Cuatro Siglos de Buen Gobierno

Nilo Fabra


Cuento



Cuento de la Edad Moderna

I

El príncipe don Juan, único hijo varón de los Reyes Católicos, bajó al sepulcro el 4 de octubre de 1497, y su hermana mayor, Doña Isabel, reina de Portugal, sucediole en el derecho de heredar el trono de Castilla, según las leyes de este reino; lo cual no impidió que Felipe el Hermoso, casado con Doña Juana, hija segunda de aquellos monarcas, reclamara para sí y para su esposa el título de Príncipes de Asturias.

Los soberanos españoles apresuráronse a protestar contra tan injustificada pretensión, y resueltos a destruirla por completo, llamaron a sus hijos, los de Portugal, y en 29 de abril de 1498 hicieron reconocer y jurar por las Cortes, reunidas en Toledo, a Doña Isabel, esposa del rey don Manuel, por sucesora legítima de la corona de Castilla; mientras don Fernando convocaba, para el 2 de junio del mismo año, las Cortes aragonesas, a fin de que estas, por la parte referente a aquel reino, tomaran el mismo acuerdo.

Graves dificultades opusieron las de Zaragoza a los deseos de la familia Real, que de propósito había ido a dicha ciudad, pues la mayor parte de los representantes, invocando las leyes de Aragón, a pesar de ejemplos contrarios, profesaban el principio de que las hembras eran excluidas en la sucesión del trono. Después de prolija controversia, decidiose diferir la resolución hasta que ocurriese el alumbramiento de la hija mayor de los Reyes, que se hallaba encinta; con objeto, en el caso de nacer un niño, de proclamar a este por heredero de la corona, en virtud de la disposición testamentaria de don Juan II, según la cual a falta de hijos varones se reconocía el derecho de sucesión a los descendientes varones de las hijas del monarca.

Conciliados sobre este punto los opuestos pareceres, no suscitó oposición alguna el reconocimiento del príncipe don Miguel, a quien dio a luz, a costa de su vida, la virtuosa princesa Doña Isabel el 23 de agosto de 1498, en la misma ciudad de Zaragoza. Los cuatro brazos del reino de Aragón, reunidos el 22 de septiembre, confirmaron su acuerdo con la jura solemne del tierno nieto de los Reyes Católicos o hijo primogénito de los de Portugal.

En los primeros días del siguiente año, las Cortes de Castilla, congregadas en Ocaña, y en 17 de marzo las de Portugal en Lisboa, declararon a don Miguel legítimo heredero de los respectivos reinos.


* * *


Don Miguel I fue proclamado rey de Castilla en 1504, por muerte de Doña Isabel la Católica; de Aragón en 1516, al expirar don Fernando, y de Portugal, en 1521, en cuya época ocurrió el fallecimiento de don Manuel el Grande.

Frisaba con los veinticuatro años el ilustre nieto de los Reyes Católicos, cuando juntó las coronas de Castilla, Aragón, Portugal y Navarra, en la Península, y fuera de ella, las de Nápoles y Sicilia; con las colonias de las Indias Orientales y Occidentales, que a la sazón acrecentaban con pasmosa rapidez los navegantes españoles y portugueses.

Era don Miguel un monarca de ánimo esforzado, de actividad incansable y de reflexivo y cultivado entendimiento. De su abuelo don Fernando heredó aquella sagacidad y diplomacia que hicieron de él uno de los más hábiles políticos de su tiempo; de su abuela, la Reina Católica, los generosos impulsos y la tenaz perseverancia que dieron un mundo a España y completaron la obra de la Reconquista; de su madre la piadosa Doña Isabel, los más puros sentimientos religiosos, aunque ajenos de superstición y fanatismo, y por fin, de su padre el rey don Manuel, aquel incesante deseo y noble ardimiento con que protegía y estimulaba las atrevidas empresas encaminadas a coronar la obra iniciada en Occidente por el genio portentoso de Cristóbal Colón, y en Oriente por la constancia indomable de Vasco de Gama.

Mas sobre tan relevantes cualidades descollaban en el joven soberano otras superiores a ellas, en una época en que las tendencias de un orden sentimental ahogaban la voz de la razón y de la conveniencia, y eran el sentido práctico, el claro y recto juicio y el espíritu eminentemente utilitario que presidían a todos los actos de su política.

