El Ángel de la Guarda

Pedro Antonio de Alarcón


Cuento


I
II
III
IV
V

I

«El 1 de mayo entran los aviones», dícese en España, desde que el mundo es mundo, para significar que todos los años, precisamente ese día, regresan a nuestra tierra, o sea a nuestro aire, los aviones y vencejos después de su viaje invernal al África. Pero lo que nadie ha dicho hasta ahora, y yo me sé de muy buena tinta, es que ningún año habrán vuelto a ver los aviones las murallas de Tarragona, ni tomado en ellas posesión en sus antiguos nidos, en día más hermoso, fulgente y embalsamado, que el 1 de mayo de 1814.

El mar, tan azul y apacible como el mismo cielo, parecía no un complemento de la limitada tierra, sino el comienzo de la eternidad y de lo infinito. El campo recibía sonriendo las caricias del sol, y se las pagaba en vistosas flores, nuncio y promesa de regalados frutos. El ambiente, en fin, estaba impregnado de amor y vida, y en sus tibias ráfagas percibíase el fragante aliento de la primavera, enamorada ya del estío...

Pero no eran sólo de esta índole los encantos primaverales de aquel inolvidable día. El hombre, en la ciudad, al pensar en el regreso de las aves viajeras, y en que había principiado el mes de las flores, y en que el día siguiente sería DOS DE MAYO, experimentaba solemnes y gratas sensaciones morales y patrióticas, que hablaban también a su alma de resurrección y eflorescencia... ¡Apenas habían pasado quince días desde que la paz reinaba en España, después de seis años de incesante lucha! La guerra de la Independencia, la epopeya de que fueron héroes nuestros padres, estaba completamente terminada. Los generales de Napoleón habían huido con sus huestes y con su pretendido rey a contarle al dominador de tantas naciones que era delirio pensar en la conquista de la nación española. ¡Ya no había en toda la Península ni un solo soldado extranjero!

Nuestra desangrada y enflaquecida patria descansaba, pues, a la luz de aquel sol esplendoroso, como un convaleciente que abandona el lecho después de lidiar largo tiempo con la muerte. ¡Momento melancólico y sublime! Las campanas llamaban de nuevo a los fieles a las incendiadas y saqueadas iglesias... El humo de los ensangrentados hogares volvía a elevarse al cielo por la serena atmósfera... Los antiguos cantos populares estremecían otra vez el viento... El esforzado patriota soltaba las armas y tornaba a sus trabajos, consolándose de haber perdido hijos, hermanos y padres a la sola idea de que había conservado el suelo que los vio nacer y morir... ¡Todo era, en fin, santa tristeza y patético alborozo desde San Sebastián a Cádiz, desde La Coruña hasta Gerona; todo era referirse grandes hazañas de una y otra provincia, de una y otra ciudad, de una y otra aldea, empeñadas de consuno en sacudir el yugo extranjero; todo era dar gracias a Dios por la victoria, conmemorar religiosamente a los difuntos, y restaurar ciudades o construirlas de nuevo, con la esperanza de alcanzar en ellas mejores y más dilatados días que los heroicos mártires de la Patria!

II

La mañana que digo, un bizarro mancebo y una hermosísima joven, vestidos con sencillez y buen gusto, como gentes acomodadas de la clase media, salían de la iglesia de Santo Domingo, de Tarragona, donde acababan de velarse.

El mismo sacerdote que los casara la semana anterior los acompañaba ahora amigablemente, yendo tan contento y ufano entre los dos enamorados esposos como si éstos le debiesen toda su ventura.

Mucho le debían. Clara y Manuel, que así se llamaban los jóvenes, habían perdido sus respectivas familias el día 28 de junio de 1811, cuando el general Suchet tomó por asalto a Tarragona. Posteriormente, al fin de la campaña de 1813, Suchet, perseguido, pasó por la misma ciudad y voló sus fortalezas y algunas casas, siendo una de éstas la del escribano que guardaba todos los títulos de las propiedades de Manuel, fugitivo a la sazón con Clara y con su madre. En uno y otro tremendo día habían perecido más de la mitad de los habitantes de Tarragona; de modo que cuando el pobre huérfano volvió en busca de su casa y de sus bienes, para ofrecérselos a aquellas dos mujeres desvalidas, encontróse con que no era posible identificar su persona, ni menos acreditar su derecho a la hacienda de sus padres. Entonces apareció en la arruinada ciudad aquel virtuoso sacerdote con quien ahora lo encontramos, el cual lo conocía desde que nació (puesto que fue siempre cura de su parroquia, y lo había bautizado y enseñado a leer); y, a consecuencia de las autorizadas declaraciones del anciano ministro del Señor, Manuel, ¡que ya pedía limosna!, fue rico desde el día siguiente.

