El Niño de la Bola

Pedro Antonio de Alarcón


Novela



Libro primero. En lo alto de la sierra

I. Sinfonía

Entre la vetusta ciudad, cabeza de Obispado, en que ocurrieron los famosos lances de El sombrero de tres picos, y la insigne capital de aquella estacionaria provincia, donde hay todavía muchos moros vestidos de cristianos, álzase, como muralla divisionaria de sus respectivos horizontes, un formidable contrafuerte de la Sierra más erguida y elegante de toda España.

Cerca de diez leguas de espesor (las mismas que la capital y la ciudad distan entre sí) tiene por la base aquel enorme estribo de la gran cordillera, mientras que su altura, graduada por término medio, será de seis o siete mil pies sobre el nivel del mar. Subir a tal elevación por retorcidas cuestas, y descender de allí luego por otras cuestas no menos retorcidas, es la tarea común de cuantos van o vienen de una a otra comarca; cosa que sólo podía hacerse, a la fecha en que principia nuestra relación, por un mal camino de herradura, convertido poco después en un mucho peor camino carretero.

Ahora bien, amigos lectores: el primer cuadro del drama romántico de chaqueta y rigurosamente histórico, aunque no político, que voy a contaros (tal y como aconteció, y yo lo presencié, entre la extinción de los frailes y la creación de la Guardia civil, entre el suicidio de Larra y la muerte de Espronceda, entre el abrazo de Vergara y el pronunciamiento del general Espartero, en 1840, para decirlo de una vez), tuvo por escenario la cumbre de esa montaña, el promedio de ese camino, el tránsito del uno al otro horizonte; punto crítico y neutro, que dista cinco leguas de la ciudad y otras cinco de la capital, y en que, por ende, suelen encontrarse al mediodía y decirse: ¡A la paz de Dios, caballeros!, los viandantes que salieron al amanecer de cada una de ambas poblaciones.

Es aquél un paraje rudo, áspero y pedregoso, sin historia, nombre ni dueño, guardado por esquivos gigantes de pizarra, donde la Naturaleza, virgen y tosca como salió de manos del Creador vive pobremente, y, por tanto, sin muchos cuidados, entregada a la dulce rutina de sus invariables quehaceres. Tan árida y escabrosa es aquella región, que nadie ha entrado nunca en codicia de disputar a los animales silvestres el pacífico inmemorial disfrute de las escasas hierbas y atroces matorrales que festonean sus riscos; por lo que, ni siquiera hoy, después de la desamortización y venta de todo lo criado, figura tal arrabal del planeta en el catastro de la riqueza pública. Sin embargo, no vivían completamente a sus anchas, en la época de que va hecha mención, los inciviles y sueltos moradores de aquella majestuosa soledad; pues, amén de las importunidades ordinarias que a ciertas horas les ha acarreado siempre la vecindad del sendero humano, solía acontecer por entonces, con demasiada frecuencia, que ladrones en cuadrilla, o no en cuadrilla, armados de terribles trabucos, acechaban allí a los viajeros inofensivos, y aun a la misma Justicia del Estado, como en lugar muy a propósito, por lo estratégico, para librar batalla a las leyes sociales.

El día de que tratamos (sábado 5 de abril), sería ya la una de la tarde, y aún no se había divisado alma viviente en aquel pavoroso recinto, cerrado a la vista por las ondulaciones de las montañas subalternas. Hallábanse, pues, solos y gustosísimos los pájaros, las bestiecillas montaraces y los reptiles e insectos que lo habitan; todos ellos doblemente regocijados y juguetones a la sazón, con motivo de haberse dignado subir a aquellas alturas, a pasar unos días en su compaña, la hermosa y galante primavera…

Allí estaba, sí, la pródiga deidad, y bien se conocía dondequier el mágico influjo de sus gracias y donosura. En todas partes había flores: en las solanas, en las umbrías, entre las peñas, en los mismos líquenes de las rocas, hasta en él tortuoso sendero frecuentado por el hombre, y, consiguientemente, en las cruces y lápidas conmemorativas de bárbaros asesinatos… Respirábase un aire cargado de aromas deleitosos. Los pajarillos se decían sus amores con breves y agudos píos, que turbaban, o hacían más notable y solemne, el hondo silencio del resto de la Creación… También se percibían de vez en cuando leves murmullos de arroyuelos que pugnaban por abrirse paso entre importunas guijas; pero muy luego cesaba el rumor, por haber hallado el agua más cómoda ruta. Pintadas mariposas revolaban de acá para allá, no menos lindas que las flores en que libaban, y más libres que ellas, mientras que tímidas alimañas y recelosas aves, codiciadas por los cazadores, retozaban descuidadamente aun en el odiado camino de herradura… ¡Todo, todo era paz, y amor, y delectación en la tierra y en el ambiente!… El mismo cielo sonreía, como un padre satisfecho de la ventura de sus hijos… Dijérase que el mundo acababa de ser criado… La infatigable Naturaleza parecía una doncella de quince abriles.

De pronto, todos los animales se avisparon y echaron a correr o a volar, apartándose del camino, y una nube de polvo empañó la transparencia de la atmósfera hacia la parte de la capital…

Era que venía el hombre…

Y pues que el hombre solía pasar por allí, según hemos dicho, dando el mal ejemplo de temer hallarse con sus prójimos, nada tuvo de particular ni de ofensivo para el soberano de la Creación el que los humildes irracionales se apresurasen también de aquel modo a evitar su real presencia.

II. Nuestro héroe

La indicada nube de polvo traía en su seno a un arrogante jinete, seguido de un arriero a pie y de tres soberbias mulas cargadas de equipaje.

El caballero, a juzgar por su figura y vestimenta y por el abigarrado aspecto de las tales cargas, parecía juntamente un feriante, un contrabandista y un indiano. También hubiera sido fácil suponerlo un capitán de bandidos de primera clase, que regresara a su guarida con el rico botín de alguna afortunada empresa.

Érase como de veintisiete años de edad; fino y elegante, aunque vestía de chaqueta (traje usado entonces en Andalucía por personas muy principales), y tan airoso, nervudo y bien formado, que habría podido servir de modelo para la famosa estatua del Gladiador combatiente. La mencionada chaqueta, así como el chaleco y el pantalón, o más bien calzón de montar, que llevaba, eran de punto azul muy ceñido al cuerpo, y concluía por abajo su equipo en unos botines o polainas de gamuza gris, con sendas espuelas de plata labrada, dignas éstas de un Capitán general. Gruesos botones de muletilla, también de plata, orlaban hasta cerca del codo las bocamangas de la chaqueta y servían de botonadura al chaleco. Un pañuelo negro de crespón, anudado a la marinera, le servía de corbata, y negro era asimismo el rico ceñidor de seda china que ajustaba a modo de faja su esbelta cintura. En los puños y cuello de la camisa lucía costosos brillantes; pero ninguno de tanto valor como el que radiaba en el dedo meñique de su mano izquierda. Finalmente, el sombrero (que en aquel momento se acababa de quitar) era de finísima paja de color de café, ancho de alas y muy alto y puntiagudo, como los usan muchas gentes de América y de las Dos Sicilias, a cuya forma se da en Granada el pintoresco nombre de sombrero de catite.

Tan singular personaje, a quien sentaba perfectamente aquel raro atavío semiandaluz, semiexótico, llamaba la atención, más que por todo lo dicho, por la varonil hermosura de su cara. Que ésta habría sido de extraordinaria blancura, indicábalo aún aquella parte de su despejada y altiva frente que el sombrero solía proteger; pero en lo demás habíala quemado el sol por tal extremo, que su palidez marmórea reflejaba ya un tinte como de oro mate, cuyo tono igual y sosegado no carecía de hechizo. Eran negros y muy rasgados y grandes sus africanos ojos, medio dormidos a la sombra de largas pestañas; mas cuando súbitamente los abría del todo, excitado por cualquier idea o caso repentino, salía de ellos tanta luz, tanto fuego, tanta energía vital, que su mirada no podía soportarse. Esta mirada reunía a un mismo tiempo la temible majestad de la del león, la fiereza de la del águila y la inocencia de la del niño; sólo que era más triste que la del último y más tierna en ocasiones que la de los citados reyes de las selvas y de los aires. Su abundante cabello, negro también y muy cortado por detrás, orlaba ampliamente la parte superior de la cabeza, semejando una rizada pluma tendida del lado izquierdo al derecho, lo cual daba mayor realce a aquella fogosa fisonomía. Completaban su peregrina belleza un perfil intachable, sirio más bien que griego; una boca escultural, clásica, napoleónica, tan audaz como reflexiva, y, sobre todo, una barba negra, undosa, de sobrios aunque largos rizos, trasunto fiel de las nobles y celebradas barbas árabes y hebreas. En resumen, y para pintar con un solo rasgo tan interesante figura, diremos que, por su estilo oriental, por su selvática melancolía, por su atlética complexión, por la viril hermosura del semblante y por la grandeza del alma que resplandecía en sus ardientes ojos, cualquier aficionado a estudios artísticos hubiera comparado a nuestro héroe (prescindiendo de su grotesco traje y de los accesorios profanos que lo rodeaban) al terrible San Juan Bautista cuando regresó del desierto a la edad de veintinueve años.

Montaba el joven que tan minuciosamente hemos descrito un soberbio potro cordobés negro como la endrina, enjaezado con silla a la española, sobre cuyo arzón iba sujeto un angosto maletín de vaqueta, y sobre cuya grupa ostentaba vivos y múltiples colores una manta mejicana de gran mérito, o, mejor dicho, lo que allí se denomina un zarape. Armas… no llevaba en su persona ni en su cabalgadura, pero, hablando en verdad, de uno de los tres bagajes mencionados pendían juntas cuatro excelentes escopetas (dos de ellas con todos los honores de espingardas), que podían sacar de apuros a cualquier valiente…

Digamos algo del arriero. Su pantalón largo de tela veraniega; la chaquetilla de lienzo blanco que llevaba al hombro, a lo húsar; su faja encarnada, su sombrero calañés tirado atrás, y su fisonomía movible y falsa como la de un comediante, denotaban al individuo de baja estofa del litoral malagueño, nacido en la playa, al aire libre; criado sin casa ni hogar; educado por los truhanes más listos del viejo y corrompido Mediterráneo, y capaz de todo lo malo y de todo lo bueno que pueda hacer un hombre…, salvo decir la verdad dos veces seguidas, o rehusar una copa de aguardiente.

Por último, las cargas de las tres mulas se componían de cofres, maletas, arcas antiguas, cajones esterados, cestas y cuévanos de diversos tamaños y hechuras, y otra infinidad de líos de raras materias y formas. Recios manojos de larguísimos bambúes y de enormes y vistosas plumas empenachaban además gallardamente cada uno de estos bagajes, y, en fin, sobre el altísimo túmulo y copete del mayor de ellos veíase una gran jaula de hoja de lata dentro de la cual se consumía de nostalgia el más corpulento y verde loro que haya atravesado nunca el Océano Atlántico. Indudablemente, el apuesto joven, o la persona a quien hubiese robado (suponiendo que nos las hayamos con un bandido), acababa de llegar de América…

Nada podemos asegurar todavía sobre estas cosas. El mismo arriero las ignoraba a la sazón, según que dijo después, jurándolo por un puñado de cruces. Lo único que en tal punto y hora sabía era que el martes de aquella semana lo había buscado un fondista de Málaga para que condujese aquel voluminoso equipaje a la ciudad de que va hecha referencia; que el presunto indiano, feriante, contrabandista o salteador de caminos, llevaba ya entonces seis u ocho días de llamar la atención de los malagueños por su bizarro porte y raro y lujoso traje; que el magnífico potro en que ahora viajaba era muy conocido y envidiado en aquella población, como de la propiedad del Marqués de ***, al cual podía muy bien habérselo comprado el forastero, que éste había vivido allí en la mejor fonda, dándose muy buen trato, pero que nadie había ido a visitarle; que en el libro del establecimiento estaba inscrita su entrada bajo el nombre de Manuel Venegas, y que Don Manuel le decían, efectivamente, el amo y los mozos, aunque guiñándose muy luego, como dudando de que tal persona pudiera llamarse de modo tan cristiano; y, en fin, que durante las tres jornadas y media que llevaban de camino, nadie había dado muestras de conocer al misterioso joven, el cual era, por otra parte, de tan pocas palabras y tan fresco y valiente para no contestar a ciertas preguntas, que el arriero no había podido sacar de él más luz que muchos y buenos cigarros a todas horas, mucho arroz con pollos en las posadas y muchos vasos de vino o de aguardiente en cuantas ventas o ventorrillos les iban saliendo al encuentro, cosas tanto más de agradecer, cuanto que el generoso donador no fumaba, ni bebía, ni apenas probaba bocado…

Réstanos hacer una advertencia, y es que, como el cruce de los viajeros procedentes de la capital con los que venían de la ciudad no solía verificarse (según ya hemos dicho) hasta que unos y otros llegaban a aquellas alturas de la Sierra, nuestro joven y su especie de espolique no habían tropezado todavía con nadie el referido sábado, bien que ya comenzasen a oír a lo lejos el monótono cencerreo de una recua y algún que otro rasgo oratorio de arriero, de esos que hacen a las bestias encoger el rabo y salir al trote…

III. Habla el coro

No tardó en aparecer al opuesto confín del reducido paisaje la tribu de jumentos anunciada por tan claros rumores, sobre la cual iban procesionalmente todos los pasajeros que aquel día habían tenido precisión de encaminarse de la ciudad a la capital, dado que entonces era sabia costumbre no hacer este viaje sino formando grandes caravanas, en evitación de tropiezos con la partida de ladrones del Tuerto B, del Chato X, del Manco H, o de cualesquiera otros lisiados por la mano de Dios (que siempre fueron los cabecillas más célebres y temidos). Y aun así, el encuentro solía tener lugar con derrota segura de los confederados viajeros.

Marchaba esta vez al frente de la comitiva una pareja de aceiteros del reino de Jaén, escoltada por muchos burros de vacío, sobre cuyas albardas yacían exánimes y por docenas los desocupados pellejos. Venían luego otros cuatro asnos de la misma recua convertidos en cabalgaduras de dos mujeres de fisonomía, edad y clase medianas, y de dos hombres por el mismo estilo, uno de ellos con gorra de cuartel, en que brillaba la modesta insignia de subteniente del Ejército, y el otro con medias negras de lana y todo el corte de sacristán o de meritorio del oficio. Seguían unos cuantos mozalbetes (estudiantes, sin duda, que regresaban a la Universidad después de las vacaciones de Semana Santa), los cuales andaban a pie por su gusto y para enredar más, pues allí tenían de sobra caballerías en que subirse; y cerraba la procesión el jefe de los aceiteros, cuya amplia faja debía de contener el producto contante y sonante de la venta del aceite, visto que montaba una mulilla muy vivaracha y retozona, pintiparada para volver grupas y ponerse en salvo al primer barrunto de amigos de lo ajeno. Las dos señoras (que bien merecían este dictado por su gravedad olímpica) iban en sendas jamugas, con sus correspondientes almohadas de cama y la indispensable colcha de percal (para mayor decoro); el subteniente, que era grueso, había tenido que sentarse a mujeriegas en el ancho y tosco aparejo de esparto, por miedo de abrirse hasta la cintura yendo a horcajadas, y el sacristán, en virtud de igual temor, aunque era de menos carnes, había optado por montar un borrico en pelo, del cual ya se había caído dos o tres veces.

Debemos apresurarnos a advertir que ninguno de estos vulgarísimos personajes tiene nada que ver con el presente drama, por más que figuren en él un momento como parte de la masa de gente anónima que los trágicos griegos llamaron coro, y que todavía manotea y canta en nuestras óperas y zarzuelas. Fíjese, pues, el lector, en lo que esos coristas hablen, sin parar mientes en sus insignificantes personas, y se ahorrará muchos quebraderos de cabeza.

—¡Ya están ahí! —exclamó el sacristán, tirándose al suelo, voluntariamente esta vez, al distinguir la nube de polvo en que venía envuelto nuestro protagonista.

—¿Quién dice usted que viene, hombre de Dios? —preguntó el militar.

—¡Los ladrones! ¿No los está usted viendo? ¿No sabe usted que éste es el sitio clásico de los robos?

—¡Ladrones, doña Paz! ¡Oh, ventura!… ¿No se lo dije a usted? —gritó alegremente uno de los estudiantes, acercándose a la menos fea de las dos mujeres y poniéndose a bailar delante de su burro.

—¡Ladrones! —¡Jesús me valga! —¡Ave María Purísima! —¡San Antonio bendito! —¡Qué va a ser de mí! —Pues ¿y de mí? —Capitán…, ¡no nos abandone usted! —chillaron alternativamente las dos hembras.

—¡No lloréis, oh, viudas! ¡Oh, divinidades de barbecho! ¡Oh, Didos abandonadas por dos crueles difuntos en lo más florido y hasta granado de vuestra mayor edad! —añadió otro estudiante—. ¡Vosotras, que tanto jugáis en esta batalla, pedid a Dios lo que mejor os convenga! ¡En cuanto a mí, soy tan desdichado, que ningún bien ni mal pueden hacerme los ladrones!

—¡Mano a las escopetas! —decía entretanto el subteniente con voz de mando, dirigiéndose a los dos o tres aceiteros que llevaban tales armas.

—¡Oh…, no! ¡Más vale rendirse!… —gimió el sacristán—. La resistencia equivale a una muerte segura… ¿No es verdad, señoras?

—¡Muchísima verdad!

—¡Deténgase usted, comandante!… —gritaron las dos viudas—. ¡Deténgase usted, y sea de nosotras lo que Dios quiera!

—Señoras… ¡No hay cuidado!… —pronunció uno de los aceiteros con cierta sorna—. Cuando nos salgan verdaderos ladrones, yo daré la voz de rompan filas.

—Pues ¿qué gente es aquélla? —preguntó el ascendido milite.

—Allí no viene más… —replicó el trajinante— que un caballero mejor montado que nosotros, en compañía de un mozo de a pie… ¡Me parece que la partida no es para asustarse tanto!

—Pues ¿saben ustedes lo que digo? —exclamó otro escolar, mirando de soslayo al guerrero de profesión—. Que aquel caballero andante es más valiente que todos nosotros juntos, supuesto que viaja menos acompañado.

—¡Oiga usted! —respondió el subteniente, que era catalán—. ¡Si yo no vengo solo, no es porque necesite el auxilio de botarates como usted!

—¡Jesús, qué hombres! —exclamó doña Paz, atravesando su burro entre ambos contendientes—. ¡Siempre la tienen a una con el alma en un hilo!

—¡No tiemble usted, doña Pacecita! —dijo el estudiante insultado, abrazándose a las robustas piernas de la jamona—. Que yo, por evitar a usted un disgusto, soy capaz de los mayores sacrificios de amor propio… ¡Y qué gorda está usted, y que rica!…

—¡Insolente! —gritó la viuda, arreando su bestia para librarse del escolar—. ¡Si viviera mi Luis, no me vería yo en estos lances!… Espérese usted, doña Antonia… ¡Ay, qué niños! ¡Qué niños!…

A todo esto, el hombre a caballo se venía encima, y pronto se halló a distancia de ser examinado minuciosamente por la gente de la recua, con lo cual dio punto la centésima cuestión que llevaban armada aquel día los imberbes empecatados estudiantes.

—¡Buen mozo es el viajero! —dijo doña Paz a doña Antonia.

—¡Demasiado! —murmuró ésta, que se había puesto muy amarilla y que se restregaba los ojos, como no dando crédito a lo que veía…

—¡Hermoso caballo! —exclamaba por su parte el militar.

—¡Lo que trae ese hombre —observó un estudiante— es una vestimenta y un sombrero de todos los demonios! ¡Parece un húngaro de los que van a la ciudad a remendar calderas!

—¡Silencio, imprudente! —repuso el militar—. ¿No ve usted que lo va a oír?

En efecto, el gallardo joven pasaba ya por en medio de la comitiva, a la cual saludó gravemente, llevándose la maro al sombrero y sin articular palabra.

—¡Buenas tardes!… —¡A la paz de Dios!—… ¡Vayan ustedes con Dios!… —contestaron expresivamente los de la ciudad, como muy agradecidos a que aquel encuentro no les hubiese costado caro.

—¡Salud, caballeros! ¡Vayan ustedes con la Virgen! —respondió el arriero de Málaga, quien, por lo visto, descansaba también de algún miedo.

Entretanto, nuestro buen sacristán había parado su burro, y estaba con la boca abierta viendo alejarse al hombre misterioso… Santiguóse, por último; metió los talones a su cabalgadura y se incorporó a la caravana lleno de espanto.

—Doña Paz…, doña Paz… —dijo entonces—. ¿No ha conocido usted a ése?

—Yo, no… Pero doña Antonia debe de haberlo conocido, y de resultas se ha puesto medio mala… ¿Quién es?

—¡Es el Niño de la Bola!

—¡Jesús! —exclamó doña Paz—. ¿Qué está usted diciendo?

—Lo que usted oye…

—Sí…, sí…; tiene usted razón… Pero ¡qué cambiado está!

—¿Y quién es el Niño de la Bola? —preguntó el subteniente—. ¿Algún bandido?

—No, señor… Es algo peor que eso ¡Es el demonio en persona, aunque se haya criado en la iglesia…, y precisamente en la parroquia donde yo era sacristán!…

—Explíquese, buen amigo…

—Midan ustedes sus palabras… —interrumpió doña Paz—. Doña Antonia nos está oyendo, y don Bernardino sabe que es tía segunda de la interesada… En fin, ¡el señor me entiende! A mí no me gusta meterme en asuntos ajenos…

—El Niño de la Bola —prosiguió diciendo el sacristán— es el hombre más valiente y más atroz que Dios ha criado… ¡Una fiera, señor! ¡Una fiera en toda la extensión de la palabra!

—Pero ¡voto va deu! —insistió el militar—. ¿Qué ferocidades ha hecho ese hombre? Y, sobre todo, ¿cómo se le permite que ande suelto por el mundo?

—Le diré a usted… Todos creíamos que había muerto… Hace ocho años que se marchó a las Indias, y yo no sé de dónde sale ahora… ¡Buen jaleo se va a mover en la ciudad en cuanto llegue!… ¡Muchísimo me alegro de no encontrarme allí estos días!

—Pero, ¡señor cura!, o ¡señor!…, vamos…, ¡lo que usted se denomine! —replicó el subteniente—. ¡Acabe de reventar! ¿En qué le ha conocido hasta ahora a ese hombre que sea un fiera? ¿Ha matado? ¿Ha robado? ¿Ha pegado fuego a alguna ciudad?

—No, señor… No ha hecho nada de eso… pero es porque no ha querido… ¡Tiene las fuerzas de un Sansón! ¡Bástele a usted saber que él fue quien mató al oso que tantos estragos hacía en toda esta Sierra en tiempos del Rey absoluto!…

—Pues si mató al oso dio muestras de ser un hombre de bien… —repuso el catalán—. ¿Por qué compararlo entonces con el diablo?

—No niego yo que sea hombre de bien… ¡Lo que niego es que sea hombre!… ¿Digo bien, doña Paz? ¡Y cuenta que yo le conozco como nadie, y hasta le he tenido cierto cariño, pues repito que fui sacristán de la parroquia que le sirvió de madre en su niñez… Pero conozco que es un león, un tigre…, una bestia feroz… Y si no, que se lo pregunten a la Dolorosa, o, mejor dicho, a la familia de ésta, ¡pobre Soledad! ¡Buenos ratos le aguardan ahora! ¡La mujer más bonita del mundo!…

—Don Bernardino, ¡cállese usted, por los clavos de Cristo! —interrumpió de nuevo la viuda—. ¡Doña Antonia es tía de Soledad, y nos está oyendo más muerta que viva!… Venga usted a ayudarme a distraerla y consolarla, y después, cuando pasemos del Ventorrillo, donde ya se acaba todo miedo de ladrones, nos adelantaremos un poco y charlaremos cuanto ustedes gusten. ¡Oh, ya verá usted, señor teniente! ¡Don Bernardino tiene razón! ¡En la ciudad van a suceder cosas tremendas con motivo de la vuelta de este monstruo!… ¡Siento no estar allí para presenciarlas! Porque figúrese usted que el Niño de la Bola…, o ese Manuel Venegas, que tal es su verdadero nombre (pues su padre fue un caballero muy principal, aunque muy raro, descendiente, según dicen, de príncipes moros, cuya picara sangre se le conoce bien a este chico en medio de sus buenos sentimientos), se empeñó en casarse… quiero decir, se enamoró perdidamente…

—Señora, ¡cállese usted, por María Santísima! —interrumpió a su vez don Bernardino—. Doña Antonia no hace más que mirarnos, y la pobre está que da lástima verla…

—Dice usted bien… Voy a acompañarla… ¡Luego se lo contaré yo a usted todo, mi subteniente! Entretanto, señor don Bernardino, véngase a mi lado, no sea que vaya usted a aprovechar la ocasión para destriparme el cuento…

¡Espérese usted, Antoñita! ¡Arre, Piñón!


No creemos que el lector tenga empeño alguno en oír de labios de doña Paz la historia de los primeros veinte años del Niño de la Bola relatada en el embrollado estilo de que la impetuosa viuda acaba de damos elocuente muestra… Preferimos, pues, narrarla por nosotros mismos, con referencia a todos los datos que poseía el público, después de lo cual correremos en seguimiento de nuestro héroe, a fin de acompañarlo en el remate de su jornada, y llegar con él a la famosa ciudad que fue su cuna, y donde iba a desenlazarse el perpetuo drama de su vida.

Conque digamos adiós al subteniente, al sacristán, a las viudas, a los estudiantes y a los aceiteros, de ninguno de los cuales hemos de volver ya a tener noticias hasta que nos los encontremos el día del Juicio en el famoso Valle de Josaphat.

Libro segundo. Antecedentes

I. La mosca y la araña

El memorable año de 1808 vivía en la ciudad cierto cumplido caballero, huérfano, célibe y de unos cinco lustros de edad, llamado don Rodrigo Venegas, que se jactaba de proceder de aquel Reduán del mismo apellido, príncipe moro con vetas de cristiano, cuyo nacimiento se debió, según ya sabréis, al dramático enlace de un vástago de la casa señorial de Luque con la hermosísima princesa Cetimerien, descendiente del profeta Mahoma.

