Sobre la Consecuencia, la Sinceridad

Miguel de Unamuno


Ensayo


En todos los órdenes de la vida vivimos cada vez más del crédito y cada vez menos del pago inmediato en dinero, o cosa que lo valga, contante y sonante. Nos apoyamos en la autoridad ajena para no tomarnos la molestia de formarnos y afirmarnos una autoridad propia. El gran principio de la vida social moderna, sobre todo en nuestro país, es el principio de la delegación: lo delegamos todo. Y no son los que más truenan contra el autoritarismo los que menos buscan apoyarse en ajena autoridad.

En el libro I, «Fisiología de la guerra», de su notabilísima obra Mi rebeldía, y página 70 de ésta, dice don Ricardo Burguete esta gran verdad: "«La defensiva es una forma democrática: se confía en el esfuerzo común, y éste descansa en el mérito ajeno»". Es indudable; las democracias, más que otra forma alguna social, descansan en la confianza mutua... en el esfuerzo ajeno. Cada cual echa el mochuelo al prójimo y procura zafarse. El reconocer y afirmar que todos tienen derecho a gobernar, no es para arrogarse uno el gobierno, sino para sacudírselo al prójimo. Y para esto nos hace falta que los demás sean consecuentes; es decir, que sean como nosotros les queremos hacer.

Todo ello es en gran parte resultado del principio de la diferenciación —mejor que división— del trabajo. Es lo que sucede con el perito ante los tribunales. Un juez a quien se le resiste dar una sentencia que cree justa, si se encuentra con un perito que le ofrece un apoyo para la injusticia, aunque esté convencido de lo absurdo del informe del perito, se agarra a él, y diciéndose: «Aquí que no peco, si dice un desatino, como es él quien lo dice, allá por su cuenta; yo siempre tendré en qué justificar mi acuerdo», falla contra su conciencia y a favor de su deseo. Nos es muy cómodo eso de los peritos para sacudirnos responsabilidades.

Vivimos de autoridad ajena; la autoridad de un publicista nos ahorra tener que pensar o que estudiar. «Lo dijo Blas, y punto redondo». Por mucho que protestemos contra esta sentencia, todos nos atenemos, más o menos, a ella, y no menos los que más la censuran. La mayoría de las veces, cuando decimos de algo que la ciencia nos lo enseña o nos lo demuestra, no queremos sino decir que nos lo enseña don Fulano de Tal o don Zutano de Cual, que pasan por autoridades científicas. Todo esto es de clavo pasado. La inmensa mayoría de los españoles con título académico creen bajo autoridad, y no más que bajo autoridad, que la tierra gira en derredor del sol, siendo incapaces de aducir las pruebas de orden objetivo en que tal principio astronómico se asienta. Y no digo nada de otros principios menos conocidos.

Todo esto se ha dicho y se ha repetido mil veces; pero conviene decirlo y repetirlo aquí la vez mil y una como base de las sencillas reflexiones que van a seguir.

Vivimos de crédito, de autoridad y de confianza, y por eso pedimos consecuencia al prójimo: para que no nos engañe, es decir, para que no engañe la idea que de él tenemos. Queremos que el prójimo se mantenga fiel al concepto que de él nos hemos formado, y hasta que se haga esclavo de esta nuestra representación de él. Y he aquí por qué predicamos consecuencia... en los demás.

Dígase lo que se quiera, hay dos morales: la el prójimo y la propia. Una es la conducta que pedimos sigan los demás para con nosotros, y otra la que queremos seguir para con ellos. No es raro encontrarse con ladrones que predican contra el robo, para que los demás no les hagan la competencia. Todo el mundo sabe la frecuencia con que unimos los términos de «bueno» y de «tonto», y cuán a menudo, al oír decir de uno que es un buen hombre, traducimos al punto que es un majadero. Un buen hombre es un hombre como nos conviene a los demás que sea, pero como ninguno de nosotros desearía ser; un buen hombre es un hombre bueno para los demás. En cambio, hay muchos criminales a los que se les admira sin reservas. Tal es la pura verdad, sea ello bueno o malo, que de esto no trato ahora. Y de la misma manera que pedimos a los demás otras cosas, les pedimos que sean consecuentes para con nosotros, que no nos salgan un día con algo que no esperábamos de ellos.

