Más Sobre la Crisis del Patriotismo

Miguel de Unamuno


Ensayo


«Oigo la voz de Dios; ¡ay de los que quieran resistirla! ¡Para ellos no se ha escrito la Historia!».

(JOSÉ RIZAL: Noli me tangere, cap. L)


«Escolta, Espanya — la veu d'un fill
que t'parla en llengua no castellana:
parlo en la llengua — que m'ha donat
la terra aspra:
en questa llengua — pocs t'han parlat:
en l'altra, massa.
[...]
On est, Espanya? — No t'veig en lloc.
No sents aquesta llengua — que t'parla entre perills?
Has desaprès d'entendre an els teus fills?
Adéu, Espanya!».

(JOAN MARAGALL: Oda a Espanya)
 

El ensayo que sobre «La crisis actual del patriotismo español» publiqué en estas mismas páginas, refugio de sinceridad, fue reproducido y comentado, y me forjo la ilusión de que ha contribuido a levantar a no pocos espíritus, sobre todo en Cataluña y en mi País Vasco, y a traerlos más aún al patriotismo español. Y al único patriotismo verdaderamente fecundo, al que consiste en esforzarse por hacer a la Patria grande, rica, variada, compleja.

Y la complejidad de la Patria, condición ineludible de su desarrollo armónico, supone la variedad íntima, la diferenciación de sus partes componentes y la mutua acción de estas partes, las unas sobre las otras, dentro de la integridad total. Cada región, cada casta de las que componen a España, debe procurar acusar, corroborar y fijar su propia personalidad, y el mejor modo de acusarla, corroborarla y fijarla, el único eficaz, consiste —no me cansaré de repetirlo— en tratar de imponérsela a las demás regiones o castas. Nadie se hace una personalidad por acción interna, sino por acción hacia fuera.

Según Rolph, en su obra Problemas biológicos, no es el crecimiento y la multiplicación de los vivientes lo que les exige más alimento, y les lleva, para conseguirlo, a la lucha por la vida, sino que es una tendencia a más alimento cada vez, a sobrepasar de lo necesario, a excederse, lo que les lleva a crecer y multiplicarse. No es instinto de conservación lo que, según él, nos mueve a obrar y luchar por la vida, sino instinto de invasión, de prepotencia; no tiramos a mantenernos, sino a ser más, a serlo todo. La lucha es ofensiva, no defensiva.

El hecho es que quien no trate de ser en los demás, dejará de ser en sí mismo; quien no se es fuerce por imprimir su cuño en los demás, acabará por perderlo. No se conserva y acrecienta espíritu sino dándolo; el que renuncia a influir en los que le rodean y a modificarlos a su imagen y semejanza, renuncia de hecho a conservarse tal cual es, como no sea en una verdadera petrificación espiritual.

El esfuerzo que llevan a cabo a fin de imponerse mutuamente unos hombres o unos pueblos a otros hombres o pueblos, es el resorte más vigoroso del progreso, es el empuje más fuerte del enriquecimiento mutuo.

El empeño de imponer su concepción de la vida a otros pueblos se cifró para el pueblo castellano, en sus tiempos de predominio, en aquel ideal de unitarismo que se encierra en los dos tremendos versos de Hernando de Acuña, el poeta de Carlos I:


Una grey, y un pastor solo en el suelo,
un monarca, un imperio y una espada.
 

Fue, en el fondo, el ideal de la unidad huera, de la unidad sin contenido apenas, de la unidad por la unidad misma. No se buscaba la integración de las diferencias, la armonía que surge de sus choques mutuos, el acorde de las discordancias. Pueblo poco músico, no entendía de tales complejidades. Lo que pretendía era que cantasen todos a una sola voz, en coro homofónico, que cantasen todos un mismo canto. El coro metería más ruido que si cantase un hombre solo, pero sería la misma cosa.

Podía decir in necessariis imitas, in dubiis libertas; y reduciendo lo dudoso para ensanchar lo necesario, llegó a suprimir la libertad a beneficio de la unidad. Por lo menos, la libertad de todo aquello de que merece gozarse; porque, fuera de eso, dejó campar la licencia. Y lo que apenas se vio nunca fue el in omnia charitas.