Abatida la grandeza turbulenta en el anterior reinado; reducidos a la impotencia aquellos soberbios magnates que ultrajaban la majestad del solio; respetado en todas partes el poder Real; reformadas las órdenes religiosas, merced al cristiano celo de Isabel, secundado por la austera energía de Cisneros, que durante la menor edad del Rey intervino en la gobernación de Castilla; organizada la Santa Hermandad, milicia creada para la defensa del orden social, que convirtiose en vigoroso campeón del trono contra las demasías de la nobleza, el gran rey don Miguel comprendió que el reposo, la prosperidad y la ventura de su dilatada monarquía estribaban en el respeto de las venerandas instituciones populares y en el paulatino desenvolvimiento de estas, unidas en estrecho o indisoluble vínculo con la Corona.

Era al propio tiempo forzoso dar cierta unidad a aquellos Estados peninsulares, que discrepaban entre sí por sus leyes, usos, costumbres, y hasta por su lengua, y al efecto, con prudentes medidas, sin lastimar las preocupaciones locales, fue preparando el camino del sistema que alcanza tan alto grado de perfección en nuestros días, gracias al unánime concurso del cuerpo electoral, al desinterés de los representantes del país, y a la sinceridad y rectitud de los gobiernos: lógica consecuencia de los progresos de las costumbres políticas, después de tantos siglos, sin solución de continuidad, de un régimen encarnado en el espíritu de la nación ibérica.

En medio del caos en que estaban sumidas entonces las ciencias económicas, dio don Miguel un raro ejemplo de previsión, facilitando el libre tráfico entre todos los reinos europeos sometidos a su cetro, haciendo extensivos a los puertos de los mismos el privilegio, de que disfrutaban Sevilla y Lisboa, de contratar con las Indias, y por fin, autorizando, aunque con algunas restricciones, el comercio exterior. Si bien rindiendo tributo a las ideas proteccionistas de la época, o acaso impulsado por un móvil de alta política, prohibió en absoluto toda comunicación entre las colonias y los puertos extranjeros, permitió, en cambio, la extracción del oro y de la plata de la Metrópoli; metales que, abundando con exceso desde el descubrimiento del Nuevo Mundo, encarecían las mercancías y la mano de obra. Los resultados de esta sabia medida fueron tan inmediatos como eficaces: derramándose el numerario sobrante por Europa, abrió vastísimo mercado a las transacciones, acrecentose en extremo con los retornos la riqueza pública, y restableciose el perdido equilibrio de la balanza mercantil, librándose la nación de verse pobre en medio de la superabundancia de aquellos metales preciosos estancados.

La supresión de las trabas impuestas al comercio colonial, y la concesión a todos los puertos de la Monarquía, de las franquicias que gozaban solo Sevilla y Lisboa, contribuyeron en gran parte al afianzamiento de la unidad nacional; porque eran tan pingües los beneficios que reportaba el tráfico con los países ultramarinos a la industria y a la agricultura, que los diferentes reinos quedaron ligados entre sí en inquebrantable lazo por el derecho recíproco, la utilitaria conveniencia y la asociación de intereses materiales: vínculos más estrechos y poderosos que los creados por las combinaciones políticas, el espíritu regional o la fuerza de las armas.

Además, con esta reforma acelerose el desarrollo y la prosperidad de las colonias, porque la emulación y la competencia, que nacieron al amparo del libre comercio, confirmaron pronto la bondad de una ley económica revelada palpablemente por la experiencia.

Tal fue en resumen la política interior del rey don Miguel.

En cuanto a la exterior, tuvo por constante objetivo los altos intereses del cristianismo y de la civilización, la defensa de la unidad nacional, el bienestar de sus súbditos y la seguridad del tráfico. Atento sobre todo a la situación geográfica de la Península, que constituía el núcleo de sus vastos dominios; con sobradas tierras, en los extremos Oriente y Occidente, por colonizar: con un enemigo en la costa opuesta del Mediterráneo a quien someter, comprendió que Iberia debía vivir, en lo posible, alejada de toda injerencia en el resto de Europa, prescindiendo de aquellos derechos señoriales que no afectasen de un modo directo al porvenir de la patria. Así es que no mostró empeño en conservar el reino de Nápoles, eterna causa de discordias con Francia, seguro de que la posesión de aquel territorio pudiérale distraer de empresas más provechosas. En cambio retuvo y fortificó a Sicilia, que por su carácter insular era más fácil poner a cubierto de los ataques enemigos, y que por su posición estratégica constituía uno de los fuertes destacados para proseguir la guerra contra el islamismo.