Hay, sin embargo, dos muy distintas consecuencias: la consecuencia en el ser y la consecuencia en el pensar, o sean la consecuencia en el carácter, y hasta en los afectos, y la consecuencia en las opiniones. No siempre se siguen la una a la otra, y hasta me atrevo a afirmar, por muy paradójico que parezca a nuestros pobres diablos semejante afirmación, que en la mayor y la mejor parte de los casos ambas consecuencias se excluyen. Conozco espíritus singularmente constantes y consecuentes consigo mismos en medio del más vivo cambiar de opiniones y de ideas, así como conozco otros que, predicando siempre el mismo sermón, enseñando siempre las mismas enseñanzas teóricas, apenas guardan afectos permanentes. «¿En qué consistirá —me decía un día un amigo— que R., que ha pasado por tantas opiniones, y a quien todos tachan de tornadizo y sin ideas fijas, sea uno de los hombres más fieles en sus amistades y afectos?». Y hube de responderle: «Precisamente en que no liga sus afectos a ideas abstractas ni esclaviza sus amistades a teorías; es un hombre y no una fórmula encarnada». Seguimos luego hablando de R., que se nos presentaba como el patrón de la inconsecuencia, y de P., modelo de consecuencia, y hube de añadirle: «La inconsecuencia de aquél no es más que aparente: está en sus ideas, no en su espíritu. No es R., por fortuna para él y para sus amigos, y acaso para su patria, un intelectual; no ata y liga su espíritu a teorías y conceptos, sino que se sirve de éstos para manifestarlo; y en cuanto a su espíritu, a poco que estudie usted su vida pública, verá que ha sido siempre uno y el mismo, constante y consecuente. Es demasiado hombre para tener ideas fijas; tiene sensaciones inmediatas; lo abstracto se le escapa, y odia lo técnico. En cambio, el respetabilísimo P., modelo de consecuencia, hace el efecto, no de un hombre, sino de una fórmula encarnada, y tú sabes a qué nimiedades descendió en su mejor obra».

Es una cosa que tengo muy comprobada la consecuencia moral de los inconsecuentes mentales, o que así aparecen por lo menos; y, por el contrario, cuán frecuente es que los consecuentes mentales inventen todo género de supercherías para justificar consecuentemente sus inconsecuencias morales. El hombre más fiel a sus principios, el más terco en sostenerlos, el más terriblemente consecuente que he conocido —¡Dios le haya perdonado!—, fue un hombre que, habiendo sido muy buen amigo mío en la juventud, y sin que tuviéramos el más pequeño rozamiento personal ni el más leve agravio, llegó a negarme el saludo tan sólo porque yo no pensaba como él. El pobre era un fanático, y no fue acaso su terrible consecuencia la que menos contribuyó a acarrearle la muerte.

Y lo más terrible es que no sólo exigimos a los demás consecuencia, sino entendida a nuestro modo. Hay quien llega a la satánica idea de rechazar al prójimo que no hace el bien por las razones en que él cree deben fundarse los que lo hacen, y así, si sabe que un hombre benéfico no cree en los castigos y recompensas de allende la tumba, frunce el ceño, arruga el hocico y dice: —¡Hum!, no hay que fiarse en las buenas obras de ese sujeto. Las virtudes de los paganos no eran virtudes verdaderas, sino aparentes —lo dice, entre otros, San Agustín—, cuando no pura soberbia y ostentación. Someto yo ahora a la piadosa consideración del lector si no es mayor falta de humildad y sobra de soberbia y presunción, que no la de los antiguos paganos, la de decir: «Quien no haga el bien por las razones que yo creo debe hacerse, no lo hace con perfección; quien no ponga a sus virtudes el fundamento éste, no tiene sino virtudes aparentes y falsas». Por mi parte, me ocurre que antes desconfío del que busca las razones por las que me beneficia, que no de aquel otro que me beneficia sin buscar razones. El intelectualismo ético es el peor de los intelectualismos todos, y si alguna vez he temido que se me anegara la conciencia moral, fue leyendo la teología moral de San Alfonso de Ligorio, por lo cual la dejé de lado.

Lo más triste de todo es que solemos comprar la consecuencia a precio de la sinceridad, y que a trueque de aparecer ante los demás como les hicimos esperar que apareceríamos, nos hacemos traición a nosotros mismos. Ser consecuente suele significar las más de las veces ser hipócrita. Y esto llega a envenenar las fuentes mismas de la vida moral íntima.

Conozco un caso terrible, verdaderamente terrible, de esta insinceridad por orgullo de consecuencia. Figuraos un hombre que detesta y ha detestado siempre a los vividores políticos, a los que se sirven de las ideas para medrar y que rinde ferviente culto a la consecuencia y la convicción. Este hombre se enamoró de unas doctrinas por la brillantez con que sus maestros las exponían, por lo romántico de ellas, porque iban contra la corriente general, porque se prestaban mejor que otras a los arrestos de su juventud. Con ellas salió al palenque, con ellas logró una autoridad y un prestigio. Y le tenéis ya esclavo de este prestigio y de esta autoridad. Pasan los años, y con ellos los ardores juveniles; vienen desengaños y madureces; acaba por convencerse de la vacuidad de sus primeras doctrinas, y a partir de ellas ve que, por natural evolución, le nacen en el espíritu otras de que abominó. ¿Va a declararlo? ¿Va a mostrar un cambio íntimo? ¡Imposible! Aparecería como uno de tantos, como uno de aquellos a quienes fustigó. Y ahí le tenéis queriendo sugestionarse una consecuencia pegadiza, prisionero de su pasado, esclavo de sí mismo. ¡Ah, si le dierais un medio de que, sin sufrir el menor daño su buen nombre y su crédito de consecuente, pudiera mostrar las entrañas de su espíritu y no se viese forzado a sugerirse lo que se le resiste ya! ¡Si pudieseis libertarle de sí mismo! No habría más medio que cambiarle de ambiente, echarle a otro mundo, donde nadie le conociera y donde a nadie conociera él. Resurgiría.

