Cuentos cortos sin hilo y sin estilo

Cuentos cortos

Mirta Mere


Cuentos cortos


 Lavanda

 

Subió a una silla y desde allí trepó a la cómoda para poder alcanzar el estante más alto del ropero de la Abuela. Contra la pared había un sobre color madera. ¿Qué hacía eso allí, detrás de las cajas? Nadie tocaba las cosas de la Abuela desde que murió, hacía ¿cuánto?  ¿ siete años? De adentro del sobre deslizó una foto en blanco y negro, de esas chiquitas con bordes labrados. Era de la Abuela. Tendría unos treinta años en la foto. Se la veía fresca, sonriente, con su eterno delantal de flores amarillas y rojas. Pero ¿qué era eso en el fondo? Una casa. Estaba un poco borrosa. Debía ser la casa de Córdoba. Apenas si la recordaba. Es que era muy chica cuando ocurrió el incendio.

Con la foto en la mano bajó de la silla. Cerrando los ojos se frotó la frente tratando de despejar el mareo que la invadía. Se le aflojaban las rodillas, pero no se desvaneció. Abrió los ojos y vio cómo la habitación comenzó a disolverse a su alrededor, tomando nuevas formas. Las sillas se hicieron árboles. Las paredes, casas que giraron y giraron  hasta encontrar su sitio. Y la casa aquella, la que estaba al final de la calle. No quería ir a esa casa, pero la casa fue a ella, y allí lo vio. Plantado en su pose de siempre, mirándola a los ojos, con los brazos extendidos hacia ella.

Quería correr hacia él pero sus pies estaban enterrados en el piso y su cuerpo no  respondía al mandato de su mente. Estaba anclada en su lugar, como si fuera un árbol más.  No podía moverse mientras él avanzaba. Cuando llegó la abrazó, en un abrazo largo y profundo, aunque no pudo sentir la presión ese cuerpo adorado sobre el suyo. Sintió sólo su olor a lavanda, ese olor tan querido que como un vendaval le penetraba por todos los poros y la impregnaba a medida que su visión se iba empañando y todo desaparecía.

 Volvía a encontrarse en el cuarto de la Abuela, frente al ropero, con la foto en la mano. Todo estaba igual, la cama de la abuela, la cómoda, las sillas. Pero sentía que había algo más. Desconcertada miró a su alrededor y lo percibió: flotaba en el aire un nítido hálito de perfume de lavanda. 



Los miedos de Marita

Entraron a la sala, Marita de la mano de su mamá. "Quedate tranquila" le decía Mamá. Sí, claro, como si fuera tan fácil, pensaba Marita. "Vos pensá en cosas lindas. Vamos, a ver, mirá . . . "  Y mientras Mamá recitaba su letanía de cosas agradables a Marita le taladraba la cabeza el recuerdo de cómo la habían llevado hasta ahí, con engaños y promesas, o sobornos, mejor dicho. Que si no, cualquier día la hubieran convencido de meterse en la boca del lobo.

Y ese olor… ¿qué era ese olor dulzón y penetrante que lo invadía todo? Se le metía con cosquillas por las narinas y subía repiqueteando por el tabique. Ahora lo sentía en el entrecejo. Se expandió llegando hasta el cerebro y allí se instaló. Nunca se lo iba a poder sacar de su cabeza. Estaba segura que ya se habría amasado con sus sesos.

Como para relajarse. Pero lo intentó, sí, con real voluntad, mientras el monólogo de Mamá sonaba como campanas apagadas flotando en algún lugar lejano. Pensó en el sillón donde la habían instalado. Era suave, blandito, mullido. Tan hondo que una vez que se sentó ya no se pudo levantar. Estaba hundida, enterrada, atrapada en el sillón. Con la cola en el fondo los pies le quedaban a la altura del pecho.  Todo estaba calculado para que no se pudiera escapar. Forcejeaba y más se hundía. Las sandalias verdes que le había regalado la tía Lita ahora estaban frente a sus ojos.

Y esas sonrisas, sin labios, todas blancas, que se burlaban de ella desde la pared. Sonrisas de calaveras.

Pero los ruidos eran lo peor. El ruido detrás de la puerta frente a ella era espeluznante. Aterrorizada se tapaba los oídos con las manos. No quería escuchar ese trueno continuo que de repente se detenía solo para dar lugar a un zumbido estridente. Se destapó una oreja y escuchó golpeteos de cuchillos y tenedores sobre platos de porcelana. ¿A quién se estarían comiendo? ¿Tendrían todavía hambre cuando la llamaran a ella? ¿Mamá la entregaría, así nomás?

En eso, detrás de sus sandalias verdes se abrió la puerta, de a poquito, dejando paso a una señora vestida de chaqueta y pantalones celestes que le tendió la mano. Ayudándola a salir del fondo del sillón le dijo "Hola Marita, asique te está doliendo la muelita. Vení, pasá por acá así la arreglamos."


 

La vida en un raviol

 

La vida de Luisa era lo que se dice vivir en un raviol. Ella no sólo habitaba en un microcosmos sino que lo disfrutaba enormemente, con la comodidad de tener la certeza de no necesitar nada más. Lo de afuera no era ella. Ella era su familia, su trabajo, sus pocas amigas. Muy pocas, cada vez menos; se puede decir que ninguna, ya que nunca las veía ni las llamaba ni contestaba sus llamados. Es que sus tareas la tenían muy ocupada.

 

Su familia era su mamá y sus hijas. No había marido: se había ido hacía tiempo. Las chicas ya eran grandes y se habían mudado al centro. La abuela no dejaba de lamentar su partida. “Está todo bien, mamá, igual te llaman por teléfono y nos vienen a ver algún fin de semana,” trataba de consolarla Luisa para que no sufriera tanto la ausencia de las chicas. Ella las extrañaba, pero sabía que estaban bien y contentas en su departamento en el centro. Ahora que había menos para lavar, planchar y cocinar, tenía más tiempo para su trabajo.

 

Luisa se había ido encerrando cada vez más en su casa, ese raviol con un repulgue prolijamente justificado: no tenía que hacer compras porque su mamá, todavía saludable y ágil gracias a Dios, salía todos los días y hacía los mandados en lo de los chinos de la esquina. No salía a comprarse ropa porque su placard rebalsaba de prendas que le traían las chicas. Se mantenía delgada aunque más no fuera para seguir con el mismo talle que sus hijas.

 

El único contacto de Luisa con el mundo fuera del raviol era la mamá, que pasaba el día frente a la tele y le comentaba, entusiasmada, noticias sobre estrellitas en acenso o descenso,  accidentes espantosos que podrían haberse evitado, crímenes horrendos con finales abiertos que nunca terminaban de cerrarse y escándalos políticos que impunes se diluían en el tiempo. “Qué barbaridad, viste vos, adónde vamos a ir a parar. Esto antes no pasaba”, se indignaba la señora. “Pasaba, mamá, pasaba”, pacientemente le decía Luisa una y otra vez. “Solo que no te enterabas porque no había tele.”

 

La cocina era el trabajo de Luisa. No cocinar, precisamente, sino colgar sus recetas experimentales en Internet, en la página web que le había armado una de las chicas. Cómo vivía de eso nadie podía explicarlo, pero así era.  En su cuenta del banco entraba la plata que le transferían los que leían sus recetas. Luisa no entendía cómo funcionaba, ni le importaba demasiado tampoco, de modo que ni se molestaba en averiguarlo. Ella era feliz imaginando sus recetas imposibles.

 

Su día de trabajo comenzaba cuando, después de desayunar, se sentaba frente a la puerta ventana que daba al patio. Allí, se calentaba con el solcito  de la mañana y se ponía  a pensar mientras la gata se restregaba contra sus pantorrillas durante horas, pasando una y otra vez. Luisa calculaba gramos de harinas y miligramos de féculas, mezclaba ingredientes incompatibles, agregaba minuciosas pizcas de sal y cucharaditas de condimentos de nombres exóticos.  Batía con energía claras a punto de espuma de algodón y derretía chocolates albinos, castaños y morenos sobre dulces biscochuelos, tibios y esponjosos. Cortaba con regla y escuadra cuadritos de papines y calabacitas y pincelaba con manteca aves que se dorarían sobre carbones incandescentes. Pensaba los tiempos de cocción con matemática precisión y recién cuando visualizaba el plato listo para servir iba a su escritorio, prendía la computadora y de un tirón escribía la receta.  “¡Salute!” decía al apretar el enter.

 

Quedaba agotada después de un día de trabajo, pero contenta porque lo disfrutaba. Realmente la apasionaban sus recetas. Ni tiempo de almorzar ni de tomar el té. La gata, se ve que cansada también, dormía en su falda. Ya era de noche en el patio, la mamá dormitaba frente al noticiero.

“Mamá, ¿preparo la cena? la despertó Luisa suavemente.

“Sí, querida, que hay?”

“Qué pregunta, mamá, hamburguesas.”

 

 

 

Una Tarde en Las Margaritas

 

Tomaron el tren que iba de Buenos Aires a Rosario. De ahí, el trocha angosta que los dejó en Maciel,  donde subieron a un colectivo desvencijado que llegaba hasta el paraje Las Margaritas por caminos abiertos hacía no mucho tiempo.

 

Hipólito y Dorotea  habían estado en Las Margaritas hacía pocos meses, que a él le parecían años. Tenía muchas ganas de ver a la nena. Inés, la amiga del alma de Dorotea, se había ido a vivir al pueblo después de enviudar. No se iba a quedar sola en el campo con los hijos chicos.  Había criado catorce hijos: los ocho mayores vivían con sus familias en las afueras del pueblo y los tres solteros estaban más cerca de la calle principal, así que tenía para elegir dónde mudarse con los dos más chicos y la nena.

 

La nena no conoció a su padre. Tampoco a su padrino, ese padrino rico que le buscaron a la huerfanita. Plata nunca le  mandó;  lo que sí le regaló en el bautismo fue su nombre: Jacobina.  Todos, compasivos,  llamaban Perlita a esa muñequita de rulitos castaños y ojos verdes asombrados. Sus dos añitos los pasó mimada, de falda de hermana a falda de tía y de upa de prima a upa de sobrina.

 

Ya iba llegando el colectivo a Las Margaritas. El pueblo se alborotaba desde una hora antes, cuando en el fondo de la planicie se percibía la polvareda. El macadán no había llegado todavía, ni llegaría probablemente hasta las elecciones, cuando el intendente saliera a vociferar sus promesas. La gente se iba acercando a la parada. No es que todos esperaran a alguien, curiosidad nomás. Es lindo ver quién llega, si baja algún conocido, también si llega algún forastero y se pueden hacer unos pesos dándole alojamiento o  almuerzo. Además, hay que estar al tanto de las novedades que siempre llegan con el transporte.

 

Cuando Hipólito y Dorotea descendieron lo vieron a Carlos, el hijo mayor de Inés, que con la gorra encasquetada hasta los ojos esperaba en el sulky, riendas en mano,  mirada adusta fija en los caballos. Sin bajar a ayudarlos con el escaso equipaje les hizo una seña con la cabeza. “Suban nomás, la mama los espera en la casa.”  Dorotea miró de reojo a Hipólito, sorprendida ante la inusual falta de cordialidad de Carlos, pero Hipólito evitó su mirada.

 

Hicieron el corto trayecto en silencio, que se rompió cuando llegaron a la casa. En cuanto escuchó ladrar a los perros y cloquear a las gallinas salió Inés exclamando bienvenidas, secándose las manos hacendosas en el delantal y en seguida agitándolas como aspas de molino mientras corría a abrazar a Dorotea. Hipólito llegó a atisbar, detrás del vano de la puerta, una cabecita de rulos que los miraba con curiosidad. Carlos se adelantó con apuro y tomándolos por sorpresa, entró a la casa antes que ellos. Al ingresar Inés con sus invitados al vestíbulo la dueña de los rulitos ya no estaba.

