Solitaña

Miguel de Unamuno


Cuento


Erase en Artecalle, en Tendería o en otra cualquiera de las siete calles, una tiendecita para aldeanos, a cuya puerta paraban muchas veces las zamudianas con sus burros. El cuchitril daba a la angosta portalada, y constreñía el acceso a la casa, un banquillo lleno de piezas de tela, años rojos, azules, verdes, pardos, y de mil colores para sayas y refajos; colgaban sobre la achatada y contrahecha puerta, pantalones, blusas azules, elásticos de punto abigarrados de azul y rojo, fajas de vivísima púrpura pendientes de sus dos extremos, boinas y otros géneros, mecidos todos los colgajos por el viento del Noroeste, que se filtraba por la calle como por un tubo, y formando a la entrada como un arco que ahogaba a la puertecella. Las aldeanas paraban en medio de la calle, hablaban, se acercaban, tocaban y retocaban los géneros, hablaban otra vez, iban, se volvían, entraban y pedían, regateaban, se iban, volvían a regatear y al cabo se quedaban con el género. El mostrador, reluciente con el brillo triste que da el roce, estaba atestado de piezas de tela; sobre él, unas compuertas pendientes, que se levantaban para sujetarlas al techo con unos ganchos, y servían para cerrar la tienda y limitar el horizonte. Por dentro de la boca abierta de aquel caleidoscopio, olor a lienzo y a humedad por todas partes, y en todos los rincones, piezas, prendas de vestido, tela de tierra para camisas de penitencia, montones de boinas, todo en desorden agradable, en el suelo, sobre bancos y en estantes, y junto a una ventana que recibía la luz opaca y triste del cantón, una mesilla con su tintero, y los libros de don Roque.

Era una tienda de género para la aldeanería. Los sentidos frescos del hombre del pueblo gustan los choques vivos de colorines chillones, buscan las alegres sinfonías del rojo con el verde y el azul, y las carotas rojas de las mozas aldeanas parecen arder sobre el pañuelo de grandes y abigarrados dibujos. En aquella tienda se les ofrecía todo el género a la vista y al tacto, que es lo que quiere el hombre que come con los ojos manos y boca. Nunca se ha visto género más alegre, más chillón, y más frescamente cálido, en la tienda más triste, más callada y más tibiamente fría.

Junto a esta tienda, a un lado, una zapatería con todo el género en filas, a la vista del transeúnte; al otro lado, una confitería oliendo a cera.

Asomaba la cabeza por aquella cáscara cubierta de flores de trapo, el caracol humano, húmedo, escondido y silencioso, que arrastra su casita, paso a paso, con marcha imperceptible, dejando en el camino un rastro viscoso, que brilla un momento y luego se borra.

Don Roque de Aguirregoicoa y Aguirrebecua, por mal nombre Solitaña, era de por ahí, de una de esas aldeas de chorierricos o cosa parecida, si es que no era de hacia la parte de Arrigorriaga. No hay memoria de cuándo vino a recalar en Bilbao, ni de cuándo había sido larva joven, si es que lo fue en algún tiempo, ni sabía a punto cierto cómo se casó, ni porqué se casó, aunque sabía cuándo, pues desde entonces empezaba su vida. Se deduce a priori que le trajo de la aldea algún tío para dedicarle a su tienda. Nariz larga, gruesa y firme, el labio inferior saliente, ojos apagados a la sombra de grandes cejas, afeitado cuidadosamente, más tarde calvo, manos grandes y pies mayores. Al andar se balanceaba un poco.

Su mujer, Rufina de Bengoecheabarri y Goicoechezarra, era también de por ahí, pero aclimatada en Artecalle, una ardilla, una cotorra y lista como un demonio. Domesticó a su marido, a quien quería por lo bueno. ¡Era tan infeliz Solitaña! Un bendito de Dios, un ángel, manso como un cordero, perseverante como un perro, paciente como un borrico.

El agua que fecunda a un terreno, esteriliza a otro, y el viento húmedo que se filtraba por la calle oscura, hizo fermentar y vigorizarse al espíritu de doña Rufina, mientras aplanó y enmoheció al de don Roque.