Esto del otro mundo me recuerda el llamado Nuevo Mundo, el de allende el Océano, y con él ciertas palabras de un norteamericano que trae P. Bourget en su obra Oatre-mer, y que dicen: "«Nosotros, los americanos, tenemos de bueno el no tener en cuenta el pasado de los hombres. Creemos que jamás es un hombre demasiado viejo para recomenzar su vida, y no vamos a buscar en lo que fue con qué impedirle ser lo que es o lo que será»". ¡Nobles palabras! Pocas fes hay, en efecto, más fecundas ni más nobles que la fe de que nunca es uno demasiado viejo para recomenzar la vida y para sacudirse del hombre viejo que le esclaviza. Porque el hombre viejo está más bien fuera que dentro de nosotros; el hombre viejo lo alimenta y sostiene la sociedad que nos rodea y nos lo impone.

Antes de ahora he tenido ocasión de citar aquella ingeniosísima ocurrencia del humorista yanqui Wendell Holmes respecto a los tres Juanes. Cada uno de nosotros lleva en sí tres Juanes: Juan tal cual es, Juan tal cual se cree ser y Juan tal cual le creen los demás. Y sobre las mutuas acciones y reacciones de estos tres Juanes, cabe muy sutil indagación. Somos, en efecto, de un modo; creemos ser de otro, y los demás nos creen de otro. Mas lo que cabe afirmar es que la idea que cada cual de nosotros se forma de sí mismo, está influida por la que los demás se forman de él más aún que ésta por aquélla.

Juan tal cual es, el Juan primitivo y radical, podrá vivir preso de Juan tal cual él se cree ser; pero vive mucho más preso del Juan que los demás se han forjado. Los diversos conceptos que de cada uno de nosotros se forjan los prójimos que nos tratan, vienen a caer sobre nuestro espíritu y acaban por envolverle en una especie de caparazón, en un duro dermatoesqueleto espiritual, en una recia corteza. Es la corteza de la consecuencia, bajo la cual se agita y revuelve un pobre espíritu que no puede romper con la sinceridad la consecuencia. Antes de hacer o decir algo, reflexiona si es lo que de él esperaban los demás, y para seguir siendo como los demás le creen, se hace traición a sí mismo: es insincero.

Hay, sin embargo, algo que puede parecer insinceridad y que es forzoso y obligado; hay un principio de exageración o de énfasis que es necesario en la vida. La absoluta llaneza viene a ser absurda, porque no acomoda nuestros dichos ni nuestros actos al fin que con ellos nos proponemos.

Cuando uno habla, habla para que le oigan y no para oírse a sí mismo, y por ello no basta que su voz llegue distinta y clara a sus propios oídos, sino a los oídos de los que le escuchan, también distinta y clara. Si hablamos en medio del silencio, y el que nos oye es fino de oído, no necesitamos esforzar la voz; pero si hablamos en medio de barullo o a alguien que sea de oído torpe, nos es preciso esforzarnos y alzar la voz. Creo que no habrá lector alguno que no esté de acuerdo con esta observación empírica, ni le habrá que vea en ella una paradoja; siquiera por esta vez, convendrán todos en que estoy atinado y feliz. Pues bien: siempre que hablamos a otro, hay algún barullo en el interior de este otro; siempre tenemos que calcular el desgaste que nuestra expresión sufre en la trasmisión al prójimo y al ser por éste recibida, y, en consecuencia, tenemos siempre que reforzarla. El que nos oye tiene otras preocupaciones que no las nuestras, otras ideas, otras atenciones; y como nuestras palabras van a romper el curso de sus pensamientos, y acaso a desviarlo, nos es forzoso darles énfasis, exagerarlas, para que las reduzca a sus debidos términos.

Todo es teatro, y en el teatro, si se sirve sopa, conviene vaya hirviendo, para que, al ver desde los más lejanos puestos el vaho del hervor, puedan decir: «En efecto, es sopa caliente».

Los actores que propenden a la naturalidad —una naturalidad casi siempre afectada, es decir, no natural—, y sacrifican a ella el énfasis, corren el riesgo de que se les grite desde el fondo de la cazuela o del patio: «¡Más alto! ¡Que no se oye!».