 

Qué alegría la de las dos amigas, que tomadas  de las manos no paraban de parlotear y reír. Cada vez que se encontraban volvían a disfrutar recordando alguna anécdota de ese viaje, hacía tantos años, cuando casi niñas el barco las había traído desde Génova.  Inés hablaba también de los hijos que tenía  y Dorotea pensaba en los que nunca le llegarían.  La casa se fue llenando de gente: llegaron los hijos a saludar a las visitas, de a dos, de a tres y de a cuatro, con sus esposas, sus esposos y sus hijos. Una multitud ya llenaba el amplio aunque austero comedor. Sólo estaba amueblado con una gran mesa, sillas de variados modelos y colores y un trinchante que había conocido épocas mejores. Un cuadro con la foto del finado presidía la cabecera desde la pared que hacía rato necesitaba una mano de pintura que no so se podía comprar.  El piso de ladrillos brillaba de tan caminado.

 

Dorotea sacó de su bolso una revista. Las mujeres se acercaron atraídas por el imán de lo inalcanzable y pasándose la revista de mano en mano admiraban las modas de la Capital. Reían, cuchicheaban entre sí y de tanto en tanto miraban a Perlita que se había sentado en las rodillas de Hipólito. Carlos se acercó y sin explicaciones  la levantó y se la llevó a tomar limonada. Hipólito la siguió con la mirada, con la expresión desolada de quien sabe que no tiene derechos y se frotó las rodillas, que por unos minutos habían estado tibias. ¿Cuándo se atrevería a hacer la pregunta?

 

Corrieron las empanadas y más tarde los pastelitos. La limonada fue bajando en las jarras y hasta apareció una botella de vino patero que bajó más rápido que la limonada.  Fue al calor de la segunda copa que Hipólito se fue animando, hasta que se paró, se acercó a Inés y le dijo con voz temblorosa:  ”Doña Inés, ¿ya pensó en lo que le propusimos? Mire que la nena va a estar bien con nosotros. Usted sabe que la adoramos. Se la vamos a cuidar y a criar como una princesita en la Capital.”

 

En un rincón, apoyado un hombro en la pared y con los brazos cruzados sobre el pecho, Carlos bajó la vista y una lágrima le corrió por la mejilla curtida. Conocía la respuesta.



 

 El caso de Matías Lever

 

No era la primera vez que lo veía mirándome, como quien no quiere la cosa. O subrepticiamente, como diría Olga a quien le gusta hablar en difícil desde que empezó el curso de ingreso a psicología. El término hubiera sido adecuado en este caso ya que Matías Lever me daba la impresión de parecerse bastante a un reptil. Y los reptiles, tratando de pasar desapercibidos van arrastrándose por debajo de hojas y piedras hasta que de repente deciden salir a la luz. Él también, siempre parecía aparecer de repente, silencioso, desde abajo de un escritorio porque estaba levantando una hoja que se le había resbalado, detrás una computadora que no era la propia, o uno se lo encontraba sorpresivamente al costado de los archivos, de la máquina de agua o la del café.

 

Vestía sumamente formal en un ámbito de trabajo que no lo requiere. Todos los varones de la oficina van de remera y jeans, pero Matías Lever iba de traje y corbata, con pantalones tal vez demasiado largos, pero siempre prolijo. Era muy educado aunque actuaba como disimulando, como no queriendo mostrarse del todo. Cuando en las reuniones de las mañanas Matías hacía algún comentario, daba a conocer sus ideas sin expresarlas a las claras. El hablaba y los demás nos quedábamos en ascuas, mirándonos entre nosotros preguntándonos mudamente “Y ahora ¿qué habrá querido decir?” Pero sabíamos que era mejor no hacer notar nuestro desconcierto ya  que la explicación iba a ser más enredada todavía. “No pregunten, por favor,” suplicaba Olga, “que cuando éste aclara, oscurece. Y de acá no nos vamos más.”

 

Por eso yo desconfiaba de esas miradas que se repetían desde atrás de su monitor. Sin querer empecé a observarlo yo también, cuando tenía la absoluta seguridad de que no me veía y sobre todo, de que nuestras miradas no se cruzarían. Descubrí detalles de su cara: la frente angosta, los pómulos anchos y el mentón afilado. Los ojos, redondos, de un negro profundo estaban muy separados, llegando casi a las sienes. Se ve que habría tenido acné de chico porque la piel del rostro era seca, escamosa, pero cosa rara, lustrosa a la vez.  La cabeza casi calva bajaba alargada hasta un cuello delgado que se anclaba entre hombros estrechos.

 

Pero lo que más me impresionaba era la boca. Cuando iba a comer algo, los labios amplios se abrían al unísono con la quijada y sus dientes pequeñitos se cerraban sobre el bocado con un golpe seco. Clac! Y ya se lo había tragado. Al tomar el café, la lengua larga y angosta, salía como de a golpecitos. Glip, glip, sorbía el café.

 

“Pará la mano, nena, que te estás obsesionando,” diagnosticó Olga mientras nos peinábamos en el toilette y mirándome en el espejo me dijo con firmeza: “Esto se te está convirtiendo en una idea fija y te va a terminar perturbando.”

“Ay, Olga, ¿porqué te parece que me pasa esto?”

“Mirá, es evidente que vos estás en desacuerdo con este pensamiento que te persigue. No te gusta, pero, inconcientemente persiste más allá de tus esfuerzos por librarte de él. Lo que tenés que hacer es cambiar tu actitud. En vez de mirarlo con recelo, hacelo con objetividad.”

 

Siguiendo su consejo empecé a observarlo mientras caminaba. Era alto aunque de piernas y brazos cortos. Se movía lentamente, como pensando dónde pondría el pie en el siguiente paso. Su cuerpo elástico se desplazaba ondulante entre los escritorios mientras cargaba una pila de biblioratos en un brazo y sostenía un puñado de biromes con la mano de largos dedos. Se ve que me debe haber percibido más cordial, porque un día se animó, se me acercó y moviendo su cabeza suavemente de un lado a otro,  me dijo “Betina, me gustaría invitarte a salir a tomar algo un sábado, podría ser?” Yo me asusté un poco, pero recordando el consejo de Olga pensé que sería bueno conocerlo mejor, fuera del ámbito del trabajo. Le dije que sí. “Este sábado puedo”, pero prudentemente agregué  “A la tarde. Te espero en mi casa a las cinco. Podemos salir a caminar o a tomar un helado ¿está bien?” El expresó que estaba de acuerdo moviendo no solo la cabeza en el gesto habitual de asentimiento sino, como un japonés, todo el torso, desde la cintura,  y sacó varias veces la puntita de la lengua, supongo que en anticipación del helado. “Te paso mi dirección por mail,” le dije y agregué: “Y mi  celu, por cualquier cosa.”

 

No iba a haber ningún inconveniente. El sábado a las cinco en punto sonó el timbre. Miré por la ventana y noté que no vestía su sempiterno traje, menos mal, sino una camisa crema y pantalón azul, medio cortón.  Abrí la puerta y cuando iba a saludarlo vi, no muy sorprendida, que por debajo de una botamanga del pantalón asomaba el extremo de una colita verde de lagarto.



La Carta

 

Hace tres meses que falleció Leticia. Ya es tiempo. Tengo que pensar con muchísimo cuidado las palabras de la carta que le escribo a Esteban. Redacto, borro, escribo, tacho y vuelvo a escribir. No me sale nada coherente. No es fácil. Es que fuimos tan amigos los cuatro. En veinte años de amistad pasamos tantos buenos momentos juntos. Cuando Leticia y Esteban venían a Mendoza  los alojábamos en la casa de huéspedes del viñedo. Lindo el viñedo que tenemos. Y lo hicimos solitos con el Tito, empezando bien desde abajo, primero en una chacra chica, después una finquita, agregando algunas hectáreas cada tantos años. Trabajábamos de sol a sol, literalmente. Hacíamos de patrones y de peones a la vez. Cómo disfrutamos esa etapa, siempre recordábamos con el Tito, cuando después de años de sacrificios nuestro viñedo fue uno de los más importantes de Godoy Cruz . Y cómo nos divertíamos cuando nosotros íbamos a Buenos Aires, muy de tanto en tanto porque al Tito no le gustaba nada ir a la Capital. Leticia y Esteban estaban siempre con nosotros y nos llevaban a teatros y restaurantes y cuando por fin los hombres se iban a ver un partido de lo que fuera, nosotras aprovechábamos y salíamos de compras o nos quedábamos charlando (nunca faltaba tema con Leticia) en ese departamento tan pero tan lindo en Belgrano R. El Tito se sentía allí un poco incómodo. Es que él era un poco rústico y se sentía como fuera de lugar. En cambio yo, también de origen humilde, me supe pulir bastante. Para eso está la tele. Mirando los almuerzos de Mirtha se aprende un montón. En cambio Leticia y Esteban son gente fina, bueno, Leti era, pobrecita. Pero aunque diferentes, era como que cuando estábamos juntos ellos se ponían más campechanos y nosotros nos afinábamos. Uy, sigo poniendo palabras al tuntun en la carta, esto ya está muy mezclado, las ideas no están claras y ya no entiendo nada de tanta tachadura. Mejor la paso en limpio. A Esteban no le va a causar buena impresión una carta con borrones. Él, que es ingeniero, tan prolijo con esa letra que tiene que parece de máquina. No como la del Tito, claro, que pudo hacer solo hasta cuarto grado. De eso se lamentó hasta su muerte, hace casi dos años. ¿Y si lo llamara por teléfono? No, no me animo. Mejor sigo la carta poniéndole algunas novedades de la familia, como para no entrar directamente en el tema. Le puedo contar sobre el bebé de Martita. Que el Beto se hizo cargo del viñedo, yo sola ya no daba más. Que planea exportar el tempranillo y que está negociando con unos distribuidores en la zona de … no, basta, esto parece un folleto para una feria de vinos. Mejor tacho lo del tempranillo y le cuento que el Beto se vino a la casa grande con la señora y los nenes y que yo me voy a mudar al departamento del centro de Mendoza. Que del negocio se encarguen los chicos, suficiente trabajo ya tuve yo. Ay, ya me estoy desviando de nuevo y no consigo entrar en tema. Bueno, basta, se lo pongo así nomás. Clarito y de una. Que no haya dudas, y mucho menos, malos entendidos. Ya somos grandecitos para andar con tanta vuelta.  Esteban, ¿te querés casar conmigo?

 

 

Sobre opiniones y otras hierbas

 

Pablo era lo que sin lugar a dudas se puede definir como un tipo terco. Obstinado hasta la tozudez. Cuando, siguiendo linealmente su razonamiento, llegaba a una conclusión determinada, no había manera de hacerle entender que no todo en esta vida es blanco o negro. Ni en otras vidas tampoco, para el caso. Posiblemente. Para Pablo la lógica de sus pensamientos, encadenadas las ideas como en un teorema, llevaba a epílogos irrebatibles, que hacían imposible cualquier argumentación civilizada, una controversia amable, o por lo menos una discusión que no terminara en un portazo.

 

Se podía decir, indudablemente, que para diplomático no había nacido, pero parecía que sí para publicista, ya que era muy reconocido en su profesión. Aunque porfiado como era, resistiéndose invariablemente a admitir la posibilidad de algún reflejo de validez de otras opiniones, era ciertamente inteligente y hay que aceptar que generalmente no se equivocaba en sus apreciaciones. Tomó muchas decisiones atrevidas, casi suicidas opinaban algunos, que terminaron en buenos negocios que ninguno de nosotros creyó que podrían prosperar. Algunos decían que era intuitivo. Pocos se daban cuenta que sus percepciones transitaban caminos que los demás desconocíamos. Pero a veces se pasaba de la raya. Por una parte desconocía los pareceres ajenos hasta la soberbia, pero por otra, las pocas veces que se equivocó se deprimió en forma ostensible hasta casi llegar al papelón. Ponía las culpas afuera; siempre fue otro la causa de su fracaso: la situación general o particular que de repente viró hacia un costado inesperado, un problema que apareció de la nada en este país donde no se puede planificar o alguien que le movió el piso. Todas excusas ajenas a un posible error propio.