Vencer a este y conquistar aquellos países, separados de España por un brazo de mar, fue el propósito de toda su existencia, y a esta política, con perseverancia seguida en los siglos posteriores, débese la formación del grande estado ibero-africano, que tiene por linderos, al Norte, el Garona; al Sur, el Atlas, y al Este, el desierto de la Libia.

Para el logro de tan altos fines, y sobre todo para la defensa de las apartadas colonias, dedicose, con particular predilección, al fomento de la armada y a la creación de ejércitos permanentes, obra patriótica que con el mismo ardor continuaron sus sucesores, y así, ni los venecianos y turcos primero, ni los holandeses e ingleses después, pudieron hacer frente al poder marítimo de Iberia, la cual consiguió de esta suerte, no solo dar feliz remate a la obra de la conquista de África, sino también salvar de la rapacidad extranjera las dilatadas colonias de la América del Sur, y sobre todo, el rico imperio indostánico, donde los portugueses habían fundado las primeras factorías.

Sobre tales cimientos asentada la política de la nación; sinceramente unida la dinastía tradicional con las instituciones populares; hermanado el trono con las libertades públicas, que el espíritu de los tiempos ha venido perfeccionando sin revoluciones ni violencias; inspirados los altos poderes en los grandes intereses del país; seguida sin interrupción, en el espacio de cuatro siglos, la senda trazada por don Miguel I, ¿debe sorprendernos acaso que Iberia, a pesar de sus vicisitudes, de sus crisis y de los grandes conflictos surgidos en Europa y América, sea todavía la primera potencia del mundo?

Aquel gran Monarca, imitando a sus ilustres abuelos los Reyes Católicos, no tuvo residencia fija en ninguna de las ciudades de la Península; pero en el reinado siguiente tratose de designar la capital definitiva de la Monarquía. Era este punto motivo de rivalidades y de discordias entre varias poblaciones de los antiguos reinos, y el Soberano no quiso tomar resolución alguna sin el concurso de las Cortes. Con este motivo convocó por primera vez, en un solo Cuerpo, las de los diferentes reinos, dando además voto a las ciudades y pueblos importantes que carecían de él. Esta novedad, recibida con universal beneplácito, fue un gran paso hacia el perfeccionamiento del sistema parlamentario.

Congregáronse las Cortes en Toledo, y después de animados debates prevaleció el dictamen de la conveniencia pública, sustentado especialmente por los procuradores de los pueblos que por primera vez hacían uso del derecho de representación.

Toledo fue declarada capital de Iberia.

Las Cortes, no obstante, al proponer al Rey esta medida, le suplicaron encarecidamente que visitase con mucha frecuencia las grandes poblaciones de los antiguos reinos, para ver de cerca sus necesidades.

Situada Toledo en la margen de un río caudaloso, en el centro de la Península, con una extensa vega, numeroso vecindario, florecientes industrias y activo comercio, abundante de buenos materiales de construcción, próxima al delicioso sitio de Aranjuez, llena de monumentos que atestiguaban sus antiguas glorias, y residencia del primado de España, parecía el punto destinado a ser el corazón de una gran potencia.

Acordose que en lo sucesivo se reunirían en Toledo los procuradores de todos los reinos, cuando fuesen convocados por el Monarca para tratar de asuntos de interés general, sin perjuicio de las juntas parciales de cada uno de ellos en las cuestiones de carácter regional; y después las Cortes votaron un impuesto destinado a la construcción en la vega del soberbio edificio, asombro de propios y extraños, donde todavía celebran sus sesiones las Cámaras del reino.

