Juan Manso

Miguel de Unamuno


Cuento


(Cuento de muertos)

Y va de cuento.

Era Juan Manso en esta pícara tierra un bendito de Dios, una mosquita muerta que en su vida rompió un plato. De niño cuando jugaban al burro sus compañeros, de burro hacia él; más tarde fue el confidente de los amoríos de sus camaradas, y cuando llegó a hombre hecho y derecho le saludaban sus conocidos con un cariñoso: «¡Adiós, Juanito!».

Su máxima suprema fue siempre la del chino: no comprometerse y arrimarse al sol que más calienta.

Aborrecía la política, odiaba los negocios, repugnaba todo lo que pudiera turbar la calma chicha de su espíritu.

Vivía de unas rentillas, consumiéndolas íntegras y conservando entero el capital. Era bastante devoto, no llevaba la contraria a nadie y como pensaba mal de todo el mundo, de todos hablaba bien.

Si le hablabas de política, decía: «Yo no soy nada, ni fu ni fa, lo mismo me da rey que roque: soy un pobre pecador que quiere vivir en paz con todo el mundo».

No le valió, sin embargo, su mansedumbre y al cabo se murió, que fue el único acto comprometedor que efectuó en su vida.

* * *

Un ángel armado de flamígero espadón hacía el apartado de las almas, fijándose en el señuelo con que las marcaban en un registro o aduana por donde tenían que pasar al salir del mundo, y donde, a modo de mesa electoral, ángeles y demonios, en amor y compañía, escudriñaban los papeles por si no venían en regla.

La entrada al registro parecía taquilla de expendeduría en día de corrida mayor. Era tal el remolino de gente, tantos los empellones, tanta la prisa que tenían todos por conocer su destino eterno y tal el barullo que imprecaciones, ruegos, denuestos y disculpas en las mil y una lenguas, dialectos y jergas del mundo armaban, que Juan Manso se dijo: «¿Quién me manda meterme en líos? Aquí debe de haber hombres muy brutos».

Esto lo dijo para el cuello de su camisa, no fuera que se lo oyesen.

El caso es qué el ángel del flamígero espadón, maldito el caso que hizo de él, y así pudo colocarse camino de la Gloria.

Iba solo y pian pianito. De vez en vez pasaban alegres grupos, cantando letanías y bailando a más y mejor algunos, cosa que le pareció poco decente en futuros bienaventurados.

Cuando llegó al alto se encontró con una larga cola de gente a lo largo de las tapias del Paraíso, y unos cuantos ángeles que cual guindillas en la tierra velaban por el orden.

Colócase Juan Manso a la cola de la cola. A poco llegó un humilde franciscano, y tal maña se dio, tan conmovedoras razones adujo sobre la prisa que le corría por entrar cuanto antes, que nuestro Juan Manso le cedió su puesto diciéndose: «Bueno es hacerse amigos hasta en la Gloria eterna».

El que vino después, que ya no era franciscano, no quiso ser menos y sucedió lo mismo.

En resolución, no hubo alma piadosa que no birlara el puesto a Juan Manso, la fama de cuya mansedumbre corrió por toda la cola y se transmitió como tradición flotante sobre el continuo fluir de gente por ella. Y Juan Manso, esclavo de su buena fama.

Así pasaron siglos al parecer de Juan Manso, que no menos tiempo era preciso para que el corderito empezara a perder la paciencia. Topó por fin cierto día con un santo y sabio obispo, que resultó ser tataranieto de un hermano de Manso. Expuso éste sus quejas a su tatarasobrino y el santo y sabio obispo le ofreció interceder por él junto al Eterno Padre, promesas en cuyo cambio cedió Juan su puesto al obispo santo y sabio.

Entró éste en la Gloria y, como era de rigor, fue derechito a ofrecer sus respetos al Padre Eterno. Cuando hubo rematado el discursillo, que oyó el Omnipotente distraído, dijole éste:

—¿No traes postdata? —mientras le sondeaba el corazón con su mirada.

—¡Señor, permitidme que interceda por uno de tus siervos que allá, a la cola de la cola...!

—Basta de retóricas —dijo el Señor con voz de trueno-. ¿Juan Manso?

—El mismo, Señor; Juan Manso, que...