 

Nunca fue fácil tratar con él, pero en el estrecho círculo de amigos íntimos lo apreciábamos por leal, un tipo con el cual sabíamos que siempre podríamos contar para una opinión sincera. Cuando estaba de acuerdo te explicaba minuciosamente el porqué. Y cuando no, había que saber escuchar sus razones. Te lo decía de frente, en su estilo sin sutilezas, con dureza dirían algunos, pero siempre lo que en verdad pensaba. Así fueron quedando por el camino algunos amigos, claro, los que no pudieron tolerar que les dijera en la cara lo que otros murmuraban a sus espaldas.

 

Por eso nos tomó de sorpresa que, así nomás, de la nada, decidió dejar la profesión,  de un día para el otro. “Sí, anoche lo pensé bien,” nos dijo a modo de explicación. “Estoy cansado de tratar con ignorantes que me llaman para hacer un trabajo del cual no saben nada y quieren que lo haga a su manera”. Le preguntamos, interesados, qué iba a hacer, si es que ya lo había pensado. Su escueta respuesta fue: “Jardinero”. Se retiró de la oficina y ya no volvió más.

 

Dejamos de verlo hasta que unos meses más tarde me llamó y nos encontramos en un bar del centro. “Ya no cruzo mucho la General Paz, sabés. Este quilombo no me lo banco. Ahora vivo tranquilo.” Me contó que se había mudado del microcentro a Maschwitz donde había muchos jardines y pagaban bien por su mantenimiento. Estaba irreconocible con su pelo sin el cuidado jopo peinado hacia atrás y sin su traje. Pero eso en nada le restaba su inevitable don para el buen gusto, aunque estuviera en jeans y camisa a cuadros y con esa tierrita en los costados de las uñas que seguramente el cepillo no había conseguido sacar. O tal vez a él ni le había importado.

“Y vos ¿qué sabés de jardinería?” quise saber, intrigado.

“Más de lo que te podrías imaginar,” me contestó ya medio ofendido. “Yo no voy a estafar a mis clientes.”

De eso no dudaba, lo conocía muy bien. “Seguro que no,” lo tranquilicé. “Pero habrás aprendido en algún lado,” sugerí, tentativamente.

“Sí, tenía unas macetas en el balcón del departamento,” se justificó. “Allí me empezó a interesar el tema. Después curso acá, seminario allá…me lancé de lleno y acá estoy, hecho un jardinero.”

 

Me siguió contando que tenía una clientela que se hizo fanática de sus novedosos diseños con plantas nativas, que era un nicho del que no se ocupaban otros jardineros y con el boca en boca se había hecho de muchos seguidores.  Trabajaba además con técnicas sumamente ecológicas. Me explicó con detalles minuciosos  porqué la lantana, con sus flores amarillas y naranjas y también la pasionaria, que se enreda tan bien en los cercos, atraen a mariposas y picaflores, que con otras plantas foráneas no se acercarían. Lo escuchaba hablar con entusiasmo desconocido de flores de suspiros, chuscos de monte y margaritas de las dunas (como me quedé pensando que Pablo deliraba cuando llegué a la oficina busqué los nombres que recordaba en Internet y sí, existían). Lo miraba y no conseguía superponer el rostro del publicista que había conocido sobre esa imagen bronceada, elegantemente rústica, distendida y sonriente que tenía enfrente.

 

El seguía hablando y yo ya no podía seguir el hilo de ese monólogo tan verde. Hasta que reaccioné cuando me preguntó: “Yo creo que este cambio me hizo bien, pero a vos, qué te parece?” Incrédulo, dudé haber escuchado bien. Pablo, el racionalista que se las sabía todas,  ¿estaba interesado en conocer otra opinión?

No pude evitar dar un golpe con la palma de mi mano en la mesa y echándome para atrás en la silla lancé una sonora carcajada.





La casa

 

La santa rita, enredadera de púas largas y afiladas estallaba de flores. Esa masa rosada que cubría todo el jardín del frente les bloqueaba la entrada. A machetazo limpio tuvieron que avanzar para llegar hasta la puerta. Con no pocos arañazos lograron despejar un túnel que les fue franqueando el paso. Los recibieron en el porche dos columnas que sostenían el pórtico. Las puertas dobles, de pintura verde cuarteada tenían unas tachas negras que les daban un toque medieval. La cerradura, herrumbrada, dejó salir arañas y bichos al ser invadida por la llave grande y tosca. No fue fácil abrir. Vuelta para un lado, para el otro; finalmente el cerrojo cedió y las dos hojas de la puerta abrieron de par en par. La sol de la tarde, detrás de sus espaldas,  entró con ellos.

 

Se quedaron parados, inmóviles, mirando hacia uno y otro lado.  En el hall de entrada una escalera señorial, de oscurecida madera de cedro, subía a lo largo de la pared, mientras que al otro lado se abrían arcadas que daban a nuevos espacios. Comenzaron a recorrer la casa, unos por aquí, otros por allá, lentamente, en silencio, oprimidos por la desolación de lo que encontraban. Los cuartos sombríos, atravesados apenas por rayos de luz que se atrevían a través de las persianas rotas; el aire se respiraba raro, con un sutil olor a humedad y encierro; los empapelados colgaban en las paredes, desprendidos desde los ángulos.  Los largos tablones de pinotea crujían y rechinaban bajo sus pisadas y todo lo que veían y sentían les hacían preguntarse, ¿en qué se habían metido? ¿cómo iban a vivir allí?

 

Luz no había. Se habían robado los cables, arrancados de los caños. Agua, a ver si hay agua. El padre encontró la llave de paso en el jardín. La abrió y empezaron los gritos. “¡Cerrá, cerrá rápido!” El agua salía por las paredes, en chorros, por todos lados, disparada a través de los caños podridos.  La cocina, ni soñar en usar esa cocina, masa de grasa negra endurecida. Además, los conductos de gas podrían explotar. Usarían la cocinita de garrafa hasta que viniera un gasista.

 

A pesar de que todo se veía peor de lo que habían podido imaginar estaban decididos a mantener el buen ánimo que los había llevado a mudarse a ese caserón centenario, de bellísima construcción, abandonado con desidia durante tantos años. Fueron entrando los muebles.  Camas, mesa, sillas encontraron sus ubicaciones y quedaron como islotes, perdidas en tanto espacio. Unos silloncitos ocuparon la sala y cada uno entró con su valija. “Yo duermo en el cuarto del balcón grande”, “Yo en el de las dos ventanas”, “Yo en el de la terraza”, decidieron los hijos. Por fin se cumplía su sueño adolescente, cada uno tendría su cuarto.

“Má, ¡no hay placard!” 

“Ya lo sabíamos,  arreglate con la valija.”

“¿Puedo usar el baño?” preguntó apurada la hija.

Inmóviles los rostros, los padres, de reojo,  se miraron inquisitivos. ¿Funcionaría el inodoro? “Intentá” respondió la madre.

Expectantes fuera del baño todos escucharon  la esperada descarga del depósito y empezaron a recorrer, temerosos, los alrededores. “¡Funciona!” exclamaron alborozados al no encontrar nuevos desastres, abrazándose y saltando en ronda festiva.

Apenas pudieron atizbar el jardín. La maleza no permitía adentrarse más que un paso. Pero no fue obstáculo para el perro, un chusquito negro, que saltaba loco de alegría y se revolcaba hasta desaparecer en los matorrales.

 Al caer la noche, agotados por el trajín, llenaron baldes con agua desde una canilla en el patio. En el baño de la planta alta el techo tenía un gran boquete. Esa noche, se bañaron a la luz de la luna.

 



Dios del Agua

 

Estaba sentado sobre el tejado de la casa. Sobre su cabeza, no muy arriba, negros nubarrones volvían a amontonarse, techo bajo de un cielo que amenazaba con descargar de nuevo su cólera. Hacía quince días que llovía, en aguaceros interminables que no habían dado aviso ni luego tregua. Vientos y aguas que todo barrían en su transitar furioso.

 

Tuvieron que subirse al techo cuando todo alrededor de la casa se hizo líquido marrón y quedaron aislados. No iban a poder ahora llegar al camino, por donde se habían rehusado a escapar pocas horas antes, pensando que sería imposible que el agua subiera más. Nunca había llegado hasta su campo, una de los más altos de la zona. Con la correntada vino un bote que evacuó a su mujer. Salven a mis hijos, gritaba ella, pero a la fuerza también se la llevaron. Con él no pudieron. En el techo se quedaría, sintiendo que así defendía lo poco que les quedaba. El llanto de su esposa y las caritas demudadas de temor y de frío de sus niños se fueron alejando con el bote y se diluyeron tras de la cortina de lluvia.

 

Todo se lo había ido llevando el agua. A los caballos los soltó cuando todavía podían salir, a galope espantado, sin mirar atrás, aterrorizados por los olores que el viento llevaba hasta sus ollares. Vaya a saber dónde estarían ahora, pero reparo seguro habrían encontrado, él bien los conocía. Las vacas fueron otra historia. Aunque también les abrió las tranqueras, no salieron de su potrero, ya muy empastado de barro el suelo. Ahí se quedaron, por cobardía o por bobera y el agua las fue rodeando. Atrapadas, nadaron hasta que las pudo el cansancio y él divisó, con el alma devastada, cómo una a una se iban hundiendo, dando un último hocicazo al aire, para ya no verse más.

 

Al perro se lo salvó un gauchito que con la inconsciencia de sus doce años se zambulló desde un bote, y buceando se metió en la casa con ya dos metros de agua adentro. El mocoso salió al rato medio ahogado, abrazando al animal aterrado. Lo subieron por la borda antes de alzar al chico. Ese fue el último bote que pasó.

 

Se venía la noche, anticipada por un sol que huía ante tanto desaliento. Tal vez debía haber ido también él en el bote, razonaba ahora. Qué iba a salvar de su casa desde allí, en el techo.  Además qué podía quedar para defender si el agua ya llegaba al alero.  El viento le iba hincando agujas de frío a través de las ropas empapadas. Miró a su alrededor desolado. Pura agua por donde mirara. Nunca se supo de una subida  que hubiera llegado hasta sus terrenos. Esa tierra copiosa que los había alimentado desde los tiempos de los abuelos de sus abuelos, y más antes también, quedaría yerma durante años, tantos años después de que las aguas se retiraran, si es que alguna vez se iban. Ni sus hijos verían pastar animales allí nuevamente. Solo emergían copas de árboles en algunos montes altos, ramas que se movían con el viento, como manos pidiendo socorro.  El cielo negro pizarra al este y los bajos algodones de plomo al oeste no sugerían alivio alguno. Ya tuvo que recoger las piernas y al rato irse más arriba, abrazándose las rodillas. El viento silbaba desde el sudeste y seguía empujando corrientes que con todo arrasaban. Él no se había quedado, como las vacas por cobarde, todo lo contrario, pero ahora intuía que tal vez había sido por tonto. Le fue subiendo el agua, hasta la cintura, hasta el pecho, se aferró a las salientes del tejado hasta que la correntada lo arrastró.  También él nadó, hasta que lo pudo  el cansancio.

 

***

 

La sudestada traía ruidos, zumbidos y rumores que se mezclaban con espuma marrón que volaba, arrancada si lástima de la superficie. Ramas y cuerpos, troncos y muebles que se chocaban dabas vueltas y se hundían, eran tragados por las aguas vengativas. De entre los remolinos se distinguía claramente, para cualquiera que supiera escuchar, la voz ronca del Payé, brujo de la antigua tribu guaraní, que rugía su lamento triunfal desde el tormento de la hoguera:



“Es guerra de dioses . . .

los dioses de cabezas y pechos de plata llegaron

montados en sus bestias de patas largas,

nos mataron, nos esclavizaron . . .