Porque, en efecto, si nos ponemos dos amigos a conversar, y de pronto se nos dice que continuemos nuestra conversación, pero de tal modo que nos la oigan dos o tres mil personas desparramadas en un vasto salón, nos es imposible variar la intensidad de la voz sin variar su tono.

El teatro exige énfasis, y lo exige la vida. Al que se empeña en ser absolutamente natural, no se le oye; y la tan decantada naturalidad de los clásicos, suele serlo de afectación.

La misma necesidad y la misma justificación que el énfasis o la hipérbole, tiene la paradoja. La paradoja suele ser el modo más vivo y más eficaz de trasmitir la verdad a los torpes y a los distraídos, y, sobre todo, al pueblo. La paradoja, la hipérbole y la parábola, eran los artificios retóricos de que usó el Cristo en sus enseñanzas. Como hace notar muy bien Holtzmann en su Vida de Jesús (Leben Jesu), en el Evangelio abundan las paradojas, bastando con citar aquí la de que es más difícil que entre un rico en el reino de los cielos, que enhebrar un calabrote por el ojo de una aguja; y que quien quiera salvar su alma, la perderá.

Y ofrecen una ventaja las paradojas del tipo de esta última, de construcción antitética, y es que son convertibles. Lo mismo que se dijo que, quien quiera salvar su alma, la perderá, puede decir que, quien quiera perder su alma, la salvará. No sé si fue Pascal el que, encontrándose con el dicho de que el hábito es una segunda naturaleza, le retrucó y dijo que la naturaleza es un primer hábito. En cierta ocasión dije que el corazón ve muy claro, aunque no ve lejos; y lo mismo pude haber dicho que ve muy lejos, aunque no muy claro. Y combinando ambas proposiciones, que es el corazón miope y présbita a la vez, que ve lo de muy cerca más claro que la cabeza lo ve, y que ve mucho más allá que ésta. Ventajas del método paradójico.

Algo de paradoja es también pedir, o sinceridad en la consecuencia, o consecuencia en la sinceridad. Todo menos sacrificar la una a la otra; y si se pusieran en conflicto, poner siempre la sinceridad sobre la consecuencia.

Claro está que sólo defiendo aquí la inconsecuencia que arranca de sinceridad, los cambios de expresión que son reflejos de íntimos cambios de pensar, y de ninguna manera la inconsecuencia del vividor. Aunque, en realidad, los más de los que se dice que cambian de ideas, nunca las han tenido.

Hay, por otra parte, que andarse con ojo con lo de la sinceridad, pues la del momento no es la permanente, ni todo lo que se nos ocurre en un caso dado es reflejo de nuestro carácter propio. Miles de veces se nos pesa de la sinceridad de sopetón, de la sinceridad explosiva; no todo lo que se nos ocurre brota de nuestras entrañas estadizas. Hay, pues, una cierta consecuencia en la sinceridad y una especie de sinceridad que es, en el fondo, inconsecuente, como hay una consecuencia y una inconsecuencia insinceras.

Ha de ser, además, nuestra consecuencia la nuestra, y no la que nos dicten los demás.

Nuestros pensamientos y nuestros actos se siguen o con-siguen —consequunt— unos a otros y entre sí en virtud de un seguimiento o consecuencia —consequentia— propia, según ley interna, y no a medida de la consecuencia que para ellos quieran establecer los otros, De los principios que yo asiento, yo concibo y yo siento, nadie mejor que yo saca las naturales consecuencias; o, mejor dicho, mis principios en ningún espíritu se desarrollan mejor, hasta sus más naturales consecuencias, que en mi propio espíritu, en que nacieron. Nada conozco más ridículo que ese tan socorrido artificio polémico que se reduce a decir: «Si fuera lógico, sacaría de sus principios estas o las otras consecuencias»; o esto otro: «Los positivistas —y quien dice positivistas dice cualesquiera otros terminados en —ista—, poruña feliz inconsecuencia...», etc. ¿De cuándo acá ha de saber mejor que yo mi adversario cuáles son mis principios, y si de ellos he de sacar las consecuencias que saca él o las que yo les saco? «¿Usted niega el libre albedrío? —me dice uno de esos razonadores a tenazón—. Luego usted niega el derecho a castigar y premiar». A lo que sólo cabe replicar esto: «Eso sería así si yo diera al derecho de castigar y premiar el fundamento que usted le da»; o aun podría decirse esto otro: «¿Usted afirma el libre albedrío? Luego usted niega la utilidad del premio y del castigo».

Y ahora vengamos a una funesta confusión que se establece entre el político y el escritor o publicista, entre el hombre de acción y el hombre no más que de palabra.

Que a un político, a un hombre que ha de tratar de llevar a la práctica sus ideas y de aplicar sus teorías, se le exija consecuencia en éstas, se comprende; pero no a un pensador, escritor o publicista.