La casa en la que estaba plantado don Roque era viejísima y con balcones de madera, tenía la cara más cómicamente trágica que puede darse, sonreía con la alegre puerta y lloraba con sus ventanas tristes. Era tan húmeda que salía moho en las paredes.

Solitaña subía todos los días la escalera estrecha y oscura, de ennegrecidas barandillas, envuelta en efluvios de humedad picante, y la subía a oscuras sin tropezarse ni equivocar un tramo donde otro se hubiera roto la crisma, y mientras la subía lento e impasible, temblaba de amor la escalera bajo sus pies, y la abrazaba entre sus sombras.

Para él, eran todos los días iguales, e iguales todas las horas del día; se levantaba a las seis, a las siete bajaba a la tienda, a la una comía, cenaba a eso de las nueve, y a eso de las once se acostaba, se volvía de espalda a su mujer, y, recogiéndose como el caracol, se disipaba en el sueño.

En las grandes profundidades del mar, viven felices las esponjas.

Todos los días rezaba el rosario, repetía las Avemarías como la cigarra y el mar repite a todas horas el mismo himno. Sentía un voluptuoso cosquilleo al llegar a los ora pro nobis de la letanía; siempre, al Agnus, tenían que advertirle que los ora pro nobis habían dado fin; seguía con ellos por fuerza de inercia; si algún día, por extraordinario caso, no había rosario, dormía mal y con pesadillas. Los domingos los rezaba en Santiago, y era para Solitaña goce singular el oír medio amodorrado por la oscuridad del templo, que otras voces gangosas repetían con él, a coro, ora pro nobis, ora pro nobis.

Los domingos, a la mañana, abría la tienda, hasta las doce, y a la tarde, si no había función de la iglesia y el tiempo estaba bueno, daban una vuelta por Begoña, donde rezaban una salve y admiraban siempre las mismas cosas, siempre nuevas para aquél bendito de Dios. Volvía repitiendo ¡que hermosos aires se respiran desde allí! Subían las escaleras de Begoña, y un ciego, con tono lacrimoso y solemne:

—Considere, noble caballero, la triste oscuridad en que me veo... La Virgen Santísima de Begoña os acompañe, noble caballero...

Solitaña sacaba dos cuartos y le pedía tres ochavos de vuelta. Más adelante:

—Cuando comparezcamos ante el tribunal supremo de la gloria...

Solitaña le daba un ochavo. Luego una mujercita viva:

—Una limosna piadoso caballero...

Otro ochavo. Más allá, un viejo de larga barba, gafas azules, acurrucado en un rincón, con un perro, y con la mano extendida. Otro, más adelante, enseñando una pierna delgada, negra, untuosa y torcida, donde posaban las moscas. Dos ochavos más. Un joven cojo pedía en vascuence, y a éste Solitaña le daba un cuarto. Aquellos acentos sacudían en el alma de don Roque su fondo yaciente, y sentía en ella, olor a campo, verde como sus paños para sayas, brisas de aldea, vaho de humo del caserío, gusto a borona. Era una evocación que le hacía oir en el fondo de sí mismo, y como salidos de un fonógrafo, cantos de mozas, chirridos de carros, mugidos de buey, cacareos de gallina, piar de pájaros, algo que reposaba formando légamo en el fondo del caracol humano, como polvo amasado con la humedad de la calle y de la casa.

Solitaña y el mostrador de la tienda se entendían y se querían. Apoyando sus brazos cruzados sobre él, contemplaba a los chiquillos que jugaban en el regatón para desagüe, chapuzando los pies en el arroyuelo sucio. De cuando en cuando, el chinel, adelantando alternativamente las piernas, cruzaba el campo visual del hombre del mostrador, que le veía sin mirarle y sacudía la cabeza para espantar alguna mosca.