Engañaron a los Dioses del Agua para que los dejaran entrar.

Ahora   ¡no más engaños!

 

Tupâ, Padre de las lluvias

Mbói Tu'i,  Dios de los ríos,

¡LLEVENSELOS!”




El escape

 

Tenía que salir de allí lo antes posible. No sabía qué podría encontrar adelante. Pero tenía plena conciencia de lo que dejaría atrás. Se subiría al primer camión que le parara sin importarle adónde iba. Tenía que huir antes de que fuera demasiado tarde. La lluvia fue la aliada que esperaba.

Con seguridad no iban a salir de la casa con esa tormenta para alcanzarle la comida hasta el sucucho que era su encierro. Se los imaginaba. “Dejá que aguante hasta mañana” diría el gordo asqueroso, ese que le hablaba como si fuera basura, desde atrás del pucho siempre encendido en el costado de la boca. De cáncer que se muriera esa mierda, pensó entrecerrando los ojos. Ni siquiera sospechó el túnel que cavó durante días. Como pala usó un pedazo de vidrio de botella que encontró medio enterrado contra la pared. Pequeño, pero más efectivo que sus uñas. Tal vez lo habían dejado a propósito, esperando que en su desesperación pusiera fin a su vida. No, descartó esa idea, demasiado sofisticada para esos. Además, con su muerte se les hubiera terminado la satisfacción de su sufrimiento. En la esquina de la casucha, en el rincón más oscuro, donde se separaban los tablones del piso, preparó su escape. Varios días tardó en lograr un agujero debajo de la pared. Hasta que fue lo suficientemente grande como para que valiera la pena el intento a la primera ocasión. Debía ser esa noche, con la lluvia. 

Gracias a lo poco que le daban para comer sería sencillo pasar, pensaba tratando de juntar coraje. Pero no lo fue tanto. El agujero era más ancho que profundo. Se arrastró boca abajo. Imposible. No le daba la curva ni para pasar la cabeza. Intentó de espaldas, la cabeza de costado. Sentía como los escombros le raspaban la cara y las orejas hasta arrancarle la piel. El agujero se llenaba de agua y temió ahogarse. Qué ironía, no hubiera sido muy heroico. Pudo voltear la cara hacia el cielo negro cuando llegó al exterior. Y respiró una gran bocanada de aire y lluvia juntando fuerzas para lo que faltaba. Empujó hacia afuera primero un hombro, estirando el otro hacia abajo, como un bebé siendo parido. Mandó el aire desde los pulmones hacia el abdomen.  Exhaló hasta casi sofocarse. Salió el pecho. Torció y retorció el cuerpo aprisionado forzando dolorosamente el paso del resto del torso. Parecía que nunca iba a llegar a sacar las piernas. Una vez que liberó la cadera ya fue más fácil.

El agotamiento le dificultaba la respiración. Se incorporó a medias. Agazapándose tras el precario resguardo de un arbusto medio pelado que apenas cubría el boquete, observó los alrededores hasta donde llegaba la vista, que no era mucho. En la casa sólo una ventana quedaba con luz. A través del pelo empapado que se le pegoteaba con el barro veía el resplandor colándose por las persianas. Prestando atención escuchó ladridos, encubiertos por el ruido de lluvia que a su vez era sofocado por sus propios latidos. Ya llevaba demasiado tiempo bajo el arbusto. Lo principal era alejarse, pero ¿hacia dónde? No tenía idea en qué dirección podía estar la ruta. El sucucho, que parecía haber sido un gallinero, estaba, suponía, en el fondo de la propiedad. Tendría que pasar por el único lateral libre de la casa, el que tenía la entrada para autos, ahora vacía. No había otra posibilidad. Todos los miedos los había gastado en los días de incertidumbre. Ahora solo quedaba jugarse el todo por el todo y  correr.

Atravesó el terreno, cerrando con fuerza la boca para que no se escucharan sus jadeos. Pasando por debajo de la ventana que seguramente sería de la cocina llegó al callejón. ¿Derecha o izquierda? Eligió la esquina más cercana. Deslizándose de mata en mata llegó al cruce. Dio la vuelta y ya fuera de la vista de la casa nada fue obstáculo. Corrió sin mirar atrás por calles oscuras. La noche apenas se iluminaba con aislados reflejos de relámpagos. Cruzó baldíos y pasó por casitas cuadradas, modestas y oscuras. Escapó varias veces de perros que prefirieron, afortunadamente, regresar al abrigo de los aleros cuando veían que se alejaba de sus dominios.

Respiraba el agua fría que todo empapaba. La sentía recorrerle el cuerpo a través de la ropa que ya era parte de su piel y olía cómo se iba desprendiendo el tufo de las semanas de encierro. El barro que cubría su cuerpo se iba lavando con la lluvia, que mientras corría seguía cayendo con estrépito.

Llegó a la ruta jadeando, al borde de sus fuerzas. Creyó ver, borrosas a través de la cortina de agua, las luces de un vehículo que se acercaba.



Puerperio

 

Desde mi sillita baja cerca del fuego del hogar oí claramente, aunque mezclado con ruido de estática, el suave quejido del bebé en el pequeño parlante celeste que estaba instalado en el living. Desde la cuna en el cuarto infantil un micrófono recogía los más leves sonidos que allí se producían para dar aviso en el otro extremo. Papás primerizos, Lina  y Pino compraron ese aparato para escuchar desde cualquier lugar de la casa las variaciones en la respiración de Andresito, que dormía en la planta alta. Lina saltó de su silla cual resorte al escuchar al bebé, y pidiendo unas apuradas disculpas abandonó la sala repleta de gente. “Andá nomás, mi amor” le dijo  Pino. “Yo atiendo a las visitas”. “Te acompaño, hija” se ofreció Abuelita.  Sin esperar respuesta se incorporó ella también, tratando de disimular, me parece que infructuosamente, que agradecía el recreo.

 

Las tías de Pino habían venido de Córdoba especialmente para el nacimiento. Muy especialmente, recalcaba la tía con unos collares con los que me haría gustado jugar . La otra tía, poniendo a un lado su bastón, peligrosamente cerca de mí, mostraba a todos los primores que había tejido durante nueve meses. Lina habría gestado, pero las labores de la tía no eran un mérito menor, parecía decir por el orgullo con que desplegaba mantillas, batitas y escarpines. Divinas las tías de Córdoba, que habiendo llegado a media mañana se quedaron a almorzar, a tomar el té y por la hora que era pensarían también quedarse a cenar.

 

También estaban los vecinos de Adrogué, de donde era Lina, quienes desde allí habían venido, con sus dos nietos. Yo no los conocía, pero me di cuenta que eran ellos en cuanto entraron y saludaron porque esa mañana Lina y Abuelita, muertas de risa, parodiaban ante  Pino cómo los adroguenses iban a abrir la boca desmesuradamente cuando dijeran “Hooolaaa”. Llegaron después del almuerzo. A la hora de la siesta. Asique no pude dormir.  Como si fuera poco el tumulto, los nenes querían jugar conmigo. “Vayan, chicos, vayan a jugar un poco.” los alentaban los abuelos. “Jugar con esos, ni loco” pensaba yo y me quedé haciéndome el desentendido, analizando desde mi silla los distintos tonos de rojo y amarillo en las chispas del fuego del hogar, mientras disimuladamente prestaba atención a las conversaciones. Me encanta escuchar lo que se dice y no tener que intervenir.

 

Se hizo de noche, se terminado las masitas. Desaparecieron los sandwichitos. Se vaciaron las jarras de jugo. Nadie daba señales de irse.

 

Lina hacía rato que había subido con Abuelita y como los chicos me miraban fijo decidí subir yo también, no fuera cosa que se acercaran demasiado.  Pegué un salto y tirando, sin querer, el bastón de la tía, en pocos rápidos pasos estuve al pie de la escalera. Oí a  Pino retarme por mi brusquedad y balbucear una disculpa a la tía mientras le alcanzaba el bastón, pero yo ni vuelta me di.  Subí unos escalones, apenas volví la cabeza para asegurarme de que nadie me seguía y  enfilé por el pasillo hacia el cuarto de Andresito.

 

¡Qué escena me encontré al llegar a la puerta! Me quedé duro, mirando desde el umbral, porque tenía prohibida la entrada a ese cuarto. Estaba desconcertado porque nunca había visto algo así. Lina, abrazada a Abuelita lloraba sobre su hombro, a moco tendido, había pañuelitos de papel desparramados por todo el piso. Abuelita le murmuraba palabras de consuelo, “Lini, mi bichita, es así, no te preocupes, está bien que llores, son los primeros días…” “Es que tengo una angustia, Má, vos sabés que yo no soy así, al bebito lo quiero, mi angelito, pero no duermo desde que nació, no doy más, se me chorrea la leche, me duelen los puntos, estoy hecha una bruja con el pelo a la miseria.” “Ya vas a dormir, Lina, ya va a pasar” seguía tratando de reconfortarla Abuelita dándole palmaditas en la espalda. “Y encima esos desubicados que vienen y se instalan a comer y comer”, gritó hecha una furia Lina despegándose del hombro protector. 

 

Abuelita se separó violentamente de ella.  Le tapó la boca a Lina y llevó el dedo índice a sus labios, imperiosamente indicando silencio, al tiempo que señalaba el aparato celese al lado de la cuna. A mí se me erizaron los pelos, arqueé la espalda, se me levantó la cola y no pude evitar un largo “miau” mientras rotaba la cabeza en cuatro direcciones y finalizaba mi expresión de espanto con el hocico hacia el cielo.

 

Lentamente bajé la escalera hasta el living, ahora silencioso. Entraba frío por la puerta de entrada abierta, donde  Pino quedó parado, con los brazos a los costados, la mirada perdida en la oscuridad de la calle. Las visitas se habían ido. La caja con las labores primorosas también.  Al fin, ya pude dormir tranquilo, enroscado en el almohadón de mi sillita baja frente al fuego del hogar.   





 

Reflexiones lingüísticas

 

 

Te digo que nunca entendí por qué es que la gente dice que tal persona tiene paciencia china. No sé lo que pasará en China, porque nunca estuve allí, pero los chinos que conozco lo no parecen tener es paciencia. Es más, siempre los veo impacientándose unos con otros, hablando entre sí como alterados por tener que tomarse el trabajo de dar una indicación o hacer un comentario. A los saltitos, estarían, a mi entender, en un permanente estado de desasosiego que no les permite el cordial gesto de esperar. Pero no es correcto generalizar sin ofender,  bien lo sé. Seguramente hay muchos chinos, son muchos claro, con los que no me he yo cruzado, que tendrán la paciencia de esa nacionalidad. Me cuentan quienes conocen la cultura china más que yo, y no se necesita saber mucho, para el caso, que esa forma de ser se debe a la lingüística: para armar una oración deben usar muchas palabras cortas y eso los hace, necesariamente, cortantes. Pienso que en vez de usar características internacionales para definir la paciencia, podríamos usar términos más locales para referirnos a esa virtud. Como eso de tener sangre de horchata, con lo que se quiere, o querría, representar a una persona que por nada se altera. Ni siquiera en situaciones extremas que irritarían a un monje tibetano en estado de meditación.  Claro que en realidad uno no lo dice para expresar un valor sino más bien como defecto.  Vendría a ser la virtud de la paciencia llevada al extremo del aguante de una mente planchada.  Además, me pregunto ¿qué es la horchata? Para que tenga sangre tendría que pertenecer al reino animal. Ya que si fuera planta uno diría savia de horchata. ¿Existe algo así llamado que tenga venas con algún fluido que corra por ellas?  Aunque mucho indagué, por largo tiempo nadie me supo responder. Me preocupaba desconocer cómo puede tener sangre algo que no existe, hasta que hace poco escuché decir que se trata de una bebida. Entonces más adecuado, me parece, sería decir de alguien que tiene horchata en la sangre para indicar a quien por nada se perturba.  Algo parecido a la calma chicha,  expresión que usan los marineros para indicar aguas tranquilas por total falta de viento.  En realidad es el estado que sobrevendría después de ingerir buenas cantidades de chicha. Cuando el que en esa condición se encuentra puede por fin levantar la cabeza, mira para un lado, para el otro y no percibe nada, ha perdido toda sensibilidad. Y si no siente va a escuchar muy pacientemente todo lo que le tengan que decir, sin inmutarse, hasta con una sonrisa dibujada en el rostro impávido. Y ya que hablamos de navegación, podemos seguir discurriendo sobre el agua, encadenando la lingüística con la física. Sé de un caso notable,  en el que la ciencia se impone a los sentimientos. Se trata de algo que nos enseñaron en la escuela, que por ser más liviano que el agua el aceite flota sobre ella, con la maravillosa capacidad de aplacar su agitación. Por eso se habla de echar aceite sobre las aguas: algunas personas con el talento de saber decir la palabra justa, pueden realizar este acto sorprendentemente adecuado en beneficio de dos intransigentes,  mediando entre ellos y evitando así discusiones y disputas innecesarias. Y eventualmente dolorosas para muchos. Aunque para tener el ánimo de interceder entre quienes no tienen voluntad de acordar, definitivamente, hay que tener el don de la paciencia, china o de las otras. ¿Entendiste o te lo explico de nuevo?