Hay el inventor de máquinas, el fabricante de ellas, el comerciante y el que las aplica; uno inventa el arado mecánico, otro lo fabrica, lo vende otro y otro ara con él. Dejemos por ahora fuera de cuenta al fabricante, suponiéndolo uno con el inventor, y tendremos tres entidades. Y lo mismo sucede con las doctrinas, teorías e ideas: hay quien las inventa, quien las vulgariza, pone en circulación y vende, y quien las aplica cuando son aplicables.

Al que las aplica es justo que se le pida consecuencia en su aplicación, y que no esté cambiando de máquinas a cada momento; justo es también que se le pida probidad comercial a quien las vende; pero al que las crea, ¿qué quiere decir el pedirle consecuencia con sus invenciones? Tanto valdría condenar al que ha inventado un mecanismo a que no invente otro distinto, tal vez para opuesto empleo, o que mejore su primer invento. Es ridículo, soberanamente ridículo, pedirle consecuencia a un puro pensador.

Acusábanle en cierta ocasión a un escritor de inconsecuencia, y contestó: «No voy para estatua». Y al pedirle explicación de ello, dijo: «La estatua perpetúa a un hombre o su figura en un momento y en una postura dada: o adolescente, o adulto, o viejo, o decrépito; sentado o de pie; en actitud de callar o de hablar, de dolor o de alegría, etc. Y yo, si hubiera de perpetuarse mi figura, preferiría fuese, a ser posible, en un cinematógrafo que abarcara mi vida toda. Y en los estudios mismos biográficos, los hay escultóricos como los de Taine, cuyo Napoleón es estatua en postura sintética, y los hay cinematográficos. Prefiero éstos. No soporto a los hombres de una sola pieza».

Un gran espíritu, un hombre que conservó lozana y fresca juventud hasta en la avanzada vejez a que murió, don Federico Rubio, decía en el epílogo de su libro sobre La mujer gaditana: "«Huyo de lecturas ajenas cuando medito. Huyo de lo que yo mismo he dicho. No quiero la sugestión ajena ni la propia. ¿Veo como antes? Bueno. ¿No veo como antes? Mejor. No me duele la inconsecuencia. Que el lector escoja una u otra opinión, o que se quede sin ninguna. Si le hice pensar con mayor acierto, ¿qué más quiero?»". Y otro hombre que todavía vive y que, aun habiendo pasado de setentón hace más de cuatro años, conserva el espíritu más joven que muchos jóvenes de treinta, decía que, al concluir cierta obra, se encontró con que pensaba respecto a lo en ella tratado de una manera muy diversa, acaso contraria, a como pensaba al emprender a escribirla.

Y no fue poca ventaja, pues así no sólo hizo la obra, sino que ésta le hizo a él. El pensamiento se hace según se piensa, y el espíritu sincera y sanamente enamorado de la verdad, no puede saber nunca de antemano adonde han de llevarle sus pesquisas.

No hace falta sino indicar, por ser muy conocido, lo que dice Emerson en su ensayo sobre la «Confianza en sí mismo» (Self-reliance): "«Supón que tengas que contradecirte: ¿y qué? Parece ser regla de sabiduría que jamás te apoyes en tu memoria tan sólo, ni aun apenas en actos de pura memoria, sino que traigas el pasado a juicio ante el presente de mil ojos, y vivas siempre en un nuevo día... Una necia consecuencia es el fantasma de los espíritus estrechos, adorada por los pequeños estadistas, los filósofos y los teólogos. Un alma grande sencillamente, no tiene nada que hacer con la consecuencia. Tanto habrá de cuidarse de su sombra en la pared»". Y todo lo que sigue.

Walt Whitman, el poeta yanqui cuyo desdén a la consecuencia es conocido, decía: "«¿Que me contradigo? Pues bien: ¡me contradigo! Soy amplio, contengo muchedumbres»". Y no cabe duda: las almas de los que no se contradicen deben de andar muy cerca de ser simples con la simplicidad de los elementos químicos, o, a lo sumo, no más complejas que un compuesto orgánico. Cuanto más simple un cuerpo, más inalterable es.

De nuestras cabezas puede decirse lo que decía João de Deus de la de Rapozo, a quien no cabía meterle en los cascos el vislumbre de una idea:


Como?... por onde? Impossivel!
Se é um todo irreductivel!
Se é todo o atomo puro,
E typo de quanto ha duro!

 

Nada más consecuente, en efecto, que el átomo puro: el de oro siempre oro, y siempre hierro el de hierro.

La consecuencia en el pensar sólo la conservan esos espíritus simples que empiezan por la tesis, siguen por la respuesta a las objeciones y pasan luego a las pruebas; los que discurren abogadescamente en defensa o en impugnación de una doctrina previa. La consecuencia en el pensar no cabe más que en el dogmático, en el que conserva la mente en equilibrio estable; es decir, petrificada.

