El Príncipe

Nicolás Maquiavelo


Política, tratado, ensayo



Dedicatoria

NICOLAS MAQUIAVELO,
CIUDADANO Y SECRETARIO DE FLORENCIA,
AL
Magnífico Señor
LORENZO DE MEDICIS,
DUQUE DE URBINO, SEÑOR DE PÉSARO,
ETC. ETC.


Los que desean captarse la voluntad de un príncipe suelen ofrecerle presentes de raro mérito, o aquellas cosas que son conocidamente de su agrado: unos le presentan armas o caballos, otros telas de oro, piedras preciosas, alhajas, en fin, dignas de su grandeza. Deseando yo, pues, ofreceros una prueba de mi adhesión y respetuosa obediencia, he encontrado que la alhaja de más valor, y tal vez la única que poseo, es el conocimiento de lo que han hecho los grandes hombres; conocimiento que he adquirido con una larga experiencia de la política moderna, y una lectura continua de la que seguían los antiguos. De todo esto, meditado y examinado con detención escrupulosa, he formado un pequeño volumen, que os envío, pues, aunque creo que mi obra es indigna de tamaño honor, sin embargo, confío en que será acogida con benevolencia, considerando que no puedo ofreceros mayor regalo que el conocimiento instantáneo de lo que tantos años y peligros me ha costado aprender. No he engalanado esta obra con flores retóricas, ni con palabras altisonantes, porque he creído que la gravedad de la materia bastaba para darle lustre y hacerla agradable. Tampoco quiero que se me acuse de presuntuoso, si desde la humilde esfera en que me hallo situado, me atrevo a examinar y a dar consejos a los gobiernos de los príncipes; porque, así como el artista se coloca en los llanos para pintar con más facilidad los montes y colinas, y, por el contrario, sube a las colinas para obtener mejor vista de los llanos y praderas, del mismo modo, para conocer bien la naturaleza de los pueblos, es preciso ser príncipe, y, para comprender la de los príncipes, es necesario ser hijo del pueblo. Recibid, pues, este corto presente con la misma buena voluntad con que yo os lo ofrezco, y en él hallareis una prueba del ardentísimo deseo que tengo de veros elevado a la grandeza que os prometen vuestras riquezas y vuestros talentos. Y si al mismo tiempo os dignáis bajar la vista y considerar el miserable estado a que me veo reducido, conoceréis, Señor, cuan severa e implacable ha sido y es conmigo la fortuna.

Nicolás Machiavelli.

Capítulo I

Cuantos géneros hay de principados, y por qué medios se adquieren.


Todos los estados, todas las soberanías que tienen o que han tenido autoridad sobre los hombres, han sido y son, o repúblicas, o principados.

Los principados son, o hereditarios en una familia, cuyos antecesores han sido príncipes desde la antigüedad, o bien son nuevos sin estas condiciones.

Entre los principados nuevos, los unos, o son enteramente nuevos, como lo era el de Francisco Esforcia en Milán, o son como miembros reunidos al estado hereditario del príncipe que los adquiere: tal es el reino de Nápoles con respecto al rey de España. Esta clase de estados, o viven bajo el dominio de otro príncipe, o gozan de entera libertad; y para adquirirlos, pueden emplearse armas propias y ajenas, o abandonarse a la fortuna, o hacer alarde del oro, del talento o del valor.

Capítulo II

De los principados hereditarios.


No hablaré ahora de las repúblicas, habiéndolo hecho ya en otra obra con extensión, y solo fijaré la consideración en los principados, siguiendo las divisiones que acabo de indicar, para examinar el modo de gobernar y de conservar estos diferentes estados.

Es preciso convenir desde luego en que es mucho menos difícil mantener los estados hereditarios, acostumbrados a la familia de su príncipe, que los estados nuevos. En efecto, el príncipe hereditario no necesita más que una capacidad regular para mantenerse siempre en sus estados; y no hay duda que lo conseguirá, sometiéndose a la impresión necesidad de los tiempos en que vive, y no saliendo voluntariamente del orden y método establecidos por sus predecesores, a no venir a despojarle una fuerza infinitamente superior: aun en este último caso podrá volver a recobrarlos a pocos reveses de fortuna que sufra el que los ocupe después de él. Tenemos un ejemplo de esto dentro de Italia en la persona del duque de Ferrara, el cual pudo resistir a los Venecianos en el año de 1484, y al papa Julio II, en el de 1510, solamente porque era un soberano antiguo en este ducado. El príncipe natural debe ser más amado, no teniendo tanta ocasión y necesidad de vejar a sus súbditos; y es regular también que estos le tengan inclinación, no haciéndose aborrecible por vicios extraordinarios. La misma antigüedad y duración de un gobierno desvanece los deseos y disminuye las ocasiones de mudarle, porque toda mudanza tiene sus inconvenientes, y deja sentados los cimientos para otra nueva.

Capítulo III

De los principados mixtos.


Síguese, pues, que las dificultades más grandes se encuentran en el principado nuevo, al cual podrá llamarse soberanía mista, cuando no es nuevo absolutamente, sino como un miembro incorporado a otra soberanía. Estas mismas dificultades nacen de las variaciones que ocurren naturalmente en los principados nuevos; porque, si al principio los vasallos se impresión con gusto a mudar de señores, creyendo que el cambio es ganancioso, y, llevados de esta opinión, toman las armas contra aquel que los gobierna, suelen engañarse, y no tardar luego en reconocer que su situación empeora cada día, siendo muchas veces los males que experimentan consecuencia necesaria de la mudanza. En efecto, todo príncipe nuevo se ve precisado a vejar más o menos a sus nuevos súbditos, ya sea con la permanencia de las tropas que necesita mantener en el país, ya con otra infinidad de incomodidades que acarrea siempre la nueva adquisición. Así es que este príncipe tiene por enemigos a todos aquellos que ha perjudicado con la ocupación del señorío, y no puede conservar en su amistad a los que le han colocado en él; porque ni puede llenar las esperanzas que tenían concebidas, ni valerse abiertamente de medios violentos contra aquellos mismos a quienes debe estar reconocido; puesto que un príncipe aunque tenga fuerzas, necesita del favor y benevolencia de los habitantes para entrar y mantenerse en el país adquirido. Por esta razón Luis XII de Francia perdió el estado de Milán tan presto como lo ganó; y Luis Esforcia lo recuperó, la primera vez, solo con presentarse delante de las puertas de aquella ciudad: como que el pueblo, que se las había abierto al rey, desengañado bien pronto de la esperanza que tenía concebida de mejorar su suerte, se cansó al instante del príncipe nuevo.

Es cierto también que no se pierde con tanta facilidad un país rebelde, después de haber sido reconquistado, porque el príncipe, a pretexto de la rebelión, no repara tanto en usar de aquellos medios que pueden asegurarle la conquista; y así castiga a los culpables, atiende más a contener los sospechosos, y se fortifica hasta en los lugares de menor peligro. Por esta razón, si la primera vez Luis Esforcia no necesitó más que acercarse a las fronteras del Milanesado para quitárselo a los franceses, la segunda, para apoderarse del mismo estado, tuvo necesidad de juntarse con otros soberanos, y de destruir los ejércitos franceses y arrojarlos de Italia. La diferencia proviene de los motivos que acabamos de indicar.

Resta ahora examinar las causas que motivaron la segunda desgracia del rey de Francia, y tratar de los medios que hubiera debido emplear aquel príncipe para no perder su nuevo estado; medios que son aplicables a cualquier otro príncipe que se hallare en circunstancias semejantes.

Supongo desde luego que un soberano quiere reunir a sus antiguos dominios otro estado nuevamente adquirido. Lo primero que se debe considerar es si este último confina con los otros, y se habla en ambos la misma lengua o no. En el primer caso, es muy fácil conservarlo, sobre todo si los habitantes no están acostumbrados a vivir libres; porque entonces, para asegurar la posesión, basta haberse extinguido la línea de sus antiguos príncipes, y por lo demás, conservar sin alteración sus usos y costumbres. De este modo se mantendrán tranquilos bajo el dominio de su nuevo señor, a no existir entre ellos y sus vecinos una antipatía nacional. Así hemos visto fundirse sucesivamente en la Francia, la Borgoña, la Bretaña, la Gascuña y la Normandía; porque, aunque hubiese alguna diferencia en la lengua de estos pueblos, podían conciliarse entre sí, siendo muy parecidos en sus usos y costumbres. El soberano que adquiere esta clase de estados necesita atender a dos cosas solamente, si quiere conservarlos: la primera es, como queda dicho, el que se haya extinguido la antigua dinastía; y la otra, que no altere sus leyes, ni aumente las contribuciones. De este modo se reúnen y confunden insensiblemente los estados nuevos con el antiguo, y en poco tiempo no forman más que uno solo.

Las mayores dificultades se encuentran cuando en el país nuevamente adquirido, la lengua, las costumbres y las inclinaciones de los habitantes son diferentes de las de los súbditos antiguos: entonces, para conservarlo, se necesita tener tanta fortuna como habilidad y prudencia.

Uno de los arbitrios más eficaces y preferibles con que el nuevo soberano hará más durable y segura la posesión de semejantes estados, será fijar en ellos su residencia. De este medio se valió el Turco con respecto a la Grecia; país que jamás hubiera podido mantener bajo su dominio, por más precauciones que hubiera tomado, si no se hubiese decidido a vivir en él. Con efecto, cuando el soberano está presente, ve nacer los desórdenes, y los remedia al instante; pero, estando ausente, muchas veces no los conoce hasta que son tan grandes que ya no puede remediarlos. Además de esto, la nueva provincia se ve de esta suerte libre de los robos y vejaciones irritantes de los gobernadores, y en todo caso logra las ventajas de un pronto recurso a su señor, el cual tiene así más ocasiones de hacerse amar por los nuevos súbditos, si se propone obrar bien, o de hacerse temer, si quiere portarse mal. Agréguese que, cuando un extranjero quisiere invadir el nuevo estado, se hallaría detenido por la dificultad suma de quitárselo a un príncipe vigilante, que reside en él.

Será otro modo excelente enviar colonias de súbditos antiguos a una o dos plazas, que serán como la llave del país conquistado: medida indispensable, a no mantener allí un número crecido de tropas. Estas colonias cuestan poco al príncipe, y solo serán gravosas a aquellos individuos particulares que le inspirasen recelos, o que tratase de castigar, despojándoles de sus haciendas y dándoselas a otros moradores nuevos más seguros. De este modo, como siempre es corto el número de los despojados, y estos en adelante no podrán causar daño por haber quedado pobres y dispersos, se logra más fácilmente que se mantengan sosegados todos los demás, como suelen estarlo por lo regular, no habiendo sufrido perjuicio alguno, y temiendo, si llegan a inquietarse, la suerte de los primeros. Concluyo, pues, que estas colonias son menos costosas y más fieles al príncipe, sin necesidad de más castigos, ni despojos que los que al principio hiciese, como hemos dicho. Y aquí debo advertir que es necesario ganar la voluntad de los hombres, o deshacerse de ellos porque, si se les causa ofensa ligera, podrán luego vengarla; pero arruinándolos, aniquilándolos, quedan imposibilitados de tomar venganza. La seguridad del príncipe exige que la persona agraviada quede reducida al extremo de no poder inspirar recelos en lo sucesivo.

Pero si, en lugar de colonias, mantiene el soberano un número crecido de tropas en el nuevo estado, gastará infinitamente más y consumirá todas las rentas del país en su defensa; de suerte que la adquisición le traerá más pérdida que ganancia. Los daños que causa este último arbitrio son tanto mayores cuanto se extienden indistintamente a la universalidad de los habitantes, molestándoles con las marchas, alojamientos y tránsito continuo de los militares: incomodidad que alcanza a todos, y que, al cabo, hace a todos enemigos del príncipe; y enemigos peligrosos, porque, aunque sujetos y subyugados, permanecen en sus propios hogares. En fin, no hay razón que no persuada de que es tan útil este último sistema de defensa, como ventajoso el de las colonias que hemos propuesto.

Debe también el nuevo soberano de un estado distante, y diferente del suyo, constituirse en defensor y jefe de los príncipes vecinos más endebles, estudiar como ha de debilitar al estado vecino que sea más poderoso; impidiendo sobre todo que ponga allí los pies cualquier extranjero que tenga tanto poder como él; porque sucederá a las veces que llamen a alguno los mismos descontentos, o por miedo, o por ambición, como los de Etolia llamaron a la Grecia a los Romanos, y como siempre fueron llamados estos últimos por los habitantes del país en todas las provincias donde entraron. La razón es muy sencilla, pues al extranjero recién venido se le reúnen siempre los menos fuertes, por cierto motivo de envidia que les anima contra el más poderoso. De modo que, sin esfuerzo alguno, logra el invasor atraerlos a su partido.

El príncipe que se hallase en este caso, deberá atender unicamente a que sus nuevos amigos no tomen mucha fuerza, al paso que con sus tropas procurará debilitar y abatir a los fuertes y poderosos: de esta suerte conservará su independencia, y no tendrá partícipes en la soberanía, si llega a adquirirla. El que no sepa valerse de estos arbitrios, bien pronto perderá cuanto hubiere adquirido, y experimentará innumerables dificultades y trabajos mientras lo conservare.

Con gran cuidado empleaban los Romanos en las provincias de que se hacían dueños, los medios que acabamos de apuntar: a ellas enviaron colonias; sin acrecentar sus fuerzas, sostuvieron a los príncipes menos poderosos; disminuyeron las de aquellos que podían infundirles temor, y nunca permitieron que un extranjero poderoso adquiriese en ellas la menor influencia. Tomando por ejemplo la provincia de Grecia, observamos desde luego como sostuvieron en ella a los pueblos de Etolia y de Acaya; debilitaron el poder de los Macedonios; lanzaron de allí a Antioco; por más servicios que recibieran de los Aqueos y Etolios, jamás les permitían el menor aumento de dominación; desatendieron constantemente todos los medios de persuasión que empleó Filipo, no queriendo admitir la amistad suya, sino para debilitar su poder; y siempre temieron demasiado a Antioco, para consentirle que conservase señorío alguno en aquella provincia.

Hicieron, pues, los Romanos en esta ocasión lo que debe hacer todo príncipe prudente; el cual no solo acude al remedio de los males presentes, sino que también precave los que están por venir. Cuando los males se prevén anticipadamente, admiten remedio con facilidad; pero si se espera a qué encima para curarlos, no siempre se logra el remedio, haciéndose a veces incurable la enfermedad. En los principios la tisis es fácil de curar, y difícil de conocer; más, si no se conoce, ni cura en su origen, con el tiempo viene a hacerse una enfermedad tan fácil de conocer, como difícil de curar. Este ejemplo, sacado de la medicina, puede aplicarse exactamente a los negocios de estado, porque, habiendo la debida previsión, talento que unicamente tienen los hombres hábiles, los males que pueden sobrevenir se remedian pronto; pero cuando; por no haberlos previsto al principio, llegan luego a tomar tanto incremento, que todo el mundo los advierte y conoce, ya no tienen remedio.

Por eso los Romanos que preveían los peligros antes que llegaran, se aplicaban a precaverlos con celeridad, sin dejarlos agravarse o empeorarse por evitar una guerra. Sabían muy bien que una guerra en amago, al fin no se evita, sino que se dilata con gran ventaja siempre del enemigo. Ajustados a estos principios, decretaron prontamente la guerra contra Filipo y contra Antioco en Grecia, por no tener que defenderse de estos mismos soberanos en Italia. Es cierto que pudieron entonces no tenerla con ninguno de los dos; pero no quisieron tomar ese partido, ni seguir la máxima de ganar tiempo, que tanto recomiendan los sabios de nuestros días. Usaron unicamente de su prudencia y de su valor, porque, con efecto, el tiempo todo lo arrastra, y puede traer tras de sí tanto el bien como el mal, y el mal como el bien.

Volvamos ahora a la Francia y examinemos si en algún modo siguió los principios que acabamos de exponer. No hablaré de Carlos VIII, sino de Luis XII, que, por haber dominado más largo tiempo en Italia, nos dejó vestigios mejor señalados para que podamos llevar más adelante la observación de su conducta en la que echaremos luego de ver que hizo cabalmente lo contrario de lo que convenía para conservar un estado tan distinto del suyo.

Luis fue llamado a Italia por la ambición de los Venecianos que intentaban servirse de él para apoderarse de la mitad de la Lombardía. No reprobaré yo esta entrada del rey en Italia, ni el partido que entonces tomó; porque a la sazón, no teniendo amigos en aquel país, y habiéndole cerrado todas las puertas la mala conducta de su antecesor Carlos, tal vez le sería indispensable aprovecharse de aquella alianza que se le presentaba, para volver a entrar en Italia como quería; y hubiera sido favorable el éxito de su impresión, si hubiese sabido conducirse después. Con efecto, este monarca recobró al instante la Lombardía, y con ella el crédito que había perdido Carlos. Génova se sometió, los Florentinos desearon y obtuvieron su amistad, y todos los demás estados pequeños se apresuraron a pedírsela y como el marqués de Mantua, el duque de Ferrara, los Bentivoglios (señores de Bolonia) la condesa de Forli, los señores de Faenza, Pésaro, Rímini, Camerino, Piombino, y los de Luca, Pisa y Sena.

Entonces los Venecianos llegaron a conocer su imprudencia y el partido temerario que habían abrazado; como que, por adquirir dos plazas en Lombardía, daban al rey de Francia el dominio de las dos terceras partes de Italia.

Y ¿cuan fácilmente hubiera podido el rey, conociendo y sabiendo seguir las reglas anteriormente indicadas, mantenerse poderoso en Italia, y conservar y defender a sus amigos? Estos, aunque numerosos y fuertes, temían a la Iglesia y a los Venecianos, y debían por su propio interés mantenerse unidos a él: Luis podía también con sus socorros fortificarse fácilmente para rechazar a cualquiera otra potencia peligrosa.

Mas, apenas entró en Milán, siguió el sistema opuesto, dando socorro al papa Alejandro para invadir la Romanía. No conoció que, obrando así, se debilitaba a sí mismo; que se privaba de los amigos que se habían arrojado a sus brazos; y que engrandecía a la Iglesia añadiendo al poder espiritual, que le daba ya tanta fuerza, el temporal de un estado tan considerable. Cometida esta falta primera, tuvo luego necesidad de llevarla adelante hasta el punto de verse precisado a volver a Italia para poner límites a la ambición del mismo Alejandro, e impresión qué se apoderarse de la Toscana.

No contento con haber aumentado el poder de la Iglesia, y después de haber perdido sus aliados naturales con el deseo de enseñorearse del reino de Nápoles, hizo la locura de partirlo con el rey de España; y así, siendo él antes arbitro único de Italia, se creó en ella un rival, un concurrente, a quien pudiesen recurrir los descontentos y los ambiciosos; y pudiendo haber dejado en este reino un rey que hubiese sido tributario suyo, le echó de allí, para poner otro en su lugar con bastante poder para echarle a el mismo.

Es tan natural como común el deseo de adquirir, y los hombres más bien son alabados que reprendidos cuando pueden contentarlo; pero aquel que solo tiene deseos y carece de medios para adquirir, es un ignorante y digno de desprecio. Si el rey de Francia podía con sus propias fuerzas atacar al reino de Nápoles, debía hacerlo; pero, si no podía, a lo menos no lo debía dividir; pues, aunque el repartimiento de la Lombardía con los Venecianos merezca alguna excusa, porque estos le habían proporcionado el medio de entrar en Italia, el repartimiento de Nápoles solo merece censura, porque no había motivo que lo aconsejara.

Cometió, pues, el rey Luis cinco faltas absurdas en Italia: aumentó la fuerza de una potencia grande, y destruyo las potencias pequeñas, llamó a un extranjero muy poderoso; no vino a vivir en la Italia, ni hizo usó de las colonias. A pesar de estos errores, todavía hubiera podido sostenerse, a no haber prometido el sexto, que fue despojar a los Venecianos. Es verdad que, si no hubiera engrandecido el estado de la Iglesia, ni llamado a Italia a los Españoles, hubiera sido necesario debilitar los estados de Venecia; pero jamás debía consentir su ruina, habiendo tomado el primer partido. Manteniéndose los Venecianos poderosos, hubieran impresión que los otros soberanos formasen designios contra la Lombardía, ya porque no lo hubieran consentido, no pudiendo ellos mismos apoderarse de ella, ya porque no hubieran querido los otros quitársela a la Francia para dársela a aquellos, o que no fuesen tan audaces que vinieran a atacar a estas dos potencias.

Si se replica que el rey Luis cedió la Romanía a Alejandro VI y un trono a la España por evitar una guerra, responderé con lo que ya tengo dicho: que nunca debe dejarse empeorar un mal por evitar una guerra, pues al cabo no se evita, y solamente se dilata en daño propio. Si alegan otros la promesa que Luís había hecho al papa de concluir por él esta impresión, con la condición de que quitaría todo el impedimento para su matrimonio por medio de una dispensa, y que daría el capelo al arzobispo de Ruan; mi respuesta se halla en un artículo inmediato, donde hablaré de la palabra del príncipe y de como debe guardarla.