Se buscaba la unidad pura; la unidad con la menor heterogeneidad y diferenciación de partes; la simplicidad, en una palabra.

El simplicismo ha sido siempre el sello característico de las producciones espirituales de ese pueblo unitario. Todas las manifestaciones castizas de su espíritu, incluso las más vigorosas, las imperecederas, llevan el cuño de la simplicidad. Lo complicado, lo complejo, se le escapa; declara que no lo comprende, y, como no lo comprende, lo diputa falso, enredoso, artificial, poco sano, extravagante.

Su simplicidad misma es lo que hace duraderas a sus grandes obras maestras de arte y de literatura.

Así es en el orden del pensamiento, sea en la filosofía, sea en la poesía, sea en el arte. Y como de esto he tratado extensamente en mi libro En torno al casticismo y en otros ensayos, prosigo en mi tesis de ahora.

También en el orden de la acción política se propuso el pueblo castellano hacer reinar la unidad, la pura unidad, la unidad desnuda, la unidad que no es sino unidad, y al servicio de ese fin puso un medio adecuado a él. Y el medio fue un coraje, un valor, una energía también pura, también sin contenido vario, es decir, sin riqueza ni emocional ni intelectual. Su fórmula es «tener calzones».

Así como la unidad era una unidad continente —como la que da a una porción de líquido el vaso que lo contiene y le impide derramarse—, y no unidad, o, más bien, integración de contenido, así la energía a su servicio fue una energía de continente, sin contenido rico y fecundo. Es la pura voluntad, casi indiferente a lo querido. Es el salirse con la suya. Y también aquí hay una fórmula admirable, correspondiente a los versos de Hernando de Acuña, y es la cuarteta de Las mocedades del Cid, que tantas veces he citado y tantas otras me queda por citar, la que dice:


Procure siempre acertalla
el honrado y principal;
pero si la acierta mal,
defendella y no enmendada.
 

La infalibilidad del que manda es su consecuencia.

Ministros de esa energía pura, ciega, desnuda, fueron los Pizarro, los Alba, los conde de España, los Narváez, todos los duros conquistadores o gobernantes a cuya férrea voluntad no acompañaba una inteligencia rica en contenido, flexible, compleja, sutil.

Esa energía al servicio de


una grey, y un pastor solo en el suelo,
un monarca, un imperio y una espada,
 

produjo el Tribunal del Santo Oficio, instrumento de unificación.

Porque el Santo Oficio y la Inquisición fue instrumento más bien político que religioso. La conservación de la pureza de la fe católica no era sino un pretexto para conservar la unidad nacional, que se creía comprometida por la herejía. Hoy todavía lo de protestante suena a nuestro pueblo, más bien que a otra cosa, a algo antinacional, exótico, enemigo de la Patria y de sus tradiciones.

El último eco de esta funestísima doctrina, origen de las sucesivas mutilaciones de España, sonó en aquello que le hicieron firmar al general Despujols, siendo gobernador general de Filipinas, cuando en la orden de deportación del benemérito doctor Rizal, mártir del patriotismo ilustrado, le hacían decir que descatolizar es desnacionalizar1, y que una tierra, por ser española, tiene forzosamente que ser católica. Doctrina desastrosísima, que ha sido la causa de lo que por ahí llaman clericalismo, y doctrina tan perniciosa para el buen desarrollo del patriotismo español como para el buen desarrollo de la religiosidad cristiana. Con ella han padecido tanto los intereses de la Patria como los intereses del cristianismo español. Desde que se elevó a principio poco menos que incontrovertible eso de que el catolicismo sea consustancial a la tradición patria española, empezaron a decaer en España el cristianismo y la Patria, y filé ésta bajando de tumbo en tumbo.

La milicia fue, en el orden de la energía, el otro instrumento de la unidad nacional, entendida y sentida como queda expuesto. Y junto al clericalismo, como su complemento, surge el militarismo, que es más bien caudillismo. Su foco de vida es el culto al coraje, al arrojo, a la energía como continente, aunque sea sin contenido ni emocional ni intelectual.

