Soledad

Miguel de Unamuno


Cuento


Soledad nació de la muerte de su madre: ya Leopardi cantó que es riesgo de muerte el nacimiento,

nasce l'uomo a fatica,
ed è rischio di morte il nascimento,

riesgo de muerte para el que nace, riesgo de muerte para quien le da el ser.

La pobre Amparo, la madre de Soledad, había llevado en sus cinco años de casada una vida penumbrosa y calladamente trágica. Su marido era impenetrable y parecía insensible. No sabía la pobre cómo se habían casado; se encontró ligada por matrimonio a aquel hombre como quien despierta de un sueño. Su vida toda de soltera se perdía en una lejanía brumosa, y cuando pensaba en ella se acordaba de sí misma, de la que fue antes de casarse, como de una persona extraña. No podía saber si su marido la quería o la detestaba. Se detenía en casa no más que para comer y dormir, para todo lo animal de la vida; trabajaba fuera, hablaba fuera, se distraía fuera. Jamás dirigió a su pobre mujer una palabra más alta o más agria que otra; jamás la contrarió en nada. Cuando ella, la pobre Amparo, le preguntaba algo, consultaba su parecer, obtenía de él invariablemente la misma respuesta: «¡Bueno, sí; déjame en paz; como tú quieras!». Y este insistente: «¡Como tú quieras!», llegaba al corazón de la pobre Amparo, un corazón enfermo, como un agudo puñal. «¡Como tú quieras! —pensaba la pobre-; es decir, que mi voluntad no merece ni siquiera ser contradicha». Y luego el: «¡Déjame en paz!»; ese terrible: «¡Déjame en paz!», que amarga tantos hogares. En el de Amparo, en el que debía ser hogar de Amparo, esa terrible y agorera paz lo entenebrecía todo.

Al año de casada tuvo Amparo un hijo; pero en el triste desamparo de su hogar ceniciento ansiaba una hija. «¡Un hijo! —pensaba-. ¡Un hombre! ¡Los hombres siempre tienen que hacer fuera de casa!». Y así, cuando volvió a quedar encinta, no soñaba sino en la hija. Y habría de llamarse Soledad. La pobre cayó en cama, gravemente enferma. Su corazón desfallecía por momentos. Comprendió que no vivía sino para dar a luz a su hija, hasta ponerla en el hogar tenebroso. Llamó a su marido y dijo: «Mira, Pedro; si, como espero, es hija, le pondrás por nombre Soledad, ¿eh?». «Bueno, bien —respondió él-; tiempo habrá de pensar en ello», y pensaba que aquel día, con aquello del parto, iba a perder su partida de dominó. «Es que yo me muero, Pedro; es que no voy a poder resistir esto», añadió. «¡Aprensiones!», replicó él. «Sea —contestó Amparo-; pero si sale niña, la llamaréis Soledad, ¿eh?». «¡Bueno, sí; déjame en paz; como tú quieras!», concluyó él.

Y le dejó en paz para siempre. Después de haber dado a luz a su hija sólo tuvo tiempo para percatarse de que era niña. Y sus últimas palabras fueron: «¿Soledad, eh, Pedro? ¡Soledad!».

El hombre quedó suspenso y se habría anonadado si fuera él algo. ¡Viudo, a su edad, y con dos hijos pequeños! ¿Quién le cuidaría ahora la casa? ¿Quién se los criaría? Porque hasta que la niña se hiciese mayorcita y pudiera encargarse de las llaves y el gobierno... ¡Y cómo volver a casarse! No, no volvería a hacerlo. Ya sabía lo que era estar casado. ¡Si lo hubiese sabido antes! Eso no le resolvía nada. No, decididamente no; no volvería a casarse.

Hizo que llevasen a Soledad a un pueblo, a criarla fuera de casa. No quería molestias de niños e impertinencias de nodrizas. Harto tenía con el otro, con Pedrín, el niño, de tres años ya.