El caminante

 

Te lo cuento porque era el mismo tipo que siempre iba caminando por el borde de la calle. No, de la vereda no, de la calle te digo, pegado al cordón. Era alto y flaco, muy flaco. Tendría unos sesenta años. La cabeza parecía la punta de un fosforito de lo palito que era. Me llamó la atención ver la figura repetida cuando hacía el reparto con la camioneta. Primero pensé que eran personas diferentes, porque lo veía en distintos lugares de mi recorrido. Todos los días, sí, pero en lugares diferentes. No es común ver un flaco, alto, que va caminando por la calle, al ladito del cordón mirando para abajo. Pero de tan repetido me di cuenta que no era que a todo el mundo se le había dado por caminar por la calle mirando el asfalto. Era uno solo. A veces tenía como una camperita colgando de un brazo, otras un pullover atado a la cintura. Siempre esa actitud: las manos tomadas detrás de la espalda, o a veces con las palmas sobre la cintura, levemente inclinado, mirando detenidamente el pavimento. Especialmente cuando iba llegando a las esquinas, justo cuando cualquiera miraría el semáforo, o por lo menos para un lado y para el otro, el flaco más se concentraba en el piso. “Pfuh, un día de estos se lo van a llevar puesto a éste” pensaba yo cuando esperando el semáforo lo veía cruzar la calle. Los autos y los colectivos lo esquivaban, rodeándolo, frenaban a tiempo para no chocarlo o le pasaban raspando, como si tuviera alrededor un escudo invisible que lo protegía. Le tocaban bocina, le gritaban, pero él ni se inmutaba. Si había gente en la parada se demoraba un poco hasta que todos habían subido al colectivo, inspeccionaba la vereda en los alrededores, bajaba nuevamente a la calle y seguía su camino. De tanto en tanto lo veía agacharse a recoger algo, vaya a saber qué y lo ponía en su bolsillo.

 

Mi recorrido en el reparto era por las avenidas, te acordás ¿no?.  A la mañana temprano empezaba a veces por Maipú, seguía hasta Centenario y a la tarde llegaba por Libertador hasta San Fernando y de allí derecho a Tigre. Otras veces me tocaba empezar por Centenario, y dar la vuelta para un lado o para el otro. O sea, que no era que yo siempre pasaba a la misma hora por el mismo lugar, pero en algún lugar del recorrido, siempre, te lo juro que siempre, me lo encontraba. Y a veces más de una vez. O sea, deduje, que el flaco caminaba todo el día a lo largo de las avenidas de zona norte. Nunca lo vi subir o bajar de un auto o colectivo. Ni bicicleta ni nada. Siempre caminando. Al final, y mirá que yo soy discreto, eh, pero al final, te juro, me ganó la curiosidad y empecé a preguntar, en los negocios donde descargaba, cada vez que el flaco pasaba, “Ché, y ese, ¿qué onda?” “Quién, ¿el flaco ese?” Uno me miró torcido.  No la seguí, te imaginás, es un cliente. Algunos se encogían de hombros y frunciendo los labios para arriba me decían, “Ni idea” mientras juntaban la plata para pagarme. Pero muchos me fueron  diciendo unas cosas aquí, otras allá. No me mirés así, loco, que el flaco no era un asesino serial. ¿Sabés qué hacía por el cordón? Buscaba monedas. Sí, moneditas. O lo que encontrara. Mirá, decí que no me da por la literatura, que sino, en vez de contártelo, por ahí te escribía una novela. Sí, reíte vos nomás. Resulta que el flaco era de una familia de plata, de Beccar, sabés, de uno de esos caserones del bajo. Pero a él parece que un tornillo lo tenía medio aflojado, aunque lo que lo deschavaba no era lo que hacía, sino que siempre hacía lo mismo. Manía le dicen, ¿no? Sí, manía sería eso de juntar moneditas, porque no era que le faltara para comer. Te dabas cuenta por la ropa. Porque no era un rotoso. Iba siempre prolijo, bien vestido. No moderno ni canchero, pero sí cuidado, se notaba que tenía quien lo cuidara. A veces lo veía saliendo del hipódromo, pero solo los jueves. Burrero, encima, pensé. Malpensado yo. Pero no. Me contó el de la casa de muebles de jardín de enfrente que los jueves hay venta. De caballos, sí, ¿de qué va a ser? ¿Qué querés que vendan en el hipódromo? Bueno, la cosa es que el flaco va a comer gratis, porque como lo ven un tipo tranqui lo dejan entrar a la venta. El se come los sanguchitos, se toma la naranjada, parece que hay eso, y cuando termina se va. Para mí que ya lo deben tener junado los de la entrada, saben que va solo a comer, si va todos los jueves y nunca sale con un caballo. Si llego a querer entrar yo seguro que me rajan. Y vos, ¡sin hablar! Cuando sale sigue caminando por la calle, pegadito al cordón, mirando para abajo.  El llavero que le cuelga del cinturón, le va bailando, para un lado y para el otro, como marcándole el paso, uno dijera.

 

Cuando lo veía inclinarse, recogía algo y después de mirarlo iba a parar al bolsillo. Pero no eran siempre monedas. El del kiosco de Beccar me contó que una vez se encontró una máquina de fotos, de esas chiquitas, digitales y se la vendió por treinta pesos. Se ve que el flaco no tenía idea de lo que valía. Le dijo que otro día había encontrado documentos y que la mamá, porque vive con su vieja, dicen, se ocupó de ubicar al dueño. Y el flaco hasta  les llevó los documentos a la casa, caminando por supuesto. De recompensa por devolverle los documentos, ¿sabés qué le pidió? Una docena de facturas, así como lo escuchás. Bueno, por lo menos así me lo contó el kiosquero de Beccar. Y debe ser, porque coincide con el comentario del encargado de la panadería de Acassusso que cuando le pregunté si lo conocía me dijo que sí. Que a veces cuando pasaba, se ve que habría juntado varias monedas, le compraba una factura con dulce de leche. Una. Tenía que ser con dulce de leche porque como él es un poco diabético, le dijo, la vieja no le compraba dulce de leche. Ni ningún otro dulce. Comiendo la factura, bajaba a la calle y seguía buscando. Como si fuera un trabajo, ¿no? Todos me hablaban de él como un tipo traqui, que no jodía a nadie. Caminaba. Caminaba juntando monedas del piso. Una vez entró en el negocio de celulares de San Fernando, me contó el empleado, a preguntar si le compraban un celular que había encontrado. Loco de alegría se puso cuando le dieron veinte pesos, y dijo que ese día había encontrado siete monedas. El empleado se arrepintió de haberle ofrecido tanto. Guardó los billetes cuidadosamente doblados en el fondo del bolsillo del jean, bajó a la calle y reemprendió su caminata al lado del cordón, siempre buscando.

 

Un día yo estaba en mi camioneta, esperando que el semáforo se pusiera verde, cuando me lo veo venir en mi dirección, como yendo de contramano, por el borde de la calle, sin mirar el semáforo por supuesto. Cuando se me puso a la par se me da por abrir la ventanilla del lado del acompañante y decirle: “Eh, don, ¿quiere una moneda?” No se detuvo del todo, pero demorándose un poco me miró con unos ojos verdes, oscuros, profundos, y bajando nuevamente la vista al piso me contestó, “No, gracias, señor, yo no pido, busco.”

 

 

Elsi y la Piedra

El hombre le dijo que se acercara y extendiendo la mano le dio una piedra. Era redonda, del tamaño de un pomelo. Oscura y rugosa, de superficie despareja, no era nada linda en realidad. Sobre todo era muy, muy pesada. A Elsi le parecía una de esas bolas de cañón, como las que había visto en el museo, cuando fueron con la Señorita el año anterior. Solo que esta era más rugosa y más pesada todavía.

“No se la muestres a nadie”, le dijo el hombre con una voz apagada que salía siseando a través de los agujeros que dejaban los dientes faltantes.

Elsi le dio varias vueltas a la piedra, sosteniéndola con las dos manos, mirándola con desconfianza. Nunca había visto una así. Cuando levantó la vista  para preguntarle al hombre qué podría hacer con ella vio que ya se alejaba y se iba internando en la selva con pasos pesados balanceándose sobre un pie y sobre el otro, la espalda encorvada. Elsi decidió que mejor sería hacerle caso y no decir nada, sino seguro que el padre se la haría tirar. Sí, antes de entrar al auto siempre le hacía tirar todo lo que había juntado. Guardó la piedra en el fondo del bolsillo de la campera, se acomodó en su asiento y retomaron el interminable viaje hasta Rosario.

 

Ya en la seguridad de su dormitorio en la planta alta de la casa Elsi sacó la piedra y la miró para un lado y para el otro. Qué fea. Encerrada en su cuarto, panza abajo y acodada en el piso Elsi  estudiaba la piedra, le daba vueltas y fantaseaba con los posibles usos que podría darle a ese obsequio tan extraño. Y todo había pasado porque cuando fueron de vacaciones a Misiones Elsi le había dado un sándwich al hombre ese que salió de la selva desde la parte de atrás de la estación de servicio. El sándwich era horrible, de mortadela. A Elsi no le gustaba la mortadela, pero era lo único que habían conseguido en el barcito, mientras esperaban que cargaran nafta. “Señor, ¿quiere?” le había dicho Elsi mostrándole el sándwich envuelto a medias en papel madera.  Él lo aceptó en silencio, se sentó en un tronco caído y se lo comió despacito, fijando la vista en cada bocado que se iba a introducir en la boca. Elsi se había ido alejando, temerosa de que su madre viera dónde había terminado el sándwich, cuando el hombre, sin levantarse le dijo “Eh, acercate”. Hurgando en uno de sus bolsillos sacó la piedra. “Tomá”, y dándosela masculló un Gracias, mientras tragaba el último bocado.

 

Ahora el problema era qué hacer con la piedra. Decidió subirla al placard y esconderla arriba de todo, en la baulera, detrás de las cajas, esas que vaya a saber qué contendían. Nunca, jamás, nadie había ido a abrir esas cajas desde que la madre las había guardado cuando se mudaron a Rosario.

