterios de los majaderos y miro al cielo y miro a la mar, a este cielo fuerteventuroso, a esta mar fuerteventurosa, a esta mar que sonríe a nuestras flaquezas. Y la son risa es el remedio contra la risa.

Puerto Cabras de Fuerteventura, abril de 1924.


(Caras y Caretas. Buenos Aires, 7-VI-1924.)

El Gofio

Se llama gofio en estas islas Canarias a la harina de trigo, de millo o de maíz o de cebada, cuyos granos se tostaron previamente y que han sido molidos en uno de estos molinos de viento que nos recuerdan a los gigantes contra los que peleó Don Quijote. Y el gofio es la principal base de alimentación del pueblo, de la clase menos favorecida por la fortuna, de estas islas. La gente pobre de esta isla vive de gofio, papas y pescado seco. Gofio y sancocho es su alimento.

Parece que ya los antiguos guanches, los aborígenes de estas islas—probablemente berberiscos—, se alimentaban ya de gofio, de harina de grano tostado antes de la molienda. Es, pues, un alimento prehistórico. No en el sentido de la prehistoria de antes de la invención del fuego—ya que con la invención del fuego dicen que comienza la civilización, la historia—. pues que para tostar el trigo o la cebada hace falta encender el fuego, pero sí en el sentido de la prehistoria que precedió al pan. Porque la vida del pan es la levadura, es el yeldo. Y tan inseparables se han hecho los dos conceptos de pan y trigo, que en Castilla al trigo le llaman pan y un labrador dice que el sol abrasa los panes y que los panes necesitan agua.

El yeldo, la levadura, la fermentación, es el signo y símbolo de la civilización, de la historia. La masa se yelda, se hincha, fermenta, y hace el pan mollar, el pan histórico, el pan civilizado, de que nos ali mentamos. Aquí se alimentan de gofio, que lo echan en la leche o en el caldo—aunque esto es ya cosa de señoritos, de civilizados, que toman como golosina el gofio—, o mas bien hacen con él y con un poco de agua salada una pella y así se la comen. Y esta pella de gofio y agua salada es un esqueleto de pan, es la osatura del pan.

¡Esqueleto de pan! Símbolo también de esta tierra fuerteventurosa, esquelética, con las corcovas de sus montañas. El gofio, el esqueleto de pan, es hermano de la aulaga, de esa mata esquelética de que se alimenta el camello.

Dicen que el gofio es pesado, que es difícil de digerir. A mí no se me ha indigestado y aquí lo como, bien que diluido en caldo. Es, por otra parte, alimento que se recomienda para los niños; y los ingleses y norteamericanos se han dado a imitar el gofio poniéndole otra etiqueta y atribuyéndose, industrialmente, su invención. Pero siempre es indigesto para los estómagos estragados por la cocina civilizada el digerir entrañas de la tierra, digerir esqueletos. Y nada, sin embargo, más sustancioso que los huesos.

Es el gofio el que ha debido dar a estos majoreros, a los fuerteventurosos hijos de esta isla, el estoicismo que según el doctor Chil y Naranjo les distingue y distinguía ya a los guanches de esta tierra. Porque el gofio es el alimento de la austera resignación, de la resignada austeridad.

El otro día entré una vez más en un molino de gofio. Entré con unos buenos amigos franceses que me habían venido a confortar y alegrar mi libertad íntima, la santa libertad de que gozo en este con finamiento. La vieja muela de piedra, de entrañas de la tierra, iba moliendo, movida por el viento, el grano de trigo y maíz mezclados. Y luego venía el cerner la harina primera para preparar la soma. Un grato olor aromaba la pequeña estancia del molino.

Por la noche los franceses, cocineros de afición como es entre ellos frecuente, nos hicieron un pastel con gofio, huevos, mantequilla y algo de coñac, echando encima, después de bien tostado—un segundo tueste—, miel. (La lectora que se procure gofio puede tomar esto por una receta culinaria, aunque bien imperfecta, sin duda.) La miel aquí puede ser de abejas, pero puede ser también de palma, de esa miel que se saca del cogollo de la pal mera y que es, a su modo, un esqueleto de miel.

Hay quien ha intentado trazar la psicología de cada pueblo refiriéndose a la alimentación predominante en él. Así ha podido decirse que había pueblos de grasa y cerveza, y pueblos de aceite y vino. Y nadie ignora la importancia étnica que se le atribuye al garbanzo en Castilla. El que sea capaz de digerir garbanzos tostados con cal viva, puede decirse que posee la más genuina casticidad madrileña. “¡Dime qué comes y te diré quién eres!”

¿Ha hecho el gofio a los majoreros, o han hecho los majoreros el gofio? Las dos cosas. Y a las dos les ha hecho esta fuerteventurosa Fuerteventura. Es esta tierra esquelética, escueta, hija de las entrañas fogosas de la tierra, es esta isla de desnudez la que ha hecho el hombre que tuesta el grano y se lo come. ¿Y cómo se les ocurrió tostarlo? ¿No sería acaso que lo tostó primero el fuego de algún volcán? En la isla de Lanzarote, hermana de ésta, hay lo que llaman la montaña del fuego, en la que a cierta profundidad del suelo se cuece un huevo.

Y ¿no sería una tierra así, de un volcán que se iba extinguiendo, de las ruinas de un volcán, de lo que aquí llaman una caldera, lo que tostara primero la mies del trigo o de la cebada? Todo ello cuando apenas si alboreaba aquí la historia.

Y así nacería el pan prehistórico, el esqueleto de pan.


(Caras y Caretas. Buenos Aires, 14-VI-1924.)

A pesca de metáforas

En esta fuerteventurosa Isla Afortunada hay caza y hay pesca. Hay caza de conejos y de gangas. La frase a caza de gangas es aquí una realidad.

La ganga es un ave—la pterocoles orientalis, según el ornitólogo David A. Bannerman, cuya obra sobre las Islas Canarias tengo a la vista, y que la llama en inglés, lack-breasted, sandgrouse—, la ganga es una especie de perdiz majorera, a la que se le puede cazar cuando va de aguada, pues es un animal muy suspicaz y medroso. Su reclamo suena como agua hirviendo. Pero yo no soy, cazador, pol lo menos de animales.

Tampoco soy pescador, pero he salido algún día de pesca. Mis compañeros de excursión marina salían a pescar pescados, yo salía a la pesca de metáforas. Y a la sombra de la vela, reclinado en el borde del bote, hundía mi mirada en el seno azul de las olas y buscaba allí una fuente de metáforas, un manadero de ideas.

En Las Palmas de la Gran Canaria nos enseñaron esta cuarteta:


Ni en Puerto Cabras hay cabras,
ni en la Oliva hay un olivo,
ni pájaros en la Pájara,
ni en la Antigua hay nada antiguo
.


Excusado decir que Puerto Cabras, la Oliva, Pájara y la Antigua son los nombres de cuatro poblados de la isla. Y lo que dice el cantar no es cierto, si no es acaso por lo del olivo.

Desde luego hay cabras aquí, en Puerto Cabras, esta misma mañana contemplaba una cuyas henchidas ubres descansaban sobre el pedregal que había estado como lamiendo—, y hay, además, en su mar, cabrillas. Cabrillas se les llama a unos pescados que abundan en estas costas.

Mis compañeros pescaban cabrillas y yo los con templaba, sujetándolas con los dedos por junto a las branquias cuando, después de haberlas desprendido del anzuelo, se les iba a arrojar al fondo del bote. ¡Aquellos ojos que parecían despavoridos!

Y luego, allí, en el fondo del bote, su agonía en el ahogo del aire, agitándose de vez en cuando, dando pequeños saltos sobre sus aletas. ¡Congojosa agonía! ¡Trágico ahogo!

Ahogo; palabra que, como sofoco, vienen de focus de fuego. Y se ahoga uno en agua, y el pez se ahoga en el aire. Un pájaro si cae al agua se ahoga en agua y un pez se ahoga en el aire.

Recordé lo que Platón nos dice de aquella región etérea donde los felices mortales que a ella llegan, los inmortales, respiran éter, que es al aire lo que el aire es al agua. Y al contemplar a la pobre ca brilla agonizando en el aire, pensaba lo que será la agonía en el éter de un pobre hombre mundano y frívolo, de uno de esos sedicentes patriotas que tenga que respirar en una región de etéreos principios, en un ámbito de ideales de libertad, verdad y justicia.

(Al llegar a este punto de mi divagación, una de las moscas que me están molestando mientras es cribo—aquí las moscas duran todo el año—se cae en el tintero, ¡y hay que ver la agonía de la mosca en la tinta! ¡Una agonía en tinta!)

El pez vuela en el seno de las aguas—hay además peces voladores que vuelan algún tiempo en el aire sobre el mar—y el ave nada en el seno del aire, moviéndose uno y otra en un ámbito homogéneo, mientras que nosotros, los hombres, como todos los animales terrestres, discurrimos, cortando el aire, sobre una superficie sólida. Hay que pisar en tierra y respirar y ver en el aire. Aunque el submarino y el aeroplano hayan alterado ese régimen.

“¡Maravillas de la ciencia!”, exclaman algunos papanatas refiriéndose a esos artefactos inventados por el ingenio humano. Pero los tales artefactos en poco o nada alterarán la profunda constitución de la mente humana. Como apenas si la han alterado el telescopio y el microscopio. Y en cuanto a novedad, ¡cuánto más nuevo que un aeroplano sería si apareciese un ictiosauro vivo o uno de aquellos gigantescos reptiles voladores que cruzaban los aires cuando el hombre no arrastraba sus miserias y sus vergüenzas sobre la tierra!

Ni en aeroplano volará nadie más alto que voló la inteligencia sublime de Platón.

¿Cuándo uno de esos artefactos de la industria humana podrá ser una fuente de metáforas, como lo es uno cualquiera de los poemas vivos de Dios? De un producto del ingenio humano se puede sacar todo menos poesía; la poesía surge de las criaturas de Dios.

Pensé coger una de aquellas cabrillas y volver a echarla en el mar, donde se curaría del desgarrón que le dejó al serle clavado el anzuelo.

Pero después de haber probado la agonía del aire a la luz del sol, ¿encontraría el sosiego del seno de la mar? ¿Cómo la tranquilidad submarina?

De “dolor sabroso” hablaba nuestra Santa Teresa, y de ello sabe el que ha pasado por trances de agonía etérea, el que ha sentido cómo se le derretía el alma en la región de las ideas puras, el que ha sentido el ahogo en el seno de la libertad, la verdad y la justicia.


(Caras y Caretas. Buenos Aires, 21-VI-1924.)

La risa quijotesca

No traje acá, a mi fuerteventuroso confinamiento, ejemplar alguno de nuestro Libro, del Quijote: contaba con encontrarlo aquí si me hiciera falta. Aunque... ¿el libro, la letra? ¡No! Y el espíritu lo traía conmigo. Traía conmigo el fruto de la pasión de risa del Hidalgo ingenioso; es decir, intelectual.

En cambio me traje un ejemplar, microscópico, de la Divina Comedia, del Dante, y otro de las Poesías, de Leopardi. Dos Colones de espíritu.

Releyendo al Dante he vuelto a dar con una palabra dantesca preñada de sentido. Es riso. Y riso no es risa.

En el famoso pasaje de Paolo y Francesca, en el canto V del Infierno se nos cuenta cómo cayeron los amantes trágicos al llegar en la lectura de Galeotto al disiato riso, al deseado riso, al deseado pasaje de placer en que se besaron en la boca Lanzarote y la reina Ginebra. Riso es, pues, algo placentero, algo que hace reír de gusto. Y luego, en el Paradiso y en su canto XV ,dozavo terceto, nos cuenta cómo se encontró en el cielo con un espíritu luminoso, con una de aquellas almas desencarnadas y hechas luz, y dice (traduzco):


¡Que de sus ojos dentro ardía un riso
tal que tocar con los míos el fondo
pensé de mi gracia y mi paraíso!


Dejo la palabra italiana dantesca riso, que es intraductible e insustituible.

Riso no es risa, aunque la risa puede elevarse a riso. ¿Elevarse? El riso no es burla. Pero la burla misma puede ser de una o de la otra clase.

Hay botarates que no se atreven a mirar a la mi rada a un hombre inteligente, ingenioso, y si le miran, no pudiendo aguantar su mirada, tienen que dejar caer a tierra sus ojos, ceñidos de rubor. Y as que ven en el fondo de los ojos del inteligente arder una carcajada—cascada de risa—silenciosa. El botarate, el duque, el barbero, el bachiller, saben que quien se ríe de ellos es Don Quijote. Toda la hazañosa empresa de Don Quijote fué una risa continua; fué una risa consciente de sí misma. Fué Don Qui jote quien se rió de los que de él se reían. En cambio, Don Juan Tenorio era incapaz de reírse, y por eso temía tanto a la risa. Porque Don Juan temblaba de que se rieran de él. Y es que la risa era para Don Quijote un paraíso, un riso, y para Don Juan, para el botarate de Don Juan, era un infierno.

¡Ah, mi señor Don Quijote! A aquellos a quienes haces partícipes de la risa de que gozaste, de tu pasión de risa; a los que haces que merezcan ser llamados, como tú, locos, a éstos los elevas. Los elevas, y pueden decir lo que el Dante dijo diciendo (traduzco):


"Tal rae elevas que yo soy más que yo.”

(Paraíso, XVI, 18.)


Sí; el que se eleva por la risa quijotesca—la risa de Don Quijote y la risa de que fué Don Quijote blanco—se hace más que él mismo; Don Quijote, cuando como él me río silenciosamente, en el fondo de los ojos, en carcajada—cascada de risa—silenciosa y cuando como él soy reído, se ríen de mí los botarates, me eleva a ser yo más que yo; me eleva a ser legión, a ser pueblo.

Y he aquí por qué, por traer a mi pueblo conmigo por haber venido cargado con la risa—activa y pasiva, risa que se ríe y risa que es reída—de mi pueblo—no quiero usar de otra palabra profanada a diario—, no traje el Libro. ¿Para qué?

También estas descarnadas, esqueléticas monta ñas de Fuerteventura se ríen; también se ríe, allá en la península de Jandía, al extremo sur de la isla, la más alta de estas montañas, llamada, con nombre significativo, Orejas de Asno. Orejas de Asno se ríe viendo desfilar los camellos a sus pies, a los pies de las orejas. Y los camellos, ¿no se ríen también?

Paróse el camello, levantó la cabeza y miró a la mar, que sonreía. Y me pareció que el camello se reía. Se reía a la risa de la mar. De la mar que, ciñendo a Fuerteventura, le canta diciéndole: “¡Duerme!, ¡duerme!, duerme!”

A mí la mar me está diciendo: “¡Sueña!, ¡sueña!, ¡sueña! Ahora mismo, mientras estoy escribiendo esto, con el librito de La Divina Comedia a la mano y el Libro en el corazón, la mar me está cantando la eterna cantinela; la mar de la que dijo—egregiamente—Lord Byron que los siglos han pasado sin dejar una arruga sobre su frente azul; la mar de cuya innúmera sonrisa dijo Homero.

La mar que es agua, agua salobre que no apaga la sed del cuerpo, pero que quita la sed del alma, la mar se ríe; el agua se ríe con riso creador. En cambio, el vino es el que no sabe reírse. La risa del vino es grosería y zafiedad, y, en el fondo, tedio y aburrimiento. La risa del vino es aburrimiento soberano. ¡Qué bien aquí! ¡Qué lejos suenan los apagados ecos de las oquedades ramplonas, de las vaciedades profanas de los que toman por ideas palabrotas hueras!

¡Madre: perdónalos, porque no saben lo que se dicen! Y tú, mi señor Don Quijote, ingenioso hidalgo, elévame para que sea yo más que yo, y dame tu risa, la que padeciste y la que creaste.


(Nuevo Mundo. Madrid. 27-VI-1924.)

II. Aspectos de París

(1924-1925)

De Fuerteventura a París

¡De Fuerteventura a París! Parece el salto muy grande, pero ¿lo es tanto? Y ¿dónde estaba más cerca de la civilización, de la civilidad, eternas e infinitas: ¿Allí, en la isla árida y sedienta, a la que briza el sueño el arrullo del Atlántico africano, o aquí, en la Ciudad Luz, a la que no deja dormir en paz el traqueteo de los autos?

En medio de este afanoso trajín de París me digo a las veces lo que hace poco me decía, en una carta hermosísima, mi amigo del alma Mr. Crawford Flitch el traductor al inglés de mi obra Del sentimiento trágico de la vida, y que se pasó allí, en la bendita isla, cuarenta días, toda una cuaresma, acompañándome. Y es que me decía, en su inglés, esto que traduzco ahora aquí: “¡Fuerteventura! ¡Estoy casi nostálgico de Fuerteventura! ¡Inolvidable isla! ¡Para mí Fuerteventura fué todo un oasis—un oasis don de mi espíritu bebió de las aguas vivificantes y salí refrescado y fortalecido—para continuar mi viaje a través del desierto de la civilización! No puedo decirle lo que he ganado en mi trato con usted. Me parece ver la vida desde un punto de vista diferente. Sí, creo que iba a dormirme antes de llegar a Fuerteventura, pero ahora estoy despierto de nuevo.”

¿Dormirse aquí? ¿Dormirse en medio del barullo de lo que llamamos civilización? Y, sin embargo acaso es así, y todo esto no más que una pesadilla; la pesadilla de la historia que pasa. Porque hay el dulce ensueño de la historia que queda, de la historia de todos los días, de la historia que viven los buenos y nobles y pobres majoreros. (Ya recordaréis, lectores, que se llama majoreros a los natura les de la isla de Fuerteventura a los que yo llamaría fuerteventurosos.)

Ayer vi cerca de la gran plaza de la Concordia a dos jovencitos que bajaban por la Avenida de los Campos Elíseos montados en un camello, en un lucido y reluciente camello de lujo. Ello no era más que un deporte, pero los ojos se me fueron detrás del grupo recordando a los camellos de Fuerteventura, no de lujo y deporte, sino de pobreza y trabajo. También los camellos de Fuerteventura cruzan de vez en cuando, en las carreteras de la isla, con algún automóvil que va levantando polvo. Y ni se dignan volver la cabeza.

¡De Fuerteventura a París! ¡Del camello al auto! Aunque allí, en la isla, hay autos—y no pocos, pues es hoy el principal vehículo—. y aquí, en París, se ve algún que otro camello, como los del Jardín de Plantas. Y más de un chameau, en el sentido figurado que se le da a esta palabra. Pero es pasar del ritmo de la marcha del camello al ritmo de la marcha del automóvil. Si es que la marcha del automóvil tiene ritmo.

¿Se mide el progreso por la velocidad? Con este correr sin tasa, con este devorar kilómetros, con este vivir en taxi, ¿no se trata de un engaño de alarga miento de la vida? Porque eso de la vida intensiva ha nacido de la desesperanza de la vida expresiva.

El camello ara el campo, tirando del arado, trilla la mies, la transporta luego al granero y hasta puede mover la muela. Y apenas si come de ella.

¡Oh, aquellas noches plácidas, junto a la mar compasiva y consoladora, viendo rielar la luna sobre las olas brizantes! La mar no es el Sena. La mar eterna, la mar que adormece nuestros ensueños.

Además, allí, en la isla, tenía noticias de la metrópoli de mi patria, del escenario de la pequeña historia bufa de la dictadura, cada ocho días, y aquí voy ansioso, día a día, a saber qué es lo que pasa en mi España. Y así no puede uno digerir las noticias, no puede digerir la historia que pasa y no queda, no se entera uno bien de nada. Porque es indudable que un diario de actualidad, de efemérides, de noticias de última hora, nos da una noción de la historia en que vivimos y de que vivimos mucho más falsa, mucho más deformada, que un buen semanario con su revista de la semana y que es aún mejor un anuario. Pero el hombre del va por y de la electricidad, el hombre del telégrafo y ahora del auto y del cine, prefiere saber pronto a saber bien, prefiere tragar a rumiar, como rumia el camello. Y así, por culpa de este atragantamiento de actualidad, de este devorar noticias, no tenemos más idea de la historia en que vivimos y de que vivimos que tendría de un cuadro, sea de Velázquez o de Rembrandt o el Ticiano, quien lo mi rase a un palmo de distancia y con lupa. Porque el telégrafo al suprimir la distancia suprime la perspectiva.

Cuando allí, en la isla, me llegaban las noticias de la metrópoli, con ocho, con diez, alguna vez hasta con quince días de retraso, mi estómago mental estaba ya preparado para recibirlas y digerirlas. Y luego la larga rumia de ellas. Por lo cual aquí, en París, me entero acaso de más sucesos, pero allí, en la isla, me enteraba de los hechos.

Suceso, ya lo sabéis, es lo que sucede; más bien, lo que pasa; mientras que hecho es lo que se hace y queda así, hecho, lo que queda. La discución de una ley es un suceso; la ley misma discutida y votada es un hecho. ¡Y quién sabe!... Este París es enormemente más rico en sucesos que Fuerteventura pero no creo que le supere en igual manera en riqueza de hechos permanentes.

¡Ah, mi isla inolvidable!


París, 15 de agosto de 1924.


(Caras y Caretas. Buenos Aires. IX-1924.)

Treinta y cinco años después

Estuve aquí, en París, otra vez—y sólo otra vez he estado en él—, hace treinta y cinco años, cuando iba a cumplir mis veinticinco, el año 1889, al celebrarse el centenario de la gran Revolución. Celebróse con una Exposición Universal y fué entonces cuando se inauguró la Torre Eiffel, que ha dejado de ser una novedad, que es ya un monumento tradicional y casi antiguo. Treinta y cinco años son bastantes para dar tradición y antigüedad hasta a un edificio: no digo a un hombre.

Le estoy buscando aquí, por París, estoy buscando al mozo pálido y soñador que vino acá de Bilbao, pasando antes por Italia y Suiza, y que a Bilbao se volvió desde aquí. Le estoy buscando y... no le encuentro. No encuentro al que fui, y mucho me nos al que pude haber sido. ¿Es que de veras, pasé por París? ¿Es que París pasó por mí?

Un gran número de escritores y artistas han solido venir acá para hacer su París, para descubrir lo. París ha solido ser para muchos como la Roma del arte y de la Literatura. Y así como de la romería de los fieles cristianos podría hablarse de la parisería de los devotos de la gloria artística y litera ria. Y esto sin hablar de la bohemia internacional y de sus melenas. Pero yo, por mi parte, no vine entonces, hace treinta y cinco años, acá, a hacer mi París ni a descubrirle. Vine de paso, muy de paso, a ver su Exposición y sin pensar prepararme aquí para la carrera de las letras. No vine a hacer, ni por el más breve espacio de tiempo, mi París. Y anhelaba salir de él porque el corazón me llamaba a otra parte.

Se ha observado que esa juventud artística y literaria que acude acá, a París, en parisería, viene atraída por la Gloria y por la Mujer. Es la Mujer lo que les llama; no la parisiense, ni la francesa, sino la mujer, la mujer cosmopolita. Y recordemos a este propósito aquella salida de un amigo nuestro, que como otro, recién casado, le dijera que se venía acá, a París, con su mujer, con su reciente mujer, le contestó: “¿A París y con la mujer? Eso es como ir a Escocia con un bacalao.” Esta contestación responde a la leyenda del París cosmopolita y artificial. París de los pariseros y no de las parisienses.

Estuve aquí hace treinta y cinco años, y año y medio más tarde me casaba en mi nativa tierra vas ca. Y cuando vine acá toda mi obsesión era el hogar que me proponía fundar. Me escocía salir de aquí para volver a ver cuanto antes a la que entonces era mi novia, a la que hoy es mi mujer y la madre de mis hijos.

Y he aquí por qué París resbaló sobre mi espíritu.

Conservo todavía los cuadernos en que entonces, a mis veinticinco años, anotaba mis impresiones de viaje. No los he traído conmigo; no contaba, al ser arrancado de mi hogar, que habría de venir, liberado de mi cautiverio, a recalar aquí; pero aunque lo hubiese sabido, no los habría traído.

No quiero esa guía de mi parisería de hace treinta y cinco años. Pero sí recuerdo que en aquellas notas el nombre de Guernica, la del árbol famoso, la cuna de mi mujer, donde entonces, novia, me esperaba, y donde luego me casé, el nombre de Guernica aparece mucho más que el de las ciudades—Marsella, Florencia, Roma, Nápoles, Milán, Lucerna, Ginebra, París—que iba visitando. Es el diario de un nostálgico.

No he traído conmigo aquel diario donde especificaba mis paradas, y no he podido recordar el nombre del hotel en que aquí me albergué, si es que sigue el mismo, y en el mismo sitio, al cabo de treinta y cinco años. Sólo recordaba que fué en la plaza Vendóme y que veía la columna mientras escribía en mi diario de viaje y con una pluma—punzón acanalado más bien—, de vidrio que, por cierto, compré en la Exposición. Y anoche fuí a la plaza Vendóme.

Fui a la plaza Vendóme y no me encontré; no encontré, errando por allí, la sombra de mi espíritu de los veinticinco años, no encontré al que fuí y mucho menos al que podría haber sido si hubiese venido acá en parisería. No, no le encontré. Aquél, el del diario de viaje, el mozo pálido y nostálgico, no estuvo aquí aunque por aquí pasó. Estaba en Guernica.

Es, pues, ahora primera vez que vengo a París, y la austera plaza Vendóme, tan recogida y tan regular, no me suscita ensueños de adolescencia. Aquel París festejaba el primer centenario de la gran Revolución y entonces yo soñaba en otra cosa que en revoluciones de ésas. ¿Quién me había de decir entonces que treinta y cinco años más tarde, cuando hubiesen fructificado mis amores de mozo, habrían de traerme acá vientos revolucionarios? ¿Quién habría de decirme que volvería con mi hijo mayor, con el primer fruto de aquellos ensueños, que me acompañaría en mi vuelta del destierro? He de volver a la plaza de Vendóme, he de volver allí, a ver si logro situar aquel hotel en que hacía correr sobre las páginas de mi diario de viaje la pluma de cristal y desde donde evocaba mis montañas vascas. París no era, no servía para mi hombre de los veinticinco años. Otra cosa es para el de los sesenta. Ahora sí que puedo mirarlo con ojos serenos, con ojos serenados por la lucha. Entonces recuerdo que la alegría estrepitosa de sus bulevares me molestaba; hoy me conmueve la resonancia de la tragedia por que he pasado.