Como quiera que fuese, nuestro don Rodrigo había heredado de sus padres mucha hacienda y un viejísimo y destartalado caserón, con honores de palacio, en cuya fachada se veían los ambiguos escudos de armas de tan esclarecida familia, pregonando antiguas hazañas que ya no iban teniendo imitadores en tierra española…, y, por resultas de todo ello, el buen hijodalgo, hombre de entero corazón y encumbradas ideas, se consumía en aquel decaído y sedentario pueblo, no sabiendo qué hacerse de sus rentas ni de su sangre, ansiosas de correr en empeños nobles y generosos.

Imaginaos, pues, el efecto que le produciría la súbita explosión de la guerra de la Independencia. Español, al fin, aunque en realidad descendiente de españoles no bautizados, empuñó seguidamente las armas contra el francés; empero, como no era hombre de contentarse con hacer lo que cualquiera otro, llegó en su patriotismo hasta equipar, armar y mantener a sus expensas, durante cuatro años, una partida de voluntarios de caballería, al frente de los cuales se cubrió de gloria en muchas y muy célebres batallas. Consecuencia de tan relevante conducta fue que cuando, después de la victoria de los Arapiles y entrada de nuestros ejércitos en Madrid, don Rodrigo regresó a la ciudad a curarse su quinta herida, y sin haber querido admitir recompensa alguna del Gobierno de la nación, encontróse vacíos sus graneros, muertos sus ganados, sus tierras sin arar desde 1809, y talados o arrancados de cuajo sus olivares y viñas por los vengativos soldados de Sebastiani. Ni paraban aquí los menoscabos de su hacienda: hallóse también entrampado en la respetable suma de cuatro mil duros con el más rico y feroz usurero de la ciudad (a quien había tenido que ir pidiendo dinero desde Bailén, desde Ocaña y desde Talavera, para sostener la benemérita partida), y en nada menos que otros diez mil duros que importaban los réditos y los réditos de los réditos de aquella cantidad, según la socorrida cuenta del interés compuesto…

Todo lo llevó con paciencia y hasta con alegría y orgullo, el magnánimo don Rodrigo, como había llevado los dos balazos y las tres cuchilladas que recibió en defensa del suelo patrio, pero no se conformaron del propio modo algunas personas de su posición, amigas suyas y conocidas del prestamista, las cuales, por oficiosidad espontánea, pidieron a éste que rebajase algo de tan crecidos réditos, «en atención al noble destino que el bizarro Venegas había dado al capital.»

Era el prestamista uno de aquellos hombres sin entrañas que yo no sé para qué quieren vivir ni ser ricos: no hubo, pues, manera humana de hacerle bajar un maravedí de tan exorbitante usura, ni de que comprendiese cuán merecedor era don Rodrigo de especialísimas consideraciones. El interpelado (que se llamaba don Elías, y a quien el vulgo llamaba Caifás) contestó que él no entendía de patria, sino de números, y que no reclamaba ni un ochavo más de lo que le debía el gastoso caballero, según documentos que conservaba como oro en paño, sin que valiera decir que, al firmarlos, no había graduado su deudor a cuánto ascenderían, caso de morosidad, los intereses de los réditos caídos, pues todo aquello era el a b c de los negocios comerciales. Resultado: que don Rodrigo Venegas tuvo que renovar por diez años los pagarés de dichos cuatro mil duros, con aquella acumulación de diez mil (total, catorce), y con la de otros seis mil que nadie más que don Elías se atrevió a prestarle para repoblar olivares y viñas (total, veinte), y con la de otros cinco mil, por réditos de los veinte en el primer año (total, veinticinco)… ¡Veinticinco mil duros justos y cabales, cuando, en efectividad, sólo había percibido diez mil!

Mucho se afanó el hijodalgo, desde 1813 hasta 1823, por ver si podía ir amortizando esta deuda o pagar, cuando menos, sus réditos anuales en evitación de nuevos estragos del interés compuesto, y, la verdad sea dicha, algunos años logró ahorrar de sus rentas diez o doce mil reales, que entregó religiosamente al usurero (aunque éste nada le reclamaba nunca); pero al año siguiente no le pagaban a él sus labradores, o le pagaban una miseria, por causa de esterilidad, pedrisco, langosta o cualquiera otra plaga, muchas veces fingida, y, en lugar de dar dinero a su acreedor, tenía don Rodrigo que pedirle nuevas cantidades «para ir saliendo hasta la nueva cosecha»; todo ello bajo condiciones adecuadas a la gravedad y urgencia de cada apuro, esto es, más onerosas y aflictivas cuanto más apremiante y angustioso era el caso.

Lo único que ni por soñación intentó Venegas en todo aquel tiempo fue trabajar, comerciar, crear industrias, montar fábricas, ingeniárselas, en fin, de cualquier modo para ganar dinero por sí mismo… Y ¡ay de él, ay de su nombre, ay de su honra, si tal camino hubiese tomado! Dígolo, porque semejantes oficios o trapicheos (textual) eran entonces, y han seguido siendo hasta hace pocos años, tareas impropias de caballeros andaluces, nacidos, a lo que se veía, para recordar paseándose las glorias y trabajos de sus mayores, para gastar alegremente y muy de prisa todo lo que éstos agenciaron, y para morirse luego de hambre en el último rincón de la ya subastada casa solariega, sin más testigos de su agonía que tal o cual antiquísimo, desvencijado mueble, de esos que hoy buscan a peso de oro los magnates de nuevo cuño, y que en aquella época desdeñaban hasta los defraudados usureros.

Tan cierto es lo que acabamos de apuntar (bien que sin entera aplicación a nuestro don Rodrigo, de quien ya sabemos que algo noble y grande había hecho en este mundo), que todavía ayer de mañana, como suele decirse, eran forasteros, procedentes de Santander, de Galicia, de Cataluña o de la Rioja, todos los dignos comerciantes e industriales de las poblaciones de Andalucía inclusas las capitales y las aldeas. El mismo viejo usurero a quien llamaban Caifás en la ciudad referida (como dando a entender que quien entraba media vez en su casa podía estar seguro de ser crucificado), era natural de la Rioja, y había ido allí a vender por cuenta ajena, paños de Ezcaray y de Pradoluengo, componiéndoselas con tal arte, que a los dos años abría, por cuenta propia, un gran almacén de toda clase de géneros; a los cuatro se le adjudicaban fincas de caballeros malos pagadores; a los seis edificaba una hermosa casa, aislada como un castillo, y traspasaba el almacén a otro riojano, para dedicarse él por completo a la usura, y a los veinte era dueño de la mitad de las tierras ganadas a los moros por los llamados «primeros pobladores de la ciudad» y repartidas a éstos por los Reyes Católicos.

Volviendo a don Rodrigo (lo cual no es apartarnos mucho de don Elías, en cuyas garras lo hemos dejado), diremos que durante los diez años transcurridos desde que volvió de la guerra, hasta aquel en que vencían sus ruinosas obligaciones usurarias, habíase casado, por caridad más que por amor, con una huérfana de familia muy distinguida, pero muy pobre; había tenido de ella un hijo; había enviudado poco después, cuando ya era amor la compasión que le movió a casarse, y en uno y en otro estado, por consejo de su prudente esposa, había ido desprendiéndose de su antiguo lujo, ora vendiendo caballos, alhajas, ricos muebles, preciadas ropas y mucha plata labrada, ora despidiendo servidores y reduciendo sus gastos a la mayor estrechen compatible con el decoro de su clase, entre la cual, como en todo el pueblo (dicho sea sin ofender a nadie), era más querido y respetado según que se iba quedando más pobre…

En equivalencia, la aversión general que siempre había inspirado don Elías (como todos los que trafican y medran con el dolor ajeno), convertida en odio y escándalo cuando reclamó a don Rodrigo los diez mil duros de gabela, rayaba en 1823 en horror y persecución, por el presentimiento que se tenía de que aquella deuda inextinguible, especie de cáncer que fomentaba cruelmente el prestamista, estaba a punto de tragarse, si ya no se había tragado, todo el pingüe caudal de los Venegas. Vivía, pues, encerrado en su casa el rico avariento, sin atreverse a salir ni aun a misa, por miedo a los desaires de toda clase de personas, y especialmente a los insultos de la gente soez y de los chicos, que le decían Caifas en su propia cara; y pasábase allí meses y meses, detestando y gruñendo a la buena mujer, antigua criada suya, con quien estaba casado, y acariciando y cubriendo de perlas y de brillantes a una preciosa hija (ya de ocho años) que había tenido a la vejez, y a la cual adoraba con sus cinco sentidos y tres potencias, o sea con lo que en otros hombres se llama alma.

Así las cosas, y cuando de la última liquidación resultaba que don Rodrigo era en deber a don Elías (no exageramos: podéis echar la cuenta) ciento cuarenta y siete mil doscientos nueve duros (tres millones de reales mal contados); cuando el infeliz caballero no hacía más que calcular que todos sus cortijos, viñas y olivares, y el mismo antiguo caserón, vendidos en pública subasta y bien pagados, no producirían, ni con mucho, aquella cantidad; cuando, sufrido y animoso como siempre, y atento al porvenir de su hijo, pensaba (¡a la edad de cuarenta y un años!) en pedir una charretera de alférez, por cuenta de sus servicios en la guerra de la Independencia, y lanzarse a pelear contra aquellos otros franceses que a la sazón profanaban el suelo de la patria, aconteció que un día amaneció ardiendo por los cuatro costados la solitaria casa del usurero.

Trabajo le costó a éste escapar de las llamas, llevando en brazos a su medio asfixiada hija y seguido de su horrorizada mujer, sin que le hubiera sido posible poner antes en salvo ni muebles, ni ropas, ni alhajas, ni el dinero contante, ni tan siquiera los preciosos papeles que representaban sus grandes créditos contra don Rodrigo y otras varias personas… Y lo peor del lance era que aquel incendio no podía considerarse casual, ni se lo pareció a nadie; que de todos modos, el pueblo entero lo veía con mucho gusto o con glacial indiferencia; que los gremios de albañiles y carpinteros (allí no ha habido nunca bomberos ni bombas) hacían muy poco por tratar de apagarlo, a pesar de las excitaciones de la Autoridad, y que el iracundo don Elías, refugiado en casa del Alcalde, proclamaba a gritos que todo aquello era obra de sus infames deudores, para que se quemaran los recibos y vales de lo que le debían y negarle luego sus deudas.

Tan graves sucesos y acusadoras especies despertaron aquella mañana de su tranquilo sueño al noble y valeroso Venegas, el cual, no diremos que sin encomendarse a Dios ni al diablo, pero sí que, dejándose llevar de un generoso arranque, y proclamando que la usura no podía suplir por la gratitud que él debía al que tanto dinero le llevaba prestado, y de cuyos corresponsales recibió oportunísimos auxilios para luchar con Napoleón desde 1808 a 1813, corrió a la casa incendiada; arengó a algunos albañiles; metióse entre el humo y el fuego; trepó al piso principal por una escalera de mano; llegó al despacho de don Elías, que era una de las habitaciones más amenazadas; penetró en ella, contra el consejo de los mismos operarios que le habían ayudado a derribar la puerta; cogió una papelera antigua, donde muchas veces había visto al usurero meter vales y recibos, y la arrojó por la ventana a la calle… Poco después salía también Venegas de aquel volcán, entre los aplausos de la versátil multitud, llenas de horribles quemaduras la cara y las manos y despidiendo humo sus destrozadas ropas… No se dejó, empero, curar, sino que inmediatamente registró la papelera, que se había hecho pedazos al caer; apoderándose de todos los documentos que contenía y encaminándose con ellos a casa del Alcalde, adonde llegó casi ya sin aliento…

—Tome usted, señor don Elías… —dijo a su abominable acreedor, que se había espantado al verle llegar de aquel modo, creyendo que iba a matarlo—. Tome usted. Aquí están, no sólo todos mis vales y recibos, que hubiera podido rehacerle, para sincerarme de la vil calumnia, que ya me tachaba hoy de estafador y de incendiario, sino también los de sus demás deudores… Estamos en paz por lo tocante a aquellas mercedes que el dinero no puede nunca pagar… Voy a morir… En cuanto a la parte material de nuestras cuentas, apodérese usted de todos mis bienes, y perdóneme… si algo faltase todavía para la total solvencia de lo que le debo…

Así habló don Rodrigo, y, pronunciadas estas palabras, cayó redondo en tierra, con la terrible convulsión llamada tétanos.

Pocas horas después era cadáver.

II. Finiquito

No necesitamos describir, por ser cosa que se adivinará fácilmente, el profundísimo dolor, mezclado de admiración y entusiasmo, que produjo en toda la ciudad y pueblos limítrofes la muerte del buen caballero, ni tampoco el magnífico entierro que le costearon sus iguales, dado que en él hubiese algo que costear, que no lo hubo, a Dios gracias, pues hasta la música de la Capilla de la Catedral asistió de balde, y el cerero no quiso cobrar la merma, y todas las parroquias concurrieron gratis y espontáneamente a compartir con la del difunto el señalado honor de dar tierra y descanso a aquellos gloriosísimos restos… Diremos tan sólo, para que se vea hasta dónde llegó el delirio público, que la tarde de la fúnebre ceremonia (a la cual no asistió el usurero) nadie dudaba que el mismo Caifás, en premio de la sublime acción de don Rodrigo, se contentaría con reintegrarse de los diez o doce mil duros que efectivamente le había prestado y con una ganancia regular y módica, dejando el resto de los bienes para el pobre huérfano, de edad de diez años, que se quedaba solo en el mundo, sin más amparo que la misericordia de los buenos…

Pronto salieron de su error aquellos ilusos; don Elías no aguardó siquiera a que acabase de humear el incendio de su casa (donde, dicho sea entre nosotros, había perdido únicamente el valor del edificio y seis u ocho mil duros en ropas y muebles, en las alhajas de su hija y en un poco de dinero contante y sonante), sino que el mismo día del entierro del caballero presentó al Juzgado los vales y recibos de éste, reclamando la totalidad del deudo, o sea tres millones de reales en números redondos.

Gran repugnancia costó al Juez declarar legítima aquella petición; pero el usurero tenía bien atados los cabos, y el noble deudor se había dejado ligar tan estrechamente, que fue indispensable sacar en pública subasta todos los bienes del caballero… Ni faltaron entonces, de parte de otros hijosdalgo y personas acomodadas, buenos propósitos, y juntas, y discursos, y hasta votaciones, en que se reconoció por unanimidad la conveniencia de presentarse a la licitación y pujar las fincas hasta las nubes, cargando en mancomún con el perjuicio que resultare, todo ello a fin de reunir decorosamente un pedazo de pan al hijo de Venegas. Mas ya se sabe lo que suele ocurrir en estas cosas. Hablóse tanto, que del hablar resultaron querellas personales entre los presuntos bienhechores, sobre quién estaba dispuesto a hacer más sacrificios, y sobre los móviles secretos de cada uno, y sobre lo que sucedió cierta vez en un caso análogo, y sobre las ideas y actos políticos de don Rodrigo en aquella tormentosa época; y, con esto, hubo tales disgustos, que se retrajeron de asistir a las juntas muchas personas que también debían grandes cantidades a Caifás, y pasaron días, y amaneció el marcado por los edictos; y, como aquellos señores no habían llegado a un acuerdo, la subasta resultó desierta. Rematáronse, pues, a favor del prestamista, por ministerio de la ley y con gran sentimiento del público, las viñas, los olivares, los cortijos, la casa, los muebles, las ropas y hasta la espada del benemérito patricio, en la cantidad de cien mil y pico de duros…

—¡Pierdo un millón! —dijo el terrible anciano al firmar la diligencia de remate—. Pero, ¡qué remedio!… Los bienes del manirroto y despilfarrado Venegas no valen ni un ochavo más…

—¡No pierde usted nada, sino que gana cerca de dos millones!… —le respondió severamente una persona de la curia—. ¡Verdad es que, en cambio, y según espera todo el mundo, regalará usted una buena cantidad al inocente huérfano; se hará cargo de su educación; cuidará de su porvenir…!

—¿Yo? ¿Cuidar? ¿Qué está usted diciendo? ¡Harto hago en cuidar a mi hija! Y por lo que toca a regalos de buenas cantidades, ¡ya los harán el día del juicio los admiradores del difunto héroe! ¡Es muy fácil recetar por cuenta ajena!

—Pero considere usted que ese muchacho se queda pidiendo limosna…

—A su edad la pedía yo también… —replicó el usurero, volviendo la espalda.

La indignación general contra don Elías llegó al último límite, según que fueron sabiéndose todos los pormenores, y ¡gracias a que el astuto riojano, cuya casa había quedado reducida a cenizas, continuaba viviendo en la del Alcalde; que, de no ser así, lo hubiera pasado muy mal! Sin embargo, como en el mundo no hay nada más valiente que un usurero apoyado en la ley (de donde todos los judíos son tan amantes y conocedores de ella), y como, por otro lado, nuestro buen Caifas, no era cobarde de nacimiento, sino prudente conservador de sus millones y del infinito placer de aumentarlos, resolvió mudarse inmediatamente al caserón solariego de los Venegas, que ya le pertenecía, y, para ello, dispuso hacerle una poca obra, reducida a fortificarlo bien y a proveerlo de muchos cerrojos, llaves y trancas…

Algo se habló también con este motivo sobre juntas y conciertos de los operarios para no trabajar en los reparos de aquella venerable mansión; pero don Elías, que lo supo, anunció que pagaría los jornales con algún aumento, en atención a la carestía del pan, por cuyo sencillo medio halló de sobra quien le sirviera, y pudo trasladarse muy pronto a su nueva casa, con su mujer y con su hija, aprovechando al efecto cierta noche que llovía a cántaros y en que no andaba por la ciudad persona humana…

Una vez dentro del antiguo palacio, y atrancado que hubo las puertas, respiró con satisfacción, como quien no pensaba volver a salir a la calle en cuatro o cinco años, y dijo a su mujer…

—Mañana mismo escribiré a mi banquero de la capital para que le envíe a la niña cinco mil duros en ropas, alhajas y juguetes. Tú y yo nos arreglaremos de cualquier modo.

Y dio una docena de besos a su hija y se acostó en la cama que había sido de don Rodrigo, cuyos aplastados colchones conservaban todavía la huella del peso de su cadáver.

La mujer del avaro no quiso ocupar en aquel lecho, dos veces fúnebre, el sitio de la que fue años antes felicísima esposa del pundonoroso caballero, y, pretextando tener que trabajar mucho, se pasó la noche dando cabezadas en una silla.

¡En fin… Soledad, la niña mimada, la hija querida de Caifás, durmió en la cama que había pertenecido al desahuciado hijo de Venegas!

¿Qué había sido entretanto del pobre huérfano, del desheredado de diez años, del niño en cuyo lujoso catre soñaba con los prometidos juguetes la millonaria de ocho abriles?

Aquí es donde verdaderamente principia nuestra historia.

III. De cómo un niño dejó de serlo

Manuel, que así se llamaba el huérfano, era, la funesta mañana en que su padre lo dejó dormido para ir a lanzarse al fuego que devoraba la casa de don Elías, un gentilísimo muchacho, blanco y sonrosado como el más vistoso amanecer y alegre y retozón como una florecilla descuidada. Criábalo don Rodrigo con el mayor esmero, no cifrado todavía en enseñarle nada literario, ni tan siquiera a leer y a escribir, de lo cual decía que siempre habría tiempo, sino en fortalecer y avalorar su ya robusta naturaleza física, sujetándolo a rudos ejercicios de agilidad y fuerza, aleccionándolo a andar largas jornadas en interminables cacerías, y explicándole de paso los misterios de la Sierra, la botánica de los montesinos, la medicina de los cortijeros, la astronomía de los pastores, las costumbres de todos los animales, la manera de luchar con ellos y matarlos, o de cogerlos vivos y reducirlos a su obediencia, y otros muchos secretos de la vida agreste y montaraz; de donde resultaba que siempre estaban juntos padre e hijo, y que se querían y trataban, más que como lo que eran, como dos hermanos, como dos camaradas, como dos compadres.

Nada sabía el halagado pequeñuelo de la total ruina de su casa ni de las consiguientes zozobras de don Rodrigo (quien, como se ve, lo criaba para pobre, presintiendo que llegaría a serlo); y a la sombra de aquella ignorancia, su niñez se deslizaba tranquila, dichosa, placentera, hasta donde es posible en quien no ha conocido madre, cuando vinieron en montón y de golpe sobre su frente todos los infortunios humanos… En un mismo día…, ¡en el espacio de pocas horas!…, vio que traían de la calle, abrasado y sin conocimiento, al ídolo, al señor, al compañero y único amigo de su vida; presenció su espantosa muerte, sin recibir ni una mirada de sus inmóviles ojos, ni un consejo, ni un ósculo de sus convulsos labios; se enteró de que existía Caifás y de la terrible tragedia del incendio, así como de su espantoso origen; supo que era tan pobre como los mendigos descalzos que piden limosna de puerta en puerta; comprendió que tenía que despedirse para siempre de aquellas paredes y de cuanto encerraban, incluso los objetos que más le hubieran recordado al autor de sus días; contempló, cual si soñase, a todos los vecinos de la ciudad, constituidos en su casa, alrededor del cadáver de don Rodrigo, guardándolo como si fuera suyo; hasta que, finalmente, lo alzaron en hombros y se lo llevaron… no sin darle antes a él muchos besos y decirle muchas cosas, que no le supieron a nada… y quedóse allí abandonado, silencioso, estúpido, sentado en un rincón de la cámara mortuoria, en la actitud de quien no espera ni tiene para qué esperar a nadie.

Llegada, en fin, la noche…, la primera noche de orfandad, cuando dejaron de tañer las campanas y de sonar las remotas músicas del entierro; cuando hasta las tinieblas le advertían que ya estaba solo sobre la tierra, cuando comenzaba a figurarse que él también había muerto y sido sepultado, oyó una voz ronca y áspera, la voz de un sacerdote grueso y feo, que le decía lúgubremente:

—Muchacho, ¿dónde estás? ¿Por qué no has encendido luz? Vente conmigo… ¡Yo te recojo, y sea lo que Dios quiera! Vámonos a mi casa…

Manuel lo siguió como un autómata, o más bien como el pobre can que se ha quedado sin dueño.

IV. Un cura de misa y olla

Apresurémonos a decir algo (muy poco) respecto de este sacerdote, antes de engolfarnos completamente en la historia del que había llegado a ser su pupilo.

Don Trinidad Muley era uno de aquellos curas a la antigua española, a quienes aman y respetan todos sus feligreses y cuantos los conocen, sin distinción de partidos políticos ni aun de creencias religiosas; curas que, sin ser liberales ni dejar de serlo, o, mejor dicho, por no tener opinión alguna sobre las cosas del César, pero sí una altísima idea de las cosas de Dios, no perdieron nunca ese amor y ese respeto, ni en la explosión nacional de 1808, ni en la reacción absolutista de 1814, ni en el furor revolucionario de 1820, como tampoco los perdieron después, cuando vino Angulema, ni por resultas del motín de La Granja ni en ninguna de las vicisitudes posteriores, tan fecundas en desavenencias entre la Iglesia y el Estado; curas indígenas, digámoslo así, que aman a su patria como cualquier hijo de vecino, sin tener nada de cosmopolitas, de europeos, ni aun de ultramontanos, por lo que rara vez legan su nombre a la Historia; curas, en fin, de la clase de católicos rancios, sin ribetes de política ni de filosofía, que no suelen poseer ni exigir de nadie sutilísimos conceptos teológicos con que explicar la mente del Autor del mundo, ni inflexibles fórmulas de escuela sobre la sociedad y su gobierno, sino pura y simplemente la práctica real y efectiva de todas las virtudes cristianas.

El ejemplar que tenemos a la vista era al propio tiempo tan natural y sencillo de suyo, tan humano y tan valiente, de espíritu tan abierto y corazón tan bondadoso, tan padre de almas por esencia, presencia y potencia, que lo mismo que servía para Cura párroco de Santa María de la Cabeza, y, como tal, derramaba muchos bienes morales y materiales, en cuanto alcanzaban sus recursos hubiera servido para sacerdote hebreo, mahometano, protestante o chino, con gran respeto y edificación de tales gentes. Digamos, pues, como resumen de sus cualidades positivas y negativas, que era un verdadero hombre de bien, lleno de caridad ingénita, iluminada por la palabra de Cristo; profundamente esperanzado en otra mejor vida, como todo el que tiene un alma grande, incapaz de satisfacerse con las vanas alegrías de la tierra; pobrísimo de humanidades, pero no de ciencia del mundo ni de conocimiento del corazón humano; muy escaso de imaginación, pero no de sana lógica ni de sentido común; que tal vez no sabía predicar un buen sermón sobre el dogma (ni creía necesario meterse allí en tales honduras), pero que embelesaba y mejoraba al auditorio desde el púlpito con su paternal actitud, con sus tiernas exhortaciones al bien y con su propio ejemplo… No era, no, de la casa de San Agustín, de Santo Tomás o de San Ignacio de Loyola; pero sí de la de San Cayetano, de la de San Diego de Alcalá y de la de San Juan de Dios, aunque menos docto y más vulgar que ellos y que la generalidad de los curas, tenientes y beneficiarios de aquella diócesis…

Ni dependía de la voluntad del pobre párroco el saber más textos de la Biblia y de los Santos Padres, o el no tergiversarlos cuando se metía a predicar por lo fino, sino de su picara memoria, tan rebelde a la cultura del estudio, que nadie comprendía cómo el buen Muley (apellido moro que allí subsiste) había podido aprender el bastante latín para entrar en sínodo y ordenarse, y todo el mundo admiraba retrospectivamente al pacientísimo y ya difunto dómine que (con mazo y escoplo sin duda) pudo labrar lo suficiente en aquella enteriza cabeza para hacerle albergar el musa, ae. Es todo lo malo que se podía decir de don Trinidad… En cambio, no había en el pueblo, ni en cien leguas a la redonda, quien le ganase a ceder su comida y su cama al desamparado mendigo; a cuidar personalmente a los apestados; a pasarse horas y horas dando alegre conversación, llena de saludables consejos, a los presos de la cárcel; a gastar, los días de nieve, todo el dinero que tenía en comprar alpargatas a los niños descalzos; a sacar de bracero a tomar el sol a míseros viejos que se baldaban en sus lóbregos tugurios; a reconciliar, en fuerza de lágrimas o de puñetazos, y hacerse abrazar cordialmente, a los matrimonies mal avenidos, a los adversarios que ya habían sacado las navajas, a las clases pobres con las ricas, cuando encarecía el pan y se armaba motín; a cada uno con su cruz, a los tristes con su tristeza, a los enfermos con su dolor, al penado con el castigo, al moribundo con la muerte… Era, pues, una veneración que rayaba en culto lo que se sentía hacia él en la ciudad, no obstante el genio llano, francote y hasta bromista que ostentaba con grandes y chicos cuando no había motivo para estar serio, y todos respetaban su ignorancia como una especie de inocencia, al modo que amamos y admiramos las montañas incultas y próvidas, por lo mismo que en ellas todo es natural, espontáneo, hijo legítimo de Dios y no de las especulaciones y fatigas humanas.

