Se ha producido ya en mí aquel elegante fenómeno de alargamiento de los párpados sobre los ojos como manos curvadas sobre naranjas y que caen con idéntica nebulosidad dulce que el tiempo sobre los recuerdos.
Este elegante fenómeno que, generalmente, corresponde a una época, me ha asaltado bien pronto debido a ciertas circunstancias.
No soy viejo: tengo treinta años. Me veo como esos hombres que agotan sus músculos en una hora, frente a otros que trabajan ocho, con sabia y económica calmosidad.
También se me han caído un poco las cejas y estoy bastante calvo.
Se trata… ¡ah! Se trata de aquella muchacha, Amelia, que me traía claramente la imagen de la heroína de un señor novelista, a quien sus padres (¿o ella misma?) le ordenaban (¿o se ordenaba?) conservar sus trenzas largas, ya porque le sentaran bien o por mantener su fresco aspecto infantil.
¡Hombre! Y era bastante pálida. Ahora la veo. Bajo cada ceja debió tener una media luna de tinta azul, lo que le hacía interesantísima. Y como los labios también eran muy pálidos, me enamoré de ella. Creo que esta es una razón poderosa; las mujeres que tienen los labios colorados por fuerza nos ponen nerviosos; dan la idea de haberse comido media libra de carne de cerdo recién degollado.
Bueno, pues. Como era una muchacha me estuve esperando que madurara y apenas la vi con las piernas un poco gruesas, me casé.
¡Hola, María!
¡Caramba! Me acaban de decir que está servido el almuerzo y tengo que irme. No pierda usted su buen humor. Espere usted un momento. Yo me pongo nervioso cuando me dicen que está servido el almuerzo.
Decía que me casé con Amelia. Bien: estoy seguro de haber vivido con ella durante un año casi en la más completa cordialidad, casi, porque había un feroz motivo de entenebrecimiento de mi vida.
Tenía ella una manera petulante de decir, repetir, encajar a todas horas en su conversación una palabreja que me pone hasta ahora los pelos de punta. Ese ¡claro! que parecía arrojármelo a la cara con su risita cínica y que me congestionaba, me templaba las mandíbulas.
Si debíamos salir a la calle y se ponía malo el tiempo, ella venía a provocarme:
—Sabes que no podremos salir ahora porque… ¡claro! parece seguro que va a llover.
Si salíamos de compras y había un sombrero que me gustaba para ella, me tiraba de las orejas con su:
—Sabes que a mí no me gusta porque… ¡claro! estos sombreros están ya pasados de moda.
Si iba alguna visita a casa, cuando se le metía alguna estupidez en la cabeza, me cortaba el buen humor, como gritándome:
—Sabes que yo no voy a poder salir porque… ¡claro!, me siento un poquito indispuesta.
Pero ¿qué es esa manera de hablar, señores? ¿No parece que a uno estuvieran diciéndole bruto o desafiándole a duelo? Ya les voy a meter a ustedes el ¡claro! hasta por las narices para ver si no les hierve la sangre, porque… ¡claro!… ¡Maldición! Si en este momento me dijeran que el almuerzo está servido, me vuelvo loco y los despedazo.
Este ¡claro!, que al principio me picaba la lengua y me traía ganas de ahogárselo en la boca con un beso de esos que comprimen rabiosamente la mucosa hasta hacerla sangrar, ha sido la única causa de mis desdichas.
Si ella no hubiera tenido esa estúpida manía, seguiría a su lado, prendido de las medias lunas de tinta azul que tiene bajo las cejas. Porque la amaba estrepitosamente y la amo todavía, como se ama el retrato desteñido de la madre desconocida o el cacharro roto… ¿Qué digo?… ¡Ah! Estoy romántico. He recordado la urna de cristal que guarda los pedazos del viejo cacharro, a quien amo con reverencia porque no puede decir:… ¡No! No pongo la palabra, escupo la palabra en la escupidera, que son peligrosas las bascas… ¿La pongo? No.
¡El cacharro roto! Me gusta esta paletada de erres que quisiera que me cubran hasta las narices para estar así, acurrucado, mirando… ¡Oh, el treponema!, ¡claro!
Me lo dijo una noche que estaba entusiasmado bailando sobre una tabla de logaritmos.
—Antoñito, ¿sabes que deberíamos acostarnos ya?, porque… ¡claro!, es tardecito y tengo mucho sueño.
Y la pérfida me abrazaba por las caderas. ¡Estaba endemoniado! Le pegué un puñetazo en la cara y salí corriendo.
No he vuelto más porque en la primera esquina encontré a Paula, una canalla que fue mi amiga desde que yo era joven.