En torno de aquel monumento, símbolo de las libertades patrias, repartida en anchas plazas y espaciosas calles tiradas a cordel, se fue edificando la ciudad moderna. Allí, en las márgenes del Tajo, se admiran en el día las casas solariegas, propiedad de las más ilustres familias del país; numerosas y artísticas iglesias del estilo del Renacimiento; el Palacio Real, situado en la orilla izquierda del río, que deja atrás al Louvre y a las Tullerías por su extensión y magnificencia; grandes museos, donde descuellan las obras del genio ibérico y se estudian los progresos de sus civilizadoras conquistas; la Universidad y considerables establecimientos de enseñanza, que ofrecen a la juventud, sin estipendio alguno, el pan del alma, y al verdadero mérito y al probado saber, justa y liberal recompensa; vastos cuarteles, albergue de los que en extranjero suelo esgrimen las armas, jamás manchadas de española sangre; suntuosos Tribunales de justicia, amparo solícito y diligente de la razón atropellada; la casa del Ayuntamiento, centro de noble desinterés y cívica perseverancia; cómodos y elegantes coliseos, palenques solo del arte nacional; los Ministerios, término glorioso de la reconocida competencia y de la acrisolada rectitud; la grandiosa Bolsa, mercado universal de valores y santuario de la probidad y de la buena fe; el Banco, activo servidor del crédito ajeno y fiel guardián del propio; parques y paseos, con profusión de estatuas erigidas a los preclaros hijos de Iberia, y en magnífica abundancia, elegantes fuentes y murmuradoras cascadas; una campiña poblada de árboles seculares y de pintorescas quintas, donde el ánimo fatigado halla el dulce reposo del hogar en el seno de la Naturaleza; numerosas fábricas, cuyas humeantes chimeneas glorifican la conquista del hombre sobre la materia, y por fin, la soberbia ciudad de tres millones de almas, digna capital del mayor y más poderoso de los imperios, que eclipsa con su grandeza a París y a Londres.

A tal prosperidad contribuyó en extremo la canalización del Tajo desde Aranjuez hasta su desembocadura, en cuya obra colosal, sobre todo para la época en que se llevó a cabo, invirtiose una parte de los beneficios de las minas de las colonias, que correspondían al Estado. A fines del siglo XVI terminaron los trabajos, y desde entonces pueden remontar el río hasta Toledo buques de 200 toneladas.

La invención de los ferrocarriles, que comenzaron a construirse en la Península en el segundo tercio de este siglo, fue también poderoso auxiliar al engrandecimiento de Toledo, y especialmente de su industria y comercio. El plan de las vías férreas respondió a las necesidades generales del país: los trazados acomodáronse a ellas y a la economía, sin tenerse para nada en cuenta las influencias personales o de localidad, y obtúvose de esta suerte una gran baratura en las tarifas de transportes. Así es que los carbones de Puerto Llano y Bélmez se colocan en Toledo a tan bajo precio, que compiten con los ingleses traídos por la vía fluvial.

Gracias a esta facilidad de comunicaciones, renacieron y se desarrollaron en el centro de la Península las industrias que de antiguo existían, las cuales librándose de inminente ruina, evitaron el empobrecimiento de unas provincias que, poseyendo, en lo general, un suelo ingrato, necesitan el concurso de la fábrica para no arrastrar vida trabajosa y miserable.

La elección de capital, aunque parece un simple incidente histórico, ejerció grande influencia en los destinos de nuestra patria, pues estableciéndose aquella en un centro donde pudieron desarrollarse en grande escala el comercio, la industria y la agricultura, infundió a la gobernación del Estado sentido utilitario y práctico, dio al resto del país constante ejemplo de amor al trabajo, abrió ancho campo a la iniciativa individual, y alejó a la ambición, que veía ante sí más dilatados horizontes, de las estériles luchas de la política y de las esperanzas burocráticas.

En el segundo capítulo daremos a conocer cómo salió el reino de las grandes crisis que surgieron en el mundo, y particularmente de la producida por la emancipación de los Estados sud-americanos, y veremos el prodigioso incremento que tomó la riqueza pública en toda la Península al amparo de la paz interior y de la sabia política de la dinastía nacional, fiel intérprete de los altos intereses, de las tradicionales necesidades y de las verdaderas aspiraciones de la sociedad ibérica.

II

El sentimiento religioso, que tendía a la unidad, los odios populares contra los enemigos de la fe, y acaso la influencia de errores y preocupaciones económicas, produjeron durante el reinado de Isabel y Fernando la proscripción de España de la raza hebrea. Expulsados fueron también, en gran parte, los moriscos de Granada, a pesar de las capitulaciones de la Vega, violadas primero por aquellos con sus turbulencias y rebeldías.