Con tan harta como dolorosa frecuencia se oye hablar de que hace falta palo para hacer entrar en razón a tales o cuales, de que esto o lo otro sólo se arregla con palo, que se necesita hombres de calzones, y otras enormidades por el estilo. Cualquiera diría que se trata de nuevo de luchar con araucanos o con igorrotes. Y, es natural, en cuanto esa energía desnuda, ese valor hueco, ha tenido que habérselas con una fuerza más inteligente, ha sucumbido. Mens agitat molem, se dijo hace siglos, y así es. En toda clase de luchas, el triunfo es, a la corta o a la larga, del valeroso y enérgico, sí, pero de aquel cuyo valor y energía están al servicio de la inteligencia más compleja y más perspicaz. Una débil raicilla, débil, sí, pero orgánica, compleja, celular, horada una durísima roca, muy robusta y muy sólida, pero inorgánica, poco compleja, sin vida.

Diríase que el animal simbólico de España no es el león que figura en su escudo, sino el toro; el toro, entusiasmo de las muchedumbres; el toro que embiste ciegamente, lleno de bravura; pero al que engaña con un trapo un hombre mucho más débil que él, pero muchísimo más inteligente, aunque no lo sea mucho.

Ni el Santo Oficio asentando la unidad católica, ni el Ejército asentando la unidad nacional, han podido impedir que ni una ni otra unidad descansen, hoy por hoy, sobre bases que no se haga preciso reconstruir. Por lo menos las de la unidad nacional, pues las dé la unidad católica se desmoronan, gracias a Dios, a ojos vistas.

Mediante el proceso que bosquejado queda, hemos venido de la Hispania maior a la Hispania minor, y quiera Dios que no nos lleve a la Hispania minima; de las Españas, de que se firmaban antaño reyes, nuestros monarcas, a la España de hoy. Todos debemos trabajar porque ésta no se reduzca a media España. No hace mucho que corría de boca en boca un dicharacho deplorable y en el fondo fúnebre; y como soy de los que creen que debe decirse todo, lo reproduciré aquí. El dicharacho era éste: «Francia hasta el Ebro, Inglaterra hasta el Tajo; lo demás, al carajo».

Todo podría ser si siguiéramos no queriendo aprender las lecciones de la Historia, no queriendo oír la verdad, dando voces cuando alguien serenamente la proclama, contestándola con motajos, lugares comunes, frases de relumbrón e improperios.

La verdad es la voz de Dios, y como decía el noble Rizal: "«¡Ay de los que quieran resistirla! ¡Para ellos no se ha escrito la Historia!»".

Andamos ya con los motajos y creyendo que se resuelve algo con colgarle a uno el de catalanista, bizkaitarra, nacionalista, separatista, regionalista, autonomista, o lo que fuere.

Y aquí viene como anillo al dedo lo que ya el mentado Rizal, para cuyo fusilamiento no tendrán sino palabras de execración los patriotas españoles del porvenir, escribía en su novela Noli me tangere, a propósito del motajo de filibustero, o plibastiero, como lo hace pronunciar a unos tagalos. En el capítulo XXXV de su novela habla un indio, y comentando el que los padres blancos —los dominicos— llamaran filibustero a Ibarra, el protagonista de ella, dice que llamar a uno plibastiero es peor que llamarle tarantado (atolondrado) y saragate, peor que llamarle betelapora (vete a la porra), peor que escupir en la hostia en Viernes Santo, y añade:

«Ya os acordáis de la palabra ispichoso (sospechoso), que bastaba aplicar a un hombre para que los civiles de Villa Abrille se lo llevasen al desierto o a la cárcel; pues plibastiero es peor. Según decían el telegrafista y el directorcillo, plibastiero, dicho por un cristiano, un cura o un español, a otro cristiano como nosotros, parece santus deus con requimiternam; si te llaman una vez plibastiero ya puedes confesarte y pagar tus deudas, pues no te queda más remedio que dejarte ahorcar».