Soledad apenas se acordaba de los primeros años de su infancia. Allá, en la lejanía, sus últimos recuerdos eran los de aquel hogar hosco y ceniciento y aquel padre hermético, aquel hombre que comía junto a ella en la mesa y a quien veía un momento al levantarse y otro momento al ir a acostarse. Y aquellos besos litúrgicos, forzados. La única compañía le era Pedrín, su hermano. Pero Pedrín jugaba con ella en el más estricto sentido, es decir, que no jugaba en compañía de ella, sino que jugaba con ella como se juega con una muñeca. Ella, Soledad, solita era su juguete. Y era, como hombre que había de ser, un bruto. Como eran sus puños más fuertes, quería tener siempre razón. «Vosotras, las mujeres, no servís para nada. ¡Los que mandan son los hombres!», le dijo una vez.

Era Soledad una naturaleza exquisitamente receptiva, un genio de sensibilidad. Se da con frecuencia en las mujeres este genio de receptividad, que como nada produce, se extingue sin que nadie lo haya conocido. Al principio acudió Soledad, llorosa y herida en lo más vivo, a su padre, a la esfinge, demandando justicia; pero el inflexible varón le contestaba secamente: «¡Bueno, bien; déjame en paz! ¡Daos un beso, y cuidado con que esto se repita!». Así creía arreglarlo, quitándose de encima la molestia. Y acabó ello porque Soledad no volvió a quejarse a su padre de las brutalidades de su hermano, y lo soportó todo en silencio, dejando a aquél en paz y evitándose los fraternales besos de humillación.

Fue espesándose y entenebreciéndose la tristeza cenicienta de su hogar. Sólo descansaba en el colegio, en el que le metió su padre como medio pensionista para quitársela así más tiempo de encima. Allí, en el colegio, supo que sus compañeras todas tenían o habían tenido madre. Y un día, a la hora de cenar, se atrevió a molestar a su padre preguntándole: «Di, papá, ¿he tenido madre?». «¡Vaya una pregunta! —respondió el hombre-. Todos hemos tenido madre. ¿Por qué lo preguntas?». «¿Y dónde está mi madre, papá?». «Se murió cuando tú naciste». «¡Ay qué pena!», prorrumpió Soledad. Y entonces el padre rompió por un momento su salvaje taciturnidad, le dijo cómo su madre se había llamado Amparo, y le enseñó un retrato de la difunta. «¡Qué guapa era!», exclamó la niña. Y el padre añadió: «Sí, ¡pero no tanto como tú!». En esta exclamación, que se le escapó, iba el fondo de una de sus petulancias; creía que el ser su hija más guapa que la madre, se lo debía a él. «Y tú, Pedrín —dijo Soledad a su hermano, animada por aquel fugitivo rescoldillo de hogar-, ¿te acuerdas tú de ella?». «¿Y cómo me he de acordar, si cuando murió no tenía yo más que tres años?». «Pues yo, en tu caso, me acordaría», fue la respuesta de la niña. «¡Claro, las mujeres sois más listas!», exclamó el hombrecillo en ciernes. «No, pero sabemos recordar mejor». «Bueno, bueno, no digas tonterías y déjame en paz». Y se acabó el coloquio de aquella noche memorable en que Soledad supo que había tenido madre.

Y tanto dio en pensar en ella, que casi la recordó. Pobló su soledad con ensueños maternales.

Fueron corriendo los años, todos iguales, todos cenicientos y tristes en aquel hogar apagado. El padre no envejecía ni podía envejecer. A las mismas horas hacía todos los días las mismas cosas, con una regularidad mecánica. Y el hermano empezó a disiparse, a dar que hablar en el pueblo. Hasta que desapareció de él; Soledad no supo adónde. Quedaron padre e hija solos, solos y separados; viviendo, es decir, comiendo y durmiendo bajo el mismo techo.

Por fin pareció que un día se le abriera el cielo a Soledad. Un gallardo mozo, que desde hacía algún tiempo la devoraba con los ojos cuando la veía en la calle, se dirigió a ella solicitando ser admitido a prueba como novio. La pobre Soledad vio que se le abría la vida, y aunque con unos ciertos presentimientos, que en vano quería rechazar de sí, lo admitió. Y fue como una primavera.