—¡Bueno, bueno! Con su pan se lo coma, y tú no vuelvas a meterte en camisa de once varas.

Y volviéndose al ángel introductor de almas, añadió: «¡Que pase otro!».

Si hubiera algo capaz de turbar la alegría inseparable de un bienaventurado, diríamos que se turbó la del santo y sabio obispo. Pero, por lo menos, movido de piedad acercose a las tapias de la Gloria, junto a las cuales se extendía la cola, trepó a aquéllas, y llamando a Juan Manso, le dijo:

—¡Tataratío, cómo lo siento! ¡Cómo lo siento, hijito mío! El Señor me ha dicho que te lo comas con tu pan y que no vuelva a meterme en camisa de once varas. Pero... ¿sigues todavía en la cola de la cola? Ea, ¡hijito mío!, ármate de valor y no vuelvas a ceder tu puesto.

—¡A buenas horas mangas verdes! —exclamó Juan Manso, derramando lagrimones como garbanzos.

Era tarde, porque pesaba sobre él la tradición fatal y ni le pedían ya el puesto, sino que se lo tomaban.

Con las orejas gachas abandonó la cola y empezó a recorrer las soledades y baldíos de ultratumba, hasta que topó con un camino donde iba mucha gente, cabizbajos todos. Siguió sus pasos y se halló a las puertas del Purgatorio.

—Aquí será más fácil entrar —se dijo-, y una vez dentro y purificado me expedirán directamente al Cielo.

—Eh, amigo, ¿a dónde va?

Volviose Juan Manso y hallose cara a cara con un ángel, cubierto con una gorrita de borla, con una pluma de escribir en la oreja, y que le miraba por encima de unas gafas. Después que le hubo examinado de alto abajo, le hizo dar vuelta, frunció el entrecejo y le dijo:

—¡Hum, malorum causa! Eres gris hasta los tuétanos... Temo meterte en nuestra lejía, no sea que te derritas. Mejor harás en ir al Limbo.

—¡Al Limbo!

Por primera vez se indignó Juan Manso al oír esto, pues no hay varón tan paciente y sufrido que aguante el que un ángel le trate de tonto de capirote.

Desesperado tomó camino del Infierno. No había en éste cola ni cosa que lo valga. Era un ancho portalón de donde salían bocanadas de humo espeso y negro y un estrépito infernal. En la puerta un pobre diablo tocaba un organillo y se desgañitaba gritando:

—Pasen ustedes, señores, pasen... Aquí verán ustedes la comedia humana. Aquí entra el que quiere.

Juan Manso cerró los ojos.

—¡Eh, mocito, alto! —le gritó el pobre diablo.

—¿No dices que entra el que quiere?

—Sí, pero... ya ves —dijo el pobre diablo poniéndose serio y acariciándose el rabo-, aún nos queda una chispita de conciencia... y la verdad... tú...

—¡Bueno! ¡Bueno! —dijo Juan Manso volviéndose porque no podía aguantar el humo.

Y oyó que el diablo decía para su capote: «¡Pobrecillo!».

—¡Pobrecillo! Hasta el diablo me compadece.

Desesperado, loco, empezó a recorrer, como un tapón de corcho en medio del océano, los inmensos baldíos de ultratumba, cruzándose de cuando en cuando con el alma de Garibay.

Un día que atraído por el apetitoso olorcillo que salía de la Gloria se acercó a las tapias de ésta a oler lo que guisaban dentro, vio que el Señor, a eso de la caída de la tarde, salía a tomar el fresco por los jardines del Paraíso. Le esperó junto a la tapia, y cuando vio su augusta cabera, abrió los brazos en ademán suplicante, y con tono un tanto despechado le dijo:

—¡Señor, Señor! ¿No prometiste a los mansos vuestro reino?

—Sí; pero a los que embisten, no a los embolados.

Y le volvió la espalda.

* * *

Una antiquísima tradición cuenta que el Señor, compadecido de Juan Manso, le permitió volver a este pícaro mundo; que de nuevo en él, empezó a embestir a diestro y siniestro con toda la intención de un pobrecito infeliz: que muerto de segunda vez atropelló la famosa cola y se coló de rondón en el Paraíso.

Y que en él no cesa de repetir: «¡Milicia es la vida del hombre sobre la tierra!».

(El Nervión, Bilbao, 22-V-1892)


Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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