No podían ocultarse al claro talento y al buen juicio de don Miguel, aunque heredó de su madre la aversión a los judíos, los grandes perjuicios que ocasionaba al comercio y a la riqueza pública el destierro de aquellos industriosos habitantes, y así no es de extrañar que, obrando como hábil político, abandonara en este asunto el sistema de la intransigencia y del rigor, ejemplo seguido más tarde por Francia, Inglaterra e Italia, que, después de arrojar de su territorio a los hijos de Israel, volvieron a admitirlos y a tolerarlos.

Harto más peligrosa era la permanencia en la Península de los moriscos, porque aquella gente ruda, ignorante y levantisca amenazaba constantemente el general sosiego; pero el Gran Monarca, sin discordias intestinas que aplacar, ni guerras europeas que entretener, ni disputados derechos señoriales que amparar; seguro del poderío que le daba la concentración de su política eminentemente nacional, no turbada ni menoscabada por influencias exóticas; armado de sobrados medios materiales para reducir a la impotencia todo acto de fuerza, inauguró un procedimiento que con el transcurso de los años había de unir y confundir aquella raza con la ibérica. A la crueldad opresora opuso la generosa tolerancia, a la arbitraria persecución, solícita justicia; al forzoso bautismo, cristiana persuasión; a los planes de exterminio, las puras máximas del Evangelio; a la espada, la cruz.

Preciso fue crear misioneros especiales, instruirlos en la lengua de los moriscos, ilustrar a estos, cuyo apego a las groseras supersticiones nacía de su rústica condición; vencer preocupaciones populares, extirpar abusos y facilitar los matrimonios mixtos.

Gracias al celo perseverante de la Corona, secundado por muchos prelados que, enemigos de la expulsión, pedían el empleo de medios suaves para convertir y catequizar a los descendientes de los moros, se evitó la ruina de la agricultura y el empobrecimiento y despoblación de la Península. ¡Notable triunfo del sentido práctico sobre un fanatismo acaso disculpable después de la lucha religiosa de ocho siglos!

Consecuencia de esta lucha fue el establecimiento del Santo Oficio en tiempo de los Reyes Católicos; mas don Miguel, aunque no pudo sustraerse por completo al espíritu de su época, procuró impedir los rigores de aquella institución, accediendo a las súplicas de las Cortes, que pedían al Monarca «que mandara proveer de manera que en el oficio de la Santa Inquisición se hiciese justicia, guardando los sacros cánones y el derecho común, y que los obispos fuesen los jueces, conforme a justicia».

También atajó con prudentes medidas el incremento de la amortización eclesiástica, dando satisfacción a los procuradores de las ciudades, que se expresaban en estos términos: «Que ninguno pueda mandar bienes raíces a ninguna iglesia, monasterio, hospital ni cofradía, ni ellos los puedan heredar ni comprar, porque, si se permitiese, en breve tiempo sería todo suyo.»

La aparición de la Reforma en Alemania y las pavorosas guerras religiosas que trajo consigo la plaga de las herejías, no dejaron de inspirar profunda inquietud al soberano que regía los destinos de Iberia; mas pronto la experiencia le demostró que, sin necesidad de encender las hogueras inquisitoriales, no echaría raíces en nuestro suelo el principio del libre examen, doctrina que no ha encontrado jamás verdadera resonancia en los pueblos meridionales.

Los príncipes católicos solicitaron la alianza peninsular para combatir a los rebeldes sectarios, y aunque encontraron siempre decidido apoyo moral, no obtuvieron jamás auxilios materiales de la dinastía miguelina, fiel a su política de abstención en las contiendas europeas. ¿Acaso no ofrecía más provechoso campo a su actividad, y más conforme con las tradiciones nacionales, la guerra incesante contra el mahometismo? ¿No debía absorber toda su fuerza y virilidad la conversión y conquista de los vastos territorios del extremo Oriente, cuya vía marítima hallaron los portugueses, y del Mundo Occidental, descubierto por los españoles en medio de las soledades del Océano?

La rivalidad entre Iberia e Inglaterra, siendo ambas potencias colonizadoras, no pudo menos de dar por fruto repetidas y encarnizadas luchas en el mar y en las colonias; pero, como la primera aventajaba en fuerzas navales a las demás naciones, merced a la superioridad de recursos vio siempre coronadas por el éxito sus campañas, haciendo vanos los esfuerzos de la soberbia Albión, que codiciaba el rico Imperio indostánico. El resultado fue que esta, reconociendo al fin su impotencia, limitárase a la colonización de la América del Norte.

