El Amigo de Sor Filomena

Norberto Torcal


Cuento


Sentada en un rincón de la portería, la humilde sor Filomena va desgranando entre sus dedos las menudas cuentas de su rosario. En el silencio del melancólico atardecer, el vago silabeo de las Ave Marías de la buena hermana portera es como hilillo de agua salido de las hendiduras de agreste y solitaria peña. En la capilla la devota comunidad entrégase al ejercicio de la tarde á la vaga luz crepuscular que por los pintados vidrios de los altos ventanales se filtra.

¡Ellas sí que son dichosas, las hermanas!—piensa un momento la humilde Sor, acurrucándose un poquito más en su rincón oscuro. ¡Ellas sí que están bien cerca del buen Dios, postradas allí en la capilla, al pie del tabernáculo, bajo las dulces miradas de Jesús que amorosamente las contempla y bendice desde el radiante trono de la sagrada Custodia!

En la puerta interior del vestíbulo alguien anda y se agita sin poder alcanzar el cordón de la campanilla... Algún niño, sin duda. ¡Son tantos los que diariamente vienen ú llamar á aquella puerta!...

Sor Filomena se levanta de su asiento y ú través del cristal de la estrecha ventanilla se pone á mirar quien empuja y hace ruido á la entrada... Nadie... es decir, sí, un perro, un hermoso perro de noble cabeza, rizado pelo negro y dulces ojos azules, de mirada inteligente y húmeda que, meneando la larga cola, parece que algo pide ó desea.

La religiosa quédase mirando unos momentos al magnífico animal y, como cediendo á la santa consigna de que nadie se aleje de aquella casa sin alguna merced ó consuelo, toma de encima de la mesa un mendrugo de pan seco y se lo echa al animal, que lo coge al aire y devora con excelente apetito.

Luego deja caer otra vez la blanca cortina que cubre el cristal de la ventana, y con el mayor recogimiento sigue pasando entre sus dedos marfileños los menudos granos de su rosario. Temblando en las ondas del aire llega á su oído con vibración argentina y lejana el eco de un cántico armonioso. En la capilla, las buenas hermanas, acompañadas del harmonium, entonan el Tantum ergo de la reserva, que pone fin á la vespertina ceremonia religiosa.

Un vago escrúpulo viene á turbar la paz de espíritu de sor Filomena. Aquel mendruguillo de pan echado al perro ¿no habría sido mejor guardarlo para un pobre? ¿no había cierto desorden en dar á un animal el alimento que tantas infelices criaturas humanas necesitan?... Foro por una vez... Después de todo, ¿los animales no son también criaturas de Dios y obra de sus manos? Los mismos santos que en los altares veneramos ¿no se mostraban compasivos y misericordiosos con las pobres bestiezuelas, mirándolas como á hermanas suyas?...

La buena Sor recuerda el ejemplo de San Francisco de Asís recomendando á sus religiosos que no olviden en los días de crudo invierno el distribuir algunas migajas de su mesa entre los dulces pajarillas y poner un poco de miel cerca de las colmenas de las laboriosas y solícitas abejas.

Estos amables recuerdos disipan de su alma los ligeros temores y dudas que un momento la han afligido. El perro podía tener hambre, y ¿por qué despacharle sin socorro?... Los hombres... ¡bah!... los hombres no podían quejarse de ello. Ninguno venía á llamar á aquella puerta cu vano. Todos sacaban de allí alguna cosa. La caridad inagotable de las buenas hermanas á todos alcanzaba, como la misericordia de Dios en una ú otra forma. Los pobres de todo el contorno podían dar fe de ello.

Al siguiente día, y casi á la misma hora, la puerta del convento suena empujada como el día anterior. El perro de la víspera estaba allí, sin una voz, sin un ahullido, azotando suavemente con su rizada cola la puerta. La hermana lo vé, lo llama con cariño, le dice unas cuantas cosas, y vuelve á darle un pedazo de pan. Y así un día, y otro y otro. Una amistad íntima y sincera reina ya entre aquellos dos humildes seres que se reconocen y miran como dos viejos amigos.

La madre superiora lo sabe, é interiormente se regocija y aprueba la hermosa simplicidad, la dulce misericordia de la buena hermana portera. Algunas monjitas que han llegado á enterarse también del caso, gastan á sor Filomena inocentes bromas, preguntándole de vez en cuando por la salud de su nuevo amigo. Ella las mira con sus mansos ojos y se sonríe en silencio.


La modesta capilla luce espléndida iluminación y aparece vestida de fiesta como en los días de mayor solemnidad en el convento. La huerta ha quedado completamente limpia de flores, las cuales parecen haberse trasladado á la capilla. En todos los altarcitos, delante de todas las sagradas imágenes, al pie de cada santo, macizos ramos de hortensias, rosas, azucenas y claveles, surgen gallardos del fondo de vasos y artísticos jarrones, desplegando la pompa primaveral de sus policromadas corolas y embalsamando el ambiente con su suave fragancia y aroma.

Repartidas en dos hileras en torno del altar mayor, cuajado de luces y de flores, sobre el que, radiante y gloriosa como visión celestial, álzase la imagen de la Inmaculada, las veinte religiosas, por última vez reunidas en aquel sitio, inclinan sus frentes al suelo con apagarlo rumor de sollozos y plegarias.

Un anciano sacerdote, revestido de capa pluvial y vuelto de cara á la pobre comunidad, levanta en sus manos trémulas y blancas la sagrada Custodia, trazando en alto una larga cruz sobre las blancas tocas de aquellos ángeles de paz, prontos á partir para el destierro.

