La Fe

Miguel de Unamuno


Ensayo, religión


P. –¿Qué cosa es fe?

R. –Creer lo que no vimos.


¿Creer lo que no vimos? ¡Creer lo que no vimos, no!, sino crear lo que no vemos. Crear lo que no vemos, sí, crearlo, y vivirlo, y consumirlo, y volverlo a crear y consumirlo de nuevo viviéndolo otra vez, para otra vez crearlo… y así; en incesante tormento vital. Esto es fe viva, porque la vida es continua creación y consunción continua, y, por lo tanto, muerte incesante. ¿Crees acaso que vivirías si a cada momento no murieses?

La fe es la conciencia de la vida en nuestro espíritu, porque pocos vivos la tienen de que viven, si es que puede llamarse vida a esa suya.

La fe es confianza ante todo y sobre todo; fe en sí mismo tiene quien en sí mismo confía, en sí y no en sus ideas; quien siente que su vida le desborda y le empuja y le guía; que su vida le da ideas y se las quita.

No tiene fe el que quiere, sino el que puede; aquel a quien su vida se la da, porque es la fe don vital y gracia divina si queréis. Porque si tienes fe inquebrantable en que has de llevar algo a cabo, fe que trasporta montañas, no es en rigor la fe esa la que te da potencia para cumplir ese trasporte, sino que es la potencia que en ti latía la que se te revela como fe. No espolees, pues, a la fe, que así no te brotará nunca. No la hurgues. Deséala con todo tu corazón y todo tu ahínco, y espera, que la esperanza es ya fe. ¿Eres débil? Confía en tu debilidad, confía en ella, y ocúltate, bórrate, resígnate; que la resignación es también fe.

No busques, pues, derecha e inmediatamente, fe; busca tu vida, que si te empapas en tu vida, con ella te entrará la fe. Pon tu hombre exterior al unísono del interior, y espera. Espera, porque la fe consiste en esperar y querer.

La fe se alimenta del ideal y sólo del ideal, pero de un ideal real, concreto, viviente, encarnado, y a la vez inasequible; la fe busca lo imposible, lo absoluto, lo infinito y lo eterno: la vida plena. Fe es comulgar con el universo todo, trabajando en el tiempo para la eternidad, sin correr tras el miserable efecto inmediato exterior; trabajar, no para la Historia, sino para la eternidad. Fe es si predicas de noche, en medio del desierto, mirar al parpadeo de las estrellas y confiar en que te escuchan y hablarles al alma, como San Antonio de Padua predicaba a los peces.

El intelectualismo es quien nos ha traído eso de que la fe sea creer lo que no vimos, prestar adhesión del intelecto a un principio abstracto y lógico, y no confianza y abandono a la vida, a la vida que irradia de los espíritus, de las personas, y no de las ideas, a tu propia vida. A tu propia vida, sí, a tu vida concreta, y no a eso que llaman la Vida, abstracción también, ídolo.

Ved en el orden religioso, y en el único orden religioso que en nuestras almas elaboradas por el cristianismo cabe, en el orden religioso cristiano; ved en él que fe es confianza del pecador arrepentido en el Padre de Cristo, única revelación para nosotros del Dios vivo. Es la única fe que salva, y lo único que salva. De ella brotan las obras, como del manantial el agua.

Escudriñad la lengua, porque la lengua lleva, a presión de atmósferas seculares, el sedimento de los siglos, el más rico aluvión del espíritu colectivo; escudriñad la lengua. ¿Qué os dice?

Fe, nuestro vocablo fe, lo heredamos, con la idea que expresa, de los latinos, que decían fides, de donde salió fidelis, fiel, fídelitas, fidelidad, confidere, confiar, etc. Su raíz fid– es la misma raíz griega πιθ– (labial por labial, y dental por dental) del verbo πειθειν, persuadir, en la voz activa, y πειθεσθαι, obedecer, en la voz media; y obedecer es obra de confianza y de amor.