Celosa también Francia de nuestro engrandecimiento, invocando sus ilusorios derechos sobre el Rosellón y sobre Navarra, intentó, en distintas ocasiones, invadir aquellos territorios, sin que jamás consiguiese salvar la frontera; la cual se encontraba tan bien defendida por un sistema de fortificaciones constantemente perfeccionado según los adelantos del arte militar, que hacía invulnerable la sagrada tierra de la patria.

Estos ataques infructuosos, unidos a los reveses que, tomando la ofensiva, hicieron sufrir nuestras armas a las de la nación vecina en las vertientes septentrionales del Pirineo, acabaron por convencer al Gobierno de París de cuánto le importaba la amistad de un Estado tan poderoso, el cual, por otra parte, ni se inmiscuía en asuntos ajenos, ni atizaba la tea de la discordia en Europa, ni reivindicaba para sí derechos en la Península itálica, donde Alemania, Francia y Venecia desangrábanse en perpetuas luchas.

Mientras las demás naciones, confundiendo lastimosamente los derechos señoriales de los soberanos con la conveniencia de los pueblos, disputábanse la posesión de territorios, muchas veces sin valor intrínseco ni estratégico; mientras declinaba rápidamente a su ocaso la República comercial de Venecia, porque los descubrimientos marítimos habían producido una revolución en el tráfico, el Imperio ibérico proseguía con ardor la guerra contra la Media Luna, la colonización de sus vastas y dilatadas provincias ultramarinas, y, a la sombra de una paz interior jamás turbada, el fomento de sus intereses materiales.

Si la emigración a las Indias arrebataba brazos a las artes, el Gobierno, siguiendo la senda trazada por los Reyes Católicos, estimulaba la naturalización de los extranjeros, y si la experiencia ponía de manifiesto errores económicos y abusos administrativos, con solícito celo acudía al pronto remedio el poder Real, ajeno a la cortesana molicie, sordo a las influencias personales, refractario al yugo de los validos, y atento solo a las necesidades de los pueblos, fielmente reflejadas en las representaciones de las Cortes.

Esta institución debía necesariamente adquirir notable desarrollo y perfeccionamiento después de varios siglos de práctica no interrumpida ni falseada, y por lo tanto, no es de extrañar que los principios de la Revolución francesa, que perturbaron a Europa y a América, apenas encontrasen eco en Iberia, pues aquí se habían implantado, por medio de una serie de evoluciones lentas y progresivas, derechos y libertades que en otras partes solo pudieron ser conquistados por la violencia.

Mas, si en la esfera de las ideas no ejerció aquel acontecimiento considerable influencia en la Península, túvola, y grande, en la política exterior de la corte de Toledo. En vano intentó esta perseverar en su constante propósito de vivir alejada de las contiendas europeas. Cuando vio amenazadas sus colonias por una propaganda cosmopolita que no había afectado a la Metrópoli, cuando persuadiose de las arterías de la vecina nación y de los manejos de los Estados de la América del Norte, que acababan de emanciparse de Inglaterra, para producir un levantamiento en el Sur contra la madre patria, entonces y solo entonces, echó su espada en la balanza de los destinos de Europa, y su entrada en la Santa Alianza bastó para aniquilar y destruir aquel genio de la guerra, que asombraba al mundo con sus proezas.

Gracias a esta intervención material, la Monarquía ibérica ensanchó sus fronteras hasta el Garona; pero, en cambio, tuvo que resignarse a perder sus extensas provincias del continente americano, donde el fuego de la insurrección se había propagado de una manera formidable durante la guerra con Francia.

La campaña fue encarnizada, aunque corta, pues pronto el Gobierno se convenció de la inutilidad de prolongar una lucha que comprometía sus futuros intereses en la América latina. Entonces, en vez de avivar los odios y rencores con insensatas intransigencias entre las colonias emancipadas y la antigua Metrópoli, propúsose con hábil política suavizar asperezas, vencer obstáculos o infundir a las nacientes repúblicas sentimientos de paz y de concordia.

Animado de este espíritu de conciliación, apresurose a reconocer la independencia de aquellas, alentándolas en los primeros pasos de la vida política, uniéndolas a la Península con tratados de comercio y de alianza ofensiva y defensiva, juntándolas en una confederación sud-americana, y solo reservando para sí algunas islas en el Golfo Mexicano, a fin de que sirviesen de perpetuo vínculo de una misma raza entre el Nuevo y Viejo Mundo.