Y suelen ser esos abogados de la filosofía, esos espíritus al servicio de un dogma o de un principio fijo, los que más truenan contra los sofistas, contra los abogados tornadizos que hoy defienden el pro y mañana el contra, siempre por la pitanza. Rencillas de oficio, porque tan abogados son los unos como los otros; los dogmáticos lo son tanto como los sofistas. Son los unos, los dogmáticos, como abogados al servicio y a sueldo del Estado, con retribución fija y de por vida, jubilación y hasta viudedad para sus mujeres si ellos se les adelantan en morirse; y son los otros, los sofistas, como abogados de libre ejercicio, a merced del público y atentos a defender los intereses del primer cliente que la fortuna les depare. Y es de ver cómo se juzgan los unos a los otros, cuando de Juan a Diego no va un dedo. Por mi parte, declaro que siempre he visto en el fondo de todo dogmático un sofista, y en el fondo de todo sofista un dogmático. Y vamos de paradoja.

Puesto a elegir entre unos y otros, entre dogmáticos y sofistas, declaro que me quedo con estos últimos. Los antiguos sofistas, los sutiles sofistas griegos, fueron grandes agentes de libertad mental; enseñaron a jugar con las ideas, a perderles el respeto; enseñaron que las ideas son para los hombres, y no los hombres para las ideas. Son incalculables los servicios que en todo tiempo y en todo país rinden los sofistas al espíritu público; sin ellos caería éste bajo la barbarie del dogmatismo, y estancándose en ella la pudriría. Sin los abogados en libre ejercicio, con bufete abierto al público, por perniciosos que ellos sean al progreso de la república —y lo son mucho—, sin esos abogados serían irresistibles los otros, los que están al servicio del Estado, como jueces, magistrados, fiscales, abogados del Estado, etc., etcétera, y que son más perniciosos aún que los primeros para el progreso de la república.

Mas dejando a dogmáticos, sofistas y abogados al servicio del público o del Estado, y volviendo a la consecuencia en el pensar, consecuencia que exige y tiene derecho a exigir el cliente en el abogado que paga por lo que a su pleito respecta, es evidente que en un pensador sano y sincero la consecuencia se reduce a la continuidad en el pensar, a que sus pensamientos surjan natural y vivamente los unos de los otros, aunque el término de la serie discrepe diametralmente del principio de ella. Puede pasarse de un color a otro cualquiera por gradaciones insensibles del espectro. La continuidad es la verdadera consecuencia del espíritu; un pensamiento continuo es siempre consecuente. Y no ya continuo con la continuidad formal, lógica, con continuidad didáctica y externa, de los que van por 1.°, 2.°, 3.°, A, B, C y a, b, c, sino con continuidad sustancial psíquica, con continuidad inventiva e interna, con la continuidad que da la asociación de ideas, y que se ve en una oda de Píndaro o de Horacio, a pesar del aparente desorden lírico; con una continuidad estética, en fin.

Dice Kant: "«Cabe que se rompa la exposición filosófica en algunos pasajes —pues no puede aparecer tan rígida como la matemática— mientras no corra el menor riesgo la contextura general del sistema, considerado como unidad, sistema para cuyo examen, si él es nuevo, pocos poseen agilidad de espíritu, y menos aún gusto para ello, porque toda novedad les molesta. Hasta es posible eliminar las contradicciones aparentes que surgen al comparar entre sí paisajes aislados, desgajados de su conjunto, sobre todo en obras que se siguen en libre discurso; contradicciones que, a los ojos del que se fía del juicio ajeno, dañan mucho a la obra, pero que se resuelven fácilmente para el que se ha adueñado de la idea en conjunto. Si una teoría tiene sostén propio, la acción y la reacción que le amenazaron con grave peligro en un principio, sólo sirven con el tiempo para pulir desigualdades; y si se ocupan en ella hombres de imparcialidad, de juicio y de verdadera popularidad, le dan pronto la debida elegancia»".

Dice el teólogo Ritschl: "«Es una experiencia que se repite a cada nueva acuñación de la verdad cristiana, que aquellos a quienes les sabe el vino viejo mejor que el nuevo ejercitan su saber en entresacar los elementos de la nueva concepción que les chocan, y en combatirlos vivamente como puntos de doctrina aislados, sin penetrar primero en el contexto de la nueva doctrina. En los más de los casos, los prematuros refutadores de particularidades son tan poco capaces como poco voluntariosos para ello. Si el representante de una nueva concepción general se deja llevar a rebatir semejantes refutaciones fragmentarias, corre riesgo de deshacer en puros detalles su adquisición, cuyo valor estriba en la totalidad de su sentido, detalles en que no se ve bien su relación al todo. Lutero entró a luchar por aquella su convicción que se apartaba de la opinión tradicional, antes de que hubiese establecido y articulado la concepción total del cristianismo como tal. Se dejó llevar por sus adversarios a disputas sobre puros detalles, sin que los haya compensado nunca mediante una exposición sistemática de su concepción del Evangelio»".