Y de la raíz πιθ– salió πιστις, fe, cosa muy distinta de la γνωσις o conocimiento. Id al alemán y tenéis Glaube, fe, del antiguo alto alemán gilouban, gótico galaubjan, de la raíz liub–, lub–, que indica idea de amor. Mas es en griego, donde en la diferencia entre pistis y gnosis se percibe el matiz propio del concepto de fe.

Acababa de pasar Jesús por el mundo, donde quedaba aún el perfume de su huella y el eco vivo de sus palabras de consuelo; aún alumbraba a sus discípulos su memoria vivificante, como dulce crepúsculo de sol que ha muerto besando, entre nubes de sangre, a la cansada tierra. Jóvenes las comunidades cristianas, esperaban la próxima venida del reino del Hijo de Dios e Hijo del Hombre; la persona y la vida del Divino Maestro eran el norte de sus anhelos y sentires. Sin su persona no se sentían sus enseñanzas; sin su vida no se penetraba en sus obras, inseparables de él mismo. Sentíanse henchidas de verdadera fe, de la que con la esperanza y el amor se confunde, de lo que se llamó pistis (morí πισ−τις), fe o confianza, fe religiosa más que teologal, fe pura, y libre todavía de dogmas. Vivían vida de fe; vivían por la esperanza en el porvenir; esperando el reino de la vida eterna; vivíanla. Daba cada cual a su esperanza la forma imaginativa o intelectiva que mejor le cuadrara, si bien dentro todos del tono común de sus comunes esperanzas –tono, y no doctrina–, variando así los conceptos que de Jesús y de su obra se formaran. No es raro encontrar en los llamados padres apostólicos distintas concepciones, poco definidas de ordinario, de un mismo objeto de la fe de esperanza; hasta gozaban, no pocas veces, de la santa libertad de contradecirse. En aquella masa de anhelos y de aspiraciones, hirviente de entusiasmo, dibujábanse, aunque embrionarias todavía, las tendencias todas que constituyeron más tarde la larga procesión de las herejías; allí apenas había nacido la distinción entre ortodoxos y herejes, o más bien ortodoxa la herejía, por caber en el recto creer –reducido a un vivo esperar entonces– la doctrina que, para darle forma, escogía cada cual. Y de aquí, de este escojer, herejía, haeresis, αιρεσις; que «elección» significa. La pistis, la fe viva, daba tono de unidad profunda a aquella riquísima variedad palpitante de futuras creencias diversas, como hoy sigue cerniéndose una pistis sobre las distintas cristianas confesiones en lucha.

A medida que el calor de la fe iba menguando y mundanizándose la religión, iba la candente masa enfriándose en su superficie y recubriéndose de costra, que le separaba más y más del ambiente, dificultando su más completa aireación. Así se cumplía la fatal separación entre la vida religiosa y la vida común, cuando ésta no debería ser más que una forma de aquélla. Aparecieron puntos de solidificación y cristalización aquí y allí. La juvenil pistis fue siendo sustituida por la gnosis (γνωσις), el conocimiento, la creencia, y no propiamente la fe; la doctrina y no la esperanza. Empezose a enseñar que en el conocimiento consiste la vida; convirtiéronse los fines prácticos religiosos en principios teóricos filosóficos, y la religión en una metafísica que se supuso revelada.

Nacieron sectas, escuelas, disidencias, dogmas por fin. Poco a poco fue surgiendo el credo, y el día en que se alzó neto y preciso el llamado símbolo de la fe, fue que el espíritu de la gnosis había vencido, fue el triunfo del gnosticismo ortodoxo, el nacido de lenta adaptación, no de los comúnmente llamados gnosticismos, de las prematuras y rápidas helenizaciones del Evangelio. En adelante, la fe fue para muchos creer lo que no vieron, adherirse a fórmulas: gnosis, y no confiar en el reino de la vida eterna: pistis, es decir, crear lo que no veían. Así pasa una juventud.