Un ambiente de augusta solemnidad y grandeza flota en el sagrado recinto. Parece asistirse á una reunión de perseguidos cristianos en el fondo de las oscuras catacumbas. La fé de los días heroicos del cristianismo florece en aquel bello rincón de la tierra por el que, rugiente y amenazadora, pasa una ráfaga de odios y de injusticias criminales...

La piadosa y tierna ceremonia ha terminado. El ministro de Dios encierra en el tabernáculo, prisión de amores, la Hostia Santa... enmudece el harmonium, dejando en el aire trémula vibración que es un gemido... unos tras otros se apagan en el altar cirios y velas, y las místicas palomas, arrodilladas en el suelo, álzanse con manso rumor de alas blancas, dirigiéndose á la puerta con sus saquitos de viaje en las manos á esperar el terrible momento. La iuminencia de la catástrofe ha paralizado sus lenguas. En muchos rostros se descubre la huella del llanto.

La espera no es larga. Un recio aldabonazo anuncia la presencia de los sayones en el convento. La humilde hermana portera cumple por última vez su oficio en aquella casa, franqueando la entrada, y un caballero de apoplética faz, recios bigotes á la borgoñona y abultado abdomen, se adelanta hacia la Superiora para intimarle, en nombre de la ley, la salida y abandono de la casa.

Ni una voz, ni una réplica, ni una protesta. Como rebano de mansas ovejas conducidas al sacrificio, las buenas hermanas dejan aquellos muros benditos donde soñaran acabar sus días en el servicio de Dios y de los hombres, y salen á la calle encaminándose por la senda más corta á la estación del ferrocarril situada á breve distancia del convento.

Ninguna amistad, ninguna simpatía, ningún afecto las acompaña en aquella hora. La más completa soledad moral, el más profundo silencio las rodea y envuelve como un sudario de glacial indiferencia y olvido.

—¿Y los pobres que durante tantos años hemos socorrido, los enfermos que hemos cuidado, las madres á cuyas hijas hemos consagrado nuestros afanes y desvelos, los desgraciados que nos llamaban hermanas?—pregunta tímidamente á la Superiora Sor Clara, una monjita joven, en cuyos grandes ojos azules brilla una lágrima, semejante á una gota de rocío en el cáliz de un lirio hermoso.

La madre superiora deja asomar á sus labios una sonrisa triste. ¡Conoce tanto el mundo! ¡sabe tanto lo que son los hombres!...


Á la sombra de las risueñas acacias que sobre el amplio andén de la estación dejan caer una verdadera lluvia de perfumados y blancos pétalos, que semejan grandes copos de nieve, las veinte religiosas aguardan en silencio la llegada del tren que ha de llevarlas á «aquel último rincón del bosque donde pueden ir á posarse y anidar en paz las místicas palomas»; á la católica España.

La tarde es hermosa y tibia. Los verdes trigales ondulan como un mar reposado y sereno á los suaves soplos de la brisa primaveral. De los vecinos árboles se escapa un largo rumor de alas y gorgeos armoniosos. En la amplia llanura soleada todo florece, canta y se agita con palpitaciones de vida y regocijo. ¡Sólo las pobres hermanas están tristes, como si para ellas solas dejase de haber primavera!...

De pronto, en el largo y penoso silencio que las domina, óyese la voz risueña de sor Clara, la monjita de grandes ojos del color de los lirios del valle, que dice:—El amigo de sor Filomena!... ¡el amigo de sor Filomena!...

Veinte pares de ojos desmesuradamente abiertos dirigen sus miradas curiosas hacia la senda de la estación á ver el hermoso animal que, á todo correr y con la lengua fuera de la boca, viene hacia el grupo de las hermanas, que le reciben con las mayores muestras de afecto.

El hermoso can va de una en otra meneando la larga cola, lamiendo sus manos, llenando el aire de sordos gruñidos, que son una salutación, un acento de gratitud y de cariño. Sor Filomena abre su saquito de viaje y corta del pan de su merienda un pedazo que da al noble y leal amigo. ¡Quién sabe si será el último quede su mano reciba!...


Las pobres desterradas han ocupado ya sus asientos en el tren, y con el pensamiento dirigen un último adiós al nido de sus amores, cuyas blancas paredes divisan aún sus ojos por encima de las verdes copas de los árboles que se alzan en el contorno

Suena el agudo silbato del jefe, anunciando la salida del férreo convoy; lanza la locomotora un estridente silbido que estremece y turba la idílica paz de los hermosos campos, y con desagradable crujir de cristales y planchas de hierro, el formidable monstruo lánzase en vertiginosa carrera á lo largo de la amplia llanura sobre la que muere la luz del día.

Asomadas á la estrecha ventanilla, las buenas religiosas sólo tienen ojos para mirar al hermoso perro de noble cabeza, negro y rizado pelo y dulces ojos azules de mirada inteligente y húmeda, que, plantado en el andén de la estación, lanza prolongados y tristes ahullidos, viendo el tren que parte, que se aleja y desaparece en la última curva del camino.

En muchos de aquellos ojos hay lágrimas.

Cuando los últimos árboles y la torre de la iglesia del pueblo desaparecen en la línea lejana y brumosa del horizonte, la madre superiora se retira de la ventanilla, y, dejándose caer en su asiento, exclama con acento de dulce ironía:—Gracias â Dios que ha habido un ser agradecido que saliera á la estación á despedirnos... Sor Filomena, tiene usted muy buenos amigos.

La humilde Sor se sonríe con bondadosa sonrisa y guarda silencio.


Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
Leído 1 vez.