Así se justifica que el Obispo lo hubiese nombrado Cura propio de Santa María de la Cabeza, de cuya parroquia tomaba nombre el barrio más guerrero de la ciudad, donde vivía casi toda la gente labradora; así se comprende la profunda estimación que siempre se tuvieron, aunque se trataron muy poco, el difunto don Rodrigo y el bueno de don Trinidad; así se explica el paso que éste había dado, recogiendo y adoptando al hijo del caballero, sin consultar ni entenderse con nadie; y por eso también nosotros tendremos necesidad más adelante de volver a hablar de tan digna persona, con cuyo motivo podremos decir algo de su casa, de su oratoria, de sus costumbres y hasta de su bendita ama de gobierno.

No lo hacemos a la presente porque reclama nuestra atención el hijo de Venegas, o sea el que ya muy pronto va a comenzar a llamarse El Niño de la Bola.

V. El acreedor del usurero

El pobre niño se había quedado como si fuese de hielo, por resultas de aquellos repentinos y bárbaros golpes de la suerte, contrayendo una palidez mortal, que le duró ya toda la vida. Nadie había hecho caso del infeliz en el primer momento de angustia, ni reparado en que no gemía, hablaba ni lloraba; y, cuando al cabo acudieron a él, lo hallaron contraído y yerto como una petrificación del dolor, aunque andaba, oía, veía y daba continuos besos a su llagado y moribundo padre. ¡No había, pues, derramado ni una sola lágrima durante la agonía de aquel ser tan querido, ni al besar su frío rostro, después que hubo muerto, ni al ver cómo se lo llevaban para siempre, ni al abandonar la casa en que había nacido, ni al hallarse albergado por caridad en la ajena! Algunas personas elogiaron su valor, otras criticaron su insensibilidad; las madres de familia lo compadecieron profundamente, adivinando por instinto la cruel tragedia que había quedado encerrada en el corazón del huérfano, por falta de un ser tierno y piadoso que le hiciese llorar, llorando a su lado.

Tampoco había vuelto Manuel a hablar desde que vio llegar en la agonía a su buen padre; ni respondió luego a las cariñosas preguntas que le hizo don Trinidad cuando se lo llevó a su casa; ni se le oyó más el metal de la voz en el transcurso de los tres primeros años que vivió en su santa compañía; y ya pensaban todos que se había quedado mudo para siempre, cuando un día que se hallaba, como de costumbre, en la iglesia de que era cura su protector, observó el sacristán que, encarándose con una linda efigie del Niño de la Bola que allí se veneraba, le decía melancólicamente:

—Niño Jesús, ¿por qué no hablas tú tampoco?

Manuel se había salvado. El náufrago acababa de sacar la cabeza de entre las olas de su amargura. ¡Ya no corría peligro su vida! A lo menos, así se creyó en toda la parroquia.

Desde aquel día el huérfano habló ya algunas palabras, muy pocas en verdad, con el cura y con el ama de gobierno, para significarles gratitud, amor y obediencia, pero ninguna referente a sus inolvidables infortunios; todo lo cual consideraron de buen agüero don Trinidad Muley, los sacristanes y los monaguillos.

En cuanto al estado de su razón, nadie había tenido recelo alguno durante aquellos tres años de voluntaria o involuntaria mudez. El ama era la única que solía decir desde el principio, y siguió diciendo siempre, que a Manuel le había quedado una vena de loco (nada más que una vena) por resultas de no haber llorado cuando perdió a su padre. Nosotros ignoramos lo cierto; pues entre los papeles que nos sirven de guía no figura ningún dictamen facultativo sobre el particular, y eso de decidir en nuestro pobre mundo quién se halla en su juicio o quién está loco es materia más peliaguda de lo que parece. Juzgue cada lector lo que se le antoje, en vista de los sucesos que vayamos contando.

Con relación a las personas extrañas (de quienes, siempre que tropezaban con él, recibía expresivos testimonios de compasión y de cariño), continuó encerrado el huérfano en su glacial reserva, para lo cual adoptó la siguiente evasiva, estereotipada en sus desdeñosos labios: ¡Déjeme usted ahora!; dicho lo cual (en son de amarguísima súplica), seguía su camino, no sin haber excitado supersticiosos sentimientos en las mismas gentes que así esquivaba.

Menos aún desechó en aquella saludable crisis la honda tristeza y precoz austeridad de su carácter, ni la pertinaz insistencia con que se aferraba a determinadas costumbres. Éstas se habían reducido hasta entonces a acompañar al cura a la iglesia, a coger en el campo flores o hierbas de olor para adornar al Niño de la Bola (delante del cual se pasaba luego las horas muertas, sumido en una especie de éxtasis), y en subir a buscar aquellas mismas hierbas y flores a lo alto de la próxima sierra cuando no las hallaba en la campiña, por ser el rigor del invierno o del estío.

Semejante devoción, muy en consonancia con los principios religiosos que le inculcó en la cuna el difunto caballero, había ido mucho más allá de lo natural y de lo humano, aun tratándose de personas extraordinariamente místicas. No era tan sólo culto, reverencia, piedad, adoración fanática la que tributaba a aquella efigie… Era un amor de hermano y de súbdito, parecido al que había profesado a su padre, era una confusa mezcla de confianza, tutela e idolatría, muy análoga a la que las madres de los hombres de genio sienten por sus gloriosos hijos; era la respetuosa protección, llena de ternura, que dispensa el fuerte guerrero al príncipe de menor edad; era identificación; era orgullo; era ufanía como de un bien propio. Diríase que aquella imagen le representaba su trágico destino, su noble origen, su temprana orfandad, su pobreza, sus cuitas, la injusticia de los hombres, la soledad en que había quedado sobre la tierra, y acaso también algún presentimiento de futuros martirios…

Nada de esto discernía entonces el desventurado, pero tal debía ser el tumulto de ideas informe que palpitaba en el fondo de aquella devoción pueril, constante, absoluta, exclusiva. Para él no había ni Dios, ni Virgen, ni Santos, ni Ángeles; no había más que el Niño de la Bola, sin relación a ningún alto misterio, sino por sí mismo, en su forma presente, con su figura artística, con su vestido de tisú de oro, con su corona de pedrería falsa, con su rubia cabeza, con su hechicero semblante y con aquel globo pintado de azul que mostraba en la mano, sobre el cual se erguía una crucecita de plata sobredorada, en señal de que el mundo estaba redimido.

Y he aquí la razón y fundamento de que, primero los acólitos de Santa María de la Cabeza, y después todos los muchachos de la ciudad, y finalmente las personas más graves y formales, designaran a Manuel con aquel singularísimo apodo de El Niño de la Bola, no sabemos si en son de aplauso a tan vehemente idolatría y por fiarlo al patrocinio del propio Niño Jesús, o como antífrasis sarcástica (dado que tal advocación sirve allí a veces como término comparativo de la ventura de los muy afortunados), o como profecía de lo animoso y formidable que había de ser con el tiempo el hijo de Venegas, supuesto que la mayor hipérbole que suele emplearse también en aquella comarca para encomiar el valor y poderío de alguno se reduce a decir que no le teme ni al Niño de la Bola

Como quier que ello fuera, así se denominaba generalmente al gallardo huérfano cuando recobró el uso de la palabra a la edad de trece años, fecha en que contrajo un nuevo hábito, tan inalterable y acompasado como todos los suyos, que le apartó un poco de su mística devoción e hizo prever al público sensato graves y funestas consecuencias.

Tal fue la costumbre que tomó de ir a sentarse, todas las tardes a la misma hora, en un poyo que había a la puerta de no sé qué casa, frente por frente del antiguo palacio de los Venegas, donde seguía habitando el usurero don Elías. Allí se estaba solo y quieto, desde las dos, que acababa de comer, hasta que se hacía de noche, con los ojos clavados en los grandes balcones del edificio o en el escudo de armas que campeaba sobre la puerta, sin que fuesen parte a distraer su atención los curiosos que pasaban por aquel solitario barrio con el mero objeto de verle hacer tan significativa centinela, ni osaran parecer por allí los chicos de su edad, ya castigados por sus puños de hierro, ni hubiesen bastado los ruegos del prudentísimo don Trinidad Muley a hacerle desistir de aquella peligrosa manía.

Los balcones del famoso caserón estaban siempre cerrados con maderas y todo, menos uno, que tenía sobre los cristales cortinillas blancas. ¡Era el de la habitación que fue despacho de su padre! Pero las cortinillas no se meneaban nunca, ni se veía nada al través de ellas.

Tampoco entraba ni salía alma viviente a aquellas horas por el enorme portón, cerrado también, como si allí no viviera nadie, o como si detrás de él no hubiese un portal con otra puerta, y en esta puerta su correspondiente aldaba.

Al fin, una tarde vio Manuel salir del palacio, y regresar a él al poco tiempo, a un viejecillo pobremente equipado, a quien recordaba haber hallado años atrás en el despacho de su padre contando grandes montones de dinero… Sin duda, era el criado y cobrador de don Elías.

El vejete debió conocer también al niño, o tener noticias de su persona, pues dio un largo rodeo a la ida y otro a la vuelta para no pasar cerca de él; lo miró de reojo con cierta especie de pavor, y volvió muchas veces la cabeza, como para cerciorarse de que no le seguía, ni más ni menos que hacen los supersticiosos con las que se les figuran almas del otro mundo.

A la tarde siguiente observó el huérfano que detrás de las mencionadas cortinillas se movía una sombra…, y luego vio descorrerse un poco la muselina de una de ellas y pegarse al cristal la severa cara de otro viejo a quien no conocía, y el cual fijaba en él dos ojos como dos puñales…

—¡Ése es mi verdugo! —dijo Manuel, dando un salto de fiera y avanzando hacia aquella parte del edificio.

Pero la cortinilla se corrió de nuevo, y desapareció la visión.

El niño volvió a su asiento, cesando su furia tan bruscamente como había estallado. Todo en él tenía este carácter de prontitud y fuerza, propio de los leones: lo mismo la cólera que el reposo; así el dolor como el consuelo; así la arremetida como el perdón, según que veremos más adelante.

Mucho debió de perturbar el régimen doméstico, y acaso también la conciencia del riojano, la especie de sitio que le había puesto aquel diminuto acreedor, que parecía ir allí en demanda de su hacienda, del hogar en que había nacido, de la vida de su padre y del escudo de armas de sus mayores, y mucho debió de asustar a las mujeres de la casa el verle sentado en aquel poyo horas y horas, como un pleito mudo, como una acusación viva, o como una protesta perenne, anuncio de inevitables venganzas… Ello es que, a las dos o tres tardes de haberse cruzado la primera mirada de odio eterno entre el usurero y su víctima, salió del vetusto caserón una mujer como de cincuenta años de edad, hermosa todavía, aunque muy estropeada y enjuta; de aspecto poco señoril, pero digno, y vestida más bien como una rica labriega que como una dama. Era la señá María Josefa, la antigua criada y actual esposa del prestamista.

Manuel lo adivinó, aunque tampoco la había visto nunca, y, no sabemos si por delicadeza de instinto o porque en los tres últimos años hubiera oído hablar de las buenas cualidades de aquella pobre mujer, no sintió aversión ni disgusto al verla…

Pero cuando observó que la esposa de don Elías, después de asegurarse de que no había testigos en la calle ni en ninguna ventana, se le acercaba resueltamente y se sentaba a su lado, experimentó una angustia indecible, y se levantó para marcharse.

La mujer le detuvo y le dijo:

—No te vayas, Manuel… Yo no te quiero mal… Yo vengo de buenas… Dime, hijo mío: ¿qué buscas aquí? ¿Necesitas algo? ¿Por qué vistes esa ropa, impropia de tu clase? ¿Quieres que yo te dé dinero?

El niño vestía de chaqueta, porque así lo había deseado; pues hay que advertir que, cuando se le quedaron chicos los trajes señoriles que sacó de su casa y don Trinidad quiso hacerle otros del mismo estilo, se opuso a ello con gran energía, diciéndole: No, señor cura; yo no puedo costear ropa de caballero… Vístame usted, de pobre… Abstúvose, sin embargo, de dar aquella explicación, ni ninguna otra, a la señá María Josefa; y, en lugar de responderle, o de volver a sentarse, púsose a escribir en el suelo con la punta del pie y a mirar atentamente las letras que escribía.

La mujer continuó, después de una pausa:

—No es esto decir que la chaqueta te siente mal… Tú estás bien de todas maneras…, pues eres un muchacho muy guapo, con dos ojos como dos soles, y además, el señor cura (Dios se lo pague) te tiene muy aseado y decente… Pero yo quisiera hacer algo más por ti, comprarte muchas cosas, costearte una carrera en la capital… En fin, aunque yo he hablado ya con don Trinidad, y él cree que estos negocios debemos arreglarlos tú y yo, díselo de mi parte, para que te convenzas de que no te engaño; y si te decides a ser mi amigo, verás cómo todos lo pasamos mejor… ¿No me respondes, Manuel? ¿En qué piensas?

El niño tampoco contestó a este discurso, y siguió escribiendo con el pie en el suelo, donde ya podía leerse el nombre de su padre: RODRIGO.

—¿Qué escribes ahí? —preguntó, después de otra pausa, la esposa de don Elías—. Yo no sé leer; pero me he enterado con mucho gusto de que al fin recobraste el habla… Respóndeme, pues. ¡Cuando tú vienes aquí todas las tardes, algo quieres!… Dímelo con franqueza… O, si no, toma, y es mejor… Tú gastarás esto en lo que necesites…

Y le largó un bolsón de torzal encarnado, entre cuyas estiradas mallas relucía mucho oro. Lo menos contendría seis mil reales.

Manuel borró con el pie el nombre del difunto caballero, y se puso a escribir otro, que resultó ser el de la madre a quien no había conocido: MANUELA. Es decir, que ni siquiera se dignó fijar sus ojos en la bolsa… Por el contrario: para dar a entender que nada tomaría, escondió sus manos en los bolsillos del pantalón.

—¡Eres muy rencoroso, o tienes mucho orgullo, Manuel! —dijo entonces con amargura la señá María Josefa—. Por lo visto, crees que todos los de mi casa somos tus enemigos, ¡y lo que es en eso te equivocas!… Figúrate que tengo una hija a quien adoro, como tu padre te adoraba a ti; la cual esta mañana le decía a mi marido, después del almuerzo: «Mira, papá: es menester perdones a ese niño tan hermoso que se sienta todas las tardes ahí enfrente, y le digas que sí a lo que venga a pedirte… ¡A mí me da mucha lástima de él! ¡Dicen que antes era más rico que nosotros, y que la cama en que yo duermo ha sido suya…» ¡Conque ya ves, hombre, ya ves! ¡Hasta mi Soledad se interesa por ti!

Manuel había levantado la cabeza y dejado de escribir en el suelo.

—Dígame usted, señora… —pronunció entonces reposadamente—. ¿Cuántos años tiene esa niña?

—Va a cumplir doce… —respondió la madre con incomparable dulzura.

Manuel volvió aparentemente a su distracción; pero escribió con el pie en la tierra: SOLEDAD.

—Supongo que ya te habrás convencido de que puedes tomar esta friolera… —añadió la buena mujer, alargándole el dinero.

Manuel retrocedió un paso, y dijo con frialdad y tristeza:

—Señora…, ¡bastante hemos hablado!

Y, girando sobre los talones, se alejó lentamente, desapareciendo detrás de una esquina.

La esposa del usurero dejó caer sobre la falda la mano en que tenía aquel oro inútil, y se quedó muy pensativa. Luego se levantó, dando un gran suspiro, y penetró en la que no sabemos si se atrevería a llamar su casa.

En cuanto al niño, no habrían transcurrido cinco minutos, cuando ya estaba otra vez sentado en el poyo, con los ojos fijos en los balcones del usurero.

VI. Soledad

A los dos días de la anterior escena, Manuel cambió las horas de su cotidiana visita a la plazuela de los Venegas, y, en vez de por la tarde, la hizo por la mañana, constituyéndose allí a las nueve, o sea al terminar el servicio ordinario de la parroquia.

¿Por qué este cambio? ¿Presumió el niño que a tales horas habría más entrantes y salientes en casa de Caifas, y mayor materia, por tanto, para sus observaciones? ¿O tuvo noticia terminante y cierta de que así le sería fácil conocer a aquella niña de que le había hablado la mujer del usurero, a aquella defensora de doce años que tanto le compadecía, a aquella Soledad inolvidable que le había calificado de hermoso?

Lo ignoramos completamente. Pero el caso fue que la mañana en que hizo tal novedad vio Manuel entrar y salir varias veces al criado y cobrador del prestamista, ora solo, ora acompañado de escribanos y de otras personas más o menos notables de la ciudad, y que cerca de las doce volvió a salir del caserón el mismo sirviente, el cual, después de muchos rodeos y vacilaciones, penetró en un Colegio de niñas, situado al extremo opuesto de aquella prolongada plaza, como a cien pasos de la puerta del palacio y del paraje fronterizo en que el sitiador tenía plantados sus reales.

Un vuelco le dio el corazón al avisado huérfano, cuyo instinto de cazador y antigua costumbre de regirse en la Sierra por indicios y conjeturas le advirtieron que iba a presentarse ante sus ojos la hija de Caifás…

Así fue, en efecto: pocos instantes después salió del colegio el asustadizo cobrador, llevando de la mano a una elegantísima niña, cuyo gallardo andar y vivos y graciosos movimientos, acompañados de alegres risas y del timbre argentino de una voz de ángel, dejaron desde luego absorto al hijo de Venegas.

—¿Por qué razón —pareció preguntarse el mísero— no está triste esa niña cuando yo lo estoy?

La niña calló repentinamente, sin duda por haberle advertido el criado que estaba allí Manuel, o por haberle ella visto en aquel instante. Reinó, pues, en la plaza un profundo silencio, que el huérfano comparó con el de la muerte, y Soledad siguió avanzando, sin reír, sin hablar y con un aire de gravedad y compostura que infundió mayor pena al que lo motivaba…

Observó luego el adusto niño (y esto le alegró el corazón) que la hija de Caifás lo miraba furtivamente, y que se había entablado cierta sorda lucha entre el viejo, que la tiraba de la mano, tratando de acercarla lo más posible a la acera del palacio, y ella, que pugnaba por aproximarse gradualmente a la otra banda, a fin de pasar muy cerca del misterioso personaje.

Éste la miraba de hito en hito, sin pestañear, con la extrañeza y valentía, pero también con la mansedumbre del león que, harto del sangriento diario festín, viese pasar delante de su cueva una atribulada gacetilla… Muchas más cosas había en los ojos y en el corazón de Manuel, aunque su conciencia no pudiese reflejarlas aún por entero: había admiración, producida por la peregrina belleza de aquella inocente; había orgullo, al recordar que debía a tan gentil y a la sazón reservada criatura espontáneas defensas, lisonjeros elogios y la más dulce compasión; había remordimiento y pena de que por su causa hubiese dejado de reír y hablar; había no sé qué especie de ternura, nacida de este mismo generoso dolor; había, en resumen, ansia de parecerle menos hostil, a la par que celos y envidia de las personas que no estuviesen incapacitadas, como él, para gozar de su alegría y de su confianza… Es decir, que, por un milagro de precocidad de que se han dado célebres ejemplos (entre otros, el de lord Byron, llorando de amor, a la edad de diez años, por la hija de un enemigo de su familia), reveláronse en los ojos y en el corazón del huérfano, desde el punto y hora en que vio por primera vez a la hija del verdugo de su casa, los poderosos gérmenes de aquel amor fatal e inevitable, transformación aciaga de paternos odios, que tantos poemas ha creado; del amor de Romeo a Julieta y de Edgardo a Lucía; amor necesario y terrible, que arraiga tenazmente en la roca de la imposibilidad, por lo mismo que está destinado a combatir con los huracanes de un hado siempre adverso.

Repetimos que nuestro rapaz de trece años no se había dado cuenta de casi ninguna de estas emociones: no hacía más que mirar estúpidamente a aquella encantadora niña, cuyos negros y expresivos ojos, rizados cabellos castaños, preciosísima boca, rosada tez y garboso talle, prometían al mundo una mujer extraordinariamente bella… Además, el lujo, excesivo para su edad, con que iba vestida; los brillantes que relucían en sus orejas y garganta; el exquisito primor del calzado, y hasta la preciosa cesta bordada de colores en que llevaba la labor y los libros, contribuían a deslumbrar a aquel impúber medio salvaje, criado en la Sierra y en la sacristía, semicazador y semiacólito, que casi nunca había hablado con niños, mucho menos con niñas, acostumbrado únicamente a la austera sociedad de su enérgico padre y del incivil párroco de Santa María de la Cabeza.

Pero cuando verdaderamente conoció Manuel algo de lo que sentía fue cuando la Eva de doce años logró vencer en su contienda y pasó casi rozando con él… Dirigióle entonces la niña una mirada de femenina curiosidad, mezclada de indefinible dulzura, que lo dejó fascinado y sin respiración; hecho lo cual, giró resueltamente hacia su casa con tan gracioso movimiento de precoz y certera coquetería, que hubiera enloquecido a Manuel, si ya no estuviese loco de adoración y espanto…

¡Fue para comérsela! —dijo doña Paz al subteniente, al referirle este endiablado episodio.

Ni pararon aquí las temeridades de Soledad en aquella primera entrevista… Dos veces lo menos, al atravesar la plaza de una acera a otra, volvió la cabeza para mirar nuevamente al huérfano cuya hermosura no debió de haberle parecido menor que contemplada desde las rendijas de los balcones del palacio; y, por último, antes de desaparecer detrás del portón (que hacía rato se había abierto para recibirla) le dirigió una postrera y más larga mirada, con todos los honores de saludo…

Manuel quedó anonadado y como imbécil bajo el peso de sus extrañas y confusas ideas, y no alzó los ojos del suelo hasta que el reloj de la Catedral dio la una, recordándole que le esperaba don Trinidad… Levantóse entonces con tanta pena como la mujer del usurero al alejarse de aquel mismo sitio la tarde anterior, y tomó el camino de la casa del cura, tambaleándose cual si fuese ebrio o medio sonámbulo…

Sansón había conocido a Dalila.

VII. Varias y diversas opiniones de don Trinidad

El descendiente de los Venegas tuvo, sin embargo, bastante fuerza de voluntad para no volver en muchísimo tiempo por aquella plaza ni por sus cercanías, bien que semejante resolución no dimanase exclusivamente de su conciencia.

Don Trinidad Muley fue quien, al ver que el joven no quiso comer ni cenar el día mencionado, ni durmió aquella noche, y amaneció al día siguiente con calentura, le recibió declaración indagatoria, y sabedor de todo lo ocurrido, díjole estas palabras:

—Caminas derechamente a tu perdición. Ya te lo anuncié cuando me opuse a que fueras a sentarte en aquel maldito poyo…; pero no quisiste hacerme caso, y el resultado lo estás viendo. ¡Temprano empiezan a gustarse las amigas de la serpiente!… Sin embargo, yo no te lo criticaría (pues no todos han de seguir mi ejemplo, en cuyo caso se acabaría el mundo…); no te lo criticaría, digo, si no se tratara de la hija del que tan cruel fue con tu padre… Pero se trata de ella, y comprendo que los escrúpulos de haberte complacido en mirarla te hayan quitado el sueño y la salud, como a todos los que están en pecado mortal. Por consiguiente, ¡en nombre de don Rodrigo Venegas (que en paz descanse), y hasta en nombre de Dios, te conjuro a que no vuelvas a acercarte a aquel barrio, si no quieres perder mi cariño, la estimación de las gentes y, por de contado, tu propia alma!

Algo muy semejante había dicho ya su corazón a Manuel, y, vista la resuelta actitud, acompañada de cariñoso llanto, de su amadísimo protector, dio palabra formal y solemne de abstenerse de ir a la plaza de los Venegas, mientras que don Trinidad no dispusiera otra cosa…

Pasaron, pues, nada menos que tres años sin que Manuel volviese a ver a Soledad.

Durante ellos, aquel singularísimo niño vivió primero encerrado casi continuamente en la iglesia de Santa María, más entregado que nunca a su antigua amistad con la efigie del Niño de la Bola, a la cual hacía muchos regalos, daba frecuentes besos y hasta solía hablar al oído, como si le confiara sus penas. ¡Lo que no hacía, ni aun en los momentos de mayor efusión, era llorar!… El don del llanto había sido negado a aquella desgraciada criatura.

Llegado de este modo a los catorce años, y cuando el vigilante don Trinidad, que nada le preguntaba, lo creía ya olvidado de su pasión pueril, Manuel cambió súbitamente de vida, y comenzó a emprender largas excursiones a la Sierra. En ella estaba algunas veces ocho días seguidos, y desde luego llamó la atención que, no conociendo allí a nadie, ni acercándose jamás adonde hubiera gente, no llevase nunca provisiones ni armas…

—Muchacho —le dijo un día el clérigo—, ¿cómo te las compones para comer?

—Señor cura… —contestó el niño—, ¡en la Sierra hay de todo!

—¡Sí! Ya sé que hay frutas bordes y legumbres salvajes, y mucha caza mayor y menor… Pero ¿cómo cazas sin escopeta?

—¡Con esto! —respondió Manuel, mostrándole una honda de cáñamo que llevaba liada a la cintura—. ¡Y con ramas de árbol! ¡Y a brazo partido…, y a bocados, si es menester!

—¡El demonio eres, muchacho! —concluyó diciendo el cura, a quien, en medio de todo, le gustaba más la vida montaraz que la civilizada, y que tampoco tenía nada de cobarde.

Siguió, pues, respetando aquella nueva manía de su pupilo, y hasta justificando que el pobre huérfano buscase una madre en la soledad y una aliada en la Naturaleza, como había buscado un hermano en el Niño Jesús.

—¡Qué le hemos de hacer! —solía decir a su ama de llaves—. Si en esa vida de perros no aprende cosas buenas, tampoco aprenderá cosas malas; y si nunca llega a saber latín, le enseñaremos un oficio, y en paz. San José fue maestro carpintero… ¿Qué digo?… ¡Ni tan siquiera consta que fuese maestro!

—Ese niño está loco… —contestaba siempre Polonia.