Perdió, pues, el rey Luis la Lombardía, por no haber observado ninguna precaución de aquellas que toman otros al apoderarse de una soberanía que se quiere conservar. Nada menos extraño que semejante suceso, y nada al contrario más natural, más regular y consiguiente. Del mismo modo me expliqué en Nantes con el cardenal de Amboise, cuando el duque de Valentino (así era llamado comúnmente el hijo del papa Alejandro) ocupaba la Romanía. Diciéndome este cardenal que los Italianos hacían la guerra sin conocimiento, le respondí que los Franceses no entendían maldita la cosa de política, porque, entendiendo algo, jamás hubieran consentido que la Iglesia llegase a semejante estado de grandeza. Luego se ha visto palpablemente que el acrecentamiento de esta potencia y el de la España en Italia, se le debe a la Francia; y no proviene de otra causa la ruina de la misma Francia en Italia. De aquí se deduce una regla general que nunca o rara vez falla, y es la siguiente: El príncipe que procura el engrandecimiento de otro labra su ruina, porque claro está que para ello ha de emplear sus propias fuerzas o su habilidad, y estos dos medios que ostenta, siembran celos y sospechas en el ánimo de aquel que por ellos ha llegado a ser más poderoso.

Capítulo IV

Porqué el reino de Darío, conquistado por Alejandro, no se levantó contra los sucesores de este después de su muerte.


Cuando se consideran las dificultades que se encuentran para conservar un estado recientemente conquistado causa generalmente admiración ver que el impresión del Asia, del que se hizo dueño en pocos años Alejandro el Grande, habiendo muerto este tan pronto que apenas tuvo tiempo para tomar posesión de él, no padeció una revolución completa. Se mantuvieron, no obstante, sus sucesores en aquel estado, sin experimental más dificultad para conservarlo, que la que entre ellos mismos produjo su propia y particular ambición.

Yo responderé a esto, que todos los principados de que se conserva alguna noticia por la historia, han sido gobernados de dos diferentes modos: o por un príncipe absoluto, ante el cual fueron esclavos todos los demás hombres, y a quienes se concediera, como ministros y por una gracia especial, la facultad de que le ayudasen a gobernar su reino; o por un príncipe y por los grandes de aquel mismo estado, no gobernando estos últimos por favor particular del primero, sino solamente en virtud de un favor inherente a la antigüedad de su familia, y teniendo también señoríos y vasallos particulares que les reconocieran por sus dueños, y les consagraran una devoción personal.

En los países gobernados por un príncipe y por esclavos, tiene el príncipe infinitamente mucha más autoridad; porque, con efecto, nadie reconoce en sus estados otro soberano más que a él; y aun cuando obedezcan a otros individuos, lo hacen como a ministros u oficiales del primero, sin tenerles afecto particular. La Turquía y la Francia nos presentan en el día ejemplos de estas dos especies de gobierno. Toda la monarquía turca se gobierna por un señor, en cuya presencia son esclavos todos los demás hombres: divide, pues, su reino en diferentes provincias, y a cada una envía administradores, mudándoles o quitándoles a su arbitrio; pero el rey de Francia se ve rodeado de una multitud de personas ilustres por la antigüedad de su familia, que tiene vasallos que la reconozcan y estimen como a su señora, y que disfruta en suma de varias prerrogativas que el rey mismo no podría quitarles sin correr algún riesgo.

Si queremos examinar estas dos soberanías, veremos que se necesita vencer grandes dificultades para apoderarse de un reino gobernado como la Turquía; pero que tampoco hay cosa tan fácil como conservarlo, una vez conquistado. Ciertamente es dificultoso apoderarse de un estado semejante, porque cualquiera que lo intente, no podrá contar con que le llamen los grandes de aquel reino, ni aguardar a que se rebele, ni confiar en los socorros que le prestarán los que al lado del príncipe; por la sencilla razón, que ya hemos dicho al tratar de la organización de tales estados. Como en efecto, todos son esclavos del príncipe y allegados suyos, es dificultoso corromperles; y aun cuando se les ganase, se conseguiría poca ayuda, no pudiendo los mismos inclinar al pueblo a su partido por las razones que dejamos manifestadas. Y así cualquiera que acometa a los Turcos entienda que ha de encontrarles unidos, y más bien ha de hacer la cuenta con sus propias fuerzas, que con la facilidad que le proporcionaría la división de ellos. Pero, una vez vencidos y derrotados sus ejércitos, en términos que no pudieran volver a reponerse, ya no habría que temer más que a la familia del príncipe, extinguida la cual, no quedaría otra entre las demás del estado que tuviese crédito para con el pueblo; y del mismo modo que el vencedor nada podría esperar de ellas antes del combate, tampoco podría temer nada después de la victoria.

Todo lo contrario sucede en reinos gobernados como la Francia: en ellos se puede entrar fácilmente, una vez ganados algunos grandes, encontrándose siempre descontentos y personas que deseen una mudanza. Estos, pues, abrirán las puertas y facilitarán la conquista del estado; pero, queriendo luego conservarlo, se experimentarán infinitas dificultades, tanto de parte de los conquistados, como de los que prestaron auxilio. No basta aquí extinguir la familia del príncipe, porque quedan después los grandes del estado, que se hacen cabeza de partidos nuevos; y como ni es posible contentarles ni destruirles, fácilmente se pierde la conquista a la primera o más mínima ocasión.

Ahora pues, considerando de qué naturaleza era el gobierno de Darío, le encontramos semejante al del Turco. Alejandro tuvo que acometerlo por todas partes hasta enseñorearse del territorio; pero, una vez vencido y muerto Dario, quedó el estado en poder del conquistador, sin que debiera temerse su pérdida por las razones que ya hemos apuntado. Con la misma tranquilidad lo hubieran poseído sus sucesores habiendo estado unidos, porque efectivamente no se vieron más alborotos en este impresión que los que ellos mismos suscitaron.

No se espere una posesión tan quieta de estados gobernados como la Francia. Los frecuentes levantamientos de la España, de las Galias y de la Grecia contra los Romanos provenían todos del gran número de reyezuelos que había en estos países. Mientras subsistieron semejantes señores, fue para los Romanos inestable y peligrosa la posesión de este territorio; pero, una vez destruidos, y borrada hasta la memoria de su poder, fijaron los Romanos su dominio valiéndose de sus propias fuerzas, a medida que los naturales fueron acostumbrándose a su impresión.

Cuando los Romanos batallaban unos contra otros en aquellas provincias, cada partido, según la autoridad que hubiera ejercido en ellas, podía contar fácilmente con su auxilio, porque, acabada la familia delos señores territoriales, no reconocían las mismas otro dominio que el de los Romanos. Reflexionando, pues, sobre todas estas diferencias, nadie se admirará de la facilidad con que Alejandro conservó los estados del Asia que conquistó, ni de las dificultades que experimentaron otros conquistadores, como Pirro, en conservar sus conquistas: lo que no debe atribuirse a la buena o mala conducta del vencedor, sino a la diferencia de gobierno de los dominios conquistados.

Capítulo V

Como han de gobernarse las ciudades o principados que, antes de ser conquistados, se regían por sus propias leyes.


Tres medios tiene el conquistador para conservar los estados adquiridos en que concurren las circunstancias ya explicadas, y que están acostumbrados a gobernarse por sus leyes particulares, bajo un gobierno liberal: el 1.° es destruirlos; el 2.° fijar su residencia en ellos; el 3.º dejarles sus leyes, exigirles un tributo y constituir un gobierno, compuesto de corto número de personas de confianza que mantengan en paz el país. Este gobierno, recién creado por el príncipe, sabe que no puede subsistir sin su poder y favor, y por consiguiente tiene interés en emplear esfuerzos de todas clases para mantenerse en la posesión del territorio. Se logra también mucho más fácilmente conservar una ciudad acostumbrada a gobernarse por sus propias leyes, destinando para su gobierno un corto número de sus propios ciudadanos, que por cualquier otro medio. Los Lacedemonios y los Romanos nos han dejado ejemplos de estos diferentes modos de contener a un estado.

Los primeros gobernaron a Atenas y a Tebas, estableciendo un gobierno compuesto de pocos: sin embargo, volvieron a perder estas dos ciudades.

Los Romanos para asegurarse de Capua, de Cartago y de Numancia, las destruyeron, y volvieron a perderlas.

Quisieron, por el contrario, poseer la Grecia, como la habían poseído los Espartanos, concediéndole su libertad y dejándole sus leyes; pero nada adelantaron por este medio, y al cabo se vieron en la precisión de destruir muchas ciudades de aquella provincia para sujetarla; como que no hay ciertamente otro arbitrio más seguro.

Cualquiera, pues, que llegue a hacerse dueño de una ciudad acostumbrada a gozar de su libertad, y no la destruya, debe temer que será destruido por ella. Le servirá de bandera en todas sus revoluciones el recuerdo de sus antiguos fueros y el grito de la libertad, que no se borra con el trascurso del tiempo ni por recientes beneficios: de manera que, por más precauciones que se tomen, no dividiendo o dispersando a los habitantes, nunca se desarraigará de su corazón, ni soltará su memoria el nombre de libertad, y la inclinación a sus antiguas instituciones; estando por lo mismo prontos todos a reunirse para recobrarla con la más ligera ocasión. Buen ejemplo de esto nos presenta Pisa, después de haber vivido tantos años bajo el yugo de los Florentinos.

Pero cuando las ciudades o las provincias están acostumbradas a vivir sujetas a un príncipe, cuya dinastía se halla extinguido, como ya se hallan acostumbradas a la obediencia, y por otra parte privadas de su soberano legítimo, no son capaces de avenirse para elegir otro nuevo, ni tienen disposición para llegar a proclamarse libres; siendo, por consiguiente, más lentas y remisas en tomar las armas, y presentando al príncipe nuevo más medios de granjearse su amor, al paso que afianza la posesión del territorio.

En las repúblicas es, por el contrario, más fuerte y activo el aborrecimiento, y más vivo el deseo de venganza; y la memoria de su libertad antigua no les deja ni puede dejar un solo momento tranquilo, de suerte que los medios más seguros de conservarlas son, o destruirlas, o fijar en ellas su residencia.

Capítulo VI

De los nuevos estados que un Príncipe adquiere por su valor y por sus propias armas.


No se extrañe que en la relación que voy a hacer de los principados nuevos, del príncipe y del estado, me valga solamente de los ejemplos que ofrecen las personas más célebres. Casi siempre caminan los hombres por sendas trilladas antes por otros, y casi no obran por sí sino por imitación; pero como esta no puede ser exacta en un todo, ni suele ser posible llegar a la altura de aquellos que se toman por modelos, el hombre sabio debe únicamente seguir los caminos que abrieron otros, tenidos por superiores, e imitar bien a los que han sobresalido, a fin de que, si no se consigue igualarles, se le acerque a lo menos en alguna cosa. Cada uno, pues, deberá portarse como el ballestero prudente, que, cuando advierte que el blanco a que dirige sus tiros, se halla demasiado distante, considera la fuerza de su arco y apunta más alto que el blanco, con el objeto de llegar siquiera a tocarlo.

Paso ahora a decir que las dificultades mayores o menores que se experimentan para mantenerse en un principado absolutamente nuevo, dependen mucho de las prendas personales del que lo ha adquirido; así como llegar a ser príncipe desde simple particular, supone antes, o mucha fortuna, o gran talento, y con uno de estos dos medios debe allanarse la mayor parte de las dificultades. Sin embargo, se ha visto también sostenerse mejor aquel que ha contado menos con su fortuna; y tampoco hay duda de que proporciona ventajas al príncipe que no tenía otros estados el venir a domiciliarse en aquel de que se ha hecho Soberano.

Si hemos de hablar de los que llegaron a ser príncipes por su valor o por su talento, deben citarse en primer lugar Moisés, Ciro, Rómulo, Teseo, etc.; pues, aunque parece al pronto que no debería hacerse mención de Moisés, porque no fue más que el ejecutor de las órdenes del cielo, merece, no obstante, nuestra admiración, por haber sido escogido por Dios para manifestar su voluntad a los hombres.

Si examinamos con atención la conducta de Ciro y de otros que adquirieron o fundaron reinos, la hallaremos digna de todo elogio; y se advertirá también que la dirección que siguió cada uno de ellos, no era diferente de la de Moisés, aunque este tuvo tan grande maestro. Su vida y sus acciones probarán también que toda su fortuna consistió en presentárseles una ocasión favorable para introducir la forma de gobierno que parecía más conveniente a sus nuevos estados, y en haberse sabido aprovechar de ella. Hubieran sido inútiles su valor y talento, si no se les hubiese presentado la ocasión de emplearlos, o si la hubieran malogrado por falta de las prendas personales correspondientes.

Era muy necesario, pues, que Moisés encontrara a los israelitas esclavos en Egipto, y aun oprimidos por los naturales de aquel país, para disponerlos a que le siguieran, por salir de esclavitud. Era necesario también que no encontrara Rómulo quien le criara en Alba, y que fuese abandonado desde su nacimiento, para que pudiese llegar a ser rey de Roma, fundando esta ciudad, que hizo patria suya. Ciro debió encontrar a los Persas mal contentos con el impresión de los Medos, y a los Medos afeminados por una larga paz. Últimamente, Teseo no hubiera podido dar muestras de su valor a no haber hallado dispersos a los Atenienses. Estas ocasiones son las que proporcionaron a aquellos hombres ilustres el buen éxito de sus empresas, y de las que supo su talento aprovecharse para que hicieran célebre su patria y la engrandecieran.

Los que llegan al rango eminente de príncipes por medios semejantes a los de estos héroes, adquieren la soberanía superando arduas dificultades; pero la conservan también sin trabajo. Las dificultades que experimentan, nacen en parte de las mudanzas que necesitan introducir para establecer su gobierno, y afianzar la seguridad de su dominio; como que nada es más difícil, ni de éxito tan dudoso y arriesgado en la práctica como la introducción de leyes nuevas. Aquel que la emprende tiene por enemigos a cuantos se hallaban bien con las leyes antiguas, y no puede contar sino con aquellos a quienes las nuevas serían ventajosas: defensores débiles, cuya tibieza nace en parte del miedo de sus contrarios, a quienes asiste el poderoso influjo del antiguo orden de cosas, y en parte de la incredulidad de los hombres, que naturalmente desconfían de toda mudanza, mientras no la ha confirmado una larga experiencia. De aquí se sigue que siempre que los enemigos del nuevo orden tienen ocasión de oponerse a él, forman partido, y los otros defienden el suyo con flojedad; de suerte que el príncipe se expone a tantos riesgos por la calidad de sus enemigos, como por la de sus defensores.

Para apurar esta cuestión conviene examinar si estos innovadores pueden intentar las mudanzas por sí mismos, o si dependen de otro: quiero decir si, para llevar adelante sus proyectos, tienen que emplear el medio de la persuasión o tienen sin ella la fuerza necesaria para forzar su voluntad. En el primer caso jamás salen con su intento; pero, siendo temibles e independientes, rara vez dejarán de conseguirlo.

De aquí proviene que triunfaran todos los profetas armados, al paso que decayesen los inermes: la causa de esto no solo se explica por las razones indicadas, sino que dimana del carácter voluble de los pueblos, tan pronto a decidirse por una opinión nueva, como flojos para mantenerse en ella; de forma que es necesario tomar disposiciones para forzar al pueblo a que crea desde el momento en que principia a no creer. Moisés, Ciro, Teseo y Rómulo, estando desarmados, no hubieran podido conseguir que durase mucho tiempo la observancia de sus constituciones: como le ha sucedido cabalmente en nuestros días al reverendísimo Jerónimo Savenarola, que vio caer por tierra sus proyectos, al momento en que, perdiendo la confianza de la multitud, le faltaron medios para obligarla a mantenérsela, y para inspirársela a los más incrédulos. Grandes obstáculos, en verdad, y frecuentes peligros experimentaron los primeros, necesitando para superarlos mucho talento y mucho valor; más, una vez allanadas estas dificultades, se principia a adquirir cierta veneración, cae desalentada la envidia, y el poder y la honra se arraigan y fortalecen.

Después de presentados los ejemplos que ofrece la historia de personas tan ilustres, me ceñiré a citar otro, en la realidad menor, pero que tiene analogía con los precedentes, y es el del siracusano Hierón. De simple particular llego a ser príncipe de Siracusa, y no debió su fortuna sino a haber sabido aprovecharse de una ocasión. En efecto, hallándose muy apretados los Siracusanos, le tomaron por capitán, y mereció luego ser su príncipe, por haber sido tal su conducta privada, que cuantos han escrito de el, dicen que no le faltaba más que un reino para reinar dignamente. Reformó la milicia antigua, y organizó otra enteramente nueva; rompió las alianzas antiguas, contrayendo otras más convenientes; y como podía contar con sus amigos y con sus soldados, le fue fácil sentar sobre semejantes cimientos su fortuna; de manera que, habiéndole costado mucho trabajo adquirir, pudo costarle muy poco la conservación de lo adquirido.

Capítulo VII

De los principados nuevos que se adquieren con las fuerzas de otro o por un efecto de buena fortuna.


Poco trabajo cuesta conseguir un principado a aquellos que de simples particulares son levantados a él por especial favor de la fortuna, y sin presentar el menor obstáculo; pero, si han de conservarle después de alcanzado, tendrán que vencer muchas y grandes contrariedades. En este caso se hallan los que adquieren un estado, o por medio de dinero, o por gracia de aquel que se les concede, como sucedió a las personas que constituyó Dario por soberanos en ciudades griegas de la Jonia y del Helesponto, atendiendo a su propia gloria y mayor seguridad; y como lo fueron en Roma los simples militares que se elevaban al impresión sobornando a los soldados. Todos estos se sostienen únicamente por la fortuna y por la voluntad del que los ensalza: dos fundamentos tan mudables como poco seguros; además que ni ellos saben, ni pueden mantenerse en semejante dignidad. No saben, porque cualquiera que ha vivido como particular, ignora por lo común el arte de mandar, a no ser hombre de muy señalado talento o de un espíritu muy superior: tampoco pueden mantenerse en aquel rango, porque carecen de tropas con cuyo afecto y fidelidad puedan contar. Por otra parte, los estados que se forman tan repentinamente, a semejanza de todo cuanto en la naturaleza nace y crece con igual prontitud, no arraigan ni se consolidan de manera que puedan resistir el embate del primer viento contrario, o de la primera tempestad que sobrevenga; a menos que, como ya hemos dicho, no se hallen bien adornados de grandes prendas y de una fuerza de ingenio sobresaliente para valerse de los medios propios de conservar lo que les ha concedido la fortuna; y que después de ser príncipes, busquen y encuentren aquellos apoyos que los otros procuran adquirir antes de llegar a serlo.

Sobre estos dos modos de ascender a la soberanía, o por un efecto de la fortuna, o por el talento, quiero proponer dos ejemplos de nuestros días, a saber, el de Francisco Esforcia y el de Cesar Borja.

El primero, por medios legítimos y por su grande habilidad, llegó a ser duque de Milán, y conservó sin mucho trabajo lo que tanto le había costado adquirir.

Cesar Borja, llamado comúnmente el duque de Valentino, logró una soberanía por fortuna de su padre, y la perdió luego que le faltó este; aunque empleó todos los medios de que puede valerse un hombre hábil y prudente para conservarla, y no omitió nada de lo que deben hacer aquellos que adquieren estados nuevos por las armas o la fortuna de otro, tratando de mantenerse en la posesión.

Posible es, sin duda, al hombre de superior mérito, que aun no ha sentado los cimientos de su poder, fijarlos después de haberlo adquirido; pero esto no se hace sino a costa de mucho trabajo por parte del arquitecto y de grandes peligros por la del edificio. Si se quiere examinar la carrera y progresos de la fortuna del duque de Valentino, se verá lo que tenía hecho para cimentar su poder futuro; y este examen no será superfluo, porque no acertaría yo a proponer a un príncipe nuevo otro modelo más digno de ser imitado que el mismo duque. Si este, pues, a pesar de todas las medidas que tenía tomadas no consiguió su intento, mas fue por un efecto de su mala suerte, constante en serle contraria, que por culpa suya.

Cuando Alejandro VI quiso dar a su hijo una soberanía en Italia, debió luego experimental grandes obstáculos, y prever que serían mayores en lo sucesivo. No encontraba al pronto medio alguno de hacerle soberano de un estado que no perteneciese a la Iglesia, y sabía también que cualquiera de ellos que determina desmembrar, no lo consentirían el duque de Milán ni los Venecianos; como que Faenza y Rimini, en que fijó al principio la atención, estaban ya bajo la protección de Venecia. Veía además que las armas de Italia, y especialmente aquellas de que hubiera podido servirse, se hallaban en manos de los Orsinis, los Colonnas y sus partidarios, con quienes no podía contar, porque temían el engrandecimiento del papa.

Era indispensable, pues, destruir este orden de cosas y trastornar los estados de la Italia para apoderarse de la soberanía de una parte; lo que no fue difícil. Los Venecianos habían resuelto por otros motivos llamar a los Franceses a Italia; proyecto a que no se opuso el papa, antes bien lo favoreció, prestándose a anular el primer matrimonio de Luis XII. Entra, pues, este rey en Italia, ayudado por los Venecianos y con el consentimiento de Alejandro; pero, apenas había llegado a Milán, consiguió el papa que le diese tropas para apoderarse de la Romania, y así se hizo dueño de ella a favor de la reputación de las armas del rey su aliado.

Habiendo el duque adquirido por este medio la Romanía y abatido a los Colonnas, quería a un tiempo conservar su principado y aumentarlo; pero no tenía confianza en las tropas de los Orsinis de que se había servido, ni estaba muy seguro de la voluntad de la Francia; por lo que temía que las fuerzas le faltasen al mejor tiempo, y que no solo le estorbaran para llevar adelante sus proyectos de engrandecimiento, sino que le quitasen también lo que tenía conquistado.

Los mismos recelos le inspiraba la Francia que los Orsinis: estos le dieron una prueba del poco caudal que debía hacer de ellos, cuando, después de la toma de Faenza, atacó a Bolonia, y vio que se portaron con flojedad; y en cuanto a la primera, pudo juzgar de sus intenciones el duque, cuando, ya tomado el ducado de Urbino, hizo una invasión en Toscana, de la que el rey le obligó a desistir. Puesto en esta situación, resolvió el duque que no obraría en adelante con dependencia de la fortuna o de las armas de otro.