Pocas semanas después se verificaba su matrimonio con Clara.

En cuanto a la madre de ésta, ya aparecerá en el curso de nuestra breve y verídica historia.

III

—Conque, vamos, hijos míos; decidme... ¿De qué se trata? —preguntó el sacerdote a la puerta de la iglesia.

—Se trata, señor cura... —dijo Clara con tristeza—, de que tenemos un secreto que confiar a usted...

—¿Un secreto?... ¡A mí! Pues ¿no habéis confesado conmigo esta mañana?...

—Sí, señor... —respondió Manuel con mayor tristeza todavía—; pero nuestro secreto no es un pecado.

—¡Ah, ya! Eso es otra cosa.

—Al menos pecado nuestro... —balbuceó la desposada.

—¡Ya decía yo que habría algo malo en el asunto cuando acudíais al pobre viejo!... ¡Veamos!... ¿A qué se reduce todo?

—Habla tú... —dijo Clara a su marido.

Éste se limitó a añadir:

—¡Nada!... Venga usted... La mañana está hermosa: daremos un corto paseo, y en el mismo sitio le diremos lo que sucede.

—¿En qué sitio?

—¡Nada!... Venga usted... —repitió Clara, tirando del manteo al padre cura.

Éste se prestó gustoso al deseo de los dos jóvenes, y salieron de la ciudad.

Como a unos mil pasos de ella, y en la orilla misma del Francolí, se paró Manuel, diciendo:

—Aquí era...

—No..., no... —observó Clara—. Fue más allá.

—En efecto... Fue en aquel recodo, donde se ve a una mujer sentada en el suelo.

—¡Calla!... ¡Pues si aquella mujer es mi madre!

—¿Cómo tu madre?

—Sí... ¡No tengo duda! Esta mañana salió de casa, como todos los días, sin permitir que nadie la acompañase...; y ¡mira adónde se viene la pobre! No lo extrañe usted, señor cura: ya sabe usted que la infeliz está mala de la cabeza. ¡Desde aquella noche su razón padece frecuentes extravíos!

En esto llegaron nuestros tres personajes al lado de una mujer que, efectivamente, se hallaba sentada en el suelo, a la orilla del agua, con los ojos fijos en las ondas fugitivas del Francolí.

Érase una anciana de venerable porte, de severa y enjuta fisonomía, negrísimos ojos y blanca y poblada cabellera; una madre catalana, en fin, tan enérgica como dulce, tan cariñosa como soberbia.

—¡Qué hermoso día, madre! —le dijo Clara, para distraerla, en tanto que la abrazaba.

—Hija, ¡qué horrible noche! —respondió la pobre loca.

—Verá usted, señor cura, cómo sucedió todo... —expuso Manuel, haciendo un esfuerzo y apartando un poco al sacerdote del grupo de las dos mujeres.

IV

—Ahí... —prosiguió Manuel señalando al río—, en esas ondas que tanta sangre han arrastrado durante cinco años, yace, señor cura, un mártir de la independencia española, muerto a los quince meses de nacer..., y a quien, sin embargo, deben la vida y la felicidad estos dos corazones que ha unido usted para siempre. De la madre de Clara no hablo, porque si bien le debe también la vida a aquel santo niño, más le valiera haber perecido con él. ¡Ya ve usted cómo se encuentra la desgraciada!

¡Se asombra usted, padre mío, de que a los quince meses de edad pueda una inocente criatura hacer tanto bien a su familia! Lo comprendo... ¡Yo también, no sólo me asombro, sino que me muero de vergüenza! Pero ¡ya ve usted cómo quedé aquella noche!