Las correrías de Manuel iban haciéndose interminables, y de ellas regresaba cada vez más taciturno y melancólico, siendo cosa que ya daba espanto verlo llegar, después de meses enteros de ausencia, curtido por el sol o por la lluvia, deshechos pies y manos de trepar por inaccesibles riscos, desgarradas a veces sus carnes por los dientes y las uñas del lobo, del jabalí y de otras fieras y siempre vestido con pieles de sus adversarios, única gala del pequeño Nemrod después de tan desiguales luchas.

Pero ¡ay! ¿Qué valían todos estos destrozos en comparación de los que un tenaz sentimiento, impropio de su edad, o una nueva locura, según Polonia, hacían en el alma enferma de aquel desgraciado? ¿Qué importaban tales fatigas a quien precisamente buscaba en ellas remedio o lenitivo a más íntimas y mortales inquietudes?

Porque ya hay que decirlo: con quien verdaderamente luchaba el huérfano en aquellos parajes selváticos, sin conseguir el deseado triunfo, era con su involuntario e indestructible cariño a Soledad, como también había luchado con él inútilmente en la iglesia de Santa María bajo la protección del Niño de la Bola. Pasaba ya el mozo de los quince años; era de sangre árabe, y en su fogosa y pertinaz imaginación resplandecía más fulgente y hechicera que nunca la imagen de la niña vedada, del bien prohibido, de la felicidad imposible, mientras que su escrupulosa conciencia sentía cada vez mayor repugnancia a aquel afecto criminal, infame, sacrílego (él lo calificaba entonces así), que había venido a frustrar tantos y tantos planes de reparación y de justicia, amasados lentamente por el huérfano en tres años de meditación y de mudez. Figurábase que su padre maldeciría desde el cielo aquel amor inventado por el demonio para dejar inultas la ruina y la muerte del mejor de los caballeros, y hacía esfuerzos inauditos para arrancarse del alma el nombre de Soledad, por no ver la cariñosa luz de sus ojos, por no envidiar el regalo de su sonrisa, por matar, en fin, aquel insensato deseo de ser amigo suyo, de serlo siempre, de serlo más que nadie, que precisamente había nacido en su soberbio corazón de la misma imposibilidad de lograrlo.

No sabemos en qué habría venido a parar Manuel, ni si efectivamente hubiera acabado por cubrirse todo de vello y andar en cuatro pies como las bestias feroces, según vaticinaba el ama del cura, a no haber logrado ésta convencer a don Trinidad de que el presunto Nabucodonosor estaba más enamorado que nunca de la hija del usurero; de que tal era la causa de la desastrada vida que hacía, y de que aquel indomable y contrariado cariño daría muy pronto al traste con el poco juicio que le quedaba al infeliz, en cuyo caso ¡ya podían echarse a temblar don Elías, su esposa, su hija y todos los nacidos que se le pusieran por delante!

Penetrado que estuvo don Trinidad de estas razones, púsose a discurrir la manera de conciliar con los eternos principios de la moral y de la justicia el cariño de Manuel a Soledad, que tan execrable le había parecido tres años antes; y después de largas cavilaciones e insomnios, y de muchas conferencias con su dicha ama, con una hermana muy discreta que el ama tenía y con la propia mujer del usurero (la cual solía avistarse con el bondadoso padre de almas cuando Manuel estaba en la Sierra), hizo al fin su composición de lugar, en forma de sermón de Domingo de Cuasimodo, cuyas ideas capitales fueron las siguientes:

1.ª Que don Elías Pérez y Sánchez, alias Caifas, aunque avariento y cruel por naturaleza, obró siempre dentro de la ley escrita en sus negocios con don Rodrigo Venegas y Carrillo de Albornoz, sin compelerlo ni excitarlo nunca a que le pidiese dinero prestado, ni exigirle después otros réditos o ganancias que los estipulados solemnemente por ambas partes.

2.ª Que el haber costeado exclusivamente a sus expensas una partida armada contra los franceses, constituyó, desde luego, la mejor gloria de don Rodrigo Venegas, tanto más de agradecer y de estimar cuanto mayores perjuicios le hubiera causado; de modo y forma que si don Elías Pérez hubiese accedido a perdonarle alguna parte de su deudo, como solicitaron indiscretísimos mediadores, habría aminorado con tal indulto la importancia del patriótico servicio del buen caballero, rebajando en igual proporción el lustre de su nombre en las páginas de la historia.

3.ª Que no fue el prestamista quien puso fuego a su propia casa, sino precisamente sus apurados deudores, entre los cuales figuraba en primera línea don Rodrigo Venegas, y que si éste murió por salvar los valiosos papeles de su acreedor, también se libró con ello de la ignominiosa imputación de incendiario y petardista que seguía pesando sobre los demás, y alcanzó de camino una nueva gloria, cuyo mérito consistía cabalmente en que aquella valerosa acción pareció tan desinteresada como espontánea; nobilísimo carácter que hubiera perdido desde el momento en que, por premio de ella, don Elías Pérez y Sánchez hubiera hecho alguna donación o rebaja a don Rodrigo Venegas o al pobre huérfano; pues entonces el acto heroico se habría convertido, a los ojos de los maldicientes, en un atrevido medio de ahorrarse dinero o de procurárselo a su hijo…; cosa que hubiera rechazado enérgicamente el hijodalgo desde este mundo o desde el otro.

4.ª y última. Que por consecuencia de estas premisas, y bien examinado todo lo definido en la materia por el Concilio de Trento, podía decidirse, para evitar mayores males, y supuesta la conformidad de los interesados, que no había imposibilidad moral ni impedimento canónico para que la hija de don Elías Pérez y Sánchez llegase a ser amiga, y hasta mujer, si las cosas iban a mayores, del hijo de don Rodrigo Venegas y Carrillo de Albornoz, dijese lo que quisiera el novelero y desalmado público, siempre ganoso de ajenos compromisos y desastres en que desempeñar gratis el cómodo oficio de espectador o de plañidero.

Satisfecho don Trinidad de su discurso, que puede decirse fue el que más trabajo le costó hilvanar en toda su vida, llamó a capítulo al atribulado huérfano, precisamente el día que cumplió éste dieciséis años; y, previa una larga oración en que se encomendó a la Virgen y a San Antonio de Padua, le fue exponiendo todas aquellas razones en términos muy claros, aunque no muy precisos, acabando por abrazarle y llorar, que era su argumento Aquiles en los grandes apuros.

Finalmente, después del sermón que llamaremos oficial, el buen padre cura se levantó del sillón de vaqueta que le había servido de cátedra, y descendiendo al estilo llano y pedestre, por si el joven se había quedado en ayunas, díjole a manera de corolario casero:

—Conque ya ves, alma de cántaro, que nada se opone a que te salgas con la tuya y que seas amigo de Soledad y de su familia, ni tampoco a que dentro de algunos años, cuando tengáis edad de pensar en tales barrabasadas, lleguéis a ser marido y mujer, suponiendo que esa muñeca siga queriéndote tanto como te quiere ahora…, según acaba de decirme su madre. ¿Por qué pones esos ojos tan espantados? ¿Crees tú que yo me duermo en las pajas cuando se trata de tus menores caprichos? Pues ¡sí! La señá María Josefa, que es una excelente mujer, en medio de todo, sospecha que su hija te quiere, y se alegraría en el alma de que las historias de don Elías con tu padre se transigieran, andando el tiempo, por medio de una bendición… que yo os echaría con mucho gusto. Y es que la pobre, como no ha inventado la pólvora, entra a veces en escrúpulos de si el veinticinco por ciento sería demasiada gabela, y de si eso que llaman el interés compuesto puede admitirse entre personas cristianas… En fin, ¡majaderías! ¡Cuestiones de ochavos, que nada tienen que ver con Dios ni con la felicidad de nuestra alma en este mundo ni en el otro, y que a tu buen padre no le importaron nunca un comino! Por consiguiente, ¡a ser bueno, a engordar, a vestirse como las personas regulares y a no hacer más tonterías! Ahí te tiene preparada Polonia una ropa nueva, no del todo mala, para que celebres hoy tu decimosexto natalicio. ¡Ya eres un hombre! En cuanto a don Elías, aunque andará reacio (pues es muy duro de mollera, y tu padre y tú habéis sido causa eficiente de que lo miren con tan malos ojos en el pueblo y de que el hombre tenga que vivir entre cuatro paredes como un leproso, habiendo tú hecho muy mal —y ya te lo previne, pues era una falta de respeto— en ir a sentarte todas las tardes enfrente de sus balcones, cosa que, según me ha dicho la señá María Josefa, lo ponía fuera de sí, y con mucha razón); en cuanto a don Elías Pérez, digo, ya lo amansaremos entre todos cuando tengas veinte o veinticinco años. ¡Todavía eres un niño! Lo principal es que le sigas gustando a esa mocosa, pues ella hará que su padre le diga amén a todo, según costumbre… (¡Es mujer, y basta!… ¡Dios nos libre!) Conque anda, y lávate, y ponte la ropa nueva, no dejando de venir luego a que yo te vea hecho un brazo de mar. Polonia te ayudará a peinarte esas greñas de oso ¡Bendito sea Dios y qué trabajo cuesta criar un hombre!

Imaginémonos la emoción que causaría a Manuel este remate del discurso. ¡Soledad le amaba! ¡La madre protegía aquel cariño y soñaba con llegar algún día a casarlos! ¡El señor cura, el hombre más honrado de la tierra, no hallaba nada censurable en aquel casamiento! ¡Había, en fin, un traje nuevo que ponerse y con que poder ir en seguida a la plaza de los Venegas a tratar de ver a Soledad después de tan larga separación! ¡A Soledad, que ya tendría más de catorce años, que ya sería casi una mujer y que había hallado hermoso al niño, cuando de seguro no lo era tanto como el adolescente!

Así debieron de discurrir el egoísmo y la vanidad de Manuel en contestación al corolario de don Trinidad, y aún estamos por decir que estas lisonjeras consideraciones, más que los razonamientos morales del cuerpo del sermón, convencerían al hijo de don Rodrigo de que se había estado mortificando sin causa alguna, de que podía dar por terminadas todas sus penas y de que ya no tenía que hacer otra cosa que ponerse inmediatamente el traje nuevo y emprender una campaña pacífica en demanda de la mano de Soledad… para cinco años después, o para mucho antes si posible fuese.

Las once de la mañana iban a dar cuando el joven salió del despacho de su protector, y no eran todavía las once y media cuando ya estaba hecho un ascua de oro, en la silenciosa plaza de su mismo apellido; pero no sentado esta vez en el fatídico poyo que tantas amarguras le recordaba, sino paseándose mansamente a la puerta del Colegio de niñas, en la esperanza de que Soledad siguiese yendo todavía a él, y contando por milésimas los instantes que faltaban para las doce.

Según acababa de advertir al imberbe amante su disculpable presunción, aquella hermosura, que tan famoso lo hizo de niño, habíase aumentado extraordinariamente en la crisis de la pubertad. No obstante los rigores de su áspera vida en la Sierra, o más bien merced a ellos, casi tenía ya la estatura y robustez de todo un hombre, y aquel sello de fuerza y majestad viril que once años después produjo tal admiración en cuantos le vieron marchar a caballo entre la capital y la ciudad… Con todo, la natural lozanía de los dieciséis abriles prestaba entonces al rostro del adolescente su encantadora suavidad y virginal frescura, más realzadas que oscurecidas todavía por las vagas penumbras del apenas incipiente bozo. En resumen: era a la par niño y hombre, tan en sazón de que una rapazuela de catorce años y medio (Soledad, verbigracia) no lo creyera demasiado persona para ella, como de que cualquier moza, mujer y hasta archimujer, lo mirase ya con ojos pecadores.

Paseábase, digo, el gentil mancebo por la puerta del Colegio de niñas, muy pagado de su figura y también de su flamante ropa de paño azul, de su sombrero recién sacado de la tienda y del pañolillo carmesí, de la India, que Polonia le había puesto al cuello, sujetándoselo con una sortija de similor y piedras de Francia, que el cura le regaló el día que cantó Misa (pues hay que advertir que esta ama, antes de serlo de llaves, lo había sido de leche del bueno de don Trinidad, a quien seguía diciendo a solas mira, niño…), cuando dieron las doce en el reloj de la Catedral, y se abrieron simultáneamente la puerta del establecimiento (para dar paso a Soledad y a otras educandas) y la puerta del caserón de los Venegas, para dar paso al viejecillo que ya conocemos.

Las otras niñas se alejaron de Soledad con aire misterioso al ver que se le acercaba aquel joven, a quien de seguro reconocerían; el criado, que lo reconoció también, se quedó inmóvil junto al portón del palacio, temiendo seguramente alguna catástrofe, y Soledad (de quien no hay que decir que antes que nadie se había hecho cargo de todo) púsose más encendida que la grana y trató de seguir su camino.

—Óyeme, niña… —le dijo entonces con inusitada blandura el desabrido Manuel, atajándole el paso respetuosísimamente—. Tengo que darte un recado para tu padre.

Soledad se paró, y, repuesta de su sorpresa en el mismo instante, fijó sus grandes y dulces ojos en los del hijo de don Rodrigo Venegas, sin la menor expresión de timidez ni sobresalto. También había crecido bastante la niña, cuyas nacientes gracias juveniles recordaban a la Ofelia de Shakespeare. Aún iba vestida de corto, en lo cual no hacía bien su madre, ni menos en seguir enviándola al Colegio, pues era exponerla a que algún descarado le dirigiese la flor, allí usual, de que más parecía una maestra que una discípula. Lo decimos entre otras varias razones, porque no podía darse nada tan atractivo y misterioso como el poético semblante de aquella adolescente, cuya inteligencia despertaba ya viva curiosidad y loco deseo de penetrar en el abismo de su alma.

Manuel quedó embelesado y sin poder continuar su discurso al reparar en los nuevos hechizos que hermoseaban a la gentil criatura con quien se había desposado su espíritu desde la niñez, y bajó un momento los ojos, como deslumbrado por tanta belleza…

Era enteramente el reverso del famosísimo primer saludo de Fausto a Margarita: ella representaba la seducción; él, la inocencia.

—Soledad… —prosiguió diciendo el semisalvaje, con voz tan mansa y melodiosa que hubiera enternecido al más feroz tirano—. Dile a tu padre, de parte de Manuel Venegas, que de ti, y sólo de ti…, depende el que él y yo seamos amigos. Dile que te quiero más que a mi vida y que estoy pronto a perdonarlo si consiente en casamos cuando… tengamos la edad, por cuyo medio quedarán arregladas antiguas cuentas y se evitarán muchos disgustos… Dile que yo estudiaré y trabajaré entretanto, a fin de llegar a ser un hombre de provecho… Y, en fin, dile que tu madre y don Trinidad Muley entran gustosos en estas paces.

¿Y yo? —pudo preguntar la niña.

Pero se guardó muy bien de preguntarlo.

En cambio, tampoco respondió cosa alguna. Sólo había sido fácil notar que cuando oyó al huérfano declarar su cariño en términos tan vehementes y decir lo de la conformidad de la madre y el cura, bajó los párpados y se mordió los labios, como para ocultar sus emociones.

Acabado que hubo Manuel su breve discurso, Soledad intentó de nuevo seguir marchando; pero el joven volvió a detenerla con exquisita finura, y añadió lo siguiente:

—Mañana, a estas horas, te aguardaré aquí mismo para saber la contestación de tu padre.

Dicho lo cual, la saludó muy políticamente, quitándose el sombrero y dejándole franco el camino.

Fue entonces Soledad quien se detuvo…, para clavar en Manuel una larga mirada de cariño y reconvención: movió luego los labios con ternura, como disponiéndose a decirle alguna cosa; pero se arrepintió en seguida, y bajó los temerarios ojos, con no sé qué tardía modestia; sonrió, en fin, levemente, como burlándose de sí propia, y echó a correr hacia el palacio con más aturdimiento y ligereza que aconsejaba su calidad de núbil.

Ya era tiempo, pues en aquel instante comenzó a tronar una voz terrible al otro lado del portón; viose salir muy asustada a la señá María Josefa en busca de su hija, y notóse que el viejo cobrador daba excusas a la persona invisible que rugía dentro del portal.

Manuel, en medio del inefable arrobamiento que le había causado la indefinible mirada de la joven, sintió vibrar en su pecho la ira, y estuvo para correr también hacia el palacio. Pero luego se dominó bruscamente, y, encogiéndose de hombros, tomó con majestuosa lentitud el camino opuesto, sin volver la cabeza para ver lo que seguía ocurriendo en la plaza, de donde salió a punto que cesaron las voces y se oyó cerrar el portón…

—¡Mañana veremos! —iba diciéndose el mozo con la tranquilidad de la justicia y de la fuerza.

VIII. Peripecia

El día siguiente, a las once de la mañana, estaba ya Manuel a la puerta del Colegio, en busca de la contestación que aguardaba de parte de don Elías, y mientras era llegada la hora de que la niña saliese de aquel santuario (donde vulgarísimas muchachas y estólidas maestras —así suelen discurrir los enamorados— tenían la gloria de verla coser y de oírla decorar sus lecciones, como si también ella fuese criatura mortal), el pobre mancebo se paseaba, lo más lejos posible del mudo caserón, enmarañando y devanando por centésima vez en su cabeza mil encontradas conjeturas sobre la significación del rubor, de la mirada, de la sonrisa y de la fuga de la intrépida y silenciosa adolescente durante la escena de la víspera…

De lo que no podía dudar era de que Soledad le amaba, no ya sólo porque don Trinidad se lo hubiese contado la mañana anterior con referencia a la mujer del usurero, sino porque a él se lo había dicho su leal naturaleza al recibir aquella mirada (reveladora de dulces y ya presentidos misterios) con que la niña, trocada en mujer, había transfigurado al niño en hombre.

En cuanto a lo que pudiese contestar don Elías a su demanda, Manuel estaba también completamente tranquilo.

—¿Qué mejor recurso le queda al acorralado Caifás —decíase el joven, rebosando júbilo, soberbia y confianza— que transigir conmigo, que escapar a mi furia, que liquidar amistosamente con el espectro de mi padre, con el público y con Dios?… ¡Nada! ¡Nada! ¡Soledad es mía! ¡Terminaron mis penas! ¡Desde mañana comenzaré a trabajar y dentro de cuatro o cinco años seré bastante rico para casarme con mi adorada!

A todo esto iban a dar las doce, y el cobrador del prestamista no salía del palacio en busca de la educanda… ¿No habría ido ésta aquel día al Colegio? Los minutos se le hacían siglos al impetuoso Venegas, y desde aquel instante comenzó a dudar de la solidez del edificio de sus esperanzas…

Dieron, por último, las tres Avemarías todos los campanarios de la población, y las niñas comenzaron a salir del Colegio, primero en grupos, luego desperdigadas… ¡Soledad era la única que no salía! ¡Y el criado no iba tampoco por ella!

Manuel no pudo contenerse más, y acercándose a una colegialilla de cinco o seis años que se había quedado rezagada y pasó cerca de él, le preguntó con afectada indiferencia:

—Dime, niña: ¿y Soledad? ¿No ha venido hoy al Colegio?

—No, señor… —respondió el gorgojo—. La han quitado… ¡por mala!

—¡Ah, viejo infame! —gritó Manuel, volviéndose hacia el caserón con el puño cerrado, como amenazando derribar aquellas paredes y sepultar bajo sus escombros a don Elías.

Y se encontró cara a cara con don Trinidad Muley, que hacía ya un rato estaba interpuesto estratégicamente entre su atolondrado pupilo y la casa del usurero.

—¡Tienes razón! ¡Es un pícaro, y por eso he venido yo a buscarte! —dijo el clérigo, cogiendo de un brazo a Manuel.

—¡Señor cura! —exclamó éste con desesperación—. ¿Por qué no me dejó usted morirme el día que enterraron a mi padre?

—¡Muchacho!, ¿qué dices? ¡Eso es una blasfemia! —contestó don Trinidad, estremeciéndose—. Anda… Vámonos de aquí… Tenemos que hablar. El día está bueno, y tomaremos el sol en el camino de las Huertas. Allí no hay nadie a estas horas.

Manuel había inclinado la cabeza sobre el pecho y caído en una profunda meditación…

—Vamos…, vamos… Sígueme… —continuó diciendo el sacerdote—. No te abatas de esa manera… Para todo hay remedio en este mundo, máxime cuando se tienen sentimientos cristianos… Yo te diré lo que hay que determinar en el presente caso… ¡Conque anda, que aquí hace mucho frío!

El joven siguió a su protector sin levantar la cabeza, pensando más, indudablemente, en sus propios recursos y en los atrevidos planes que formó aquel día que en lo que el cura tuviera que decirle.

Llegados al próximo camino de las Huertas, don Trinidad Muley (de quien hemos olvidado decir que a los treinta y siete años de edad era ya excesivamente grueso) se paró como una nave que da fondo; quitóse el enorme sombrero de canal, se limpió el sudor con un gran pañuelo de hierbas, tomó aliento dos o tres veces, y habló así:

—Pues, señor: ¿para qué andar con circunloquios?… ¡Es menester que olvides a Soledad! Su padre te aborrece con sus cinco sentidos, y no te la entregará nunca. ¡No me lo nombres!… ¡Prefiero verte muerta!, le dijo ayer, en contestación a tu sensato mensaje; e inmediatamente mandó al Colegio por la silla y demás efectos de la muchacha, haciendo decir a la maestra «que Soledad era ya demasiado grande para aprender tonterías»… Todo esto me lo acaba de contar, llorando, la señá María Josefa en una entrevista misteriosa, para la cual me citó hace una hora, y que hemos celebrado en casa de otro sacerdote. ¡La pobre mujer es una santa! Conque ¡lo dicho! ¡Es menester que me des palabra de honor y hasta que me jures no volver a acordarte de Soledad!

Manuel seguía con la cabeza baja y aparentemente tranquilo; y, cuando el cura hubo callado, le preguntó con lentitud y precisión:

—Dígame usted: ¿y Soledad? ¿Qué ha respondido a su padre?

—¡Vaya una salida!… ¡Nada!… ¿Qué había de responderle?

—Pero… ¿ha dado muestras de sentimiento?… ¿Ha llorado?…

—Soledad es como tú… ¡Soledad no llora!

—¿Y cómo sabe usted que no ha llorado en esta ocasión?

—¡Toma! Porque también se lo he preguntado yo a su madre… ¿Crees que, porque estoy vestido de cura, no entiendo yo de estos negocios?

Manuel continuó preguntando:

—¿Y qué dice la señá María Josefa? ¿Sigue creyendo que su hija me quiere? ¿Espera que se someterá a la voluntad de su padre?

—¡Mira, niño!… —respondió el cura muy amostazado—. ¡Aquí no hemos venido a hablar de Soledad, sino de ti! ¡A mí no me mareas tú!

—¿De modo que no quiere usted decirme la opinión de la madre? —exclamó el joven con sentido acento.

—¡No, señor!… ¡De ningún modo!

—¡Corriente! ¿Qué le hemos de hacer? Usted es mi segundo padre…, y no hay más que tener paciencia. ¡Yo veré cómo me las compongo!

—¡Malo, malo, Manuel! Tú no me quieres… ¡Ya empiezas a echar bravatas!… ¡Esa picara soberbia ha de ser tu perdición en este mundo!

—Se equivoca usted, señor cura. Yo quiero a usted… como un hijo; pero ¡eso no impide que quiera también a Soledad con toda mi alma!

—Pues ¡es menester que no la quieras, aunque revientes! ¡Es menester que la olvides por completo!… ¡Te lo mando yo!…

—¡Imposible, don Trinidad, imposible! —contestó Manuel con un reposo y una dulzura que dieron a sus palabras más energía que si las hubiese dicho en el calor del entusiasmo—. ¡Aconsejarme que me desprenda de Soledad es pedirme toda la sangre de mis venas; y, aun suponiendo que la derramara y que pudiese criar otra, también sería suya a media vez que la nueva sangre pasara por mi corazón! Padre, mi corazón pertenece a Soledad, como la piedra pertenece al suelo; que, por muy alto o muy lejos que la tiren, siempre va a parar a él. Yo he pasado tres crueles años en la Sierra, lidiando por arrancarme este cariño, cuyas raíces corren por todo mi cuerpo y por toda mi alma…, yo lo he expuesto en aquellas alturas al furor de los huracanes desencadenados, para ver si lo desarraigaban de mis entrañas, y sólo he conseguido fortalecerlo más y más por consecuencia de la misma lucha. Dígame usted ahora qué camino me queda… ¿Morirme? ¿Matarme?… ¡Pues no quiero, porque eso es alejarme de Soledad!

—Muchacho, ¡tú eres el demonio! —respondió el cura—. ¡Tú hablas como esos libros prohibidos que llaman novelas, y que, en buena hora lo diga, no han caído todavía en tus manos! Y lo peor del caso es que no sé qué contestarte. Por consiguiente, dime tu plan, pues de fijo tendrás alguno.

—¿Yo? —replicó Manuel con fanática tranquilidad—. Yo no sé lo que pasará el día de mañana, ni por dónde habrá que romper esta cadena que llevo liada al cuerpo… ¡De lo que estoy seguro es de que Soledad será mía!

—Pero… ¿si no te quisiera?…

—¿Se lo ha dicho a usted su madre?

—¡Dale bola! Su madre no me ha dicho eso…, sino precisamente lo contrario. La pobre mujer sigue creyendo que su hija se alegraría muy mucho de que el viejo transigiese contigo… Pero ¿si, lo que es un suponer…, te olvidase la muchacha?

—¡No me olvidará, señor cura!

—Bien…, pero ¿si don Elías se empeñase el día menos pensado en casarla con otro?

—¡Tampoco puede suceder eso!

—¿Cómo que no? ¡Figúrate que la solicitara algún ricacho!…

—No la solicitará nadie. El evitarlo es cuidado mío.

—¡Manuel!

—¡Señor cura!

—¡Me dan miedo tu frialdad y tu confianza!

—¡Y con razón! ¡Hay veces que yo también me asusto de mí mismo!

—¿Qué piensas hacer?

—¡Sábelo Dios! Soledad me pertenece, y yo procuraré defenderla… No le digo a usted más.

—Pero yo no podré consentir. Yo no consentiré nunca que te dejes llevar de esa soberbia satánica que vas descubriendo. ¡Tenlo entendido desde hoy! Yo soy cristiano; yo soy sacerdote. A mí me gustan los valientes, pero no los iracundos…; y, por tanto…

—¡Comprendo! ¡Comprendo!… Me arrojará usted de su casa. ¡Es natural, y yo tendré paciencia!

—¡Vete al demontre! ¿Quién te habla de semejante cosa? Lo que digo que no consentiré es que hagas nada contra la ley de Dios, ni creo que tú seas capaz de infringirla… Pero si tal haces, no obstante el esmero que he puesto en enseñártela, me moriré de rabia de que no seas mi verdadero hijo… (¡en cuyo caso te abriría en canal!) y de vergüenza de haber criado casi a mis pechos a semejante monstruo.