Comenzó su impresión debilitando el partido de los Orsinis y de los Colonnas en Roma, y atrayendo al suyo todos los nobles unidos a estas dos casas, cuya voluntad iba ganando, ya con dinero, ya con la provisión de gobiernos y empleos, según la clase de cada uno; de forma que en pocos meses se les entibió la devoción que tenían a los primeros, y se la consagraron enteramente al duque. Ya que con mucha facilidad y destreza había dispersado a los Colonnas y atraídolos a sí, aguardó ocasión oportuna para perder a los Orsinis. Mas, conociendo estos, aunque algo tarde, que el poder del duque y el de la Iglesia producirían su ruina, celebraron una dieta en Majiona del Perusino, de la cual resultaron luego la rebelión de Urbino, los alborotos de la Romania y peligros innumerables que corrió la persona del duque, y de que se libró con el auxilio de los Franceses. Con todo eso no quiso volverse a fiar de ella ni de ninguna otra fuerza extranjera, luego que pudo dar cierta consistencia a sus negocios: a fin de no arriesgar nada en adelante, empleó únicamente la astucia; y de tal manera supo disimular sus intenciones, que los Orsinis llegaron a reconciliarse con él por la mediación del señor Paolo. No hubo obsequio que no prodigara para ganarlos; les regalaba vestidos ricos, dinero, caballos, y ellos fueron tan simples que se dejaron engañar hasta venir a caer en sus manos en Sinigaglia. Quedando, pues, exterminados los jefes de esta familia, y luego reducidos a buena amistad sus mismos partidarios, el duque fijó su poder sobre cimientos más sólidos, porque, no solo poseía ya toda la Romania y el ducado de Urbino, sino que de tal modo se había ganado el afecto de los pueblos de estos dos estados, y especialmente el del primero, que se hallaban muy contentos con su gobierno. Es muy digna de atención esta última circunstancia; y mereciendo por ella el duque ser imitado, no quiero pasarla en silencio.

Luego que se apoderó de la Romania, vio que había estado manejada por una infinidad de principillos, que se habían empleado en robar a sus súbditos más bien que en gobernarlos; y que, no teniendo fuerzas para protegerlos, más bien habían contribuido a perturbarlos, que a mantenerlos en paz. Hallábase así aquel país infestado de salteadores, despedazado por facciones y entregado a todo género de desórdenes y excesos. Conoció al instante que era necesario un gobierno vigoroso para restablecer la tranquilidad y el orden, y para someter los habitantes a la autoridad del príncipe. Puso para esto por gobernador a Ramiro de Orco, hombre cruel, pero activo, concediéndole facultades ilimitadas. Apaciguó Ramiro en poco tiempo los alborotos, concilió todos los partidos, y se granjeó la reputación de pacificador del país. Sin embargo, muy pronto reconoció el duque que ya no era necesario emplear tanto rigor, y que convenía más templar una autoridad tan exorbitante que hubiera llegado a ser odiosa. A este fin estableció un tribunal civil en el centro de la provincia, presidido por un hombre estimado generalmente, y dispuso que cada ciudad enviase allá su procurador o abogado. Conocía bien que las crueldades de Ramiro le habían acarreado algún aborrecimiento; y para purificarse de todo cargo ante los ojos del pueblo, ganando su amor, determinó manifestar que no debían imputársele las crueldades cometidas, sino atribuirse todas al feroz carácter de su ministro. En seguida se aprovechó de la primera ocasión favorable que tuvo, y una mañana mandó hender de arriba abajo a Ramiro, y que se pusiera su cuerpo sobre un palo, en medio de la plaza de Cesana, con un cuchillo ensangrentado junto a él. El horror de semejante espectáculo dejó contentos los ánimos enconados, al paso que los llenó de espanto y de un frio estupor.

Pero volvamos a nuestro asunto. Encontrábase ya el duque muy poderoso y en gran parte exento del temor de sus enemigos, habiendo empleado contra ellos las armas que le parecieron más convenientes, y destruido los vecinos poderosos que podían ofenderle. Faltábale únicamente, para asegurar la posesión de sus conquistas y poder aumentarlas, ponerse en estado de no temer al rey de Francia; pues sabia muy bien que este príncipe sufriría su engrandecimiento, habiendo reconocido, aunque tarde, el yerro que había cometido. Con este fin procuró formar nuevas alianzas, al tiempo que se dirigían los franceses a Nápoles contra los españoles, que sitiaban a Gaeta. Era su intento fortificarse contra aquellos, como sin duda lo hubiera logrado si aun hubiese vivido Alejandro VI.

Tal fue su conducta en la provisión de los negocios presentes; pero aun debía temer otros muchos peligros para lo venidero, como era el que le fuese contrario el papa nuevo y procurara quitarle lo que le había dado Alejandro su padre. Trató, pues, de ponerse a cubierto de semejantes peligros, y para esto en primer lugar acabó con el linaje de todos los señores a quienes había despojado de sus dominios, quitando así al papa futuro un pretexto y los auxilios que aquellos hubieran podido suministrarle, para que le despojase a él mismo. En segundo lugar, procuró granjearse la afición de todos los nobles de Roma, a fin de valerse de ellos para contener al papa en su misma capital. En tercer lugar introdujo en el sacro colegio a cuantas hechuras suyas pudo; y por último adquirió tantos estados, tanta soberanía y poder, antes que muriese su padre, que se hallaba ya fuerte y prevenido para resistir el primer asalto que se le diera.

Al tiempo de la muerte de Alejandro, había ya el duque empleado con buen éxito tres de estos cuatro medios, y lo tenia todo dispuesto para valerse igualmente del último. Había quitado la vida a la mayor parte de los señores que dejaba despojados, libertándose muy pocos de sus manos; tenia ganada la voluntad de los nobles de Roma, y grande partido en el colegio de los cardenales; y en cuanto a sus adquisiciones, pensaba hacerse dueño de la Toscana, estando ya en posesión de Perusa y Piombino, y faltándole únicamente la formalidad de tomar la de Pisa, que se había puesto bajo su protección. Tampoco tenia ya que contemplar a los franceses; pues habían sido lanzados del reino de Nápoles por los españoles, y cada uno de estos dos pueblos tenia que solicitar su amistad. Echándose sobre Pisa, Luca y Sena, no podían menos de ceder muy pronto, en parte por odio de los Florentines, y en parte por miedo; y los Florentines no podían defenderse, estando faltos de fuerzas. Si todos estos proyectos hubieran podido estar ejecutados al fallecimiento de Alejandro, no hay duda que el duque hubiera tenido bastante fuerza y consideración para sostenerse por sí mismo, e independientemente de la fortuna y del poder de otro.

Cinco años después que el duque había desenvainado la espada, murió Alejandro dejándole únicamente bien consolidado en el estado de la Romania, y todas sus demás conquistas en el aire entre dos potencias armadas. Hallábase también Borja a la sazón atacado de una enfermedad mortal; y con todo era tanta su habilidad, tan distinguido su valor, y sabia tan bien que hombres debía destruir y cuales atraer a su amistad; en fin, supo en tan poco tiempo asentar su poder sobre cimientos tan sólidos, que, a no haber tenido delante dos ejércitos enemigos, o si hubiese estado bueno, no hay duda que hubiera vencido todas las demás dificultades. La prueba de que sus principios eran muy seguros está en que por más de un mes se le mantuvo fiel y tranquila la Romania; y en que, aun estando medio muerto, nada tuvo que temer de parte de Roma, ni se atrevieron a perseguirle los Baglioni, los Vitelli y los Orsini, sin embargo de que se trasladaron a la misma ciudad. Consiguió, a lo menos, que, ya que no fuese electo papa el cardenal que él quería, tampoco lo fuese aquel que de ningún modo le acomodaba: en fin, todo le hubiera sido muy fácil, no habiéndose hallado enfermo al tiempo que murió Alejandro. Díjome el día mismo que fue electo pontífice Julio II, que había reflexionado mucho en todo lo que podría ocurrir a la muerte de su padre, buscando algún remedio acomodado a cada incidente; pero que nunca le había ocurrido que él propio podría hallarse en peligro de perder la vida cuando su padre muriese.

Resumiendo todas las acciones del duque, no encuentro falta alguna que imputarle, y me parece que puedo, como lo he hecho, proponerle por modelo a todos aquellos que, por la fortuna o por las armas de otro, hayan ascendido a la soberanía con miras grandes y proyectos todavía mayores. Su conducta no podía ser mejor; y el único tropiezo que encontraron sus designios fue la muerte demasiado temprana de Alejandro, y la enfermedad que a la sazón él mismo padecía.

A cualquiera, pues, que juzgue serle necesario en un señorío nuevo asegurarse de la fe de sus enemigos, adquirir partidarios, vencer o por la fuerza, o por la astucia, hacerse amar y temer de los pueblos, hacerse seguir y respetar por el soldado, destruir a todos los que pudieren o debieren causarle daño, sustituir leyes nuevas a las antiguas, ser a un tiempo severo y benigno, magnánimo y liberal, deshacerse de una milicia en que no pudiera tener confianza y formar otra nueva, conservar la amistad de los príncipes y de los reyes, de modo que deseen hacerle bien y teman tenerle por contrario; de todo esto, digo, no puede ofrecerse un ejemplo más reciente ni más acabado que el que presenta Cesar Borja, a lo menos hasta la muerte de su padre.

Solamente es reprensible este duque en cuanto a la elección de Julio II para el pontificado. Verdad es, como ya hemos dicho, que no pudo hacer que recayese el nombramiento en la persona que quisiera; pero a lo menos pudo lograr y debió querer que se excluyese a la que no le convenía, pues por ningún título debió consentir la exaltación de cualquiera de aquellos cardenales a quienes tenia ofendidos, y que, llegando a ser pontífices, todavía podrían temerle, porque los hombres nos ofenden, o por odio o por miedo. Los cardenales a quienes el duque debía temer por haberles ofendido, eran entre otros el de san Pedro Advíncula, el de de Colonna, san Jorge y Ascanio. Todos los demás que pudieran haber sido electos, tenían motivos también para temerle, excepto el cardenal de Amboise, harto poderoso por la protección de la Francia y los españoles, que se hallaban unidos a él por relaciones de parentesco y de mutuos servicios.

Debió el duque desde luego haber procurado que se nombrase un español; y habiéndolo conseguido, le era más conveniente haberse prestado a favorecer el nombramiento del arzobispo de Ruan, que del cardenal de san Pedro Advíncula; pues es un error creer que se olvidan las ofensas antiguas por los beneficios recientes entre las personas de primer orden. No hay duda que en esta elección cometió el duque una falta gravísima, que ocasionó después su propia ruina.

Capítulo VIII

De aquellos que se han elevado a la soberanía por medio de maldades.


Paréceme conveniente ahora hablar de otros dos modos que hay de adquirir la soberanía, independientes en parte de la fortuna y del mérito, sin embargo de que el examen de uno de ellos ocuparía un lugar más propio en el artículo de las repúblicas. El primero consiste en ascender a la soberanía por medio de alguna gran maldad; y el segundo se efectúa cuando un simple particular es elevado a la dignidad de príncipe de su patria por el voto general de sus conciudadanos. Dos ejemplos del primer caso voy a citar, el uno antiguo y el otro moderno, los cuales sin más aprecio ni examen, podrán servir de modelo a cualquiera que se halle en la necesidad de imitarlos. El siciliano Agatocles, que de simple particular de la más ínfima extracción subió al trono de Siracusa, y siendo hijo de un alfarero fue dejando señales de sus delitos en todos los pasos de su fortuna; se portó, no obstante, con tanta habilidad, con tanto valor y energía de alma, que, siguiendo la carrera de las armas, pasó por todos los grados inferiores de la milicia y llegó hasta la dignidad de pretor de Siracusa. Luego que subió a un puesto tan elevado, quiso conservarlo, desde allí alzarse con la soberanía, y retener por la fuerza y con absoluta independencia la autoridad que voluntariamente se le había concedido. Para este fin Agatocles, estando antes de inteligencia y concierto con Amílcar, que mandaba a la sazón el ejército de los cartagineses en Sicilia, juntó una mañana al pueblo y senado de Siracusa, con el pretexto de conferenciar sobre los negocios públicos; y a una cierta señal, hizo a sus soldados degollar a todos los senadores y a los más ricos del pueblo: muertos los cuales se apoderó sin trabajo de la soberanía, y la disfrutó sin la menor oposición de parte de los ciudadanos. Derrotado luego dos veces por los cartagineses, y sitiado finalmente por los mismos en Siracusa, no tan solo se defendió allí, sino que, dejando en la ciudad una parte de sus tropas, pasó al África con las otras; y de tal modo apretó a los cartagineses, que se vieron muy pronto obligados a levantar el sitio, y en tanto apuro que hubieron de contentarse con el África, abandonándole definitivamente la Sicilia.

Si se examina la conducta de Agatocles, muy poco o nada se encontrará que pueda atribuirse a la fortuna; porque ni llegó a la soberanía por favor de nadie, sino pasando sucesivamente, como ya he dicho, por todos los grados militares, a costa de mil contratiempos, ni se sostuvo en ella sino en fuerza de una multitud de acciones tan peligrosas como esforzadas. Tampoco podría decirse que fuera virtuoso un hombre que degolló a sus conciudadanos, que se deshizo de sus amigos, que no guardó fe, ni tuvo piedad ni religión; medios todos que acaso podrán conducir a la soberanía, pero de ningún modo a la gloria.

Mas, si por otra parte consideramos la intrepidez de Agatocles en arrostrar los peligros, y su habilidad para salvarse de ellos, la firmeza y robustez de su ánimo para sufrir o superar la adversidad, no se encuentra razón para que se le excluya del número de los capitanes más célebres; sin embargo de que su inhumanidad, su crueldad feroz y los delitos innumerables que cometió tampoco permitan que se le cuente entre los hombres grandes. Lo cierto es que no pudiera atribuirse a su virtud ni a su fortuna todo lo que llegó a conseguir sin ellas.

Oliveroto de Fermo, en nuestro tiempo, y viviendo todavía el papa Alejandro VI, se quedó en la niñez huérfano de padre y madre: criole su tío materno Juan Fogliani, quien le encomendó a Pablo Vitelli para que le enseñara el arte de la guerra y le hiciera llegar a un grado distinguido. después de muerto Pablo, sirvió bajo el mando de su hermano Vitellozo, y por su habilidad y valor fue en muy poco tiempo el primer capitán de aquel ejército. Sonrojándose luego de servir y de hallarse confundido con el vulgo de los oficiales, pensó en apoderarse de Fermo, su patria, con el auxilio de Vitellozo y de otros ciudadanos que malamente preferían la esclavitud a la libertad de aquel país. Escribió, pues, a Juan Fogliani diciéndole que, por haber estado largo tiempo ausente de su casa, quería pasar a visitarle y a ver al mismo tiempo su país, que en cierto modo podía reconocer como patrimonio suyo; que, habiendo trabajado tanto por granjearse alguna reputación, deseaba también que sus conciudadanos se convenciesen por sí mismos de que no había malgastado el tiempo, y por consiguiente quería presentarse a ellos con cierta brillantez, acompañado de cien jinetes, amigos suyos, y de algunos servidores; que para hacer más suntuoso su recibimiento, le suplicaba que indujese a los principales habitantes de Fermo a que le saliesen al encuentro, cuyo acto no solo le serviría a él de placer, sino que cedería igualmente en honra de su tío que había cuidado tanto de darle educación.

Desempeñó exactamente Juan Fogliani los encargos de su sobrino, disponiendo que los habitantes de Fermo le recibieran con la mayor distinción, y hospedándole en su casa. Empleó allí un día Oliveroto en preparar lo que necesitaba para el éxito favorable de sus culpables designios, y con este fin dispuso puso un magnífico banquete, al cual convidó a Juan Fogliani y a las personas principales de la ciudad. después de la comida y entre la alegría que acompaña siempre a semejantes funciones, suscitó de intento Oliveroto la conversación sobre un asunto serio: habló del poder del papa Alejandro y de su hijo Borja y sus empresas. Juan y los demás iban diciendo por turno su parecer, cuando, levantándose de repente Oliveroto, dijo que de aquella materia debía hablarse en sitio más secreto, para lo cual pasó a otra sala seguido de su tío y de los demás convidados. Apenas se sentaron, unos soldados que estaban ocultos, salieron y mataron a Juan y a todos los demás. Oliveroto monta luego a caballo, recorre toda la ciudad, sitia el palacio del magistrado supremo, oblígale a obedecer y a que establezca un gobierno, del que se le declara príncipe, da muerte a todos los descontentos que le hubieran podido incomodar, instituye nuevas leyes civiles y militares, y llega de tal modo a consolidar su poder en el discurso de un año, que, no solamente se mantenía con seguridad en Fermo, sino que vino a ser temido de todos sus vecinos. Hubiera sido por tanto tan dificultosa su expulsión como la de Agatocles, a no haberse dejado engañar por el duque de Valentino, que, como ya hemos dicho, le enredó en Sinigaglia con los Orsini y los Vitelli, un año después que cometió su parricidio y fue allí degollado con Vitellozo, su maestro en el arte de la guerra y en el de la perversidad.

Causará sin duda admiración como Agatocles y otros semejantes a él pudieron vivir en paz largo tiempo en su patria, teniendo que defenderse de enemigos exteriores, y sin que ninguno de sus conciudadanos conspirase contra su vida, cuando otros príncipes nuevos no han podido nunca mantenerse por razón de sus crueldades durante la paz, y todavía menos en tiempo de guerra. Yo creo que esto provenga del uso bueno o malo que se hace de la crueldad. Se la puede llamar bien empleada (si es permitido dar el nombre de bueno a lo que es malo en sí mismo), cuando se ejerce una sola vez dictándolo la necesidad de consolidar el poder, y cuando únicamente por utilidad del pueblo se recurre a un medio violento. Crueldades mal empleadas son aquellas que, aunque poco considerables al principio, van luego creciendo en lugar de acabarse. Los que ejercieren la crueldad de la primera especie, podrán esperar que al cabo Dios y los hombres les perdonen, y tal fue la de Agatocles; pero aquel que la use o emplee de otro modo, cierto es que no podrá sostenerse.

Necesitase, pues, que el usurpador de un estado cometa de un golpe todas cuantas crueldades exija su propia seguridad para no repetirlas: de este modo se asegurará la obediencia de sus súbditos, y todavía podrá adquirir su afecto, como si les hubiera hecho siempre beneficios. Si, mal aconsejado o por timidez, obrare de otra manera, necesitaría tener continuamente en la mano el puñal, y se encontraría siempre imposibilitado de contar con la confianza de unos súbditos a quienes tantas y repetidas veces hubiese ofendido: porque, vuelvo a decir, estas ofensas deben hacerse todas de una vez, a fin de que hieran menos siendo menor el intervalo de tiempo en que se sientan; y por el contrario los beneficios han de derramarse poco a poco y uno a uno, para que se les tome mejor el sabor. Es necesario sobre todo que de tal manera se conduzca un príncipe con sus súbditos que por ningún acontecimiento mude de conducta, ni en bien ni en mal; pues para obrar mal se pierde la coyuntura oportuna luego que la fortuna se tuerce; y cuando consiste la mudanza en obrar bien, tampoco suele agradecerse, porque se cree hija de la necesidad.

Capítulo IX

De los principados civiles.


El otro modo de adquirir la soberanía, sin emplear la traición ni la violencia, consiste en hacerse uno príncipe de su país mediante el favor y ayuda de sus conciudadanos; por lo que a esta especie de principados puede darse el título de civiles. Su adquisición no siempre supone en el favorecido singular mérito ni una felicidad extraordinaria, sino mucha maña y el aprovechamiento pleno de una ocasión favorable. Asciéndese, digo, a la magistratura suprema del país, o a esta soberanía, por la voluntad del pueblo, o por el apoyo de los grandes; porque de estos dos elementos se derivan los diferentes partidos que pueden dividir un estado. Nace el uno de la aversión del pueblo al gobierno opresivo de los nobles, y el otro del deseo que tienen estos de gobernar al pueblo y de oprimirle; resultando de la diversidad de miras e intereses encontrados una lucha, que al fin trae, ya el gobierno de uno, ya el de muchos, ya la licencia y la anarquía.

El principado procede del pueblo o de los grandes, según lo decide la fortuna; porque cuando los nobles se ven estrechados por el pueblo con exceso, suelen encontrar el medio más fácil de subyugarlo, tomando por caudillo a alguno de su jerarquía y dándole el nombre de príncipe, para satisfacer bajo la sombra de una autoridad reconocida, la necesidad que tienen de dominar; y también el pueblo por su parte, y por no ceder a su enemigo, toma a las veces el partido de oponerle un plebeyo, en quien igualmente espera apoyo y protección.

Con mucho trabajo se sostiene en el principado el que asciende a tanta dignidad por favor de los nobles; porque suele hallarse rodeado de hombres, que, creyendo ser todavía iguales suyos, con dificultad se someten a su autoridad; mas aquel a quien el pueblo eleva por su gusto, campea solo, y con dificultad encuentra entre los que andan a su lado quien se atreva a oponerse a su voluntad.

Es además muy fácil contentar al pueblo sin cometer injusticia, y no lo es tanto contentar a los grandes; porque estos quieren ejercer la tiranía, y el pueblo se limita a evitarla. Por otra parte, puede un príncipe sin mucho trabajo contener en los límites de su deber a los nobles que le son contrarios, por ser corto su número; pero ¿cómo podrá estar seguro de la obediencia y de la fidelidad del pueblo, si llega este a separar sus intereses propios de los del príncipe?