Al mismo Rizal, tan amante de España, tan ilustradamente amante de ella, le colgaron el plibastierio, el filibustero. Y se lo colgaron porque la amaba con inteligencia, y no con ese amor ciego y bruto que no es sino una energía huera, enamorada de una unidad tan huera como ella; no con ese amor instintivo y que, como el toro, se va tras la capa, ese instinto que al sentir "«que tremola sin baldón la bandera roja y gualda, siente frío por la espalda y le late el corazón»", según reza la tan conocida como deplorable cuarteta.

La cabeza le latía al pensar en España, y el corazón según la cabeza y no por corrientes medulares.

Ibarra, es decir, el mismo Rizal, el protagonista de Noli me tangere, después de exponer una y mil veces cuál era su sentido de la Patria española, acaba por exclamar (cap. LXI): "«Y pues que lo han querido, seré filibustero; pero verdadero filibustero... Nosotros, durante tres siglos, les tendemos la mano, les pedimos amor, ansiamos llamarlos nuestros hermanos; ¿cómo nos contestan? Con el insulto y la burla, negándonos hasta la cualidad de seres humanos»".

Sé que al leer esto alguien exclamará: ¡Calumnias! ¡Mentira!; o a lo sumo: ¡Exageraciones! Pero hay que decirlo todo.

En estos días he oído a más de uno protestar de que se hable de superioridades e inferioridades dentro de los pueblos y castas que integran a España. Ello es una tesis etnológica, discutible como tal, pero que ni puede ni debe negarse a nadie el derecho a sostenerla. La superioridad o la inferioridad no son nunca, por otra parte, genéricas o totales, sino específicas o parciales, y sucede que el pueblo A es inferior al pueblo B en un respecto y le es superior en otros.

Aparte de que a nadie se le puede ocurrir dudar de que los pueblos de costa han de dar mejores marinos que los del interior, y los de llanura mejores jinetes que los de montaña, porque esto es perogrullesco, nadie puede dudar tampoco de que tal o cual casta ha demostrado poseer hoy por hoy, y salvo siempre ulteriores rectificaciones, mejores aptitudes que tal otra para la música, o para la pintura, o para otra actividad espiritual cualquiera; y el sentido político y gubernativo es una aptitud específica que puede muy bien faltar a un pueblo que supere en otro respecto a tal otro pueblo que le es, a su vez, superior en sentido político y gubernativo.

No todo es la vida de la cultura, y al decirse de un pueblo que no es tan apto como otro para la alta vida de la cultura espiritual, no quiere decirse, ni mucho menos, que le sea inferior en conjunto. Creo que el pueblo marroquí es, en más de un respecto, superior al pueblo inglés o al noruego. Y a algún género de superioridad se debió el que los romanos vencieran a los griegos y luego vencieran los bárbaros del Norte a los romanos.

Mas, aparte de esto, no deja de prestarse a amargas reflexiones el hecho de que haya ahora quienes protesten de que se afirme la diferencia de aptitudes entre los pueblos que integran la Patria española, y se sostenga que tales o cuales sean en este o en el otro respecto, y hoy por hoy superiores a los otros, y no se protestara cuando se afirmaba que el español peninsular era superior al criollo americano, o al mestizo, o al indio filipino, tan españoles entonces como los nacidos en la Península de padres peninsulares. Y esta doctrina se sostuvo, y hubo un obispo peninsular en Buenos Aires, poco antes del levantamiento que produjo la independencia de la Argentina, que afirmó redondamente, y sin que el poder metropolitano le llamase al orden por ello, la superioridad del español peninsular sobre el criollo y su derecho a gobernar a éste.

Cuando explotábamos las colonias, se podía hablar de la incapacidad de los españoles coloniales para gobernarse por sí mismos, y de su inferioridad respecto a los españoles peninsulares, aunque ellos, los coloniales, juzgando por el promedio de los que mandábamos a gobernarlos, no acabaran de convencerse de semejante inferioridad suya; pero hoy, que hemos quedado sin colonias, parece intolerable a unos cuantos sujetos el que se plantee el problema de la superioridad o inferioridad relativa de unas a otras castas en este o en el otro respecto.