—Tranquilícese usted, mi buen padre… —respondió Manuel con aquella gravedad que no debía a los años, sino a la tristeza de su vida—. ¡Yo no quiero más que justicia seca!… ¡Justicia para todos!… Defenderé mi derecho y lo haré respetar por todo el mundo: protegeré la libertad de la pobre niña, e impediré que su padre la sacrifique, como me ha sacrificado a mí; y por estos sencillos medios, no lo dude usted, Soledad será mi esposa.

—Tú te entenderás…, y yo no te perderé de vista. La verdad es que no hay que matar al sastre en una hora… ¡Os queda mucho tiempo!… Tú mismo, aunque saliste bruscamente de la niñez, hace seis años, cuando se murió tu padre y te volviste un somormujo, todavía no tienes edad de pensar en casorios. Y en cuanto a la mozuela…, ¡ya ves, catorce años!… ¡Nada…, una hierbecilla!… ¡Un diablo que os lleve a los dos! ¡Jesús! ¡Tengo un hambre! ¡Debe de ser más de la una!… ¡Todo esto sin contar, mi querido hijo, con que don Elías pasa de los sesenta años, y se puede morir cuando Dios disponga!… ¡Sesenta y cinco tiene, según mi cuenta!… Además, ha habido muchos padres (yo recuerdo algunos) que primero han dicho que no y luego que sí… ¡Dios es grande y misericordioso; aprieta, pero no ahoga, y en teniendo uno la conciencia tranquila!… ¡Diantre! ¡La una en el reloj de la Catedral! Anda…, anda…, démonos prisa, que hoy la sopa es de fideos y ya estará Polonia echando venablos… Chiquillo, ¿no me oyes? ¿En qué piensas? ¿Tendré yo que pedirte el abrazo de paz? Pues ¡te lo pido! ¿Estás ya contento?

Manuel abrazó, en cuanto era posible, la respetable mole de don Trinidad Muley, y no contestó palabra alguna; pero en su noble y hermosa frente se leían temerarias resoluciones.

IX. Operaciones estratégicas

Desde aquel triste día hasta la fecha del ruidoso lance que obligó a Manuel a salir de la ciudad (para no regresar a ella en el espacio de ocho años, según indicamos en el libro primero de la presente historia), cumplió nuestro joven con asombrosa firmeza de carácter el vasto programa que había concebido en el camino de las Huertas, y cuyos pormenores no creyó oportuno explicar al buen cura de Santa María; programa atrevidísimo y sumamente complicado (a lo que se vio después), que contenía tres líneas paralelas de conducta: una para consigo mismo, otra para con el público y otra para con don Elías y Soledad.

Respecto de sí mismo, había resuelto trabajar y ganar dinero, no sólo para dejar de ser gravoso a su protector, sino para ir reuniendo un pedazo de pan que ofrecer algún día a su adorada, seguro de que ella lo aceptaría gustosísima, dejando inmediatamente a don Elías y sus mal ganados millones por los puros goces del amor y de la virtud, únicas bases firmes de la felicidad, según aquel imberbe heredero de Don Quijote.

La Sierra, tesoro que entonces no era de nadie, y del cual, por ende, podían gozar todos a título de aprovechamiento común, fue también en esta ocasión ancho campo de la actividad y gigantesco poderío del huérfano. Pero no ya para fantasear allí, corriendo inútiles peligros, o para gozar a sus anchas de la libre vida de la naturaleza, sino para sacar abundantísimo fruto de las providenciales lecciones que le diera su padre y del propio conocimiento por él adquirido acerca de los misterios y riquezas de aquella maravillosa montaña, que en otra obra nuestra denominamos La Madre de Andalucía.

Industrias allí olvidadas desde la expulsión de los moriscos, o en desuso desde la muerte de Don Carlos III, y no pocos provechos y explotaciones que hasta época recientísima no han merecido la atención de las gentes, sirvieron de objeto a la pasmosa inventiva y titánica laboriosidad de Manuel, el cual sin ayuda ajena, por no divulgar secretos que poseía él solo, fue juntamente herbolario, cazador con destino a la peletería, maderero de especies extrañas y preciosas, colector de bichos raros, cantero de jaspes y de serpentina y lavador de oro.

Estas tres últimas faenas, especialmente, le produjeron pingües utilidades. Hallábase el oro en abundancia entre las arenas de un río nacido en aquellas alturas, y si tal riqueza no ha bastado hasta ahora a convertir la comarca en una especie de Perú, consiste en que la operación de extraer y lavar dichas arenas es tan larga y penosa, que el hombre más laborioso, de condiciones ordinarias, trabajando doce horas al día, apenas reúne el oro bastante para costear el pan que se come… Y por lo que toca a los jaspes y a la serpentina, aunque se presenta a flor de tierra en los altos barrancos rodeados de eternas nieves, su arrastre es tan difícil y peligroso, que sólo raras veces, y para la decoración de suntuosas iglesias, se había acometido el arduo empeño de utilizarlos… Pero ¿qué eran tales inconvenientes tratándose de un hombre de los extraordinarios recursos de Manuel? ¿Quién vio reunidas nunca tantas luces naturales, tanta fuerza física, tanta agilidad y tan inquebrantable perseverancia? ¿Quién conocía como él la Sierra? ¿Quién estaba hecho a sus rigores, tan familiarizado con el laberinto de sus senderos, tan práctico en el modo de trepar a sus cumbres o de bajar a sus hondos precipicios? Desvió, pues, las aguas de sus cauces, construyó presas y balsas, condensó por decantación las hojuelas y pajitas de oro, como hoy se hace en California, y, por estos medios, hubo semanas que recogió más de treinta adarmes del precioso metal… Y para conducir rodando, sin que se quebrasen, hasta el pie de la Sierra los jaspes y la serpentina, forró de grandes hierbas y de bien trabado ramaje sus pesadas moles, y las deslizó a riesgo de morir, por las chorreras de las nieves derretidas (sin reparar en si eran más o menos practicables), precipitándose él detrás de cada uno de aquellos artificiales aludes cuando el ingente envoltorio caía dando tumbos de roca en roca por haberse convertido el lecho de torrente en escalones de catarata.

En fin: para el resto de sus mencionadas industrias; para coger las hierbas medicinales más codiciadas o los animalillos raros de especies hiperbóreas, cuya piel se paga a altísimos precios; para enriquecerse con todo lo que produce aquella privilegiada región (donde simultáneamente reinan las cuatro estaciones, según la altura barométrica, y lo mismo se da el liquen blanco que el añil, el abeto que la caña de azúcar, el ajenjo que el café, el castaño que el chirimoyo), tuvo también que arrostrar fatigas increíbles; tuvo que pernoctar en los eternos hielos; tuvo que bajar a pavorosas lagunas, jamás visitadas; tuvo que escalar inexplorados picos; tuvo que ser un verdadero Hércules…

Recogida la cosecha de los cuatro primeros días de la semana, Manuel se encaminaba los viernes a tal o cual puertecillo de la vecina costa, y allí vendía todo lo que le era dado transportar por sí mismo, y contrataba la conducción de las maderas, de la serpentina y de los jaspes que había dejado reunidos en terreno relativamente bajo y accesible; con lo que el sábado estaba de regreso en su ciudad natal llevando en el bolsillo un buen puñado de dinero, que dividía en tres porciones iguales: una para Polonia, a fin de que atendiese el vestirlo con gran lujo, aunque sin salir del estilo plebeyo; otra, que entregaba a don Trinidad, para que le mantuviese y aumentase el culto de la imagen del Niño de la Bola, y la tercera, que el joven conservaba para ir formando su tesoro particular, o sea su segundo tesoro, puesto que el digno sacerdote iba guardando íntegras, como en depósito y sin decirlo, todas las cantidades que recibía de Manuel, sin perjuicio de aumentar a su propia costa el culto del Niño Jesús, por cuenta del alma de su pupilo.

De vuelta en la ciudad, donde permanecía hasta el lunes por la mañana, vestía elegantísimamente, y se dedicaba a ejecutar la parte de sus proyectos relativa al público. Reducíase ésta a lo que llamaba donosamente hacer justicia, y tenía por objeto irse captando poco a poco, además de la lástima y el cariño con que siempre le honraron sus conciudadanos, su estimación, su respeto, su obediencia, su temor… (en el sentido saludable de la palabra), hasta llegar a ser, como fue muy pronto, el amo, el rey, el dictador de la ciudad.

La justicia sirvió, en efecto, de único resorte al hijo de don Rodrigo Venegas para lograr tan alta magistratura de hecho… Queremos decir que durante tres años dedicó aquellos dos días de la semana a destronar matones, a reprimir déspotas, a defender a los débiles contra los fuertes, cuando la razón estaba de parte de la debilidad; a sostener el imperio de la ley, en los casos no justiciables por los encargados de aplicarla, y a corregir todo abuso, toda iniquidad, toda tropelía que trajese indignados a los hombres de bien. Buscó en sus respectivos barrios, y en medio de su corte de vencidos, a los valientes y perdonavidas más famosos de la ciudad, y les echó en cara sus desmanes y desafueros, diciéndoles que estaba dispuesto a no consentirlos. Observóse que, al proceder así, iba, como siempre, sin armas, y alguno quiso abusar de ello y acometerle puñal en mano… Pero ¿de qué sirve el puñal a quien tiene encima al león? Ni ¿qué importa al león un poco de hierro en la mano de un hombre? Rápido como la luz, Manuel cayó sobre el atrevido; tiróle en tierra al solo impulso de su violento salto, cogióle el brazo asesino con las tenazas de sus dedos, y se lo rompió como si fuera débil caña. Revolvióse luego contra los demás…, pero encontróse con que todos eran ya sus vasallos y le aplaudían, mientras que llenaba de injurias al matón caído…

Casi ninguna otra prueba material tuvo que hacer el osado mancebo para que se le sometiesen todos los barateros de la población. Dondequiera que había riña o tumulto y él se presentaba, era juez y árbitro del conflicto. Una mirada de sus ojos, o media palabra de sus labios, bastaba para que se marchasen tranquilos los cobardes, y llenos de miedo los valientes. Y como además en muchas ocasiones transigía pleitos o remediaba daños a costa de su bolsillo, como casi igualaba a don Trinidad Muley en la abnegación con que socorría al necesitado y compartía sus riesgos y dolores; como ya había salvado la vida a más de una persona, luchando, ora con el incendio, ora con la epidemia, ora con la inundación, resultaba que su predominio, lejos de humillar, era grato y parecía justo, a tal extremo que el vasallaje se convirtió en adoración y reverencia.

Diferentes causas de índole muy distinta contribuían también a ello… ¿Cómo no? Su noble cuna, el recuerdo de su heroico padre, sus desgracias, su excéntrica vida, su identificación con el Niño de la Bola, sus pocas palabras y precoz austeridad, su grave cortesía con los buenos, su hermosura, su elegancia, la buena sombra que le prestaba un padrino tan popular como don Trinidad Muley, el no conocérsele vicio alguno, la misma idea de que Soledad le amaba, y, en fin, hasta el presentimiento de que algún día castigase a Caifás, desagraviando a tantas y tantas víctimas de su insaciable sed de oro…, eran parte a sublimarlo a los ojos del pueblo y convertirlo en uno de aquellos héroes que luego salen en romances y relaciones.

Y, a la verdad, aquel adolescente medio salvaje tenía mucho de legendario y superior, aun en el orden moral y metafísico. El alma heroica que heredó de su padre, si bien abandonada a sí misma por falta de educación literaria, había sido pulimentada por el dolor, por la soledad, por el estudio reflexivo de la naturaleza y por la ardiente devoción que fue resultado de la especie de éxtasis en que pasó tres años consecutivos. ¡Siempre meditando y callando en aquellos dos templos (la Iglesia y la Sierra), ya entregado a su dolor de huérfano, ya a su odio al verdugo de su casa, y al amor de Soledad, ya a la pugna de estos tres afectos, había llegado a adquirir gran conocimiento de las fuerzas de su espíritu; por lo cual no era extraño que, aun siendo tan joven, se sobrepusiese al espíritu de los demás! Pasábale lo que a Jacob después de su lucha con el Ángel.

Finalmente, hasta en el orden material, cúpole a Manuel la gloria, a la edad de diecinueve años, de acometer y realizar una gigante empresa, que lo acreditó e idealizó más que todas las anteriores en el supersticioso concepto del vulgo. Aconteció (y con esta anécdota daremos punto por ahora al interminable relato de las hazañas del hijo de don Rodrigo Venegas) que en el crudísimo invierno de 1831 a 1832 corrióse hasta los abrigados barrancos del Sur de aquella sierra un enorme oso, procedente de las montañas de Asturias, acosado por el hambre, o sea huyendo de las copiosísimas nieves que cubrían por entero las otras sierras de la Península. Horribles estragos comenzó a hacer el animal en los rebaños y aun en las personas, bajando a la llanura a atacar a los caminantes cuando no hallaba presa en los rediles, y pregonada fue su piel en una respetable suma por todos los Ayuntamientos de la comarca; pero cuantas partidas salieron a cazarlo volvieron escarmentadas a sus hogares, o muy ufanas y satisfechas… de no haber sido cazadas por él. Así las cosas, y cuando nadie se atrevía a salir de poblado, no ya en busca del oso, sino a los asuntos más precisos, amaneció un día la fiera cosida a puñaladas en medio de la plaza de la ciudad.

Indudablemente, a juzgar por las huellas de todo el camino, el cadáver había sido llevado a rastras desde la Sierra; pero no se sabía quién era el autor de tal hazaña, ni nadie se presentó a reclamar el anunciado premio…

¡Manuel Venegas ha sido! ¡Sólo él tiene enjundias para estas cosas! —exclamó, sin embargo, la voz popular.

Y, en efecto, pronto se supo que el llamado Niño de la Bola había llegado aquella misma noche, todo cubierto de sangre, a casa de don Trinidad Muley, y que Luis el barbero le estaba curando tres grandes heridas que tenía en los hombros y en la espalda.

A duras penas hízose al joven confesar que él había matado al oso y referir la espantosa lucha a brazo partido que se vio obligado a mantener para ello (todo por su manía de entonces de no usar armas de fuego, que calificaba de alevosas); pero, en cambio, fue enteramente imposible hacerle recibir el mencionado premio.

—Se lo regalo —dijo Manuel— a Nuestra Señora de la… Soledad, a quien encomendé mi vida y mi alma en el momento de mayor peligro. ¡Cómpresele un manto nuevo y hágasele una función de primera clase!

Fácil es graduar el entusiasmo que estos hechos producirían en el público. La ciudad entera visitó al herido durante las cinco semanas que tardó en curarse, no sin que se trajese a colación en cada visita la gloriosa muerte de don Rodrigo Venegas, cuyas heroicidades tenían tan digno continuador en su bizarro hijo. Y cuando éste salió a la calle, y se encaminó a la iglesia de San Antonio, a dar gracias a la Virgen de la… Soledad, no fueron saludos, sino aplausos y aclamaciones, los que recibió de todos los vecinos.

¿Y Caifás? ¿Y su hija? ¿Qué dirían a todo esto? ¿A cómo estaban de odio y temores el uno, y de amor y esperanza la otra, en vista del fabuloso crecimiento de aquella figura, que les importaba más que a nadie? Nada se sabía en el asunto, pues ni el padre ni la hija eran aficionados a revelar sus emociones, ni la señá María Josefa había vuelto a aparecer por casa de don Trinidad. Diremos, pues, únicamente por ahora, cuál era la línea de conducta de Manuel para con ellos (tercera parte del programa que por tan alto modo estaba cumpliendo nuestro enamorado).

En el transcurso de los tres años que duró este período de su vida, Manuel vio todos los domingos a Soledad durante una hora, bastándole para ello plantarse enfrente de su casa al amanecer y esperar allí a que saliese a misa con su madre. Era ésta muy religiosa, e incapaz, por ende, de tolerar que su hija dejase de cumplir el precepto, por manera que no hubo más arbitrio que arrostrar todas las consecuencias de aquel nuevo asedio del joven, fuese cualquiera la oposición que el sitiado don Elías quisiera hacer a tan peligrosa salida de la plaza. No hay tirano doméstico con fuerza bastante para impedir que su mujer y su hija cumplan los deberes religiosos que les impone su conciencia y, además, el prestamista, aunque no practicara (por horrar a poner los pies en la calle), era católico, apostólico, romano, o quería parecerlo.

Afortunadamente, en el programa de Manuel no entraba entonces hostilizar de manera alguna a don Elías, ni dar ningún paso directo con relación a Soledad. Limitábase, pues, a esperarla, a verla pasar, a seguirla de lejos, a situarse en la iglesia de modo que pudiera estar mirándola a su sabor, a aguardarla después en la puerta y a darle nueva escolta hasta que la dejaba encerrada en el palacio. Ni más ni menos hacía; pero esto, combinado con la imponente conducta que seguía respecto del público, bastaba a su atrevido propósito, que era formar el vacío alrededor de la hija del usurero, acotarla para sí, declararla suya, estorbar que nadie la pretendiese, poner entre ella y el mundo el temido poder de su corazón y de su brazo.

La madre y la hija pasaban junto a él graves y tristes; sin mirarlo nunca (pues tal debía de ser su consigna): pero viéndolo siempre… Las mujeres no dejan de ver jamás lo que les importa… Ni Manuel se condolía de que no le mirasen ni saludaran: decíale su alma leal que aquella tristeza era una especie de saludo: figurábase las terribles órdenes que habrían recibido del usurero, con quien llevaba cuenta aparte, y las compadecía profundamente, lejos de tenerles rencor… ¡Estaba tan seguro del afecto y simpatía de ellas! Añádase a esto… que Manuel creía haber sorprendido algunas veces a Soledad mirándole de reojo…

La interesante joven había ido creciendo en gracia y hermosura, y al terminar aquellos tres años era una mujer tan exquisita y bella, de aire tan misterioso y poético, de talle tan fino, esbelto y seductor, con unos ojos negros tan melancólicos y tan sombreados por largas y sedosas pestañas, con una palidez tan interesante, con unas manos tan blancas y tan lindas, con tal señorío en toda su persona y tal seriedad en su lujoso vestir, que la imaginación popular comenzó a inventarle dictados y calificativos laudatorios, y, después de haberle llamado la Niña de plata, la Perla judía, la Perla robada, el Terrón de azúcar y otras cosas por el estilo le puso el nombre de la Dolorosa, que era él que mejor le cuadraba, y con el que se quedó definitivamente, según hemos visto en otro lugar. Parecía, en efecto, una imagen de la Virgen de los Dolores; sólo que su tristeza no rayaba en aflicción, y tenía más de altiva que de dulce… Pero los trajes negros, las tocas blancas y los adornos de oro y pedrería de que siempre iba recargada contribuían, en cambio, a justificar aquel peregrino sobrenombre.

Digamos además que la popularidad de Manuel se reflejaba en la que era señora de su corazón, y que todos la veían con tanto respeto y benevolencia como odio y mala voluntad profesaban a su padre. Ni ¿qué sabemos? ¡Es tan especiosa a veces la conciencia del vulgo para transigir con sus propias flaquezas e idolatrías! Los millones peor adquiridos acaban por fascinarlo y obtener su pleito homenaje cuando ya no se ve posibilidad de privar de ellos al que los posee. De aquí el que prescriba la oficiosa acción pública (o sea la acción del escándalo) contra las riquezas ilegítimas largo tiempo gozadas, como prescriben al cabo de ciertos años, algunas acciones oficiales o legales, por muy fundadas que sean. «Poseer (dice un axioma jurídico) es una de tantas formas de adquirir…» Y hay que tener presente que don Elías llevaba ya nueve años de quiera y pacífica posesión del caudal de los Venegas, y doble y triple tiempo de ser dueño de otros millones… Debía, pues, de estar próximo el día del indulto de la opinión general, y, entretanto, no pesaba su anatema sobre la inocente niña, en quien ya se reconocía, por lo visto, la indemnidad de los segundos poseedores; como tampoco había pesado nunca sobre la señá María Josefa, en la cual se apresuró la cauta plebe a reconocer otro título a su consideración, a fin de tener abierta alguna entrada moral en casa del millonario: el título de excelente y compasiva mujer, muy apesarada de fas crueldades de su marido, cosa que, por otra parte, era cierta. En resumen: ya fuese por estas razones, ya por deferencia al benemérito Manuel, ya por su propia gentileza y hermosura, o por todos estos motivos juntos, Soledad gozaba del aprecio de la afición, de la simpatía del vecindario, si exceptuamos algunas hembras de su clase y edad, que le envidiaban particularmente el romántico amor del gallardo hijo de don Rodrigo Venegas, sobre todo cuando comenzó a tener dinero, vistió con lujo y compró caballo.

Nuestro joven no cesaba de mirar a la gentil doncella con una ingenuidad y una valentía más propias del estado salvaje que del civilizado, desde que la veía salir del antiguo caserón hasta que la dejaba en él, y muy especialmente durante la misa, cual si creyera que su devoción a la llamada Dolorosa le eximía de atender al incruento Sacrificio. Soledad, en cambio, no quitaba los ojos del altar, arrodillada continuamente desde el principio hasta el fin de la santa ceremonia, rezando sin interrupción, a juzgar por el leve movimiento de sus labios de serafín y a las muchas cuentas que pasaba del rosario… Pero ¿quién sabe dónde estaría su alma? Al enamorado mozo le decía el corazón que aquel ángel estaba pidiendo al cielo el triunfo de su mutuo cariño…; mas nosotros no tenemos datos suficientes para negar ni afirmar semejante cosa, ni tan siquiera para responder de que la joven rezase verdaderamente… ¿Acaso no hay personas dotadas del don especial de no ver lo que miran y de ver lo que no están mirando? Pues ¿quién nos dice que Soledad no era una de ellas, y que, mientras clavaba aparentemente los ojos en el altar, no contemplaba la gallarda figura de Manuel Venegas?

Repetimos que todo lo creemos posible… Ello es que el interesado (hombre de instintos muy seguros) salía siempre de la iglesia loco de felicidad, acariciando risueñas esperanzas.

Conque vayamos derechos al asunto, o sea a decir cómo se preparó y realizó el mencionado lance que puso término a este período de la vida de nuestro héroe.

X. El emplazamiento

Cuando el reflexivo y cauteloso don Elías llegó a penetrarse de que Soledad, la única persona a quien había amado y favorecido desinteresadamente, podía servirle de escudo y defensa contra la ira de Manuel y contra la indignación o la mofa del pueblo (que tal es siempre —¡observaron a este propósito los moralistas— el fruto de tas buenas acciones); cuando se convenció, digo, de cuánto la quería y veneraba el joven Venegas y de cuánto la admiraba y respetaba el público, hizo una completa revolución en su vida y costumbres.

Comenzó el viejo por aventurarse a ir a misa, cosa que deseaba hacía mucho tiempo, para librarse de la fea nota de judío, rabote, hereje y otras lindezas que le aplicaba el vulgo; preparóse luego a salir al campo, según lo requería su salud, a juicio del médico de la casa, y acabó, finalmente, por asistir a los paseos públicos y a las fiestas populares, como cualquier hijo de vecino…, o poco menos. Todo ello (bueno es hacerlo constar) aprovechando la temporada que Manuel estuvo herido por consecuencia de su lucha con el oso…

También debemos añadir que en aquellas salidas lo acompañaba constantemente Soledad, y nunca la señá María Josefa, a quien el millonario seguía mostrando tanta esquivez y desprecio como adoración fanática a la hija de que le era deudor. Hay hombres que son así, y que con dificultad la hacen limpia, aun tratándose de sus más sagrados afectos, solía exclamar con este motivo la licurga hermana del ama de gobierno de don Trinidad Muley. A misa iban a la Catedral, como templo más respetable o respetado que los otros… Para ir a paseo había habilitado el prestamista un viejísimo coche o carroza de los Venegas, que encontró en la leñera del antiguo palacio… Y, cuando había procesión o castillo de fuego que ver, nunca faltaba un balcón de tal o cuál deudor moroso, cuyo domicilio tuviese puerta falsa a alguna solitaria calleja, por donde entrar con el debido recato.

Era, pues, siempre dramática, por lo inesperada y repentina, la aparición de don Elías y de Soledad en la ventana o balcón que caía a la plaza o calle donde se preparaba la fiesta y hervía el concurso… ¡La Dolorosa! ¡La Dolorosa! ¡La Dolorosa!… (oíase decir por todos lados). ¡Qué hermosa está! ¡Qué bien vestida viene! ¡Qué perlas trae! ¡Lleva un caudal encima!… Y sólo al cabo de algún tiempo fijábase la atención en don Elías Pérez (ya no era moda decirle Caifás), a quien unos hallaban mucho más viejo que antes, otros perfectamente conservado, algunos mejor vestido y menos antipático que en 1823, y todos merecedor de perdón y olvido después de tantos años de encierro. «Si delinquió (parecía decir la actitud del coro), ¡bien ha expiado su crimen! ¡Dispensémosle, al menos, la acogida indulgente que no niega nadie a los que han cumplido su condena! ¡En medio de todo, don Rodrigo era un despilfarrador que de una u otra suerte habría muerto en el hospital, y, en cuanto al Niño de la Bola, ya veis que tampoco ha nacido para ministro de Hacienda! ¡No bien ha reunido un poco dinero, ha comprado caballo!… ¡Los ricos nacen, y los pobres se hacen!»

La primera vez que nuestro héroe vio clara y distintamente al padre de su amada fue aquel día que salió a dar gracias a la Virgen de la Soledad después de su convalecencia. Huyendo de las demostraciones de entusiasmo que lo abrumaban en la calle y de las visitas que seguían inundando su casa, se encaminó a pie a un cortijo próximo, que había sido de su padre, donde existía una fuente muy provechosa para los que necesitaban recobrar fuerzas…, y allí encontró, enteramente solo, de pie junto al manantial, y sumido en profunda, meditación, a un anciano de elevada estatura, cuyo grave y austero rostro y fría y penetrante mirada recordó haber visto hacía años, al través de un vidrio, en un balcón de la antigua vivienda de los Venegas…

—¡El padre de Soledad! —pensó el joven retrocediendo un paso.

Don Elías alzó los ojos al propio tiempo; vio y reconoció a Manuel, y se puso más amarillo que la cera; pero no hizo movimiento alguno de que demostrase la índole de aquella emoción.