Así diciendo, mostró Manuel al párroco la mano izquierda, horriblemente desfigurada por una larga y profunda cicatriz.

—¡A los quince meses, sí!... Murió a los quince meses, y su vida no fue estéril, no fue inútil! ¡Muchos viven largos años sin hacer tanto bien al mundo! ¡Dios lo tendrá, sin duda alguna, no al lado de los ángeles, sino de los mártires y de los héroes!

Ya sabe usted cuán triste fue para Tarragona el día 28 de junio de 1811. Sin embargo, usted se hallaba prisionero desde el asalto del 4 de mayo, y no vio todo el horror de la toma de la ciudad. ¡No vio morir a cinco mil españoles en diez horas; no vio incendiar casas y templos; no vio asesinar inermes ancianos y flacas mujeres; no vio atropellado el pudor de las vírgenes, la majestad de las madres, el voto de las religiosas!... ¡No vio el robo y la embriaguez confundidos con el amor y la matanza! ¡No vio, en fin, una de las mayores proezas del vencedor del mundo, del héroe de nuestro siglo, del semidiós Napoleón!

¡Yo lo vi todo! ¡Yo vi a los enfermos salir del lecho de agonía, arrastrando las sábanas como un sudario, y perecer a manos del soldado extranjero, sobre el umbral de la misma alcoba en que penetró el día antes el Viático! ¡Yo vi tendida en esta calle a una mujer degollada, y a su lado el tierno infante, que mamaba todavía del pecho de la madre muerta! ¡Yo vi al esposo maniatado presenciar la profanación del lecho nupcial, y a los niños que lloraban en torno de tanto horror, y a la desesperación y a la inocencia apelando al suicidio, y a la impiedad escarneciendo los cadáveres! ¡Ah! ¡Malditas sean las armas extranjeras!

Mi padre y mis hermanos murieron aquel día de tristísima memoria... ¡Felices ellos!

Herido yo gravísimamente, inútil para la lid, refugiéme en casa de Clara.

Ésta, llena de angustia y miedo, hallábase al balcón, temiendo por mi vida, y arriesgando la suya con tal de verme, si pasaba por la calle.

Entré; pero los que me perseguían... la vieron... Y ¡era tan hermosa!

Un rugido de salvaje alborozo y una brutal carcajada saludaron a la beldad. Un minuto después, el hacha y el fuego derribaban nuestra puerta. ¡Estábamos perdidos!

La madre de Clara llevando en sus brazos al desventurado niño que yace bajo esas ondas, se encerró con nosotros en la cisterna o aljibe de la casa, que era profundísimo y estaba seco a causa de no haber llovido hacía muchos meses. Aquella cisterna, cuyo suelo mediría ocho varas cuadradas, y a la que se bajaba por largas rampas subterráneas, se angostaba arriba, formando como un cañón de pozo, que iba a dar al promedio del patio, donde tenía su brocal, con garrucha pendiente de un arco de hierro, a fin de sacar desde allí agua por medio de dos acetres...

El mencionado niño, llamado Miguel, era hermano de Clara, o sea el hijo menor de la infeliz a quien los franceses acababan de dejar viuda.

Dentro del aljibe podíamos salvarnos los cuatro, o, mejor dicho, nos habíamos salvado ya. ¡Nadie imaginaría que estuviésemos en aquel sitio, ni que tal sitio existiese! Desde arriba, la cisterna parecía un simple pozo. Los franceses creerían que habíamos huido por los tejados de la casa...

Pronto lo dijeron así, entre horrorosos juramentos, mientras descansaban en aquel fresco patio, en medio del cual estaba la cisterna.

Sí..., ¡nos habíamos salvado! Clara me vendaba la herida; su madre daba el pecho a Miguel, y yo, aunque temblaba con el frío de la calentura, considerábame feliz y sonreía...

En esto comprendimos que los franceses, devorados de sed, trataban de sacar agua del pozo en que nos hallábamos...

¡Figúrese usted toda nuestra agonía en aquel instante...!

Nos hicimos a un lado, y dejamos bajar el acetre hasta dar en el suelo.

Ni respirábamos siquiera.

El acetre volvió a subir...