(Caras y Caretas. Buenos Aires, IX-1924.)

Salamanca en París

Aquí, junto a la casa en que tengo mi albergue del destierro, junto a esta jaula de pensión parisiense—fainily hotel, en inglés—, tengo un peque no parque, un parquecito chiquitín y recogido, de familia también, un parquecito provinciano. Es la plaza de los Estados Unidos.

No le cruza ni le bordea tranvía ni autobús, no hay a su vista estación alguna del Metropolitano y son pocos los autos que rompen el susurro de su sosiego. Hay horas en que se puede soñar sin miedo a que le rompan a uno el sueño los que sueñan estar despiertos, los sedicentes dinámicos.

De un lado, del lado que da a mi jaula, se alza un monumento, bastante ramplón, en que aparecen dándose la mano en el tablado, ante el público modesto y sensible, Lafayette y Wáshington, en bronce, y el letrero dice que es homenaje a Francia en reconocimiento de su generoso concurso en la lucha de los Estados Unidos por la independencia y la libertad. Al pie del monumento unas flores rojas agonizan en este fin de estío anegado en lluvia.

Más dentro del parquecito, al pie de unos castaños de Indias, se alza un lamentable bloque de mármol al que corona un busto de un señor con patillas, y en medio del bloque un medallón con una cabeza de perfil. Debajo de esta segunda dice: Paul Bert”, y debajo del busto: “Horacio Wells, renovador de la anestesia quirúrgica, 1844-1848". Los gorriones picotean las bolitas de miga de pan que les echo en torno al busto marmóreo del renovador de la anestesia quirúrgica. Paul Bert no mira a ninguna parte.

Más abajo, al otro extremo del parquecito, otro monumento parquesco. Un soldado francés y otro de los Estados Unidos de la América del Norte—¿cómo le llamaremos? ¿Estadounidense? ¿Norteamericano? ¿Yanqui?—se dan las manos, también en tablado y ante el público modesto y sensible, y detrás de ellos una comediante disfrazada de ángel—o ángela, y con alas estilizadas, como de mariposa monumental egipcia, los junta.

A este parquecito suelo bajar enteramente solo—pero ¡con compañía dentro!—cuando quiero arar y binar mi soledad parisiense, cuando quiero heñir mi morriña o amasar mi nostalgia, si es que así lo creeis más claro por menos español. Y allí, en eses días en que empiezan a caer, amarillas ya las hojas de los árboles, como yo enjaulados—ellos en el parquecito, yo en la pensión—, allí, sin tener que cerrar los ojos, sueño y reveo aquel Campo de San Francisco, de mi Salamanca, donde tantos ensueños he brizado, donde tantos porvenires he soñado. Porvenires míos y de los míos, porvenires de mi Salamanca, porvenires de mi España.

Allí, en aquel bendito Campo de San Francisco, campo franciscano, en aquel rincón de remanso, donde he oído tantas veces el rumor de las aguas eternas, ¡allí sí que estaba en el centro del Universo! Allí me ha llevado muchas veces mi hermano del alma, Cándido Pinilla, el ciego vidente, a oír el ruiseñor. A oír el ruiseñor que cantaba en los árboles enclaustrados, a oír, sobre todo, al ruiseñor que can taba dentro de nosotros. ¡Y a ver! Él, el ciego, me llevaba a mí, a su lazarillo, a ver. ¡Y veíamos! Veíamos el trasporvenir, lo que está más allá de todo lo que está por venir, y es lo que estaba antes de todo lo que ha venido y pasado, lo que está debajo y en cima de lo que pasa, lo que lo envuelve, la augusta forma eterna.

Allí, en aquel franciscano Campo de San Francisco de Salamanca—¡ay, mi Salamanca, y qué tuyo me has hecho!—, allí no hay—todavía no los hay, gracias a San Francisco—monumentos, ni de bronce ni de mármol; ningún cómico disfrazado de héroe ha sido reproducido allí. El que hizo de Colón, el que figuró Fray Luis, el que posó de Maldonado el comunero, el Padre Cámara, obispo que fué y representó, se han ido a otros rincones de la ciudad. Pero allí al lado, en la capilla de la Vera Cruz eterniza la expresión del dolor sobrehumano la Dolorosa de Corral. Y después de amamantar los ojos con la visión de aquellos ojos que crean el cielo y de digerir el símbolo de aquel corazón atravesado por siete espadas, y de sentir el vuelo silencio so y quieto de aquellas manos, ¡con cuán otra calma se ven caer las hojas otoñales en aquel campito enclaustrado! La capilla es un estallido de barroco; toda ella embutida de talla dorada. Y al salir del remolino de sus volutas doradas, ¡con cuán otra alma ve uno caer y rodar por la tierra, entre las flores mustias, las hojas doradas del dorado otoño de la Salamanca de oro! Y en este fin del otoño de mi vida, otoño dorado también, cuando siento ya el aire del blanco invierno—blanco y negro a la vez; negro con capa blanca—, que me viene del porvenir, no del pasado, en este fin de otoño de mi vida, ¡cómo te aprieto contra el corazón en este parquecito parisiense, en esta plaza de los Estados Unidos, franciscano Campo de San Francisco de mi dorada Salamanca!

Ya estarán, amigo Cándido, cayendo las hojas en aquel campo de nuestros ruiseñores. ¿Has ido a oírlas caer? También las oye caer la Dolorosa de la Veracruz. Y también oigo caer yo, desde aquí, cuando desde mi jaula del destierro bajo al parquecito vecino, bajo a heñir en él mi morriña. Y sueño en el porvenir de nuestra España y en el dormir el sueño de la libertad final, arropado en tierra española y bajo el cielo que alumbra y calienta el suelo de nuestros muertos.

¿Muertos? Hay quienes no gustan oír de ellos. Lafayette y Wáshington no son muertos. No lo son Colón, ni Fray Luis, ni el comunero Maldonado, ni el Padre Cámara. Y esto gracias al teatro que es la historia. Y en este teatro se ha inventado una anestesia quirúrgica para el alma. ¿No es verdad, querido Cándido?


(Nuevo Mundo. Madrid, 19-IX-1924.)

¡Montaña, desierto, mar!

Por las mañanas, a mis horas de clase, desde la gran ventana abierta de la grande aula en que acaso traducía a Platón mientras tomaba el sol, el mismo sol que iluminó su frente, podía ver a lo lejos, por encima de la cúpula de San Esteban, el histórico templo dominicano, la reposada llanura de pan llevar y, en el fondo, como un enorme oleaje de la llanada que quiere trepar al cielo, estribaciones de la Sierra matriz de Castilla. Y por la tarde, después de la hora del café—¡qué dulzura, amigos!—, carretera de Zamora arriba, ungía mi vista con la visión eterna de la nevada cumbre de Gredos. “Hoy se ve Gredos”, decía unas veces, y otras: “Hoy no se ve Gredos”. Cuando no se ve Gredos es que el cielo ha fruncido el ceño o está como adormecido.

¡Visión eterna la de Gredos! Eterna, sí; y no por que haya de durar por siempre—¿la llevaré con migo bajo tierra cuando me arrope para el sueño final en ella?—, sino porque está fuera del tiempo, fuera del pasado y del futuro, en el presente inmóvil, en la eternidad viva. ¡Visión eterna la de Gredos!

Y desde aquel alto mismo de la carretera de Za mora, al otro lado, la visión, eterna también, de la calva llanura de la Armuña. Que aunque Armuña—lo mismo que Almunia—signifique en árabe huerta, hay épocas del año en que más parece un páramo, una estepa. En Madrid, en Valladolid, a corto paseo se logra ver el páramo. Y en Palencia, en mi querida Palencia, subía al Cristo del Otero a bañar mis ojos en el reposo del páramo, a sacar mi espíritu de la historia. Y contemplando el páramo palentino oía el rumor de la voz secular, eterna más bien, de su hijo Jorge Manrique, que susurraba divinamente—la voz de Dios es, según las Escrituras, un susurro—: “Nuestras vidas son los ríos, que van a dar en la mar...” El páramo le descubría a la mar. El páramo es como la mar.

¡La mar! Allá en Fuerteventura, en mi entraña da Fuerteventura—pedazo de mi alma eterna ya—, bañaba todos los días mi vista en la visión eterna de la mar, de la mar eterna, de la mar que vió nacer y verá morir la historia, de la mar que guarda la misma sonrisa con que acogió el alba del linaje humano, la misma sonrisa con que contemplará su ocaso.

Gredos, la montaña; el páramo palentino, el desierto; ¡la mar! ¡Pero desde aquí, desde París, des de este París que está reventando historia, lo que pasa y mete ruido, ni se ve montaña, ni se ve desierto, ni se ve mar! Los pobres hombres que estamos enjaulados aquí, en la ciudad, en la gran ciudad, en el Arca de Noé de la civilización y de la historia, no podemos a diario limpiar nuestra vista, y con ella nuestra alma, en la visión de las eternidades de la montaña, del desierto, de la mar.

A la hora en que voy a tomar el café a la tertulia de unos buenos amigos, jóvenes todos ellos, con unos amigos, como yo, amorriñados de España, al cruzar en el Metropolitano el Sena, por el puente de Passy—hay allí abajo un muelle en medio del rio, al que llaman ¡Isla de los Cisnes!—, contemplo la torre Eiffel. Y me acuerdo de Gredos. Y siento la morriña de la eternidad, de lo que dura por de bajo de la historia, de lo que no vive, sino que vivifica. Porque Gredos es lo eterno; Gredos vió a los íberos llegar a España, y vió a los romanos, y a los godos, y a los árabes, y verá acaso pasar a otros bárbaros; Gredos vió morir, en uno de sus repliegues, al emperador Carlos V. Y la torre Eiffel... Asistí yo a su inauguración hace treinta y cinco años, cuando la Exposición Universal de 1889; subí a ella cuando estaba recién estrenada. Porque la torre Eiffel se estrenó. Y en Gredos... Mi entrañado amigo Cañizo recordará la última vez que subí a él. Y cómo toda la historia se borró de nuestras almas. No, no; esa torre es todavía historia: no es aun más que historia. Ni siquiera nos da la ilusión de eternidad que deben de dar las Pirámides, estas unas ya que no soles—de luz de eternidad.

¡Y si a falta de la mar tuviese siquiera un río! Aquel Tormes, en que los sauces, alisos, olmos y mimbres hunden sus raíces en el agua de la orilla; aque Tormes de cambiantes riberas, con aquella isleta tupida de maleza; o aquel íntimo Carrión—“Nuestras vidas son los ríos...”—en que se mira la torre de San Miguel, de Palencia. Pero este Sena no es un río; este Sena, como el Nervión en mi Bilbao nativo, es un canal; es ya, como la Torre Eiffel, un artefacto. ¿Quién conoce que es isla la Cité, que es isla la de San Luis? En Palencia hay dos islas, así, que forman un 8; pero son islas, son verdaderas islas; son trozos de tierra rodeados de agua, mientras que aquí es agua rodeada de tierra.

¡Ni montaña, ni desierto, ni mar, ni siquiera río, verdadero río! ¡Y por todas partes historia, historia, historia! ¡Y luego, almacenada en museos, arqueología! “Aquí decapitaron a Luis XVI.” Desde esa torre se tocó a rebato en lo de San Bartolomé. “Esta columna derribaron los de la Comuna.” “Aquí están las cenizas de Napoleón.” “Aquí...” Y uno busca con los ojos del alma la cumbre del Almanzor, en Gredos; el páramo palentino, la mar que se ha olvidado de las carabelas de Colón.

¡Ay! ¡Este empacho de civilización! ¡Y pisar siempre en losa, en encachado! ¡Pisar siempre en historia!

Cierro los ojos para ver. Y allí está, allí, un poco a la derecha del depósito de aguas—¡otro artefacto histórico!—, cerrando o abriendo el cielo, con fundiéndose a veces con las nubes, allí está la cumbre nevada de Gredos. Desde allí nos llama, y no a su altura, no a su trono, sino a nuestro más íntimo deber; desde allí nos llama al sentido de la eternidad.

Cuentan de un rey bárbaro, creo que de Alarico, aunque no me acuerdo bien, que se hizo enterrar en el lecho de un río, al que para ello le hicieron salir algún tiempo de su cauce. No sé como a Car los de Gante, al hijo de la loca de Castilla, no se le ocurrió mandar que le enterrasen en la cumbre de Gredos y no que su hijo le llevase luego al gran artefacto histórico de El Escorial, a aquel hórrido panteón que parece un almacén de lencería. ¡Ser enterrado en lo alto de Gredos! ¡O en medio del páramo! ¡O de la mar! ¡Sierra de Avila! ¡Páramo de Palencia! ¡Mar de Fuerteventura! ¡Aguas apa ciguadoras del Tormes y del Carrión!

París, setiembre 1924.


(Nuevo Mundo. Madrid, 2-X-1924.)

Ante el Chimpancé

El otro día volví al Jardín de Plantas, aquí, en París; volví a ver, más que los animales que llamamos irracionales, más que las fieras, los hombres ante los animales. Los hombres y, sobre todo, los niños. Aunque entre los animales todo hombre se siente niño. Ante un oso, un bisonte, un hipopótamo, el hombre siente resucitar en sí a su remoto antepasado, al hombre troglodítico, al hombre de las cavernas o de las ciudades lacustres. Ante la desnudez de artificio del animal, el hombre se siente desnudo. O vestido, a lo sumo, con una piel de una de esas fieras con las que vivía en lucha en la niñez del linaje humano.

No hay para un niño espectáculo como el de una casa de fieras de una Menagerie; es, acaso, el que más hondamente hiere su imaginación y el que más se la enriquece. Esa revista a los juguetes anima dos de Dios excita sus facultades creativas. Por algo, en griego pintor se dice pintor de animales; por algo decimos pintar monos, por algo el hombre primitivo, el hombre de las cavernas, empezó dibujando, tratando de eternizar por el dibujo, por el arte, no a otros hombres, sino a animales: renos, ciervos, caballos... Y acaso todo artista del dibujo debería ejercitarse en dibujar animales, y los más diversos—de tierra, de aire, de agua, anfibios—, antes de ponerse a estudiar el desnudo del hombre.

El desnudo del hombre animal, de la fiera huma na, se entiende. Porque quien quiera estudiar el des nudo espiritual del hombre, la desnudez de su alma, que vaya a contemplar a un chimpancé.

La jaula del chimpancé aquí, en el. Jardín de Plantas de este París, está siempre rodeada de animales humanos, de hombres y mujeres, de niños y niñas. ¿Le tienen lástima? ¿Le admiran? Creo que, en el fondo, contemplando al chimpancé se sienten invadidos de una especie de melancolía, de la melancolía de la civilización. El espectáculo, en el fon do, me resulta triste; el espectáculo de los hombres, vueltos niños, contemplando al chimpancé que les contempla, al chimpancé enjaulado, que les pide limosna de una golosina. Porque es de ver—cosa triste—cómo por entre los barrotes de su jaula saca el brazo y tiende la palma de la mano abierta para que le echen un cacahuete o un pedazo de pan. ¡Pobre mano de cuadrumano mendigo y enjaulado!

A las veces no le echan nada haciendo ademán de echarle, o una piedrecita, y entonces se va a cuatro manos—a cuatro patas—, y las gentes dicen que enfadado porque se le engañó.

¿Qué oscuros pensamientos remotos, qué lejanos recuerdos de antes de la vida, qué reminiscencias heredadas se despertarán en esos hombres que con templan al chimpancé? Sin que esto suponga que tengan conciencia de un común origen, sin que esto suponga nada respecto a la doctrina del parentesco entre el hombre y el mono.

Dícese que dicen los negros que los grandes antropoides, el chimpancé, el orangután, el gorila, se niegan a hablar para que no se les obligue al trabajo. Pero aquí está el pobre chimpancé enjaulado su jeto al más triste trabajo: al de divertir al hombre y pedir limosna. Aunque, ¿le divierte? Antójaseme que el hombre sale triste de esa contemplación y no muy convencido de su superioridad, sino que más bien, al verse en ese espejo deformado, en esa caricatura, siente su pequeñez. Ante el chimpancé, el hombre, en vez de engrandecerse, empequeñécese.

También rodea numeroso público a la jaula gran de de los monos pequeños, donde éstos juegan unos con otros y trepan y brincan. El chimpancé está solo.

En los recintos en que están encerrados otros animales, muchedumbre de pajarillos, de pajarillos libres, de gorriones, brincan y picotean acá y allá las migajas de lo que se les echa a aquéllos; pero no recuerdo que en la jaula del chimpancé hubiese de esos pajarillos que fueran a distraerle en su soledad. Aunque el pobre ermitaño harto tiene con mirar a los que le están mirando.

¿Cómo se dibujarán en su oscura y brumosa con ciencia los hombres que le están mirando? ¿No le parecerá acaso el mundo de fuera, que no es la sel va, que no es su selva originaria y natal, una gran jaula? A caso de locos. Y si lograse escapar, ¿que haría en este París? Al no encontrar la selva, su selva natal y originaria, seguramente que se vol vería a su jaula. De no poder vivir en aquélla, vivir en ésta. Más preso se encontraría en París entero que en su jaula del Jardín de Plantas. Su jaula es, al cabo, un refugio.

Pienso volver a ir a ver al chimpancé por poco tiempo más que siga en este París. Y más ahora, en que el furor de las danzas animalizadoras hace que el hombre se dedique a—digámoslo en francés—singer le singe, remedar al mono, o mejor, monear al mono.


(Caras y Caretas. Buenos Aires, 18-X-1924.)

Soñadero feliz de mi costumbre

Faubourg, boulevard, avenue, rue... ¡Cualquiera se aprende estas distinciones! ¿En qué se diferencia un bulevar de una avenida hoy, prescindiendo de su origen? No lo he podido saber. No más que en qué se distingue un marqués de un conde o de un duque, o en qué se distingue el arcediano del chantre de un cabildo catedral. Hay, por ejemplo, avenidas con árboles y las hay sin ellos. Arboles que empiezan a dejar caer sus hojas, que ruedan sobre el empedrado, sobre estériles piedras sin césped ni yerba; sus pobres hojas secas, que son recogidas no por el viento libre, sino por empleados municipales, y que se pudrirán. ¡Pobres hojas secas de ciudad! ¡Pobres árboles prisioneros, con grillos de piedra en los pies!

No se ve, entre los bulevares y avenidas, otra tierra que la de los jardines, ¡tierra prisionera también! Y arriba el cielo, casi siempre entoldado de nubes lluviosas, enmarcado entre tejados. ¿Es eso cielo? ¿No hace el cielo el marco? ¡Un cielo que se apoya y como que descansa en montañas, en el páramo, en el mar!...

Obermann, el hombre extraordinario de la montaña, el genio de los Alpes, hacía notar aquí, en París, que el hombre se ha preparado por el enlosado un suelo estéril donde no brota la yerba. Y él, Obermann, entre la yerba de las montañas alpinas, suspiraba: “¡Oh, si hubiésemos vivido!”

¡Oh, si hubiésemos vivido! Pero vivido, sí, he vivido y sigo viviendo lo que viví. Porque aquí, a lo largo de estos bulevares, que ya me entristecieron hace treinta y cinco años, cuando pasé por ellos teniendo veinticinco, aquí vivo, aquí sueño aquella carretera de Zamora de mi Salamanca, no flanquea da por casas, y en que da el sol desde que sale has ta que se pone, desde que nace hasta que muere para renacer y remorir al otro día. Y en vez de esas plazas, de estas amplias perspectivas ciudadanas, en volvían allí a mi espíritu, haciéndole soñar, las senaras de la llanura de la Armuña.

¿Habría podido hacerse mi espíritu en este ámbito? Se habría hecho otro, pero no el que es.

Muchas veces se ha planteado el caso de qué sea más favorable para el desarrollo de la personalidad, si una gran ciudad, una pequeña ciudad, un villorrio o una aldea. Pero ello depende, sin duda, de la índole de la personalidad. Tal que se ahogó en una aldea, habríase desarrollado al colmo en una gran ciudad, y tal otro lo contrario. Acaso Leopardi, que maldecía de su nativo villorrio salvaje y de su gente—versos que gustaba de repetir Emilia Pardo Bazán; ¡cuántas veces se los oí!—; aquel Leopardi habría abortado, no nos habría dado el amargo y a la vez dulcísimo jugo de las flores de su desesperación de haberse formado su espíritu en una gran ciudad.

Intento figurarme parisiense y no me encuentro. Sospecho que o me habría devorado el más vulgar, el más ramplón, el más municipalmente espeso progresismo, o su contrario, el ridículo culto seudoaristocrático de la minoría sedicente selecta. Y las dos cosas son una misma. Los progreseros del radicalismo internacional y los de la acción francesa son una misma cosa. Según se mire de un lado o del otro, la derecha se hace izquierda y la izquierda derecha. ¡Y todo vanidad de vanidades!

Y luego ¡esas horribles estaciones del metro! Así se le llama en abreviado, metro, al Metropolitano. Y así es: metro, esto es, medida. El Metropolitano viene de meter, madre; pero el instinto de abreviar ha hecho de lo que era madre una vulgar medida.

Sintiendo esto, hace unos días escribí:


¡Oh, clara carretera de Zamora,
soñadero feliz de mi costumbre,
donde en el suelo tiende el sol su lumbre
desde que apunta hasta que rinde su hora!
¡Cómo tu cielo aquí, en mi pecho, mora,
y me alivia la grasa pesadumbre
de esta ya más que mucha muchedumbre
de París que el reposo me devora!
Bulevares, esquares, avenidas,
sumideros del metro, ¡qué albañales
del curso popular con sus crecidas!
Senaras de la Armuña, ¡qué pañales
disteis a mis ensueños! ¡Cuántas vidas
abortan en las grandes capitales!


Y ahora a seguir soñando...


(Nuevo Mundo. Madrid, 31-X-1924.)

Recuerdos y ensueños

Al malicioso —¡pobre diablo! (y diablo en su sentido etimológico)—que me escribe comentado mi último Comentario, aquel en que yo comentaba al alza en la venta de mis obras literarias, debo decirle que yo, propiamente, no vivo de escribir, sino que vivo para escribir, que mi vida es mi obra y mi obra es, a la vez, mi vida.

En mi obra Del sentimiento trágico de la vida, y al tratar del problema práctico, he establecido cómo el hombre, todo hombre, debe tratar de hacerse in sustituible, cada uno en su oficio. Cómo el más grave y hondo problema social, el que está en la base de todos ellos, no es un problema de reparto de riquezas, de productos de trabajo, sino un reparto de vocaciones, de modo de producir. Y cómo se llega a la tragedia de esos oficios de lenocinio en que se gana la vida—¿se gana o se pierde? vendiendo el alma, en que el obrero trabaja a con ciencia no ya de la inutilidad, sino de la perversidad social de su trabajo, fabricando el veneno que ha de ir matándole, el arma acaso con que asesinarán a sus hijos. “Este—decía yo allí—y no el del salario es el problema más grave.”

Aquí, en París, hablo con frecuencia, y con hombres tan inteligentes como sensibles, del pavoroso estado de conciencia moral de la trasguerra. A una exacerbada aspereza en lo que se llama la lucha por la vida—y no es sino la lucha por gozar de la vida—se une una exaltación del apetito de gozar. “Máximo de trabajo con máximo de goce”, se dice.

Pero ¿y cuando uno halla su mayor goce en su propio trabajo? ¿Cuando goza en trabajar? ¿Cuando goza en consumir no el producto de su trabajo, sino su propia producción? Quiero decir cuando su goce es producir.

“Yo produzco consumo”, decía un lector infatigable e inteligente a quien le preguntaba por qué no escribía, por qué no producía. Y hay quien puede decir: “Yo consumo producción”. ¡Feliz el trabajador para quien es la mayor recompensa su trabajo! Aunque tenga, en otro sentido, que vivir de él, aunque tenga que procurarse con su trabajo me dios para poder seguir trabajando, para llevar adelante su obra, que es la eternidad de su alma.

Cuando un hombre que empezó soñando en su obra, en la obra de su vida, en la eternidad de su alma, bajo el velo de la gloria o de la ambición, cae en que “hay que vivir la vida” y se entrega a otros devaneos, es que ya no cree en sí mismo, no cree en su propia eternidad, no cree en su obra, no cree en el espíritu, no cree en Dios. Y es un hombre que al perderse para sí mismo se ha perdido para los demás.

¡Austeridad! ¡Austeridad! Eso que los ingenuos llaman austeridad suele ser ansia de vida, ansia de más vida, ansia de eternidad de vida, ansia de eternidad de alma. Y eternidad no es lo mismo que inmortalidad. La eternidad está por encima o por debajo del tiempo, no a lo largo de él; es su sustancia, no su envoltura.

Hay pobres chicos que llegan acá, a sus veinticinco años, a este París por donde a esa misma edad pasé yo durante quince días, y creen venir a gozar, a gozar de París. Yo entonces, hace treinta y cinco años, no gocé de ese su París, pero gocé aquí in tensamente con los recuerdos de mi rincón natal y con el ensueño del hogar que me preparaba a crear. París me iluminaba a crear. París me iluminaba aquellos recuerdos, me encendía aquel ensueño. París me ayudó a realizar mi obra, a vivir mi vida, no la vida de París. Y ahora, cuando he entrado en los sesenta, París vuelve a iluminarme recuerdos, vuelve a encenderme ensueños. Y me ayuda—¡bendito sea París por ello!—a gozarme en mi obra, en la obra de mi vida.

Hace cosa de un mes, a fines de octubre, cuando casi todos los días atravesaba el jardín de Luxemburgo, envolvía mis recuerdos y ensueños en la visión de la caída de las hojas doradas ya por la muerte. Y entonces escribí:


Doradas hojas de la lenta tarde
de mi vida y del año: sueño al veros
las piedras de oro—¡sus rojos letreros!—
de Salamanca donde Dios me guarde.