Manuel volvió a andar el paso que había desandado, y comenzó a medir al viejo de pies a cabeza y de un lado a otro, con aquella franca y valerosa mirada que le era habitual, sólo comparable a la del toro que descubre en la dehesa a un importuno y no sabe si arremeterle o perdonarlo…

El altivo viejo siguió inmóvil, mirando aparentemente hacia otra parte, pero sin perder de vista al bravo mancebo, cuyos ojos comenzaban a despedir cierta rojiza lumbre…

En tal situación, de todo punto insostenible, oyóse en el vecino olivar una dulcísima voz de mujer, que gritaba alegremente:

—¡Papá! ¿Dónde te has metido?

—¡Ella! —pensó Manuel, temblando como un azogado y retrocediendo de nuevo, no ya un paso solo, sino otros muchos, bien que con perezosa lentitud…

El anciano no respondió a su hija, ni se movió de su puesto… Pero cuando vio desaparecer (siempre andando hacia atrás) al famoso Niño de la Bola, sonrió de una manera indefinible, y se dirigió al sitio donde había sonado la voz mágica, y esta vez providencial, de la que era reina y señora de aquellas dos almas enemigas.

Manuel se apostó en el camino para ver pasar a la joven a su regreso, y quién sabe si para seguirla, como de costumbre, pesárale o no le pesara al despótico anciano; pero el pobre no contaba con la remozada carroza de sus abuelos, que cruzó a escape entre nubes de polvo, no dejándole columbrar ni la más leve sombra del dulce objeto de sus ansias…

A nadie cupo después duda de que una escena tan insignificante, al parecer, y tan significativa en el fondo, contribuyó en gran parte a que don Elías y el joven Venegas cometiesen al cabo de algunas semanas las graves imprudencias que abrieron entre ellos un nuevo abismo… Y fue que desde aquel encuentro, en que no hubo colisión ni agravio alguno, ambos dejaron de considerarse tan extraños y terribles el uno para el otro como en realidad seguían siéndolo; ambos se acostumbraron a verse sin gran sobresalto en la calle o en la Catedral, y ambos llegaron, por consecuencia, a chocar de frente el día menos pensado, en las peores circunstancias que pudo excogitar el infierno para hacerlos de todo punto incompatibles…

El caso fue el siguiente:

En abril de aquel mismo año, cuando Manuel tenía diecinueve, Soledad diecisiete y medio, don Elías sesenta y ocho, la señá María Josefa cincuenta y seis, don Trinidad cuarenta, su ama de llaves cincuenta y nueve, y sesenta y tres la hermana del ama, obtuvo al fin la Dolorosa de su reanimado padre que la llevara a ver las funciones que por entonces celebraba anualmente, en la parroquia de Santa María de la Cabeza, la muy antigua Hermandad del Niño de la Bola.

Consistían (y siguen consistiendo) estas funciones en una misa con Señor manifiesto, sermón y comunión general el domingo por la mañana; solemnísima procesión por todo el barrio aquella misma tarde, y baile de rifa a la tarde siguiente, y en todas ellas solía representar, hacía tres años, mucho papel el hijo de don Rodrigo Venegas, como individuo de la cofradía y amigo particular y dos veces tocayo del Niño Jesús. Extrañóse, pues, generalmente aquel año que Manuel, aunque se hallaba en la ciudad y nunca despreciaba medio de ver a la Dolorosa, no asistiese ni a la misa ni a la procesión, donde hubiera admirado, como todo el mundo, la hermosura, lujo y donaire de la hija del prestamista, la cual estrenó aquel día dos trajes hechos en la capital por la modista de las condesas y marquesas, a cuál más rico, elegante y vistoso…

Llegó así la tarde de la rifa, o del baile de rifa, que entonces, como ahora, se celebraba en las afueras del pueblo, en una especie de arrabal de cuevas abiertas a pico sobre un anfiteatro de cerros de compacta arcilla, donde vive la gente más pobre de la población. Allí, las madres de las criadas que sirven en el casco de la ciudad colocan delante de su respectivo tugurio todas las sillas que poseen, a fin de que las ocupen los amos de sus hijas, convidados previamente a aquella fiesta, donde las señoras estiman mucho un buen sitio en que reunir tertulia al aire libre, lucir sus atavíos, ver la rifa y el baile, y hasta arrostrar las más encopetadas el deseado compromiso de bailar un poco, cual si fuesen humildes mozuelas de la clase baja.

Porque es de advertir (y nos urge decirlo bajo promesa de no añadir ni quitar nada a la estricta verdad de cosas que todavía suceden en aquella y otras comarcas de la península española) que, en tales bailes, celebrados enfrente de un altar portátil, donde se ve la efigie del festejado Santo, Virgen o Señor, tiene el público facultad amplísima de pedir y rifar, por medio de puja o subasta, así el que Fulana baile o no baile con Mengano, como el que éste no abrace, o abrace de nuevo, a aquella con quien acaba de bailar…, dado que lo que allí se baila y se ha bailado siempre es el fandango puro y neto, danza que termina de obligación, como ya sabréis, con un inexcusable abrazo de cada pareja… Los que no quieren que se realice lo que otro desea y paga, tienen que dar mayor cantidad de dinero al necesitado Santo, y de esta suerte, que bien merece tal nombre, se reúnen crecidos fondos para el culto de la venerada imagen… ¡Veinticinco ducados le costó una vez a cierto corregidor el que su esposa no bailase con el pregonero!

La mencionada tarde habían comenzado ya la rifa y la danza, con tanta más animación y júbilo, cuanto que la Dolorosa asistía por primera vez a la fiesta y ocupaba asiento preferente delante de la cueva en que el mayordomo de la Hermandad y el cura de la parroquia (don Trinidad Muley) habían plantado los reales de la presidencia, o sea el altar del Niño de la Bola. También contribuiría acaso al general contento la circunstancia de no haberse presentado tampoco en esta función el temido personaje humano del mismo sobrenombre, a cuya ausencia iban acostumbrándose ya todos, no sin cierta recóndita satisfacción de algunos, pues así les era más fácil mirar a sus anchas, y hasta dirigir alguna flor, a la hermosa hija del millonario, o conversar con éste acerca de cosas íntimas y desgraciadamente reales de un pícaro mundo donde la falta de dinero obliga muchas veces a los hombres a esconderse de sí mismos, aunque sólo sea durante pocas horas, para tener luego que andar toda la vida cuestionando con su propia conciencia, como con una implacable esposa a quien se ha hecho alguna mala pasada… Ello es que don Elías Pérez encontrábase allí tan regocijado como todo el mundo, muy atendido y bien tratado por los circunstantes, cruzando algunas palabras con ellos y hasta riéndose contra su costumbre, cual si al pobre viejo le alegrase el alma aquel tardío rayo de popularidad refleja que doraba el ocaso de su vida en el invierno precursor de su muerte. ¡Cuánto, cuánto le debía a la hija de su corazón! Y con qué embeleso se volvía hacia ella y la contemplaba, diciéndole al oído a cada instante: «¿Qué miras? ¿Te gusta aquel aderezo? ¿Te agrada aquel vestido? ¿Quieres que te compre otro igual?…»

Pronto se nubló en la frente del anciano aquella vaga luz de gloria, para no volver a brillar nunca.

—¡Manuel Venegas viene! ¡Ya está ahí el Niño de la Bola!… —oyóse murmurar entre la muchedumbre.

Y un lúgubre presentimiento enlutó algunas almas, mientras que otras experimentaron no sé qué gratuita y poco envidiable complacencia.

Manuel llegaba efectivamente por la parte de la ciudad, sin que fuera posible confundir con otra su gallarda y apuesta figura, y no tardó en penetrar en lo más apiñado del concurso, con aire ni soberbio ni humilde, aparentando no advertir la sensación que producía, y respondiendo con leves movimientos de cabeza o brevísimas frases a las muchas personas que lo saludaban. Así avanzó hasta la mesa que servía de altar al Niño de la Bola, a quien besó los pies, dirigióse luego a don Trinidad Muley y le besó la mano, y en seguida clavó los ojos en el semblante de Soledad, con la inocente y clara osadía que acostumbraba, como quien mira lo que es suyo; como si la joven fuese su esposa, su hermana o su hija.

Don Elías se había puesto verde; pero no pestañeó siquiera, y siguió hablando con un labrador que hacía minutos le dirigía la palabra sombrero en mano, el cual (dicho sea con perdón) se cubrió apresuradamente al ver llegar a Manuel Venegas.

Soledad, en quien todos tenían clavada la vista, permaneció mucho más impasible que el viejo, pues ni aun el color llegó a alterársele y, a fin de no cruzar su mirada con la del imprudente mancebo ni con las del inconsiderado gentío, fijó los ojos en la imagen del Niño Jesús, no simulando ciertamente una devoción extemporánea, sino estar como distraída…

A cualquier hombre de mundo y conocedor del corazón humano le habrían causado miedo el abismo de negaciones y la feroz voluntad que no podía menos de haber en el fondo de aquella indiferencia o de aquel disimulo que no dejaba asomar ningún indicio de emoción a los celestiales ojos de la niña, cuando la tragedia tendía su cetro de serpientes sobre ella y sobre su padre… Pero Manuel la amaba así; la amaba como quiera que fuese; tenía la intuición, la fe, la evidencia de que aquel alma insondable era suya, y, en cuanto al coro, más artista siempre que verdaderamente sensible, se contentaba con admirar la encantadora actitud, propia de un ángel, de la imperturbable Dolorosa, sin descender a otra clase de estudios.

En tal situación, y cuando el público comenzaba ya a mostrar impaciencia porque no surgía ningún conflicto de que asustarse, Manuel se volvió tranquilamente hacia la comisión que presidía la rifa, y con voz clara y entera, que altero todos los corazones, dijo señalando a Soledad:

—¡Cien reales por bailar con aquella señora!

La llamada señora fingió no haberle oído; pero don Elías se puso en pie, rojo de furia, y contestó inmediatamente:

—¡Mil reales por que no baile con él!

Un recio murmullo, semejante a un trueno de tormenta próxima, cundió por todo el anfiteatro, y las gentes que estaban más lejos se acercaron a presenciar aquella aterradora subasta.

Soledad dejó de mirar al Niño Jesús, y, bajando los ojos al suelo, tiró a su padre de la levita, como para que se sentase y no siguiera el altercado.

Manuel había ya respondido:

—¡Cien duros por bailar con ella!

Y se deslió la faja, de cuya punta sacó un puñado de monedas de oro.

El público lanzó un rugido de aprobación.

El avaro vaciló un momento… Notáronlo todos, y comenzaron a mirarse y a sonreír maliciosamente.

—¡Ciento diez por que no baile! —exclamó al fin el pobre don Elías.

—¡Aprieta, Manuel, que yo te ayudo! —exclamaron algunos mozos de medio pelo.

—¡Aprieta, hijo, y cuenta con mi paga de este mes! —añadió un capitán retirado, cubierto de canas—. ¡Yo me batí en Talavera al lado de tu padre!

Manuel sonrió tranquilamente, y repuso, sacando otro puñado de oro:

—¡Quinientos duros por que baile conmigo!

—¡Bien! ¡Bien! —gritó casi todo el concurso.

Y hasta se oyeron palmadas y vivas al Niño de la Bola…

Soledad, que había conseguido sentar a su padre a fuerza de tirones (tanto más eficaces cuanto más altas eran las pujas de Manuel), se puso en pie al oír la última proposición, y comenzó a anudarse a la espalda las puntas de la cruzada mantilla, como determinándose a bailar.

El riojano quiso contenerla…, pero mil voces se alzaron a un tiempo mismo, diciéndole en variedad de tonos:

—¡Eso se impide con dinero!

—¡La cofradía no puede perjudicarse!

—¡El Niño Jesús no debe perder los diez mil reales que se le han ofrecido!

—¡O usted puja, o la Dolorosa baila con Manuel Venegas!

—¡Saque usted sus millones, don Elías! ¿Para cuándo los guarda usted?

—¡Aquí de los rumbosos, señor Caifás!

El usurero tenía sudores de muerte; pero al cabo de espantosa batalla, pudo más el odio que la avaricia, y, levantándose indignado, exclamó con rabioso acento:

—¡Basta ya de bromas! ¡Acabemos de una vez! ¡Dos mil duros por que no baile mi hija! Soledad, vámonos a casa… Señor mayordomo, puede usted venir a cobrar inmediatamente.

Aquella violentísima puja era la puñalada del cobarde, ¡segura, mortal, sin salvación posible! ¡Manuel no tenía tanto dinero ahorrado!

Conociólo el huérfano y se quedó como estúpido…

—¡Déjalo, hombre!… ¡Déjalo!…, ¡que en el infierno las pagará todas juntas!

—Manuel, no insistas, que el viejo quiere pillarte una proposición que no puedas pagar…

—Vete, Manuel, que la muchacha quería bailar contigo, y lo demás no debe importarte tanto…

Tales cosas comenzaron a decir al corrido mancebo los mismos que se habían declarado sus fiadores…

Sólo el capitán retirado exclamó todavía, temblando de cólera:

—¡Dispón de mi paga de dos meses! ¡Comeré demonios vivos!

Manuel no oía ninguna de estas cosas, y la gente comenzó a creerle anonadado, vencido, digno de lástima…

Pero don Trinidad Muley, que conocía mejor que nadie a su pupilo, y que lo veía inmóvil, mudo, con los labios blancos, siguiendo los movimientos de don Elías como si acechase la oportunidad de saltar sobre él y despedazarlo, corrió al lado del joven, y le dijo con grande imperio.

—Manuel…, ¡vete a casa! ¡Yo te lo mando!

El hijo del héroe bramó de angustia, como brama la fiera al sentir el hierro candente del domador, y dijo con bárbara humildad.

—¿Sin matar a ese hombre?

—Manuel, ¡vete! —replicó el cura de Santa María.

—¡Me ha vencido con el dinero que robó a mi padre! —añadió Manuel, enfureciéndose de nuevo según que hablaba—. ¡Me ha negado a mí, al descendiente de los Venegas, al hijo del que murió por salvarle sus mal ganados millones, el que baile con su inocente hija, el que le dé un abrazo de paz entre nuestras dos razas! ¡Ah, ladrón!… ¡Asesino!… ¡Verdugo!… ¡Me la pagarás con tu sangre!

—¡Oye, oye! —decía entre tanto el usurero a su hija, que estaba abrazada a él, colgada de su cuello, y como sirviéndole de escudo—. ¡Oye cómo me insulta y me amenaza el que ronda tu dote! ¡Oye cómo te conquista ese tramposo, en lugar de pagarme el millón que me debe!

Manuel, a quien difícilmente sujetaba don Trinidad Muley (habiendo tenido para ello que llamar en su auxilio al Niño Jesús, cuya efigie le mostraba con fervorosos ademanes y discursos), percibió las últimas palabras de don Elías, y, lejos de enfurecerse más, serenóse de pronto, con aquella rapidez de transición que le caracterizó siempre, y quedó inmóvil, suspenso, frío, como una estatua de mármol.

—¿Yo?… ¿Yo?… ¿Yo le debo a usted un millón? —acertó a decir, finalmente, con el acento de la más noble ingenuidad.

—¿Acaso lo ignoras? —repuso don Elías valientemente, como quien llega a su terreno—. ¿No me debía tres tu padre? ¿No le cobré dos? Pues ¡el que debe tres y paga dos, resta uno!… ¡Y tú, buen mozo; tú, que eres hijo y no has renunciado su herencia, me lo debes, como yo le debo el alma a Dios! De modo, señores… —continuó, dirigiéndose a la Hermandad—, que roda la rifa anterior es nula y debe invalidarse por completo, dado que el dinero que ofrecía ese joven era mío, como lo será todo el que adquiera en este mundo hasta que me pague el millón que me debe…

—¡Qué hombre! ¡Qué infamias dice! ¡Y lo peor es que tiene razón! ¿No hay quien lo mate? —comenzó a murmurar la gente más temible.

—¡Nadie lo toque! —gritó Manuel severamente—. Las cosas acaban de cambiar de aspecto, y ahora me corresponde a mí defender su vida… Yo ignoraba que era su deudor; pero, averiguado que lo soy, pues el semblante de ustedes me lo está diciendo con harta claridad, no quiero que nadie imagine que deseo la muerte de ese monstruo a fin de no pagarle… ¡Le pagaré!… ¡Ninguno se asombre de lo que digo!… ¡Le pagaré!… Tengo absoluta seguridad de que no me engaño… ¡Yo sé de lo que soy capaz! Vive, pues, tranquilo, zorro viejo y astuto, que si don Rodrigo Venegas murió entre las llamas para que no se dijese que había tratado de estafarte, su hijo hará algo más terrible y doloroso, que es no volver a ver a tu hechicera hija hasta haber ganado el millón que me reclamas. Me voy del pueblo, señores… —añadió con voz solemne, dirigiéndose al público—. Me voy de España… Pero ¡volveré! ¡Volveré con oro bastante para pagar mi deuda y ahogar después en onzas a mi deudor! ¡Volveré, sí, y vendré a este mismo sitio, tal día como hoy…, ¡lo juro por el alma de mi padre!, a pujar la gloria de estrechar en mis brazos a ese ángel que el vil judío ha robado al cielo, a esa desgraciada que se llama su hija. ¡Ay del que la mire entre tanto! ¡Ay del que la pretenda! ¡Soledad es mía, y yo vendré a recobrarla y a matar al temerario que haya intentado siquiera atravesarse entre los dos! ¡En cuanto a ti, alma de mi alma, sé que sabrás esperarme!… ¡Adiós, Soledad de mi vida! ¡Adiós, señor cura! ¡Adiós, Niño mío!… ¡No os olvidéis de Manuel Venegas!…

Así dijo, y arrancándose de los brazos de don Trinidad Muley, y tirando con la mano un beso a Soledad y otro al Niño de la Bola, echó a correr hacia el interior de la población y desapareció de la vista de todos.

Soledad seguía impasible exteriormente, desde que la vida de su padre dejó de estar en riesgo; pero cuando quiso andar, le faltaron fuerzas para moverse, y hubo que llevarla en una silla a la carroza que fue de los Venegas.

Libro tercero. La vuelta del ausente

I. La caída de la tarde

Pues que ya sabemos tanto como el que más acerca del gallardo jinete que cruzaba por lo alto de la Sierra cuando levantamos el telón para dar principio al presente drama, tiempo es de que corramos en su seguimiento hasta alcanzarlo, a fin de entrar con él, después de ocho años de misteriosa ausencia, en la morisca ciudad que fue su cuna.

Restábale apenas una hora de sol a aquel esplendoroso día en el momento que nuestro héroe logró salir del laberinto de cumbres y barrancos que forma allí la gran cordillera, y descubrió a lo lejos el amplio horizonte de su país nativo, su llana campiña, sus verdes viñedos y oscuros olivares y las conocidas siluetas de los remotos cerrajones que delimitan la comarca. La ciudad querida, la señora de todo aquel territorio, quedaba aún oculta detrás de los arcillosos cerros que al Oeste le sirven de dosel; pero ya era fácil distinguir (sobre todo teniendo anterior idea de su situación) la enhiesta aguja de la torre de la Catedral y el torreón del vigía de la Alcazaba árabe, derruido pocos años después…

El Niño de la Bola detuvo su caballo para contemplar aquel nunca olvidado panorama… La más viva emoción se leía en su semblante, menos duro y altivo que cuando la melancolía de la ausencia y las lecciones del mundo no habían trabajado aún su corazón… Quitóse reverentemente el sombrero, por vía de salutación a sus lares patrios, y lanzó un hondo suspiro, como quien llega al término de largos afanes.

—Señorito…, ¿está usted malo? —le preguntó el arriero al verle de aquel modo.

Manuel no respondió… púsose el sombrero apresuradamente y metió espuelas al caballo, como para librarse de tan importuno testigo. Media hora después, cuando ya caía el sol al Occidente, el malagueño volvió a alcanzar al desdeñoso personaje, que, parado de nuevo, en lo alto de la enrevesada cuesta por donde se baja desde la última meseta de la montaña a la extendida vega de la ciudad, contemplaba las Cuevas, el barrio de Santa María, las Huertas y hasta la antigua casa de sus mayores, que se distinguía entre todas por un erguido ciprés que la coronaba… Aquel edificio atraía muy particularmente su ansiosa atención… ¡Ignoraba el desventurado que allí no vivía ya nadie! ¡Ignoraba todo lo que había ocurrido durante su ausencia!…

Pero no adelantemos noticias, que harto pronto llegarán a vuestro conocimiento.

Manuel siguió andando, muy despacio esta vez, tan luego como se le incorporó el arriero con las cargas; y, ya fuese arrepentido de no haber contestado a la última afectuosa pregunta del pobre hombre, ya por distraerse de sus propios pensamientos, entabló conversación con él, diciéndole:

—¿Ha estado usted en alguna ocasión mucho tiempo seguido lejos de Málaga?

El espolique se inflamó de júbilo al verse interrogado, y, en un abrir y cerrar de ojos, había respondido todo lo siguiente:

—¿Que si he estado? ¡Ya me figuraba yo que ahí era donde a usted le dolía! ¡Usted debe de venir del fin del mundo, y por eso le ha hecho tanta operación el descubrir su tierra! Yo estuve primero dos años en el Moro… (no crea usted que en presidio, sino por mi gusto), y luego he servido al Rey, digo, a Cristina, hasta que me dieron la absoluta, después que tomamos el puente de Luchana, donde fui herido… ¿Dice usted que si sé lo que son fatigas? ¡Pregúnteselo usted a la pobrecita de mi madre, en quien pensaba a todas horas aquella picara Nochebuena, llamada también la Noche triste, en que Espartero ganó Bilbao… Figúrese usted que yo la pasé desangrándome sobre la nieve en el mayor desamparo y soledad!… Pero ¿qué dice este loro?

Soledad… —había repetido el loro con todas sus letras.

Manuel sonrió por primera vez en todo aquel viaje, y preguntó al arriero:

—¿No ha estado usted nunca en la ciudad a que nos dirigimos?

—No, señor; no he estado; pero sé que es muy buena, aunque muy peleadora… ¡Ya se ve! Usted habrá nacido en ella, y luego se iría a las Indias a buscar fortuna… ¡La de todos! Si alguna vez vuelve usted a embarcarse para allá, pregunte en Málaga por Frasquito Cataduras (que es como el mundo me conoce), y lléveme consigo de criado, pues lo que es con la arriería no llegaré nunca a salir de capa de raja…

Manuel no escuchaba ya al malagueño, sino que había vuelto a hacer alto, más conmovido que la vez anterior… Oíase a lo lejos el alegre repique de unas campanas, cuyo son había reconocido sin duda el joven… Ello es que su rostro expresaba un regocijo, una ternura, una aflicción de gozo (si vale hablar así), que a cualquier otro hombre le hubiera hecho derramar lágrimas…

—¡Vamos, señorito! ¡Repórtese usted! —exclamó el arriero—. Si teme usted algo, aquí estoy yo, y ahí llevamos cuatro escopetas…

—¡Desgraciado de ti —interrumpió Manuel— si le cuentas a alguien que me has visto de este modo! En cambio, si callas, te pagaré bien tu silencio… No quiero que se conozcan mis debilidades… Conque vamos andando.

La verdad era que el vehemente joven no podía ya con el peso de su alma; visto lo cual, y que no había modo de correr y adelantarse en aquella dificultosísima cuesta, resolvió seguir hablando con el arriero, a fin de no volver a oírse a sí propio en presencia de tan indiscreto observador.

—Esas campanas que repican —díjole, pues, con afectada naturalidad— son las de Santa María de la Cabeza, y anuncian que mañana, primer domingo de abril, habrá, como todos los años en tal día, una gran función en aquella parroquia… ¡Qué alborozo respirará ahora mismo todo el barrio! Alguna persona conozco yo que dirigía en su niñez esos jubilosos repiques… ¡Cómo pasa el tiempo, sin que las cosas dejen de ser las mismas! ¡Verás qué hermosa procesión sale de allí mañana a la tarde! ¡La procesión del Niño de la Bola! Y si te detienes en la ciudad, pasado mañana podrás ir a la rifa, a las Cuevas, donde siempre ocurren buenos lances… ¡Allí se puja todo: el baile, los abrazos, la felicidad…, la vida del alma; el destino de las criaturas!… Pero ya se ha puesto el sol…, y la cuesta es menos pendiente… Vamos aprisa, a fin de pasar el vado del río antes de que oscurezca, pues sentiría que se mojasen esas cargas…

Y como, en efecto, la bajada fuese ya más fácil, Manuel metió espuelas al caballo, y pronto se encontró solo en la llanura, o sea en unas dilatadas alamedas que allí pregonan la proximidad del citado río… La ciudad distaba todavía bastante; pero aquello era ya, en cierto modo, estar bajo sus muros…

Había comenzado a oscurecer, y el dulce misterio de tal hora, la amenidad del sitio, la húmeda frescura del aire, en cuya primaveral fragancia reconocía el aroma de los árboles, plantas y hierbecillas entre que se había criado; el armonioso rumor, igual siempre, y para él tan familiar, que alzan allí, en aquella estación del año, al caer las sombras de la noche los más humildes cantores del Creador del mundo, ora desde las empantanadas aguas, ora desde los adolescentes trigos, todo sumergió a Manuel en una profunda paz moral, muy diferente de la ventura, pero mejor consejera del alma que el esperanzado deseo… Estúvose, pues, parado algunos minutos en aquella tranquila margen del Rubicón de su pobre historia, como dando reposo al fatigado espíritu antes de las supremas emociones que le aguardaban, o acaso preguntándose fríamente si, en lugar de encaminarse hacia la dicha, se dirigiría hacia un total infortunio… ¿Viviría Soledad? ¿Le habría sido fiel, ella, que nada le había prometido nunca? ¿Habría habido algún hombre capaz de tomarla por esposa? ¿Viviría el terrible anciano? ¿Seguiría negándose a toda transacción? ¿Se atrevería Soledad en este caso a unirse con el hijo de don Rodrigo Venegas, después de la espantosa escena de la rifa? ¿Le amaba a tal extremo? ¿Le había amado alguna vez? ¿Qué aguardaba al proscrito a la vuelta de su largo destierro? ¿Horribles dolores? ¿Crueles desengaños? ¿Renovadas luchas? ¿Escenas de sangre? ¿Su propia muerte, por término de tantas angustias y fatigas?