No cabe duda en que el príncipe se verá pronto abandonado de un pueblo que no le tuviere afecto, como lo sería también, por los grandes contra cuyo gusto gobernara. Unos y otros van conformes en esto; pero debe el príncipe tener entendido que los grandes, sabiendo calcular mejor y sacar más partido de las circunstancias favorables, al primer revés que experimente de la fortuna, le volverán la espalda para servir y hacerse gratos al vencedor. Por último, cuente el príncipe con que tiene que vivir siempre con el mismo pueblo, y no con los mismos nobles, a quienes puede a su arbitrio elevar o abatir, colmar de favores o de desgracias. Mas, a fin de ilustrar cuanto sea posible la materia, paso a examinar los dos aspectos bajo que debe el príncipe mirar a los grandes, para conocer si están o no enteramente unidos a su causa. Aquellos que dan pruebas de adhesión y celo hacia el príncipe, deben ser honrados y queridos, siempre que no sean hombres entregados al robo. Entre los que rehúsan mostrar demasiado interés por la fortuna del príncipe, habrá algunos que se conduzcan mal por debilidad y cobardía, y otros habrá que lo hagan por cálculo y por miras de ambición. Procure, pues, el príncipe sacar el partido que pueda de los primeros, especialmente si tienen facultades, porque esto cederá siempre en honra suya durante la prosperidad; y cuando el tiempo fuere adverso, rara vez serían temibles los hombres de semejante carácter: pero desconfíe también de los otros, como de enemigos suyos declarados, que no se contentaran con abandonarle, si la fortuna le fuese contraria, sino que luego podrían tomar las armas contra él.

Un ciudadano que asciende al principado civil por el favor del pueblo, debe cuidar mucho de conservar su afecto, lo que es fácil siempre, como que el pueblo no quiere más que no ser oprimido; pero aquel que llega a ser príncipe por la ayuda de los grandes y contra el voto del pueblo, debe ante todas cosas procurar ganarse la voluntad de este último, y lo conseguirá protegiéndole contra los que intenten dominarle. Cuando los hombres reciben beneficios de la mano misma de que esperaban agravios, se aficionan a su dueño con más eficacia; y así el pueblo sometido a un príncipe nuevo, que se declara luego bienhechor suyo, se le aficiona todavía más que si él propio le hubiera espontáneamente elevado a la soberanía. Infiérese, pues, de estoque el príncipe puede granjearse la benevolencia del pueblo por diversos medios; de los cuales sería inútil hablar aquí circunstanciadamente, en atención a la dificultad de dar una regla fija y aplicable a las diferentes circunstancias. Solo diré que el príncipe necesita ganarse la voluntad del pueblo, si ha de contar con algún recurso en su adversidad.

Cuando Nabis, príncipe de Esparta, se vio acometido por el ejército victorioso de los Romanos y por los otros estados de la Grecia, solamente tuvo un corto número de enemigos interiores que contener durante el peligro; y de este modo pudo con facilidad defender su patria y su estado; pero ciertamente hubiera sido muy contrario el éxito, habiendo tenido al pueblo por enemigo.

En vano se opondría a mi opinión el manoseado proverbio que dice: Contar con el pueblo es lo mismo que escribir en el agua. El dicho podrá ser cierto respecto a un ciudadano que lucha con enemigos poderosos o contra la impresión de los magistrados, como sucedió a los Gracos en Roma, y a Gregorio Scali en Florencia; pero a un príncipe que no le falta valor y cierta maña, que, lejos de abatirse cuando la fortuna le es contraria, sabe, tanto por su firmeza como por las disposiciones acertadas que toma, mantener el orden en sus estados, jamás le pesará de haber podido contar con el afecto del pueblo.

Un príncipe corre a su ruina cuando quiere llegar a ser absoluto, especialmente si no gobierna por sí mismo; porque entonces depende de aquellos a quienes ha confiado su autoridad, los cuales, o rehúsan obedecerle al primer movimiento que se deja sentir, o tal vez se sublevan contra él; y en este caso no es ya tiempo de pensar en hacerse absoluto, lo uno, porque no sabrá de quien fiarse, y lo otro porque ciudadanos y súbditos están acostumbrados todos a obedecer a los magistrados, y no se acomodarían a reconocer otra autoridad. Es tanto más embarazosa la situación del príncipe en tales circunstancias, cuanto que no puede servirle de regla el estado que tienen las cosas en los tiempos ordinarios, y cuando todos sin cesar tienen que recurrir a su autoridad; porque entonces no hay nadie que no se reúna presurosamente a él, y que no se manifieste dispuesto a morir en su defensa, como que se halla lejos la muerte de que se habla; pero durante los reveses de la fortuna, presentándose la ocasión oportuna de prestar tan oficioso servicio, experimenta el príncipe de parte del pueblo, y demasiado tarde por su desgracia, que aquel ardor era poco sincero: experiencia tanto más triste y peligrosa, cuanto que suele hacerse dos veces.

Un príncipe sabio debe, por consiguiente, conducirse de modo que en todo tiempo y en cualquier trance persuadidos sus súbditos de que le necesitan y no pueden pasar sin él; esta será siempre la mejor garantía del celo y de la fidelidad de los pueblos.

Capítulo X

Como deben graduarse las fuerzas de los gobiernos.


Para la completa inteligencia de los diferentes gobiernos de que acabo de hablar, importa examinar también si el príncipe está en el caso de defenderse con sus propias fuerzas y sin recurrir a las de sus aliados, cuando fuere acometido por los enemigos exteriores; y para la mayor claridad de este punto, advierto que solamente pueden sostenerse por sí mismos aquellos que se encuentran con la cantidad suficiente de hombres y de dinero para presentar en campaña un ejército, y librar batalla a cualquiera que los acometa. Es, por el contrario, demasiado triste la situación de un príncipe que se ve reducido a encerrarse en su ciudad y a esperar en ella al enemigo. Ya he hablado del primer extremo, y no me faltará ocasión de volverlo a tocar.

Acerca del segundo, no puedo menos de prevenir a los príncipes ante todas cosas que mantengan bien abastecidas y fortificadas las ciudades de su residencia; porque, si han sabido captarse el afecto del pueblo, según ya he dicho y repetiré más adelante, pienso que nada tienen que temer. No gustan los hombres de embarcarse en empresas dificultosas sin alguna probabilidad de buen éxito; y no parece prudente y acertado asaltar a un príncipe que tiene en buen estado de defensa la ciudad donde reside, y que no está aborrecido por el pueblo.

Las ciudades de Alemania, teniendo un territorio muy reducido, gozan de mucha libertad, y solo obedecen al emperador cuando les acomoda, sin temor de que este ni otro ningún vecino poderoso las acometa; porque todas ellas tienen buenas murallas, grandes fosos, artillería y municiones para un año; de suerte que el sitio de estas ciudades sería largo y trabajoso. Ademas, para alimentar al pueblo bajo, sin tocar al tesoro público, tienen siempre de reserva medios de darle trabajo durante el mismo espacio de tiempo; fuera de que también las tropas se hallan regularmente ejercitadas en las evoluciones militares, observándose con exactitud sus reglamentos sobre este ramo, que son muy sabios.

Por estas razones el príncipe que tiene una ciudad bien fortificada y está seguro del afecto de sus habitantes, no puede ser acometido con ventaja; porque las cosas de este mundo se hallan de tal modo sujetas a mudanza, que es casi imposible se mantenga el agresor con su ejército rodando un año entero fuera de sus propios estados, y delante de una plaza que esté tan bien defendida.

Pero se dirá: —El pueblo que tiene sus bienes fuera de la ciudad y ve su destrucción, perderá al cabo la paciencia, y no podrá prevalecer tan largo tiempo en su ánimo el amor al príncipe contra el interés de conservar su hacienda y contra las incomodidades de un sitio tan dilatado.— A esto respondo: que un príncipe hábil y juntamente poderoso vence sin dificultad estos obstáculos, ya haciendo creer al pueblo que el sitio no puede ser largo, ya amedrentándole con la perspectiva de la venganza y de la rapacidad del vencedor, y ya también sabiéndose asegurar con habilidad de aquellos que hablen demasiado alto.

Ademas es claro que el enemigo tala el país luego que entra en él, y cuando los sitiados están más animosos y dispuestos para defenderse: por consiguiente el príncipe no debe tener el menor miedo; pues, una vez pasado el primer ardor, y viendo los habitantes que todo el daño está ya hecho y sin remedio, tanto más interés tomarán en la defensa de su señor, cuanto mayores sacrificios tuvieren hechos por él. ¿Quién ignora que los hombres se aficionan a sus semejantes, tanto por el bien que les hacen como por el que reciben?

Todas estas consideraciones me inclinan a creer que, por poca habilidad que tenga un príncipe, conseguirá sin trabajo sostener el valor de los sitiados, siempre que la plaza no esté falta de víveres ni de medios de defensa.

Capítulo XI

De los principiados eclesiásticos.


Solamente me falta hablar de los principados eclesiásticos, que no se adquieren quieren con tanta facilidad como se conservan. La razón consiste, por una parte, en que no se consiguen si no es por el mérito o por la fortuna; y por otra, en que esta especie de gobierno se funda en las antiguas instituciones religiosas, cuyo influjo es tan poderoso que el príncipe, de cualquier modo que gobierne, se sostiene sin mucho trabajo. Los príncipes eclesiásticos son los únicos que poseen estados sin estar obligados a defenderlos, y tienen súbditos sin tomarse el trabajo de gobernarlos; son los únicos cuyas tierras se respetan, y en cuyos vasallos no haya voluntad ni medios para substraerse de su dominio; en una palabra, son los únicos estados en que el príncipe encuentra felicidad y seguridad. Pero también, como se gobiernan por medios sobrehumanos y superiores al alcance de nuestra débil razón, sería temeridad y presunción necia en mí hablar de ellos.

No obstante, si se me pregunta como ha ido creciendo el poder temporal de la Iglesia desde el pontificado de Alejandro VI hasta el punto de infundir temor hoy día a un rey de Francia, arrojarle de Italia y destrozar a los venecianos, siendo así que antes de esta época, no tan solo los potentados de este país, sino los simples barones y hasta los señores más débiles, temían tan poco al obispo de Roma, principalmente en cuanto a lo temporal; no me detendré en responder siguiendo la relación de varios hechos bastante conocidos sobre que no será inútil reflexionar.

Antes que Cárlos VIII, rey de Francia, entrase en Italia, la soberanía de este país se hallaba repartida entre el rey de Nápoles, el papa, los Venecianos, el duque de Milán y los Florentinos; reduciéndose la política a impresión que ninguno de ellos se engrandeciese, y a que no penetrasen en Italia las potencias extranjeras.

El papá y los venecianos eran los más respetables de estos estados, y hubiera sido necesario, para contenerlos, nada menos que una liga de todos los demás, como se vio en la defensa de Ferrara. En cuanto al papa, se servían de los barones romanos, que, hallándose divididos en dos facciones, los Ursinis y los Colonnas, tenían siempre las armas en la mano para vengar sus agravios particulares hasta en presencia del pontífice, cuya autoridad no podía menos de padecer entre estos elementos de una guerra intestina. Si alguna vez reinaban papas de un carácter bastante enérgico, como Sixto V, para reprimir semejantes abusos, la corta duración de su pontificado no permitía que se destruyese la causa. Los esfuerzos de estos pontífices se reducían a humillar por algún tiempo a una de las dos facciones, la cual volvía después a levantar cabeza en el siguiente reinado. Así es como el poder de los papas gastaba sus fuerzas estérilmente, perdiendo la reputación en lo interior de su estado y entre los extranjeros.

En semejantes circunstancias fue elevado a la cátedra pontificia Alejandro VI, y ninguno de cuantos le precedieron, ni de los que le han sucedido, ha manifestado como él de cuanto es capaz de hacer un pontífice con hombres y con dinero. Ya dije antes todo lo que hizo por el duque de Valentino, y cuando entraron los franceses en Italia; y aunque no cabe duda en que más bien buscó el engrandecimiento de su hijo que el de la Iglesia, esta, sin embargo, no dejó de sacar buen partido de sus empresas a la muerte del pontífice y del mismo duque.

Encontró, pues, Julio II, sucesor de Alejandro, el estado de la Iglesia acrecentado con toda la Romanía, y extinguidas las facciones de los barones romanos por el valor y la habilidad de su predecesor, quien le enseñó también el arte de atesorar. Julio aventajó en todos estos conceptos a Alejandro; pues agregó a las tierras de la Santa Sede el estado de Bolonia, redujo a los Venecianos a términos de no poderle ofender, y lanzó de Italia a los franceses: sucesos tanto más gloriosos, cuanto que este papa trabajó por enriquecer a la Iglesia, y no a sus parientes.

Dejó Julio a los Ursinis y Colonnas en el estado en que los había hallado al tiempo de su exaltación; y aunque las semillas de las parcialidades antiguas subsistieran todavía, no pudieron brotar bajo el peso de un gobierno poderoso y que tuvo la sabia política de excluir del cardenalato a estas dos casas; con lo cual se agotó la fuente de las disensiones que habían despedazado la Iglesia hasta el pontificado de Alejandro, porque los cardenales suelen aprovecharse del influjo que les da esta dignidad para fomentar turbulencias dentro y fuera de Roma, en que se ven obligados a tomar parte los señores de una y otra facción; de manera que se puede asegurar con verdad que la discordia que hay entre los barones siempre proviene de la ambición de los prelados.

De esta suerte el pontífice reinante ha encontrado la Iglesia en el grado más alto de prosperidad. Pero si Alejandro y Julio la han consolidado por su valor, todo nos promete que Leon X coronará la obra por su bondad, y por otras mil calidades apreciables.

Capítulo XII

De las diferentes especies de milicia y de los soldados mercenarios.


Habiendo tratado por menor de varias especies de estados políticos de que me había propuesto dar noticia, y examinadas las causas de su prosperidad y su decadencia, así como los medios con que muchos los adquirieron y conservaron, me falta ahora hablar de los recursos que ofrecen las diferentes clases de milicia, tanto para la guerra ofensiva como para la defensiva.

Ya he dicho que, si los príncipes quieren que su poder sea durable, lo deben apoyar en cimientos sólidos. Consisten, pues, los principales fundamentos de los estados, ya sean antiguos, ya nuevos o mixtos, en las buenas leyes y en las buenas tropas; pero, como no pueden existir las buenas leyes sin las buenas tropas, y como estos dos elementos del poder político siempre están unidos, me parece suficiente hablar del uno de los dos.

Las tropas que sirven para la defensa de un estado son o nacionales, o extranjeras, o mistas. Las de la segunda clase son inútiles y peligrosas, ya se las emplee en calidad de auxiliares, o en la de asalariadas; y nunca tendrá seguridad el príncipe que cuente con tales soldados, porque hay poca unión entre ellos, son ambiciosos y no guardan disciplina ni fidelidad: calientes entre los amigos, cobardes en presencia del enemigo, sin temor de Dios y sin buena fe con los hombres; de manera que el príncipe, para retardar su caída, tiene que poner su principal estudio en evitar la ocasión de depender del valor de tales tropas. En una palabra, ellas roban al estado en tiempo de paz, como lo ejecuta el enemigo en tiempo de guerra. ¿Y cómo ha de ser otra cosa? No poniéndose al servicio del estado esta clase de tropas sino por el interés de un salario, que nunca es tan cuantioso que equivalga al riesgo de perder la vida, solo sirven con gusto en tiempo de paz, y luego que se declara la guerra, es muy difícil sujetarlas a una rigorosa subordinación. Seria muy fácil de probar este punto, como que la ruina actual de Italia proviene únicamente de la confianza que se puso en las tropas mercenarias. Es verdad que al principio hicieron algunos buenos servicios, y se mostraron animosos peleando contra otras tropas del país; pero luego que se presentaron los extranjeros, se acabó su valor, y mostraron lo que eran. Así es que Carlos, rey de Francia, se apoderó de Italia con la mayor felicidad, y sin más trabajo que el de ir en cada lugar señalando alojamiento a sus soldados: y no se engañaban los que decían que nuestros pecados eran la causa de aquella pérdida, porque efectivamente nos acarrearon tal desgracia nuestros propios descuidos, o por mejor decir, los de los príncipes, quienes pagaron bien su merecido.

Para aclarar más esta materia, advierto que ninguna confianza puede tenerse en los jefes de semejantes cuerpos, sean buenos o malos oficiales. En el primer caso, porque aspiran a elevarse ellos mismos oprimiendo al príncipe que los emplea, u oprimiendo a otros contra los designios del mismo príncipe; y en el segundo, porque de los oficiales malos solamente puede esperarse la pronta ruina del estado que se vale de ellos.

Se me dirá tal vez que lo mismo sucederá con cualquier otro capitán que tenga tropas a su mando; a lo cual responderé exponiendo como hayan de emplearse estos ejércitos mercenarios por un príncipe, o por una república. En el primer caso debe el príncipe ponerse al frente del ejército; y en el segundo, debe la república dar el mando de sus tropas a uno de sus ciudadanos. Si este no es a propósito, nómbrese otro; y si es buen capitán, téngasele con tal dependencia que no pueda excederse de las órdenes que reciba.

La experiencia nos enseña que los estados, ya sean o no republicanos, han podido acabar por sí mismos grandes empresas, y que las milicias mercenarias les han causado siempre perjuicio; pero con respecto a las repúblicas, añado que podrán librarse mejor de la impresión del que mande sus tropas, cuando estas sean nacionales, que cuando fueren extranjeras. Roma y Esparta se mantuvieron libres muchos siglos con las milicias de su país; y en el día, si son tan libres los Suizos, es porque ellos mismos están bien armados.

En prueba de lo que acabo de decir sobre el peligro de valerse de tropas extranjeras, podrían citarse los Cartagineses y los Tebanos. Los primeros, sin embargo, de tener por capitanes a sus propios ciudadanos, se vieron a pique de caer bajo la tiranía de las milicias extranjeras que tenían a sueldo al fin de su primera guerra con los romanos; y en cuanto a los de Tebas, se sabe que, habiendo conseguido Filipo de Macedonia que le diesen el mando de sus tropas después de la muerte de Epaminondas, únicamente domó a los enemigos de esta república para sujetarla.

Juana II, reina de Nápoles, viéndose abandonada de Sforcia, general de sus tropas, tuvo necesidad de ponerse en manos del rey de Aragon, para conservar el trono. ¿Ya Francisco Sforcia, hijo del susodicho, no le vimos unirse a los Venecianos después de haberlos derrotado en Caravaggio, para oprimir a los Milaneses, que le habían confiado el mando de sus tropas por muerte de su duque, Felipe María Visconti?

Se me replicará tal vez que los Venecianos y los Florentinos han aumentado sus respectivos estados, valiéndose unicamente de las milicias extranjeras mercenarias, y que con todo eso sus generales siempre les han servido bien, sin que ninguno de ellos se haya alzado con la soberanía. A esto respondo que los Florentinos han tenido mucha dicha, porque sus capitanes, cuya ambición podían temer, o no fueron vencedores, o encontraron obstáculos, o pusieron sus miras en otra parte. Puede contarse entre los primeros a Juan Acuto, cuya fidelidad no quedó bien probada; pero es muy claro que, si hubiera sido vencedor, se hallaban a su discreción los Florentinos.

Si los Braccio y Sforcia no conspiraron contra el estado a que servían, fue porque, siendo rivales, se celaban uno a otro. No obstante, se sabe que el hijo de este último dirigió su ambición contra la Lombardía, y Braccio contra el estado eclesiástico y el reino de Nápoles; pero volvamos a lo que hemos visto de poco acá.

Dieron los Florentinos el mando de sus tropas a Paulo Vitelli, hombre de común extracción, pero prudentísimo, que, estando retirado de los negocios públicos, adquirió una reputación muy grande luego que se le elevó a aquel puesto; pero, si este general hubiera tomado a Pisa, habría corrido mucho riesgo de perderse la libertad de los Florentinos o su existencia política; pues para ello bastaba que se hubiese pasado con sus tropas al servicio de los enemigos.

Por lo que toca a los Venecianos, es evidente también que jamás han debido sus adelantamientos sino a sus propias armas, quiero decir, a la guerra marítima; comenzando la época de su decadencia desde que quisieron pelear por tierra y adoptar los usos y costumbres de los otros pueblos de Italia.

Sin embargo, tuvieron poco que temer de la ambición de sus generales, mientras fueron poco considerables sus posesiones en tierra firme, porque se sostenían aun con el esplendor de su poder antiguo. Mas no tardaron en reconocer su error, luego que extendieron sus conquistas bajo el mando del capitán Carmañola. Viendo que un hombre tan hábil y alentado como este, militando por cuenta de ellos contra el duque de Milán, y después de haberle derrotado, se dejaba abatir, y procuraba alargar la guerra, juzgaron con razón que no volverían a vencer, porque aquel general no lo quería; y por otra parte, no pudiendo despedirle sin perder lo que habían ganado por su valor, tomaron el partido de quitarlo del mundo.

Tuvieron después los Venecianos por generales a Bartolomé Coleoni de Bérgamo, a Roberto de San Severino, al conde de Pitigliano y otros semejantes, de quienes podían esperar más pérdidas que ganancias, como les sucedió en la jornada de Vaila, donde sepultaron el fruto de ochocientos años de fatigas y trabajos. Los adelantamientos que se consiguen con semejante milicia son endebles y lentos, al paso que las derrotas son rápidas y casi prodigiosas.