Corazón: nunca has sido tu cobarde,
esas hojas te anuncian los primeros
hielos de aquí, en París; ¡oh, los braseros
donde el rescoldo entre cenizas arde!

Noches en que la lumbre sosegada
dormía en tanto que fuera el relente
despertaba a la vida en la alborada;
noches en que sentí sobre mi frente
la mano del Señor, que de la nada
me iba exprimiendo el sueño, que no miente.


Y del que se sale reconfortado para seguir trabajando, para seguir fraguando la propia obra, haciéndose un alma eterna y así enriqueciendo a Dios.

¿O es que ha de haber gozado de París más que yo cualquier mequetrefe deportivo o casquivano que se haya ido de aquí dejando a alguna cortesana de alto bordo un retrato con dedicatoria en recuerdo de su primera noche de Thaïs?

Todo el fondo moral del problema llamado social es cosa de vocación y nada más que de vocación. ¡Ay del hombre que no halla su goce en cumplir su obra! ¡Ay del que no ama su oficio!

Y otro día de cómo brotan del mismo manadero mis efusiones líricas y sentimentales y mis deprecaciones de patriota, de cómo poeta y profeta es lo mismo.


(Nuevo Mundo. Madrid, 5-XII-1924.)

El “Pere Lachaise”

Aquí, en París, en la llamada Ciudad Lumbre—Ville Lumière—, ni desde el alto de la Torre Eiffel se ve ni la mar, ni el desierto—este otro mar de tierra, este mar petrificado o empedernido—, ni a montaña, inmensa oleada petrificada también. Ni a se va primitiva. Grandes perspectivas urbanas, si; la que va desde el Arco de la Estrella a la Plaza de la Concordia, la de los Inválidos, la del Panteón… Pero todo es histórico; todo esto nació por el hombre y con el hombre; antes que el hombre se ira ¿Yacerán un día sus ruinas en un desierto o las cubrirá la selva?

“Aquí decapitaron a Luis XVI”—me dicen. O:—desde aquí se tocó a matanza en la San Bartolomé”. —O... y dijo:— “Llévenme, por Dios, donde no aya ocurrido nada histórico, nada humano; llévenme a algo anterior a la historia y que, por lo, sera posterior a ella; a algo prehistórico y trashistórico. ¡sáquenme de esto, déjenme respirar eternidad!”

En Salamanca, en mi Salamanca, cuando salía de paseo, de peregrinación casi cotidiana, por la solea da y aireada carretera de Zamora, veía a lo lejos, sustentando el cielo, dibujando el horizonte, la augusta cumbre de Gredos, el pico de Almanzor, embozado en nieve, y que a las veces se confunde con las nubes que sobre él reposan. En Madrid, desde la Residencia de Estudiantes, donde tantas horas de intensa vida he vivido, contemplaba a lo lejos las crestas del Guadarrama. Cuando no había nieve, distinguíaselas de las nubes y del cielo.


per lo repós etern, per lo color més blau,


como dijo de los picachos que rodean Barcelona, vista desde la mar, Aribau, en su oda famosa; de las nubes fugitivas se las distinguía a esas crestas por su reposo eterno, y del cielo, por su color más azul. En Palencia, donde tengo un segundo hogar, el de mi hijo mayor, en subiendo al Cristo del Otero, henchíame la vista de la solemnidad del páramo, de la estepa, donde, como grandes barcos anclados, se destacan las iglesias de las aldeas de Tierra de Campos. En Fuerteventura veía cada mañana, al despertarme, desde la cama, salir el sol de su inmensa cama de agua, de la mar consola dora. Pero aquí, en esta Ciudad Lumbre, ni montaña, ni desierto, ni mar...

El río, el Sena—o, como se dice en francés, la Sena—, el río, pintoresco a trechos, es un canal, está aprisionado entre pretiles. Los árboles que a trechos le flanquean son pobres árboles prisioneros, con las raíces bajo losas. Me recuerda algo a mi ría natal, a la ría de mi Bilbao nativo, al Nervión; pero el Nervión es ría, llega a él la marea, el pulso de la mar, y la Sena es río, no se alza y se baja cada día.

Cuando un día, aquí en el hotel—un recogido hotel familiar—, manifestaba esto a los compañeros de comedor, la bonne que nos servía, Mlle. Pauline, toda sorprendida, me interrogó: Et le bois de Boulogne, monsieur?—¿Y el bosque de Bolonia, señor?—. Ciertamente que el bosque de Bolonia no es la selva virgen ni mucho menos, pero a falta de otra cosa... Y hasta se pueden ver en él más fieras enjauladas. Como, a falta de la mar, se pueden ver en el Jardín de Plantas unas focas, y a falta de un Nilo, un hipopótamo.

Para el que haya vivido junto al Nilo, acaso un hipopótamo se lo evoque mejor que una reproducción en pequeño de él, como para el que se ha criado junto al mar, una concha le dice más que un estanque. Y un rizo de cabellera dice más que un retrato en miniatura.

Mlle. Pauline, la buena bonne de mi hotel de destierro, va los domingos, muy endomingada, al bosque de Bolonia y ve los estanques que hacen de lagos, con sus cisnes, y ve las espesuras de árboles domesticados y sueña en la naturaleza. Es fácil que la selva le pareciese artificial.

¿Y que es naturaleza y qué arte? Pero, dejémonos de filosofías. Aunque... ¿dejarnos de ellas? ¿No es acaso todo esto, en el fondo, filosofía? ¿No es acaso filosofía toda esta mi morriña de lo eterno, de la montana, del desierto, de la mar? ¿Y no es acaso París, no es acaso la ciudad la que ha hecho la montaña, el desierto y la mar? El montañés puro, el serrano, el hijo del desierto y el marino, ¿no sienten como nosotros, los criados en ciudades mayores o menores, aunque estén al pie de una montaña, junto a un desierto o al borde de la mar, no sienten como nosotros la eternidad de la montaña, del desierto y de la mar? Es la ciudad, es la historia la que da eternidad a la naturaleza. Como son las calles henchidas de muchedumbre las que dan majestad a los cementerios. Y si nó, id aquí al del Padre Lachaise.

El cementerio del Padre Lachaise es uno de los lugares de París de donde más lejos está la eternidad. Aquel montón de ruinas—ruinas desde que las descubren—, aquel terrible escenario de la feria de vanidades; es la historia hecha arqueología, petrificada, pero lo menos eterno que cabe pensar. Es el tiempo detenido, pero el tiempo detenido no es la eternidad. En el cementerio del Padre Lachaise hasta se olvida uno de que pueda haber montañas, de que pueda haber desiertos, de que pueda existir la mar.

Ser enterrado en la cima de una montaña, en la cumbre de Gredos; en medio de un desierto, en un punto vago de aquel páramo palentino, la tierra de Jorque Manrique, el que cantó:


...nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir
...


o ser sepultado, no enterrado—porque no es en tierra—, en el fondo de la mar, bajo las olas silenciosas—las olas sólo cantan al chocar con la tierra—; ¡pero en un cementerio así!... Ser sepultado en algo eterno; eterno aunque se dure sólo siglos. ¡Pero en un teatro!...

El cementerio del Padre Lachaise es, a su modo, una especie de bosque de Bolonia. Un bosque de pequeños y, la mayor parte de ellos, mezquinos mausoleos. Y allí se ve todo menos la majestad de la muerte. Es esta vez un cementerio del arte, pues los más de los monumentos funerarios son como obras de arte, obras muertas. ¡Aquello sí que es un desierto! El cementerio del Padre Lachaise adquiriría grandeza si un terremoto lo arrasara y se convirtiese en un montón de piedras informes cubriendo la tierra que guarda los huesos de los que por aquí pasaron soñando la vida que pasa y añorando la que queda.


(Caras y Caretas. Buenos Aires, 20-XII-1924.)

La Plaza de los Vosgos

Cuando mi amigo conoció mi hastío de los bulevares, la tristeza que me había producido esta muchedumbre que circula entre autos y tranvías, el mareo de esta circulación de la corriente urbana, me llevó a un remanso, a un rincón provinciano. Porque para rincones provincianos, los de París; para hasta aldeas, las que en medio de París se encuentran. Mi amigo me llevó a la Plaza de los Vosgos. Y me enternecí al entrar en ella. Me acordé de mi Salamanca y de su Plaza Mayor. Y de la Plaza Mayor de Madrid. Aunque esta de los Vosgos, de París, es acaso más provinciana, mucho más provinciana que las de Madrid y Salamanca.

¡Estas plazas con soportales, recogidas, familia res, íntimas! ¡Estas plazas en cuyo centro juegan los niños, y los mayores están al servicio de ellos!

En la de los Vosgos, donde vivió Víctor Hugo, se alza en el centro un Luis XIII a caballo, que como es de mármol tiene el caballo que sostenerse sobre un tronco de árbol cortado, en el que apoya su vientre; ¡cosa horrible! Al desdichado escultor no se le ocurrió otro artificio para resolver un problema de estética. Pero nadie hace caso allí de Luis XIII.

Como por la Plaza de los Vosgos no pasan autos, los niños pueden jugar en ella sin cuidado. Y juegan con pequeños autos de juguete, y un niño levanta un palo, haciendo de guardia municipal, para interrumpir el curso de un auto de juguete.

¡Y aquellos soportales! Son más pobres, más aldeanos, más estrechos, más bajos de techo que los de la Plaza Mayor de Salamanca y mucho más que los de la Plaza Nueva de Bilbao, que siendo mucho menor y más mezquina que las otras dos plazas españolas, tiene, sin embargo, unos sopor tales espléndidos.

Soportales aquellos de mi Plaza Nueva de Bilbao, donde amamanté mis primeros ensueños filosóficos, donde forjaba, a mis veinte años, sistemas metafísicos. Sentado en un rincón de los soporta les de la Plaza de los Vosgos, donde vivió y soñó Víctor Hugo, me acordaba de aquellos soportales de mi Plaza Nueva de Bilbao, donde, mientras fuera—dentro de la plaza—caía la llovizna, el sirimiri que allí se dice, iba yo hilando el lino de mis ensueños trascendentales. Hilo no menos sutil ni menos fugitivo que el de aquellas hebras de agua que sobre mi plaza hilaban las nubes de mis montañas vascas, de la mar de mi golfo de Vizcaya.

También aquí, en París, hilo lino de ensueños. Y lino líquido. Aquí rumio mis recuerdos, aquí vuelvo a vivir mi vida, aquí busco la vida que se me fué. Esta Ciudad Lumbre—Ville Lumière—me alumbra mi pasado. Y por eso, en los soportales de la Plaza de los Vosgos, volvían a mí las tardes, ya remotas, en que bajo los soportales de la Plaza Nueva de Bilbao discutía con mis amigos de la niñez, ¡cuántos de ellos se han ido ya para no vol ver!, de todo lo humano y de todo lo divino y aun algo más, y cuando más tarde, hace poco todavía, bajo los soportales de la Plaza de Salamanca, nos decíamos, indignados, de la abyección en que se le ha sumido a nuestra patria.

Sentado allí, en un mezquino bar de los soporta les de la Plaza de los Vosgos, más un cabaret que no un bar, entre unos obreros, recordaba mientras me servían un refresco, la tarde en que leí bajo los soportales de la Plaza Mayor de Salamanca el telegrama en que se anunciaba que se me había deportado a Fuerteventura. Y por asociación de ideas, ya que Víctor Hugo vivió y soñó en esa provinciana y recatada Plaza de los Vosgos, recordaba el destierro del poeta de los Castigos en la isla de Guernesey, de donde lanzó sus rayos contra la podredumbre del Segundo Imperio, el de Napoleón el Chico, el que pereció en Sedán. Sólo que Hugo tuvo que estarse años en esa isla, que vi al pasar, de lejos, acercándonos a Cherburgo.

Hugo, el que vivió y soñó en la Plaza de los Vosgos, levantó un monumento poético de eterna memoria a Nuestra Señora de París, a ese portentoso monumento que es la catedral de Francia. Y aun que entre las fechas de erección de Nuestra Señora de París y de la Plaza de los Vosgos median siglos, un común espíritu, una misma tradición los enlaza. Hay algo de eclesiástico, diríamos mejor de conventual, en la Plaza de los Vosgos; podría pasar muy bien por un enorme claustro de convento. Un claustro vivificado por los niños que allí juegan, por esos niños a quienes tanto quiso el que escribió sobre el arte de ser abuelo. Y es que la Plaza de los Vosgos tiene abolengo.

¡Abolengo! Esta palabra, en castellano, es un substantivo, y nadie lo usa como adjetivo, ya que como adjetivo se usan realengo y otras. Y, sin embargo, nos está haciendo falta un adjetivo que sea a abuelo lo que paternal es a padre. ¿O es que nada hay que decir del amor abolengo? Ancestral es un término culto, pedantesco—para mi guste, insoportable—, y que quiere decir otra cosa.

La Plaza de los Vosgos tiene abolengo. Es una plaza para que lejos del tráfago de los bulevares y de las avenidas tomen el sol en ella—los días que se puede, que aquí no son muchos—los niños y los ancianos, los nietos y los abuelos, asistidos por algunas nodrizas y niñeras, mientras los padres y las madres atienden a sus faenas. La Plaza de los Vosgos es un lugar para que los abuelos vayan a pasearse bajo sus soportales en los días de lluvia—¡que aquí son tantos!—y a recordar su niñez; es un claustro de memorias. La Plaza de los Vosgos nos recuerda la época en que la ciudad era una casa, una sola casa, una familia. No hay, además, en ella ningún sumidero—¡horror!, ¡horror!, ¡horror!—del Metropolitano, ni pasan por ella auto buses ni tranvía alguno. La Plaza de los Vosgos es de abolengo.


(Caras y Caretas. Buenos Aires, 1925.)

Leyendo a Keyserling

He esta leyendo aquí, en este París de mi destierro, tendido en la cama de este cuarto de hotel, de esta jaula, el Diario de viaje de un filósofo, del Conde Hermann Keyserling. Su prosa alemana me ayudaba alguna vez a sacudir cierta modorra. Leía lo que ese caballero báltico nos cuenta de la India y de China y del Japón y del Pacífico y de los Estados Unidos, y me dejaba brizar por sus impresiones.

Dice Keyserling que un vapor iguala y banaliza a los que conviven en él durante el largo viaje. No fué muy largo el que hice desde Las Palmas de Gran Canaria a Cherburgo en un vapor holandés, pero no me olvidaré fácilmente de aquellos mortales días, del hastío de la navegación. No hubo tiempo de que nos igualara y banalizara a los pasajeros; mas por mi parte sentíame allí mucho más confinado, mucho más preso que en la isla de Fuerteventura, más que en un islote.

“Entre Noé, el león y la oveja, al cabo del diluvio, ¿habría alguna diferencia?” He aquí lo que se pregunta Keyserling. “Dime con quién andas y te diré quién eres”—dice el refrán—, A lo que un amigo mío argüía que debería decirse: “Dime con quién comes y te diré quién eres.” Sosteniendo que es la igualdad de dicha culinaria lo que asimila unos hombres—o mujeres—a otros. “Si marido y mujer, al cabo de unos años de convivencia, acaban, como se dice, por parecerse físicamente—me decía—, débese a que comen poco más o menos las mismas cosas, a que están sometidos a la misma cocina.” La cocina, según mi amigo, es el gran unificador de los pueblos. Y sostiene que, más que una lengua, lo que hace falta es un puchero nacional. El garbanzo ha constribuído más que Cervantes a la unificación de España.

Por mí, no estoy muy lejos de ser de la misma opinión que mi amigo. Y creo que lo que en el va por holandés que nos llevó de Las Palmas a Cherburgo—venía de Buenos Aires—más nos iba igualando y banalizando a los pasajeros, igualándonos en un común hastío, era la cocina de a bordo, una cocina de perfumería y de conserva, una cosa muer ta, de horrible leche condensada y carne congelada.

Mas volviendo a lo que del Arca de Noé dice Keyserling, ¿es que los animales en ella andaban sueltos y mezclados unos con otros, o cada uno en su jaula, como están aquí las fieras en el Jardín de las Plantas? ¿Era el Arca de Noé un convento o era una cárcel celular? Luego Keyserling, lle vado no se ve bien por qué curso de asociación de ideas, pasa a hablar de París, de este París donde he estado leyéndole. ¿Es esto un Arca de Noé? ¿Es un jardín de plantas y animales racionales? ¿Es una cárcel celular? Arca de Noé... Aquí se ve entre los blancos gran cantidad de negros y de amarillos de todas clases, senegaleses, guadalupeños, chinos, anamitas, japoneses... Y no pocas parejas mixtas. Con lo que el proceso de igualación y banalización sigue adelante.

Hablando Keyserling de esta convivencia babilónica, de esta mezcla de gentes las más diversas, dice que París eleva a cada espíritu a que le es congenial, a cada espíritu con el que París congenia. ¿Y a aquel que no congenia? Y es el viejo y siempre nuevo problema de la influencia de las grandes ciudades en la formación de los espíritus. Una gran ciudad como París, tiene, sin duda, una acción en elevar un cierto nivel medio, en la formación de la que M. Herriot, el actual presidente del Consejo de Ministros, ha llamado el francés medio, el francés término medio; pero, ¿no ahogará o rebajará la verdadera genialidad? ¿Se concibe un Napoleón “el grande” nacido y criado en París?

En una gran ciudad como ésta se corre el riesgo de pensar con los pensamientos de los demás, y ni aun esto, porque los pensamientos comunes no son tales pensamientos, no son más que ideas. El pensamiento es algo líquido, fluido, corriente, dinámico, mientras que la idea es algo sólido, petrificado, estadizo, estático. Los hombres de ideas son los que menos piensan; sus ideas, que no son suyas, sino de todo el mundo—es decir, de nadie—, que son lugares comunes, les ahorran el tener que pensar. Y por eso no me gusta discutir con un hombre de ideas. Un hombre de ideas es un hombre que no piensa. Cuando me preguntan: “¿qué ideas tiene usted?”, suele darme ganas de contestar: “no tengo ideas, pienso”; pero no lo hago porque el que así suele preguntarme, que es a su vez un hombre de ideas, es decir, un hombre que no piensa, no me entendería. En estas grandes ciudades, en estas ciudades millonarias—de millones de habitantes—, es donde más florece el lugar común. Y no digo que fructifica, porque los lugares comunes no dan frutos. En ninguna otra parte tienen más valor las frases hechas. Y la prensa suele ser el criadero de esos lugares comunes.

¿Se habrá visto nada más banal, nada más igualitario y nivelador de la inteligencia, nada de más lugar común y más frase hecha que la prensa parisiense? Es una terrible cocina. Los platos que sirve, los faits divers, las gacetillas, son cosa para reducir a todo el mundo a la mentalidad de los por teros. Y los porteros son una institución. De cuando en cuando agita la gran charca alguien que viene de provincias, un espíritu campesino o aldeano; pero muy pronto congenia con el ámbito o tiene que aislarse en él, tiene que formarse su celda de ermitaño en medio de la terrible muchedumbre ciudadana. Y sueña en la montaña a cuyo pie se crió, o en la mar, a cuyo borde se mecieron sus primeros ensueños.


(Caras y Caretas. Buenos Aires, 1925.)

Visitas de Museos

¡Qué cosa más terrible es la visita a uno de esos cementerios del arte! Lo hace uno casi como por deber de hombre que se cree culto, como quien cumple con un rito. Y casi siempre se sale de esas visitas mareado y sin saber más que se sabía al entrar en ellas. Pero puede uno decir que visitó tal o cual museo y que vió tal o cual obra famosa.

He visitado unos cuantos museos, buscando sobre todo ver si revivía el recuerdo de cuando los visité la otra vez, hace ya treinta y cinco años. Al Museo de Cluny fuí principalmente a ver si encontraba en él la sombra del que fuí cuando, teniendo veinticinco años, lo visité primero. Y no lo encontré.

He visitado con singular interés los museos Gurmet y Cemuschi, de antigüedades orientales, indias, chinas, japonesas. ¡Como ahora se lleva esto tan to!... Salí mareado de los Budas. Y apenas si guardo más impresión que la del Gran Buda japonés sobre su gigantesca flor de loto, del museo Cernuschi. Buscaba detrás de todo aquello el Himalaya, el Fujijama, el Ganges... No los encontraba. Aquellos Budas fuera de su santuario olían a cadáver. ¡Y aquellas reproducciones, en miniatura, de colosales templos! Es algo lamentable.

¡Con qué melancolía nos miran aquellos viejos ídolos! Acaso piensan que pasaremos nosotros, los ídolos de carne y hueso y sangre, los ídolos que respiramos y bebemos, y que un día el mundo de los museos se paseará por la tierra que cubra nuestros huesos. Porque esos monstruos de bronce o de piedra o de madera esperan su desquite. Y las estatuas que forjó Miguel Angel se sentarán sobre la tumba de éste. Y se verá que fué el arte el que hizo la naturaleza y la humanidad.

En el Louvre el mareo fué máximo. La Venus de Milo, el Nilo, la Gioconda, Delacroix, Ingres, Murillo... Y la muchedumbre que desfila, como cumpliendo un rito civil, laico, por delante de todo ello.

Me detuve ante unos cuadros de Ribera a recordar los suyos que en el templo de las Agustinas de Salamanca están donde deben estar: en el lugar para el que fueron pintados y recibiendo el culto de muchedumbre recogida y devota.

Esto es cosa que se ha dicho cien veces y de cien maneras diferentes, pero que nunca está de más que se repita: un museo es un cementerio de arte. Todas las obras están en él mutiladas. Y allí no se encuentra historia, allí no se encuentra más que arqueología.

Cuando entramos en el salón de Apolo mi amigo Crawford Flitch, mí traductor al inglés, y yo nos acordamos al punto del desnudo valle de la Oliva de Fuerteventura, de aquel solemne pedregal sahárico, donde se alza el caserón de los coroneles de la isla y al que dominan unas cónicas y peladas montañas de origen volcánico. Allí, en el salón de Apolo, sentimos toda la grandeza del des nudo en el paisaje, toda la hermosura del esqueleto de la tierra.

En cuanto salimos del Louvre dije a mis amigos, señalándoles el vecino templo de Saint-Germain l’Auxerrois: Entremos ahí; tengo que restregarme y refrescarme la vista.” Y entramos al viejo y vivo templo. Y allí descansó de su fatiga mi espíritu; de su aburrimiento.

Las imágenes de piedra que llenan la portada de Saint-Germain l’Auxerrois nos miraron muy de otro modo que las imágenes almacenadas en el Louvre. Y es que en sus nichos están libres y no prisioneras como las del museo. El Cristo y los Apóstoles de aquella portada se ve que quieren estar allí, que allí aguardan, que allí viven y se alimentan de las oraciones de los fieles, mientras que la mutilada Victoria de Samotracia, la mutilada Venus de Milo, la ya una vez robada y recobrada Gioconda, se ve que quieren escaparse de donde las tienen presas.

Las iglesias de París, hasta las más vulgares—y las hay hermosísimas—, tienen mucha más vida, mu cha más historia que sus museos. Las iglesias tienen historia; los museos encierran arqueología. ¿Que se puede hacer de un museo una iglesia y reducir una iglesia a museo? ¡Y quién lo duda!... Pero si lo segundo es fácil, lo primero no lo es tanto.

No sé qué efecto causaría hoy, qué efecto religioso, el Cristo, pintado, de Velázquez, que está en el Museo del Prado de Madrid, o el Cristo, esculpido en madera, de Gregorio Hernández, que está en el Museo Provincial de Valladolid, puestos en el altar mayor de una iglesia. Como hace años que están en museo, fuera de culto, han muerto ya como ídolos, y ¡es tan difícil resucitar lo muerto! ¡Hace tanto tiempo que no han recibido oraciones! ¡Hace tanto tiempo que nadie se ha arrodillado ante ellos!

En cuanto a la Venus de Milo, la del Louvre, tampoco recibe oraciones—oraciones paganas, se en tiende; pero oraciones, al fin y al cabo—, sino que oye que junto a ella se discute de eso que se llama estética. Se la estudia, no se la adora. Y hasta hay quien se pasa el tiempo en querer imaginar cómo tendría los brazos que le faltan. Chésterton decía que si el káiser Guillermo II llega a entrar en París se le habría ocurrido ponerle brazos a la Venus de Milo. A un norteamericano se le ha ocurrido ofrecer el dinero necesario para terminar las torres de Nuestra Señora de París. Se ha creído, sin duda, que la catedral de la Cité es una pieza de museo. Una señora norteamericana preguntaba en Egipto ante un viejo monumento faraónico: “¿Cuánto costaría hacer esto en Nueva York?” Y se le respondió: “¡Dos mil años, señora!” Y ¡ay del día en que toda Europa vaya a parar a un gran museo junto a Nueva York! Entonces Nueva York habrá muerto.


(Caras y Caretas. Buenos Aires, 1925.)

El “Metro”

El Metropolitano—le hay ya en Madrid, como en Londres y aquí—es, sin duda, un medio cómodo y barato para trasladarse, por vía casi siempre soterraña, de un punto a otro de París. Sirve, además, para conocer la topografía de la gran ciudad y para aprenderse su plano. Porque un taxi, además de su mayor carestía, tiene inconvenientes. Se expone uno a que el cochero le diga, como me dijo uno: “¿Por qué me ha despertado usted?” Sería acaso algún príncipe ruso.

Con el Metropolitano y con el “Nouveau plan Taride” puede uno recorrer todo París. La rapidez no es excesiva, y más si hay que cambiar en más de una estación, en una de esas que llaman “Correspondencia”. Del hotel en que vivo hasta el café de la Rotonda, de Montparnasse, en que voy casi a diario a hablar de España y a soñarla con españoles, tardo a pie unos cincuenta minutos y por “Metió unos veinte. La rapidez no es excesiva. Pero es barato. Y desagradable.