Empezó Soledad a vivir, empezó más bien a nacer.

Descubrídsele el sentido de muchas cosas que hasta entonces no lo tuvieron para ella; empezó a entender mucho que oyó a sus maestras y a sus compañeras de colegio, mucho que había leído. Todo parecía cantar dentro de ella. Pero a la vez descubrió toda la horrura de su hogar, y si no hubiera sido por la imagen, siempre en ella presente, de su novio, se habría arrecido allí junto a aquel hombre granítico.

Fue un verdadero deslumbramiento aquel noviazgo para la pobre Soledad. Y el padre parecía no haberse enterado de nada o no querer enterarse: ni la más leve alusión de su parte. Si al salir de casa cruzaba con el novio de su hija que se acercaba a la reja, a las horas de sabroso coloquio, hacía como que no se enteraba. La pobre Soledad tuvo más de una vez intención de insinuar algo a su padre en la mesa, a la hora de cenar; pero las palabras se le cuajaban en la boca antes de salir. Y calló, siguió callando.

Empezó Soledad a leer en libros que le traía su novio; empezó, gracias a él, a conocer el mundo. Y aquel joven no parecía hombre. Era cariñoso, alegre, abierto, irónico y hasta la contradecía a las veces. De su padre, del padre de ella, no le habló nunca.

Fue la iniciación en la vida y fue el sueño del hogar. Soledad empezó, en efecto, a soñar lo que sería un hogar, a entrever lo que eran los hogares, los verdaderos hogares de sus compañeras que lo tenían. Y este conocimiento, este sentimiento más bien, acreció en ella el horror a la madriguera en que vivía.

Y de repente, un día, cuando menos lo esperaba, vino el hundimiento. Su novio, que hacía un mes estaba ausente, le escribió una larga carta muy llena de expresiones de cariño, muy alambicadas, muy tortuosas, en que a vuelta de mil protestas de afecto le decía que aquellas sus relaciones no podían continuar. Y acababa con esta frase terrible: «Acaso llegue algún día otro que te pueda hacer feliz mejor que yo». Soledad sintió un tenebroso frío que le envolvía el alma, y toda la brutalidad, toda la indecible brutalidad del hombre, es decir, del varón, del macho. Pero se contuvo, devorando en silencio, y con ojos enjutos su humillación y su dolor. No quería aparecer débil ante su padre, ante la esfinge.

¿Por qué? ¿Por qué la había dejado su novio? ¿Es que se había cansado de ella? ¿Por qué? ¿Es que puede un hombre cansarse de amar? ¿Cabe cansarse de amar? No, no; es que nunca la había querido. Y ella, la pobre Soledad, sedienta de amor desde que naciera, comprendió que no la había querido nunca aquel otro hombre. Y se hundió en sí misma, refugiándose en el culto a su madre, en el culto a la Virgen. Y no lloró, porque su dolor no era de lágrimas: era un dolor seco y ardiente.

Una noche, a la hora de cenar, la esfinge paternal abrió la boca para decir: «¿Qué? ¡Según parece, se ha acabado ya eso!». Y Soledad sintió como si le atravesasen el corazón con una espada de hielo. Se levantó de la mesa, se fue a su cuarto, y exclamando: «¡Madre mía!», cayó en un espasmo convulsivo. Y desde entonces el mundo le supo a vacío.

Y pasaron dos años, y una mañana se encontraron muerto en su cama al padre, a don Pedro. El corazón se le había parado. Y su hija, sola ahora en el mundo, no le lloró.

Quedó sola Soledad, enteramente sola. Y para que su soledad fuese mayor vendió cuantas fincas le dejó su padre, realizó una modestísima fortunilla y se fue a vivir lejos, muy lejos, donde nadie la conociera y donde ella a nadie conociera.