Ya que estos ejemplos me han traído a hablar de Italia y de la triste experiencia que la ha enseñado los peligros de valerse de milicias extranjeras, tomaré las cosas desde más arriba, a fin de que el conocimiento de su origen y progresos sirva a lo menos para precaver efectos más funestos todavía. Para ello es necesario tener presente que, luego que el impresión perdió el poder y respeto de que hasta entonces había gozado la Italia, y principió a tomar consistencia en ella la autoridad del papa, fue dividido este país en muchos estados.

La mayor parte de las ciudades grandes tomó las armas contra la nobleza, que, apoyada por el emperador, las tenía gimiendo en la impresión más cruel; ayudólas el papa en estas empresas, y por este medio acrecentó su poder temporal.

Otras cayeron bajo la dominación de sus mismos ciudadanos; de suerte que la Italia vino a ser súbdita de la Iglesia y de algunas repúblicas.

Los príncipes eclesiásticos, ignorantes del arte de la guerra, fueron los primeros que se sirvieron de tropas mercenarias; y Alberico de Gonio, natural de la Romania, fue quien dio más crédito a esta especie de milicia. Formáronse en su escuela los Braccio y Sforcia, que fueron entonces árbitros de la Italia, y a estos han sucedido todos aquellos que hasta el día han mandado los ejércitos en este país.

De sus famosas hazañas proviene que la hermosa Italia haya sido invadida por Carlos VIII, saqueada y devastada por Luis XII, oprimida por Fernando e insultada por los Suizos. Los jefes de estas milicias errantes comenzaron luego a despreciar la infantería, lo uno para hacerse ellos mismos más necesarios, y lo otro porque, no teniendo estados y subsistiendo unicamente de su industria, nada podían emprender con un cuerpo pequeño de infantería, ni tampoco mantener otro más considerable. Vieron, pues, que la cuenta les salía mejor con la caballería, y proporcionaban el número de los jinetes con los recursos del país que había de alimentarla; llegando el caso de contarse apenas dos mil infantes en un ejército de veinte mil hombres. Agrégase a esto que, para hacer menos penoso su oficio, y de menor peligro sobre todo, se habían puesto sobre el pie de no matarse unos a otros en las escaramuzas, ciñéndose a hacer prisioneros, que también se devolvían sin rescate. Nunca daban un asalto por la noche, ni el sitiado tampoco hacía salida alguna de su plaza en aquellas horas; no acampaban sino es en el buen tiempo, y en fin no formaban atrincheramientos en sus campos. Con una disciplina tan extravagante, e inventada de propósito para huir del peligro, no podía tardar la Italia en verse esclavizada, y en perder enteramente la reputación de que hasta entonces había gozado.

Capítulo XIII

De las tropas auxiliares, mistas y nacionales.


Llámanse tropas auxiliares las que un príncipe recibe prestadas de sus aliados para su socorro y defensa. Habiendo experimentado a pesar suyo el papa Julio II en la impresión de Ferrara el peligro de valerse de milicias mercenarias, recurrió a Fernando, rey de España, quien se obligó por un tratado a enviarle tropas de socorro.

Esta especie de milicia puede ser útil a quien la envía; pero siempre es funesta al príncipe que se sirve de ella, porque, si es vencida, él es quien sufre la pérdida, y si vencedora, queda a su discreción. Llena está la historia antigua de ejemplos que lo confirman; pero me limitaré a contar uno reciente. Queriendo Julio II apoderarse de Ferrara, pensó encargar el cuidado de esta expedición a un extranjero; más por fortuna suya ocurrió un incidente que le salvó de haber pagado bien cara semejante imprudencia. Fue el caso que, habiendo sido derrotadas sus tropas auxiliares en Ravena, se vio el vencedor acometido inopinadamente por los Suizos, que le pusieron en huida; y de esta suerte se libró el pontífice, no solo del enemigo, que fue vencido posteriormente, sino de sus tropas auxiliares, que tan poca parte tuvieron en la victoria alcanzada.

Habiendo determinado los Florentinos poner sitio a Pisa, y careciendo de milicias nacionales, tomaron a su servicio diez mil franceses; falta que les acarreó mayores males que los que hasta entonces habían padecido. El emperador de Constantinopla, amenazado por sus vecinos, metió en la Grecia diez mil turcos, a quienes no pudo echar de allí concluida la guerra, y quedó esta provincia sujeta a los infieles.

Aquel, pues, que quiera ponerse en estado de nunca ser vencedor, no necesita más que valerse de estas milicias, que es aun peor que las tropas mercenarias, porque forman un cuerpo, solamente sujeto a la obediencia de un extraño. Por el contrario, si se levanta esta última clase de milicias por quien las emplea y paga, y forman un cuerpo separado, no será tanta la contingencia de que sean perjudiciales una vez vencido el enemigo; porque, siendo nombrado el jefe por el mismo príncipe, no puede de un golpe adquirir bastante autoridad sobre el ejército para hacerle que convierta las armas contra el que le paga. En fin, yo creo que tanto debe temerse el valor de las tropas auxiliares, como la cobardía de las mercenarias; y que un príncipe prudente más bien querrá exponerse a ser batido con sus propias tropas, que vencer con las extranjeras; además de que no es verdadera victoria la que se consigue por medio de un socorro extraño.

En prueba de esta proposición no puedo menos de citar el ejemplo de Cesar Borja. Se apoderó de Imola y de Forli, valiéndose del auxilio de las francesas: viendo desde luego que no podía contar con su fidelidad, recurrió a la milicia mercenaria que capitaneaban los Ursini y los Vitelli, como menos temible; y encontrando después este príncipe tan poca seguridad en unas como en otras, tomó el partido de deshacerse de todas ellas, y no volvió a servirse sino de sus propios soldados.

Si se quiere conocer la gran diferencia que hay entre estas dos especies de milicia, compárense las campañas del mismo duque, teniendo a sueldo suyo a los Ursini y los Vitelli, con las que hizo al frente de sus propias tropas; por que nunca pudo conocerse bastante su talento hasta que fue absoluto dueño de sus soldados.

Bien quisiera ceñirme a los ejemplos sacados de la historia moderna de Italia; pero viene tan al caso el de Hierón, tirano de Siracusa, de quien ya he hablado, que no lo puedo omitir. Habíale confiado esta ciudad el mando de sus tropas, compuestas de extranjeros mercenarios; y no tardando aquel general en reconocer cuan poco podía prometerse de semejante milicia asalariada, cuyos jefes se conducían casi como nuestros italianos; viendo ya claramente que sin peligro no podía servirse de ella ni licenciarla, tomó la violenta resolución de destruirla, y sostuvo después la guerra con sus propios soldados.

También citaré otro pasaje histórico sacado del viejo Testamento. Habiéndose ofrecido David a salir a pelear contra el temible filisteo Goliat, el rey Saúl, para encender su ánimo, le armó con su espada, su morrión y su coraza; pero, viendo David que más le servían de embarazo que de provecho estas armas, declaró que, para vencer a su enemigo, no necesitaba de otras que su propia honda y el cuchillo. Rara vez le viene a uno bien la armadura ajena: lo más común es que venga demasiado estrecha, o demasiado holgada.

En fin, o la milicia extranjera sirve de carga muy pesada, o abandona al que la busca cuando podría ser útil, o se vuelve contra el mismo que se vale de ella. Carlos VII, padre de Luis XI, después que con su valor libró a la Francia de los Ingleses y quedó convencido de la necesidad de combatir con sus propias fuerzas, estableció por todo el reino compañías regladas de caballería y de infantería. El citado Luis suprimió después los infantes, y en su lugar sustituyó a los Suizos; mas esta falta, que cometieron también sus sucesores, es el origen de los infortunios de aquel estado, como se ve en el día; porque, acreditando estos reyes la milicia helvética, envilecieron la suya propia, que, habiéndose acostumbrado a combatir al lado de los Suizos, cree que no puede vencer sin ellos; de suerte que los Franceses ni se atreven a pelear contra los Suizos, ni a hacer la guerra a nadie sin ellos.

Son, pues, los ejércitos franceses en parte mercenarios, y en parte nacionales; mezcla que les hace superiores a las tropas puramente asalariadas o puramente auxiliares, pero inferiores con mucho a las que se forman en el mismo país. El ejemplo que acabo de citar basta para probar que la Francia sería invencible, si hubiera observado fielmente las disposiciones militares de Cárlos VII; mas llega a tanto por desgracia la imprudencia de los hombres, que entran a ciegas en las empresas prometiéndose ventajas imaginarias y llevándose de apariencias lisonjeras, sin conocimiento ni previsión del mal que está oculto, como sucede con la calentura ética de que ya he hablado.

Así qué no es verdaderamente sabio el príncipe que no conoce los males, sino cuando ya no es tiempo de remediarlos. Conocerlos a tiempo es ciencia poco común entre ellos. La primera causa de la decadencia del impresión romano fue haber tomado a sueldo a los Godos, circunstancia que dio crédito a estos bárbaros a costa de la milicia romana.

Un príncipe que no puede defender sus estados sino con tropas extranjeras, se halla a la merced de la fortuna y sin recurso alguno en la adversidad. Es máxima generalmente recibida, que nada hay tan endeble como el poder que no se apoya en sí mismo; es decir, que no se defiende por sus propios ciudadanos, sino por medio de extranjeros, ya sean aliados, ya sean asalariados. No es difícil poner en pie una milicia nacional empleando los mismos medios de que se sirvieron con tanta habilidad Filipo, padre de Alejandro Magno, y otros muchos estados, tanto monárquicos como republicanos, de los cuales he hablado ya en mis escritos anteriores: el lector puede consultar las constituciones de aquellos pueblos, para acabar de instruirse en esta materia.

Capítulo XIV

De las obligaciones de un príncipe con respecto a la milicia.


El arte de la guerra es el único estudio a que deben dedicarse los príncipes, por ser propiamente la ciencia de los que gobiernan. De sus progresos en ella pende la conservación de sus propios estados y su acrecentamiento; de modo que, por haberse aventajado en este estudio, han subido muchas veces los simples particulares a la dignidad suprema, al paso que en otras cayeron de ella vergonzosamente los soberanos por entregarse a un cobarde y afeminado reposo. Ciertamente consiste la pérdida de los estados en el desprecio de un arte tan importante, y en su cultivo la adquisición de otros nuevos, así como la estable y pacífica posesión de los adquiridos.

Francisco Sforcia de simple particular llegó a ser duque de Milán, porque tenia a su disposición un ejército que sabía dirigir; y sus hijos, de duques que eran, quedaron reducidos a simples particulares, por no haber heredado el talento de su padre. Nada de extraño hay en esto, porque ninguna cosa contribuye tanto a que pierda un príncipe la autoridad de que goza, como el no ser capaz de ponerse al frente de sus tropas; y por lo mismo de nada debe cuidar tanto como de no envilecerse en el aprecio de sus súbditos, según probaré después.

Así como no puede establecerse comparación alguna entre los hombres armados y los inermes, del mismo modo sería absurdo esperar que los últimos mandasen y los primeros obedeciesen. Un príncipe desarmado no puede tener seguridad ni sosiego en medio de súbditos armados; pues estos despreciarán siempre a los demás y le serán justamente sospechosos. ¿Y como podrían trabajar de común acuerdo? En una palabra, el príncipe que no conoce el arte de la guerra no puede granjearse la estimación de sus tropas, ni fiarse de ellas.

Tienen, pues, los príncipes necesidad de dedicarse enteramente al arte de la guerra, el cual exije, junto con un estudio o trabajo mental, el ejercicio de las armas. Comenzando por este último, debe esmerarse el príncipe en que sus tropas estén bien disciplinadas y ejercitadas con regularidad. La caza le acostumbrará mejor que cualquier otra cosa a la fatiga y al sufrimiento de las intemperies del aire; este ejercicio le enseñará también a observar los sitios y las posiciones, a conocer la naturaleza de los ríos y de las lagunas, a medir la extensión de las llanuras y de los montes; y al mismo tiempo irá adquiriendo el conocimiento topográfico del país que ha de defender, y se habituará poco a poco a reconocer los lugares donde podrá luego conducir la guerra. Como, por ejemplo, los valles y llanuras de la Toscana, y del mismo modo los ríos y pantanos, son semejantes a los de los otros países, el estudio de uno puede servir para el conocimiento de los demás.

Es ciertamente este estudio utilísimo para los que mandan ejércitos; y el general que lo desprecie, no sabrá nunca encontrar al enemigo, ni guiar sus tropas, ni acamparlas, ni dar oportunamente una batalla. Los historiadores griegos y romanos alaban con mucha razón a Filopemen, príncipe de los Aqueos, por su aplicación suma al estudio del arte militar durante la paz. En sus viajes se detenía muchas veces con sus amigos, y les preguntaba cual de dos ejércitos tendría superioridad si el uno estuviese colocado sobre tal altura y ocupara el otro tal lugar; como aquel que suponía estar a su mando podría acercarse al contrario y presentarle batalla; como debería conducirse para hacer su retirada, o para dar caza al enemigo en caso que él se retirase. Proponíales del mismo modo todos los lances que pueden ocurrir en la guerra, escuchaba su dictamen con atención, y por último daba el suyo fundándole. Así rara vez le sucedía ser sorprendido por sucesos impresión.

En cuanto a la parte del arte militar que se aprende en el gabinete, debe el príncipe leer la historia, poniendo particular atención en las hazañas de los grandes capitanes, y examinando bien las causas de sus victorias y de sus derrotas; sobre todo conviene seguir el ejemplo de varios hombres célebres que se propusieron imitar algún modelo de la antigüedad y seguir sus huellas. Alejandro el Grande se inmortalizó procurando imitar a Aquiles; César imitando al mismo Alejandro; y Scipion a Ciro. De manera que, si nos tomamos el trabajo de confrontar la vida de Scipion, y la de Ciro escrita por Jenofonte, veremos que el romano fue generoso, afable, humano y continente, como su modelo.

Estas son las ocupaciones más dignas de un príncipe sabio en tiempo de paz, a fin de que, si la fortuna se muda, pueda ponerse a cubierto de sus golpes.

Capítulo XV

Porqué cosas los hombres, y en particular los príncipes, merecen ser alabados o vituperados.


Tratase al presente de examinar la conducta que ha de observar un príncipe con sus súbditos y con sus amigos; y aunque otros han hablado ya de esta materia, no pienso, sin embargo, que se atribuirá a presunción el atreverme a presentarla aquí de una manera diferente. Como mi objeto es escribir para aquellos que juzgan sin preocupación, hablaré de las cosas como son en la realidad, y no como el vulgo se las pinta.

Figúrase a veces la imaginación repúblicas y gobiernos que nunca han existido; pero hay una distancia tan grande del modo con que se vive al que deberíamos tener de vivir, que aquel que reputa por real y verdadero lo que sin duda debería serlo, y no lo es por desgracia, corre a una ruina segura e inevitable. Así que, no temeré decir que el que quiera ser bueno absolutamente con los que no lo son, no podrá menos de perecer tarde o temprano. Por esto el príncipe que desee serlo con seguridad, debe aprender a no ser siempre bueno, sino a ser lo que exijan las circunstancias, y el interés de su conservación.

Dejando a un lado, pues, las ideas falsas que muchos sé forman de los príncipes, y deteniéndose en las que son verdaderas, digo que nunca se habla de un hombre o sujeto determinado, y en especial de un príncipe, sin atribuírle algún mérito o demérito, alguna buena o mala prenda. El uno es liberal, el otro avaro; aquel da con franqueza, este es codicioso; en una palabra, es un hombre de honor o sin fe, es afeminado y pusilánime, o valeroso y emprendedor, humano o cruel, afable o altanero, de vida arreglada o intemperante, bribón u hombre de bien; dócil, o duro y áspero, grave o alocado, religioso o impío.

Gran dicha sería a la verdad hallar un príncipe que reuniera todas las buenas prendas que he señalado; pero como nuestra naturaleza no es capaz de tanta perfección, es necesario a lo menos que tenga el príncipe bastante prudencia para preservarse de aquellos vicios y defectos que pudieran perderle. Debe librarse también, si le es posible, de los otros defectos menores que no pueden comprometer su seguridad ni la posesión de sus estados; mas, si fuese superior a sus fuerzas el librarse de ellos, no debe incomodarse tanto como por no incurrir en las faltas graves que causarían su ruina. Tampoco debe reparar en que se vituperen en él los vicios que son útiles para la conservación de sus estados; porque, bien meditadas las cosas, tal calidad, que parece buena y laudable, le perdería inevitablemente, y de tal otra, que parecerá mala y viciosa, dependerá su conveniencia y seguridad.

Capítulo XVI

De la liberalidad y de la parsimonia.


Comenzando por las primeras calidades de que acabo de hablar, confieso que es muy bueno acreditarse un príncipe de liberal; pero peligroso también ejercitar la liberalidad de manera que no sea después temido ni respetado. Voy a explicarme, Si el príncipe se muestra liberal en el grado conveniente, quiero decir, con medida y discernimiento, contentará a pocos, y será tenido por avaro. Por otra parte, un príncipe deseoso de que su liberalidad sea ponderada, no repara en ninguna clase de gastos; y para mantener esta reputación, suele luego verse obligado a cargar de impuestos a sus vasallos y a echar mano de todos los recursos fiscales, lo que no puede menos de hacerle aborrecible; fuera de que, agotado el tesoro público con su prodigalidad, no solo pierde su crédito y se expone también a perder sus estados al primer revés de la fortuna, sino que al cabo gana con sus liberalidades mayor número de enemigos que de amigos, como sucede todos los días. Lo más singular es que tampoco podrá mudar de conducta ni moderarse, sin que al instante se le tache de avaro.

Supuesto, pues, que un príncipe no puede ser liberal sino a tanta costa, haga poco caso de que le tengan por mezquino y avaro; sobre todo si, mediante la economía, logra que sus rentas alcancen a cubrir sus gastos, y que sin necesidad de echar nuevas contribuciones, se halla en disposición de defender sus estados, y aun de intentar empresas útiles.

Cuente entonces con que le tendrán por bastante liberal todos aquellos a quienes nada quite, que serán los más y los mejores, y que al contrario será siempre muy corto el número de los que le acusen de avaro, porque no les dé todo lo que piden. Es notable que en nuestros días solamente hayamos visto hacer cosas grandes a los que han tenido opinión de avaros, y que se han arruinado todos los demás. Julio II consiguió el pontificado por sus liberalidades; pero luego juzgó muy bien que, para sostener la guerra contra el rey de Francia, le serviría de poco la reputación de liberal que había adquirido; y así procuró que sus ahorros le pusieran en estado de soportar la guerra sin exigir nuevas contribuciones. El rey que ocupa hoy el trono de España, jamás hubiera llevado al cabo sus empresas, si hubiese hecho aprecio de lo que podrían hablar sobre su economía.

Así pues, un príncipe, para no llegar a ser pobre, para poder en caso de invasión defender sus estados y no recargar a sus súbditos con nuevos impuestos, no debe sentir que se le tenga por avaro, supuesto que en este malamente llamado vicio, consisten la estabilidad y la prosperidad de su gobierno. Se dirá acaso que César consiguió el impresión por sus liberalidades, y que otros muchos se han elevado por el ejercicio de la misma calidad; mas a esto respondo que es muy diferente el estado de un príncipe del de un hombre que aspira a serlo. Si César hubiera vivido más, o perdiera la reputación de liberal que le abrió el camino del impresión, o se hubiera perdido a sí mismo queriendo conservarla.

Se cuentan, no obstante, algunos príncipes que han hecho proezas con sus ejércitos, distinguiéndose siempre por su liberalidad; pero esto dependía de que sus dádivas no eran gravosas al tesoro público: tales fueron Ciro, Alejandro y el mismo César. El príncipe debe usar con economía de sus bienes y de los de sus súbditos; pero debe ser pródigo de los que tomare al enemigo, si quiere ser amado de sus tropas. No hay virtud que tanto se gaste por si misma, si puede decirse así, como la generosidad. El demasiado liberal no lo será largo tiempo, se quedará pobre y será despreciado, a menos que no sacrifique a sus súbditos con continuos tributos y demandas; y entonces se hará odioso. Nada debe temer tanto un príncipe como ser aborrecido y despreciado; y la liberalidad conduce a estos dos escollos. Si fuese necesario escoger entre dos extremos, siempre valdría más ser poco liberal que serlo demasiado; puesto que lo primero, aun cuando sea poco glorioso, no acarrea menos, como lo segundo, el aborrecimiento y el menosprecio.

Capítulo XVII

De la crueldad y de la clemencia; y si vale más ser amado que temido.


Paso ahora a tratar de las otras calidades que se requieren en los que gobiernan. ¿No hay duda en que un príncipe debe ser clemente, pero a tiempo y con medida. César Borja fue tenido por cruel; mas a su crueldad debió las ventajas de reunir a sus estados la Romanía, y de restablecer en esta provincia la paz y la tranquilidad de que se había visto privada largo tiempo. Bien considerado todo, se confesará que este príncipe fue más clemente que el pueblo de Florencia, el cual, por evitar la tacha de cruel, dejó destruir a Pistoya. No debe hacerse caso de la nota de crueldad, cuando se trata de contener al pueblo dentro de los límites de su deber porque al fin se halla que ha sido uno más humano haciendo un corto número de castigos indispensables que aquellos que, por demasiada indulgencia, provocan el desorden, de que resultan luego la rapiña y la muerte; como que los tumultos comprometen la seguridad del estado, o lo destruyen, tal paso que la pena impuesta por el príncipe a los delincuentes tan solo recae sobre algunos particulares.

Pocas veces un príncipe nuevo se salva de la nota de cruel, porque está llena de peligros toda dominación nueva, y así Dido (en Virgilio) se disculpa de la severidad de que usaba con el apuro a que la había reducido el interés de sostenerse en un trono que no había heredado de sus abuelos: Res dura, et regni novitas me talía cogunt moliri, et lalé fines custode tueri.