¡Estas hórridas estaciones soterrañas del “Metro! ¡Estos vomitorios o sumideros por los que se precipita la marea de la muchedumbre municipal y espesa, dejándolos oliendo a fatiga social!

Una estación del “Metro”, iluminada por luz eléctrica, entre túneles, es una de las cosas más tristes que ofrece eso que llaman el progreso. A trechos la línea del “Metro” sale a luz y se puede contemplar panoramas de la ciudad. Casi todas las tardes, al ir al café, paso, en el “Metro” de sobre tierra, el puente de Passy y contemplo la torre Eiffel y allá, en el fondo, la basílica del Sagrado Corazón, de Montmartre. Y al pie, el río, y en medio de él, esa cosa ridícula que llaman la Isla de los Cisnes, que ni es isla ni tiene cisnes. Y hoteles, albergues, a un lado y otro. Porque aquí, en París, parece que hay más hoteles, más fondas o pensiones que casas de familia. Y en muchos de esos hoteles no admiten niños. Diríase que París es una gran fonda y una fonda de paso.

¡Qué terrible el brillo, a la luz eléctrica, de esos baldosines relucientes que forman las bóvedas de las estaciones del “Metro”! Y por todo ornato de éstas, anuncios; anuncios y más anuncios... affiches. Aborrezco los anuncios.

A lo largo de los túneles leéis “Dubonnet” una y otra vez. O bien “Byrrh”. Y todavía el anuncio del chocolate Menier, que cuando estuve aquí, en París, la otra vez, hace treinta y cinco años, llenaba todos los huecos de las edificaciones. Pero entre es tos anuncios que entristecen aún más las estaciones del “Metro” me he encontrado con uno verdadera mente cruel. Es el anuncio del foie gras Marie. Representa a dos patos, con cofias, delante de una pequeña lata de ese foie gras, y del pico de uno de los patos salen—escritas, ¡claro!—estas palabras: Ah qu’est-ce bon! O sea: “¡Qué bueno es esto!” Y si se tiene en cuenta que el foie gras es el producto de la hipertrofia del hígado del pato, al que se le pone enfermo cegándolo y haciéndole vivir en agonía, se verá toda la crueldad que representa el hacer que el pobre pato exclame que aquello “es bueno”.

Y en todas las estaciones los mismos anuncios, y en las escaleritas y por donde quiera. Y ese olor característico del “Metro”, ese olor a fatiga social, ese olor a tedio de la civilización, ese olor a progreso urbano, ¿no provendrá de los anuncios? Se me antoja a ratos que son los anuncios los que así espesan el ambiente. Y sin duda que de ello pro viene lo que llaman aquí caffard.

En las estaciones del “Metro”, abajo, en lo soterraño, no se podrían poner librerías, puestos para vender diarios, revistas, libros. Estos puestos los hay en las estaciones del “Metro”; pero es a su entrada, donde llega, aunque sea muy mermada, la luz del sol.

Y a propósito de puestos de libros: el otro día, paseando por el bulevar Rochechouart, vi un comercio que era de confitería y librería a la vez. No que las postales y confituras estén mezcladas con los libros y revistas, no, sino que el comercio tiene a un lado, en una mitad, la confitería, y en la otra mitad, la librería, y sin pared, ni tabique, ni mampara que los separe. Se entra por la misma puerta. Puede uno ir a hojear un libro comiéndose un pastelillo. La idea me pareció excelente, y más aquí, donde es frecuente ver que se aúnan la carbonería y la taberna, que se expende vino en el mismo establecimiento en que se expende carbón. ¿Y por qué no se venden pasteles y confituras en las estaciones soterrañas del “Metro”? Aunque no, que ole rían a anuncio, a aviso.

Tomo el “Metro” casi todos los días y cada vez que lo tomo me invade una cierta tristeza. En ninguna otra parte de París siento tan profundamente lo que es y lo que significa y lo que vale el destierro de la patria. Allí abajo, en esos sumideros, me siento desterrado de toda vida libre. Y, sin embargo, es barato, es relativamente cómodo y es relativamente rápido para recorrer París, para abreviar distancias.

He visto a algunas personas, señoritas por lo común, leyendo novelas, de pie, en un vagón del “Metro” y mientras está en marcha. ¿Qué podrán leer así? Porque no comprendo que se pueda leer allí otra cosa que catálogos. Y acaso, diarios. Pero en éste, los avisos, los anuncios.

Si un día esta civilización francesa desaparece, como desaparecieron la asiría y la babilónica y la egipcia y la azteca, y el desierto gana a lo que hoy es París, se visitarán los túneles del “Metro” como hoy se visitan las catacumbas. Y se descifrarán los anuncios. Y acaso un erudito arqueólogo sostenga que estos anuncios fueron inscripciones funerarias y que el “Metro” fué un gran cementerio. Y acaso no le falte razón.


(Caras y Caretas. Buenos Aires, 1925.)

III. Desde Hendaya

(1925-1927)

Preludio

Al fin me despierto una mañana aquí, en Hendaya, frente a mi España, y me sacudo esta terrible modorra que amenazaba hundirme en perlesía el alma. “No, esto no puede continuar así—me digo—; es menester, Miguel, que vuelvas a tu antiguo campo del espíritu, que eches el alma a pedazos, que no te consumas en esas ansias de desquite de dignidad. Hay otra vida, no fuera, sino dentro de la vida de combate. Ahí tienes a tus buenos, a tus fie les lectores de Caras y Caretas, que hace meses te aguardan. Charla con ellos—por escrito, ¡claro!—, y charlando con ellos olvídate del porvenir.” Y he aquí, mis buenos, mis fieles lectores de Caras y Caretas, por qué vuelto a tomar la pluma de las íntimas confidencias, de las visiones pasajeras, que quiero fijar y clavar con ella para eternizarlas; esta pluma de dulzura, dejando la otra, la de acero y amargor.

¡Pluma! ¡Ah, si fuese siempre pluma, pluma de ave, pluma de volar! Es que de ordinario es aguijón de acero. La tengo tan hecha a picar, a pinchar, a desgarrar... Pero ahora aquí, desde Hendaya, en la frontera franco-española y en mi dulce nativo solar vasco, en este solar en que se respira una varonil niñez colectiva, ahora aquí quiero, sacudiendo la terrible murria de estos meses de prueba, volver a encontrar para vosotros, lectores de mi alma—quiero decir los que sabéis leer en mi alma, los que leéis mi alma, que es la vuestra—, volver a encontrar aquel que fui, aquel que os fui. No quiero olvidar el pasado, quiero olvidar el porvenir.

¡Olvidar el porvenir!... Ya sé, ya sé que los que hablan de mis paradojas dirán que esto de olvidar el porvenir es una de ellas, y tan absurda como sería hablar de desesperar del pasado. Y sin embargo, amigos antiparadojistas, se recuerda el porvenir y se espera el pasado. Y yo quisiera olvidar el porvenir que preveo para mi patria.

Esto al menos no es París, no es aquel París don de añoraba la sierra coronada de nieve, el páramo desnudo y huesoso, la mar, eterna niña maternal y gigante. Y la lluvia, no sobre el asfaltado de las calles, sino sobre las copas de los robles, de los ro bles de mis montañas vascas. No, esto no es París; pero es aquí donde estoy digiriendo mi año largo de París, es aquí donde se me va asentando la visión y la audición y el toque de ese París de mi destierro. Es aquí, a orillas del humilde Bidasoa, donde me están lavando el cauce del alma las aguas del Sena. El sueño de París acabó en un sopor, en una modorra, y apenas si comienzo a despertar de él. ¿Se me abrirá una nueva vida, un nuevo pedazo de mi vida? ¿O volverán a repetirse los otros pedazos? ¡Ah, sin duda, la ola que viene será de la misma agua, agua amarga y profunda, de la ola que se fué! Y seguiré esperando el pasado...

¡Esperando el pasado!... Hace ya medio siglo—¡contar por fracciones de siglo!—, hace ya medio siglo que a orillas del Nervión, en mi nativo hogar vasco, también soñaba, niño—¿como ahora?—, soñaba un sueño que vuelvo a soñar. Eran los días de la guerra civil carlista, y mi alma infantil se henchía de historia, estremecíase al eco de la lucha que fué toda la vida de mi patria durante el siglo décimonono. De aquí, de esta Francia, fueron las huestes napoleónicas a sacudir la siesta frailuna de mi pueblo y empezó la agria epopeya. Los guerrilleros de la Independencia engendraron a los cabecillas de las carlistadas. Y ese pasado no pasó; ese pasado sigue llenando de pesadilla a mi España.

“¡La vida es sueño!”—concluyó Calderón de la Barca—. Mas a las veces se dice uno que la vida es pesadilla. ¿No ha sido una pesadilla esa vida de que acabo de despertarme? Llegué a temer que la inapetencia, con la desgana de trabajo, me iba ganando una desgana de vivir. Mas hoy me veo, por fin, trabajando de nuevo, arando con mi pluma, con la de volar, no con la de pinchar. Llegué a temer que se me había agotado el manadero de las emociones transmisibles.

Alguien me echaba en cara mi dolce far niente. ¡Dolce far niente! ¡Dulce no hacer nada! No; el no hacer nada no es dulce, sino muy amargo; es un deshacerse. Aunque hay amarguras agradables, casi dulces. Un buen amigo de ésta, hendayés, vasco, que ha vivido ahí, en la Argentina, donde tiene hijos, me ha regalado yerba mate, que no había antes probado, y ahora, algunas tardes, la tomo y sin azúcar, amarga. Y os aseguro que me apacigua, que me serena, que me alienta el ánimo. ¿Se deberá a esos pocillos de mate amargo que he tomado estos días el haberme sacudido la murria del dulce no hacer nada y el haber vuelto a ponerme a tono y toque con vosotros, mis fieles lectores ultramarinos? ¿O se deberá al augusto amargor de la mar, de este golfo de Vizcaya, de mi Gascuña, que me ha estado este otoño batiendo el alma?

De todos modos, aquí estoy de nuevo y de pie. Rogad que no me vuelva a rendir la murria.


(Caras y Caretas. Buenos Aires, 23-1-1926.)

En la Iglesia de Biriatu

Apartándome de la mar, para mejor llevarla en el fondo del alma, suelo irme de paseo Bidasoa arriba, frente a España, internándome en los primeros pliegues de las faldas de los Bajos Pirineos, entre dulces y verdes colinas. Y ahí está el pueblecito de Biriatu, rodeado de verdes laderas de pasto, de sosegados robledales. Respirase una paz aldeana.

Un domingo entré en su pequeña iglesia a la hora en que concluía la misa. Un coro de muchachas, con su voz indecisa, de un verdor agridulce, cantaba en vascuence, en eusquera. Cuando concluyó la misa curioseé la iglesiuca. En ella, como en todas las de Francia, la lápida votiva a los hijos de la parro quia muertos por la patria, en la gran guerra de las naciones que se dicen civilizadas. La lápida está aquí, en Biriatu, redactada en vascuence. Primero dice: Bere seme gerlan hil direneri Biriatu-ko herriak (conservo las inútiles haches, que, pues no es aspiran, nada quieren decir), o sea “a sus hijos que han muerto en la guerra, el pueblo de Biriatu.” Luego los nombres—el primero, un Aprendisteguy—, y después Orhoit gutaz (con otra hache, más absurda aún), es decir: “¡Acordaos de nosotros!” Y para dejar un recuerdo de ellos me volví a Hendaya tejiendo esta elegía:


Pasasteis como pasan por el roble
las hojas que arrebata en primavera
pedrisco intempestivo;
pasasteis, hijos de mi raza noble,
vestida el alma de infantil eusquera;
pasasteis al archive
de mármol funeral de una iglesiuca
que en el regazo recogido y verde
del Pirineo vasco
al tibio sol del monte se acurruca...


Abajo el Bidasoa va y se pierde
en la mar... Un peñasco
recoge de las olas el gemido,
que pasan... tal las hojas rumorosas,
tal vosotros, oscuros
hijos sumisos del solar henchido
de silenciosa tradición... Las fosas
que a vuestros huesos puros,
blancos, les dan de última cuna lecho,
fosas que abrió el cañón en sorda guerra,
no escucharán el canto
de la materna lluvia que el helecho
deja caer en vuestra patria tierra
como celeste llanto...


No escucharán la esquila de la vaca
que en la ladera, al pie del caserío,
dobla su cuello al suelo,
ni a lo lejos la voz de la Resaca
de la mar que amamanta a vuestro río
y es canto de consuelo...


Fuisteis como corderos, en los ojos
guardando la sonrisa dolorida,
lágrimas del ocaso
de vuestras madres—el alma de hinojos—
y en la agonía de la paz la vida
rendisteis al acaso...
¿Por qué? ¿Por qué? Jamás esta pregunta
terrible torturó vuestra inocencia...


Nacisteis... nadie sabe
por qué ni para qué... Ara la yunta
y el campo que ara es toda su conciencia,
y canta y vuela el ave...


Orhoit gutaz! Pedís nuestro recuerdo
y una lección nos dais de mansedumbre...
Calle el porqué... Vivamos
como habéis muerto, sin porqué... es lo cuerdo...


Los ríos a la mar; es la costumbre,
y con ella pasamos...


Y, sin embargo—e pur si muove!—, y a pesar de la lección de los oscuros hijos de Biriatu—¿será uno de ellos el que, como soldado desconocido, duerme al pie del Arco de Triunfo, en París?—, sigo preguntándome: “¿Por qué? ¿Por qué estoy aquí, en la proscripción, en el destierro? ¿Para qué?

Y en tanto hoy la lluvia está, bajo mi ventana, bajo la ventana de este hotel de paso, cantando en las hojas de unas humildes plantas domésticas. Y la cortina de lluvia y de bruma me vela los montes de Irún, de mi España. Pero ¡qué consuelo es esta lluvia! ¡Cómo se disuelve en ella la murria del por venir!


(Caras y Caretas. Buenos Aires, 6-II-1926.)

El Bidasoa

El Bidasoa es, como sabéis, el río lindero entre España y Francia en esta parte de la frontera, en los Pirineos occidentales. Es un río y no una cresta montañosa lo que aquí separa y a la vez une a ambas naciones vecinas y contiguas. El Bidasoa en es pañol, y en francés, la Bidassoa.

En francés los nombres de los ríos son femeninos, pues lo es la rivière, aunque no lo es le fleuve. Dicen la Seine, y nosotros, el Sena. “La ría”, en español, es otra cosa, es un brazo de la mar que entra en tierra: la ría de Arosa. Pero nuestros ríos, precipita dos y violentos, torrentosos a trechos, son masculinos el Ebro, el Tajo, el Duero, el Guadalquivir... Aquí es masculino el Ródano. Su parte de ría tiene el Bidasoa, al pie de Fuenterrabía, donde se pierde entre arenas y en un brazo de la mar; pero este pequeño e infantil Bidasoa, de vida tan recatada y tan corta, no es ni masculino ni femenino; es infantil.

Alguien que tiene la manía de etimologista—tan frecuente entre mis paisanos, los vascos—me pregunta si Bidasoa será una palabra compuesta de bidé, camino, e ichasoa: la mar, y será algo así como camino de la mar o a la mar. No lo sé; pero este río, no bien nace entre las montañas, después de juguetear un rato, se desprende de su regazo y va a perderse en la mar.

Hay que verle desde Biriatu cómo serpentea por la encañada, entre verdes sembrados, cómo abraza entre sus aguas tal cual islotillo—entre ellos la llamada isla de los Faisanes, donde se celebró el fatídico pacto de familia, de la familia de los Borbones—, y cómo va, por bajo los puentes que uncen a Francia y España, a perderse en las arenas. Y le sigo con la vista, y sigo con la vista y con el corazón las líneas huideras de los contornos de las montañas españolas.

Las apacibles riberas del Bidasoa, la española y la francesa, parecen a propósito para dedicarse al contemplativo oficio de la pesca. ¡Y pensar que por ellas se haya hecho contrabando! Del lado de España aféanlas esas hórridas garitas de los carabineros encargados de vigilar, fusil al hombro, el contrabando. ¡Lo que destruyen la poesía unos aranceles!

Luego el Bidasoa va a dar en el abra que al pie de Fuenterrabía, entre esta ciudad y Hendaya, recibe a la mar. Cuando la marea alta cubre esta abra parece un lago, y sus alrededores ofrecen uno de los más espléndidos panoramas que aquí, en Francia y en España, cabe ver. Aunque, la verdad, la vista de Fuenterrabía—que tanto encantó a Víctor Hugo—desde aquí, desde Hendaya, ofrece un poco el aspecto de una tapa de cromo.


Porque es Fuenterrabía una pintura
en la tapa de España, oleografía
¿de confitura?
Aduana... policía...
carabineros y esa paradoja
que llaman los civiles,
castiza frasca toda de alguaciles...
¡doblemos la hoja!.


No he logrado poder continuar esta composición y es que no estoy en vena humorística. Me duele demasiado la frasca alguacilesca y sobre todo la Policía. Policía que aquí se dedica principalmente al contrabando.

Hay en la literatura española una especie de romances a los que se llama romances fronterizos y son los que cantan, o más bien describen—a rasgos más gráficos que musicales—las luchas entre moros cristianos en las lindes del reino de los unos y de los otros durante los siglos de la Reconquista. Aquí se podría escribir también romances fronterizos, pero ¡qué poco románticos! De luchas entre carabineros y contrabandistas. Y ahora, con el régimen de pasaportes y de miedo—miedo de los que cacen que mandan—romances policíacos. Pero lo policiaco destruye toda poesía.

Policía la palabra arranca de la misma raíz que política, de polis, ciudad; pero no encuentro nada menos político, menos civil, menos ciudadano, que la Policía. Sobre todo desde que hay esto de los pasaportes este Bidasoa, este flúido eslabón vasco entre España y Francia, que no deja de tener su pequeña historia—su historieta si queréis—política y civil desde que rige el actual régimen se ha contaminado de Policía. ¡Pobre caminito a la mar!

Esta tarde, al volver del núcleo del pueblo a este hotel en que escribo, mientras el Jaizquibel parecía derretirse en la terca lluvia—y con él, con ese monte, la visión de mi España—trataba yo de seguir con la vista el errabundo curso del Bidasoa en las arenas de la baja mar. Y pensaba en la indecisa frontera espiritual que en el lindero de la mar de la civilización divide a España de Francia. Y más especialmente pensaba en la España del vasco Iñigo de Loyola, el de la Compañía de Jesús, y la Francia del vasco abate de Saint Cyran, el de Port Royal, el del jansenismo...


(Caras y Caretas. Buenos Aires, 13-II-1926.)

El Camposanto de Hendaya

No creáis que es una querencia a la melancolía, no; pero es el caso que me atraen los camposantos y que en ellos busco lo más íntimo del carácter de un pueblo. Le llamo camposanto y no cementerio, porque este segundo término, que originariamente significó “dormidero”, ha perdido toda significación. En cambio, camposanto... Sobre todo donde, como en esta comarca, está junto a la iglesia, a su amparo, bajo sus alas. Así está el camposanto de Biriatu, así el de Urruña—éste merece mención aparte—, así otros. No este de Hendaya.

El camposanto de Hendaya no está al abrigo de la iglesia, que es un feísima iglesia; está distante de ella. Está en una pendiente, encima de una especie de cala donde entra la marea en sus alzas y que al bajar deja como un fangal, formado, en parte, por detritus de la tierra de los muertos; hay en él unos cuantos cipreses que sacuden el viento marino de la galerna; en el fondo de la casa está el barrio viejo de Hendaya...


Tañe la mar con quejumbrosa Brisa
tus cipreses, pendiente camposanto;
pone el sol entre nubes su sonrisa
sobre tu manto...
tus mármoles son crestas de las olas
que se fijaron en inmoble espuma;
bajo ellas duerme su reposo a solas
¡tristor rezuma!

La gente que pasó, náufraga errante
del paraíso de antes de la vida;
guarda los siglos en un solo instante;
todo lo olvida...

Cuando a tus plantas sube la marea
te ofrece espejo palpitante; baja
y el fango es otro espejo y se recrea
con tu escurraja...

Con rayos que hila de su triste entraña
—flotante velo de antes de la cuna—
en ti en las noches una telaraña
teje la luna...

El Bidasoa su agua dulce meje
con la amargura de la mar materna,
hundiéndose en su abismo que protege
de la galerna...

El barrio bajo por ventanas mira
de tu recinto las cerradas huesas;
cuando al caer la noche se retira
—sus mentes presas
de la fatiga del vivir—repasa
de tu heredad la tierra solariega
y se siente al amparo de la casa
y a ella se pliega...

Yace aquí el pueblo que pasó y se queda
mejido al barro que le da sustento;
la historia en tanto por el mundo rueda...
la lleva el viento...


Sí, el abismo de la mar es el que protege de la galerna al pobre Bidasoa. Para librarse de ella, de la galerna, no tiene el pobre río más que hundirse en el fondo de la mar, mejer la dulzura de sus aguas montañesas al amargor del océano. Debajo de las olas de tormenta hay la calma de los abismos. “Nuestras vidas son los ríos—que van a dar en la mar—que es el morir...” Como nuestros huesos van a dar en la tierra.

Viento, y viento de galerna, se está llevando a la historia en esta convulsionada Europa de la trasguerra. Y allí, en el camposanto de este Hendaya, hace pocos días, en el de difuntos, entre los mármoles que se me antojaban crestas de las olas que se han in movilizado en espuma, pensaba más que en la paz de los muertos en la guerra de los vivos. No lejos del cementerio está el indispensable monumento a los hijos de Hendaya que murieron en la gran guerra; está cerca de la casa en que vivió y murió Pierre Loti, el autor de Ramuntcho, de quien os diré algo. Y en el camposanto descansan los huesos blancos de esos combatientes. Blancos, sí, porque todos los huesos son blancos. Hasta los de los negros. ¿No se habla de razas de color? ¿Del peligro amarillo? ¿Y hasta del negro? Pero al descansar en la paz de la tierra todos los esqueletos son blancos. Por algo el Apocalipsis, el libro de la Revelación, le hace a la Muerte blanca. Blanca y no negra es la muerte. Sólo que lejos de la luz, enterrada, ¿en qué se conoce la blancura? ¿De qué le sirve?


(Caras y Caretas. Buenos Aires, 20-II-1926.)

En el “Grand Café”

Como grande no es muy grande que digamos este grand café, pero para Hendaya... Y mirando bien hacia adentro todo un universo.

Allí en París íbame casi todas las tardes a la Rotonda de Montparnasse, a la que algunos llaman la Rotonda de Trotzki, porque en ella solía reunirse el gran caudillo bolchevique con sus compañeros de destierro y de esperanzas, pero os aseguro que este pequeño gran café de la plaza de Hendaya—la plaza de la República, ¡claro!—no me resulta menos universal que aquella Rotonda y aun tan cosmopolita. Allí en la Rotonda, españoles, suecos, húngaros, polacos, japoneses... y algún que otro francés. Aquí, en este pequeño gran café de Hendaya se oye francés, español y vascuence. Sobre todo cuando juegan al mus, un juego trilingüe.

Llegó a él y lo primero que pido, con el café filtro. La France de Bordeaux et du Sud-Ouest para saber noticias. Y no lo leo por debajo de las gafas y sin quitármelas—para leer no las uso—como quien va de prisa y de paso, sino que me las quito y las guardo en su estuche y éste en el bolsillo, como quien se instala en su propia casa a saber lo que pasa por el mundo. Primero a ver cómo están los francos, por que éste es uno de los más socorridos temas de conversación luego. Y un modo de darnos importancia los españoles y de poder mostrar nuestra condolencia a los franceses. Alguna vez nos había de tocar... Y leo despacito el diario bordelés mientras va el café filtrándose lentamente. Un perro me mira muy fijamente esperando, sin duda, a que le dé un terroncito de azúcar.

En las paredes de este pequeño gran café hay car teles anunciadores de fiestas españolas, grandes corridas de toros en San Sebastián; fiestas euskaras en Fuenterrabía...

Pasó ya el verano; se fueron los veraneantes; ya no hay aquellos pequeños grupos que se congregaban fuera del café, en la acera—en lo que llaman, no sé por qué, la terraza—; ya no quedamos más que los residentes y los invernantes voluntarios o forzosos. Fuera llueve que es una tozudez, y dentro, los de todos los días, los de costumbre, juegan a la bellotte. No entiendo el juego, pero me distrae el alma y hasta me la recrea, el oírles cómo se disputan, y sé las jugadas. No son más serios otros de bates.

Cada semana llega L’Illustration Française y uno la hojea para atisbar un poco las variedades de lo que pasa y de lo que queda por el mundo fuera. Y es de un exquisito y recogido deleite recorrer desde este rinconcito aldeano, desde este pequeño gran café de Hendaya, tipos y escenas de las orillas del lago de Tanganica o de Madagascar o de la Cochinchina. Allí, en algún rinconcito, recorrerán tipos y escenas del país vasco.

Y en esta contemplación se me van derritiendo ciertos reconcomios y me va ganando una difusa serenidad hecha de la menuda costumbre de cada momento.

¡Estos humildes cafés sin historia, de una tan íntima trivialidad! Trivialidad deriva de trivio y trivio es una pequeña plazuela, un lugar donde se encuentran tres vías, tres calles. Y como este pequeño gran café da a la plaza de Hendaya, que apenas pasa de plazuela, es como un hogar y hasta casi como un templo de la más santa y pura trivialidad. Al otro lado de la plaza está la iglesia, allí cerca el correo y el telégrafo, frente a éste la alcaldía. Y luego otro pequeño café, el café de la Bidassoa. Los sábados—hoy lo es—en el centro de la plaza se forma un mercado bajo toldos, en tiendas de quita y pon... Y bajo la lluvia se respira la trivialidad.

Quisiera poder comunicaros cómo en estos días siento lo hondo, lo abismático, lo etéreo de la trivialidad: todo lo que es y vale la vida al repetido minuto de la plazuela. Sobre ella ruedan las galernas de la historia como sobre los abismos del océano ruedan las olas de la tempestad. ¡Cuántas veces me he olvidado del porvenir en el regazo de este peque no gran café de Hendaya! ¡Y las largas conversaciones—largas y alargadas—sobre una nonada, sobre cualquier futesa trivial!