Esta política, basada en el principio del amparo común y de la defensa recíproca, dio por resultado impedir que los Estados Unidos del Norte, cuando llegaron a verse fuertes y poderosos, lograran dilatar sus límites, como codiciaban, a costa de los ricos territorios de la Alta California y de Tejas; y así la rapacidad de la raza anglo-sajona estrellose ante la unión inquebrantable de la ibérica de ambos hemisferios.

Al amparo maternal de Iberia, las nuevas repúblicas americanas crecieron y se desarrollaron sin discordias intestinas y sin las convulsiones inherentes a los Estados donde no se han arraigado las costumbres políticas; y en el espacio de breves lustros, merced a la riqueza de su suelo, a la inmigración estimulada por la paz, al perfeccionamiento del sistema económico y a los progresos de la civilización, llegaron al más alto grado de prosperidad y de grandeza en el orden moral y material. Así vemos hoy día cruzada la América del Sur por una vasta red de ferrocarriles; explotados los inagotables tesoros de las ricas, vastas y diferentes regiones que se extienden desde el río Sacramento y las Antillas hasta el Cabo de Hornos; surcados los mares por numerosas escuadras mercantiles que enarbolan la estrellada bandera de la gran Confederación meridional; respetada esta por todas las naciones, y viviendo a cubierto de las impertinentes reclamaciones y enojosas oficiosidades de Inglaterra, de Francia o de los Estados Unidos: establecidas industrias para el consumo interior, que han anulado la exportación de las manufacturas extranjeras; abierta la cordillera de los Andes, siguiendo el desfiladero de Bariloche, por medio de la vía férrea que une las florecientes repúblicas del Plata con su hermana la culta y civilizada Chile; y, finalmente, roto a la navegación interoceánica el istmo de Panamá, merced a la iniciativa ibero-americana, sin necesidad de ajeno concurso ni de protección extraña.

¿Deben maravillarnos tales prodigios, si la madre patria, acostumbrada al gobierno de sí misma, legó a la América latina el sentido práctico, la iniciativa individual, la libertad del trabajo, la emancipación del comercio y las costumbres políticas, producto de una serie no interrumpida de sabias y prudentes reformas, que habían convertido a la sociedad ibérica en la más perfecta de Europa, por sus adelantos desde el punto de vista moral y de sus progresos materiales?

Mas, apartando los ojos de las naciones de allende el Atlántico, que son ser de nuestro ser y sangre de nuestra sangre, y rindiéndoles de pasada el tributo de nuestra eterna simpatía, volvámoslos a este pequeño mar Mediterráneo, cuna de la civilización, que, con el transcurso del tiempo y por la fuerza incontrastable de las cosas, nuestra patria, fiel a su tradicional política, estaba llamada a redimir de la barbarie del islamismo.

Mientras adelantaba la conquista y colonización de la costa septentrional africana, la necesidad de la defensa exigió la ocupación de varias islas de Levante, que fueron a manera de fuertes destacados sobre el Imperio Otomano. Como base de operaciones sirvió en gran parte Sicilia, que ya pertenecía a la corona aragonesa antes de la unión de los reinos peninsulares. Las islas Jónicas, de Creta, de Rodas y otras del Archipiélago, y, por fin, la de Chipre, constituyeron el premio de las victorias navales de Iberia, cuyas escuadras acabaron por destruir el poder marítimo de la Sublime Puerta.

Y cuando Turquía, carcomido tronco de árbol plantado en tierra estéril, dio manifiestos indicios de su total ruina; cuando se alzaron los oprimidos vasallos cristianos al grito de independencia, a nuestro auxilio debieron la libertad Grecia, Servia, Bulgaria y aquel noble pueblo rumano, que blasona con legítimo orgullo de su antigua alcurnia española.

Si estas conquistas al Este del Mediterráneo eran de escaso valor mercantil, como puntos de escala, mientras el enemigo impedía el libre tráfico con el extremo Oriente por el mar Rojo, adquirieron una importancia de primer orden desde que se abrió esta vía al comercio, y sobre todo cuando el canal de Suez puso a la Península a veinte días de navegación directa de sus posesiones indostánicas.