No es conveniente tampoco que el príncipe tenga miedo de su sombra, ni que escuche con demasiada facilidad las relaciones siniestras que le cuenten; antes bien debe ser muy circunspecto, tanto para creer como para obrar, sin desentenderse de los consejos de la prudencia, pues hay un medio racional entre la seguridad loca y la desconfianza infundada. Algunos políticos disputan acerca de si es mejor que el príncipe sea más amado que temido, y yo pienso que de lo uno y de lo otro necesita. Pero, como no es fácil hacer sentir en igual grado a los mismos hombres estos dos efectos, habiendo de escoger entre uno y otro, yo me inclinaría al último con preferencia. Es preciso confesar que generalmente los hombres son ingratos, disimulados, inconstantes, tímidos e interesados. Mientras se les hace bien, puede uno contar con ellos: nos ofrecerán sus bienes, sus propios hijos, su sangre, y hasta la vida; pero, como ya tengo dicho, todo ello dura mientras el peligro está lejos, y cuando este se acerca, su voluntad y la ilusión que se tenia desaparecen al mismo tiempo. El príncipe que hiciera caudal de tan lisonjeras palabras, y no cuidará de estar preparado para cualquier evento que pudiese sobrevenir, se hallaría muy expuesto a arruinarse; porque los amigos que se adquieren a costa de dinero, y no en virtud de las prendas del ánimo, rara vez se conservan durante los contratiempos de la fortuna; y no hay cosa más frecuente que verse uno abandonado de ellos al llegar la ocasión en que más los necesita. Generalmente se hallan los hombres más prontos a contemplar al que temen, que al que se hace amar, lo cual consiste en que siendo esta amistad una unión puramente moral o de obligación nacida de un beneficio recibido, no puede subsistir contra los cálculos del interés; en lugar de que el temor tiene por objeto el apartamiento de una pena o castigo, de cuya idea la impresión que recibe el ánimo es más profunda. Sin embargo, el príncipe no debe hacerse temer tanto, que deje de ser amable y merezca que le aborrezcan; no siendo difícil encontrar un buen medio, y mantenerse en él. Bástale para no ser aborrecido respetar las propiedades de sus súbditos y el honor de sus mujeres. Cuando se halle en la necesidad de imponer la pena de muerte, manifieste los motivos que tuviere, y sobre todo no toque a los bienes de los condenados, porque es preciso confesar que más pronto olvidan los hombres la muerte de sus parientes que la pérdida de su patrimonio. Por otra parte, tiene el príncipe sobradas ocasiones de tomar los bienes ajenos, si se propone vivir de la rapiña; al paso que son mucho más raras las de derramar la sangre de sus súbditos, y se acaban más pronto.

Pero, hallándose el príncipe al frente de su ejército y teniendo bajo sus órdenes una multitud de soldados, no debe hacer caso de que entre ellos se le tenga por cruel, respecto a que le será útil esta misma reputación para mantener la tropa en la obediencia y para evitar toda especie de facción.

Entre otras prendas admirables poseía Aníbal la de hacerse temer de sus soldados en tanto grado, que, habiendo conducido a país extranjero un ejército numerosísimo, compuesto de todo linaje de gentes, no tuvo que castigar el menor desorden, ni la falta más ligera contra la disciplina, ya siéndole la fortuna favorable, ya siéndole contraria; efecto que solamente puede atribuirse a su extremada severidad y a las demás dotes que le hacían respetar y ser temido del soldado, sin lo cual ni su ingenio ni su valor le hubieran sido útiles.

Hay, sin embargo, escritores tan poco juiciosos en mi opinión, que, aunque hagan el debido elogio de las grandes empresas de Aníbal, no aprueban semejante máxima; pero nada le justifica tanto en esta parte como el ejemplo de Escipion, uno de los mayores capitanes que nos da a conocer la historia de Roma. La excesiva indulgencia suya con las tropas que mandaba en España no produjo sino desórdenes, y últimamente una insurrección general; por lo que Fabio Máximo le echó en cara delante del senado pleno, que había estragado la milicia romana. Habiendo dejado sin castigo el mismo general la bárbara conducta de uno de sus tenientes con los Locrienses, dijo un senador, para justificarle, que había hombres a quienes era mucho más fácil no cometer yerros que castigarlos. Semejante exceso de indulgencia hubiera con el tiempo deslucido la reputación y gloria de Escipion, si hubiese continuado mandando y conservara las mismas disposiciones; pero, lejos de perjudicarle, redundó todo en mayor honra suya, porque vivía bajo el gobierno del senado.

Concluyo, pues (volviendo a mi primera cuestión acerca de si vale más ser amado que temido), que, como los hombres aman por libertad o por capricho, y por el contrario, temen según el gusto del que los gobierna, un príncipe prudente no debe contar sino con lo que está a su disposición; pero sobre todo cuide, según ya tengo advertido, de hacerse temer, sin llegar a ser aborrecible.

Capítulo XVIII

Si los príncipes deben ser fieles a sus tratados.


Ciertamente es muy laudable en un príncipe la exactitud y fidelidad en el cumplimiento de sus promesas, y que no eche mano de sutilezas y artificios para eludirle; pero la experiencia de estos tiempos nos demuestra que entre los más que se han distinguido por sus hazañas y prósperos sucesos, hay muy pocos que hayan hecho caso de la buena fe, o que escrupulizaran de engañar a otros cuando les tenia cuenta y podían hacerlo impunemente.

Sépase, pues, que hay dos modos de defenderse: el uno con las leyes, y el otro con la fuerza: el primero es propio y peculiar de los hombres, y el segundo común con las bestias. Cuando las leyes no alcanzan, es indispensable recurrir a la fuerza, y así un príncipe ha de saber emplear estas dos especies de armas, como finalmente nos lo dieron a entender los poetas en la historia alegórica de la educación de Aquiles y de otros varios príncipes de la antigüedad, fingiendo que le fue encomendada al centauro Quirón; el cual, bajo figura de hombre y de bestia, enseña a los que gobiernan que, según convenga, deberán valerse del arma de cada una de estas dos clases de animales, porque sería poco durable la utilidad del uso de la una sin el concurso de la otra.

De las propiedades de los animales debe tomar el príncipe las que distinguen de los demás al león y a la zorra, y valerse de ambas. Esta tiene pocas fuerzas para defenderse del lobo, y aquel cae fácilmente en las trampas que se le arman; por lo cual debe aprender el príncipe, del uno a ser astuto para conocer la trampa, y del otro a ser fuerte para espantar al lobo. Los que solamente toman por modelo al león, y se desdeñan de imitar las propiedades de la zorra, entienden muy mal su oficio, en una palabra, el príncipe prudente, que no quiere perderse, no puede ni debe estar al cumplimiento de sus promesas, sino mientras no le pare perjuicio, y en tanto que subsisten las circunstancias del tiempo en que se comprometió.

Ya me guardaría yo bien de dar tal precepto a los príncipes, si todos los hombres fuesen buenos; pero, como son malos y están siempre dispuestos a quebrantar su palabra, no debe el príncipe solo ser exacto y celoso en el cumplimiento de la suya; él siempre encontrará fácilmente modo de disculparse de esta falta de exactitud. Pudiera dar diez pruebas por una para demostrar que en cuantas estipulaciones y tratados se han roto por la mala fe de los príncipes, ha salido siempre mejor librado aquel que ha sabido cubrirse mejor con la piel de la zorra. Todo el arte consiste en representar el papel con propiedad,, y en saber disimular y fingir; porque los hombres son tan débiles y tan incautos que, cuando uno se propone engañar a los demás, nunca deja de encontrar tontos que le crean.

Solamente citaré un ejemplo tomado de la historia de nuestro tiempo. El papa Alejandro VI se divirtió toda su vida en engañar; y aunque su mala fe estaba bien probada y reconocida, siempre le salían bien sus artificios. Jamás se detuvo en prometer ni en afirmar sus palabras con juramento y las más solemnes protestas; pero tampoco se habrá conocido otro príncipe que menos se sujetara a estos vínculos, porque conocía a los hombres y se burlaba de ellos.

No se necesita, pues, para profesar el arte de reinar, poseer todas las buenas prendas de que he hecho mención: basta aparentarlas; y aun me atreveré a decir que a las veces sería peligroso para un príncipe hacer uso de ellas, siéndole útil siempre hacer alarde de su posesión. Debe procurar que le tengan por piadoso, clemente, bueno, fiel en sus tratos y amante de la justicia; debe también hacerse digno de esta reputación con la práctica de las virtudes necesarias; pero al mismo tiempo ser bastante señor de sí mismo para obrar de un modo contrario cuando sea conveniente. Doy por supuesto que un príncipe, y en especial siendo nuevo, no puede practicar indistintamente todas las virtudes; porque muchas veces le obliga el interés de su conservación a violar las leyes de la humanidad, y las de la caridad y la religión; debiendo ser flexible para acomodarse a las circunstancias en que se pueda hallar. En una palabra, tan útil le es perseverar en el bien cuando no hay inconveniente, como saber desviarse de él si el interés lo exige. Debe sobre todo hacer un estudio esmerado de no articular palabra que no respire bondad, justicia, buena fe y piedad religiosa; poniendo en la ostentación de esta última prenda particular cuidado, porque generalmente los hombres juzgan por lo que ven, y más bien se dejan llevar de lo que les entre por los ojos que por los otros sentidos. Todos pueden ver, y muy pocos saben rectificar los errores que se cometen por la vista. Se alcanza al instante lo que un hombre parece ser; pero no lo que es realmente; y el número menor, que juzga con discernimiento, no se atreve a contradecir a la multitud ilusa, la cual tiene a su favor el esplendor y la majestad del gobierno que la protege.

Cuando se trata, pues, de juzgar el interior de los hombres, y principalmente el de los príncipes, como no se puede recurrir a los tribunales, es preciso atenerse a los resultados: así lo que importa es allanar todas las dificultades para mantener su autoridad; y los medios, sean los que fueren, parecerán siempre honrosos y no faltará quien los alabe. Este mundo se compone de vulgo, el cual se lleva de la apariencia, y sólo atiende al éxito: el corto número de los que tienen un ingenio perspicaz no declara lo que percibe; sino cuando no saben a que atenerse todos los demás que no lo tienen.

En el día reina un príncipe, que no me conviene nombrar, de cuya boca no se oye más que la paz y la buena fe; pero, si sus obras hubiesen correspondido a sus palabras, más de una vez hubiera perdido su reputación y sus estados.

Capítulo XIX

Qué el príncipe ha de evitar que se le menosprecie y aborrezca.


He tratado con separación de las cualidades principales que deben adornar a un príncipe; y ahora, para abreviar, comprenderé todas las demás bajo un título general, diciendo que este debe guardarse cuidadosamente de todo aquello que pudiere hacerle aborrecido o menospreciado. Aunque tenga cualquier otra tacha, no arriesgará por eso su autoridad, ni dejará de haber cumplido con su deber.

Nada en mi opinión hace tan odioso a un príncipe, como, la violación del derecho de propiedad, y el poco miramiento que tuviere al honor de las mujeres de sus súbditos, los cuales, fuera de esto, estarán siempre contentos con él, y no le dejarán otro tropiezo que el de las pretensiones de un corto número de ambiciosos, que se cortan con facilidad.

Un príncipe es menospreciado cuando se acredita de inconstante, de ligero, pusilánime, irresoluto y afeminado; defectos de que deberá guardarse como de otros tantos escollos, esforzándose siempre en manifestar grandeza de ánimo, gravedad, valor y energía en todas sus palabras y acciones. Sus juicios en los negocios de particulares deben ser definitivos e irrevocables, para que nadie pueda jactarse de que le hará mudar de parecer o engañarle. De este modo se granjeará la estimación y aprecio de los súbditos, y evitará los golpes que se intenten dar a su autoridad. también tendrá menos miedo del enemigo exterior, el cual no vendría de buena voluntad a acometer a un príncipe que se hallara respetado de sus vasallos. Los que gobiernan tienen siempre dos especies de enemigos: unos exteriores, y otros interiores. Rechazará a los primeros con buenos amigos y buenas tropas; y en cuanto a los otros, ¿quién ignora que siempre hay amigos teniendo buenos soldados? Por otra parte, es cabido quería paz interior no se turba sino por medio de conspiraciones, las cuales no son peligrosas sino cuando están sostenidas y fomentadas por los extranjeros; y estos no se atreven a excitarlas, cuando sabe el príncipe acomodarse a las reglas que llevo indicadas, y sigue el ejemplo de Nabis, tirano de Esparta.

Por lo que toca a los súbditos, hallándose el príncipe sin cuidado por fuera, solamente tiene que temer las conjuraciones secretas, que desconcertará fácilmente, y aun prevendrá, absteniéndose de todo lo que pueda hacerle odioso o despreciable, como ya llevo dicho. Además que pocas veces o nunca se conspira sino contra aquellos príncipes cuya ruina y muerte fueran agradables al pueblo; sin lo cual se expondría cualquiera a todos los peligros que llevan consigo semejantes proyectos.

La historia está llena de conjuraciones; pero ¿de cuántas se cuenta que hayan tenido un éxito feliz? Nunca conspira uno solo; y aquellos que se asocian en los peligros de la impresión, son descontentos, que, llevados muchas veces de la esperanza de una buena recompensa por parte del mismo de quien es tan quejosos, denuncian a los conjurados, y así hacen abortar sus designios. Los que por necesidad hay que agregar a la conjuración, se encuentran perplejos entre la tentación de una ganancia considerable y el miedo de un gran peligro; de manera que, para encontrar uno digno de que se le confíe el secreto, es preciso buscarle entre los amigos más íntimos de los conjurados, o entre los enemigos irreconciliables del príncipe.

Reduciendo la cuestión a términos más sencillos, digo que por parte de los conjurados no hay más que miedo, recelos y sospechas, al paso que el príncipe tiene en su favor la fuerza, el esplendor y majestad del gobierno, las leyes, el uso y sus amigos particulares, dejando aparte el afecto que el pueblo profesa naturalmente a los que le mandan; de suerte que los conjurados, antes y después de la ejecución de sus designios, tienen mucho que temer, pues que, estando el pueblo contra ellos, no les quedaría recurso alguno. Pudiera presentar en prueba de lo que digo cien hechos diferentes, recogidos por los historiadores; pero me contentaré con uno solo, del cual ha sido testigo la jeneracion pasada.

Aníbal Bentivoglio, abuelo del de hoy día, y príncipe de Bolonia, fue muerto por los Cannechi de resultas de una conspiración; de manera que no quedó de esta familia más que Juan Bentivoglio, que aun estaba en mantillas. Sublevóse el pueblo contra los conjurados, y degolló toda la familia de los matadores; y para manifestar todavía más su afecto a los Bentivoglios, no habiendo ninguno que pudiese ocupar el puesto de Aníbal, reclamaron del gobierno de Florencia un hijo natural del príncipe cuya muerte acababan de vengar, el cual vivía en aquella ciudad agregado a un artesano que pasaba por padre suyo, y le confiaron la dirección de los negocios hasta que Juan Bentivoglio tuvo edad para gobernar.

Poco, pues, tiene que temer el príncipe las conjuraciones si su pueblo le quiere; y tampoco le queda ningún, recurso faltándole este apoyo. Por lo cual una de las máximas más importantes para todo príncipe prudente y entendido es contentar al pueblo, y contemplar a los grandes sin exasperarlos con demasías.

La Francia ocupa un lugar distinguido entre los estados bien gobernados. La institución de los parlamentos, cuyo objeto es atender a la seguridad del gobierno y a la conservación de los fueros de los particulares, es sapientísima. Conociendo sus autores por una parte la ambición e insolencia de la nobleza, y por otra los excesos a que contra ella pudiera arrojarse el pueblo, trataron de encontrar un medio apropiado para contener a unos y a otros independientemente del rey; quien no pudiera por lo mismo tomar partido por el pueblo sin descontentar a los grandes, ni favorecer a estos sin granjearse el aborrecimiento del pueblo. Para este efecto instituyeron una autoridad especial que pudiese sin la intervención del rey enfrenar el orgullo de los nobles, y al mismo tiempo proteger a las clases inferiores del estado; medio ciertamente muy adecuado para dar firmeza al gobierno, manteniendo la tranquilidad pública. De aquí deben tomar lección los príncipes para reservarse la distribución de las gracias y los empleos, dejando a los magistrados el cuidado de decretar las penas y en general la disposición sobre negocios que pueden excitar descontento.

Un príncipe, repito, debe manifestar su aprecio a los grandes; pero cuidando al mismo tiempo de no granjearse el aborrecimiento del pueblo. Acaso se me seguirá oponiendo la suerte de muchos emperadores romanos que perdieron el impresión y aun la vida, a pesar de haberse conducido con bastante sabiduría y de haber mostrado valor y habilidad. Por esto me parece conveniente examinar el carácter de algunos de ellos, como Marco Aurelio el filósofo, Cómodo su hijo, Pertinax, Juliano, Severo, Antonino, Caracala su hijo, Macrino, Heliogábalo, Alejandro y Maximino, para responder a esta objeción: examen que me conducirá naturalmente a exponer las causas de su caída, y a comprobar lo que ya llevo dicho en este capítulo sobre la conducta que deben observar los príncipes.

Es necesario tener presente que los emperadores romanos, no solo tenían que reprimir la ambición de los grandes y la insolencia del pueblo, sino también pelear con la avaricia y la crueldad de los soldados. Muchos de estos príncipes perecieron por haber tocado en este último escollo, tanto más difícil de evitar, cuanto es imposible satisfacer a un mismo tiempo la codicia de las tropas y no descontentar al pueblo, el cual suspira por la paz, al paso que aquellas desean la guerra; de suerte que los unos quisieran un príncipe pacífico, y los otros un príncipe belicoso, atrevido y cruel; no a la verdad con respecto a la milicia, sino con relación al pueblo en general, para lograr paga doble y poder saciar su ansia y su ferocidad. De este modo los emperadores romanos, a quienes no dio la naturaleza un carácter tan odioso o no supieron apropiársela, perecieron casi todos miserablemente por la impotencia en que se veían de tener a raya al pueblo y a las legiones. Así es que la mayor parte de ellos, y especialmente aquellos cuya fortuna era nueva, desesperados de poder conciliar intereses tan opuestos, tomaban el partido de inclinarse a las tropas, haciendo poco caso de que el pueblo estuviera descontento; partido más seguro en realidad, porque, en la alternativa de excitar el odio del número mayor o menor, conviene decidirse a favor del más fuerte. He aquí porque aquellos Césares que, habiéndose alzado a la suprema dignidad por si mismos, necesitaban para mantenerse en ella de mucho favor y extraordinario esfuerzo, se unieron antes a las tropas que al pueblo; y cuando cayeron, fue por no haber sabido conservar el afecto de los soldados. Marco Aurelio el filósofo, Pertinax y Alejandro, príncipes recomendables por su clemencia, por su amor a la justicia y por la sencillez de sus costumbres, perecieron todos menos el primero, que vivió y murió honrado, porque, habiendo adquirido el impresión por herencia, no se lo debía a las tropas ni al pueblo, y junto esto con las demás excelentes prendas suyas, pudo hacerse querer y hallar con facilidad los medios de contener a todos en los límites de su obligación. Pero Pertinax, aunque fue nombrado emperador contra su deseo, habiendo intentado sujetar las legiones a una disciplina severa, y muy diferente de la que observaban en tiempo de Cómodo, su antecesor, pereció pocos meses después de su elevación, víctima del aborrecimiento delos soldados, y acaso también del desprecio que inspiraba su mucha edad. Es cosa notable que se incurre en el odio de los hombres, tanto por proceder bien como por proceder mal; y así el príncipe que quiere sostenerse, se ve obligado muchas veces a ser malo, según ya he dicho, porque, cuando el partido que necesita halagar y tener a su favor está viciado, ya sea el pueblo, ya los grandes o la milicia, es indispensable contentarlo a cualquier costa, y renunciar desde luego a obrar bien.

Pero volvamos a Alejandro (Severo), de cuya clemencia han hecho muchos elogios los historiadores, y no obstante fue menospreciado por su molicie, y porque se dejó gobernar de su madre. El ejército conspiró contra este príncipe, tan bueno y tan clemente, que en el discurso de catorce años de reinado a nadie condenó a muerte sin juzgarle; y con todo eso pereció a manos de sus soldados. Por otra parte, Cómodo, Septimio Severo, Caracala y Maximino, habiéndose entregado a todo linaje de excesos por contentar la avaricia y crueldad de las tropas, no tuvieron mejor suerte, si de ellos exceptuamos a Severo, que reinó pacíficamente. Pero este príncipe, aunque oprimió al pueblo por captarse la benevolencia de la milicia, poseía otras muchas excelentes prendas que le granjeaban el afecto y la admiración de unos y otros. Mas como de simple particular ascendió al impresión, y por esta razón puede servir, de modelo a los que se encuentren en iguales circunstancias, me parece conveniente decir en pocas palabras como supo tomar alternativamente la figura del león y la de la zorra, animales de cuyas propiedades ya he hablado.