 

Durante días allí quedó la piedra. Hasta que una noche Elsi subió sigilosamente a la baulera, tomó la piedra y se quedó mirándola. Unos minutos después, un impulso la llevó a ponerla bajo su almohada. Muy cómodo no era, pero  sentía que era mejor así. Se fue durmiendo, o eso creyó porque sin estar segura de estar soñando escuchaba sonidos de hojas que se rozaban unas con otras en un chas chas permanente y ramas y troncos en movimiento que craqueaban quedamente.  Sentía el correr fresco de aguas rumorosas y la acariciaban brisas húmedas y cálidas que cruzaban el dormitorio. Aunque las ventanas estaban cerradas las cortinas se movían levemente. No tuvo miedo, era como soñar despierta, ¿estaría despierta? Hasta que poco a poco los sonidos fueron alejándose y Elsi se relajó rindiéndose a un profundo sueño sin sueños.

 

Cada mañana guardaba la piedra tras las cajas en la baulera. Cada noche la ponía bajo su almohada y antes de quedarse dormida escuchaba los piares de miles de pájaros y los batires de alas multicolores que remontaban vuelo hacia un cielo rosado. Oía murmullos de aguas que caían desde alturas inalcanzables y veía cómo su dormitorio se llenaba de niebla traslúcida. Charlaba con los tucanes que se posaban en el respaldo de la silla y comentaba los acontecimientos del día con los monos que se balanceaban en la lámpara del techo. Yaguaretés, pumas y tapires caminaban a veces alrededor de su cama, unos mirándola con grandes ojos amarillos, ronroneando suavemente y otros contándole sus historias a la niña con un ronquido bajo y grave, sabiendo que no debían despertar al resto de la casa.

***

Año tras año Elsi durmió con la piedra bajo su almohada. Cambiaron las casas, los dormitorios, las almohadas, la vida. Pero la piedra siempre pasó las noches bajo la cabeza de Elsi trayéndole, antes de caer en el sueño, recuerdos de colores y sonidos de Iguazú, de donde la piedra había venido hacía ya tantos años. Ya no la escondía en el placard. Su esposo y sus hijos conocían su extravagante costumbre de dormir con semejante piedra bajo la cabeza. A veces le preguntaban: “¿Con quién hablabas anoche?” “Con la anaconda”, respondía Elsi con naturalidad, recordando con una sonrisa la charla con los bichos. “Ah”, le respondían, sin esperar detalles que no vendrían.

***

Ya estaba sola en la casa, que solo se llenaba de risas y grititos demandantes cuando la visitaban los nietos. “¿Qué es esto, Ita?, preguntó un día uno de los chiquitos cuando saliendo del dormitorio de Elsi con la piedra en la mano se encontró con ella en el descanso de la escalera. “Es lo que ves, una piedra.” El niño sostenía la piedra rugosa, redonda y muy pesada entre sus dos manos. Se la quiso alcanzar a Elsi, pero la bola se deslizó por sus dedos y rodó por la escalera. Caía, caía sin remedio. Elsi la siguió impotente con la mirada viendo cómo rebotaba en cada escalón, cobrando más y más altura con cada salto, hasta que al llegar a la planta baja se estrelló contra el piso de mármol.

Todos los vientos y cálidas brisas, rugidos, piares, nieblas, aleteos y torrentes  brotaron al unísono de la piedra cuando se partió en mil pedazos con un resplandor de relámpagos  azules, violetas y rosados. Eran reflejos de cristales fulgurantes: el tesoro escondido en el interior de la piedra fea y rugosa.   Elsi bajó la escalera con el niño que, tembloroso,  no soltaba su mano.  Recogieron los fragmentos de los cristales de cuarzo. Ante la mirada culpable del niño Elsi lo tranquilizó: “No te preocupes, ahora tenemos para todos”.

  

La Mediación

Yo lo tenía claro. Era él o yo. Para él o para mí. Y tenía que ser para mí. Qué mediación ni mediación.  Con esa palabra el cura nos había citado en la parroquia para el sábado a la mañana. Encima hacía un frío que calaba. El cura había tratado, eso decía,  de hacernos entrar en razones por separado. Yo creo que tenía preferencia por el otro, por eso nos citaba juntos, para hacerme quedar mal, seguro.

 

Cuando entré a la sacristía no había nadie todavía. Me senté en una silla de esas que tienen un respaldo alto, todo labrado, de las que solamente hay en las sacristías. Qué frío que hacía. El cura no había prendido la estufa para que nos fuéramos pronto, pensé. Al ratito entraron los dos, juntos. Me lo imaginaba ¡ha! Seguramente ya habían estado hablando, armando estrategias para sacármelo. El otro, hipócrita, venía haciéndose el mansito, y cabizbajo se sentó en la silla que estaba en el otro extremo. Mejor, cuanto más lejos, mejor. Y el cura en el medio, nos iba a tener que hablar como mirando un partido de ping-pong.

Bueno, me dijo el otro. Ya estuve hablando con el Padre Luis, y le expliqué que lo mejor es que se quede conmigo porque vos vivís en una casita muy chica.

Se ve que no creía que ése pudiera ser un argumento contundente porque se retorcía con disimulo las manos debajo de la bufanda.

El cura se acomodó la papada dentro del cuello duro para dar vuelta la cara hacia mi lado y poder mirarme.

Y sí, murmuró asintiendo, no es un dato menor.

Pero pegó un respingo y se llevó una mano al crucifijo que colgaba de su cuello cuando yo reaccioné con cierta virulencia. Apoyando las manos a los costados de la silla amagaba con incorporarme,  y dejando bien claro que me habían ofendido decía:

Claro, como tenés más plata que yo creés que con eso arreglás todo.

No es la plata, ya gritaba el otro, es el espacio.

Por favor, temblequeaba la voz del cura, este no es lugar para peleas, dialoguemos.  Tratemos juntos de buscar una solución, en paz y armonía

Pero la única respuesta de parte de los dos mientras nos mirábamos con odio era

Lo quiero para mí, es lo justo. 

Yo me tengo que ocupar siempre de todo. Darle de comer, desayuno, almuerzo, merienda, cena.

No hace falta que coma tantas veces al día, me espetó el otro. Además vos que tanto te ocupás, cuando se te cayó y quedó todo golpeado, ¿quién lo llevó a que lo revisaran?¿Eh? ¿Quién?

Sabés perfectamente que mi auto estaba en el taller y nadie me podía alcanzar, tuve que aceptar con rabia. Pero como vos no te lo bancabas enyesado, que había que llevarlo alzado de aquí para allá, no quisiste hacerte cargo. Ni siquiera un fin de semana.

Y por qué me iba a ocupar yo si se te había caído a vos, mientras estaba a TU cuidado?

Porque no se ME cayó. Se cayó un poco, simplemente. Le podría haber pasado a cualquiera.

Pero no le pasó a cualquiera. Te pasó a VOS.

El cura se removía incómodo en la silla, sosteniendo el crucifijo o tal vez apretándolo para que lo ayudara a idear una manera de salir del atolladero.

A ver, por favor señora, señor,  pensemos con serenidad y hablémonos con respeto. Tratemos de cambiar las perspectivas. Busquemos otro ángulo desde donde considerar este caso.  Ninguno de los dos puede tener todo todo el tiempo. Entonces, negociemos, partamos diferencias. No podemos partir al objeto de esta disputa, por supuesto, pero si una parte lo quiere siempre consigo…, me miró arqueando las cejas…y la otra también, dijo mirando al otro con una sonrisa más complaciente mientras terminaba la frase, hacemos una semana cada uno y listo, concluyó con un suspiro al tiempo que se repantigaba en la silla con satisfacción. Misión cumplida, debe haber pensado.

Los ojos se nos achicaron. El espacio que nos separaba se llenó de una niebla espesa de odio.  Con los dientes apretados exclamamos al unísono ¡De ninguna manera! ¡Se queda conmigo!

El cura se acomodó los pliegues de la sotana, respiró hondo y levantó la mirada y las manos al cielo, se paró, cruzó los brazos sobre el pecho y con determinación nos dijo: Bien, hasta acá llegamos. Ustedes se lo buscaron. El perro se queda a vivir en la parroquia.

 

 

 

El Paso del Tiempo

Fue desesperante estar parado al borde del muelle donde estaba atracado el barco, poder tocarlo con la mano, con la punta de los dedos, y sentir cómo se iba despegando de los pilotes del embarcadero, desplazándose centímetro a centímetro, no poder hacer nada más que vociferar sin voz que por favor los esperaran. El enorme crucero no iba a parar ni dar la vuelta por mucho que  gritaran.

Y se fue, nomás. Allí quedó Alberto parado, sin saber qué hacer. En short de baño y ojotas. Analía por lo menos tenía un vestidito sobre la bikini. Sin pasaportes, que habían sido  retenidos en el crucero desde antes de zarpar hacia Bahamas. Alberto estaba desolado por la culpa e insolado por el sol. No se atrevía a sacar la vista del barco que iba directo al horizonte ni de la estela que dejaba a su paso.  Sentía la mirada acusadora de Analía clavada en su nuca. Fue él quien olvidó el gorro; tendría que recordar no quejarse del dolor de cabeza que lo atacaría más tarde.  El, que se entretuvo en la feria artesanal, mirando chucherías que ni siquiera pensaba comprar. No había llevado dinero porque todo estaba prepago. Tampoco tenía reloj y el brillo del sol caribeño, el cielo azul limpísimo y el aire transparente lo desubicaron en el tiempo, enredándole las horas y licuándole los minutos.

 

El tiempo no había corrido sino que se escurría sin prisas, ni presiones, ni medidas, como el aceite del auto cuando se derrama en el asfalto. Algún lugar de su cerebro sabía que tenía que encontrarse con Analía a las cuatro, pero el nombre de las horas había perdido significado. Sólo tenía ojos para el aire dulce,  dulce de cocos y vainilla. Aspirando los colores brillantes de las ropas nativas y oliendo el estrépito rocoso de las olas que se entrechocaban en la playa cercana, se deslizaba en un sueño. Qué significaba el tiempo sino ese transcurrir de una sensación a otra, sintiendo lo que se ve, oliendo lo que se oye. Al cerrar los ojos  escuchaba el plip plop de las gotitas de espuma reventado contra los granos de arena. Los abría y lo encandilaba el blanco de las paredes, pintando todo de colores incandescentes. Y Analía . . .  tan linda ella, con su vestidito celeste con flores amarillas, esperándolo, allá bajo la palmera.

 

Se acercó a Analía con una sonrisa que se transformó en una mueca cuando el tiempo se le vino encima. Alberto salió de su ensoñación como caído desde el borde de una catarata. Las recriminaciones de Analía eran los golpes contra las rocas esperables en el fondo de la caída de agua, empellones que lo empujaban dentro de un taxi que los esperaba motor en marcha y puerta abierta mientras iban cayéndole encima los borbotones de te avisés, te dijes y te advertís. 

 

El taxi grande y desvencijado disparaba por la ruta y alentado por los improperios de Analía el chofer negrísimo aceleraba divertido sabiendo que el apuro era inútil. Volaba de pozo en pozo, aprovechando tener la excusa para una buena corrida. Cuando llegaron al puerto y bajaron corriendo del taxi, aliviados al ver el barco todavía en el muelle, el chofer esperó, con el motor en marcha y la puerta abierta.

 

Todo tiempo pasado

Estaba sentado en un banco de madera de la plaza San Martín, jugueteando con sus pies haciendo crujir las hojas marrones de los plátanos que se arremolinaban a su alrededor. Con las manos apoyadas en el mango de plata de su bastón de caña miraba sin mucha atención los senderos que bajaban por la barranca y pensaba cómo era que todo había cambiado tanto. Cuando se mudó a Juncal y Suipacha la plaza era el lugar donde encontraba la serenidad que necesitaba para que le brotaran las ideas de lo que iba a escribir, como las hojas que ahora caían de los árboles. El aire era límpido, transparente y la vista llegaba hasta el río. Unas pocas palomas se acercaban a comer de sus manos y a la tardecita las parejas paseaban tomadas del brazo.  Ahora ya no se animaba a traer las sobras del pan. Las bandadas multitudinarias de pájaros que se disputaban las migajas lo alteraban con su agresividad. También le chocaba ver a hombres y mujeres vestidos igual,  en esos pantalones vaqueros (se resistía a usar la palabra jean), los pies enfundados en zapatillas, o lo que era peor, calzando ojotas de goma. Iban apurando su paso barranca arriba hacia el trabajo o barranca abajo hacia el tren o la villa.