No es eso que llaman muy confortable, no, este pequeño gran café de Hendaya, pero se ha hecho ya parte de mi universo íntimo. Flotan en su ámbito ensueños y esperanzas. Lástima que a lo mejor asoma por él un rostro desconocido y sospechoso y se pregunta uno: “¿Será algún policía?” El policía echa a perder la dulzura de la trivialidad: el policía nos vuelve a la más triste conciencia del Estado. Del triste Estado policíaco. Pero como hay que soportar la vida que dicen civilizada...


(Caras y Caretas. Buenos Aires, 27-II-1926.)

La mar posada...

La mar posada me compone el alma,
rota por el combate
de la tierra;
su escalofrío me tupe de calma;
mi pecho late
con el latido de la mar; se Cierra
la visión de la mar en mi memoria;
de la mano de Dios baja el olvido;
me escurro de la historia
y me pierdo en la mar de que ha partido
la nube de mi vida...
Niñez eterna de la mar, ensueño
de una alba eterna...
me baño en la niñez rosada y tierna
cuando es todo el empeño
vivir sin más, dejarse ser soñado
y oír la propia sangre cómo canta
dentro del vaso vivo y Regalado
del cuerpo, de la virgen carne santa.

Se ve uno en Dios; se vive;
se va muriendo en El cada momento;
la muerte se recibe—como la vida—
y se sueña acostado en el cimiento
y de la muerte así el alma se olvida...
Canta la mar, sangre de Dios; su aliento
me llena el corazón...
¡de mi sangre divina oigo el acento
y canta mi pasión!...
¡La mar, la mar, la mar, la vida en cuna,
de antes del hombre la revelación!
En ella embarca toda su fortuna
—fe sin palabra—mi temblorosa mente;
se abre a la tierra miserable el abra
donde me embarco
y me pierdo en mi Dios justo y clemente...

Su justicia es clemencia;
su clemencia, justicia;
su eternidad, paciencia;
nos da lo suyo, vida, y nos enquista
en su divina esencia;
no nos quita lo nuestro, que es la muerte
y vida en muerte, muerte en vida es nuestra suerte.
Olas que sois la mar que se da al cielo,
su cutis de hermosura,
¡ay pobres olas breves, soñadoras,
con flotantes raíces en la hondura,
palpitantes escamas, con qué anhelo
os ve mi alma pasar!...

¡Ay pobres olas breves, gemidoras
bajo el silencio cruel de las estrellas
que miran a la mar;
olas que no dejáis en la mar huellas!
¿Quedan las mías en la tierra dura?,
¿queda en su polvo rastro de mi paso?,
¿tiene raíz mi ensueño de tortura?,
¡desierto raso!

¡Ay pobres olas náufragas, os traga
vuestra madre la mar y es un aborto
vuestro ensueño de vida;
con el parto os amaga
la muerte en rato corto!...
El canto de la mar es silencioso;
es fuego blanco de sonido inerte;
es el íntimo canto misterioso
que sin voz canta la callada muerte...
“Sueña—me dice—, sueña...
derrítete en el sueño...
olvídate.... olvídate... el olvido enseña
la última lección...
Sueñe en la mano de su eterno dueño,
en la mano de Dios, tu corazón...”
La mar nos llena el pecho
y en él se duerme Dios como en su lecho...


En la playa de Ondarraitz de Hendaya, frente a la mar.


(Caras y Caretas. Buenos Aires, 6-III-1926.)

Las nieves de antaño

Hoy, 10 de noviembre, víspera de San Martín, patrón de Biriatu, yendo hacia Behovia y atravesando una pradera encharcada—estos días ha sido el diluvio—, se me han aparecido de pronto las primeras nieves de este invierno, el sexagésimo prime ro de mi vida. Porque ya empiezo a contar mis años por inviernos. Esa nieve salpicaba la cumbre de Larrún, fronteriza—una vertiente española, la otra francesa, y ambas vascas—, que asomaba por encima de Choldocogaña, que sirve de fondo a Biriatu. Entre la nieve se descubría el negro de la roca, como hace unos años en mi cabeza el cabello negro entre el que blanqueaba ya. Y se me alegró el pecho. Se alegro tanto como si hubiese visto las primeras flores de la primavera. Y al punto ocudió a mi mente el verso, ya inmortal, del poeta francés:


Où sont les neiges d’antan?


¿Donde están las nieves de antaño? Pero son ésas, esas... Esas son las nieves de antaño, las mismas Que vieron nuestros abuelos. Esas son las nieves que vieron las brujas que acudían a los aquelarres de Zugarramurdi; ésas son las nieves que vió Rolando desde Roncesvalles; ésas son las nieves que contemplaban los peregrinos que del centro de Europa, y sobre todo desde los países célticos, iban en piadosa peregrinación a Santiago de Compostela.

Al volver hacia Hendaya, mi compañero de paseo, el Dr. Durruty, me mostraba el caserío en que nació, cinco o seis veces secular, a orillas del Bidasoa, en la raya misma fronteriza. Llámase Priorenea y fué en un tiempo la vivienda del prior de la Orden que cuidaba de esa parte de la frontera franco-española y atendía a los piadosos peregrinos que pasaban por allí, en barca, el río camino de Santiago de Compostela. El barrio se llama de Santiago, Saint Jacques, y perteneció a Urruña. Y seguían su piadosa peregrinación atravesando el país vasco—la colegiata de Cenarruza, en Vizcaya, era una de sus hospederías—por el norte de la cordillera cantábrica. Otros se internaban por el sur de ella, por Cas tilla la Vieja y el reino de León. El más antiguo vocabulario vasco, eusquérico, que se conoce son unas cuantas palabras para uso de esos peregrinos santiagueros.

Peregrinación es toda vida sobre la tierra, hasta la más sedentaria. Y mirando a las nieves de Larrun pensaba en mi actual peregrinación del destierro. Del otro lado de aquellas nieves, y aquí, del otro lado de Priorenea, en la otra orilla, que casi se coge con la mano, está mi España. Y es continuación del hogar vasco.

La nieve me ha recordado el hogar. Donde no nieva, apenas si hay hogar. Hace unos días leía aquí mismo, en Hendaya, El nocturno de la nueva des pedida, del poeta limeño José Santos Chocano, y en él esto:


Pienso, madre mía, que el Sol ha engendrado
en tierras sin nieve, pueblos sin hogar.
Es por el invierno que el hogar se enciende;
y en la sosegada velada invernal,
siéntase, al halago del calor, en grupo,
la familia, a modo de apretado haz
.

En las frías noches el hogar congrega
y une a la familia, que se siente más
amorosa al tibio reflejo en que se hace
ceniza uno que otro leño fraternal
...

¡Ay del país donde nunca hay nieve y frío;
país sin invierno, país tropical,
no es propicio al grato reposo en que suele
buscarse el paterno calor del hogar
...

Solamente cuando
desde las alturas de la Eternidad
me caiga la nieve sobre la cabeza
para calentarme buscaré el hogar
...


¡Basta ya, Chocano, basta! Vendrá la Navidad de este año; mis hijos se reunirán en Salamanca, al amor de la lumbre, “al halago del calor”—las cumbres de Gredos estarán coronadas de las nieves de antaño, de las mismas—y acaso yo tendré que con templar las de Larrún, que son también de antaño, que son las mismas nieves.

Y en tanto nieva sobre mi España, nieva espiritualmente, cae sobre ella la muerte civil con el silencio de una nevada.

Las nieves de hogaño son las de antaño. La nieve es de siempre, como el verdor de la primavera.

Hendaya, 10-XI-1925.


(Caras y Caretas. Buenos Aires. 8-V-1926.)

Miraba a la mar la vaca..

Miraba a la mar la vaca
y a la vaca la mar;
en la resaca, la mar reía
y la vaca la risa no veía...

La vaca está debajo de la risa—y del llanto,
es decir, por encima, en la repisa—del infinito,
donde se quiebra en espuma el quebranto
y en silencio el grito...

Los ánades sobre la mar volando
miran la mar, no al cielo—a sus entrañas,
pasan en bando—, que es su consuelo,
y se van a otras costas nunca extrañas...

Los peces son los que no ven la mar
y a las olas se asoman
para mirar al cielo,
mirada de que toman
su fe para nadar, que es su volar.

No, yo no sueño la vida,
es la vida la que me sueña a mí,
y si el sueño me olvida
he de olvidarme al cabo que viví.

Miraba a la mar la vaca;
la vaca era la mar, se hacía mar,
y la mar era otra vaca...

No nada la vaca ni vuela;
mira la mar, respira aire del cielo
y pisa en el suelo...

La mar no nada ni el cielo vuela;
sobre la tierra se apoya la mar,
sobre la tierra la mar y el cielo,
y es su volar.


Estos versos conceptistas y conceptuosos no los he compuesto aquí, en Hendaya, sino que los compuse en París hace unos meses, y principalmente para enviárselos a mi amigo el poeta Paul Valèry, conceptista y conceptuoso, que me contesto, agradeciéndomelos, en una tarjeta en español, en que decía sentirse vaca. No los compuse aquí, junto a la mar, y propiamente más que la visión simbólica de una vaca mirando a la mar tenía presente al espíritu, al componerlos, la visión, también simbólica, de un camello, a quien me quedé mirando como miraba a la mar, allá en la isla de Fuerteventura. ¿Le parecería la mar otro desierto? ¿Los distinguía? Pero aquí, en esta brava costa vasca, he visto vacas pastando en praderas que dan a la mar?

¿Qué piensa una vaca cuando mira a la mar? ¿Piensa en algo? Acaso piensa la mar. Pero ¿qué es pensar la mar, verla, para una vaca? En otra poesía, la que dediqué a los muertos en la guerra que figuran en el mármol de la iglesia de Biriatu, escribí:


Ara la yunta
y el campo que ara es toda su conciencia...


Sí, puede ser que cuando una yunta de bueyes ara un campo toda su conciencia se reduzca al campo que ara; pero mirar a la mar no es amarla, no es trabajarla. O ¿es capaz un irracional—lo que llamamos un irracional—de contemplación meramente estética, o sea de contemplación, así, a secas? Desde luego no son capaces de ella muchos racionales, pero precisamente a causa de su razón. Porque la razón es utilitaria. El juego más desinteresado debe de ser el de un animal, sobre todo si no es doméstico, que juega, el de un cachorro que hace cabriolas. No, desde luego, el de un macho que hace la rosca a su hembra.

Jugar es soñar la vida, y el que dijo el primero que la vida es un sueño pudo decir lo mismo que la vida es un juego. Así como decir que hay que vivir su vida es como decir que hay que jugar su juego.

El pez nada, el ave vuela y el animal terrestre pisa el suelo cortando el aire. Hay quien nada no más que en la sobrehaz de las aguas, cortando también el aire con el cuerpo. Es decir, que, como el que camina, se mueve en un elemento doble o heterogéneo. En cambio nadar en el fondo del agua, como el pez, es lo mismo que volar. Y ¿no influirá esto en la contemplación?

Bueno, y todo eso, ¿a qué conduce? ¿Que a qué? Pues a jugar con los conceptos y a distraerme así del peso de la historia. Y ¡cómo me pesa, Señor! Si no fuese por estos jugueteos conceptistas y conceptuosos, ¿cómo podría soportar el peso de la historia actual de mi patria? Si no me pusiese así, en la repisa del infinito, de lo que no tiene fin, ¿cómo podría resistir la obsesión de la finalidad del drama actual de mi España, de su tragicomedia? Esta pasará, como pasan las olas de la mar, quedará el abismo del océano. Y quedarán las eternas cuestiones que levantó Parménides.

Veremos lo que mañana dicen los diarios de mi patria. Por hoy voy a dormir...


(Caras y Caretas. Buenos Aires, 15-V-1926.)

Viajar por Europa

A las veces querría uno—esto de uno es una manera de soslayar el pronombre personal de primera persona, que suele molestar a ciertas segundas, terceras y centésimas personas—, a las veces querría uno librarse de los libros entregándose a las impresiones de la naturaleza, a leer en lo que se ha dado en llamar el Libro de la Naturaleza, ¡un libro más! Pero uno es hombre de libros, después y antes de todo, y sin libros no sabe leer fuera de ellos. Y he aquí por qué hay que hablar de libros.

Un buen amigo, el cónsul de España aquí, me ha dado a leer las obras del conde de Gobineau, ya famoso, y cuya fama empezó en Alemania, lo que algunos chauvinistas de aquí no le perdonan. Y no digo franceses, porque la patria del chauvinista no es de este mundo... ni del otro. El conde de Gobineau pasó unos años en Persia, y nos ha revelado, tan bien como cualquier otro, el alma de Oriente. De ese Oriente que hoy se alza como un recuerdo, y a la vez como una esperanza, frente a este desvencijado y resquebrajado Occidente.

La última obra de Gobineau, que tengo a la vista, son sus Nouvelles asiatiques, y acabo de leer la última de éstas, la titulada “La vida de viaje”, en que el autor nos cuenta el viaje que en caravana de dos mil personas, bajo la dirección del muletero Kerbelay-Hussein, hicieron Valerio Conti y su joven mujer Luisa desde Erzerum hasta Tebiz. El relato de este pequeño pueblo en marcha y de lo que son estas peregrinaciones en Oriente es algo que no he de in tentar ni siquiera extractar aquí.

Entre los varios curiosos tipos de la caravana que Goblneau describe está Seyd-Abdurramán, un erudito nacido en Ardebly, no lejos del mar Caspio, un muía como su padre y sus tíos y sus primos, uno que se había dedicado a aprender a fondo la teología, la metafísica, la historia y la poesía—todo en uno orientales, por supuesto. Lo que no le impidió cobrar una cierta afición al vino, lo que le llevó al aguardiente, que operó en él una reforma intelectual de valor prodigioso, haciéndole comprender la vida de todas las cosas, y en la ruina general de todas sus opiniones, resolvió ponerse a viajar para renovar su entendimiento y proveerse de conocimientos más sólidos que los antiguos y a la vez distraerse por la contemplación de espectáculos interesantes y curiosos. Así evitó las fatigas de la vida sedentaria, el tener que tomar un oficio, la sociedad permanente de los imbéciles, la enemiga de los gran des, los cuidados de la propiedad, una casa que manejar, criados que corregir, mujer que soportar, hijos que criar. Valerio pregunta al Seyd si no había entrado en territorio europeo, a lo que responde que jamás, y luego, hablando como un verdadero sabio:

“No hay interés para un sabio en viajar por los paises europeos—respondió el Seyd con aire con vencido—. Por de pronto, no hay seguridad. Se encuentra uno a cada paso con soldados que marchan con aire insolente; los policías llenan las calles y preguntan a cada instante a dónde se va, lo que se hace y lo que se es. Si se deja de responderles, le llevan a uno a la cárcel, de donde cuesta salir. Hay que tener los bolsillos llenos de buyuruldis, de firmanes, de tesquerés y otros papeles y documentos sin fin, a falta de lo cual se arriesga hasta la vida. Le aseguro que es así; se lo he oído contar a personas dignas de fe que habían ido, a las embajadas musulmanas por esos países del diablo.”

El digno Seyd continúa luego haciendo una tan acerba como justa crítica de ese pobre Occidente infatuado, para concluir que antes se hacen los europeos al Asia que los asiáticos a Europa.

Y esto le hacía decir al digno Sedy Abdurramán el conde de Gobineau en 1876, época en que éste, el conde, se hallaba en Crimea cumpliendo, en compañía de su fiel amigo don Pedro, el emperador del Brasil, un viaje por Rusia, Turquía y Grecia. ¡Qué diría el digno Seyd Abdurramán, el muía redimido por el aguardiente, si se enterase de lo que ha venido a ser esta Europa de la trasguerra y de la liga de las Naciones, esta Europa de los pasaportes y del todopoderío de la Policía! ¡Hoy sí que no puede viajar por ella una persona decente!

Esta Europa de los pasaportes y otras socaliñas es verdaderamente indigna de que la visite una persona que busque enriquecer su espíritu en los viajes. Desde que pululan las Internacionales—primera, segunda, tercera... roja, blanca, gris, amarilla...—se ha acentuado la estúpida aversión al forastero. Hay aquí, por ejemplo, quien no me perdona el que cuando arribé a Francia, hace quince meses, me dieron 250 francos por 100 pesetas y ahora me valen ya cerca de 360. Pero ¿tengo yo la culpa?

Y eso de la Policía, de la horrenda Policía; de la Comisaría si queréis. ¿Qué diría el digno Seyd Abdurramán si viese hoy los papeles que le obligan a uno a llevar sobre sí y las fotografías y las huellas digitales o dactiloscópicas? Esta Europa de la trasguerra, malcriada en el espionaje, es algo ingrato para el espíritu. ¡Hay que ver en un pueblecito fronterizo como éste! Carabineros, miqueletes, guardiaciviles, aduaneros, policías, de un lado, y del otro, douaniers, gendarmes, policiers... Y todo ¿para qué? Tenía razón, ya antes de 1876, el digno Seyd Abdurramán: en Europa no hay seguridad. Tanto han querido asegurarse, que no hay seguridad. Esta vas ta Sociedad de Seguros no le deja vivir a uno. Al querer suprimir el riesgo, se ha suprimido el resorte de la vida íntima.


(Caras y Caretas. Buenos Aires, 5-VI-1926.)

Las noches del destierro

Había pensado, si es que algún día recojo, como es mi propósito, estas impresiones y meditaciones en un volumen aparte para darles mayor duración independiente y una cierta unidad intencional, titular el libro Los días de Hendaya. Mejor que Los trabajos y los días del destierro, en que hay una cierta remembranza de Hesiodo. Los días de Hendaya.Pero ¿y las noches? Porque en las noches se vive, y aunque se duerma sin soñar, muy intensamente.

¡Estas noches, estas noches en mi celda del destierro, en este indiferente cuarto de un hotel, aquí solo! Antes de las nueve ya en la cama, y a dormir lo más que se pueda, que mañana será otro día, y a ver qué nos traen de nuevo los periódicos de España o los de aquí sobre las cosas de España... A ver si mientras uno duerme la mies crece...

¡A dormir lo más que se pueda, a hurtarse a la historia! Antes solía uno decir que era preciso dormir ocho horas de seguido, la tercera parte del tiempo, para poder estar las otras dos partes de él tres ve ces más despierto que los que duermen poco; pero... Son flaquezas de la carne, que va inclinándose ya hacia la tierra: ¡lo de las ocho horas... se fué! Hay que despertarse entre tiempo para libertarse, materialmente, de malos humores, para depurarse. Y en los ratos de desvelo revuelve uno en el magín ese desvelo, ese tener que levantarse, y ante esta señal el ánimo se pregunta: “¿Llegaré a ver el fin de este acto de la tragedia de mi patria?”

Y fuera llueve. En estos días, tormentosamente, con lluvia huracanada. Se oye bramar el vendaval. Alguna vez ha tenido uno que levantarse a cerrar la ventana, bruscamente abierta por un golpe de viento de galerna. Y al gemido del huracán, se da vuelta en la cama y se intenta ahogar el tiempo. Y se piensa que si la vida es sueño, la historia es pesadilla. Sí, la actual historia, la de mi España, la de Europa, la de mi Europa, es pesadilla.

Alguna vez, en el desvelo, oigo el pitido del tren, o que se va a España o que vuelve de ella. Gracias a Dios, no se conoce si el pitido es de ida o de venida.

Hace unas noches se celebró aquí, en este hotel, una boda, y los convidados se pasaron la noche toda, hasta las cinco de la mañana, en que fueron a la iglesia, bailando al quejumbroso son de un acordeón. ¡El acordeón! ¿Hay algo más triste? El acordeón habla de soledades en medio del océano. Y a ratos no eran pasos de baile, sino un pateo acompasado—acompasado y no rítmico—, como de dan za guerrera. Y aún más que guerrera, militar. Un pateo de reclutas. Luego una voz de muchacha recitó algo en francés. Afortunadamente, no llegaban las palabras a mi oído y podía poner bajo la recitación lo que se me antojara. Y así la oía como quien oye llover. Cosa no tan fácil como se supone. Saber oír llover es una sabiduría poco común.

Esta noche se ha celebrado otra fiesta: una des pedida de soltero, sólo hombres, con piano y sin acordeón y con pateo, pero hasta poco más de la una de la mañana.

Veo desde la cama nacer el alba, el alba del Occidente, el alba del ocaso, sobre las colinas de España. Y pienso en la otra aurora, en el alba que rompa la pesadilla de su historia.

¡Otra noche más! Durante la noche trata uno de almacenar, de atesorar inconsciencia, de dejar que se vaya sedimentando la memoria en el olvido. Pero antes de dormirse... Llega uno al hotel, cena de prisa, y en seguida, con el bocado en la boca, se sube al cuarto, se desnuda, se acuesta, se arropa, se acurruca, y a pensar, a digerir las últimas noticias, a reconstruir la historia que está pasando, a imaginar lo que pueda seguir, a recordar el porvenir. Sí, recordar el porvenir; esto es, ¡recordarlo! Y a volver otra vez a las mismas imaginaciones; a reconstruir la misma escena, a recomponer el mismo drama. Y a rebuscar dardos de ingenio.

Hay noches en que uno se acuesta, sin saber por qué, presa de una excitación imprevista; le saltan en la mente versos, frases, dicterios, y de tiempo en tiempo se llama la luz eléctrica y se toma un lápiz y febrilmente se va trazando las imágenes que fluyen. Alguna vez se quiere recordar el final de un ensueño huidero que acaba de perderse en el limbo de la memoria. Y se busca inspiración en el sueño.

Sí, ya lo sé, las gentes quieren por lo regular que se les dé impresiones de día y no de noche, eso que llaman informes objetivos. Las gentes quieren que se les cuente lo que en realidad pasa y no lo que se sueña. Las gentes creen que eso es historia. Y reducen, por lo común, la historia a gacetillas de periódicos. Un diario bien informado es uno cuyos corresponsales cuentan lo que creen que ha pasado y se cuidan de no mezclar a ello sus ensueños. Y así las gentes no acaban nunca de darse cuenta del sueño de la vida. Ni del sueño de la vida ni de la pesadilla de la historia.

Y luego la anécdota, la horrible anécdota, ha matado la confidencia íntima. No hay modo de conocer a un hombre por anécdotas, y lo único que debe importarle a un hombre es conocer a otro hombre, conocer a los demás hombres. Porque los demás hombres son espejos nuestros y sólo conociéndolos llegaremos a conocemos. Pero no por anécdotas.

De noche, a solas y a oscuras, es como puede uno llegar a ver en desnudo su alma, su propia alma desnuda. De noche, a solas y a oscuras, es como puede uno llegar a darse entera cuenta de cómo la vida es sueño, la historia, pesadilla, y el mundo, destierro.


(Caras y Caretas. Buenos Aires, 24-VII-1926.)

Noche de huracán

Anoche ha soplado un ventarrón huracanado, un vendaval que me ha tenido toda ella desvelado. Y provocó el vendaval de mi espíritu. Era lo que allá se llama viento terral o viento de tierra, y también ábrego, es decir: áfricus, viento africano. Vendaval es un término de origen catalán, y quiere decir viento de abajo: vent d’avall. Aquí le llaman castelaizea, o viento de Castilla, y también ego—con el artículo egoa—, y es el viento sur. (No sud, ni sudamericanos, sino suramericanos, pues no se trata de sudar). Al suroeste llámanle egobeltza, esto es: sur negro.

Anoche ha soplado toda la noche, y sigue hoy en el día, viento de tierra. La ventana de mi cuarto se estremecía y crujía su falleba—que aquí llaman espagnolette—. Este huracán venía de los páramos centrales de mi patria, después de haberlos barrido. Y se iba a perderse a la mar—y a amansarse en ella—Arremolina y arrastra las hojas secas del otoño, hácelas danzar una danza macabra y gemebunda; desnuda los árboles.

Me pasé la noche toda sin poder pegar ojo y en un estado de excitación. El doctor Durruty me ha dicho luego que este viento estremece el organismo, activa la fiebre y aun la produce. Yo tuve anoche el alma en fiebre. Y menos mal si así se quemaron malos humores, si se me alivió el artritismo espiritual, el reuma de la mente.

Parecía de noche que las tinieblas gemían. ¿Gemían o bramaban? Y recordé aquellas terribles palabras del Antiguo Testamento sobre el susurro de Jehová. No fué susurro: fué resoplido de congoja, casi de agonía. Diríase el estertor de su agonía. Y como llegaba por ondas, por oleaje, como el divino gemido de la Mar, antojábaseme que el viento ve nía por oleadas y que estábamos sumergidos en un abismo de aire convulsionado, de aire que llenaba estos valles, estas encañadas. ¿Romperían las crestas invisibles de estas gigantescas olas de viento contra las cumbres de Larrún, de la peña de Aya, del Jaizquibel? “¡Quién estuviera ahora allí, en una de esas cumbres—me decía—, recibiendo el huracán de cara, sintiendo al viento tañer sobre la frente de uno!” Porque cuando se afronta así el huracán es el cuerpo de quien lo afronta el que resuena, el que, convertido en arpa eólica, canta. Sentiría cantar mi frente frente al huracán.

Pero acurrucado en la cama, temiendo tener que levantarme de ella para volver a cerrar la ventana, que retemblaba al vendaval, iba, con una claridad febril, repasando impresiones recientes, cosas vis tas, cosas oídas, cosas leídas. Recordaba haberme cruzado la víspera, en la carretera que va a Urruña, con unas buenas caseras de Beobia—o Beobie, la Beobia francesa—que volvían de la iglesia, de haber asistido a vísperas. Iban con su devocionario, su paroissien, acaso en vascuence, y tocadas de man tillas negras. Y con esta visión mezclaba el último verso que me ha herido el alma, que me la ha tañido, y es uno de Lord Byron en su “Monodia a la muerte del muy honorable R. B. Sheridan”. Es aquel verso que habla de


the voiceless thought which would not speak but weep


del pensamiento sin voz que querría no hablar, sino llorar. Y voiceless sin voz, no es mudo. El llanto jamás es mudo. O por lo menos silencioso. Puede serlo el lloro, pero no el llanto. Y el gemido del viento no es voz, no habla; pero es llanto, y se queja. Pero ¿cómo llegaron a herirme el alma en el mismo día la visión de las caseras de Beobia saliendo de vísperas y el verso agorero de Lord Byron?