Darwin dice: "«Si me dice usted que no puedo dominar la serie de pensamientos, bien sé yo que son demasiados dudosos y oscuros para ser dominados. A menudo he sentido lo que usted llama sentimiento deprimente, de verme más envuelto en dudas cuanto más meditaba en los hechos y examinaba puntos dudosos. Consuélome, sin embargo, con el porvenir y con la firme fe de que los problemas en que no hacemos sino entrar, han de ser resueltos un día; y con sólo que preparemos el terreno, habremos hecho un servicio, aunque no podamos cosechar»". "«Concedo que hay muchas dificultades que no pueden explicarse con mi teoría del origen por modificación; pero me es imposible creer que una teoría falsa explique tantas clases de hechos como, a mi entender, los explica. En este suelo echo el ancla, y creo que irán desapareciendo poco a poco las dificultades»"1.

Renan dice: "«Ruego al lector considere este libro, no por una página aislada, sino por su espíritu general. Este no puede expresarse más que con el sucesivo diseño de diversos puntos de vista, cada uno de los cuales no es verdadero más que en el conjunto. Una página sola tiene que ser forzosamente falsa, porque no dice más que una cosa, y la verdad es el compromiso entre infinitas cosas»"2.

Estas cuatro citas me ahorran otras consideraciones para aquellos de mis lectores que no estén poseídos por la barbarie escolástica a la española y que sepan ver en una obra de pensamiento, no un mecanismo articulado lógicamente y que se mueva como por resorte, sino un organismo trabado vitalmente, con las internas discordancias con que suelen brotar los organismos y que la vida misma elimina y corrige. Hasta tal punto hay una consecuencia y continuidad íntimas en procesos al parecer inconexos y llenos de contradicciones, a la vez que otros se nos presentan con rigor de engranaje, y por dentro carecen de verdadera alma, de principio de unidad profunda; que conozco libros de historia plagados de errores de detalle, llenos de fechas equivocadas y de hechos falsos, y que están, sin embargo, henchidos de verdad y de vida, mientras los hay —ahora me acuerdo de uno, de Jansen— en que cada hecho, cada fecha, cada referencia, cada cita, ha sido escrupulosamente comprobada, y que, sin embargo, no nos ofrecen más que una monstruosa mentira y una muerte. Estos últimos libros no mienten por lo que dicen, sino por lo que dejan de decir; no mienten con los hechos, sino con el modo de agruparlos. Su continuidad es una continuidad mecánica, la de un sistema de poleas, no una continuidad orgánica, la de un ser vivo. Suelen ser, de ordinario, las tales obras, obras de abogado.

He pasado aquí, de tratar de la consecuencia en una persona, de la consecuencia en sus ideas o entre éstas y sus actos, a tratar de la consecuencia lógica en las obras que los hombres escriben, de esa consecuencia que consiste en que aparezcan debidamente conexionadas las ideas que las componen y sin contradicciones internas. Una y otra consecuencia tienen grandes afinidades entre sí. Combatir una obra filosófica buscando en ella contradicciones, me parece tan pueril como combatir a un hombre por inconsecuente. Y de ordinario, las tales inconsecuencias no existen más que en la mollera de quienes las denuncian. Se comprende que los abejorros, que no pueden ver una catedral desde la distancia necesaria para abarcarla en conjunto de una sola ojeada, maten la vida revoloteando en derredor de sus pináculos, flechas, agujas, contrafuertes y arbotantes, y señalando las contradicciones que entre éstos notan, y cómo unos empujan para dentro, otros para afuera, y hacia abajo otros.

Volviendo a la consecuencia en el hombre, debo añadir que sus más entusiastas defensores son los que creen que los hombres debemos estar al servicio de las ideas, y no éstas a nuestro servicio. Y aunque son ya muchas las veces en que he sostenido mi cada vez más fuerte convicción de que el hombre es superior a las ideas, y éstas sirven para servirle antes que él para servirlas, vuelvo a mi tema favorito.

Cabe, en rigor, sostener que cada uno de nosotros lleva dentro de sí muchos hombres, mas por lo menos dos: un yo profundo, radical, permanente, el yo que llaman ahora muchos subliminal —de debajo del limen o nivel de la conciencia—, y otro yo superficial, pegadizo y pasajero, el supraliminal. Y del mismo modo tienen las ideas una superficie y un dentro, una cáscara y una almendra, un continente y un contenido. Lo que llamaba Fouillée la idea-fuerza, es, en realidad, el contenido de la idea, su entraña. Cuando nos servimos de una idea general, sea la de fuerza, su entraña, su contenido vivo es la oscura masa de sensaciones concretas que en nosotros despierta el vago recuerdo de esfuerzos sentidos, la muchedumbre de impresiones de que ese concepto abstracto brotó. Lo otro, el concepto lógico de fuerza, tal cual pueda definirse en un tratado de física o de metafísica, no es más que una cáscara para someterla, con otras, a solitarios lógicos, a combinaciones dialécticas. Cuando oigo hablar de sustancia, se me despiertan oscuras reminiscencias de sustancias concretas, de la sustancia del caldo, de lo sustancioso de un cocido, de lo insustancial de un escrito, de la sustancia de la carne, etc. Lo otro, la definición metafísica de la sustancia, sirve para escamoteos dialécticos tan burdos como aquel de suponer que puede subsistir una sustancia separada de sus accidentes todos. La sustancia de las ideas, su carne, su entraña, es lo que lleva elemento motor y elemento sensorial, lo que puede, o movernos a acción, o provocar sensaciones. Todo lo demás son mondaduras y peladuras lógicas.