Y ¿qué dirían esos señores si alguien aquí sostuviera públicamente algo parecido a lo que públicamente se ha sostenido en Italia, diciendo que Nápoles y Sicilia deben ser declarados algo así como colonias y gobernados por hombres de otra casta y de otra educación, sustraídos al ambiente que en esas dos regiones domina?

No, yo no protesto nunca cuando alguien se declara superior a mí; espero tranquilamente que me lo pruebe con hechos; espero y deseo que trate de gobernarme y de pisarme; y si lo consigue, se lo agradezco, porque me ha probado que es mi superior y ha venido en ayuda de mi inferioridad.

Creo que es tan bueno que un pueblo se proclame superior a otro, como que este otro no acate desde luego esa proclamación, sino que la niegue y la resista y se proclame él, a su vez, el superior. Porque si no hace esto, es que no está convencido de no ser inferior. La proclamación de la igualdad es casi siempre una mentira, y cuando no es una mentira, es una vaciedad. La igualdad no es más que una ficción legal, útil para los abogados de todas clases. Lo que hay es superioridades e inferioridades parciales respectivas, y el deber de amor fraternal entre los pueblos es tratar cada uno de imponer a los otros la que siente ser su superioridad y resistir el que se le imponga una que siente inferioridad en cualquier respecto.

Porque estaba y sigo estando convencido de la superioridad de la lengua castellana sobre el eusquera o vascuence, como instrumento cultural, y que es condición precisa para que mi pueblo vasco influya cuanto debe en la marcha de la cultura el que deje de pensar en vascuence, dije a mis paisanos que era una ventaja para nosotros la muerte del eusquera; pero es claro que al aceptar el idioma castellano debemos acomodarlo a nuestro espíritu y no debemos aceptar con él algunas de las que se cree ser sus consecuencias obligadas. La aceptación de la lengua castellana no supone la aceptación del espíritu que en esa lengua se ha manifestado, por lo menos en su totalidad. Pienso, hablo y escribo en castellano —que es, además, el idioma de otras naciones que no son España—; pero hay mil cosas que parecen de él inseparables y que jamás podré aceptar. ¿Cuándo he de resignarme, verbigracia, a eso que por aquí se llama buen gusto o mal gusto, muletilla con que todos los hipócritas y todos los espíritus hueros tratan de condenar lo que corta la digestión de los hartos o rompe la siesta secular de los amodorrados? Y quien dice esto, dice otras cosas.

He deseado y deseo ardientemente que la lengua castellana llegue a ser la lengua natural de mi pueblo vasco, y que éste pierda la vergonzosidad que le ha distinguido, cierto encojimiento de espíritu que produjo esa que Menéndez y Pelayo llamó "«la honrada poesía vascongada»", como se llama simpática a una señorita; y lo deseo para que, llevando al orden de las manifestaciones intelectuales y artísticas, el empuje y la tenacidad que mostraron en otros órdenes sus hombres representativos —Ignacio de Loyola, Francisco Javier, Legazpi, Urdaneta, Qaray, Irala, Elcano, Oquendo, Zumalacárregui, Zamacola, etc.—, pueda influir en el alma de los pueblos todos de lengua castellana, y mediante ellos en el alma universal. Es un hecho sabido, que el poeta que pasa por el más genuino representante del alma escocesa, Burns, no cantó en el dialecto céltico de los antiguos escoceses, dialecto que en las montañas de Escocia agoniza, sino en un dialecto escocés de la lengua inglesa.

Sí, las imposiciones son y deben ser muchas, y arrancan de que no hay tal igualdad entre los pueblos. Los pueblos son cualitativamente diferentes, y entre las cualidades no cabe establecer relación de igualdad. La igualdad, expresada en matemáticas por el signo =, no tiene valor más que en las matemáticas y en la legislación teórica, que es una especie de matemáticas sociales. Y los pueblos mismos lo entienden así.