Pasó la noche, se ha abierto el día, un día me diado noviembre, y se me ha aparecido este mundo que abarco con la mirada, este pequeño mundo de mi destierro, a la luz de un ámbito barrido por el vendaval. Este impetuoso viento de tierra, tan alborotador, tan revoltoso, tan febricitante, tiene la propiedad de limpiar la atmósfera, de serenarla, y de acercar las lejanías. Las faldas del macizo sobre que se levanta la peña de Aya, sobre Irún, parecen estar al alcance de la mano. Diríase que en breve avance podría ir a beber de aquella pequeña cas cada, de aquella cola de caballo de agua, que veo brillar al sol allí, en la vertiente de la montaña española. El Jaizquibel se destaca limpio y claro, pero sombrío, encima de Fuenterrabía.

Salgo un poco de casa—bastan unos pasos—para ver el mar. La línea horizonte, la raya marino-celeste—¿es cielo o mar esa raya?—, se recorta con una netitud grandísima. Y se recorta no sobre el azul o contra el azul del cielo, sino sobre la negrura de unos nubarrones. Nunca he visto a la mar más serena, acogiendo en su seno a este viento huracanado. Que no es suyo, que no es el viento de la galerna. Este es el viento seco, el viento de tierra o huracán del páramo, el ábrego agostador.

Ha acabado el viento, se ha amansado cansándose de gemir bramando, y ha llovido un poco, una llovizna. Hay un proverbio francés que dice que llovizna abate ventarrón, petite pluie abat grand vent. No es que la llovizna venga a abatir el ventarrón, a apagarlo, sino es que el ventarrón se resuelve en llovizna. Toda esa tempestad tenebrosa se ha derretido en unas cuantas lágrimas. Que han servido para hacer fango del polvo que aún quedaba en los caminos después del barrido huracanado.

Pero, ¿y el otro vendaval? Hoy, como ayer y como mañana—Dios mediante—iré después de almorzar al café a leer el diario La France, de Burdeos, a recoger ecos del vendaval que sopla sobre Europa.


(Caras y Caretas. Buenos Aires, 6-XI-1926.)

Hojas de Yedra

Me paso horas tendido sobre la cama, leyendo. Y leyendo un poco al azar, libros que me prestan, libros que me regalan. Conviene no escoger todas las lecturas ni todas las impresiones. Hay que ir a lo imprevisto. Y voy luego todos los días al café, a ver y oír a las mismas personas: a oírles las mis mas cosas y a verles las mismas caras. Pero ¿es que yo no me repito? Precisamente la personalidad es repetición. Pero luego salgo al campo, a esta mi campiña vasca, solo mejor que acompañado, a digerir mis lecturas, a mejer lo que he leído y lo que he oído con las cosas campestres, naturales, que veo.

Era en Bilbao, hace ya de esto cerca de medio siglo. Creció mi espíritu en una casa de pisos, en una calle urbana. Leía y meditaba y soñaba en un cuartuco oscuro que daba a un lóbrego patio sucio, a un patio que parecía un pozo y al que daban mezquinas ventanas de cinco pisos y una bohardilla. Yo leía y meditaba y soñaba en un segundo piso, casi en el fondo del piso. Jamás me llegaba un rayo de sol. Y cuando salía de casa miraba a lo lejos los altos que coronaban a la villa. No todos los días me era dable salir al campo libre, al verdadero campo. Tenía que contentarme con los paseos que bordeaban el curso del Nervión, del pobre río enfermo, preso entre pretiles, convertido en canal de industria. El domingo era ya otra cosa; era día de fiesta. Y la fiesta era salir al campo, poderse tender entre helechos y brezos, al pie de un roble, de un haya del barranco de Buya.

Aquí todos los días me son domingos; todos ellos puedo salir—si el tiempo no lo impide—al campo libre; puedo ir a él a digerir lo que he leído. Y que he podido leerlo dándome—como ahora que escribo esto—el sol en la frente; el sol que me entra por la ventana del cuarto del hotel, el sol que irradia sobre las cumbres de España.

Salgo al campo y sin pretexto como hacen los cazadores. Salgo al campo y saliendo de la carretera me meto por las heredades, por los senderos. Y me detengo a contemplar las cercas.

Amontonando unas piedras hizo el casero una cerca, para preservar a su heredad de las incursiones del ganado, de las reses, pues son ineficaces contra los hombres. O más bien que para evitar esas incursiones para que el propio ganado no se le escape. Son más cercas de cárcel que de defensa. Aunque todo baluarte, toda fortificación, ¿no es muro de cárcel? ¿No se han hecho los cerrojos tanto como para impedir que entre en nuestra casa el vecino para impedir que salga cuando quiera el doméstico?

Sobre las piedras que amontonó y alineó el casero para hacer una cerca ha crecido musgo, humilde y simbólico musgo que ha como arraigado esa cerca al terruño, le ha hecho ruina. Luego han prendido allí helechos (iratzia)—doy su nombre en el vascuence de aquí—, yedra (chira), y encima se alza la zarzamora (arantza) y algún roble joven. Y me detengo a contemplar los plumeros de helecho y la nervadura de las hojas de la yedra. ¡Qué cosa tan linda es una hoja de yedra!

Al ocurrírseme que la hoja de la yedra es linda, Volita, salta dentro de mí el filólogo y allí, en el campo libre, entre las hojas vivas de las plantas, me pongo a pensar, a soñar más bien, en esas otras hojas que son las palabras. Que se ajan también y a las que también arrebata el viento. Polita, el término eusquérico, es de origen latino y equivale a pulido, algo a poli en francés. ¿Quién pulió la hoja de la yedra? “Lindo” deriva, aunque a primeras parezca inaudito, de legitimus. Y lo legítimo aquí es lo natural. Y “bonito” es un diminutivo de bueno.

Aquí abunda la yedra, la chira, y no es raro encontrarse con un árbol muerto, con el cadáver de un árbol, envuelto en un verde sudario de yedra. El otro día me detuve con una emoción que no supe explicarme ante un ciprés al que empezaba a arroparle la yedra. Y aún no estaba muerto. Es más no me imagino bien un ciprés muerto. ¡Como no se desnuda de follaje mientras vive!...

Desde aquí veo a diario al otro lado de la frontera, allende el Bidasoa, la ciudad de Fuenterrabía, al pie del Jaizquibel, y a las ruinas del castillo de Carlos el Emperador, el Habsburgo que fué a enterrarse vivo a Yuste, envueltas por la yedra. Y esta yedra, sudario de ruinas del imperio, ahí, en el umbral de mi España, me habla con lengua de siglos. Tiene también su flor la yedra, una florecita humilde y que como si se escondiera. Y tiene, ¡claro!, su fruto, de que alguna criatura de Dios se alimentará. ¡Y el helecho, el humilde helecho, que sirve de cama al ganado doméstico, y que es lo que resta de una orgullosa raza de gigantes vencidos por los siglos! ¡Quién diría que ese carbón de piedra que alimenta nuestras industrias progresivas es el cadáver de helechos gigantescos, de los progenitores de esta humilde planta! Se escurre entre sus pobres hojas una lagartija. Entre aquellos helechos gigantescos se escurría el dinosauro. ¿Es que la lagartija no sueña acaso en un monstruo antediluviano, lo mismo que el pobre Nietzsche soñaba con el sobrehombre? ¿Y no será el sobrehombre aquel primitivo antropoide, aquel troglodita que tenía que luchar con el oso de las cavernas? ¡Siempre el libro! ¡Siempre el libro! Una hoja de yedra me es como la hoja de un libro. Pero ¿es que hay algo fuera del mundo de los libros?


(Caras y Caretas. Buenos Aires, 11-XII-1926.)

Oh, quel gros moineau!

El otro día, yendo de cotidiano paseo hacia Beobia, con las ventanas todas del espíritu abiertas al ancho y fresco mundo, vi salir una niña de una pobre casita, al borde de la carretera, y al ver un gorrión que aterrizaba allí cerca a picotear en unas barreduras, le oí que exclamaba: Oh, quel gros moineau!, “¡Oh, qué gorrión tan gordo!” No me fijé—¿para qué?—si el gorrión estaba o no más gordo que otros ni me importaba. Probablemente sería uno de tantos, pero el hecho de que la pobre niña se fijara en él y exclamase gozosa su descubrimiento me sirvió para acordarme de la alegre originalidad que distingue a la niñez sana. El niño está descubriendo a cada momento lo que nosotros, los adultos, olvidamos de puro sabido. Acordóme también de aquel imperecedero comentario que le brotó del alma al gran poeta ibérico, catalán, Juan Maragall, al oír a otra niña exclamar mirando a las estrellas: “¡Las estrellas!” Y es que al nombrarlas así las descubría, o mejor las creaba en su espíritu. Como le pasó a Adán niño—porque Adán fué niño; su vida de antes del pecado fué niñez—cuando creó las cosas en su espíritu—recreó el mundo—al dar las nombre.

Al punto de oír a la niña aquella de “¡Oh, qué gorrión tan gordo!”, me dije: “He aquí un tema para un comentario más o menos poético.” Apunté la expresión de la niña en mi cartera y me propuse hacer este articulo. Y pensé que hace unos meses, cuando atravesaba en París la murria que me su mía en cierta ociosidad—de que sólo lograba sacudirme para escritos de combate y rencor—no me habría sido dado el aprovechar una impresión así, que me viene al vuelo. Es que ahora busco asuntos. O mejor que los asuntos me afluyen. Y esto pro viene de un cierto estado de íntima alegría, que me hace buscar el trabajo. Y no por el provecho, no por el salario que ese trabajo me procure.

Ciertamente, lector, que me viene muy bien—y más con esta vida de desterrado, teniendo que man tenerme lejos de los míos y privado de la cátedra que ejercí treinta y dos años—, cierto que me viene muy bien el estipendio que por este artículo me ha de pagar la revista y que me ayudará a vivir unos días, pero te aseguro que este trabajo me ha brotado de la alegría y que por ello me produce la alegría del trabajo.

¡La alegría del trabajo! Nunca es alegre el trabajo cuando no brota de la alegría misma. No se está alegre porque se trabaja, sino que se trabaja porque se está alegre. Cuando el trabajo es libre y de bendición. Hace unos meses, cuando pesaba como un bochorno sobre mi alma la murria y me pasaba las horas y los días sumido en la inacción y preocupado de que se me iba agotando la fuente de las imaginaciones, di en cierta avaricia, en cercenar mis gastos, en privarme de distracciones de pago, y gastaba lo menos posible para no tener que ganarme la vida trabajando, para no tener que trabajar. El trabajo me era penoso, penosísimo. Y empecé a sentir en lo más hondo del ánimo que asomaba ese terrible mendigo que llevamos en él los españoles. Empecé a sentir con horror que podría ir a dar en la castiza mendicidad española, a pordiosear cualquier merced. Mas he aquí—¡Dios sea alabado!—que me ha vuelto la alegría, la alegría de la niñez y que trabajo. Y que me pongo a gastar para tener que trabajar y no que trabajo para poder gastar más.

Ya sé que no faltará algún lector a quien le parezca todo esto sobrado subjetivo y que hablo demasiado de mí mismo y de lo que me pasa en el fondo del alma; pero no me importa, porque escribo para los niños—para los niños grandes, se entiende—y el lector que así piense nada tiene de niño. Por lo cual le compadezco.

La niña que exclamó: “¡Oh, qué gorrión tan gordo!”, hizo un descubrimiento dentro de su propio espíritu. Para ella un paisaje es un estado de con ciencia. Y para toda alma sanamente infantil un estado de conciencia es un paisaje. En el libro Los placeres y los días, de Marcel Proust, el autor hoy tan de moda—desgraciadamente para la comprensión de su obra, de su alma, y lo sé por experiencia propia—, hay un ensueño, una réverie, que se titula: “Puesta de sol interior”. Y empieza: “Como la naturaleza, la inteligencia tiene sus espectáculos. Jamás las salidas del sol, jamás los claros de luna que tan a menudo me han hecho delirar hasta en lágrimas, han sobrepujado para mí en enternecimiento apasionado a ese vasto abrazo melancólico que durante los paseos del caer de la tarde matiza tantas olas en nuestra alma cuantas hace brillar sobre la mar el sol que se pone”. ¿Impresiones objetivas? ¡Cómprese un kodak! Como la máquina no tiene alma le dará la mayor objetividad. Pero yo, señor mío, no soy una máquina, ni esto es reportaje. Y si el que lo lee no sabe mirar hacia dentro de sí, entonces que lea otra cosa. Yo para lectores míos busco niños, es decir, hombres. Y no son hombres, esto es, niños, sino aquellos que cada día des cubren algún gorrión gordo. Ni son hombres, esto es, niños, sino aquellos que trabajan porque se sien ten alegres, porque aceptan alegremente la vida que pasa. Y aunque sea en el destierro. Sé, lector fiel, que no eres uno de esos sujetos tristes que buscan informaciones. ¿Para qué?


(Caras y Caretas. Buenos Aires, 12-II-1927.)

¡Adiós!

Aun los campesinos, y sobre todo las campesinas, de esta tierra vasca cuando cruzan con uno en el camino, especialmente si es en el monte, saludan al pasar. Saludan con un adiyo, algunos en español, adiós, poquísimas veces adieu, en francés, y no recuerdo haber oído el agur de mi Vizcaya. Y, ante todo, ¿por qué decimos “saludar”? “Saludar” deriva de “Salud”, de decir “¡salud!”, de deseársela, al que se recibe o se despide. Es lo que suelen hacer los anarquistas o libertarios, que comí presumen de ateos evitan decir: “¡a Dios” y dicen “¡salud!” Otros, “¡salud y revolución!” Alguno, “¡salud y pesetas!” Ya para recibir a uno, ya para dejarlo y despedirle, para dejarle solo o quedarse solo, sin él; quedarse en soledad o en soledades. Y de la fusión de estas formas lingüísticas portuguesas, soidade, soledad, y saúde, salud, resultó saudade, según ha demostrado doña Carolina Michaélis de Vasconcellos en su grandioso estudio sobre la saudade. Que es de despedida, de adiós.

Y si, pues, de “salud” de desearla, hemos hecho saludar”, ¿por qué de “adiós” no habríamos de hacer “adiosar”? (Vivar dicen algunos al dar vivas). Aunque hay otra derivación posible, y es que así como al pedir una limosnita por Dios le llamamos pordiosear, y al que la pide pordiosero, al despedirnos unos a otros a Dios, encomendándonos a El, cabría llamarle adiosear, y al que acostumbre a hacerlo, al que se pasa la vida despidiendo a otros o despidiéndose, de personas o de ensueños, adiosero.

¡Y que hay poetas a quienes les cuadra lo de adioseros! Aquí tengo, a la mano, uno, cuya obra, cuya alma, me acompaña en esta temporada de mi destierro, y es un desterrado, un desterrado del mundo, Jorge Gordon, Lord Byron. ¿Qué es su Childe Harold, sino una eterna despedida, un eterno adiós? Iba despidiéndose de todos los países que visitaba, iba huyendo, eterno peregrino, de todos ellos.


Adieu, fair Cádiz! yea, a long adieu!


Con un adieu, en francés, se despedía de Cádiz. Pero el adiós de su corazón, su íntima y entrañada despedida, era farewell. Farewell! Dos veces suena, este grito genuinamente byroniano, en la última estrofa del Childe Harold; jare thee well, que lo pases bien, le dice Manfredo al sol al despedirse de él. Y la más íntima, la más honda, la más entrañada poesía del podre lord peregrino es su despedida a su mujer, al despedirse para siempre de ella, a sus veintiocho años, el famoso Fare thee well:


Fare thee well! and if for ever
Still for ever, fare thee well
.


“¡Adiós (mejor que “¡Váyate bien!”) y si es para siempre, todavía para siempre, adiós!” ¡Pobre trágico adiosero!

Mientras estoy escribiendo estas líneas aquí abajo, en el hotel, un mozo está cantando el famoso zortzico: Agur, nere biotzeko, amachu matia... “Adiós, madrecita querida de mi corazón”... No sé, no puedo saber el valor estético de ese canto, por que no puedo recordar cuándo lo oí por vez primera: va tejido a mis ensueños infantiles. Hace más de cincuenta años ya me arrancaba lágrimas. Es algo consustancial con mi alma.

Y en este canto no se dice adiyo—que, además, no cabe en el metro—, se dice agur. Otro término de origen latino, que del latín pasó, como al castellano, al vascuence. Agur es, en efecto, una con tracción de augurium, forma de saludo que pro viene de bonum augurium, deseándole a uno buen agüero, o sea buena suerte. Como cuando se dice: “buenas, señores” supliendo “tardes”. Se le augura, se le desea a uno buena suerte. ¿Le llamaremos, al que desea así, un buen agüero, un agorero? Pero agorero ha tomado ya una significación peyorativa. Yo he sido tratado, no sé por qué, de agorero y de pesimista.

Cuando el sol se pone sobre las colinas de mi España y le veo ponerse desde aquí, desde esta raya, a orillas del Bidasoa, me brota un adiós del fondo del alma. Pero un adiós vivo, es decir, un “¡a Dios!” la Dios, mi España, a Dios te dejo! la Dios te encomiendo!


¡Adiós, mi Dios, el de mi España;
adiós, mi España, la de mi Dios!...


La liturgia, la terrible liturgia, o sea la rutina, ha hecho que hayamos olvidado que “¡adiós!” es: “¡a Dios!”.


(Caras y Caretas. Buenos Aires, 5-III-1927.)

Esteban Pellot

Ahí está la mar incitadora, seductora, ya se la vea placida y durmiente, ronroneando en el estero, dentro del abra, frente a Fuenterrabía, en la bahía de Chingudi, ya se encrespe o se amanse allende las arenas de la playa de Ondarraitz; ahí está la mar llamando al eterno misterio de la vida inquieta y aventurera. Unas veces la raya—¡qué poco expresivo es el término técnico, geográfico, de horizonte! se recorta sobre el cielo, otras se borra en niebla con él y se juntan los dos abismos la cuántos llamó a su seno la mar seductora! Ella es la sirena.

De aquí, de esta Hendaya fronteriza y aldeana, partieron dejando sus hogares, sus casas, acaso protegidas por la yedra—esta alga terrestre—, bravos corsarios. Entre ellos aquel Etienne (o sea Esteban) Pellot, el corsario del primer imperio francés, el de Napoleón el grande. Esteban Pellot, muerto en 1855. ¡Qué tipo! Es decir, ¡qué modelo!

Esteban Pellot, bravo y jocoso, niño toda su vida, como buen vasco. ¿No es la fortaleza de esta mi raza su niñez perpetua? Estellan Pellot fué cautivado varias veces y otras tantas se escapó con marrullería. Preso en Plymouth, acabó por sus bromas y chanzas, por su buen humor nativo, cayendo en gracia a la mujer misma del gobernador, que le pidió representara en un teatrito. Pellot compuso él mismo una comedia burlesca, El Almirante cojo, consintiendo en hacer en ella un papel, pero con traje de almirante. Se lo dan y con él, en el primer entreacto, se fuga, lo cambia en seguida por el de un marinero borracho, y así, disfrazado de marinero inglés, entra en un brick de doce cañones, aturde con té mezclado de opio a los seis que lo guardaban—el capitán estaba de boda—, aterra al cocinero y llega a Boulogne con su cocinero aterrado y los seis marineros amodorrados; en Boulogne el general Augereau le entrega el brick, y con éste captura diez navios, que mete en Burdeos.

En Burdeos se le ovaciona, se da en su honor en el teatro un baile, la jota vasca, y Pellot, in dignado de lo mal que lo hacen los danzarines, sal ta a escena y, en medio de la chillería pública, se pone a bailar. ¡Bravo, Esteban Pellot! Su baile fué, sin duda, una hazaña tan grande como la captura del brick de Plymouth. ¿No dijo Voltaire que los vascos éramos un pequeño pueblo que baila en los Pirineos? Baila frente al cielo...

Otra vez Esteban Pellot capturó un navio inglés que transportaba forzados, presidiarios, a Australia y los desembarcó en Portugal—entonces en guerra, como España, contra el imperio napoleónico—para “civilizar” al país.

Y Esteban Pellot se retiró un día a su nativa y apacible Hendaya, a Hendaya aldeana, y a soñar, frente a la mar, desde Ondarraitz, o en el remanso del abra, en la bahía de Chingudi, su pasada vida de aventuras. Pues ¿no es acaso de todo el sueño de la vida lo más sueño el recuerdo? Aunque ¿se sueña más lo que se ve o lo que se recuerda, el presente o el pasado? Alguien me dirá que el por venir, lo que se espera... Pero el porvenir es un sueño del pasado... Y Esteban Pellot, disipado el sueño del Imperio, Napoleón en Santa Helena, se retira a su blanca casita, arropada en yedra, frente al Bidasoa, a soñar su niñez junto a la niñez del rio paterno—la mar materna—. Y a soñar también, ¿por qué no?, la muerte.

Estaba a punto de morir Esteban Pellot—era en 1855 y fué el cura a administrarle los últimos sacramentos, y el corsario que se fugó disfrazado de almirante inglés, el que bailó en el teatro de Burdeos, apenas le había el cura administrado dándole el pasaporte de la última travesía, mientras su familia lloraba, se levanta de la cama y escolta al cura, acompañándole a la puerta, y excusándose e hacerlo en camisa. Tan heroico en esta última broma como en el baile de Burdeos y en la captura del brick de Plymouth.

Fueron la mar y la raza vasca las que le dieron esa robusta niñez aventurera, esa niñez que le permitió sonar no sólo el sueño de la vida, sino la pesadilla de historia del imperio napoleónico.

Jugó con la vida, soñándola, y jugó con la muer te, soñándola también. Pero al fin fué en tierra donde murió y descansó, en su tierra nativa: no lo devoró la mar.

No fué a reposar a la mar como el primero de los que figuran en el mármol funerario de la iglesiuca de Biriatu, aquel Charles (o sea Carlos) Aprendisteguy, que en la última guerra murió frente a Gaza, a bordo de un crucero de guerra. Y había nacido allí abajo, junto al humilde río, junto al callado Bidasoa, en aquel molino que se agazapa al pie del Choldocogaña. Mas el pobre Aprendisteguy jamás soñó en esa muerte ni le sacó de su molino, junto al recodo que hace el Bidasoa, el reclamo de la mar, incitadora, seductora. No fué un corsario; la edad de los corsarios ha pasado. El pobre recluta de Biriatu murió sobre la vasta mar, en el Mediterráneo oriental, en una guerra cuyo íntimo sentido se le escapaba, mientras que Pellot, el corsario napoleónico, pudo morir en Priorenea, junto al Bidasoa, cuyo silencio brizó su agonía.

Esta misma tarde, volviendo de un paseo a Beobia—a la francesa, a Beobie, por supuesto—, he pasado cerca del caserío en que murió el corsario. La tarde se ponía sobre España y en el cielo limpio, argénteo, se recortaban las crestas de las montañas guipuzcoanas. Y en tumulto acudieron a mi mente, por sobre la serenidad del ocaso, visiones de la historia tragicómica, de lo que fué y de lo que es.


(Caras y Caretas. Buenos Aires, 12-III-1927.)

En torno a una manzana

El otro día, atravesando una heredad, frente a la mar, recogí del pie de un manzano, que empezaba ya a desnudarse de sus hojas, una manzana. La casera había antes tenido que sujetar a un perro que me ladraba amenazador defendiendo los frutos de sus amos. Y eso que éste no es un país de ladrones. Pero la manzana, ¿es fruto prohibido? Cuenta Courteline, el humorista, que una novia que tuvo en Sannois y que sacudía los cerezos para hacer con su pulpa confituras, diciéndole él que lo mismo podría hacer con peras o patatas, le dió un cursillo de derecho práctico, haciéndole saber que no es lícito arrancar espigas de trigo, pero se puede coger cuanta grosella se quiera, mas no uva; que es permitido arrancar remolacha y no patatas; que se permite tomar manzanas de los árboles del borde del camino, pero no peras, y que, en fin, nadie puede impedirle a uno quitar nueces a un nogal, mas ha de ser apedreándole. El doctor Durruty me ha dicho que se puede entrar en campo ajeno a coger setas, pero no a arrancar helechos, y que en un campo suyo le estropeaban y le echaban a perder el helecho los que iban a recoger entre él setas. Por mi parte, sin estar al tanto de este derecho campesino consuetudinario, me apropié la manzana, que luego se me fundió agridulcemente en la boca, donde gusté su carnadura casi animal.

¿Por qué, sin embargo, en la tradición cristiana popular la fruta del árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, la fruta prohibida cuyo disfrute fué el pecado original, es una manzana? ¿Por qué se habla de la manzana del Paraíso, lo mismo que se dice la manzana de la discordia? ¿Por qué no ciruela, o pera, o higo? ¿Por qué es la manzana lo prohibido y qué relación puede tener con la ciencia del bien y del mal? Después de la caída paradisíaca cuenta la tradición bíblica que el segundo padre del linaje humano, Noé, se embriagó con vino, con zumo fermentado de la uva, no con sidra, o sea vino de manzana, no con zumo del fruto del árbol de la Ciencia del Bien y del Mal.

Este país vasco es país de sidra, aunque aquí, en Hendaya, la poca que alguna vez hacen hácenla con manzana de Normandía. Y eso que la manzana—en vascuence sagarra, de donde los apellidos Sagarduy, Sagasti, Sagasta, etc.—es fruto muy de esta tierra agridulce.

A la patata se la llama en francés pomme de terre, es decir, “manzana de tierra”, expresión que alguien ha tratado de traducir al vascuence así: lurságarrá, pero prevalece patabiá. El francés patate es un término despectivo. Les pommes de terre traitées de patates!, exclama una vez Courteline—hoy, aquí, uno de mis clásicos—. Pero es sabido que en francés habler tiene la misma significación despreciativa que en español parlar o charlar (éste del italiano).