Pues bien: el hombre exterior, el que nos forman los demás, el debido a los juicios ajenos, el que nos impone la sociedad que nos rodea, el yo en que a mi yo íntimo han envuelto aquéllos con quienes vivo, ese yo opera con ideas superficiales, con conceptos lógicos, que son los trasmisibles. Cuando ese mi yo pegadizo y pasajero le habla a mi prójimo de Dios, no puede darle la impresión que este vocablo en mí despierta, el contenido de él, el mundo de impresiones y sentimientos que en mí despierta el nombre de Dios, contando entre ellas la de aquel venerable anciano de luenga barba blanca, tendido entre nubes, encima de Cristo, de la Virgen y de la paloma, tal como se me presentaba de niño en el altar mayor de la parroquia. Este contenido del concepto baja a vivificar el contenido de mi espíritu, y ambos contenidos son intrasmisibles por la palabra.

En ese hombre interior, donde se cumplen las misteriosas fusiones de la vida espiritual, no es fácil distinguir la entraña del hombre mismo de las entrañas de sus pensamientos, porque de éstas está formado; el contenido del concepto de Dios se funde allí con mi propio contenido. Refiriéndonos a tales honduras, no cabe hablar de ideas y de espíritu como cosas distintas; allí una idea es un espíritu o parte de él, y allí nuestro espíritu es una idea, la más compleja, la más viva, la más real, por ser la más ideal. Pero saliendo de allí y refiriéndonos a esta vida social en que vemos cortezas de ideas despedidas y recibidas por cortezas de hombres, aquí, ¿en virtud de qué han de sujetarse los hombres a las ideas? No veo la razón de que nos dejemos escacharrar los hombres por las ideas, y nos rompamos la corteza para que ellas se mantengan enteras y no se les vaya el contenido por las hendiduras de rotura alguna.

Si hay entre los que lean este ensayo algunos que me hayan seguido desde que empecé a lanzar al público el resultado de mis reflexiones y de mi vida interior, no faltará seguramente entre ellos quien crea que todo esto no es más que una apología o defensa de mi propio proceder. No lo niego. Estoy profundamente convencido de que no tiene eficacia ni valor, sino lo que arranca de la propia vida concreta.

Si cuando combato algún vicio, algún absurdo modo de pensar o sentir, no tuviese ante los ojos interiores a tal o cual sujeto vivo que sufre del vicio ese o piensa o siente de la manera absurda que combato, no valdría lo que escribo ni la centésima parte de lo que vale, valga lo que valiere. Y no lo hago por molestarle ni combatirle, y hasta me importa poco que quien me sirve de modelo no lo sepa; lo hago por dar vida a mi obra.

Pues bien: no niego que la doctrina desarrollada en este ensayo la he sacado de donde se sacan todas las doctrinas vivas: de mi propia experiencia. Si llego algún día a escribir una historia de mi pensamiento —historia que deberían escribir todos los que escriben para el público—, allí mostraré cuán continuo, cuán consecuente ha sido en mí. Mirando las cosas desde fuera, desde donde sólo se ven envolturas o cacharros de hombres y envolturas o cacharros de ideas, podrá parecer que no he guiado yo a mis ideas, sino que ellas, las ideas, me han traído y llevado como los vientos a una veleta; pero yo, que miro desde dentro, desde donde se siente el líquido viviente de mi espíritu y de mis ideas, y los que sepan penetrar en interiores, verán que todo ese afluir de ideas distintas, que bajan, ya de esta sierra del pensamiento, ya de aquélla, en manso regato o en torrente desatado, unas bajo tierra, otras sobre ella, y juntamente la disuelta sustancia de ideas que me ha llovido sobre el espíritu desde el cielo espiritual, todo eso ha venido a engrosar mi espíritu, que quiero sea, no un charco de aguas estancadas, sino un río de aguas corrientes y vivas, por cuyo cauce no pasen dos veces las mismas aguas. Un río cualquiera tiene fisonomía propia, carácter propio, propia acción, y, sin embargo, es mucho menos consecuente que un pantano, sobre todo si éste se hiela.


Setiembre de 1906.


Publicado el 13 de septiembre de 2018 por Edu Robsy.
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