—¡Está seco! —dijeron los franceses.

—¡Arriba habrá agua! —exclamó uno.

¡Se marchan!, pensamos Clara, su madre y yo.

—¿Si estarán aquí dentro? —exclamó una voz en catalán...

¡Era un afrancesado..., señor cura! ¡Era un español quien nos perdía!

—¡Qué disparate! —respondió el francés—. ¡No hubieran podido descolgarse tan pronto!

—Es verdad... —repuso el afrancesado.

Ignoraban ellos que a la cisterna se bajaba por la citada mina, cuya puerta o trampa, bien disimulada en el suelo de oscura bodega algo distante, era muy difícil descubrir. ¡En cambio, habíamos cometido la imprudencia de cerrar con llave la verja de hierro que cortaba la comunicación entre la cisterna y la mina, y no podíamos abrirla sin hacer mucho ruido!...

Figúrese usted, pues, la cruel alternativa de esperanza y de miedo con que oiríamos aquel diálogo, sostenido por los malhechores en el mismo brocal del pozo... ¡Desde los rincones en que estábamos replegados veíamos moverse la sombra de sus cabezas en el redondel de luz cenital pintado en el fondo del seco aljibe!... Cada segundo nos parecía un siglo...

En esto..., ¡echóse a llorar Miguel!...

Pero no bien había lanzado el primer gemido, cuando su madre sofocó aquella voz que nos vendía, estrechando contra su pecho la cara del tierno infante.

—¿Habéis oído? —gritaron arriba.

—¡Yo no! —respondió otro.

—Escuchemos —dijo el afrancesado.

Pasaron tres horribles minutos...

Miguel pugnaba por llorar..., y cuanto más lo sofocaba su madre, más se enfurecía y se retorcía entre sus brazos...

Pero no se oyó ni el más ligero suspiro.

—Será el eco... —exclamaron los franceses, alejándose.

—¡Eso será! —añadió el afrancesado.

Y todos se fueron, y el ruido de sus pisadas y de sus sables se apagó lentamente a todo lo largo del patio, con dirección al portal.

¡Había cesado el peligro!

Pero ¡ay!..., ¡tardía felicidad la nuestra!

Miguel no lloraba, ni luchaba ya...

V

—¡Señor cura! ¡Señor cura! —gritó en esto la madre de Clara, interrumpiendo a Manuel—. ¡Diga usted que es mentira! ¡Yo no he matado a mi hijo! ¡Lo mataron ellos! ¡Lo ahogué yo por librarlos! ¡Se ahogó él por librarnos a todos! ¡Ah, señor cura! Perdóneme usted... ¡Yo no soy una mujer mala! ¡Yo me he vuelto loca por mi Miguel, por el hijo de mi vida!... ¡Yo no soy una mala madre!

—¡Señor cura! —dijo Clara—. Hemos traído a usted hasta aquí para que bendiga ese agua, en que arrojamos el cadáver de mi hermano cuando huimos de Tarragona la noche del 28 de junio de 1811. El peligro que corríamos no nos dejó tiempo de enterrarlo...

—¿No es verdad que Miguel estará en el Cielo, señor cura? —preguntó Manuel, enjugándose las lágrimas.

—Sí, hijos míos... —respondió el sacerdote—. ¡Yo os lo aseguro en nombre de Dios y en nombre de la Patria! Y usted, no llore... —continuó, dirigiéndose a la anciana—. ¡Dios bendice el martirio que usted sufre, como yo bendigo al inocente niño que lo causó! ¡En el Cielo encontrará usted a su hijo, y con él la alegría del alma! En cuanto a vosotros, que tan felices podéis ser sobre la Tierra, no olvidéis que comprasteis vuestra dicha al precio del tormento de los demás. ¡Atormentaos también cuando vuestro prójimo os necesite!

Así dijo el sacerdote; y, a la luz del sol primaveral, en medio de los floridos campos, al son de la música de las aves, acompañado, en fin, de todas las alegrías de la Naturaleza, bendijo el lugar en que las aguas del Francolí sirvieron de tumba al venturoso niño que fue el Ángel de la Guarda de su familia.


Madrid, 1859.


Publicado el 3 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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