Hoy se reproducen aquí y allí movimientos análogos a los que anudaron aquellas primitivas comunidades cristianas; hoy se unen jóvenes de espíritu en la común esperanza del advenimiento del reino del hombre; hoy brota verdadera fe; pistis santa confianza en el ideal, refugiado en el porvenir siempre, fe en la utopía.

Créese por muchos y se confía en un nuevo milenio, en una redención próxima, en una futura vida de libertad fraternal y equitativa. Este ideal no se cumplirá, será eternamente futuro, para mejor conservar su idealidad preciosa que es la que nos vivifica, como no se cumplió la venida próxima de Cristo, cuyo reino no es de este mundo; pero así como Cristo vino, y viene al alma de cada uno de los que en él con verdadera fe creen, así reinará el hombre futuro en el alma de cada uno de sus fieles; viviremos así en el porvenir, y de tanta labor íntima quedará fecunda huella en la vida cotidiana.

¿Por qué ese hombre futuro, ese sobrehombre de que habláis, es otra cosa que el perfecto cristiano que, como mariposa futura, duerme en las cristianas larvas o crisálidas de hoy? ¿Será otra cosa que el perfecto cristiano ese sobrehombre cuando rompa el capullo gnóstico en que está encerrado y salga de las tinieblas místicas en que aborrece al mundo, al mundo de Dios, y en que acaso reniega de la vida, de la vida común?

Entonces será la Naturaleza gracia. Entonces se romperán esas sombrías concepciones medioevales en que se ha ahogado al sencillo, luminoso y humano Evangelio, concepciones de siervos o de señores de siervos. Entonces el anacoreta se retirará a su propio espíritu, para poder desde este su recogimiento derramarse en la vida común y vivir con la vida de todos, porque sólo de obras de amor con el prójimo se nutre el amor a Dios.

Porque, después de todo, ¿fe cristiana qué es? O es la confianza en Cristo o no es nada; en la persona histórica y en la histórica revelación de su vida, téngala cada cual como la tuviere. Tiénenla muchos que de él dicen renegar; descubriríanla a poco que se ahondasen. Fe en Cristo, en la divinidad de Cristo, en la divinidad del hombre por Cristo revelada, en que somos, nos movemos y vivimos en Dios; fe que no estriba en sus ideas, sino en él; no en una doctrina que representara, sino en la persona histórica, en el espíritu que vivía y vivificaba y amaba. Las ideas no viven ni vivifican ni aman. Fe cristiana consiste en que en el Cristo del Evangelio, y no en el de la teología, se no presente y nos lleve a sí el Dios vivo, cordial, irracional, o si queréis, sobrerracional o intrarracional, el Dios del imperativo religioso, no el Sumo Concepto abstracto construido por los teólogos; no el primer motor inmóvil del Estagirita con su cortejo de argumentos físico, cosmológico, teológico, ético, etcétera, etc.

Dios, en nuestros espíritus, es Espíritu y no Idea, amor y no dogma, vida y no lógica.

Todo lo que no sea entrega del corazón a esa confianza de vida, no es fe, aunque sea creencia. Y toda creencia termina, al cabo, en un credo quia absurdum, en el suicidio, por desesperación, del intelectualismo, o en la terrible fe del carbonero.

¡Terrible fe la del carbonero! Porque, ¿a qué viene a reducirse la fe del carbonero?

–¿Qué crees?

–Lo que cree y enseña nuestra Santa Madre la Iglesia.

–¿Y qué cree y enseña nuestra Santa Madre la Iglesia?

–Lo que yo creo (bis).

¡Y así sigue el círculo vicioso… y tan vicioso! Le presentan cerrado y sellado el libro de los siete sellos, diciéndole: «¡Cree lo que aquí se contiene!»; y contesta: «Créolo».