La llegada del arriero con las cargadas bestias sacó al joven de aquel estado de culminante inquietud, no menos amargo, aunque de distinta índole, que el de Diego Marsilla cuando lo detuvieron los facinerosos casi a la vista de los muros de Teruel…

Pasaron el río nuestros caminantes, y entraron en los largos callejones, guarnecidos de olorosos panjiles y de zarzas, espinos y otras especies de setos, que conducen, a través de muchos pagos de viña, a las puertas de la ciudad…; y ya estarían a quinientos pasos de ella, cuando, al cruzar por delante de cierta solitaria ermita, precedida de un porche, que allí se alza desde tiempo inmemorial, oyóse una voz de mujer que decía:

—Manuel, ¿eres tú? Hazme el favor de oír una palabra…

II. La realidad

Manuel refrenó el potro, y, a la luz de la lámpara que alumbraba aquel humilde santuario, vio, de pie, a la entrada de dicho porche, separado del interior de la ermita por unos barrotes de madera, la imponente figura de una mujer alta y vestida de negro, que añadió al verlo detenerse:

—¿Conque eres tú? ¡Gracias a la Virgen Santísima! ¡Temí que hubieses echado por otro camino!

—Sí, señora… Yo soy… —respondió Manuel, lleno de asombro—. Y usted, ¿quién es? Yo quiero reconocer esa voz…

—Soy la madre de Soledad… —repuso la mujer con dulzura.

Oír el joven esta frase y estar en el suelo fue una misma cosa.

—¡La señá María Josefa! —exclamó vivamente conmovido—. Espere usted un momento, señora. Oye, tú, arriero: sigue adelante, y espérame a la entrada de la ciudad… ¡Cuidado con hablar ni una palabra!

El malagueño siguió andando, muerto de curiosidad por saber algo de lo mismo que se le prohibía decir, y Manuel ató su cabalgadura a uno de los viejísimos álamos blancos que entonces rodeaban la ermita, en cuya especie de atrio penetró al fin aceleradamente, diciendo con afectuosa voz:

—¿Usted aquí? ¿Usted esperándome? ¿Qué significa esto? ¿Qué ocurre? ¿Cómo ha sabido usted que yo llegaba?

—Por don Trinidad Muley… —contestó la que ya podemos llamar vieja, cogiendo las manos de Manuel y llevándoselas a la cara, para que tocase su llanto—. Pero no acuses al señor cura por haberme revelado tu secreto… ¡Era preciso que yo lo supiera! Además, él no guarda misterios conmigo… ¡Sabe lo que te quiero!… ¡Lo que te he querido desde que murió tu padre! Ven, siéntate aquí ¡Tenemos que hablar mucho, y estoy cayéndome!

Así diciendo, la buena mujer acercó al joven a uno de los asientos de cal y ladrillo que decoran todavía aquel porche, y que sirven de lugar de descanso a paseantes y devotos.

Manuel estaba estupefacto, o, por mejor decir, perdido en un mar de encontradas conjeturas… Sentóse, pues, sin atreverse a preguntar más, de miedo a desvanecer los últimos sueños de su esperanza… Pero, viendo que su interlocutora no acertaba tampoco a explicarse, dijo al fin con trabajosa resignación:

—Algo muy bueno o muy malo ocurre, cuando usted ha salido a recibirme de esta manera… No quiero ponerme en lo peor, y comienzo por admitir lo que sería la felicidad para todos… ¿Ha venido usted a aconsejarme que no entre en la ciudad en son de guerra, visto que su esposo de usted transige, o podría transigir conmigo, si yo me acomodase a guardar tales o cuales miramientos? Respóndame con entera franqueza. ¡Ah! ¡Se calla usted!… ¡Luego no es eso lo que ha venido a pedirme!

—No, Manuel… No es eso… —repuso la atribulada madre—. Lo que yo he venido a pedirte (y perdona que te hable de … pero así te hablé cuando eras muchacho, ¡y bien sabe Dios que siempre te he querido como a un hijo!…); lo que yo vengo a suplicarte es que te vuelvas… ¡Que no entres en la ciudad! ¡Te lo ruego, por lo que más ames en el mundo!

Manuel respondió sarcásticamente:

¡Por lo que más ame en el mundo!… ¡Qué contradicción y qué escarnio! ¿Cuántos amores cree usted que tengo yo? ¡Que me vuelva! ¡Que no entre en la ciudad!… Eso es muy fácil decirlo; pero pídale usted a un río que vuelva a la montaña, y verá qué caso le hace… En fin, ¿a qué cansarnos? Ya estoy al cabo de lo que usted tenía que decirme: que don Elías sigue negándose a todo; que estamos como al principio; que tendré que luchar… Pues ¡lucharé cuanto sea necesario!…

—Tampoco es eso, Manuel… Mi marido no se opone ya a nada…

—¡Ah! ¡Don Elías transige!… —exclamó el joven, lleno de sorpresa y alegría—. Pues, entonces, ¿qué nos detiene? ¿Qué puede importarnos el resto del mundo? Yo vengo dispuesto a todo… ¡Conozco que aquel día estuve demasiado cruel! Además, le traigo su millón… Aquí lo tengo, en letras sobre Málaga… ¡Mi padre, al verme pagar esta deuda, bendecirá mi unión con Soledad!… ¡Ah, señora!… ¡Acabo de nombrar al alma de mi vida!… ¡Hábleme usted de ella! ¡Hace ocho años que no tengo noticias suyas!… Dígame usted que me quiere todavía…; que ella es la que ha vencido a su padre… ¡Se calla usted también! Señora, tenga usted mejores entrañas… ¡Sáqueme de esta horrible angustia! ¿Qué sucede? ¿Qué ha pasado durante mi ausencia?

—Tranquilízate, hijo mío… ¡Me asusta verte así! —respondió la pobre mujer, llorando de nuevo—. Yo te lo diré todo si me juras volverte…, si me juras no entraren la ciudad… ¡Oh! ¡No pongas esa cara!… ¡No te irrites!… ¡Dios mío! ¿Para qué querrá este hombre saber desventuras? ¿Para qué querrá ser tan desgraciado como yo?

—¡Hable usted, señora, por los clavos de Cristo, y, sobre todo, no me diga más que me vuelva! ¡Eso es un sacrilegio, cuando vengo de pasar ocho años de expatriación y de lucha y acabo de andar miles de leguas, pensando siempre en llegar adonde ya he llegado! ¡Hable pronto, o monto a caballo y voy a su casa de usted a averiguar por mí mismo el horror que trata de ocultarme!… pero me equivoco…, me atormento demasiado… ¡No es posible que Soledad haya muerto!… Lo que sin duda ocurre es que su marido de usted pretende algo muy difícil…, algo absurdo. ¿Digo bien? ¿Es eso? Pues no se apure usted. Todo se arreglará con calma y moderación…

La señá María Josefa vaciló todavía unos instantes, hasta que al fin murmuró sordamente:

—Vuelvo a decirte que mi marido no pretende nada. ¡Mi marido ha muerto!

—¡Loado sea Dios! —exclamó el Niño de la Bola con la feroz solemnidad de una implacable justicia—. ¡Si hay otro mundo después de éste, ya habrá sido vengado mi padre! Perdono al autor de todas mis desgracias.

—También te perdono yo a ti —repuso la triste viuda— esa crueldad con que recibes la noticia de una de mis penas, y te lo suplico que no sigamos adelante… ¡Vete, Manuel! ¡Vete por donde has venido, y no quieras saber más desdichas!

El joven se levantó horrorizado al oír estas últimas palabras.

—¡Dios de Israel! —gritó con un acento de dolor más que humano—. ¡Mi desventura es cierta! La tierra se abre bajo mis plantas… El cielo se hunde sobre mi frente… El mundo ha llegado a su fin… ¡Soledad ha muerto!

—¿Qué dices, desventurado? —replicó la madre, llena de pavor—. ¡Morir mi hija!… ¡Oh!… No lo creas… ¡Tu pobre corazón te engaña una vez más! ¡Entonces hubiera muerto yo también! ¡Entonces no estaría aquí!… Vamos… ¡ven!… Siéntate… ¡cálmate! ¡Me estás asesinando con tantas locuras como te ocurren!

Manuel exhaló un hondo suspiro, como si despertara de espantoso sueño, y, dejándose caer en los brazos de la anciana, tartamudeó con infinita dulzura:

—¡Soledad vive!… ¡Oh! ¡Cuánto he padecido en breves momentos! Dios se lo perdone a usted.

Y quedó como aletargado de felicidad.

—¡Esto es querer! —murmuró sentidamente la angustiada viuda.

—¡Soledad vive y don Elías ha muerto! —añadió el joven al cabo de algunos segundos—. ¡Don Elías, mi implacable enemigo, el enemigo de ella, el enemigo de usted misma!… ¡Cuán felices podemos ser ahora! ¿Cree usted, mi buena madre, que yo ignoraba el cariño y la protección que me dispensó usted siempre? Pues ¡lo sabía! ¡Don Trinidad Muley me enteraba de todo!… ¡El buen don Trinidad, mi amigo, mi tutor, mi segundo padre!…

—Hoy le he hablado… —se apresuró a exponer la señá María Josefa—. Y él, lo mismo que yo, opina que debes…

—¡No vuelva a decírmelo! —profirió el joven acariciándola—. ¿Qué manía es ésa? ¿Por qué hablarme de que no entre en la ciudad, cuando la suerte lo ha arreglado todo de manera que podemos ser enteramente dichosos? ¿Qué nuevo obstáculo se opone a ello? ¡Algunas cavilaciones del buen señor cura o algún infundado recelo de usted! ¿Creen ustedes, acaso, que Soledad no me quiere? Pues ¡sí me quiere, aunque ella misma les haya dicho lo contrario! ¡Lo sé yo!… ¡Lo sabe mi alma!… ¡Verá usted, en seguida que me mire, en seguida que me hable, cómo su alma es mía!… ¡Yo la conozco!… Ella oculta sus sentimientos; pero nuestro cariño se parece al sol, que, aunque se nubla en apariencia, siempre arde lo mismo… ¡Ah, señá María! yo soy ya otro hombre… Soy bueno, soy pacífico… ¡No en balde se da la vuelta al mundo, como yo se la he dado dos veces! ¡No en balde se vive tanto y de tan diversos modos como yo he vivido! Así es que todos mis sentimientos e ideas han cambiado en estos ocho años, menos mi amor a Soledad y el cuidado de la honra de mi apellido… ¡Oh! ¡Cuánto he batallado con la suerte en África, en la India, en Filipinas y en ambas Américas! ¡Y cómo me ha favorecido la fortuna! Ya soy más rico que fue mi padre en sus buenos tiempos… En Málaga he dejado un capital… En el maletín del caballo traigo arrobas de oro y de piedras preciosas… He sido general en la América del Sur… He vencido caciques indios, que es como quien dice reyes, y yo mismo he podido también ser rey de aquellas tribus salvajes… No cuente usted nada de esto, pues nadie lo creería… ¡Le traigo a Soledad unos regalos!… ¡Y también a usted! ¡Al mismo don Elías le destinaba un magnífico presente!…

—¡Malhaya sea el dinero! ¡Él tiene la culpa de todo! —rezó fatídicamente la madre, cuyos ojos, clavados en el suelo, seguían derramando lágrimas amarguísimas, en tanto que Manuel, sentado junto a ella y casi abrazándola, le contaba con aquella inocente ingenuidad de niño cómo había logrado conquistar el vellocino de oro…

—¡Malhaya sea el dinero!, digo yo también… —respondió el joven con cierta acritud—. Pero no empiezo a decirlo ahora… Lo he dicho siempre; y si me fui a recorrer el mundo en busca de más oro del que nuestra sierra podía darme, ¡usted sabe en qué consistió! ¡Por lo demás, el caudal que yo traigo ha sido ganado honradamente en los campos de batalla, como los tesoros de muchos reyes de Europa! ¡Yo soy siempre el hijo de don Rodrigo Venegas!… En fin, vámonos a la ciudad… El arriero me está aguardando… Yo la acompañaré a usted con el caballo del diestro; y, si usted lo permite, esta misma noche hablaremos con su hija y quedará arreglado todo en cuatro palabras… ¡Vamos señora!… No perdamos un tiempo precioso…

Y así diciendo, el joven se puso de pie, como resuelto a marcharse en seguida.

La señá María Josefa no se levantó, sino que hundió el rostro entre las manos y comenzó a gemir desconsoladamente, exclamando con desgarrador acento:

—¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío de mi alma! ¿Qué va a ser de nosotros? ¡Esto es una perdición! ¡Pobre hija de mi vida!

Manuel se quedó frío como el mármol, y un sudor de muerte corrió por su descompuesto semblante.

—Señora… —tartamudeó al fin—. ¡Hablemos claro! ¿Qué nueva infamia ha ocurrido durante mi ausencia? ¡Dígamelo pronto, o voy yo mismo a averiguarlo a la ciudad!…

—¡Manuel! ¡Manuel! —clamó la pobre anciana—. ¡A la ciudad, no! ¡Vámonos a otra parte!… Adonde tú quieras… ¡Yo te acompañaré hasta el fin del mundo! Yo pasaré contigo lo que me reste de vida… Yo seré para ti una madre cariñosa…, una madre tiernísima…

—Pero ¿y Soledad? —gritó frenéticamente el Niño de la Bola—. ¿Qué haremos de Soledad? ¿Qué ha sido de ella? ¡Pronto! ¡Pronto! ¡Sin discurrir más mentiras!

—No sé; no me lo preguntes… ¡Soledad no merece nuestro cariño! La abandonaremos… Yo misma no la veré ya más… Anda… ¡Vente, hijo mío!… Llama a ese hombre, y vámonos a América, a Portugal, a Filipinas…; adonde tú dispongas…

—¿Y Soledad? —repitió Manuel con tal violencia, que la madre retrocedió espantada—. ¿Qué ha hecho usted de su hija? ¿Con quién se quedará Soledad?

Hubo un instante de silencio, durante el cual se oyó el tempestuoso latido de aquellos dos corazones.

Manuel fue el primero que recobró aliento para seguir marchando hacia el abismo, y dijo con la pavorosa tranquilidad del que se suicida:

—Nada tiene usted ya que explicarme… Soledad se ha casado.

La madre cayó de rodillas, por toda contestación, y tendió hacia el joven las manos cruzadas, como pidiendo indulto.

Reinó otra vez un funerario silencio.

Venegas permaneció algunos instantes bajo el peso de las ruinas que acababan de caer sobre su alma. ¡Todo un mundo se había hundido en ella! El coloso tuvo un momento, sólo un momento, la suprema ilusión de creerse inferior a su desventura, imaginándose también esta vez, como la triste noche que siguió al entierro de su padre, que había muerto y sido sepultado…

Pero no tardó en rehacerse la fiera bajo los escombros de su juventud malograda, y salió de entre ellos mucho más horrible que del terremoto que puso fin a su niñez: lanzó un tremendo alarido, que hizo temblar y botar espantado al noble bruto que le aguardaba allí cerca, y, agachándose hacia la horrorizada víctima que yacía a sus plantas, díjole con enronquecida voz:

—¿Quién? ¿Quién ha sido? ¿Quién se ha casado con mi mujer? ¿Cómo se llama el temerario? Ni ¿qué me importa su nombre? ¡Morirá sea quien fuere! ¡Morirá, aunque se esconda en el centro de la tierra! De esto no hay más que hablar: ¡es cosa decidida!… Pero dime, vieja infame, embustera, llorona, peor mil veces que el escorpión con quien estuviste casada: ¿cómo has podido consentir que Soledad…? ¿Qué has hecho para reducirla?… ¿Cómo se ha prestado ella…? ¡Ah! ¡La hipócrita! ¡La impúdica! ¡La vil criatura que yo tomaba por un ángel!… ¡Casarse con otro hombre! ¡Qué horror! ¡Qué asco! ¡Qué miseria! ¡Todos sois de una misma casta de reptiles: el padre, la madre y la hija!

—¡Ella es inocente! —respondió la anciana, irguiéndose poco a poco ante aquellos bárbaros insultos.

—¡Morirá! —pronunció Manuel, extendiendo el brazo como si jurara.

—Su padre fue quien la obligó a casarse… Ella no quería… ¡Te lo juro por lo más sagrado!…

—¡Morirá! —repitió Manuel implacablemente.

—¡Antes morirás tú mil veces, dragón de los infiernos! —gritó al fin la madre, levantando la cara hasta rozar con la del joven—. ¡Estás enfrente de una madre resuelta a todo, a matar, a morir, a llorar hasta que se ablande tu alma de piedra, a servirte de criada…, a todo, menos a ver padecer a su hija…, menos a ver sin padre al nieto de su corazón!… Ya lo sabes, monstruo… Puedes tomar el camino que gustes…

Una carcajada histérica y salvaje estalló del pecho de Manuel y se dilató por los silenciosos campos.

—¡La desvergonzada ha tenido un hijo!… —rugió luego convulsivamente—. ¡Un hijo de cualquiera! ¡Cómo se multiplican estos bicharracos! ¡Cuántos, cuántos tengo que matar, comenzando por usted, que es la abogada de todos ellos! ¡Rece usted el credo, señá María!

La anciana dio un agudo chillido, creyéndose muerta; y, como no pudiese escapar, volvió a caer de rodillas, y se abrazó a los pies del insensato.

—¡Así! ¡Así! ¡A mis plantas!… —exclamó éste con sarcástico regocijo—. Oiga usted en esa postura mis instrucciones, a ver si complaciéndome en todo, conquista usted una conmutación de pena. Ahora no le habla a usted ese traidorzuelo que se ha amancebado con su hija… ¡Ahora le hablo yo, el verdadero marido de Soledad!… Dígale usted a ese hombre que se marche de la casa en que ya está de más, adonde yo tengo que ir esta noche, no sé si a besar a mi mujer, o a pegarle antes de matarla… Dígale usted que por la mañana temprano lo buscaré a él dondequiera que se agazape, para lo cual iré siguiendo con el olfato su pista de acobardada garduña o de zorro ladrón, y lo mataré como quien mata un insecto… Dígale a Soledad que he llegado; que eche su hijo a la Inclusa, y me espere bien vestida hasta que yo vaya a verla o le mande recado de que la espero… Dígale que yo…, que Manuel Venegas…, que el Niño de la Bola… ¡Oh! ¡No le diga nada! ¡Ay, Dios mío!… ¡Se me va la cabeza!… ¡Yo me vuelvo loco!… ¡Aire! ¡Aire! ¡Pobre Soledad mía! ¡Soledad de mi alma! ¡Soledad! ¡Soledad!

Y gritando de esta manera, sollozando o riendo, pero sin derramar ni una lágrima, salió tambaleándose de la ermita, montó a caballo y desapareció fuera de camino, por en medio de los oscuros sembrados, como si huyese a un mismo tiempo de las tierras en que había estado ausente tantos años y de la ciudad a cuyas puertas acababa de ser herido de muerte.

III. De lo que aquella noche pensaron y dijeron los habitantes de la ciudad

La súbita noticia de que el Niño de la Bola estaba de vuelta colmado de riquezas, y también de ira, cundió aquella misma noche por toda la ciudad con la rapidez del pavor, cual si se tratase de la llegada del cólera o de la proximidad de un ejército enemigo. El arriero malagueño, vagando con sus cargas por aquellas calles para él desconocidas, sin saber dónde meterse y teniendo que preguntar a los transeúntes por un don Manuel Venegas que había venido con él de Málaga, y de quien se había apoderado, al pasar por delante de cierta ermita, una especie de alma en pena vestida, de negro, fue el primero que, ya cerca de las Ánimas, reveló al público tan interesante nueva, confirmada poco después por una antigua criada de la señora de Arregui (alias la Dolorosa), que tuvo que ir a la botica de la plaza por tila y flor de azahar para la señá María Josefa, y contó de camino a cuantos halló al paso todo lo acontecido en el santuario campestre, tal y como la madre acababa de referírselo a su hija…

Era ya muy tarde para que en un pueblo tan anticuado se prolongaran mucho en calles y plazas los corrillos y comentarios de las gentes, aun tratándose de negocio de tanta monta; por lo que rodos se contentaron con cerciorarse de la verdad del hecho, y se marcharon a sus casas a rumiarlo santamente en familia, al propio tiempo que la ensalada de la cena… Podemos, pues, asegurar que, empezando por el palacio del señor Obispo y concluyendo por la última cueva de gitanos, todo el mundo se acostó y durmió aquella noche pensando en nuestro héroe, en la dramática historia de su juventud, en su amor a Soledad, en las amenazas que profirió al marcharse y en el conflicto que de seguro iba a ocasionar su vuelta.

Los necesitados de dinero recordaron además la generosa esplendidez con que el hijo de don Rodrigo sacaba de apuros a los pobres cuando sólo poseía algunos miles de reales, y prometiéronse, al saber que llegaba de Indias con tres cargas de onzas, salir de deudas y trabajos, sin más que presentarle una apuntación de lo que les hacía falta para ponerse a flote. Las mozas por casar, especialmente las llamadas señoritas, preguntaron si venía soltero, y hablaban pestes de la Dolorosa. Pensaron los médicos en que tenían un buen cliente más; los sacristanes discurrieron sobre cuánto valdría el entierro de un indiano tan rico, en la previsión de que se muriese al hallar casada a su antigua novia; conocieron los matones… sede vacante que había llegado el propietario de la precaria autoridad que ejercían interinamente, y convinieron, por tanto, en que el Niño de la Bola debía matar a Antonio Arregui (tal era el nombre del marido de la Dolorosa), a ver si de resultas lo ahorcaban a él, suponiendo que Antonio Arregui no comenzase por matarlo; receló el nuevo Obispo de la diócesis, persona muy santa y entendida, si aquel extraño personaje vendría a perturbar las conciencias; el Alcalde y el Juez temieron que les hubiese caído trabajo, y Escribanos y Procuradores, que trabajaban por arancel, holgáronse, a la inversa, en tal expectativa… Todos, en fin, auguraron una tragedia espantosa al entregarse aquella noche en brazos del sueño con la mayor comodidad posible, dándose acaso cuenta, mientras se arropaban y tomaban la postura favorita, de que no amaban al prójimo tanto como a sí mismos, y alegrándose indudablemente de que ninguna persona de su casa o de su particular afecto se hallara en el duro trance de Antonio Arregui, de Soledad y de Manuel Venegas…

Dos excepciones había en el pueblo, por lo tocante a recogerse temprano. Era una de ellas la botica de la Plaza, que no se cerraba hasta la diez, y donde el mancebo o practicante que la regentaba (persona importantísima, que ha de figurar mucho en el resto de nuestra historia) tenía tertulia de hombres solos, casi todos mozalbetes muy mal criados, bien que algo instruidos en materias asaz delicadas; y era la otra la casa de un antiguo hijodalgo (ya no se daba a nadie este título, ni existían los privilegios inherentes a él), hombre muy acaudalado y culto, grande admirador de Moratín, afrancesado en 1808 y en 1823, y miembro a la sazón de la Sociedad secreta llamada Jovellanos; casa que no cerraba sus puertas hasta que a las once se retiraban las cuatro o seis personas de clase y de ciertas ideas a quienes se tenía la dignación de recibir después que cenaban los señores, o sea al punto de las nueve…

En la botica, o mejor dicho en la trasbotica, hablóse largamente de la llegada del Niño de la Bola, no faltando ya quien supiera y contase (por acabárselo de oír a la hermana del ama de don Trinidad Muley) que éste había recibido quince días antes una carta del joven, fechada en Málaga (y sin señas, para evitar toda contestación), en que le decía, bajo el mayor secreto, que el sábado 5 de abril llegaría a la ciudad, para cuya fecha necesitaba que le hubiese tomado una casa muy buena y en muy buen sitio, y que la tuviera algo amueblada; que Manuel Venegas era, por consiguiente (y no el nuevo deán, como se había contado), quien iba a vivir en aquella misma plaza en el antiguo edificio denominado Casa del Chantre, que ya estaba constituida en ella la susodicha hermana del ama de gobierno del cura, con el alto empleo de ama de llaves del hijo de don Rodrigo, en cuya calidad acababa de recibir las tres cargas de onzas, perlas, diamantes y rubíes que tanto había paseado por las calles el arriero; y, en fin, que nada había vuelto a saberse del Niño de la Bola desde que ya muy anochecido lo vieron unos guardas cruzar a escape por medio de los sembrados de la vega, como si él o su caballo se hubiesen vuelto locos, pero que don Trinidad Muley andaba ya en su busca, caballero en una pollina, siendo de esperar —de temer, dijo el relatante— que, si lo encontraba a tiempo y conseguía calmarlo, no ocurriese nada por aquella noche…

Como todos los asistentes a la trasbotica tenían al dedillo la historia del casamiento de Soledad con Antonio Arregui, y sabían quién era este sujeto, y estaban al tanto de las demás ocurrencias habidas en casa de don Elías Pérez desde que Manuel Venegas se ausentó de la población, no hubo para qué referir allí tales sucesos, y contrájose el resto de la velada a exponer cada cual el desenlace que a su juicio convenía mejor a aquella tragedia, en cuyo punto opinó Vitriolo (así llamaban al mancebo) que «debían morir todos los personajes» esto es, Manuel, Antonio, la Dolorosa, su madre y hasta, si venía el caso, el mismo don Trinidad Muley…

En cambio, y con motivo de hallarse presente una forastera (nada menos que hija de Madrid y prima segunda de un marqués, la cual había ido a la ciudad a vender sus últimas fincas, y estaba de huéspeda en casa del ilustre moratiniano, por habérsela recomendado en carta autógrafa uno de los ministros de entonces, miembro también de la citada Sociedad secreta, al decir de los irritados esparteristas), fue indispensable contar aquella noche en tan encopetada tertulia toda la vida y milagros de don Rodrigo, del usurero, de Manuel, de Soledad y de Antonio Arregui; tarea que desempeñó a las mil maravillas el propio dueño de la casa, académico correspondiente de la Lengua y doctor in utroque jure, llamado, por más señas, don Trajano Pendes de Mirabel y Salmerón, cuyos paganos e ilustres nombres de pila (digámoslo de pasada) daban claro a entender que su candoroso padre había sido, como otros muchos españoles del reinado de Carlos III, muy amante de la Enciclopedia… y juntamente del Bautismo.

Comenzó, pues, tan autorizado sujeto por referir todo lo que nosotros hemos narrado en el libro segundo de la presente obra, o sea hasta el instante que Manuel Venegas se ausentó del pueblo después de la inolvidable escena de la rifa; y llegado que hubo a aquel punto crítico de su relación, bebió agua, tomó aliento y rapé, y continuó de la manera siguiente…

Pero antes de copiar lo que dijo no estará de más que nos fijemos un poco en la citada forastera…, y también en cierto jovenzuelo, de ella locamente enamorado, que a la sazón fluctuaba allí entre el suicidio y la gloria.