La constante protección dispensada por los gobiernos ibéricos a las empresas de general utilidad y conveniencia, produjo la canalización del Tajo, de que hablamos en el capítulo precedente; la del Guadalquivir hasta Córdoba, la del Ebro hasta Zaragoza, y la de muchos otros ríos, ya para la navegación, ya para el riego.

Conforme venían reclamando las Cortes desde el siglo XVI, pidiendo «que se plantasen montes por todo el reino y se guardaran las ordenanzas de los que había», se fomentó en grande escala el arbolado; previsora medida que redundó en provecho de la agricultura, cada vez más próspera y floreciente, incluso en las extensas llanuras de la Mancha y de Castilla la Vieja, donde con el transcurso de los años, gracias a la influencia de aquel, mejoraron las condiciones productivas del suelo. Innumerables carreteras y caminos en perfecto estado de conservación facilitaron el tráfico por todas partes, y cuando se inventaron los ferrocarriles, Iberia fue una de las primeras naciones en adoptarlos, construyendo en el espacio de cinco lustros muchos miles de kilómetros, sin necesidad de ajeno auxilio; tal era la masa de capitales que encerraba en su seno, y tal el espíritu emprendedor de sus hijos.

Abierto el canal de Suez, las transacciones de la Península con nuestro imperio del Indostán y el extremo Oriente convirtieron a Barcelona en el primer puerto del mundo, por el gran número de buques que lo visitaban, y en el centro industrial más importante, llegando su engrandecimiento al punto de componerse hoy la población de aquella célebre ciudad de dos millones y medio de habitantes. A la vez prosperaron Tarragona, Valencia, Alicante, Cartagena y los demás puertos del litoral mediterráneo, enriquecidos principalmente con el comercio de Levante, mientras que Cádiz, Sevilla, Lisboa, Oporto, Vigo y toda la costa cantábrica entretenían activísimo tráfico con los Estados de la América latina y con nuestras colonias del África occidental.

En las altas esferas del poder domina un sentido político superior a todo encarecimiento, y no se presenta o propone reforma útil y de prácticos resultados, que no se lleve a cabo sin especiosos pretextos, ni negligente abandono, ni parlamentarios entorpecimientos, ni livianos y ridículos temores.

La incompatibilidad de todo cargo público con el de diputado a Cortes ha venido rigiendo desde el siglo XVI, conforme con los deseos expresados por las mismas, a las cuales atendió siempre la Corona con solícito celo. También procuró esta que las elecciones se verificasen con la mayor libertad, sin influir ni directa ni indirectamente en el nombramiento de representantes.

Así es que las Cortes vivieron siempre rodeadas del prestigio que les daba su autoridad e independencia, porque el pueblo veía en ellas el fiel reflejo de las aspiraciones de la opinión pública y de las necesidades o intereses del país.

Mas si tales progresos políticos y materiales se han realizado en nuestra patria en el transcurso de cuatro siglos, ¡cuán grandes infortunios no lloraríamos ahora si la muerte, arrebatando en flor a don Miguel I, último vástago varón de las dinastías nacionales, hubiese elevado al trono español a la casa de Austria, convirtiendo a la nación, señora de tantos pueblos, en feudo de una familia ajena a nuestras costumbres, de distinta raza, enemiga de las libertades populares, obligada a amparar derechos patrimoniales en Europa que ni directa ni indirectamente afectaban a la Península, encarnación del despotismo que inmolaba la razón de Estado a un derecho personal, blanco de los odios y rencores de príncipes poderosos, obligada a defender los disgregados territorios de su herencia, y en fin, sin abnegación ni alteza de miras bastantes para deponer el interés privado en aras del vital principio de la nacionalidad ibérica y del afianzamiento de su unidad política y geográfica!

Acaso entonces no se hubiera podido completar definitivamente la fusión de los antiguos reinos, ni se hubiera constituido esta gran potencia europeo-africana, que la locomotora recorre hoy desde las verdes campiñas girondinas hasta las abrasadas regiones del Sahara, salvando el Estrecho de Gibraltar merced a un túnel submarino de veinte kilómetros de longitud.

¡Obra gigantesca reservada solo al genio ibérico, como perpetuo testimonio de su elevada y civilizadora misión en el continente africano!


Publicado el 19 de febrero de 2023 por Edu Robsy.
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