¿Pero cree lo que el libro dice? ¿Lo conoce acaso? Hay algo de aquello de «basta que usted lo diga» y firmar en barbecho. Se ahorra de tener que pensar; he aquí todo.

Semejante fe no es más que un acto de sumisión a una potencia terrena, y nada más que terrena, una mundanización de la fe; no es confianza en Dios por Cristo, sino sumisión a un instituto jerárquico y jurídico.

Una fe sólo se mantiene en una Iglesia, es cierto. En una Iglesia; pero Iglesia, ¿qué es? La congregación de los fieles, de todos cuantos creen y confían. La más amplia Iglesia es la humanidad.

¿Pero aquí qué ha pasado? Que se ha querido casar las dos cosas más incompatibles: el Evangelio y el derecho romano; la nueva de amor y de libertad y el ita ius esto; el espíritu y el dogma. Y así se han cortado las alas al profetismo hebraico, que pedía amor y no inmolaciones, con el lastre de los edictos justinianeos y los sacra paganos; han apagado con agua lustral el fuego de la fe. Y encima han alzado al Estagirita con su molino lógico, sus silogismos, su entelequia, sus entendimientos agente y pasivo, y sus categorías y categoremas todos, echados a perder por una legión de pobres ideófagos, que redujeron a polvo analítico el corazón. A la sombra del mortífero derecho canónico brotó la decadente teología, hija más que madre de aquél, brillante fantasía helénica sobre motivos evangélicos, sometida luego a las cinchas leguleyescas del espíritu romano, espíritu de soldados y de pretores, de disciplina y de código, que se formó en el adversus hostem aeterna auctoritas y en el ita ius esto. Y acabó por ser la auctoritas el único ius ejercido adversus hostes, contra los fieles todos, convertidos en hostes, en enemigos. Porque sí, el hombre es el enemigo, el hombre es el malo; contra el hombre hay que esgrimir la ley, porque el hombre es, por naturaleza, rebelde y soberbio. ¡Pobre hombre!

¡Y todo se vuelve chiboletes!

–¿Qué es eso de chiboletes? –dirás.

Acude al capítulo XII del libro de los Jueces, y hallarás su explicación. Hela aquí:

Los de Efraim movieron guerra a los de Galaad, y juntando Jefté a éstos, peleó contra Efraim. «Y los galaaditas tomaron los vados del Jordán a Efraim, y sucedía que cuando alguno de los de Efraim, que había huido, decía: “¿Pasaré?”, los de Galaad le preguntaban: “¿Eres tú efraimita?” Si respondía que no, le decían: “Pues di schibolet”. Y él decía sibolet, porque no podía pronunciar de aquella suerte. Y entonces le echaban mano y lo degollaban junto a los vados del Jordán. Y murieron entonces de los de Efraim cuarenta y dos mil».

He aquí lo que nos cuenta el libro de los Jueces en los versillos 5 y 6 de su capítulo XII. Que es como si moviendo guerra los de Castilla la Vieja a los de la Nueva, cuando alguno de éstos intentase pasar el Guadarrama le dijeran: ¿eres madrileño? y si respondiese que no: pues di pollo, y él diría poyo, porque no pueden pronunciar de aquella suerte. Y entonces le echaran mano para degollarle en los puertos del Guadarrama.

Y ha quedado la palabra schibolet, sobre todo en inglés (shibboleth) –lenguaje que, como pueblo que lo habla, se ha formado en gran parte bajo el influjo de tradiciones bíblicas– en el sentido de santo y seña de un partido cualquiera o de una secta.

Nosotros no hemos adoptado el vocablo, ¿pero la cosa? Estamos llenos de schibolets, o chiboletes, si preferís esta forma, ya adaptada a nuestro idioma, de santos y señas; chiboletes por todas partes. «¡Jesuita!» –y cree haber dicho algo; «¡krausista!»– y se queda tan descansado nuestro hombre. Chiboletes, chiboletes por todas partes, chibolete de la falta de fe.

