Algunos creen que se ha vuelto un perfecto idiota; que aquello fue sólo un momento de locura.
Pero no les oiga; tenga mucho cuidado frente al antropófago: estará
esperando un momento oportuno para saltar contra un curioso y
arrebatarle la nariz de una sola dentellada.
Medite Ud. en la figura que haría si el antropófago se almorzara su nariz.
¡Ya lo veo con su aspecto de calavera!
¡Ya lo veo con su miserable cara de lázaro, de sifilítico o de
canceroso! ¡Con el unguis asomando por entre la mucosa amoratada! ¡Con
los pliegues de la boca hondos, cerrados como un ángulo!
Va Ud. a dar un magnífico espectáculo.
Vea que hasta los mismos carceleros, hombres siniestros, le tienen miedo.
La comida se la arrojan desde lejos.
El antropófago se inclina, husmea, escoge la carne —que se la dan
cruda—, y la masca sabrosamente, lleno de placer, mientras la sanguaza
le chorrea por los labios.
Al principio le prescribieron dieta: legumbres y nada más que
legumbres; pero había sido de ver la gresca armada. Los vigilantes
creyeron que iba a romper los hierros y comérselos a toditos. ¡Y se lo
merecían los muy crueles! ¡Ponérseles en la cabeza el martirizar de tal
manera a un hombre habituado a servirse de viandas sabrosas! No, esto no
le cabe a nadie. Carne habían de darle, sin remedio, y cruda.
Este texto no ha recibido aún ninguna valoración.
20 libros publicados.