La manzana que recogí del suelo, al pie del árbol, me la comí allí, en medio del campo, entre los árboles soleados y brezados por la brisa de la mar, y me la comí sin mondarla, con pellejo. Debí acaso habérmela guardado, traerla a este hotel en que es cribo, hacerla asar y paladearla así, asada, con su pellejo también y calentita. Así habría tenido gusto de hogar, así habríame despertado reminiscencias domésticas. Porque esta tradicional fruta, aromosa y agridulce, tiene mucho de hogareña, de íntima mente familiar.

La que recogí del santo suelo no tenía ni una abolladura, ni una señal de herida de la caída. Acaso porque cayó sobre mullida hierba. No tuve que cercenarla—con los dientes, ¡claro!—nada. Y me acordé de aquellas peras y manzanas que había en la huerta de mi abuela materna—hermana de mi padre, además—en Deusto, y que ella, mi abuela, guardaba distanciadas unas de otras, evitando el contacto, y nos iba dando las más dañadas quitándoles lo podrido o pasado. Y nunca pude explicar me por qué no habría sido mejor comernos primero las enteramente sanas, sin dejar que se picaran, y que las otras se pudriesen y no tomar veintitrés cuartas partes de manzanas o peras en vez de quin ce enteras. Mas a esto se le llama economía doméstica y mi abuela había sido confitera y con ahorros de su industria confiteril había comprado aquella casita de Deusto, con su huerta, que llena de luz y de aire libres, hoy todavía—¡hace ya cerca de medio siglo!—evoca mis recuerdos de niñez.

El destierro del hogar es melancólico, ¡pero el destierro del pasado, de la niñez! Allí, frente a la mar, en la huerta de aquel caserío hendayés, al comerme la manzana recogida por mi mano del santo suelo mientras el perro, ya sujeto, rezongaba, se me despertaron aquellos días infantiles de la huerta de Deusto que he tratado de evocar en uno de mis libros más desgraciados—desgraciado porque no parece haber hallado gracia entre mis lectores—, los Recuerdos de niñez y de mocedad. Allí, en aquella huertecita cerrada y doméstica, a la que por unos canalitos llegaban las aguas de las mareas altas del Nervión, allí hice conocimiento con el campo. Y leía Marisanta, cuadros de un hogar y sus contornos, de nuestro candoroso Antonio de Trueba.

La manzana me trajo recuerdos de mi niñez aldeana y de ésta pasé a Trueba, y Trueba, frente a la mar, me recordó sus versos:


Tantas lágrimas tragas, mar de Cantabria,
que parecen tus olas, olas de lágrimas.


Y la lluvia que cae de las nubes que vienen de esta mar cantábrica lacrimosa, de este golfo de Gas cuña, de Vizcaya, ¿no será también lluvia de lágrimas? ¿No estaría regada con lágrimas la manzana que me comí, sin mondarla, frente a la mar cantábrica y al pie del árbol de la fruta del bien y del mal? Adán, desterrado del Paraíso, su patria, ¡cuánto debió recordar el agridulzor de la manzana de la discordia!

Mientras escribo esto me está dando en la frente el sol que brilla sobre España.


(Caras y Caretas. Buenos Aires, 30-IV-1927.)

Hojas de trabajo

El tiempo está frío; desde anteayer, 23 de este mes de noviembre, sopla viento norte (iparraizea), y ahora y aquí, en esta mañana y en este cuarto de hotel, el sol que se oculta entre nubes de encima de mi España, sólo a ratos me envía, a través de los vidrios de la ventana, sus rayos tibios. Y como las hojas de los árboles siguen cayendo, amarillas y ahornagadas, me asgo de las hojas de los libros. He estado leyendo L’anneau d’améthyste (El anillo de amatista), de Anatole France. En él, por encajar con mi actual estado de ánimo, he señalado un pasaje, y es aquel en que hablando de los quehaceres a que se dedicó madame Bergeret antes de abandonar la casa de su marido, dice:

"La señora Bergeret sacó de este trabajo alguna ventaja moral. El trabajo es bueno para el hombre. Le distrae de su propia vida, le aparta de la vista temerosa de sí mismo, le impide mirar a aquel otro que es él y que le hace horrible la soledad. Es un soberano remedio para la ética y la estética. Tiene el trabajo todavía esto de excelente y es que di vierte nuestra vanidad, engaña nuestra impotencia y nos comunica la esperanza de un buen evento. Nos jactamos de sobrepujar por él los destinos. No concibiendo las relaciones necesarias que enlazan nuestro propio esfuerzo a la mecánica universal nos parece que ese esfuerzo va dirigido en nuestro favor contra el resto de la máquina. El trabajo nos da la ilusión de la voluntad, de la fuerza y de la independencia. Hace de nosotros, a nuestra propia mirada, genios, demonios, demiurgos, dioses, Dios. Y de hecho jamás se ha concebido a Dios sino como un obrero. Por esto la señora Bergeret recobró en los embalajes su alegría natural y la dichosa energía de sus fuerzas animales.”

Yo he encontrado, lector, en estas hojas volantes con que animo mi destierro la alegría natural, la alegría del pensamiento del pesimista que dicen—uno de ellos el rey de España—que soy, cuando no misántropo y atrabiliario. Y Dios les perdone porque no saben lo que se dicen. He recobrado en este trabajo mi alegría natural y con él engaño mi impotencia, divierto mi vanidad y logro esperanza de un buen evento. La esperanza de que estas hojas volantes, estos ensayos e impresiones de destierro que trazo desde aquí, desde Henraya, se recojan arremolinadas en montón y con el tiempo, descompuestas, hechas mantillo, sirvan para abrigar y fo mentar el renacer de algún brote. ¿Quién sabe si en este al parecer descosido monólogo no estoy haciendo una de mis obras definitivas y una de las más íntimas? ¿Monólogo? Monólogo, no, sino diálogo. ¡Diálogo, sí!

Dice France... Este era un seudónimo, porque el autor de El anillo de amatista se apellidaba, creo, Thibault. Dice France que el trabajo le impide a uno mirar a aquel otro que es él y que le hace horrible la soledad. Exacto, porque cuando me pongo a escribir estas hojas, a trabajarlas, no me miro a mí, sino que te miro a ti, lector desconocido, y escapo así a la horrible soledad. Al escribirlas, al trabajarlas, ya no me siento solo, pues que dialogo. Y oigo, lector, tus silenciosos comentarios. Y trato de arrancarte de tu soledad.

Hace unos días me han remitido desde París sus Poémes d’amour Clara e Ivan Goll, que recuerdan haberme oído leer poemas de mi libro Teresa, sin entender el castellano; pero, según me dicen, en tendiendo las palpitaciones del corazón. Al final del librito de la pareja Goll se anuncia la revista Surréalisme, sobre-realismo, de que es Ivan Goll di rector. Sobre-realismo significa—se dice allí—“más que la realidad, realidad intensificada, realidad tras puesta por el artista a un plano superior”. Y después se dice que el sobre-realismo—que sigo sin entender bien a las claras en qué se diferencia de cualquier otro proceder artístico—vuelve a encontrar a la naturaleza esta realidad milagrosa soñada por Dios. Y he aquí que al leer esto he anudado dos pasajes de estas mis lecturas de azar, he anudado esto que leí hace tres días de que la Naturaleza es una realidad milagrosa soñada por Dios, y lo que he leído esta mañana fría, en la cama, de France, de que jamás se ha concebido a Dios sino como a un obrero. ¿Y cuál su obra? La realidad del universo, la Naturaleza y la Historia. ¿Y cuál su trabajo? El de soñarlas.

Más de una vez, antes de ahora, se me había es capado decir que la historia es el pensamiento de Dios en la tierra de los hombres, y más de una vez se me había ocurrido pensar—soñar si quieres, lector que todo este Universo, Naturaleza e Historia, fuerza y vida, materia y espíritu, no es más que un sueño de Dios, que Dios nos está soñando, y, lo que es más trágico, se está soñando a sí mismo, y que en el momento en que se despierte se disipará todo esto y se disipará Él mismo, pues que despertará en la nada.

¿Para quién creó Dios el mundo? En el cateéismo se nos enseñaba que para el hombre, pero si hemos de meternos en esos secretos—sin dejarlos a los que San Pablo (I Corintios IV, 1) llamaba “administradores de los secretos de Dios”—es más de creer que lo creó para sí mismo, para no aburrirse en su soledad, para darse una función de espectáculos, según creía Renán. Porque también Dios debió de querer huir de su soledad a pesar de la compañía trinitaria. Y huyó por el trabajo, y su trabajo fué el de soñar el universo. El “¡hágase!” fué un sueño. Toda creación, o sea toda poesía—poesía no quiere decir sino creación—y toda criatura, o sea toda persona—poema no quiere decir sino criatura—no son más que sueño, soñación, la creación, cosa soñada o sueño—¿qué tal si dijéramos soñadura?—la criatura.

Y así es como vivo, es decir sueño, mi destierro con estos trabajos. A los que vuelvo ahora en que empiezan a comentar en Alemania mi obra Del sentimiento trágico de la vida, que acaba de aparecer traducida allí como primer volumen de la traducción alemana de mis obras completas. Que es como el que llaman mi pesimismo trabaja por el esplendor del alma española en el mundo del pensamiento de Dios.


Hendaya, 25-XI-1925.


(Caras y Caretas. Buenos Aires, 28-V-1927.)

Música de acordeón

Van ya tres o cuatro noches que me han retar dado dormir y a la vez me han brezado, más que el sueno, la modorra, la trasposición soñolienta, los sones quejumbrosos y melancólicos del acordeón o filarmónica con que se acompañaba aquí, debajo de mi cuarto, en el comedor de este albergue, la celebración de alguna boda. A los acordes del acordeón, que me llegaban como de una lejanía cercana, como un son muy remoto susurrado al oído, se unía el compás de los pies que batían el suelo. Otras veces era un baile silencioso.

El acordeón no es un instrumento aldeano, montañés, sino marino. Háblanos de la tristeza de la soledad atlantica, de la soledad de las tristezas ultramarinas. Evoca sórdidas tabernas de puertos extranjeros con mujeres de lengua desconocida y de lúgubre regocijo. Y al oírlo ahora, en estas bodas, diríase que celebra la partida de una travesía ultramarina, de una navegación de altura.

No he tenido nunca muy desarrollado el sentido música y no entiendo una sola nota de su escritura, y hasta parece que mis tibios gustos en música no son, al decir de mis amigos filarmónicos, muy exquisitos, y hasta algunos me dicen que vulgares y aun cursis. En música soy vulgo. Recuerdo la indignación de un amigo mío wagneriano cuando le dije que me había conmovido casi hasta las lágrimas oír en la iglesia de Begoña cantar el Pietá, Signore, de Stradella. “Acabará por gustarte el orfeón, de que tanto te burlas”, me dijo. “Lo que no es fácil que llegue a gustarme—le dije—son las matemáticas musicales o la música matemática.”

Esas noches, mientras me embarcaba para el sueño, mientras zarpaba para el golfo de la inconciencia—no sin cierto augusto sobrecogimiento, como siempre que al ir a dormirme pienso en lo que es la hermana de la muerte, la sumersión en el no sentirse, en el no serse—, esas noches parecíame que los sones del acordeón, que me llegaban por oleadas, me iban alejando de la ribera de la vida. Y en tanto se celebraba, a sus sones una boda. Y me invadían recuerdos de hace treinta y cuatro años, pero no de acordeón.

Hoy he leído el “Elogio de la mala música” que figura en el libro de Los placeres y los días, de Marcel Proust. ¿Por qué mala?, me he preguntado. Lo elogiable no es malo. ¿A qué llama malo este esteta sentimental, pero matemático?

“Detestad la mala música; no la menospreciéis. Como se la toca, se la canta más bien, mucho más apasionadamente que la buena, mucho más que ella, se ha llenado poco a poco del ensueño y de las lágrimas de los hombres. Que os sea venerable. Su lugar, nudo en la historia del Arte, es inmenso en la historia sentimental de las sociedades.” Así Proust.

¿Qué es eso de separar el arte de la sentimentalidad humana? No sé qué valor artístico, según ese concepto del Arte, tenga la música de la Marsellesa, ni me importa saberlo; pero sé que es uno de esos cantos a que se han unido emociones de generaciones de hombres. El mismo Proust dice algo así luego.

Cuántas melodías—añade—de ningún precio a los ojos de un artista entran en el número de los confidentes elegidos por la muchedumbre de los jóvenes novelescos y de los enamorados.” Pero es que los ojos de un artista no son como el corazón de un hombre apasionado. Y en esa expresión de que hay melodías de ningún valor—de nul prix—a los ojos de un artista—aux yeux d’un artiste—se delata toda la falsedad estética de este juicio de Proust, ¡como si las melodías se pudieran sentir y juzgar a ojo! Y esa parece ser la música escogida, exquisita, que llamaba Proust buena, la que se aprecia a ojo y no a corazón.

Tal molesto estribillo, que todo oído bien nacido y bien educado rehúsa al instante escuchar, ha recibido el tesoro de miles de almas, guardó el secreto de miles de vidas de que fué la inspiración viva, el consuelo siempre pronto, siempre entreabierto sobre el pupitre del piano, la gracia soñadora y el ideal, agrega Proust. Y yo: “¿Qué es un oído bien nacido y bien educado? ¿Es acaso oído bien educado el que rehúsa escuchar lo que inspira y con suela a miles de almas hermanas?

Y al final del Pequeño ensayo concluye Proust: De este polvo puede elevarse, ante una imaginación bastante simpática y respetuosa para acallar un momento sus desdenes estéticos, la nube de las almas que llevan en el pico el ensueño todavía ver de que les hacía presentir el otro mundo y gozar o llorar en éste.” ¡Muy bien! Y muy bien la feliz metáfora del pico del alma, vista como un ave, como la paloma del arca de Noé—¿por qué no se ha de hablar del pico rosado del Espíritu Santo?—. “Imaginación bastante simpática y respetuosa” y luego “desdenes estéticos”. ¡Simpatía quiere decir, literalmente, compasión, la acción de padecer con otro, de sentir con él y como él, de consentir, y ¿es que cabe desdén en una imaginación que compadece, que consiente? Desdeñar—de-exdignare—es considerar algo o a alguien indigno, y ¿puede un alma que compadece considerar indigno a lo compadecido? No es indigno lo que es digno de compasión.

En el fondo de ese helado, y en el caso de Proust artificioso y falso, desdén artístico por los acordes, y con ello por las creencias, que consuelan a las almas novelescas y enamoradas, a los espíritus que sobre las aguas del diluvio buscan otro mundo, hay un profundo desconsuelo.

Lo mismo que escribió Proust el elogio de la mala música podía haber escogido el elogio de la superstición. Y hay una superstición artística y de los bien educados. Hace pocos días leía en The Nation and the Athenaeum un ensayo de J. A. Hobson sobre la necesidad de las mentiras, donde hablando de los puritanos iconoclastas decía: “Las grabadas imágenes que expulsaron de las iglesias eran, sin duda, más materiales que las que guardaban en sus corazones; pero éstas eran aun mas falsas, por estar pintadas en más blanda estofa, con formas más vagas y colores más sueltos, que si las hacían así más misteriosas no por eso quedaban menos, sino más llenas de contradicciones.”

¡Ay acordeón, acordeón, que a tantos les has des pedido en el puerto, al partir para la navegación larga y lejana o al partir para la vida de familia propia!


Hendaya, diciembre 1925.

(Inédito.)

Una chirla

He recibido en la playa de Ondarraitz dos testigos, muertos ya y a punto de quedar sepultados en la arena, de la tragedia de la naturaleza. El uno es una hoja de roble, ya amarilla, que el viento llevó hasta allá y que, embalsamada en salobre agua marina, iba a desaparecer en la arena. Parecía una pequeña mano estropeada, monstruosa y laminada, que separada de su cuerpo pedía con sus trece de dos trece sus festones—un agarradero. Pensé llevarla a tierra, al monte, a que se hiciese al pie de un árbol mantillo o sepultarla al menos al pie de uno de esos tristes tamarindos playeros para que su podredumbre abonase a un árbol. Pero la he guardado y aquí la tengo, entre las hojas de un grueso diccionario griego-francés, el de M. A. Bailly, que acaban de regalarme. Y puedo contemplar su fina nervadura por donde circuló la vida, y unas pequeñas heridas que muestran la trama de su frágil tejido. La he salvado de perecer en el estéril arenal de Ondarraitz.

El otro testigo es una chirla, una conchita, la valva que ha quedado de un pequeño molusco. Esta chirla, hoja de un árbol de la mar, que es una sel va, estaba junto a la hoja del roble. La recogí, salvándola de que se pulverizase en la arena, de que se hiciese arena. Porque las arenas de las playas más aún que de pulverizaciones de las rocas compónense de despojos de chirlas, conchas y caracoles.

La chirla ésta es una preciosa obra de arte, del arte de la naturaleza, o, si se quiere, de naturaleza, que es arte. Tiene también a modo de nervaturas, sus estrías, que van abriéndose en corvo abanico. En su arranque, donde se recoge su sobrehaz convexo para abrirse al liso y blanco seno cóncavo unas escotaduras, al modo de heridas, reclaman la otra cobertura de lo que fué casa del pobre molusco. Casa y a la vez esqueleto exterior.

“¿Puedes decir cómo se hace una ostra su con cha?”, pregunta al rey Lear su bufón, en la tragedia de Shakespeare, y el rey: “¡No!” “Ni yo tampoco; pero puedo decir cómo un caracol tiene casa.” “¿Cómo?” “Metiendo su cabeza en ella, no dejándola a sus hijos y quedándose sin casa para sus cuernos.” Pero no, que el caracol se hace, como la ostra, su casa; y de su propia sustancia.

¿No es acaso un esqueleto, nuestra osamenta, una casa interior, íntima, entrañable? ¿No llevamos nuestra casa, no a cuestas, sino a entrañas, como el caracol o la ostra? Y ¿no es el tuétano el corazón de nuestra íntima casa? En el caracol, en la ostra, todo el cuerpo es como un tuétano. Construye su casa y su casa le sobrevive, hasta que se hace are na, de que otro caracol, otra ostra, hará su casa, como nos sobrevive la osamenta hasta que sus sales se disuelven en el agua de la tierra y de esas sales hacen sus huesos otros vivientes. La casa que hacemos con las manos sobrevive a la familia, de que es el esqueleto, de que es la concha, como la casa intima de nuestro cuerpo se fragua dentro de sí. Y ¡ay de la familia sin casa, invertebrada!

En esta chirla, que tengo aquí, junto a la seca hoja de roble, se ven, cruzando su nervatura, transversalmente, como capas de formación, pequeñas fajas de cambio de color, que pasa de un pálido blanco pajizo a un rubio encendido. En la arena en que yacía la chirla y donde estuvo a punto de desaparecer y deshacerse en arena, se veían también señales de distintas oleadas, huellas de la pulsación de la vida de la mar, del ritmo de la marea. Porque el ritmo es el pulso de la vida. La playa es parte de la gran concha del mar, del golfo. Esas fajas de rubios matices de la chirla nos dicen que vivió su oscura vida el pobre viviente que se hizo esa casa, su obra más duradera. Y esa obra iba a perderse en la concha del mar, cementerio de despojos.

Cuando el apóstol Pablo de Tarso y sus compañeros zarparon de Tiro con dirección de Ptolemaida se salieron, escoltándolos fuera de la ciudad, las mujeres y los niños, y poniendo las rodillas sobre la arena de la playa oraron abrazándose unos a otros. (Hechos de los Apóstoles, XXI, 5.) Esta es cena del ahinojamiento y de la oración sobre los restos de las casas de millones de vivientes me parece profundamente simbólica. Tanto como si se hubiesen arrodillado sobre un montón de huesos. Bien es verdad que toda la tierra es, como la mar, cementerio, y que no hay mota en ella que no haya vivido.

Esta chirla tiene por dentro, en su cavidad, un color de blanquísimo pan, aún más blanco que el más blanco—así ha de ser el pan de trastrigo del dicho decidero—, y por de fuera la dorada tez de la corteza de un pan bien cocido. Y le hace a uno pensar que la casa, como es esqueleto, se hace con pan y es pan. Sí, la casa es pan; la casa de una familia es pan de la familia. ¿Qué es peor, pan sin casa o casa sin pan? Y hay una eucaristía de la vivienda. Y, dicho sea de paso, que no en vano se llama vivienda a la casa, lo que hace vivir, y que tiene la misma formación que vianda—en francés mande es carne.

Esta pobre chirla, ya os lo dije, está trunca, le falta la otra valva; a esta casita le falta la puerta. Al morirse el obrero que la construyó y la habitó, la puerta se deshizo. ¿Y para qué cerrarla si ya nadie la vive? La pobre chirla tenía abierto su pecho al agua del mar y a la arena de la playa. Y no es una concha con los recovecos y las reconditeces de la de un caracol marino, una de esas que poniéndonoslas al oído nos hace oír el canto de nuestra sangre en el pabellón de la oreja, el pulso rítmico de la vida, y decimos con más verdad que creen algunos que es el eco del rumor del océano, que la casa del caracol, que su esqueleto, que sus entrañas exteriores—aunque esto parezca una contradicción—se acuerdan de la mar. Y ¿no resuenan todos los huesos? ¿No se hace flauta de una tibia? Y ¿no resuena una casa abandonada?

Esta chirla, esta pobre chirla, no resuena. Es demasiado pequeña y demasiado abierta para recoger ecos de la vida que pasa. Como en la hoja de roble que iba a perecer junto a ella no susurraba el viento del otoño de la montaña. Esta chirla se abre más bien cual una manecita, como pidiendo algo; es un llamamiento a la limosna. A la limosna, a la misericordia, de una meditación sobre su vida humilde, sobre la humildad de su vida.

“¡Acordaos de nosotros!”—¡Orhoit gutaz!—dice el mármol funerario de los muertos de Biriatu. Mas también en las ruinas de una casa, en los muros sin puerta ni techumbre ya, se podría escribir “¡acordaos de nosotros!”. Y ¿qué diremos de un templo abandonado, de un templo de donde se fué la divinidad?

¡Cuántos ecos de la mar del espíritu duermen en esta chirla!


Hendaya, diciembre 1925.

(Inédito.)

Monje seglar

Esta mañana, leyendo La otra América, de Ar mando Donoso, el chileno, topé con una expresión que al pronto me chocó en contradicción, y es don de, al hablar del Dante—a propósito del Paolo y Francesca, del escultor germano-chileno Zotila Albert—, le atribuye al creador de la Divina Comedia alma de monje, de metafísico y de poeta. “¿De monje?—me dije—. ¡Como no sea por el traje!... ¿Monje el Dante, el hombre civil, el terrible político gibelino, el desterrado de toda patria en fuerza de patriotismo? ¿Monje el Dante?”

Pero luego he recapacitado mejor y he venido a darme cuenta de que toda la íntima tragedia de la vida del Dante, la tragedia de su cristianismo y de su patriotismo, fué que fué un monje, un monje seglar, la más trágica y más congojosa contradicción que puede existir. Y se me han agolpado al pecho y a la frente los tumultos de ideas y de pasiones que me agitaban hace un año, en mi celda de la calle Laperouse, de París, cuando componía casi en fiebre mi libro sobre la agonía, sobre la lucha eterna, del cristianismo, sobre la muerte que es su vida.

Monje seglar... Perdonad primero al lingüista, al filólogo, una explicación verbal. Monje deriva de monachus, solitario; monje es un solitario, un anacoreta, uno que se retira, aunque se retire en sí viviendo entre los otros. Seglar es el que vive en el siglo, en el mundo, entre los otros, en la vida civil y política. Y monje seglar es, por lo tanto, el solitario en el mundo, el que vive con los demás, de sus mismas pasiones, de sus mismos cuidados, pero retirado en sí y soñando intensamente aquello en que los otros son soñados, son sueños. Y ésta fué la tragedia del Dante, monje seglar, ésta la agonía de su cristianismo, su agonía de cristianismo.

Dante, el monje seglar, el solitario en el mundo, buscaba a Dios en la soledad de su alma de des terrado de su reino, del Reino de Dios, y le buscaba a través de las luchas civiles de su pueblo. El ciudadano florentino, errando fuera de su Florencia—fuera de ella murió—, pero en Italia, en su Italia universal y eterna, no podía desprenderse del siglo, del mundo. Cuando en el canto tercero de su “Infierno” nos cuenta, con su trágico desdén, de los que viven sin infamia ni alabanza, de los neutros, pone allí, a las puertas infernales, al pobre papa Celestino V, un monje, un anacoreta, que renunció al papado—o le hizo más bien renunciar su sucesor—para volverse a su ermita de la Calabria, a su soledad, a su retiro monacal, lejos del siglo. Y dice de él che fece per viltate il gran rifiuto, que hizo por cobardía la gran rehúsa.

¡Que hizo por cobardía la gran rehúsa! Pero el Evangelio nos cuenta que cuando las turbas, agradecidas a Jesús, el Cristo, porque las hartó de panes y de peces, quisieron proclamarle rey—las turbas no proclaman rey sino al que les harta de panes y de peces—, Él, el divino Maestro, huyó al monte para evitarlo, hizo la gran rehúsa. ¿Diría el Dante que por cobardía, per viltate? Y en la escena de la tentación en el desierto se nos dice cómo el Diablo le tentó ofreciéndole el reino de la tierra habitada por el hombre y Él lo rechazó. ¿Por cobardía?

¡Trágico monje seglar el Dante! ¡Trágica soledad la que llevó en su siglo, en su patria! ¡Trágico siglo, tragica patria la de su soledad! Y qué encendido patriotismo de solitario, de monje seglar, el de aquel ánimo, uno de los padres de Italia, que le decía a esta su hija: ¡Ay sierva Italia, hostería del dolor—nave sin piloto en gran tormenta—, no dueña de las gentes, sino burdel!” Así, así, en encendidas imprecaciones se exhalaba el patriotismo de aquel padre de su patria, muy otro que el hipócrita patriotismo de un tirano que la alaba por la mansedumbre con que se somete. ¡Qué ánimo el del gran desdeñoso!