Fue en cierta ocasión como padrino a la boda de una sobrina —"a refrescar un poco la cabeza —decía su mujer—, a estirar el cuerpo, siempre metido aquí como un oso. Yo ya le digo: Roque, vete a dar un paseo, toma el sol, hombre, toma el sol, y él, nada—." A los tres días volvió diciendo que se aburría fuera de su tienda. El lo que quería es encogerse y no estirarse; los estirones le causaban dolor de cabeza y hacían que circulara por todas sus venas la humedad y la sombra que reposaban en el fondo de su alma angelical, eran como los movimientos para el reumático. —"Marrano, más que marrano —le decía doña Rufina— pareces un topo—." Solitaña sonreía. Otro de sus goces, además del de medir telas y los orá por nobis, era oír a su mujer que le reñía ¡Qué buena era Rufina!

Sin dejar de atender a la conversación, de interesarse en su curso, pensando siempre en lo último que había dicho el que había hablado el último, se dirigía a los rincones de la tienda, servía lo que le pedían, medía, recibía el dinero, lo contaba, daba la vuelta, y se volvía a su puesto. En invierno había brasero, y por nada del mundo dejaría Solitaña la badilla, que manejaba tan bien como la vara, y con la cuál revolvía el fuego mientras los demás charlaban, y luego, tendiendo los pies con deleite, dormitaba muchas veces al arrullo de la charla.

Su mujer llevaba la batuta, la emprendía contra los negros, lamentaba la situación del Papa, preso en Roma por culpa de los liberales, ¡duro con ellos! Ella era carlista porque sus padres lo habían sido, porque fue carlista la leche que mamó, porque era carlista su calle, lo era la sombra del cantón contiguo, y el aire húmedo que respiraban, y el carlismo, apegado a los glóbulos de su sangre, rodaba por sus venas.

El viejo, siempre tan guapo, se reía de esas cosas; tan alegres eran blancos como negros, y en una limonada, nadie se acuerda de colores; por lo demás, él bien sabía que sin religión y palo, no hay cosa derecha.

Hablaban de una limonada:

—¡Qué limonada! —decía el que vio los fusilamientos de Zurbano—, ¡pedazos de hielo como puños navegaban allí!...

—Tendríais sarbitos —interrumpió el viejo, siempre tan guapo— en la limonada hasen falta sarbitos... Sin sarbitos, limonada fachuda, es como tambolín sin chistu. Cuando están aquellos cachitos helaos que hasen mal en los dientes, entonces...

—Unas tajaditas de lengua no vienen mal...

—Sí, lengua también; pero sobre todo sarbitos, que no falten los sarbitos...

Solitaña se sonreía, arreglando el fuego con la badilla.

—A mí ya me gusta también un poco merlusita en salsa...—volvió el otro.

—¿Con la limonada?

—Cállate hombre, no digas sinsorgadas... Tú estás tocao... ¿Merlusa en salsa con la limonada? A tí solo se te ocurre...

—Tú dirás lo que quieras; pero pa’mí no hay como la merlusa..., la de Bermeo, se entiende, nada de merlusa de Laredo, cada cosa de su paraje: sardinas de Santurce, angulitas de la isla y merlusa de Bermeo...

—No haga usted caso a eso —dijo el cura— yo he comido en Bermeo unas sardinas que talmente chorreaban manteca, sin querer se les caía el pellejo... Y estando en Deva, unas angulitas de Aguinaga que ¡vamos!...

—Bueno, hombre, pues, ¿qué digo yo?, cada cosa en su sitio y a su tiempo; luego los caracoles, después el besugo... hisimos una caracolada poco antes de entrar Zurbano, el año...

—Ya te he dicho muchas veses —le interrumpió el viejo siempre tan guapo— que tú no sabes ni coger, ni arreglar los caracoles y, sobre todo, te vuelvo a decir y no le des más vueltas, que con la limonada, sarbitos, y al que te diga merlusa en salsa, le dises que es un arlote barragarri... Si me vendrás a desir a mí...

—Y si a mí me gusta en la limonada, merlusa en salsa...

—Entonses no sabes comer como Dios manda.

—¿Qué no sé?

—Bueno, bueno —interrumpió el cura para cortar la cuestión— ¿a que no saben ustedes una cosa curiosa?

—¿Qué cosa?

—Que los ingleses nunca comen sesos.