Conociendo Severo la cobardía del emperador Juliano, persuadió al ejército que mandaba en Iliria, de que era preciso ir a Roma para vengar la muerte de Pertinax, degollado por la guardia pretoriana. Bajo este pretexto, y sin que nadie sospechase que aspiraba al impresión, llegó a Italia antes que allí se tuviera noticia de su partida. De este modo entró en Roma y metió miedo al senado, que le nombró emperador, e hizo morir a Juliano; pero todavía le quedaban dos grandes obstáculos que superar para hacerse señor de todo el impresión. Pescenio Niger y Albino, que mandaban, el uno en Asia, y el otro en el Occidente, eran ambos competidores suyos, y el primero acababa también de ser proclamado emperador por sus legiones. Viendo Severo que sin mucho riesgo le era imposible atacar a un tiempo a los dos, tomó el partido de declararse contra Niger, y engañar a Albino ofreciéndole que dividiría con él la autoridad; proposición que este aceptó inmediatamente. Mas, apenas aquel hubo vencido y quitado la vida a Niger, pacificado el Oriente y vuelto a Roma, se quejó amargamente de la ingratitud de Albino; y acusándole de que había intentado darle muerte, pretestó «que se hallaba obligado a pasar los Alpes, decía él, para castigarle por lo mal que había correspondido a sus beneficios.» Llegó Severo a las Galias, y Albino, vencido, perdió a un tiempo la vida y el impresión.

Si se examina con atención la conducta de este emperador, se verá que es muy difícil reunir en tan alto grado las fuerzas del león y la astucia de la zorra. Supo al mismo tiempo hacerse temer y respetar del pueblo y de las tropas; por lo cual nadie extraña ver a un príncipe nuevo mantenerse en la posesión de tan vastos dominios, considerando que el afecto y la admiración que se granjeaba, desarmaron el odio que debían haber excitado sus rapiñas.

Antonino Caracala, su hijo, poseía también muchas cualidades excelentes que le hacían querer de las legiones, y ser respetado del pueblo: era buen soldado, enemigo constante de la molicie y del regalo, y por esto ídolo del ejército; pero llegó a tal punto su ferocidad que al cabo pueblo, milicia y hasta su propia familia concibieron contra él un odio irreconciliable. Pereció luego a manos de un centurión; venganza corta para reparo de tanta sangre como había hecho derramar en Roma y en Alejandría, donde a ninguno de sus habitantes dejaron de alcanzar los efectos de su crueldad.

Obsérvese aquí que los príncipes están expuestos a semejantes atentados, hallándose su vida pendiente de la resolución de cualquiera que no tema morir; mas como estos por fortuna no han sido frecuentes, dan poco cuidado. Sin embargo, guárdese el príncipe de ofender gravemente a los que andan cerca de su persona; pues esta falta que cometió Antonino, manteniendo entre sus guardias un centurión a quien amenazaba con frecuencia después de haber dado ignominiosa muerte a un hermano suyo, le costó la vida.

A Cómodo bastábale para mantenerse en la posesión del impresión seguir las huellas de su padre, que se lo había dejado; pero como era brutal, cruel y codicioso, muy pronto se trocó la disciplina que antes reinaba en el ejército en la licencia roas desenfrenada: además se granjeó el menosprecio de las tropas por el poco caso que hacia de su dignidad; llegando al extremo de no avergonzarse de lidiar brazo a brazo con los gladiadores en el anfiteatro. Así no tardó en ser victima de una conspiración, movida por el odio y desprecio que había provocado con sus bajezas, con su avaricia y ferocidad. Fáltame hablar de Maximino.

Habiéndose deshecho las legiones de Alejandro por su excesiva afeminación, pusieron en su lugar a Maximino, varón muy belicoso, pero que no tardó tampoco en hacerse aborrecible, y perder el impresión y la vida. Se hizo odioso y despreciable por dos motivos: el primero, la bajeza de su nacimiento, porque sabe todo el mundo que fue porquero en Tracia; y el segundo, la poca diligencia que puso en pasar a Roma para tomar posesión del impresión, granjeándose entre tanto la opinión de hombre muy cruel por los castigos que dieron sus prefectos en la capital y en las provincias de orden suya; de modo que muy pronto llegó a hacerse por un lado tan vil y despreciable, y por otro tan universalmente aborrecido, que, primeramente el África, después el senado con el pueblo de Roma, y luego toda la Italia, se levantaron contra él, ayudando a unos y otros su propio ejército, que al fin, cansado de sus crueldades y de la larga duración del sitio de Aquileya, le quitó la vida, sin temor de que hubiera quien la vengara.

No hablaré de Heliogábalo, de Macrino, ni de Juliano, que murieron, más o menos pronto, cubiertos de oprobio; pero diré, por conclusión, que los príncipes de nuestro tiempo no necesitan usar de tanto miramiento con sus tropas, porque no forman como en Roma un cuerpo independiente, ni disfrutan de un poder absoluto en el estado. Las legiones romanas, permaneciendo largo tiempo en las provincias, identificaban su interés con el del inmediato jefe que las mandaba, y a veces contra el del jefe del gobierno, haciéndose árbitras de su suerte; así era indispensable tenerlas contentas y contemplarlas. Ahora basta tratarlas con aprecio y de un modo regular; procurando antes ganarse el afecto del pueblo, que en nuestros estados modernos, exceptuando únicamente los de Turquía y Egipto, es más fuerte y poderoso que los soldados. Exceptúo al turco, porque necesita tener en pié un ejército de doce mil hombres de infantería y quince mil de caballería, del cual dependen la seguridad y la fuerza de su impresión; y como este soberano no hace el menor aprecio del pueblo, necesita absolutamente que aquella guardia se mantenga adicta a su persona. Lo mismo sucede con el soldán de Egipto, cuyas tropas tienen, por decirlo así, el poder en la mano, y por consiguiente deben ser tratadas con mucho miramiento, y contempladas más que el pueblo, de quien nada hay que temer. Este último gobierno no tiene semejante, si no lo es el pontificado cristiano, porque no puede llamarse principado hereditario, ni principado nuevo, puesto que, muerto el soldán, no recae el reino en sus hijos, sino en aquel que es elegido por las personas autorizadas para hacer la elección; y al mismo tiempo es muy antigua esta institución, para poderse mirar como nuevo semejante gobierno. Así es que en Egipto el príncipe electo experimenta tan poco trabajo en hacerse reconocer de sus súbditos, como en Roma el nuevo papa de los suyos.

Volviendo ahora a mi asunto, digo que quien reflexione en lo que llevo expuesto, verá que el aborrecimiento o el menosprecio fueron causa de la ruina de los emperadores que he citado, y sabrá también la razón porque, habiendo unos obrado de un modo y otros del contrario, solo uno consiguió acabar bien, cuando todos los demás, por la una o por la otra vía, tuvieron un fin desdichado. Se potará al mismo tiempo como a Pertinax y a Alejandro les fue, no solamente inútil, sino muy perjudicial el haber imitado a Marco, respecto a que los dos primeros eran príncipes nuevos, y este último adquirió el impresión por derecho de sucesión. El designio que de imitar a Severo formaron Caracala, Cómodo y Maximino, les fue funesto también, porque no tenían la fuerza de ánimo correspondiente para seguir en todo sus pisadas.

Infiérese, pues, que un príncipe nuevo en un principado nuevo se arriesga imitando la conducta de Marco, y no es indispensable que siga la de Severo, sino que debe tomar de este las reglas que necesite para fundar bien su estado, y de Marco lo que hubiere de conveniente y glorioso para mantenerse en la posesión de otro ya fundado y establecido.

Capítulo XX

Si las fortalezas y otros medios que parecen útiles a los príncipes, lo son en realidad.


Príncipes hay que, para mantenerse en sus estados, desarman a sus vasallos; otros fomentan la discordia en las provincias sujetas a su dominio; los ha habido que de intento se procuraron enemigos; algunos trabajan para ganar la voluntad de aquellos que en el principio de su reinado les parecieron sospechosos; éste manda construir fortalezas, y aquel demolerlas. No es fácil determinar lo que hay de bueno y de malo en todo esto, sin entrar antes en el examen de los diferentes estados y circunstancias a que hayan de aplicarse las reglas que se dieren; y así me ceñiré a hablar de un modo general, y según lo requiere la materia.

Nunca es conveniente que el príncipe nuevo desarme a sus súbditos: por el contrario, debe luego armarlos, si los encontró desarmados. Todas las armas que entonces distribuya se emplearán en favor suyo; las personas que antes le serian sospechosas, se agregarán a su partido, y las fieles y leales lo serán más.

Imposible es, sin duda, armar a todos los hombres; pero el príncipe que sabe ganar a aquellos a quienes da armas, nada tiene que temer de los que por necesidad quedan inermes; porque le cobran afecto los primeros por está preferencia, y le excusan fácilmente los demás, suponiendo más mérito en aquellos que se exponen a mayor peligro. Bien al contrario, un príncipe que desarma a sus súbditos, los ofende inclinándoles a creer que desconfía de ellos; y no hay cosa más eficaz para excitar el aborrecimiento del pueblo. Además esta determinación pondría al príncipe en la necesidad de recurrir a la milicia mercenaria, cuyos peligros he manifestado ya con bastante extensión; y aun cuando no tuviera tantos inconvenientes este recurso, seria siempre insuficiente contra un enemigo grande y con vasallos sospechosos.

Así vemos todos los días a los nombres que por sí mismos se elevan a la soberanía, armar a sus nuevos súbditos; mas, si se tratara de reunir un estado nuevo a otro antiguo o hereditario, entonces convendría al príncipe desarmar a sus vasallos nuevos, exceptuando siempre a aquellos que antes de la conquista se hubiesen declarado en favor suyo; aunque procure siempre irlos debilitando para que en el estado antiguo se concentre toda la fuerza militar.

Nuestros antepasados, especialmente aquellos que merecieron la reputación de sabios, decían que era necesario contener a Pistoya por medio de las discordias domésticas, ya Pisa por las fortalezas. Así pues, rara vez se descuidaban en fomentar divisiones en las ciudades, cuyos habitantes eran sospechosos: excelente política atendiendo al estado de fluctuación en que se hallan las cosas de Italia, en aquella época, pero inadaptable a la del día, porque una ciudad dividida no pudiera defenderse de un enemigo poderoso y diestro; el cual no dejaría de ganar a una de las dos facciones, y por este medio se haría dueño de la plaza.

Por un efecto de esta misma política los Venecianos favorecían alternativamente a los Güelfos y a los Gibelinos en las ciudades sujetas a su dominio, y no dejándoles que llegasen a las manos, no cesaban de soplar el fuego de la discordia entre ellos, a fin de distraerlos de la idea de sublevarse. Verdad es que esta república no sacó el fruto que esperaba de semejante conducta, porque, derrotados sus ejércitos en Vaila, una de estas facciones se propuso dominarla, y lo consiguió.

Síguese pues, que tal política es el recurso de la debilidad, y por lo mismo un príncipe poderoso no sufrirá jamás semejantes divisiones, que, cuando no sean enteramente perjudiciales en tiempo de paz, porque ofrecen un medio eficaz de distraer a los súbditos de toda idea de rebelión, son en tiempo de guerra las que ponen más en descubierto la impotencia del estado que se vale de ellas. Venciendo obstáculos, se engrandecen los príncipes; y por eso suele la fortuna ensalzar a algunos en el principio de su carrera, suscitándoles enemigos y ofreciéndoles dificultades que enciendan su genio, ejerciten su valor y les sirvan como de otros tantos escalones para llegar a un alto grado de poder. Por esta razón piensan muchos que alguna vez le conviene a un príncipe buscar enemigos, para que le obliguen a salir de una peligrosa inercia, y le proporcionen ocasiones de hacerse admirar y querer de sus súbditos, tanto leales como rebeldes.

Los príncipes, y especialmente los nuevos, han sido servidos a las veces con más celo y fidelidad de aquellos súbditos en quienes no tenían al principio una entera confianza, que de otros que en su opinión eran absolutamente fieles. Pandolfo Petrucci, príncipe de Sena, con mejor voluntad se valía de los primeros que de los últimos; pero es difícil fijar reglas generales en un punto que varía según las circunstancias: solamente advertiré que, si los hombres, a quienes el príncipe miraba como enemigos en los primeros años de su reinado, tienen necesidad de su apoyo y protección, podrá ganárselos fácilmente; y aunque nuevos partidarios suyos, le serán tanto más fieles, cuanto mayor esmero necesiten poner en borrar por medio de sus servicios la opinión poco favorable que su anterior conducta había producido. Al contrario, aquellos que nunca han estado opuestos a los intereses del príncipe, cuando llega el caso de necesitarlos, suelen servirle con la flojedad y descuido que engendra la misma seguridad.

Esta materia me presenta oportuna ocasión de hacer a los príncipes nuevos una advertencia importante, y es que, si han ascendido a la dignidad suprema por favor del pueblo, indaguen atentamente la causa y los motivos de tanta benevolencia; porque, si proviene menos del verdadero interés que les inspire su persona, que de odio al gobierno antiguo, podrá luego costarles trabajo mantenerse en la gracia de sus súbditos por la misma dificultad de contentarlos.

Habrá hombres que, aunque aborrecieran el gobierno antiguo, vivirían con él sin violencia; otros de carácter inquieto y duro que no podrían aguantar los abusos de la administración pasada; y de estos últimos, aun cuando hayan contribuido a la elevación del príncipe nuevo, es más difícil ganarse la amistad que de los primeros. Basta tener una leve tintura de la historia antigua y moderna para convencerse de esta verdad.

Los príncipes construyen las fortalezas para mantenerse con más facilidad en sus estados frecuentemente amenazados por los enemigos estertores, y para contener el primer ímpetu de una revolución. Este método es muy antiguo y me parece bueno: no obstante, hemos visto en nuestros tiempos que Nicolás Vitelli mandó demoler dos fortalezas en la ciudad de Castello para seguridad de su estado. Guido de Ubaldo, duque de Urbino, habiendo recobrado su estado ducal, de que le había deposeído César Borja, mandó arrasar todas las fortalezas, pensando que sin ellas podría mantenerse en su posesión con más facilidad. Los Bentivoglios hicieron otro tanto en Bolonia, luego que recobraron el dominio de este estado.

Infiérese pues, que las fortalezas son útiles o inútiles según las circunstancias; y si por un lado aprovechan, son perjudiciales por otro. El príncipe que teme más a sus súbditos que a los extranjeros, debe fortificar sus ciudades, y abstenerse de hacerlo en el caso contrario. El castillo que Francisco Sforza mandó construir en Milán, ha causado y causará más daños a esta casa que todos cuantos desórdenes han afligido a aquel ducado.

No hay fortaleza mejor que el afecto del pueblo; porque un príncipe aborrecido de sus súbditos debe contar con que el enemigo extranjero volará a ayudarles luego que los vea en armas. No se sabe que las fortalezas hayan aprovechado a los príncipes de nuestro tiempo, si exceptuamos a la condesa de Forli, viuda del conde Jerónimo; la cual por este medio tuvo disposición de recibir los socorros que la enviaba el estado de Milán y de recuperar el suyo; bien que la favorecieron mucho las circunstancias, no pudiendo sus vasallos ser socorridos de los extranjeros. Pero cuando más adelante fue acometida esta condesa por César Borja, y el pueblo a quien en ella había tenido por enemigo, se juntó con el extranjero, de muy poco la sirvieron sus fortalezas; verificándose siempre que la hubiera valido más que tenerlas el no ser aborrecida de sus súbditos.

De todo lo que va dicho se infiere que igualmente pueden ser dignos de elogio el que construye y el que no construye fortalezas; pero siempre son reprensibles los que, fiándose en ellas, hicieren poco caso de que el pueblo los aborrezca.

Capítulo XXI

Porqué medios consigue un príncipe hacerse estimar.


Nada influye tanto en que un príncipe sea estimado como las grandes empresas, y en general las acciones extraordinarias. A Fernando V, hoy día reinante en España, se le puede mirar como un príncipe nuevo, puesto que de simple rey de un estado pequeño ha llegado a ser por su grande reputación y gloria el primer rey de la cristiandad. Si se consideran sus acciones, se hallará en todas ellas un carácter de elevación tan extraordinario, que algunas parecen ya desmesuradas.

Apenas subió este príncipe al trono, cuando dirigió sus armas contra el reino de Granada; guerra que fue el fundamento de su grandeza, pues, distraídos los magnates de Castilla con las batallas, estuvieron muy lejos de fijar su atención en las novedades políticas, y de advertir la autoridad que el rey iba acrecentando cada día a costa de ellos, manteniendo con los caudales del pueblo y de la Iglesia los ejércitos que le elevaban al alto grado de poder en que le vemos.

Para formar luego empresas todavía más brillantes, se cubrió mañosamente con la capa de religión, y por un afecto de piedad bárbara y cruel, lanzó a los Moros de sus estados; rasgo de política verdaderamente deplorable y sin ejemplo.

Vistiose también Fernando del mismo disfraz para invadir sucesivamente el África, la Italia y la Francia, alimentando siempre los proyectos más vastos, y al mismo tiempo más idóneos para concentrar la atención de sus súbditos en los sucesos de su reino. Así es como este príncipe ha sabido disipar las tormentas que se formaban contra él, y le hemos visto luego conseguir sus fines sin encontrar obstáculos de parte de sus súbditos.

También es útil a veces decretar castigos ejemplares y conceder recompensas extraordinarias, porque esto causa mucho ruido y produce siempre grande impresión en los ánimos: Bernabé Visconti, señor de Milán, puede servir de ejemplo en esta parte. En fin, los que gobiernan deben generalmente esforzarse para parecer grandes en todas sus acciones, y evitar todo lo que dé indicios de debilidad o de incertidumbre en sus designios. El príncipe que no sepa ser amigo o enemigo decidido, se granjeará con mucha dificultad la estimación de sus súbditos. Si están en guerra dos potencias vecinas, debe declararse por una de ellas, so pena de hacerse presa del vencedor, sin ningún recurso, y alegrándose el mismo vencido de su ruina; porque el vencedor no podrá mirar con buenos ojos a un amigo incierto que le abandonaría al primer revés de la fortuna, y el vencido nunca le perdonará que se haya mantenido tranquilo espectador de sus derrotas.

Habiendo entrado Antioco en la Grecia, llamado por los Etolios para echar de allí a los romanos, envió a los Aqueos, amigos de estos últimos, un embajador con el fin de persuadirles que se mantuvieran neutrales, al mismo tiempo que los romanos les metían priesa para que tomaran las armas a favor de ellos. Juntos en consejo los Aqueos para deliberar sobre este punto, tomó la palabra el enviado de los romanos después del de Antioco, y les dijo: «Os engañan aconsejándoos que no toméis parte en la guerra que sostenemos, como el partido más prudente que podéis escoger para la conservación y la utilidad de vuestros estados: muy al contrario, yo pienso que no pudiérais adoptar otro peor, porque, manteniéndoos neutrales, quedareis infaliblemente a la discreción del vencedor, cualquiera que este sea, y tomaréis sobre vosotros dos riesgos por uno.»

Considera que no es tu amigo quien te pide la neutralidad, y que lo es o puede serlo aquel que te induce a tomar las armas para ayudarle. Los príncipes irresolutos, que solo atienden a salir del apuro, adoptan el partido de la neutralidad, que las más veces les conduce a su ruina. Cuando un príncipe se declara paladinamente por una de las potencias beligerantes, si triunfa aquella con quien se junta, aunque él quede después a su discreción y ella sea muy poderosa, no tendrá que temerla, porque le quedará reconocida y habrá formado con la misma estrechos vínculos de amistad. No son los hombres tan imprudentes que den a menudo ejemplos de una ingratitud igual a la que resultaría de oprimirte en semejantes circunstancias; ademas de que nunca son tan prósperas y cumplidas las victorias que permitan al vencedor faltar impunemente tanto a la consideración de sus aliados y al miramiento que siempre se debe a la justicia. Si, por el contrario, fuere vencido aquel por quien te declarares, no podrá olvidar el beneficio que le hicieres; y si llega algún día a mejorar de fortuna, podrás contar recíprocamente con su auxilio, habiéndose hecho, en cierto modo, compañero de tu fortuna.

En el otro caso, es decir, si las potencias que están en guerra no pueden inspirarte temor, sea quien quiera el que venza, la prudencia te aconsejará igualmente que te declares a favor de una de ellas; pues de este modo concurrirás a la ruina de la otra, sirviéndote de auxiliar la primera, que, si fuera discreta, debería salvarla. Como será imposible que aquella no triunfe con tu auxilio, su victoria lo dejará también sometida a tu discreción.

Obsérvese aquí que, habiendo un príncipe de acometer a otros, debe huir de toda alianza con quien sea más poderoso que él, no obligándole a hacerla la necesidad, como llevo dicho más arriba; porque, si este vence, quedarás en cierto modo sometido a su poder: situación violenta que debe evitar todo el que aprecia como debe su independencia. Así es como se perdieron los Venecianos, por haberse aliado sin necesidad a la Francia contra el duque de Milán. Los Florentinos no fueron tan reprensibles en haber abrazado el partido del papa y del rey de España, luego que marcharon las tropas de estos contra la Lombardía, porque obedecían a la dura ley de la necesidad, según ya he probado antes. Por último, no hay un partido perfectamente seguro, y muchas veces tan solo se evita un peligro para caer en otro mayor. La prudencia humana sirve solamente para escoger el menos perjudicial de los males conocidos.

Los príncipes deben honrar mucho el talento, y proteger las artes, especialmente el comercio y la agricultura. Importa sobre todo inspirar seguridad a los labradores contra la opinión que suelen tener de que serán recargados con tributos y despojados de sus tierras después que las hayan mejorado por medio de un buen cultivo. Últimamente el príncipe no se descuidará en ciertos tiempos del año en dar al pueblo fiestas y espectáculos, ni faltará a honrar con su presencia las juntas de los diferentes gremios de oficios, desplegando en todas estas ocasiones la magnificencia propia del trono, y dando muestras de bondad, sin comprometer la dignidad del rango a que se ha elevado.

Capítulo XXII

De los ministros.