¡Oh alma desdeñosa!—anima sdegnosa—. Así le llama alguien, no recuerdo quién, ni si en el Infierno, en el Purgatorio o en el Cielo, al Dante. Pero prefiero llamarle ánimo y no alma, no anima, ya que no tengamos almo. El ánimo es lo viril del alma, es a la vez el nervio de su soledad. Se concibe un solitario, pero una solitaria se concibe mal. Por eso la más congojosa tragedia es la de la soledad de María, la Madre de Jesús, la soledad por excelencia. La Virgen María, la Santísima Virgen, al pie de la cruz se nos aparece mucho más solitaria que su divino Hijo agonizando en ella. Y es que la soledad del alma es más terrible que la soledad del ánimo.

¡Monje seglar! Monje seglar que recorrió el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso buscando su patria seglar, su patria mundana, su patria de este reino, del reino de la monarquía sobre que filosofó, del reino del imperio gibelino. ¡Y hay que oír las terribles palabras de política seglar que puso en boca de San Pedro en el canto veintisiete del “Paraíso”! Llevó sus pasiones civiles, aquel monje seglar, aquel solitario en el siglo, más allá del siglo, más allá del mundo. Sí, monje; monje como después de él Savonarola, aunque éste fuera lo que más propiamente se llamó un fraile, fratello, un hermanito, Fray Jerónimo, Fra Girolamo, y no un solitario. Porque ya la vida civil, seglar, había entrado en estos dominicos, cuya orden nació al calor de la lucha seglar, civil, política, contra los albigenses, los bolcheviques del siglo XII, cuya orden nació con la Inquisición, poder civil, político, y aún más que político, policíaco.

El Paraíso del Dante tiene algo que ver con la Ciudad de Dios de San Agustín. Porque la Ciudad de Dios de San Agustín, el jurista, es también política. ¿Y qué no es política? ¿Dónde está el puro solitario, el puro monje, el anacoreta apolítico?

Eso de llamarle monje al Dante me ha revuelto todo el poso de congojas políticas y religiosas de cuando hace un año discurría sobre la agonía del cristianismo.


Hendaya, 12-XII-1925.

(Inédito.)

El mercado de los sábados

Es los sábados, en la plaza de la República, o mejor de la Iglesia, pues que el templo de ésta la preside. y arman allí sus tenderetes, sus toldos, los buhoneros, vendedores ambulantes, la mayor parte de ellos judíos. Es en el día de su fiesta litúrgica, en el sábado, y al amparo del templo cristiano, como se ponen a mercar estos descendientes de los israelitas expulsados hace más de cinco siglos de nuestra España. En Bayona hay todavía Rubios, Gómez, Salcedos, Pereiras, Pinedos de origen judeo-español. Y entre estos que vienen a mercar los sábados a Hendaya los hay que se dicen sirios o turcos, pero que son judíos sefarditas de origen español. El sábado último le oí a uno que, ponderando su mercancía, unas telas, decía: “¡muy hermozo!”, con una z sonora, a la antigua española, que denunciaba su lengua “español”. (Español y no española, porque para los sefarditas hispánicos el adjetivo español es, como era en lo antiguo, para los dos géneros.)

Ahí, en esa plaza de la iglesia de la República—o de la república de la Iglesia—, venden, no ya con oferta, sino con demanda de compra, forzando ésta. Dentro del templo, con una gran inscripción, está el Padre Nuestro, al lado del Evangelio, en francés, y al de la Epístola, en vascuence. Y dice: “Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.”

Es una fiesta, y más para un desterrado como yo en busca de impresiones, de comprensiones y de emociones, recorrer las callejuelas que quedan entre los tenderetes, teniendo que cerrar el paraguas, si llueve, para que no tropiece con los palitroques de sus toldos. Allí telas, babuchas, zapatillas, zapatos y botas, elásticos, paraguas, baratijas de todas clases, mercería y hasta confituras y cacahuetes. Acuden sobre todo españoles fronterizos, y más ahora, que el cambio les está tan favorable. Porque es lo que decía uno de los vendedores a unos pobres aldeanos: “Apresúrense a comprarlo porque ya ni en la fábrica lo encontrarán más barato; ¡con esto del cambio se están cerrando las fábricas!” ¡Curiosa interpretación económica!

Hablan todos ellos, los mercaderes, español y francés, y algunos, además, algo de vascuence; ¡quién sabe si un vascuence judaico! (¿Habrá habido alguna vez un judeo-eusquera o judeo-vascuence?) Y lo hablan con un acento inconfundible, con un acento internacional. Excepto una mujercita morenucha y vivaracha, que me dijeron que era castellana—tal vez judía-castellana—, que pregonaba su mercancía, paraguas, con una volubilidad de circo. Y manejaba como un malabarista sus paraguas arengando, en español muy claro y neto, con jotas muy castizas, a su público. Una vez le faltó una palabra, mango; mas ¿quién sabe si lo hace por arte? “¡Soy yo sola en Francia vendiendo paraguas así! ¡Compren con dinero o sin dinero, que ya me lo dejarán fiado, y si no me pagan, igual! ¡Vean, vean este paraguas con diez ballenas y piel de seda!” Y el público, fascinado como en el circo, mi raba a ver si veía alguna de las diez ballenas y la piel de seda. Más extraordinaria aún la piel de seda que las diez ballenas por paraguas.

Un aldeano vasco—niño grande—, con su mujer, se paró ante un tenderete y el dueño del vecino le dijo al otro: “Dale barato, ¿eh?, que le conozco; ¡es amigo mío!” Desde que el mundo es mundo los payasos de circo—y hubo circo de payasos ya en la ciudad de Ur, que dicen que fundaron los hijos de Caín—empleaban los mismos chistes para hacer reír a los niños, y los mercaderes los mismos trucos para mercar sus mercancías. Y lo del progreso del comercio es una leyenda. Progresa la industria, sin duda; pero ¿el comercio? Los fenicios, hermanos mellizos de los judíos, sabían cuanto se pan los más aprovechados comerciantes de hoy. Y es por eso, porque el comercio en lo esencial ni progresa ni puede progresar; por lo que, a pesar de los progreses de la industria, es irrealizable el comunismo. El que transporta géneros dominará siempre al que los fabrica. Así como el comerciante de ideas impondrá la ley al que las produce. Y el editor al escritor.

Yo me paseaba por entre las callejuelas del mercado, de la feria de los sábados de esta Hendaya, me paseaba buscando materiales para estos mis artículos, artículos de producción y de exportación y comercio, y pensaba en lo que llaman el comercio de las ideas. Y en los que dicen que hay artículos que no se venden aunque el sacerdote viva del altar. Y hasta hablan de simonía civil y laica.

¡Cuántas veces no he oído que el comerciante no produce, no crea nada, no hace más que tras portar. ¡No, ni el pescador produce!; no hace más que trasportar el pescado de la mar a tierra. Esa es la concepción que del comerciante tienen los labradores, los descendientes de Caín, el labrador de la tierra. Porque los descendientes de Abel, los abelitas, los pastores, son los que hacen el comercio Los israelitas, los hebreos, son descendientes de Abel, del pastor. Y pensando en esto entre los tenderetes de la feria sabatina de la plaza de la República de Hendaya, de la iglesia de Hendaya, me imaginaba las tiendas que los hebreos hubieron de levantar en el Desierto cuando iban tras de la tierra de promisión. Sólo que allí no harían falta paraguas, ni sus ballenas, ni piel de seda.

Para ballena la que se tragó a Jonás. Pero Jonás salió de su vientre. Y los jonaítas salen de todas las tragaderas de todas las ballenas. No hay ballena que pueda con un buen comerciante. Ni acaso aquella terrible y misteriosa ballena blanca, Moby Dick, de que nos contó Hermán Melville en su maravilloso libro.

Pero no debemos alejamos de la modesta feria de este modestísimo rincón fronterizo.


Hendaya, diciembre 1925.

(Inédito.)

La princesa negra

El otro día, yendo de paseo una vez más a Biriatu, y al acercarme a su cementerio, en las afueras de la iglesia, detuvo y sujetó mi mirada una visión encantadora. En un campo que hay allí, una yunta de bueyes arrastraba un rodillo de madera sobrecargado de dos gruesas piedras y apisonaba los terrones del sembrado. Guiaba a los bueyes, con un aguijón, una muchachita de dieciséis o dieciocho años, que alguna vez ponía su manecita sobre la camella de la coyunda. La muchachita, sonrosada, de pelo castaño, más bien rubio, iba vestida con cierta distinción, y más que como para un trabajo de campo, para una fiesta íntima. Un trajecito abotonado de arriba abajo y medias de color carne rosada. Y era algo que alegraba el corazón ver aquella aparición de labradora señoril, aristocrática, sobre aquel fondo de señoriales montañas. Había en ello una religiosidad de labranza doméstica. Mi compañero de paseo y yo nos quedamos contemplando aquella visión, bebiéndola, y con toda pureza, con los ojos. “¡Qué ejemplares de señorío mástico, de nobleza aldeana, dan esta tierra y esta raza nuestras, vascas!”, exclamé.

Cuando volví acá, a Hendaya, me dijeron que el caserío allí cercano se llama Muniorte y que es tradición que en él vivió algún tiempo el Príncipe Negro, Eduardo Plantagenet, y que dejó allí semilla, descendencia, en mujer vasca, y que sus descendientes, los de Muniorte, son rubios como él lo era. Que un cura, hijo de aquel caserío, rubio, cuando le decían que descendía del Príncipe Negro, exclamaba: “¡Pero si soy rubio!” Ignoraba que se le llamó Negro por el color de su armadura, pero que era un inglés muy rubicundo.

Después, cuando he vuelto otra vez a Biriatu, vi a la muchachita que entraba en el caserío; pero ya de casa, sin medias, descalza de pie y pantorrilla, con un trajecito de faena casera, desceñido y des cuidado. No iba ya vestida como para oficiar en el solemne servicio de guiar la yunta de los mansos bueyes en la liturgia del trabajo campestre. Detrás de ella se dirigió a la casa una mujer algo mayor que ella, acaso su madre, llevando sobre la cabeza—que se la cubría, así como la cara—un gran haz de yerba. Le preguntamos, por entablar conversación, el nombre del caserío; nos dijo que Muniorte; y al hablarle del Príncipe Negro—le Prince Noir—nos contestó en vascuence—lengua en que hablábamos con ella—: “Alá erraten duté!” Es decir: “Así dicen...” Conocía la leyenda, que es corriente en Biriatu.

El caserío de Muniorte es un caserón cuadrado, con tejado a cuatro aguas, pocas y pequeñas ventanas, y se oculta, como un desterrado palacete rústico, al pie del Choldocogaña. No tiene escudo ninguno. Ni se parece a otros caseríos, con entablamento de madera, que dicen de estilo vasco. Es un genuino caserón medieval.

El Príncipe Negro, Eduardo Plantagenet, hijo de Eduardo III de Inglaterra, y por tanto príncipe de Gales, nació en 1330; se cubrió de gloria, a sus dieciséis años, en la batalla de Crecy 25 de agosto de 1346—, en la guerra de los Cien Años; en la batalla de Poitiers—19 de setiembre—hizo presos al rey Juan, a su hijo y a una porción de príncipes y señores; después del Tratado de Bretigny (1360) se le hizo soberano de Aquitania y residió en Burdeos sobre todo; pasó luego, en 1367, a España, a servir a Don Pedro el Cruel contra su hermano el bastardo don Enrique de Trastamara, y en la batalla de Nájera hizo prisionero al famoso Duguesclin. Murió en Inglaterra, de cuarenta y seis años, en 1376, dejando a su mujer Juana, hija del conde de Kent, un hijo, Ricardo, que fué luego el rey Ricardo II, habiendo perdido otro, Eduardo. Y en alguna temporada de su remado en Aquitania, a que este país pertenecía, debió ser cautivado de amor, más o menos puro, en este caserío de Biriatu—o en otro que habría en su lugar—, y dejó, según la leyenda, esa semilla de regia sangre inglesa, mezclada a la no menos augusta sangre vasca. El famoso historiador Hume—el filósofo escéptico—elogia su cortesía, su moderación, su humanidad, y dice que se ganaba los corazones. Y algo más. Al menos en Biriatu. “Joven Marte de los hombres” le llama el Duque de York en el drama Rey Ricardo II, de Shakespeare (act. II, escena 3.ª).

Recuerdo haberlo oído leer a don Antonio Cánovas del Castillo en una larga conferencia sobre el Príncipe Negro en el Ateneo de Madrid. Estuvo le yendo, con recia voz y sin desmayo, más de dos horas seguidas y fué un alarde de resistencia.

Después de la batalla de Poitiers adoptó el Príncipe Negro por divisa la del escudo de un rey vencido: “Je sers!” “¡Sirvo!” Y ahora, por encima del recuerdo de la imagen de la muchachita ataviada para la fiesta del trabajo rural, poniendo su manecita sobre el yugo de los bueyes—en la otra el aguijón, la pértiga—, como un cetro entre los montes, me parece ver la divisa: “¡Sirvo!” ¡Un servicio regio! Sólo que así como los soldados del Príncipe Negro destrozaban franceses o a los partidarios en España de don Enrique de Trastamara, el bastardo—luego rey—, los bueyes que guiaba la acaso descendiente de un hijo bastardo de Eduardo Plantagenet, padre de Ricardo II de Inglaterra, estos bueyes destrozaban terrones al pie de la iglesiuca de Biriatu. La muchachita tal vez ignora el fondo de la leyenda, y más aún la historia; pero había en su aire y en su donaire, en su apostura y su compostura, ahora, a principios del siglo XX, una realeza rústica que bien podría derivar de mediados del siglo XIV. O aún de más allá. Pues cuenta Michelet que como un Montmorency le arguyese a un vasco que ellos, los Montmorency, databan del siglo VIII o IX, el vasco respondió: “Et nous, les basques, nous ne datons plus!”—“¡Y nosotros, los vascos, no datamos ya!”—. El Príncipe Negro vino a Biriatu a ennoblecer aún más su sangre.


Hendaya, diciembre 1925.

(Inédito.)

En la linde fronteriza

¡Qué hermoso día de sol de invierno ayer! Aún quedaban en las umbrías y quebradas de los montes rastrojos de nieve y pequeños carámbanos. Mas el campo estaba más acogedor aún que en prima vera. Y acompañado del doctor Durruty empren dimos un paseo por la ribera del Bidasoa arriba, a lo largo de la frontera por el fondo de la cañada.

¿Frontera? Como la linde es el río y éste va zigzagueando, haciendo eses entre España y Francia—más siempre en país vasco—, las orillas de uno y otro territorio nacionales parecen como los dedos entrelazados de dos manos que se cruzan. Aquí, en primer término, vemos tierra francesa; al fondo de ella, en perspectiva, la casería española de Alunda; encima, la iglesia de Biriatu, y sobre ella, en el último fondo, cumbres españolas.

Seguíamos la ribera francesa, recordando historias de contrabandistas y de las guerras civiles españolas. Aquí fué muerto por un carabinero—joven, esto es: miedoso—un contrabandista; allí, en aquella casería española de Laztaola, oscura y vieja, tu vieron los carlistas aduana y algún tiempo Don Carlos el cuartel general, cuando sitiaba a Irún; en esta borda, casería francesa, fué muerta por una bala perdida de los liberales una mujer que desde la ventana presenciaba como una fiesta una acción de guerrilla civil española, y se indemnizó a la familia con 30.000 francos. Y así íbamos recordando sucesos de ambas luchas, la del contrabando y la del otro contrabando; la lucha contra el proteccionismo económico y la lucha contra el proteccionismo intelectual y espiritual.

Pasando por Istoquieta a la borda de Ondíbar, a comer allí, en la cocina, en el hogar de una familia aldeana, vasca: el padre, español, la madre, francesa. Un ámbito de intimidad en la relativa estrechez económica. La abuela rodeada de sus nietecitos; una niña de doce años dando el biberón a su hermanito. Y un pequeñuelo que al ir yo a acariciarle, al acercarle a mí, sentados en el mismo es caño, rompe a llorar con el más espeso cuajo. ¿Miedo? ¿Vergüenza? Acaso ni lo uno ni lo otro, sino profunda emoción ante lo desconocido. ¿Qué pasó por la ahnita de aquel pobre niño—apenas si hablaba—criado en aquel barranco a la sombra del Choldocogaña y junto al Bidasoa? Le di luego un terroncito de azúcar y cuando después de comer me despedí de él con un beso sonreía. Empezaba a habituarse a mí; empezaba la costumbre.

Fuimos faldeando la montaña fronteriza francesa, subiendo por su vertiente. Pisábamos alfombra de hojas secas, amarillas, doradas, de roble, y a ratos oíamos el canto de los regatos que bajaban ocultos entre los matorrales. Los robles, ya desnudos, en madera—“los árboles en invierno son de madera”, como decía aquella señora de que habla Courteline—, mostraban la columnata de sus troncos, alguna vez verdecidos por la yedra, y entre ellos el verdor perenne de la argoma, con las perlas gualdas de sus flores invernizas y el verdor del boj. Y yo sentí que se me enverdecía la soledad íntima y que a las puertas del invierno de mi vida, en las postrimerías de su otoño, me brotaban en el fondo del ánimo verdores de argoma con doradas flores, y verdores de boj sobre rastrojos de follaje roblizo. E iba meditando en esta mi vida entre dos Estados, entre dos naciones, uno república y otro reino, y en mi otra vida, la eterna, la íntima, entre dos reinos, el de este mundo y el del otro, el de la carne y el de la historia.

Llegamos a aquella parte en que la encañada, al ir a entrar en Navarra, se estrecha más, se hace congosto. Frente a nosotros, del lado de España, se alzaba Erlaiz—en vascuence, Peña de la Abeja—, dominado por un fortín. Allá, en el fondo, aunque no lo divisábamos, el puente internacional de Endarlaza, donde el famoso cura Santa Cruz hizo fusilar a trece carabineros. Y recordé cuando hace cuarenta años, preparando mi novela histórica Paz en la guerra—en la que trabajé cerca de doce—, estudiaba las fechorías del famoso guerrillero tonsurado y trataba de imaginarme estos parajes, tan parecidos a otros de mi Vizcaya.

Más adelante el Bidasoa deja de ser río fronte rizo, entrando todo él en España, en Navarra. Y es que cuando la linde fronteriza se aparta de una norma geográfica es a favor de España. Todo el valle de Arán está en la vertiente francesa.

Subíamos la falda de la montaña francesa. El sol iba a ponerse sobre cumbres españolas. (De ellas surge aquí, en Hendaya.) Encendía el escaso follaje dorado que aún les quedaba a unos robles que se destacaban encima nuestro, y ese follaje, sobre todo si lo miraba quitándome las gafas, aparecía a mis ojos de miope como nubecillas rosadas prendidas del ramaje de invierno. Y es que para idealizar una visión, para realizarla más bien, pero en otro plano más íntimo, no tiene un miope más que mirarla a ojo desnudo. La luna se agranda en una gloria de resplandor que se funde en el cielo. Y ¡cuántas cosas no se adivinan así que se escapan a la concentración óptica de las lentes! La imagen nos entra más dentro que la retina, se nos entraña más. Y el mundo se nos hace más vaporoso; las estrellas se expansionan.

Dejando un momento al doctor Durruty, con su criado y su perro, que iba a cazar una becada, seguí un rato solo, por el monte, a la caza de mis ideas de miope que ve mal de lejos—es decir, mal no, sino de otro modo que los otros—, pero ve muy bien de cerca. E iba mirando, con ojos desnudos, al porvenir de mi España, cuyos cumbres tenía en frente. E iba bordeando aquellas tranquilas bordas, oscuras, reumáticas, con sus matas de helecho a la puerta casi, conchas de humildes vidas de almas que pasan por un mundo que es visión de miope. Al llegar a Ondíbar, de vuelta, la casera estaba la vando sus paños en el regato, en un remanso del cual paseábanse a nado unos patos. Y ya en el crepúsculo, cuando el Jaizquibel se esmalta en un cielo de platino encendido, volvía a entrar en este mi albergue.


Hendaya, diciembre 1925.

(Inédito.)

Hombres de Francia francesa

He vuelto a París, al cabo de diez años, a recordar mi estancia allí de más de un año, cuando mi destierro voluntario durante la Dictadura primo-riveriana, a la que perseguí mucho más y más sañudamente que ella a mí, que, en rigor, no me persiguió. He vuelto representando, con otros compañeros, a España, a la inauguración del Colegio Español de la Ciudad Universitaria de París, que tuvo efecto el día 10 de este abril. Y a procurar estrechar y encauzar más las relaciones culturales entre Francia y España, tarea en que nos ayuda nuestro embajador allí, don Juan Francisco de Cárdenas, uno de los españoles que más y mejor sirven a nuestra Patria. Excelentísimo en el sentido literal ya que del otro se abusa.

¡Las cosas que han pasado y las que han que dado aquí y allí en estos diez años! Preocupación ahora la de la próxima posible guerra, a la que parece estársela provocando con el miedo al miedo. Los pobres pueblos, presos de fatídica crisis moral, sufriendo de nacionalismos—terrible enferme dad mental (o mejor, demental) colectiva—diríase arrastrados por aquel trágico poder que Schopenhauer llamó el genio de la especie, y que si una vez empuja a ésta a procrearse, otra la empuja a cercenarse y aun a suicidarse. Ya Leopardi, más hondo que Schopenhauer, cantó la hermandad del Amor y de la Muerte. Que si una gata siente no poder criar, de siete crías que parió, sino tres, se come las otras cuatro. Y así el linaje humano.

Iba a revivir mi París de 1925. Y llegué a él cuando apenas se hablaba sino de guerra y de paz armada. Eran los días de la Conferencia de Stresa, en la Isola Bella, isla de decoración de ópera, en el sereno y apacible lago Mayor, isla que había yo visitado en 1917 en plena guerra mundial, en compañía, entre otros, de Azaña. En París ahora se hablaba de guerra; más en el fondo, como aquí en Madrid, de revolución, de nuestra supuesta revolución. Dos fantasmas tal vez al que nuestro instinto teatral—¿y no también malthusiano?—se complace en evocar. La envidia que un pueblo, como un hombre, se tiene a sí mismo, honda doctrina—para los mentecatos, paradoja—que des cubrió nuestro gran Quevedo y que hube de comentar en mi conferencia del Colegio Español de París.

En los trece meses que en 1924 a 25 me quedé en París, antes de recogerme a Hendaya, había tres lugares en que iba a refugiarme para gustar de una especie de dulce soledad provinciana. Eran la isla de San Luis, sosiego en medio del Sena; la plaza de los Vosgos, sin barahunda de vehículos, plaza para nietos y abuelos, en que murió el gran abuelo Víctor Hugo—yo no lo era aún entonces—, y el Palais Royal, con su estatua de Víctor Hugo desnudo—la han quitado ya de allí—, donde había anidado la Gran Revolución, la de 1789, y tronó Camilo. No acertaba a figurarme tal cosa en aquella tan espaciosa plaza—¡y real!—, donde todo habla de tradición, de conservación y de continuidad. Rehuyo distraerme aquí, y ahora, en disertar de revolución conservadora y de conservaduría revolucionaria y de cómo revolución y conservación—creación—son el lado cóncavo y convexo de una misma superficie histórica. ¿Lados? En geometría pura como en política pura, las superficies, como las líneas, no tienen lados. Son infinitivas. Y acaso infinitas.

Cuando mi destierro voluntario solía ir de vez en cuando a almorzar a un encantador cafetín de un rincón del Palais Royal. Me llevó primero allí mi querido amigo Ramón Prieto Bances, nuestro ministro de Instrucción Pública. Y ahora—unos días hace no más—volví a ampararme en el café de Chartres o Grand Séjour, según reza su rótulo, aunque lo de grande no le pega ni le peta. No ha cambiado, creeríase que desde su fundación. Recordábame—¡tierna añoranza!—el Suizo Viejo de mi Bilbao, en una rinconada de los soportales de esa plaza Nueva, de donde se me echaron a volar tantos rosados ensueños de mi niñez y mi mocedad. ¡Maternal Bilbao de mi hombría naciente!

¡Qué sosiego y qué intimidad la del Séjour! Un café en París provincia, sin parejas de amantes amartelados, por lo menos en mis visitas. Una pareja, sí, pero de amados maduros—acaso matrimonio—, jugando al jacquet. Y otros tranquilos parroquianos, al mismo juego casero y al ajedrez. Y ni gatos, ni perros, ni camelots du roí, ni jóvenes nacionalistas armando barullo u ostentando corbatas nacionales. Ni ciudadanos medios con sombrero hondo y serviette al brazo. Tardaron en presentar me la cuenta—la “adición”—, no sé si por retener me o porque adivinaban mi ninguna prisa. Allí se vive al paso. Creí reconocer en uno de los sosegados parroquianos a mi don Sandalio el ajedrecista, de que he contado—nivolescamente—la vida en mi San Manuel Bueno, mártir y tres historias más. Contemplando a aquellos hombres, que, a diferencia de los de otros lugares parisienses, no me es piaban ni parecían darse cuenta de mí, dolido de ciertas miradas cuando iba por bulevares, calles y plazuelas de escudriñador de caras, contemplándolos, me dije: “Estos son lo secular, lo inconmovible de Francia, de la Francia francesa, provinciana, aldeana, terruñera; éstos, los arraigados, los árboles del bosque humano que fué druidico”. Mas luego, al cruzar, de vuelta a España, la tierra, mollar y verde llanada de la “dulce” Francia y contemplar sus arboledas, las vi empenachadas de muérdago, del gui druidico. Y me dije que aquellos hombres de Francia francesa, los del café de Chartres, de París, eran el muérdago, verde y recio, prendido a los árboles arraigados en el patrio suelo secular.


(Ahora. Madrid. 15-V-1935.)


Publicado el 7 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.
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