—Ya se conoce; por eso están coloraos— dijo el viejo guapo—, porque en cambio te sampan cada chuleta cruda, y te pescan cada sapalora...

—Esos herejes...—empezó doña Rufina.

Y venía rodando la conversación a los liberales.

Cuando los contertulios se marchaban, cerraban la tienda, doña Rufina y su marido; contaban el dinero cuidadosamente, sacando sus cuentas, luego, con una vela encendida, registraban todos los rincones de la tienda, miraban tras de las piezas, bajo el mostrador y los banquillos, echaban la llave y se iban a dormir. Solitaña no acostumbraba a soñar; su alma se hundía en el inmenso seno de la inconciencia, arrullada por la lluvia menuda, o el violento granizo que sacudía los vidrios de la ventana.

Al día siguiente se levantaba como se había levantado el anterior, con más regularidad que el sol, que adelanta y atrasa sus salidas, y bajaba a la tienda en invierno, entre las sombras del crepúsculo matutino.

En Jueves Santo, parecía revivir un poco el bendito caracol, se calaba levita negra, guantes también negros, chistera negra, que guardaba desde el día de la boda, e iba con un bastoncillo negro a pedir para la Soledad de la negra capa. Luego en la procesión, la llevaba en hombros, y aquél dulce peso era para él una delicia sólo comparable a una docena de letanías con sus quinientos sesenta y dos ora pro nobis.

¿Pobre ángel de Dios, dormido en la carne! No hay que tenerle lástima, era padre, y toda la humedad de su alma parecía evaporarse a la vista del pequeño. ¿Besos?, ¡quiá! Esto en él era cosa rara, apenas se le vio besar a su hijo, a quién quería, como buen padre, con delirio.

Vino el bombardeo, se refugió la gente en las lonjas, y empezó la vida de familias acuarteladas. Nada cambió para Solitaña, todo siguió lo mismo. La campanada de bomba provocaba en él la reacción inconsciente de un Avemaría, y la rezaba pensando en cualquier cosa. Veía pasar a los chimberos de la otra guerra, como veía pasar al eterno chinel. Si el proyectil caía cerca se retiraba adentro, y se tendía en el suelo presa de una angustia indefinible. Durante todo el bombardeo no salió de su cuchitril. La noche de San José temblaba en el colchón, tendido sobre el suelo, ensartando Avemarías —"Si al cabo entraran —decía doña Rufina— ya le haría yo pagar a ese negro de don José María lo que nos debe."

Su hijo fue a estudiar Medicina. La madre le acompañó a Valladolid; a su cargo corría todo lo del chico. Cuando acabó la guerra, pensaron por un momento dejar la tienda, pero Solitaña sin ella hubiera muerto de fiebre, como un oso blanco transportado al África Ecuatorial.

Vino el terremoto de los Osunas, y cuando las obligaciones bambolearon, crujió todo, y cayeron entre ruinas de oro, familias enteras, se encontró Solitaña, una mañana lluviosa y fría, con que aquél papel, era papel mojado, y lo remojó con lágrimas. Bajó mustio a la tienda y siguió su vida.

Su hijo se colocó en una aldea, y aquél día dio don Roque un suspiro de satisfacción. Murió su mujer, y el pobre hombre, al subir las escaleras que temblaban bajo sus pies, y sentir la lluvia, que azotaba las ventanas, lloraba en silencio con la cabeza hundida en la almohada.

Enfermó. Poco antes de morir le llevaron el viático, y cuando el sacerdote empezó la letanía, el pobre Solitaña, con la cabeza hundida en la almohada, lanzaba con labios trémulos unos imperceptibles ora pro nobis, que se desvanecían lánguidamente en la alcoba, que estaba entonces como ascua de oro y llena de tibio olor a cera. Murió. Su hijo le lloró el tiempo que sus quehaceres y sus amores, le dejaron libre. Quedó en el aire el hueco que al morir deja un mosquito, y el alma de Solitaña voló a la montaña eterna, a pedir al Pastor, él, que siempre había vivido a la sombra, que nos traiga buen sol para hoy, para mañana, y para siempre.

¡Bienaventurados los mansos!


Publicado el 5 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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