La elección de ministros es una de las cosas más importantes y que da mejor a conocer la sabiduría de los que gobiernan, porque no es de príncipes ordinarios emplear bien su confianza. En esto se echa de ver al momento su talento, pues el que tuviere para otros negocios no se descubre sino al paso que se ofrece la ocasión, y esta no se presenta con frecuencia. La reputación de un príncipe pende muchas veces del mérito de las personas que le rodean. Todos los que conocían al señor Antonio de Venafro, no podían menos de hacer justicia al tino y a la sabiduría de Pandolfo Petrucci, príncipe de Sena, por la elección que hizo de un hombre tan hábil para administrar sus estados.

Hay tres especies de talentos: unos que saben descubrir cuanto les importa saber; otros que disciernen con facilidad el bien que se les propone; y en fin los hay que no entienden por sí, ni por medio de otro. Los primeros son sobresalientes, los segundos buenos, y los terceros absolutamente inútiles. Pandolfo pertenecía cuando menos a la segunda clase, porque el príncipe que sabe distinguir lo que es útil de lo que es perjudicial, puede, sin ser hombre de grande ingenio, formar juicio de la conducta de sus ministros, y aprobarla o tacharla con discernimiento, de manera que, estando estos persuadidos de que no pueden engañarle, le servirán con celo y fidelidad.

Pero ¿qué medios hay de conocer los ministros? He aquí uno infalible, que consiste en observar si se ocupan más en sus intereses propios que en los del estado. Un ministro debe dedicarse enteramente a los negocios públicos, y no entretener jamás al príncipe con sus asuntos particulares. A este le toca cuidar de los intereses del ministro que, por decirlo así, se olvida de sí mismo, y colmarle de honras y bienes: de este modo le quitará el pensamiento de buscar más riquezas y otras dignidades. Sobre todo, debe reducirle a términos de temer y alejar cualquier mudanza perjudicial o funesta al soberano, su amo; único arbitrio para establecer entre el príncipe y los ministros una confianza útil, y al mismo tiempo noble y honrosa.

Capítulo XXIII

Como se debe huir de los aduladores.


No puedo menos de hablar de la adulación que reina en todas las cortes; vicio sobre el cual los príncipes deben estar siempre alerta, y de que no se verán libres, sino es valiéndose de la prudencia y de mucha habilidad. Tienen los hombres tanto amor propio y tan buena opinión de sí mismos, que es muy difícil preservarse de tal contagio; además de que, queriéndolo evitar, pudieran también disminuir su justo aprecio. El mejor arbitrio que pueden tomar los príncipes para librarse de los aduladores, es manifestar que no les ofende la verdad; pero, si cualquiera tuviera la libertad de decirles lo que quisiera, ¿en qué vendría a quedar entonces el respeto debido a la majestad del soberano? El príncipe prudente guarda un justo medio, escogiendo hombres sabios por consejeros, y permitiéndoles a ellos solos que le digan francamente la verdad sobre las cosas que les pregunte, y nada más. Y debe ciertamente preguntarles y oír su parecer en cuanto le incumbe; mas luego determinarse a aquello que le dicte su propia opinión, conduciéndose de manera que todas las gentes convencidas de que con cuanta mayor libertad se le habla; tanto más se le agrada. Tocante a los otros, no debe oírlos el príncipe, sino seguir derechamente el camino que se ha propuesto sin apartase de él.

Un príncipe que se porta de diferente modo, o se pierde por escuchar a los lisonjeros, o tiene una conducta incierta y variable, que le quita todo su crédito. Voy a citar en apoyo de esta doctrina un pasaje de la historia de nuestro tiempo. Dice el clérigo Luc del emperador Maximiliano, su señor, hoy día reinante, «que de nadie se aconseja, y sin embargo, jamás obra siguiendo su propio dictamen.» Esto es seguir un camino diametralmente opuesto al que acabo de señalar. Como S. M. I. es un señor muy misterioso, que no da parte a nadie de sus proyectos hasta el momento mismo de llevarlos a ejecución, apretado entonces por el tiempo, por los reparos que le ponen sus ministros y por las dificultades imprevistas que encuentra, tiene que ceder a la opinión de los demás y trastornar todo lo que había concebido. Y ahora pregunto yo: ¿qué cuenta hay que tener con un príncipe que deshace hoy lo que hizo ayer?

Siempre está bien al jefe de un estado tener consejeros y consultarlos; pero haciéndolo cuando a él le acomode, y no cuando quieran sus súbditos. Ha de procurar, por el contrario, que nadie se meta a darle consejos, sin que él los pida, aunque convenga que sea a veces gran preguntón, que oiga atentamente lo que le digan, y manifieste descontento, si advierte que los que están a su lado titubean en decirle todo lo necesario.

Es un error grosero creer que será menos estimado un príncipe aconsejándose de otros, y que entonces se le tendrá por incapaz de conocer las cosas por sí mismo; porque el que está falto de luces jamás acierta a aconsejarse bien, a menos que tenga la rara felicidad de encontrar un ministro hábil y honrado, en quien pueda descargarse de todo el peso y cuidados del gobierno; y aun entonces correrá el riesgo de verse despojado de sus estados por aquel mismo a quien imprudentemente confíe toda su autoridad. Para ponerse a salvo de este peligro, si en lugar de un consejero solo tiene muchos, y destituido de talento quiere conciliar los pareceres distintos de sus ministros, que acaso se ocuparán más del interés propio suyo, que de los del estado, sin recelarlo él siquiera, ¿cómo podrá evitar su perdición? Por otra parte los hombres en general son malos, y no se inclinan al bien sino obligados por la fuerza; de lo que se infiere que la sabiduría sola del príncipe es la que ha de producir los buenos consejos, y que los buenos consejos nunca o rara vez suplan la sabiduría del príncipe.

Capítulo XXIV

Porque los príncipes de Italia han perdido sus estados.


Un príncipe, aunque sea nuevo, se mantendrá tan fácilmente en la posesión de sus estados, como aquel que reine por título de herencia, si se conduce con arreglo a las máximas que acabo de esplicar; y aun en el primer caso su condición será preferible bajo ciertos respectos a la de un príncipe hereditario, porque, como se examina con más atención el sistema de un príncipe nuevo, principalmente si gobierna con tino y sabiduría, este mismo mérito suyo le captará el afecto y la estimación de los pueblos, mucho mejor todavía que la legitimidad del título de su dominio. Siendo cierto, por otra parte, que los hombres atienden más a lo presente que a lo pasado, y no piensan en variar cuando se hallan bien, un príncipe que llena cumplidamente sus deberes nunca debe temer que le falten su defensores. Lejos de ser un motivo para disminuir su aprecio la novedad de su fortuna, doblará por el contrario su gloria, como que su mérito solo será el que haya vencido todos los obstáculos que se le presentaron; y al paso que el reino de este adquiere más esplendor por las buenas leyes que establece, por la institución de una milicia respetable, por los amigos útiles que se ha granjeado, y por empresas brillantes consumadas con buen éxito, asimismo se envilece y degrada aquel que por su impericia o por su culpa pierde los estados que había heredado de sus mayores.

Si se examina la conducta del rey de Nápoles, la del duque de Milán y la de otros que han perdido sus dominios en nuestros días, se advertirá que han incurrido todos en un grande error, por haberse descuidado en levantar una milicia nacional, y además en no haber hecho caso de ganarse el afecto de los pueblos, captando al mismo tiempo la voluntad de los magnates: tan cierto es que por desaciertos de esta naturaleza puede perderse un estado respetable, y capaz por sí mismo de poner en campaña un ejército numeroso. Filipo de Macedonia, no el padre de Alejandro-Magno, sino el que fue derrotado por Tito Quintio, poseía un estado muy poco considerable, comparado con el de Roma y los de la Grecia, contra cuyas fuerzas combinadas tuvo que defenderse. Resistió, no obstante, a estas grandes potencias, y en muchos años que duró la guerra, tan solo perdió unas cuantas ciudades; pero este príncipe era un guerrero distinguido, sabía además contemplar a los grandes y hacerse amar del pueblo.

No deben, pues, nuestros príncipes de Italia echar la culpa a la fortuna de haber perdido sus estados, sino a su cobardía y a su falta de impresión; porque estaban tan distantes de creer posibles semejantes trastornos (como sucede de ordinario a los gobiernos que han gozado de tranquilidad por algún tiempo), que, cuando vieron acercarse al enemigo, huyeron en vez de defenderse, contando conque los pueblos, cansados bien pronto de la insolencia del vencedor, no tardarían en volverlos a llamar.

Cuando no hay otro partido que tomar, no es tan malo el último; pero considerando que es una vergüenza despreciar los medios honrosos de evitar su ruina, y dejarse así caer con la esperanza de que otros nos levantará; esperanza por lo regular vana, pero que, aun teniendo algún fundamento, es expuesta, porque aquel que confía en el socorro extranjero, debe temer el hallar un dueño en su vencedor. El príncipe ha de buscar recursos en sí misma y en su valor contra la mala fortuna.

Capítulo XXV

¿Qué influjo tiene la fortuna en las cosas de este mundo, y de qué modo se le puede hacer frente siendo adversa.


No ignoro que han creído muchos, y piensan todavía, que las cosas de este mundo se gobiernan de tal modo por la Providencia o por la fortuna, que ningún poder tiene la prudencia humana contra los acontecimientos; y es por lo mismo inútil tomarse cuidado por lo que ha de suceder en ciertas ocasiones, o tratar de evitarlo o impedirlo.

Las revoluciones de que hemos sido y somos todavía testigos, son muy propias para acreditar una opinión semejante, de la cual aun a mí mismo me cuesta muchas veces trabajo defenderme, considerando cuanto estos sucesos han pasado más allá de lo que podíamos conjeturar. Sin embargo, como tenemos un libre albedrío, yo pienso, y es necesario reconocer, que la fortuna no gobierna el mundo en tales términos, que no le quede a la prudencia humana una gran parte de influjo en todos los sucesos que vemos.

Yo compararía el poder ciego de la fortuna con un rio violento, que, cuando sale de madre, inunda los campos, arranca de cuajo los árboles, derriba y se lleva los edificios, trasporta las tierras de un lugar a otro, y nadie se atreve ni puede oponerse a su furor; todo lo cual no impide el que luego que vuelve a sujetarse dentro de sus márgenes, se construyan diques y calzadas para precaver nuevas inundaciones y estragos. Lo mismo sucede ciertamente con la fortuna, que ejerce su poder, sí no se le opone alguna barrera.

Echando una mirada a la Italia, teatro de frecuentes convulsiones, que ella misma ha provocado, se advierte que es un país falto de diques y sin defensa. Si se hubiera puesto en estado de resistir a sus enemigos, a imitación de España, Francia y Alemania, o la irrupción de los extranjeros hubiera sido menos considerable y desastrosa, o no hubiera sido invadida.

Ya no hablaré más sobre los medios generales de vencer la mala fortuna; pero, limitándome a ciertas particularidades, debo notar que aun en el día no es cosa rara ver a príncipes que han caído de un estado de prosperidad en la desgracia, sin que pueda esto atribuirse a alguna mudanza en su conducta o en su carácter; lo cual en mi juicio proviene de las causas que he manifestado antes con bastante extensión, a saber: que los príncipes que se fían demasiado en la fortuna, se arruinan cuando ella los abandona. Aquellos que arreglan su conducta a las circunstancias, rara vez son desgraciados, porque la fortuna se muda solamente para los que no saben acomodarse al tiempo. Prueba de esto es la diversidad de caminos que toman los que corren en pos de la gloria, o de las riquezas: el uno se dirige hacia su objeto a bulto y a la buena ventura, el otro con discernimiento y medida; este usa de la astucia, y aquel de la fuerza; uno tiene espera, otro es impaciente; y no obstante, vemos a muchos conseguir su intento por estos medios tan diversos y aun contrarios; y algunas veces de dos que siguen la misma senda, el uno llega a su destino, y el otro se extravía. La diferencia de tiempos puede unicamente descifrar la extravagancia de los sucesos.

Las circunstancias deciden también si en tal o cual ocasión un príncipe se ha conducido bien o mal. Hay tiempos en que es necesario valerse de suma prudencia, y hay otros en que el príncipe puede o debe dejar alguna cosa la casualidad; pero nada es tan difícil como mudar de intento y a tiempo de conducta y de carácter, ya sea porque no sepa uno resistir a sus hábitos e inclinaciones, o ya porque con dificultad se abandona un camino que siempre nos había dirigido bien.

Julio II, de un genio violento y arrebatador salió felizmente de todas sus empresas, sin duda porque las circunstancias en que este pontífice gobernaba la Iglesia, requerían un jefe de semejante carácter. Aun hay memoria de su primera invasión del territorio de Bolonia, viviendo Juan Bentivoglio, con la que dio celos a los Venecianos, a la España ya la Francia; pero no se atrevieron a incomodarle unos ni otros: los primeros, porque no se consideraban con fuerzas suficientes para resistir a un pontífice de aquel carácter; la España, porque ella misma tenia que recobrar el reino de Nápoles; y la Francia, por que además del interés que advertía en contemplar a Julio II, quería humillar también a los Venecianos, de suerte, que no titubeó en conceder al papa los socorros que le había pedido.

Así es como Julio II salió felizmente de una impresión en que hubieran sido intempestivas la prudencia y la circunspección; y sin duda esta misma impresión hubiera tenido mal éxito, dando tiempo a la España y a los Venecianos para reconocerse, y a la Francia para que la entretuviera con escusas y dilaciones.

Julio II manifestó en todas sus empresas el mismo carácter de violencia, justificándolo el éxito plenamente; pero acaso no vivió bastante para probar la inconstancia de la fortuna, porque, si hubiese llegado tiempo de valerse de la prudencia y la circunspección, inevitablemente hubiera encontrado su ruina en aquella inflexibilidad de carácter e impetuosidad, que eran tan naturales en él.

De todo esto es preciso concluir que aquellos que no saben mudar de método cuando los tiempos lo requieren, prosperan sin duda mientras van del acuerdo con la fortuna; pero se pierden luego que esta se muda, no sabiendo; seguirla en sus frecuentes variaciones.

Por último, opino que más vale ser atrevido que demasiado circunspecto; porque la fortuna es de un sexo que únicamente cede a la violencia, repele siempre a los cobardes, y, si suele declararse por los jóvenes, es porque son ellos más emprendedores y atrevidos.

Capítulo XXVI

Exhortación para libertar la Italia del yugo de los extranjeros.


Cuando repaso las materias que contiene este libro, y me detengo a examinar si las circunstancias en que nos hallamos serán o no favorables para el establecimiento de un gobierno nuevo, que fuese tan ventajoso para Italia, como honroso a su autor, me parece que no ha habido ni habrá tiempo más oportuno de llevar a ejecución una impresión tan gloriosa.

Si fue preciso que el pueblo de Israel estuviera esclavizado en Egipto para apreciar las raras prendas de Moisés; que los Persas gimiesen en la impresión de los Medos para conocer todo el valor y la magnanimidad de Ciro; en fin, si los Atenienses no hubieran percibido tan vivamente la importancia de los beneficios de Teseo, a no haber experimentado los males inherentes a la vida errante y vagamunda; ha sido necesario también que, para apreciar el mérito y talento de un libertador de Italia, se viera nuestro infausto país maltratado más cruelmente que la Persia; que sus habitantes hayan estado más dispersos que los Atenienses; y en fin, que hayan vivido sin leyes y sin jefes, saqueados, divididos y esclavizados por los extranjeros.

Alguna vez, en verdad, han aparecido varones de un mérito tan singular, que pudiera habérseles creído enviados por Dios para libertarnos; pero no parece también sino que la fortuna celosa se empeñó en abandonarlos en la mitad de su carrera; de suerte que nuestra desgraciada patria gime todavía exánime, y se consume esperando algún redentor que ponga fin a la devastación y frecuente saqueo de la Lombardía, de la Toscana y del reino de Nápoles; pide al cielo que levante algún príncipe poderoso para sacarla del yugo pesado y aborrecible de los extranjeros, para cicatrizar las hondas llagas que tiene abiertas tanto tiempo ha, y para conducirla bajo sus estandartes a una victoria permanente contra tan crueles opresores.

Pero ¿en quién podrá la Italia poner los ojos sino en vuestra casa, que, sobre hallarse visiblemente favorecida del cielo, y en el día encargada del gobierno de la Iglesia, posee además la sabiduría y el poder necesarios para intentar una impresión tan noble? Yo no creo que os presente obstáculos invencibles la ejecución de este proyecto, si consideráis que los grandes príncipes, que os pueden servir de norma, no eran más que hombres poderosos como vos, aunque su mérito les haya elevado sobre los demás de su especie; y a la verdad ninguno de ellos se halló en una situación tan favorable como la vuestra. Debo añadir que, estando también la justicia de vuestra parte, su causa no podía ser más legítima, ni Dios estar por ellos más bien que por vos. Toda guerra es justa desde que es necesaria; y es humanidad tomar las armas por la defensa de un pueblo, cuando está en ellas su único y postrer recurso. Todas las circunstancias concurren a facilitar la ejecución de un designio tan noble; y basta para llevarle a buen término, caminar por las huellas que dejaron los hombres ilustres que os he dado a conocer en el discurso de esta obra. ¿Es acaso necesario que hable el cielo? Pues ya ha manifestado también su voluntad por señales prodigiosas. Se ha visto al mar abrirse y dar paso por sus abismos; a una nube señalar el camino que se debe seguir; brotar agua de una roca, y caer maná del cielo. Todo lo demás debemos hacerlo nosotros, pues Dios no nos ha dotado de inteligencia y de voluntad sino es para alcanzar a porción de gloria que nos está reservada.

Si ninguno de nuestros príncipes ha podido hasta ahora hacer lo que se espera de vuestra ilustre casa, y si la Italia ha sido en sus guerras constantemente desgraciada, consiste en que no ha acertado a reformar sus instituciones militares aboliendo el antiguo método de pelear, y tomando otro más adaptable a las luces del día.

Nada honra más a un príncipe nuevo, ni influye tanto en alcanzarle la admiración y respeto de sus súbditos, como las instituciones y leyes nuevas que establece, cuando estas son buenas y van acompañadas de un carácter de grandeza. La Italia se halla indudablemente bien dispuesta para recibir nuevas formas. A sus habitantes de ningún modo les falta valor; les faltan buenos jefes: y prueba de esto es, que los italianos son muy diestros en los desafíos y en otras contiendas particulares, al paso que en las batallas aparece casi apagado su coraje. Un fenómeno tan raro no puede atribuirse sino a la debilidad e impericia de los oficiales, que no saben hacerse obedecer por aquellos que conocen o presumen conocer el oficio de la guerra; y así vemos que las órdenes de los principales capitanes de nuestro tiempo no se han ejecutado jamás con exactitud y celeridad. He aquí porqué los ejércitos levantados en Italia para las guerras que hemos tenido de veinte años acá, han sido casi siempre derrotados. Basta acordarse de las batallas de Tar, Alejandría, Capua, Génova, Vaila, Bolonia y Maestri.

Proponiéndose, pues, vuestra ilustre casa imitar a aquellos antepasados nuestros, que libertaron a su país del dominio de los extranjeros, debe antes de todo formar una milicia nacional, que es la única buena, y en cuya fidelidad puede tenerse confianza; siendo de notar que, aun cuando cada soldado en particular sea bueno, llegarán a ser todavía mejores todos reunidos, viendo que el príncipe los lleva por sí mismo al combate, los honra y recompensa.

Síguese de aquí que es indispensable tener tropas sacadas del mismo país, si se quiere que este no sea invadido por los extranjeros. La infantería suiza y la española son muy apreciables; pero ni la una ni la otra carecen de defectos que pueden evitarse en la formación de la nuestra, y hacerla superior a ellas. Los españoles no pueden resistir el choque de los escuadrones, ni los suizos sostenerse al frente de una infantería tan valiente y obstinaba como la suya, sin volverle la espalda. En efecto, se ha visto y se verá mucho tiempo que las tropas de infantería española no pueden resistir el choque de la caballería francesa, y que a la infantería suiza puede arrollarla la infantería española. Si se dudara de este último supuesto, traería a la memoria la batalla de Rábena, en que la infantería española peleó con las tropas alemanas, que guardan en el combate el mismo orden que los suizos. Habiéndose arrojado los españoles con la impetuosidad que acostumbran, y abrigados con sus broqueles, en medio de las picas de los alemanes, fueron estos precisados a replegarse; y hubieran sido derrotados enteramente, a no haber caído sobre los españoles la caballería.

Trátese, pues, de formar una milicia que no tenga los defectos de la infantería suiza, ni los de la española, y que pueda sostenerse contra la caballería francesa: nada hay más propio para que un príncipe nuevo ilustre su reino y adquiera una gran reputación.

Es harto excelente para dejar perder la ocasión que se presenta, y ya es tiempo que la Italia vea quebrantadas sus cadenas. ¿Con qué demostraciones de gozo y de reconocimiento recibirían a su libertador estas desgraciadas provincias que gimen tanto tiempo ha bajo el yugo de una dominación odiosa? ¿Qué ciudad le cerraría sus puertas, o qué pueblo sería tan ciego que rehusara obedecerle? ¿Qué rivales tendría que temer? ¿Habría un solo italiano que no corriera a rendirle homenaje? Todos se hallan ya cansados de la dominación de estos bárbaros. Dígnese vuestra ilustre casa, fortalecida con todas las esperanzas que da la justicia de nuestra causa, formar una impresión tan noble, a fin de que recobre nuestra nación bajo vuestras banderas su antiguo lustre, y sea tal que pueda cantar con mejores auspicios aquellos versos de Petrarca:


Virtú contro al furore
Prenderá l'arme, e fia il combatter corto,
Che l' antico valore
Negl' italici cuor non é ancor morto
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Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.
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