Un Cosmopolita en un Café

O. Henry


Cuento


A medianoche, el café estaba repleto de gente. Por alguna casualidad, la mesita a la cual estaba yo sentado había escapado a la mirada de los que llegaban, y dos sillas desocupadas, colocadas al lado de ella, extendían sus brazos con mercenaria hospitalidad al influjo de los parroquianos.

En ese momento, un cosmopolita se sentó en una de ellas. Me alegré, pues sostengo la teoría de que, desde Adán, no ha existido ningún auténtico ciudadano del mundo. Oímos hablar de ellos y vemos muchas etiquetas extranjeras pegadas en sus equipajes; pero, en lugar de cosmopolitas, hallamos simples viajeros.

Invoco a la consideración de ustedes la escena: las mesas con tabla de mármol; la hilera de asientos en la pared, recubiertos de cuero; los alegres parroquianos; las damas vestidas de media etiqueta, hablando en coro, de exquisito acento, acerca del gusto, la economía, la opulencia o el arte; los garçons diligentes y amantes de las propinas; la música abasteciendo sabiamente a todos con sus incursiones sobre los compositores; la mélange de charlas y risas, y, si usted quiere, la Würzburger en los altos conos de vidrio, que se inclinan hacia sus labios como una cereza madura en su rama ante el pico de un grajo ladrón. Un escultor de Mauch Chunk me manifestó que la escena era auténticamente parisién.

Mi cosmopolita se llamaba E. Rushmore Coglan y de él se sabrá el próximo verano en Coney Island, pues me informó que instalará allí una nueva “atracción” que ofrecerá un benévolo entretenimiento. Y luego su conversación se extendió a lo largo de paralelos de latitud y longitud. Tomó el enorme y redondo mundo en sus manos, por así decirlo, con familiaridad y desprecio, y este no parecía más grande que la semilla de un cerezo marasco en una toronja de table d'hotel. Habló irrespetuosamente del Ecuador, saltó de continente en continente, se burló de las zonas y fregó los altos mares con la

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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.
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