«Di ¡pollo!», y contesta el pobre diciendo: ¡poyo!, y; «¿poyo, poyo dices?… pues te degüello, que tú eres efraimita!».

Entre luchas cruentas e incruentas, con infinito trabajo, con ansias íntimas, con angustias y anhelos, con desesperaciones y júbilos, brotó del alma de una comunidad un dogma, flor de una planta rebosante de vida, de una planta con raíces y tallo y hojas y savia. Y la comunidad trasmitió a sus más jóvenes retoños esa flor preciada, que habría de dar fruto, o mejor aún, en la cual habría de dar fruto la planta. Y lo dio; pero al darlo murió la flor, como es forzoso. Y guardaron los fieles sus ajados pétalos en un relicario, y bajo fanal los tienen y rinden culto a esos ajados pétalos de la flor muerta. Y entre tanto se seca la planta y no da ya fruto. Mas los ajados pétalos, como esas flores que se guardan prensadas entre las hojas de un devocionario, recuerdo ¡ay! de amores que pasaron, hanse convertido en chibolete.

Y cuando llega algún efraimita y se acerca al fanal del relicario hácele oler el galaadita la flor ajada, a través de la vitrina, la flor prensada del herbario litúrgico, y le dice: ¿a qué huele? Y si el efraimita es sincero y contesta, según sea de fino su olfato, o bien: «¡no me huele a nada!» o ya: «¡huele a muerto!» ¡a degollarle!

¡A degollarle! ¡A degollarle moralmente! ¡A marcarle con el hierro! ¡Sobre él la Inquisición inmanente y difusa! ¡No huele la flor!, ¡no huele la flor!, ¡no tiene olfato! ¡desgraciado!… ¡no tiene olfato! ¡desgraciado!… Desgraciado, sí, digno de conmiseración y lástima, pero un peligro para los demás, porque esas infernales corizas son infecciosas, y va a cundir la enfermedad, va a estropearnos la pituitaria, van a perder el olfato los fieles galaaditas, y si lo pierden, ¿qué será, Dios mío, de la tribu de Galaad? Sin olfato habrá de envenenarse, porque es el olfato el centinela de la boca, y sin él el paladar no sirve.

¡La espada, la espada de Jefté, pronto, a degollarlo! ¡A degollarlo antes de que nos contagie su infernal coriza y perdamos el olfato y no olamos la flor misteriosa y se nos amargue la vida!

Sí, hay que evitar a toda costa el perder el olfato, eso que llaman perder el olfato espiritual, y que no es nada menos que ganarlo o recobrarlo. Es menester impedir que la flor seca del herbario nos huela a muerto o a seco, y que vayamos al campo libre a buscar las flores que crecen al sol y que dan fruto y mueren. Porque sólo fructifica la flor cuando muere, como sólo muriendo da nueva planta el grano. ¿Muriendo? Muriendo no, renaciendo. Y lo que no es incesante renacimiento, ¿qué es?

Hello se extasiaba ante eso de que el Credo se cante. Se canta, sí, ¿pero no se reduce a letra, letra de música, tralalá de melopea? ¡Qui ex Patre Filioque procedit...!

Este Filioque costó mares de tinta, y supremos esfuerzos de ingenio, y legiones de silogismos y enormidad de invectivas. Y bien, ¿en qué vivifica la vida del que lo repite hoy? ¿Por qué lo han suprimido del Credo popular, del vulgar, del que se enseña en las escuelas, del Credo ad usum serví pecoris, mientras persiste en el otro, en el litúrgico, en el cantable? ¿En qué le hace más divino, mejor, al que lo canta u oye cantar? ¿En qué se levanta el corazón? ¿Qué luz le da ese Filioque para ascender al Amor?

Pero no condenéis ninguna fe cuando sea espontánea y sencilla, aunque se viese forzada a verterse en formas que la deformen. Toda fe es sagrada. Lo es la fe del fetichismo, que anima, consuela, da fuerzas, infunde ánimo, hace milagros.