Me hablaba un día de mis paisanos, ignorando que yo fuese vascongado, un charro que había estado en Vizcaya durante la guerra civil, sirviendo como soldado, y para ponderarme el atraso en que allí vivían respecto a Castilla, me decía: —¡Figúrese usted cómo serán, que ni comen pan de trigo!— (Entonces era esto más verdad que ahora.) Y en otra ocasión, hablándome un cantero, paisano mío, de esta provincia de Salamanca, que conocía por haber trabajado en ella en cosa de carreteras, me decía: —¡Figúrese usted cómo vivirá la gente por allí, que ni siquiera duermen en cama!— Para uno era signo de inferioridad el comer borona, y para el otro el dormir vestido sobre el escaño de la cocina. Y la verdad es que lo mejor es comer pan de trigo y acostarse desnudo en cama. Castilla ha dado a mi pueblo vasco el pan espiritual de su idioma; ¿no hemos de esforzarnos nosotros, con ese pan mismo, por conseguir que duerma, desnudándose, en la cama de un reposadero menos duro que el durísimo escaño, que le viene, con unas u otras modificaciones, del siglo XVI?

De Cataluña y de su lengua, de ese idioma glorioso en que ha cantado el más grande poeta lírico que ha producido la España del siglo XIX, mosén Verdaguer, trataré otra vez con más despacio. Pero algo hay en el fondo del hecho de que, lejos de haberse logrado desterrar la lengua catalana, sustituyéndola por la castellana, aquélla ha cobrado nueva pujanza desde hace cosa de medio siglo. Ni en Cataluña, ni en las Provincias Vascongadas, ni en Galicia, ni en Asturias se ha perseguido por el Estado español el uso de las lenguas regionales, ni se ha impuesto a la fuerza el de la lengua nacional —esta es la verdad2—, y, sin embargo, mientras agonizan el vascuence, el gallego y el bable, el catalán revive, por lo menos en apariencia. Lo cual algo significa. Y no quiere ello decir que el espíritu catalán sea más vivaz que el espíritu vasco, no, sino que a éste, al espíritu vasco, le viene ya estrecho su antiguo ropaje, su vieja lengua milenaria, y al catalán no, que la lengua catalana es una piel que ha podido crecer según crecía el espíritu a que reviste, y acomodarse a su crecimiento, mientras el vascuence no puede crecer según crece el espíritu vasco, ni acomodarse a los ensanchamientos de éste.

Téngase también en cuenta que los órganos de la conciencia popular colectiva son las ciudades, las grandes ciudades. El catalanismo es, y debe ser, sobre todo, barcelonismo; como el bizkaitarrismo es, y debe ser, sobre todo, bilbainismo. En Bilbao brotó el bizkaitarrismo, y fue su profeta Sabino Arana, cuya lengua natural, la que aprendió en la cuna, la de su familia, aquella en que pensaba, era el castellano y no el vascuence. Aprendió el vascuence siendo ya adulto. Y ahora bien: en Barcelona se habla catalán; en Bilbao no se habla vascuence, sino castellano.

Y hay otro punto que conviene estudiar, y es en qué consista que esas regiones que, como Cataluña y las Provincias Vascongadas, luchan hoy por la hegemonía, se atraigan a los hombres que van a ellas del interior de España, no de paso, como la mayoría de los funcionarios públicos, sino para afincarse y echar allí raíces y constituir allí familia estadiza. Es cosa que estamos hartos de ver el que los hijos del interior de España que arraigan en el País Vasco y fundan allí familia, acaban por participar de los sentimientos de los naturales, hasta en lo que éstos puedan aparecer, a una mirada poco hondamente escudriñadora, como hostiles al pueblo de que esos emigrantes proceden.

Y por lo que hace a Barcelona, voy a referir lo que me contaba no ha mucho un amigo. Y es que, yendo de Barcelona a Madrid, iban en el mismo departamento que él un oficial del ejército, catalán, y un comerciante valisoletano, establecido hacía años en Barcelona. Y mientras el oficial juzgaba duramente, y no con justicia, no sólo a los catalanistas, sino hasta a los catalanes, llegando hasta renegar de la lengua en que balbuceó en la cuna, el comerciante valisoletano los defendía, y sostenía, frente a aquél, la licitud de las aspiraciones del catalanismo. Hecho insignificante en sí; pero grandemente simbólico y representativo, y en el que vemos cómo la profesión y la residencia pueden llegar a modificar y hasta invertir las diferencias de naturaleza. Y en este sencillo hecho se ve, a la vez, aquella diferencia que Spencer establecía entre las sociedades de tipo militar —como lo fue la Castilla del siglo XVI— y las de tipo industrial, como es la Cataluña de hoy.

