Sierra

Pablo Palacio


Cuento


Este es un viaje de siete días y usted, caballero, caballero en una mula flaca, tiene por bien insultar a las autoridades civiles, y a las militares, y a las eclesiásticas. Unas veces el sol le latiguea las espaldas, de la salida a la puesta. Otras, el cierzo le masca los huesos.

Me place imaginarlo, a usted, señor, al tiempo de ascender una de estas grandes arrugas terrestres, la silla casi ya en las ancas de la mujer flaca, a consecuencia de la cual usted, señor, es caballero.

De aquí a diez leguas hay un techo de paja y si usted llega allá, aunque hay chinches, antes de concederle abrigo se aseguran de que no sea soldado.

Usted se rasca. Usted ama. Usted se fuma un pitillo. Usted echa una miradita al horizonte. Usted se divierte mucho con todo lo grande que es esto. Usted aspira el aire puro de las montañas con el objeto de asegurar a sus amigos que aquello era regularmente vivificante.

Aquí no es verdad que para la tierra cada siete años sea sábado. La naturaleza es judía y a la tierra, le exige. Todo el tiempo se está oliendo. ¡Huele a quinina, a fresno, a cedro, a albaricoques y a tierra! Pero también es cierto que aquí para ella todos los años son sábado, porque no queremos oler nada, nada, nada.

El viento se ha creído que entre los árboles hay tubos y silba.

La paja crece alta, seca, gris y desgarbada como señorita de provincias.

Con un poco más de frío, la nariz se le haría a usted un helado.

Bien lejos, dos ramas que rozan con fuerza chillan como condenados: una vez y otra; otra y una vez. Así, en balancín y con batuta.

¡Y usted aquí solo, sin tener un amigo para que le aconseje!

En la ciudad le habrían dicho:

—¿Por qué no te escribes un libro?

—¿Por qué no te enamoras de Adriana?

—¡Te hubieras levantado un poco más temprano!

—¿Por qué no ha venido usted a verme?

—Le aconsejo que se compre un caballo.

O habría usted visto, en la ciudad, a las damas que echan tan atrás la cabeza que parecen perros de caza.

Pero con todas estas garantías aquí, su corazón está en un puño.

Ahora el viento le acerca y envuelve. Usted ve que el espacio se mueve; ese espacio gris, turbio, opaco, espeso. El aire se agita y el horizonte se desdibuja; algo se viene contra usted y lo cubre. No hay montaña y sólo existe lo gris. Usted se admira de respirar una masa espesa, que le sobrecoge, le pone en ridículo y le hace sandwich.

En el mundo sólo existen dos cosas: su notable persona y la niebla. Su notable persona y la niebla. Usted tiene miedo de encontrarse tan solo, en medio de la niebla. De estar acompañado, de estar acompañado por un habitante de estos lugares grises, usted, por espantar al miedo haría una pregunta:

—¿Lloverá mañana?

Y de estar usted muy cerca, demasiado cerca del americano, podría ver que éste alarga un brazo y luego le responde:

—No; la niebla está seca, porque el americano de adentro tiene las manos húmedas de palpar niebla que usted nunca ha encontrado en su vida. ¡Y pensar que toda niebla debiera ser húmeda!

¡Y estar aquí solo, sin tener un amigo para que le aconseje!

Espere usted, que a la mañana puede desquitarse, —puede imaginar que se desquita.

Ha coronado la montaña. Por casualidad no hay una nueva atrás. Está usted en el portete, ese burladero que todas las montañas tienen y por donde se escapa uno hacia el valle, cálido, con ananas, con caña de azúcar, con melones hidrópicos.

¡O! ¡O!

No hay valle. Ha desaparecido el valle. Sólo hay nubes emplazadas en el valle, y como usted está bien alto: en el portete, resulta estar sobre las nubes.

Si usted ha creído que el cielo es aquello en donde las nubes suelen pasar el tiempo, ha caído el cielo.

Si usted viene de adentro, no olvide decir «¡O! ¡O!».

Nubes blancas, hacinadas, fundidas, blancas otra vez, poseyendo el valle. Y en alguna parte está el sol, el sol colorado, sajón y salchichero, que echa una mancha roja sobre el más lejano límite de la masa blanca.

Los colores están en este orden, partiendo desde usted:


blanco — bastante;

rojo — cinta delgada;

azul — todo el resto.


Si usted viene de adentro, no olvidará decir que este ha sido el maravilloso espectáculo que tuvo en su vida ¡en su pobre vida!, y con las nubes bajo los pies.

Pero luego va a llegar a la ciudad. Allí encontrará mujeres con las narices tan en alto como perros de caza. Allí se dará cuenta de que un maître d’hotel, con anilinas comestibles, puede trabajarle un budín más maravilloso que el espectáculo que quedó bajo el portete. Y…

O, O. La naturaleza.

¡Que me vengan a mí con la naturaleza!


Publicado el 17 de mayo de 2024 por Edu Robsy.
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