Ved la imagen prodigiosa, el tosco leño milagrero, tallado a hachazos, por un aperador tal vez, el leño a cuyos pies han ido a dejar generaciones de aldeanos, sus pesares, sus ansias, sus angustias, a avivar sus vislumbres. Todo allí lleno de exvotos: muletas mugrientas, trenzas de pelo, camisitas amarillas con el polvo del tiempo, cintas ajadas, pinturas toscas, miembros de cera, quebradiza ya… Y luego, entrad en Nuestra Señora de las Victorias, de París, pongo por caso. Aquello es el cementerio del fetichismo, donde éste hiede en su seca osamenta. Hanse convertido los espontáneos exvotos en reguladas inscripciones, grabadas con letra roja en marmolillos blancos. Parece el templo un periódico, con sus gacetillas y anuncios; recuerdan las inscripciones aquellas las listas de adhesiones de los periódicos de partido o los nichos de un cementerio. Hiede a osario. Está ya el fetichismo reglamentado, sometido a partida doble, con su libro mayor, su copiador de cartas y su libro de caja, ¡sobre todo el libro de caja! Pero luego se ha perfeccionado el sistema, y tenemos ya, en otra parte, el laboratorio de ensayo de los milagros.

A los pocos días de haber visitado Nuestra Señora de las Victorias, con sus vastos muros anunciadores, entré en cierta vulgarísima iglesiuca de una aldea de mi tierra vasca, allá entre las montañas que se embozan en llovizna. A la entrada, a la derecha, el rústico bautisterio, la gran pila de piedra donde reciben el agua los hijos de aquellos aldeanos, acaso mientras los helechos, brezos y argomas se empapan en la que de los frondosos castaños les cae. La parte delantera de la nave, de suelo de madera, es cementerio en que descansan los restos de aquellos que trabajaron y murieron en paz. En el suelo, paños negros llenos de lagrimones de cera; en otros sitios papelones, planas con los palotes, del nieto acaso de quien debajo reposa, pedazos de periódico, uno con anuncios de Singer, papeles pintados, y sobre estos paños y papeles, en trozos de madera vieja y negra de distintas formas, una arrollada cerilla amarilla, que fue jugo de flores no hace mucho, cerilla que se consume en luz triste sobre los muertos. Allí, cubierta la cabeza con la mantilla negra, cuya borlita les cuelga sobre la frente, y cubriéndose con el moquero la cara, llorarán en silencio, mascullando oraciones, las pobres caseras, mientras lagrimea la cerilla. ¿Qué piensa del filioque esa casera? Alguna vez se habrá fijado acaso en la cara de cera de aquella Dolorosa envuelta en su manto negro, del altar de la izquierda; tal vez en el San Antonio de aquel cuadro de sombras viejas y cielo de oro sucio del de la derecha, o en el San Juan en el desierto; acaso en las inevitables estampas de los lados del altar mayor; o en la Virgen española, morena, tosca, de vivos ojos y severo rostro, manto bordado y largo pelo tendido, con su niño vivaracho de traje bordado también, y coronados ambos, del flanco del evangelio; o en la Virgen francesa, de ceñido traje blanco con cintas azules, manos juntas y cara de lirio de pintura dirigida al cielo, del flanco de la epístola; habrá detenido su mirada en aquella Santa Isabel en el lecho, que tiene a su lado a San José y a la Virgen que mira cada cual a un lado, o la habrá reposado en aquel Cristo de encima, iluminado por la desfallecida luz que a través de las rojas cortinas se filtra; pero a la casera de Alzola, ¿qué le dice el filioque?