 

Frunció el entrecejo cuando una tarde su sobrino, el curita, que conocía su desagrado, por no decir aversión, a lo pobre, feo o sucio vino a buscarlo a su departamento para que lo acompañara a la parroquia de la villa donde trabajaba.

“Dale tío, dame una mano, que vos sos un cuentista espectacular. Te sabés un montón de cuentos y te sale bárbaro. A los pibes les va a encantar y de paso me das una mano y los tenemos sentados un rato.”

“Qué decís, Roby, ni lo sueñes, de ninguna manera” le contestó mientras agarraba con fuerza su bastón y miraba el piso negando con la cabeza. “Una cosa es contarle a mis niños y otra a desconocidos.”

 

Nunca supo cómo Roby lo hizo bajar a la calle y lo metió en la camioneta de la parroquia. “Eso sí, tío,” le había dicho cuando estaban saliendo al palier, “mejor llevate el bastón de madera.”

 

Llegaron a la parroquia, a pocas cuadras de la entrada de la villa. Fueron hacia el galponcito contiguo que hacía de salón y cancha cubierta. Desconfiado, él seguía a Roby y apenas sacaba la vista del piso, no fuera a tropezarse con cascotes sueltos. Trasponiendo el portón, casi sin levantar la cabeza miró de costado a un lado y al otro. En el extremo derecho había un grupo de mujeres, gordas casi todas, y las que no eran gordas eran flacas, pero muy flacas. Estaban tejiendo. Parecía que una de ellas, la que estaba parada, les estaba dando instrucciones. Del lado izquierdo unos mocositos esperaban en ronda, sentados en el piso. Lo esperaban a él, a un señor de bastón que les iba a contar cuentos. Dejaron de charlar entre ellos en cuanto los vieron y a los gritos saludaron al cura. Roby lo acomodó en la única silla y mientras lo presentaba él pudo recorrer la ronda con la mirada. Sí, eran pobres. Algunos, muy pocos a decir verdad,  sucios.

 

No podía mirar los chicos de frente.  “Dale tío, empezá con el de la selva”, lo alentó Roby. Él  comenzó a relatar mirando el vacío, por encima de las cabecitas oscuras.  A medida que iba relatando su cuento sentía sin ver cómo las caritas frente a él se transformaban, abrían ojos desmesurados y los cerraban apretadamente, asentían, negaban, contenían risas y se llevaban las manos a la boca  asustados, sorprendidos o divertidos con los personajes que hablaban, siseaban, rugían y piaban.

 

Roby lo llevó a casa cuando ya estaba oscureciendo. Y eso que él nunca permitía que se le hiciera de noche en la calle. “Y, tío, no fue tan terrible, no?” El no le contestó. Ya en la puerta despidió a Roby diciendo, “Los chicos, sabés qué? No eran feos.”

 

 

 

La Guerra

 

Estaba sentada en el piso, delante de su casa. Miró por sobre su hombro e imaginó una choza, de adobe con techo de ramas, hojas y barro. No era una choza cualquiera, era más grande y más linda que todas las demás porque era la del Rey. Y ella, su hija, la Princesa de la tribu.

 

Hacía tanto calor a esa hora de la tarde. Después del almuerzo los grandes y los perros se habían retirado al fresco de los interiores y al de la sombra de los árboles. A ella no la sofocaba el sol sino el desasosiego de lo que sucedía a su alrededor. Todos los jóvenes se estaban preparando. Los jóvenes varones, claro. A ella con sus diez años, nadie le hacía caso porque aunque fuera la hija del rey, era mujer y la mujeres no van a la guerra. Sus hermanos y primos, no mucho mayores que ella, andaban trajinando de un lado para otro con gesto serio y concentrado, juntando piedras que ponían en bolsas. No cualquier piedra sino las que eran más grandes que sus puños, pero lo suficientemente chicas, ella observaba, como para que entraran en el cuero de las hondas y pudieran dispararse con fuerza letal.

 

¿Por qué no podía ella participar en la batalla? ¿Por qué tenía que quedarse en casa con las mamás y los bebés mientras sus hermanos y primos se divertían? Ella también quería matar a los Otros. Matarlos, matarlos. Darles su merecido a esos del otro lado que siempre los atacaban cuando iban a la playa. Esta vez los suyos tomarían la iniciativa. Iban a arremeter contra los Otros y ella no se lo pensaba perder.

 

Levantándose, fue a buscar con disimulo debajo de su cama las armas que a escondidas había estado preparando. Había afilado las puntas de unos palos hasta que pincharon como los aguijones de las avispas. Y con una rama flexible y un cordón había armado un arco. Envolvió todo en un trapo y nuevamente en el frente de su casa se sentó sobre el bulto, observando ansiosa los preparativos, esperando  alerta el momento oportuno para actuar.

 

Los chicos pronto se reunieron en el centro de la calle. Tenían listas sus armas: hondas, arcos, flechas y palos. Podían ver a los Otros asomando las cabezas cobardes desde atrás de los troncos de los árboles. En cuanto comenzaran a avanzar hacia el enemigo ella sabía que los suyos ya no notarían su presencia, atentos como estaban mirando al frente. A la orden del jefe se lanzaron a la carga los buenos,  todos corriendo por la calle hacia los árboles, gritando y aullando y la Princesa se unió a los combatientes que efectivamente no le prestaron la menor atención. Los Otros, los malos del otro lado, salieron por fin de sus escondites. Empezaron a volar las piedras y  las flechas, de los malos y de los buenos. Ella quiso disparar con su arco pero se le rompió al primer intento. Sin perder la entereza siguió avanzando codo a codo con sus primos y hermanos, recogiendo piedras del piso y arrojándolas a ciegas hacia adelante. La confusión ya era total cuando se escuchó un estrépito de vidrios rotos  y por un momento un silencio de plomo cayó sobre los guerreros.

 

Empezó a salir gente de las casas, ¿qué pasa, qué es ese griterío? ¡Ya ni se puede dormir la siesta tranquilo acá! ¡Llamen a la policía! Una última piedra que los Otros arrojaron al aire la golpeó en el hombro, tropezó y cayó, golpeándose la frente en el cordón la vereda.

 

Las bandas se desbandaron. Los padres se llevaron apurados a sus hijos antes de que llegara el patrullero y ella sintió que los brazos fuertes del Rey la levantaban del piso. “¡Ay, Sarita, mirá lo que te hiciste! ¿Te duele mi princesa? Porqué no jugarás a las muñecas, mi cielo!”

 

“A ver, dejame ver” intervino la madre “Uy, traigo el auto, Adolfo, hay que la llevarla ya mismo al hospital. Acá hay que dar por lo menos tres puntos. Esta chica, siempre lo mismo, qué barbaridad”, masculló mientras se alejaba apurada.

 

Cuando volvieron del hospital, sus primos y hermanos, todos en penitencia, la recibieron de pie, solemnes, mirándola con silencioso respeto. Sarita, con la cabeza vendada, entró erguida, como una princesa, luciendo orgullosa su herida de guerra.

                                                                                                                                     

 

 

 

Campanas en la madrugada

 

 

Se hubiera querido tapar los oídos pero el zumbido no venía de afuera. Estaba dentro de su cabeza y la aturdía.  Intentaba desesperadamente abrir los ojos pero no podía. Los bordes de los párpados estaban adheridos y sentía las pestañas enredadas como zarzas. Su mente estaba nublada y la poblaban estruendos, golpes y ahora … ¿campanas? El sonido de las campanas le dio una súbita conciencia de sí misma. Podía oír. Moverse, ¿podría? Movió los dedos de una mano con dificultad,  entumecida por el dolor. Pudo recorrer el piso con la mano y sintió que estaba en un charco. ¿Agua? ¿Sangre? ¿Orina? De repente recordó:  Melisa. Melisa, ¿dónde estaba Melisa? Sin poder despegar los ojos movía la cabeza un centímetro, dos, de un lado para el otro y se preguntaba dónde estaba su bebé.  La bebé, el estruendo, los golpes. ¿Dónde estaba Melisa? Los ojos, sabía que tenía que abrir los ojos.  Estaba tan dolorida. No podía moverse. Aunque los ojos estaban cerrados sentía a través de los párpados que la luz entraba con nitidez de recién nacida. Como su hija, su luz, su luz recién nacida. ¿Dónde estaba Melisa?

 

Arrastrando la mano por el charco pudo llevarla hasta la cara y restregarse los párpados con el líquido incierto.  Abrió los ojos al fin. Iba dándose vuelta y todos sus músculos y huesos gritaban mientras muy de a poco fue incorporándose. Allá, al otro lado de la habitación, vio,  como detrás de un velo,  a su marido. Estaba sentado en el piso, rodeado de escombros. Una viga pivoteaba sobre la cómoda, como un incongruente subibaja y otras dos atravesaban el cuarto sobre una carpeta de cascotes, muy cerca de donde ella había quedado tirada. El hombre estaba con la espalda contra la pared descascarada, los hombros caídos,  la vista perdida, mirando alrededor sin entender. Tenía un bulto de trapos en el regazo. La madre fue alcanzada de lleno por la compresión de la imagen que tenía delante, como una nueva explosión pero esta vez dentro de ella. Melisa, bebita, gritó. Y ese alarido, que bien pudo ser un grito o un gemido fue la catapulta que la impulsó, para  gatear los pocos pasos que los separaban. En ese momento él levantó la cabeza y sus ojos se encontraron. Ella miró hacia abajo y vio la carita de Melisa que tenía el color de las cáscaras de yeso que habían caído del cielo raso. Derrumbada sobre su hija sus aullidos cubrieron el clamor de las campanas. Rugió, arañó y gritó hasta que el frío de la madrugada los obligó a levantarse y esquivando los escombros, las vigas y la cuna aplastada, buscaron refugio en la cama.

 

 

 

Una pasión reprobable

 

Y, sí, yo percibo que no cae bien. En general podríamos decir que mucho no gusta. ¿Por qué lo hago? Porque no puedo dejar de hacerlo. Me produce tanto placer. No solo eso: además del gusto en sí, cuando a la noche anoto los aconteceres del día no se imagina lo bien que la paso. Mejor todavía. Registro todo. Lo voy desmenuzando, analizando, celebrando cada acción. Describo mi ruta, la cara de la gente cuando me ve. Reaccionan en forma diferente los hombres y las mujeres, ¿sabe? Parecería que a los hombres les chocara más. Cosa rara, ¿no? ¿Ud. no diría que debería ser al revés?  Y los jóvenes son los más graciosos. Se les abre la boca y la mandíbula se cae, sí, literalmente. Y ahí queda hasta que después de unos segundos retoman su camino, olvidándose a veces de cerrar la boca. Yo escribo cada detalle, porque cuando termino empiezo a releer páginas de días, semanas y hasta meses anteriores. ¿Encararme? No, no crea. Muy pocas veces me han encarado. Pero solo con frases hechas, algo así como “qué desagradable” o “parece mentira” o “debería darle vergüenza” o “habría que llamar a la policía”. Me hacen pocos comentarios inteligentes, o por lo menos creativos, que son los que me gustaría documentar en mi diario. Sí, tiene razón, la gente no se detiene a pensar. Pero sabe, una vez una chica, una adolescente era, se me paró enfrente y mirándome a los ojos me dijo “eh, viejo, ¿no querés ir a un psiquiatra? Me parece que te vendría bien” Medio desubicada la mocosa, no? En el momento hasta sentí que me faltaba el respeto. No, no que me mandara al psiquiatra, que me tuteara. Tutear a un hombre mayor, ¡por favor! Pero después a la noche, cuando lo pensé mejor para anotar el episodio fui deduciendo que por su tono de voz, cómo inclinaba la cara hacia un costado para hablarme con voz suave, la chica estaba realmente interesada. Lástima que no lo noté allí mismo, vio? Sí, tal vez hubiera podido conversar un poco con ella en vez de cruzar la calle refunfuñando y,  quién le dice, por ahí la ganaba para la causa. Sí, qué pena que me tuteó.