Y ésta es esa Soledad, hoy ya casi anciana, esa mujercita sencilla y noble que veis todas las tardes ir a tomar el sol a orillas del río; esa mujercita misteriosa de la que no se sabe ni de dónde vino ni de dónde es. Ésa es la solitaria caritativa que en silencio remedia las necesidades ajenas que conoce y puede remediar; ésa es la buena mujercita a la que alguna vez se le escapa uno de esos dichos amargos delatores del desconsuelo encallecido.

Nadie sabía su historia, y se llegó a propagar la leyenda de una terrible tragedia en ella. Pero, como veis, no hay en su vida tragedia alguna representable, sino, a lo más, esta tragedia vulgar, vulgarísima, irrepresentable, callada, que tantas vidas humanas destroza: la tragedia de la soledad.

Sólo se recuerda que hace unos años vino en busca de Soledad un hombre avejentado, de prematura decrepitud, encorvado como bajo el peso del vicio, y a los pocos días de llegar murió en casa de la mujercita. «¡Era mi hermano!». Es lo único que a ésta se le oyó.

Y ahora, ¿comprendéis lo que es la soledad en un alma de mujer, y de mujer sedienta de cariño y hambrienta de hogar? El hombre tiene en nuestras sociedades campos en que distraer su soledad; pero una mujer que no quiere encerrarse en un convento, ¿qué ha de hacer solitaria entre nosotros?

Esa pobre mujercita, a la que veis vagar a orillas del río, sin fin ni objeto, ha sentido toda la enorme brutalidad del egoísmo animal del hombre. ¿Qué piensa? ¿Para qué vive? ¿Qué lejana esperanza la mantiene?

He trabado relación, no digo amistad, con Soledad, y he procurado sonsacarle su sentimiento total de la vida y del destino, lo que alguien llamaría su filosofía. Hasta hoy, poco o nada he conseguido; mas espero conseguirlo. Todo lo que he logrado es saber su historia, la que os acabo de contar. Fuera de esto, no le he oído sino reflexiones llenas de buen sentido, pero de un buen sentido frío y al parecer rastrero. Es mujer de extraordinaria cultura de libros, porque ha leído mucho, y de una gran clarividencia. Pero lo que es sobre todo es extremadamente sensible a las groserías y brutalidades de toda clase. Vive así, solitaria y retraída, por no sufrir los empellones de la brutalidad humana.

De nosotros, los hombres, tiene una singular idea. Cuando le he sacado la conversación al respecto de los hombres, se ha limitado a exclamar: «¡Pobrecillos!». Parece que nos compadece, como quien compadeciera a un cangrejo. Me ha prometido hablarme alguna vez de los hombres y del magno, del máximo, del supremo problema de la relación entre hombre y mujer. «No de la relación sexual —me dijo-, ¿eh?, entienda usted bien; no de eso, sino de la relación general entre hombre y mujer: lo mismo que sean madre e hijo, hija y padre, hermana y hermano, amiga y amigo, respectivamente, como que sean marido y mujer, novio y novia o amantes; lo importante, lo capital, es la relación general, es cómo ha de sentir un hombre a una mujer, sea su madre, su hija, su hermana, su mujer o su querida, y cómo ha de sentir una mujer a un hombre, sea su padre, su hijo, su hermano, su marido o su amante». Y espero el día en que Soledad me hable de esto.

Una vez hablé con ella de esa profusión de libros eróticos con que ahora nos inundan, porque con la buena Soledad se puede hablar de todo cuidando de no herirla. Cuando le saqué esa conversación me miró inquisitivamente con sus grandes ojos claros, ojos eternamente juveniles, y con una sombra de sonrisa sobre su boca me preguntó: «Diga usted. ¿Usted comerá? ¿No es así?». «¡Claro que como!», respondí, sorprendido por la pregunta. «Pues bien; si a usted, que come, le sorprendiera leyendo un libro de cocina y pudiese yo mandar, le enviaría a la cocina a fregar las cacerolas». Y no dijo más.

(El espejo de la muerte, 1913)


Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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