La cogí fuertemente por una muñeca.
—Oye, tú no sabes decir ¡claro!
Ella se esquivó, pues, debí haberla hecho daño.
—Pero ¿qué te pasa, hombre?
—¡Ah!, sí; no sabes decir.
Y le acaricié la barbilla.
Me sonrió, enseñándome la falta de un incisivo, y me hizo sonar en la oreja, sugestivamente, su voz constipada.
—Vamos a que conozcas la casa donde vivo; no nos hemos visto más de un año.
Nos fuimos. Y como en la casa me tentaba a besarla, lo hice, por lo que me quedé con ella unos diez días.
Al octavo tuve un sueño especialísimo que me llenó de inquietudes. Por inherente disposición creo en lo misterioso y no dudaba ni dudo de la veracidad de ciertos sueños que son para mí proféticos. En otro tiempo aquel sueño lo habría aceptado con una especie de placer, que su realidad modificaría totalmente mi vida, dándome un carácter en esencia nuevo, colocándome en un plano distinto del de los demás hombres; una como especie de superioridad entrañada en el peligro que representaría para los otros y que les obligaría a mirarme —se entiende de parte de los que lo supieran— con un temblor curioso parecido a la atracción de los abismos.
Mientras iba a un médico, me puse a meditar en la situación que me colocaría, de ser verdad, la innovación extraña que presentía. En aquellas circunstancias, mi deseo no era el anteriormente apuntado; le había reemplazado un miedo estúpido que me batía los sesos, haciéndolos realizar revoluciones rápidas que insinuaban en mi espíritu un caos apensante y confuso, que me calentaba la frente y me hinchaba las venas como una invitación al almuerzo servido; mi amor a Amelia, seguía respetándola, a pesar de la enormidad de su pecado, y comprendía yo claramente que mi deseo de otro tiempo representaba en estas circunstancias una corriente eléctrica, establecida entre nosotros, que me impediría llegar a ella a pesar de que el desinfectante del arrepentimiento la lavara, presentándomela pura para nuestra posterior vida conyugal.
¿Eh? ¿Qué cosa? ¡Socorro! Un hombre me rompe la cabeza con una maza de 53 kilos y después me mete alfileres de 5 decímetros en el corazón. Allí se ha escondido, debajo de la cama de Paulina, y me está enseñando cuatro navajas de barba, abiertas, que se las pasa por el cuello para hacerme romper los dientes de miedo y paralizarse mis reflejos, templándome las piernas como si fuera un viejo. ¿Dónde están los signos de Romberg y de Aquiles, y dónde la luz que ha de contraer en una línea la pupila? ¡María! Ve a decir que no como. Por allí va el treponema pálido, a caballo, rompiéndome las arterias. Y el pobre cacharro roto que está en mi urna de cristal, traquetea como las cosas vivas… y parece que está levantando un dedo… ¿ah?
Veo a mis hijos, adivino a mis hijos ciegos o con los ojos abiertos todos blancos: a mis hijos mutilados o secos e inverosímiles como fósiles; a mis hijos disfrazados bajo las mascarillas de los eritemas; adivino la papilla que se mueve y que alza un dedo y que quiere abrazarme y besarme. Adivino la atetosis trágica que se ha de dirigir a mi cuello para arrancarme el cuerpo tiroides, y las piernas ganchudas y temblorosas de Amelia: ha de poner círculos de tinta gris bajo los pómulos salientes.
En este pueblo me gusta la antigua iglesia que tiene mosaicos verdes en las cúpulas achatadas porque da las espaldas al Norte (¿Qué sería de este pobre pueblo si le voltearan su iglesia?). También me gusta porque al centro de la fachada de piedra hay una pequeña virgen de piedra.
Dentro abro la boca ante un cuadro de talla que tiene fina y pálida cara; en la esquina inferior izquierda, esta leyenda, más o menos:
ESTATURA I FORMA I TR AGE DE LA S MA VIR- GEN S EGUN LO QUE ESCRIBIO SAN ANSELMO I LO QUE PINT O SAN LUCAS
y lo que me parece un poco descabellado, aunque de la capilla
ancha superpuesta, le sale una hermosa mano afilada. El color del traje
es idéntico al de mi cacharro roto.
¡Ah! Ya es de noche. El cielo está completamente negro; y como en él lucen las diminutas cabezas de alfiler de las estrellas, tengo que salir al campo, muy lejos para que no me oigan, y gritar altísimo, aunque me rasguñe la laringe, a la cóncava soledad: ¡Treponema pálido! ¡Treponema pálido!