Ah, cuánto mejor viviría la gente si se sumara a mi pasión, que será reprobable, dirían  algunos retrógrados, pero yo no puedo condenarla.

A veces me bajoneo un poco, no se crea, porque imagínese que a pesar de que trato de dar el ejemplo con mi testimonio vivo, no hay caso. Mire que todos los días me subo al auto a media mañana como para llegar al lugar por donde empezaré mi recorrido a la hora que  circula más gente. Me preparo, bajo del auto y camino.  No, de ninguna manera, no voy siempre al mismo lugar, por el contrario, siempre a distintos lugares. Y, por dos motivos: uno, para ver si yendo a lugares nuevos pueda encontrar finalmente público de mente abierta a lo lúdico. Y dos porque varias veces terminé en cana. Entonces, no quiero caer siempre en la misma comisaría, Ud. me entiende, no?

Pero, qué quiere que le diga, no veo que esté teniendo éxito. Aún así yo sigo adelante con alegría, porque aunque al mundo no le importe, a mí me deleita. Ud. me ve un poco apenado hoy, no? Y sí, es verdad. Es que ésta es la época del año en que la temporada se termina.  De solo pensar que tengo que volver a eso que llaman “la normalidad” me entra una tristeza. Y sí, se va terminando nomás, por un tiempito.  Ayer me di cuenta, cuando una nena me dijo, antes de que la madre pudiera  taparle los ojos con la cartera, “señor, no tiene frío?”. Aunque traté de abrigarme con la corbata, que era lo único que llevaba puesto, me di cuenta que por este año, la temporada había llegado a su fin.

 

 

 

CARPE DIEM

¿Cuántas contaste? Yo creo que conté seis. Y si no son seis serán cuatro o cinco. Igual son muchas para que todas tengan el nombre “Carpe Diem”. Es poca imaginación poner a tantas casas en mismo nombre o ¿será que es una tendencia de modo de vida?

 

Algo tiene que motivarte para nombrar una casa. No es fácil decidirse por un nombre. Nosotros estuvimos varios, sí, varios años, debatiendo qué nombre le pondríamos a nuestra casa en Cariló. Hasta que Maximiliano dijo, con su habitual destemple, pónganle el nombre que les parezca que yo voy a seguir diciendo que voy a Ñandú. Y así le quedó a nuestra casa en Cariló:  AÑANDÚ.

 

Pero volviendo al Carpe Diem, me pregunto qué habrán estado pensando las personas que pusieron ese nombre a su casa de vacaciones. Carpe Diem. Esa frase la usó Horacio, el poeta romano, filósofo, que reflexionaba tan lúcidamente a través de versos. Sería como un ensayista moderno, pero rimado.

 

Horacio decía que  hay que aprovechar el hoy, desconfiando del mañana. Carpe Diem literalmente significa “tomar el día”. Cuántas interpretaciones puede tener esto!

 

Será disfrutar el día a día a fondo y dopo ci vidiamo? Hago lo que puedo hacer mientras soy joven, porque mañana ya no lo seré. Mi economía es buena o por lo menos suficiente, me tiro todo encima, viajo, tengo un departamento que más que hogar es un dormidero. Pero . . . la paso bomba.

 

Carpe Diem, aprovechar el día, ¿también se interpreta como que cuando es época de cosecha hay que hacerlo: recoger el resultado del trabajo en el momento que corresponde, cosechar antes de que venga la lluvia y no puedan entrar las máquinas? (en el tiempo de Horacio con segadora y a manopla, claro). Sería como el “no dejes para mañana lo que puedes (o lo ue debes) hacer hoy”. En el caso de las casas de Cariló, tengo la platita, me compro la casa y… Carpe Diem, a disfrutar.

 

También podés haber estado juntando y juntando para ese proyecto tan deseado que era la casa en Cariló y ahora que la tenés, la disfrutarás todo lo que puedas, mientras puedas. Seas joven o adulto mayor (como se llama ahora a los supra 60) tu lema será: Vivamos cada día como si fuera el último. No dejaré que el tiempo pase sin darme los gustos a los que puedo acceder. El futuro es incierto, los placeres que me pueda dar... que sean ahora, sea lo que sea que me depare el futuro.

 

A algunos les sale bien. A otros cuando la juventud se acaba se encuentran con las arrugas y sin cirujano plástico.

 

La vida en Carpe Diem, llevado a un extremo, se presenta como una contradicción con el otro extremo del que se pasa su vida planificando para un futuro que tal vez nunca llega. Algunas familias se forman en la cultura del trabajo, la responsabilidad, esforzarse para lograr metas siendo jóvenes, que el estudio y la formación profesional, trabajar para ahorrar, la casa, los chicos, armarse el futuro para cuando los padres sean mayores y dejar también para los hijos. Entienden como una irresponsabilidad  absoluta  dedicarse sólo a vivir el presente sin pensar en el futuro. Tienen programado cómo será cada etapa de su vida. Establecen  algo así como un seguro para tener una vejez tranquila y tratan de prever complicaciones intentando controlarlas de antemano.

 

A algunos les sale bien. A otros, cuando llega el momento de disfrutar del resultado del esfuerzo de toda la vida… les pasa un tren por encima.

 

¿Será posible encontrar un punto intermedio? ¿Qué pensás? Seguramente muchos, no solo uno. Tantos como personas en el mundo, diría yo.

 

 

El Hotel

Unas minivacaciones. Eso era lo que esperábamos poder concretar desde hacía meses. En cuanto Santiago entregó el proyecto dijimos éste es el momento. Yo me tomé dos días y nos escapamos. Literalmente un escape, sin avisar a nadie nos fuimos a cualquier lado. Que resultó ser Sierra de la Ventana. Al pie del cerro encontramos un hotelito, lejos de la villa, de esos con pensión completa. Buenísimo, sentenció Santiago, así no tendremos ni que pensar qué comer. Te ponen el plato en la mesa y te lo comés, o pasás hambre. No iba a ser el caso, ya que la comida resultó ser deliciosa.

 

Yo estaba extasiada con el aire que se respiraba frío de tan puro, el cielo limpísimo y a la noche las estrellas brillantes como pocas veces había visto. Éramos los únicos huéspedes. La patrona del hotel, no se me ocurre de qué otra forma llamarla porque era la dueña y a la vez cocinera, mucama y moza se deshacía en atenciones. Una señora mayor era, unos 80 años tendría, ya grande para toda esa tarea. Su hijo, nos dijo,  la ayudaba con los trabajos pesados. Sí, era ese gigantón que habíamos visto hachando leña. 

 

El primer día por la mañana escalamos, bueno, no exageremos, subimos el cerro hasta la Ventana. Personas citadinas de hábitos bastante sedentarios caímos a la noche molidos en la cama después de una suculenta cena.

 

Al día siguiente desayunamos el café con leche con medias lunas caseras que nos sirvió la patrona. Le preguntamos qué más se podía hacer por la zona. Pueden ir hasta el hotel abandonado, nos contestó mientras volvía a llenar las tazas de café humeante.

 

Sin muchas expectativas caminamos sin apuro un buen trecho bajo el sol de media mañana. Tras un recodo vimos el hotel. Una edificación, o una ruina mejor dicho, que había sido de dos pisos. Los restos de una torre se elevaban en el centro y a un lado y al otro se desplegaban en forma de arco dos hileras de ojos ciegos que habían sido ventanas. Como telón de fondo eterno, las sierras marrones se elevaban por detrás. Delante del hotel altos pastizales cubrían el terreno de lo que seguramente había sido el jardín.

 

Allí parada me empezó a bajar como un sopor tibio, que desde la boca del estómago se fue irradiando por todo el cuerpo. Sentí una languidez incontrolable que avanzó por mis brazos hasta los dedos mismos.  Corrió con un cosquilleo por las piernas y creí que los pies ya no me iban a sostener. Como una ola subió hasta la cabeza y me mareó suave pero insistentemente. Santi, tengo sueño, mejor descanso un poco acá. ¿Acá? me miró extrañado. Me tendí en el pasto, acurrucada, con la campera de Santiago como almohada.  

 

Me dormí, o eso me pareció, ya que los pasos de Santiago que se iba alejando se fueron llevando los ruidos de los pájaros, el susurro de la brisa y los rumores del campo. Pero el silencio fue siendo invadido por murmullos. Cada vez más fuertes, voces y sonidos guturales. Sombras que iban y venían moviéndose laboriosamente a mi alrededor. Ruidos extraños. Botas golpeando rítmicamente sobre pisos embaldosados. Martillos resonando en espacios vacíos. Ecos de carros y ruedas que rodaban, empujadas con jadeos. Aguas despedidas a chorro vivo de canillas abiertas. Y más voces, que ordenaban, comandaban, obedecían.  Sonidos chasqueantes de pasto siendo cortado a guadañazo limpio. No, eran los pasos de Santiago, que se acercaba pisando la hierba crujiente.

Está interesante adentro el hotel. No querés venir?  Lástima que no queda casi nada, pero debe haber sido monumental. Hey, vos estás mejor ya?  me  preguntó interesado. Le conté mi sueño. Siempre con cosas raras vos, me sonrió cariñoso mientras tendía la mano y me ayudaba a ponerme de pie.

 

Y, ¿qué tal el paseo? nos preguntó la señora mientras  nos servía el guiso de lentejas.

Como arquitecto, dijo Santiago,  no pude dejar de apreciar lo que debe haber sido. ¿Cómo se pudo venir abajo de semejante forma?

Si, es una pena, comentó la patrona. Lo construyeron en el 1900. Era el furor de los pitucos que venían a la sierras a respirar los aires, como le decían. Pero en los años 20 no se sabe poqué ya no vino más nadie. Quedó abandonado nomás. La gente de por aquí se fue llevando los picaportes, los sanitarios, hasta los techos, puertas y ventanas se llevaron  y de a poco se fue derrumbando.

Aunque nuestros platos de guiso se vaciaban rápidamente continuó su relato.

Pero en el 43 vinieron  los alemanes. Dos años estuvieron en el hotel. Detenidos.  Eran como trescientos,  del Graf Spee,  ese submarino alemán que se hundió frente a la costa y como las autoridades no sabían qué hacer con los  tripulantes los dejaron en lo que quedaba del hotel.

Parecía que la señora nos iba a servir más guiso, pero se quedó mirando el vacío con el cucharón en la mano.

Una pinturita, murmuró como para sí misma. Dejaron el hotel hecho una pinturita. Y mirándonos nuevamente agregó: Todo arreglaron, todo. Los techos, la usina, las cañerías, los jardines.  Pero cuando los soldaditos se fueron quedó nuevamente abandonado y se repitió la historia. Con un suspiro hundió el cucharón en la olla y nos sirvió más guiso.

Y los alemanes se fueron? así nomás? Preguntó Santiago, ya interesado en la historia.

Sí, sí, primero se los llevaron a casi todos. No se sabe bien dónde, dicen que cuando terminó la guerra los devolvieron a Alemania. Algunos se quedaron por un tiempo, unos meses, pero poco a poco también se fueron yendo, respondió mientras recogía los platos y se dirigía a la cocina arrastrando agobiados los pies y gacha la cabeza.

 

A la mañana siguiente nos retiramos.  Se acercó el hijo de la señora para ayudarnos a subir los bolsos al auto. Levantando la vista para agradecerle noté por primera vez su piel que aunque curtida era rosada, los mechones de pelo rubio ya encanecido que salían de la gorra y sus ojos de un celeste líquido que nos despidieron con amabilidad. 


Publicado el 29 de enero de 2020 por Mirta Mere.
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