Gracias a mi amistad con un periodista que tenÃa un par de entradas gratis pude ir a ver, hace dos noches, el espectáculo que daban en una de las salas populares de vaudeville.
Uno de los números era un solo de violÃn que tocaba un hombre de aspecto impresionante y poco más de cuarenta años, aunque peinaba ya muchas canas en su espesa cabellera. Como no soy particularmente sensible a la música, dejé que el sistema de ruidos pasase de largo por mis oÃdos mientras me dedicaba a contemplar al hombre.
—Hace uno o dos meses hubo una historia protagonizada por ese tipo —dijo el periodista—. Me encargaron a mà la crónica. TenÃa que escribir una columna y habÃa de ser en un tono extremadamente ligero y divertido. Al viejo parece gustarle el toque jocoso con el que trato los sucesos locales. SÃ, ahora estoy trabajando en una farsa. Bueno, pues entonces fui a ver al hombre a la sala y tomé nota de todos los detalles; pero lo cierto es que fracasé en aquel empeño. Me eché para atrás y opté por hacer una crónica sobre un funeral en el East Side. ¿Que por qué? No sé, en cierto modo me sentà incapaz de hincarle el diente a aquel asunto por el lado divertido. Quizá tú pudieras hacer una tragedia de un acto, en plan entremés, con aquella historia. Voy a contártela en detalle.
Después del concierto, mi amigo el reportero me relató los hechos en el Würzburger.
—No veo la razón —dije, cuando hubo terminado— para que no pueda hacerse con eso una historia divertida realmente estupenda. Esas tres personas no podrÃan haber actuado de forma más absurda y ridÃcula si hubiesen sido auténticos actores de teatro. Me temo que el escenario es todo un mundo, en cierto modo, y todos los actores simples hombres y mujeres. «El teatro es la vida», asà es como yo cito al señor Shakespeare.
—Inténtalo —dijo el periodista.
—Lo haré —le contesté.
Y asà lo hice, para demostrarle cÃ