Por fuera el pórtico encachado, con sus bancos de piedra donde el sol se rompe y sus puntales de tronco que sostienen el tejadillo; allí el muro que hace de frontón de pelota, con su cinta de hierro para marcar el escás. Y luego se tiende la plazoleta con sus nogales, su largo banco de piedra en semicírculo y su mesa de dos grandes piedras para el reparto del botín del entierro. Desde la plazuela vese el río que enseña las piedras de su lecho, mientras otras surgen a blanquearse al sol; en sitios quiébrase en ellas y murmurando se riza y arruga el arroyo. Paséanse los patos junto a las piedras lavanderas, vese al puente y a las casas reflejadas en horizontales capas en el agua tranquila, reflejo esmaltado por peñas que asoman en el cristal de su cabeza. El verde de las montañas, oscuro en los castaños y en los maizales tierno, viste al vasto templo, al templo inmenso, al templo libre en que a guisa de incienso corre la brisa susurrando en los chopos, los castaños y nogales. Y a la pobre casera de Alzola, que sale de su iglesiuca, de la iglesiuca en que aprendió a rezar, al templo inmenso de las montañas, ¿qué le dice el filioque? ¿Tiene fe?

Sí, tiene fe, confía. Es sincera; vive sencillamente; nos utiliza; ignora el dogma; tiene su fe, la suya.

Lo que mata es la mentira, y no el error, y hay mentiras que tiemblan de reconocerse tales, mentiras que temen encontrarse a solas consigo mismas. Hay gentes que vislumbrando vagamente que viven de mentiras, rehúyen examinarlas, y repiten: ¡no quiero pensar en eso! ¿No quieres pensar en eso?, ¡pues estás perdido!

Eso en que no crees es mentira, porque ¿puede serte verdad aquello en que no crees? Quien enseñare una de esas que llaman verdades sin creer en ella, miente.

¡Verdad! Y «¿qué es verdad?» –preguntó Pilatos a Cristo, volviéndole las espaldas sin esperar respuesta, volviendo las espaldas a la verdad–. Porque Cristo dijo de sí: «yo soy la verdad», díjolo de sí, y no de su doctrina. ¿Que no lo dijo? Pues nos lo dice a todas horas.

La fe es, ante todo, sinceridad, tolerancia y misericordia.

¡Sinceridad! ¡Santo anhelo de desnudarse el alma, de decir la verdad siempre y en todo lugar, y mejor cuando más intempestiva e indiscreta la crean los prudentes según la ley! ¡Santo anhelo de poner al descubierto y a la frescura del mundo nuestro espíritu para que se airee y vivifique!

¡Tolerancia! ¡Viva comprensión de la relatividad de todo conocimiento y de toda gnosis y creencia, y de que sólo desarrollándose cada cual en su propio mundo de ideas y sentimientos es como hemos de armonizarnos bajo unidad de fe en rica variedad de creencias! ¡Tolerancia! ¡Hija de la profunda convicción de que no hay ideas buenas ni malas, de que son las intenciones, la fe, y no las doctrinas, no el dogma, lo que justifica los actos!

¡Misericordia! La caridad no es cosa distinta de la fe, es una forma de ésta, una expansión de la confianza en el hombre. ¡Fuera de todo fiel, el demoníaco regocijo con que las gentes honradas, los justos, según la ley, los hombres de orden, piensan que se va a dar garrote o cuatro tiros al delincuente, dando así, por instrumento del verdugo, desahogo a sus criminales instintos, a lo que de común tienen con el pobre ajusticiado!

Sinceridad para descubrir el ideal siempre y oponerlo a la realidad; tolerancia hacia las diversas creencias que dentro de la común confianza caben; misericordia hacia las víctimas del pasado y del presente incoercibles. Esta es fe.

Ten, pues, fe y ten sobre todo fe en la fe misma. Porque si los amadores cobraron tanta fuerza del amor al amor mismo, no menos la cobran los fieles de la fe en la fe misma, de la confianza en el poder todopoderoso de la confianza misma.


Publicado el 16 de abril de 2020 por Edu Robsy.
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