Esto último me hace recordar qué clase de gentes, y, sobre todo, qué clase de periódicos fueron los que, cuando se fraguó la Unión Nacional de las Cámaras de Comercio, más se distinguieron por sus sarcasmos contra los comerciantes y sus burlas a cuenta de la vara de medir. Entonces se vio bien claro que estimaban a la vara de medir del comerciante como la más impropia vara de gobierno los mismos que proclaman que necesitamos como tal al sable.

Cierto es que la doctrina spenceriana nació en Inglaterra, en la tierra clásica del industrialismo y el mercantilismo, y a la vez tierra clásica de la libertad, en una isla que, por ser isla, estuvo guardada por la marina del peligro de una invasión extranjera en la época de las grandes guerras; y estando guardada así, no necesitó de ejércitos permanentes, y los reyes no pudieron emplearlos para ahogar las libertades públicas. De donde ha provenido, según Macaulay, la soberanía del Parlamento y el que sea la nación menos militarizada, más mercantilizada y más liberal.

El sable se alía con el hisopo; con la vara de medir, jamás.

No faltan, a todo esto, pseudopoetas, enamorados románticamente del pasado, que deploran la ruina de yo no sé qué tradiciones. Aquí, en esta ciudad de Salamanca, en que vivo y escribo, conozco quien, sin estar muy seguro allá en sus adentros ni de Dios ni del demonio, sostiene que debe mantenerse con esplendor el culto al Cristo de los Milagros, porque es algo castizo, así como el cinturón de media vaca o el farinato; como hay aragoneses redomadamente incrédulos, y hasta ateos, que no consienten se toque a la supersticiosa idolatría de la Pilarica.

A éstos sólo hay que decirles que la noble tarea de destruir las tradiciones fundadas en falsedad, o que no tienen base de sinceridad hoy, produce, entre otros beneficios, el de obligar a los pueblos a que forjen tradiciones nuevas, ya que sin ellas no pueden vivir una vida noble y elevada. Y lo que eleva, ennoblece, fortifica y espiritualiza a los pueblos no es conservar supersticiosamente las viejas tradiciones, sino el forjárselas nuevas, con los materiales de las antiguas o con otros cualesquiera.

Si le quitáis a un hombre la ilusión de que vivía, le obligáis a que se cree otra ilusión, porque el instinto vital le fuerza a ello. Y lo que más conforta y eleva es levantar uno mismo, por sí mismo, en su propio corazón, un altar, obra suya, sobre las ruinas del altar que allí le pusieron cuando él no sabía mirarse ni sentirse. ¡Desgraciado del pueblo que, descansando en sus antiguas tradiciones y leyendas, cesa en la labor vivificante de labrarse leyendas y tradiciones nuevas!

Cuando un tradicionalista os hable de tradición, preguntadle: «¿Cuál? ¿Qué tradición?». Porque hay la de la Setembrina, y la de las Cortes de Cádiz, y la de Carlos III, y de la casa de Borbón, y la de los Austrias, la de los Felipe II y Carlos I, y la de los Reyes Católicos, y la de la Reconquista, y la visigótica, y la romana, y, si me apuran mucho, hasta la prehistórica. Nada más engañoso que la tradición. Con ella puede defenderse todo, hasta la vuelta al paganismo.

Bueno es conocer y estudiar con amor las tradiciones todas; pero para aprovecharlas en la fragua de la tradición eterna, de la que se hace, se deshace y se rehace a diario, de la que está en perpetuo proceso, de la que vive con nosotros, si nosotros vivimos. Hacer tradición es hacer patria.

Y a constituir la tradición común española tienen que confluir las tradiciones todas de los pueblos todos que integran la patria. En este gran crisol se combinarán y se neutralizarán, predominando en cada respecto lo que por su fuerza vital deba predominar, y allí nos darán el ideal de España.


Marzo de 1906.


Publicado el 13 de septiembre de 2018 por Edu Robsy.
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