IV. Dos retratos, por vía de entremés

En los treinta años frisaría la aristocrática madrileña, y era una valiente hembra; alta, desenvuelta y garbosa, cuya magistral elegancia suplía con exceso los deterioros que el vivir muy de prisa pudiera haber causado a su natural hermosura. Tenía mucho talento, mucha gracia y, sobre todo, mucho mundo: conocía y trataba indudablemente (pues ya había recibido cartas que lo probaban) a todas las personas notables de Madrid, empezando por don Evaristo Pérez de Castro, a la sazón Presidente del Consejo de Ministros, y concluyendo por Olózaga, el orador más insigne de la oposición; hablaba el francés, el inglés y el italiano, y siempre estaba leyendo libros en estos idiomas, no sólo de Literatura, sino de Medicina, de Historia natural, a que era muy aficionada, y alguno que otro de Filosofía antirreligiosa…; iba, empero a misa todos los domingos y fiestas de guardar, y aun agradábale la conversación de los sacerdotes ilustrados y bien vestidos; tocaba perfectamente el piano; cantaba de memoria óperas enteras; montaba a caballo en todas posturas; aseguraba que sabía nadar (como lo acreditaría en llegando el verano); tiraba, en fin muy bien con escopeta y con pistola, y, sin embargo, o, por mejor decir, en medio de todo esto, no había sido recomendada al señor de Mirabel en concepto de casada ni de viuda, sino en calidad de soltera, lo cual pareció a aquellos atrasados vecinos y vecinas mucho más extraordinario y sorprendente que todas las dichas habilidades.

Es una Diana cazadora… —solía exclamar don Trajano, muy orgulloso y satisfecho de alojar en su casa aquella notabilidad, y más prendado de sus hechizos y salvaje pudor (sic) de lo que convenía a un hombre tan provecto, respetable y acaudalado…

—No niego yo que sea una Diana en cuanto a castidad —le argüía su mujer cuando estaban solos—; pero ¡quién sabe si resultará una Diana pescadora!…

Y era que la esposa del jurisconsulto temía que, por fin de fiesta, tuviese que quedarse su marido con las malparadas fincas de la cortesana en el precio que a ésta se le antojase pedir…

En cambio, el mencionado jovenzuelo sentía una adoración fanática, ciega, absoluta, hacia aquella divinidad relativa; lo cual comprenderemos mejor penetrando en la imaginación de él que aquilatando los merecimientos de ella. Lo que ocurría allí era lo siguiente:

En todas las poblaciones subalternas de Europa, y especialmente en las estacionarias y vetustas como aquella ciudad, hay casi siempre, desde los comienzos de nuestro alborotado siglo, un organista que sueña con eclipsar a Rossini, un coplero que sueña con eclipsar a lord Byron, o un albéitar, lector de periódicos, que sueña con eclipsar a Marat; un joven, en fin, pálido y tétrico, que huye de la gente y pasea solo por los desiertos campos, foco de pensamiento y de bilis, hígado con pies y sombrero; declarado enemigo de cuanto ve en torno suyo, y cónsul moral de todo lo de fuera, cuya febril imaginación sigue los vuelos de las celebridades contemporáneas más de su agrado, como el astrónomo sigue la marcha de los planetas que nunca ha de visitar y que ruedan indiferentes por el cielo sin sospechar la existencia de los Observatorios.

De estos Mirabeaus, Napoleones o Balzacs en agraz, unos mueren antes de llegar a los veinte años, aplastados por su propio genio o por la desesperación; otros se allanan lenta y penosamente a bajar al nivel de sus vulgarísimos paisanos y acaban en secretarios de Ayuntamiento o en oficiales de escribanía; otros logran levantar el vuelo…, pero caen mal en la metrópoli de su patria, llámese París o Madrid, Viena o San Petersburgo, y mueren de hambre, se pegan un tiro, o se inutilizan y frustran más deplorablemente bajando a la sima del deshonor por el plano inclinado de la miseria…; y algunos, en fin, llegan a ser grandes hombres, académicos, generales, ministros, millonarios… y legan su nombre a las generaciones futuras.

No sabemos qué porvenir tendría reservada la suerte al jovenzuelo de que hablamos…; pero él era a la sazón el presunto gran literato de aquella tierra, y, la verdad sea dicha, mostraba algunas condiciones para ello. Dábale por escribir tragedias románticas; Víctor Hugo era su ídolo. Ya había devorado todos los libros del pueblo, que ascendían a millares de volúmenes, procedentes de los extinguidos conventos de frailes y de la biblioteca de un sabio deán, muy amante de las letras profanas, que acababa de pasar a mejor vida. Hacía el número ocho entre los doce hijos (todos varones, como los de Jacob) de un procurador no tan rico en bienes de fortuna como en herederos de su limpia fama, el cual sólo podía darles sustento y ropa, y de modo alguno carrera en la Universidad, cosa que lamentaba singularmente el buen hombre por este su adorado Pepito, cuyo talento le parecía superior al de todos los sabios de que hablaban las historias y al de todos los ministros que figuraban en los periódicos. Obligábase, pues, a ir a Palacio a visitar al nuevo Obispo de la diócesis, como había pedido a don Trajano que lo admitiese en su tertulia, tan luego como se enteró de las buenas relaciones que tenía en Madrid la forastera, esperando sin duda el amantísimo padre (¡téngalo Dios en su santa gloria!) que Su Ilustrísima, admirado de las hermosas tragedias que componía el chico, lo hiciese de golpe canónigo de gracia, con lo cual ya tendría abiertos los caminos de la mitra, de la senaduría, del capelo y hasta de la tiara, o que la prima del marqués lo recomendase a María Cristina, a fin de que esta augusta señora lo llamara a la Corte y lo pusiese en candelero.

En lo demás, Pepito vivía solo, tanto porque las gentes de la población estaban heridas de su saber y de su orgullo, cuanto porque él despreciaba la conversación de aquellos bienaventurados. A veces no podía ya con el sublime fastidio, propio de las naturalezas privilegiadas, y envidiaba la fácil dicha de los modestos, y, sobre todo, entrábale un hambre de lisonjas de mujer, que rayaba en verdadero delirio… Pero su corazón le decía a veces que las incultas y recelosas señoritas de aquel pueblo no se atreverían nunca a franquearse con él, ni él sabría tampoco hablarles en estilo y forma que no las abochornase y retrajese; y, como consecuencia de todo ello, lo pasaba bastante mal.

Verdaderamente, todavía era muy niño: diecisiete años iba a cumplir cuando nosotros lo vemos en escena; estaba feo, por resultas de una pubertad retrasada y enérgica, de cuya tardía crisis daban aún claro testimonio la hinchazón de su nariz y de sus labios y la inseguridad de su voz. No había acabado de crecer, o, mejor dicho, faltábale crecer por igual; su tez era verde; apuntábale el bozo, y sus ojos parecían dos ascuas. Vestía con detestable gusto, aunque con limpieza y señorío. En punto a religión era discípulo de Voltaire, y en política idolatraba a Mirabeau; pero nadie sospechaba semejantes horrores… Aquellos estudios los hacía a solas en los tejados de su casa.

Tal era el joven que se había enamorado de la madrileña, no como de una criatura mortal, sino como de un ángel del cielo especial del romanticismo. Y se explica esta devoción… ¡Ella venía del mundo con que él soñaba a todas horas! ¡Ella figuraba en primera línea en el Olimpo de la Corte! ¡Ella había conocido a Larra, más glorioso entonces por haberse suicidado que por haber escrito sus inmortales obras! ¡Ella tuteaba a Espronceda…, a Pepe…, que era como solía llamar la diosa al semidiós de aquellos dichosísimos tiempos! ¡Ella había sido retratada al óleo por el Duque de Rivas, por el creador de Don Álvaro o la fuerza del sino! ¡Ella era visitada por Pastor Díaz, por el inspirado cantor de La Mariposa, negra y de la Elegía de la Luna! ¡Ella, en fin, había asistido al estreno de El trovador y de Los amantes de Teruel y arrojado coronas a sus autores!

Además, ¡aquella mujer olía de un modo!… ¡Tenía una ropa tan bien hecha! ¡Lucía tan completamente el talle, yendo en cuerpo gentil sin miedo a que se dibujasen sus formas, o sea sus naturales encantos!… ¡Ni era esto todo!… ¡Sabía Pepito…, sabían otras muchas personas…, decíase de público en el pueblo…, que la forastera se bañaba diariamente! ¡Bañarse! ¡Cosa de ninfas! ¡Cuando menos, cosa de sultanas, cosa de huríes! ¡En nada, en nada era como las demás mujeres! Ella no ocultaba, ni tenía para qué ocultar, sus menudos pies, siempre divinamente calzados; ella estaba a todas horas limpia como un oro; sus uñas parecían hojillas de rosa; al andar crujía deliciosamente su ropa blanca, y crujía también la seda de su vestido. Tampoco temía enseñar los brazos hasta el hombro: ¡había en ella algo de la noble franqueza de las estatuas! ¡Sin duda alguna, tenía mucho de divinidad! ¡En las estampas de la Ilíada había visto el joven figuras semejantes!…

La madrileña sabía de sobra todo lo que le pasaba a Pepito. Habíase hecho cargo de su edad y de sus circunstancias, y comprendía que el amor genérico y la devoción poética fomentaban a la par aquel incendio simultáneo de un cuerpo y de un alma. Gozaba, pues, muchísimo en el espectáculo de tan atroz combustión, y por nada del mundo la habría aminorado. Lejos de ello, echaba leña al fuego siempre que podía, y hasta creemos que hubiera sido capaz de mostrarse al joven enteramente desnuda (fingiendo descuido), a fin de acabar de volverle loco…, por lo mismo que estaba decidida a no otorgarle ni el más insignificante favor…, ¡ni tan siquiera que besara la corona bordada en su pañuelo!

Y era natural. En aquel pueblo, donde todo se veía y sabía; en aquella austerísima casa, donde pasaba por una Santa Úrsula, tenía la madrileña que olvidarse de sí propia, o, mejor dicho, tenía que acordarse de cómo estaba obligada a parecer. Además, hay mujeres que sólo entre sus padres enarbolan bandera corsaria, y la prima del marqués, la amiga del duque, la festejada por los vates de moda, la recomendada por los ministros, pertenecía a este género. Negaba, por tanto, al atrevido mozo, según ya hemos expuesto, cosas que para ella eran verdaderas nimiedades…, vengando de paso su forzada inacción con el martirio del deseo ajeno… Habíale negado, verbigracia, tres cabellos de sus largos tirabuzones, ¡de aquellos tirabuzones que tal vez habría saqueado muchas veces la sin ventura para que amantes olvidadizos se hicieran cadenas de reloj que ya no existirían!… En cambio, ella introdujo en la tertulia de Mirabel la costumbre de dar la mano a los caballeros, y cuando se la daba a Pepito recreábase en ver la cara de gozo y de orgullo que ponía el infeliz… ¡Aquella mano, que tantos esfuerzos inútiles habría hecho quizás para retener a ingratos y pérfidos Eneas, parecíale a él una azucena virginal, un don del cielo, el principio de una escala mística que conducía a la gloria!…

Dichosamente, no había en el pueblo quien pudiera desengañar al joven. Tal vez el Obispo y el juez de primera instancia adivinaban la verdad… Pero ambos eran hombres de orden y muy cautos, incapaces de escandalizar al público… y nada dispuestos a malquistarse con la recomendada de los ministros.

En lo demás no había cuidado; pues las señoras y señoritas del pueblo, aunque temían acercarse a la atildada y sabihonda forastera, no la detestaban ni envidiaban, visto que los maridos, novios y todo género de presentes y futuros de aquellas contentadizas hembras experimentaban igual temor y nunca se atreverían a decirle «los ojos tienes negros», y considerando (¡cínica y terrible consideración de las más celosas!) que aquella exquisita mujer no se prendaría en ningún caso de tan ramplones caballeros. Limitábanse, pues, las tales damas y damiselas a no visitarla, ya por la dicha cortedad, ya por sugestiones del estólido orgullo que suelen engendrar los agrios de la modestia; pero, así y todo, imitaban hasta donde podían los trajes y modos de componerse de la prima del marqués, siendo ya muchas las que habían encargado a la capital, o echóse en casa, sombreros (gorros se llamaban entonces) por el estilo de los suyos, o sea una especie de galeras que a la sazón estaban muy de moda…

Conque basta ya de entreacto, y oigamos a don Trajano Pericles de Mirabel, que va a referirnos todo lo acontecido en el asunto de Manuel Venegas después que éste se ausentó de la ciudad.

Dijo así el ilustre personaje:

V. De cómo se casó Antonio Arregui

Meses, años, lustros (o, por lo menos, un lustro y parte de otro) pasaron sin que volviese a haber noticias del mal llamado Niño de la Bola… Digo más: hasta hace dos horas y media no ha sabido nadie de la ciudad si era muerto o vivo, si había logrado enriquecer o estaba en la miseria, ni qué zona, clima o región del Globo presenciaba su gigantesca lucha con el Hado.

—Pero ¿por qué no escribía? —interrogó la madrileña, cuyo interés hacia aquel drama de carne y hueso, tan apropiado a los gustos literarios de entonces, se comprenderá fácilmente.

El señor de Mirabel respondió en el acto:

—¡Tampoco escribió Diego Marsilla a Isabel de Segura en la comedia que está hoy tan de moda, y que tanto entusiasma a usted! Además (y dejándonos de comparaciones), el hijo de mi infortunado amigo no era hombre de hacer las cosas a medias, y, por tanto, explícase muy bien que le repugnara dar cuenta y razón de su paradero y del estado de sus fondos… Esto hubiera sido en cierto modo hallarse presente y ausente a un propio tiempo; de donde se habría debilitado el prestigio que siempre acompaña y da mayor estatura a todo lo arcano y misterioso; doctrina artístico-literaria que se me ocurre en el calor de la improvisación, y respecto de la cual, los clásicos, convenimos con ustedes los románticos…

—¡Adelante! —repuso la veterana deidad.

—Ni ¿a qué escribir tampoco? —prosiguió el retoñado viejo—. Sus tremebundas amenazas no podían menos de estar vivas en la memoria de estos naturales y repetirlas era como presuponer el propio interesado que alguien pudiese echarlas en olvido. En cuanto a escribir a la misma Soledad, excusado es decir que hubiera sido inútil, dado que el astuto y vigilante don Elías habría interceptado todas las cartas… Mas, aun prescindiendo de tal consideración, ¿qué podía Manuel decir a la joven? ¿Que no le olvidara? ¿Que lo quisiese? ¿Que lo aguardase hasta su regreso? ¡Harto sabe usted, mi querida doña Luisita, que esas cosas no se piden, y hasta me aventuro a añadir que el suplicarlas es contraproducentem!… Ergo no debe acusarse al hijo de mi amigo (como se le ha acusado aquí esta noche) por no haber escrito a nadie durante su prolongada ausencia… ¡Yo, en su caso, hubiera hecho lo mismo!

—¡Tú, Mirabel! —exclamó la jubilada esposa del anciano jurisconsulto—. ¡Repara lo que dices! ¿Te vas a comparar ahora con ese muchacho?

—¡Déjame, Tecla! Tú no entiendes de estos achaques, considerados bajo su aspecto artístico… —replicó don Trajano, con tal autoridad, que su pobre mujer se arrepintió de haber abierto la boca.

Los tertulianos indígenas cerraron por su parte los ojos, como dando a entender que ellos no se atrevían en ningún caso a hacer observaciones a aquella especie de Salomón con tupé y patillas, y mucho menos delante de la sobrehumana forastera.

En cuanto a Pepito, hay que advertir que había salido a buscar noticias, por indicación de toda la tertulia, pero antes de que don Trajano comenzase su relación.

—Pues ¡sí! —continuó victoriosamente el neopagano—. Manuel procedió como era debido, dejando rodar el mundo y pasar el tiempo, a fin de que cada cual obrara secundum se, naturaliter y sin presión exterior o extrínseca. ¡Lo contrario habría sido mantener un estado de cosas violento y falso, de muy mal agüero poco prolegómeno de posibles nupcias! Conque olvidemos esto y pongamos sobre el tapete a Soledad; pues veo, Luisita, que está usted deseando saber cómo la adorada por el Niño de la Bola pudo casarse con otro hombre, o cómo hubo hombre que se atreviese a casarse con ella…

C’est ça! —respondió vivamente la cortesana.

—Dice que así es… —advirtió el afrancesado, dirigiéndose a su habitual tertulia—. Pues señor… —añadió luego—, Soledad estuvo muy mala cerca de un año, después de la partida del osado Venegas, y durante aquel tiempo su padre no pensó más que en cuidarla, hasta que, dichosamente, a fuerza de mimos y desvelos y de traer médicos de todas partes, consiguió hacerle recobrar la salud. Dedicóse entonces don Elías, por sí o por medio de terceras personas, a buscarle marido, procurando que ni ella ni la madre lo notaran; pero, dicho sea en honra y gloria del amador ausente, nadie se prestó a disputarle el corazón ni la mano de su elegida, y eso que el antiguo usurero (me valdré de sus expresiones) daba a la muchacha, enterrada en onzas, y se la ofreció a sujetos de medianísima clase y sin ningunos bienes de fortuna, y eso también que la tal muchacha seguía siendo un primor, de quien todos estaban suficientemente enamorados. Realizábase, en suma, aquel diabólico plan del antiguo monaguillo «de hacerse amo de los valientes de la población, como medio infalible de llegar a serlo de Soledad», pues huelga decir que no todos los que se negaban a casarse con la millonaria lo hacían tanto por devoción amistosa a Manuel como por miedo a las amenazas y juramentos que profirió al marcharse… En lo demás, todos los que interpelaban a don Elías Pérez sobre los sentimientos de su hija, para el caso de que se decidieran a pretenderla, oían igual contestación:

¡Ese es cuidado mío! —les respondía el viejo con la mayor calma—. Cuente usted con su conformidad.

¡Asómbrese usted, Luisita!… (Y no salga esto de aquí, señores, pues voy a revelar un hecho que conocen muy pocos y que a mí me contó el mismo riojano un día que vino a consultarme acerca de otros asuntos, y yo no quiero enemistades con entes como el que tengo que nombrar ahora…) ¡Asómbrese usted, digo! ¡Una sola persona; el joven más feo y más cobarde de la ciudad; una especie de Cuasimodo, sin belleza de alma que contrastase con la deformidad de su cuerpo… (observará usted que también yo conozco a Víctor Hugo…); un bicho malo y descreído (por cuanto era tan cobarde y feo, pero no ciertamente tan cobarde y feo por cuanto era descreído y malo…, que a mí no me falta discernimiento para distinguir estas cosas); un enemiguillo de Dios y de los hombres, a quien todos trataban a puntapiés por más que no pudiera negársele algún ingenio y mucha, aunque detestable, ilustración; un tal Vitriolo, en fin, que todavía vive huérfano desde la niñez y mancebo de la botica de la plaza, fue quien se atrevió, no ya a secundar indicaciones del usurero, que nunca se las hizo, por no considerarlo criatura humana, sino a tomar la iniciativa y dirigir una carta a Soledad y otra a su padre, presentando su candidatura a la mano de la gentil doncella! Alegaba el mísero, con la mayor formalidad del mundo, las excelencias de su alma, la elevación de su talento, su cultura (¡que el muy necio calificaba de superior a la de todo el vecindario!), su carencia de vicios, su laboriosidad, su despreocupación en materias religiosas y políticas, y, sobre todo, la circunstancia de no temer ni poco ni mucho al valentón llamado Niño de la Bola.

Dicho se está que el padre y la hija despreciaron aquellas cartas, tomándolas como una broma de mal género; pero el joven, viendo que no obtenía respuesta, se propasó a hablar personalmente del asunto a don Elías, y éste, que en ocasiones sacaba a relucir un genio de todos los diablos, le contestó llenándolo de improperios y de sangrientas burlas, y diciéndole para terminar:

«—¡Líbrete Dios, sierpe venenosa, de volver a mandar cartas a mi hija; pues si ella se contentó días pasados con obligar a un perro a comerse tu ridícula declaración de amor, yo te obligaré a ti a tragarte los demás papeles que tengas la avilantez de dirigirle!»

Vitriolo se puso más verde de lo que ya era, y respondió con una risa que espantó a Caifas.

«—¡Pobre perro! ¡Procuren ustedes que no rabie! Mi carta de amor, guardada en tal estuche, no podrá menos de convertirse en verdadero ácido sulfúrico.»

Y, dicho esto, se volvió a su casa, donde estuvo enfermo dos o tres meses.

He contado a usted esta anécdota para que forme juicio del extremo a que llegaron las cosas, por la obstinación del prestamista en casar a Soledad con cualquiera que no fuese Manuel Venegas, y también para que se haga usted cargo de lo humillada y afligida que estaría por dentro la Dolorosa en la difícil situación que le había creado la desventura… Por lo demás, nuestra heroína seguía en apariencia lo mismo que siempre: serena, impasible, callada en todo lo relativo a Manuel, afectuosísima y zalamera con el embobado don Elías, acompañándolo a la iglesia y a paseo, gastándole cada año un dineral en vestidos y joyas, y contestando con frías sonrisas de lástima a los jóvenes que osaban dirigirle alguna galantería… sin trascendencia. ¡Dios me perdone si me equivoco!; pero en mi concepto, aquella muchacha, tan hermosa y tan rica, estaba como indignada al ver que ningún hombre se atrevía a arrostrar la muerte casándose con ella, o, cuando menos, solicitándolo.

De este modo pasaron seis años. Don Elías Pérez, agobiado por la edad y los sinsabores, se acercaba al sepulcro, y su desesperación no tenía límites al pensar que dejaba célibe a Soledad, y que el odiado Venegas podía regresar el día menos pensado y darle la mano de esposo. Ocurriósele entonces la idea de marcharse con su familia a otro país, donde no gravitaran sobre los ánimos las inolvidables amenazas del Niño de la Bola y le fuese posible hallar marido para la heredera de sus millones… Pero ¡ya era tarde! Un tenaz reuma no le consentía moverse… Estaba postrado en el lecho para no levantarse más.

Como ni don Elías ni la Dolorosa tuvieron nunca amigos ni confidentes, diferenciándose en esto último de los héroes del teatro, sábese muy poco de las conversaciones que mediarían en aquel tiempo entre el padre y la hija, y sobre los verdaderos sentimientos de ésta. Sólo la madre, a quien la joven trataba con igual despego y reserva que el riojano, cual si tampoco le perdonase el haber servido honradamente en calidad de criada al mismo hombre a quien seguía sirviendo humildísimamente en calidad de esposa; sólo la señá María Josefa, digo, había logrado cogerle algunas expresiones; y con referencia a ella, se asegura que don Elías exclamó varias veces durante su larga enfermedad:

«—¡Hija mía! ¡Cásate antes que yo me muera!»

Y que la joven contestaba siempre:

«—¿Con quién? ¿Con Vitriolo? ¡Él es el único que me solicita!»

A lo cual solía poner la madre la siguiente coleta cuando hablaba del asunto con sus amigas, antes de que apareciese en escena Antonio Arregui:

«—¡Ya se ve! La muy picarilla conoce que está defendida por la sombra del que se marchó, a quien todos temen ver llegar de un momento a otro; y por eso, y porque le gusta su papel de niña mimada, no le lleva la contraria a su padre. ¿Para qué, si nadie ha de pretenderla? Mi hija quiere con toda su alma a Manuel; pero tiene mucho talento y mucha serenidad; pone todo su orgullo en no descubrir sus aficiones de ningún género, y no gusta de comprometerse a nada ni con nadie. ¡Yo no he conocido persona de más espera!»

Muy digno de estudio me parece este comentario materno, clave y norma del carácter y de la conducta posterior y futura de Soledad; y usted, marquesita, que tan aficionada es al análisis de los sentimientos, no podrá menos de reconocer detrás de esas palabras un corazón mucho más femenino que los que se empeñan en colocar los románticos dentro del corsé de las mujeres…

—¡Mirabel! ¡Por Dios! ¡Que hay señoras! —exclamó la esposa del clásico.

—¡Tecla! ¡Por la Virgen! —repitió el preopinante—. Yo hablo de simple literatura…, y la marquesa comprende muy bien mis autopsias morales… ¿No es verdad, Luisita?

—Ya discutiremos… —respondió la doctora, haciendo un malicioso mohín a la mujer del abogado para que no la odiara—. Ahora estoy deshecha por ver a usted llegar a lo que los historiadores llaman nuestros días…

—Pues continúo… Y tú, mujer, no te escandalices de cosas abstractas… ¡Yo no discurro en este momento como hombre, sino como artista! Conque óigame usted, marquesa.

La vez primera que administraron el Viático a don Elías Pérez, es decir, tres meses antes de su defunción (también ha contado esto la viuda), se abrazó el viejo a Soledad convulsivamente y le dijo con angustia infinita:

«—¡Júrame que nunca te casarás con Manuel Venegas!

»—Yo no haré más que lo que usted me ordene… —respondió Soledad.

»—Pero yo me puedo morir…; yo me estoy muriendo… Júrame que cuando cierre los ojos…

»—Entonces haré lo que me ordene mi madre… —interrumpió la joven.

»—¡Tu madre es una imbécil! —gritó el usurero—. ¡Tu madre es cómplice de aquel bandido! ¡Júrame, por tanto, que, aunque ella te lo ordene, no te casarás con quien me mata!…

»—Padre, yo no juro… ¡Eso es pecado!… —replicó Soledad gravemente—. Pero, en lo demás, yo obedeceré a mi padre o mi madre, como lo manda Dios en la misma ley que prohíbe jurar su santo nombre en vano…

»—¡En vano! ¡En vano! —repitió el moribundo—. ¡Ah, gran hipócrita! ¡Tú piensas reírte de mí después que me entierren!… ¡Tú eres una ingrata, que te complaces en amargar la agonía del padre que tanto te ha idolatrado, que tanto dinero ha consumido en darte gusto, y que ya no puede servirte de nada!…

»—Yo soy una hija obediente a sus padres y a Dios… ¡A Dios sobre todas las cosas!… —exclamó la taimada joven, alzando los ojos al cielo—. ¡Por eso no juro ni juraré, aunque usted me insulte de esta manera!

»—Pues ¡entonces no puedo morirme todavía! —repuso el anciano con asombrosa naturalidad—. Quita de en medio todos esos jarabes, y dame de comer. ¡Mañana estaré bueno! ¡Tu rebelión me ha resucitado! Siento en mi máquina una energía nueva con que ni tú ni yo contábamos hace poco… ¡Me has dado, cuando menos, un año y un día de vida, que es el tiempo que necesito para utilizar tu obediencia!

»—Usted mandará.

»—¡Ya lo creo que mandaré! Mañana mismo entrarás de novicia en un convento, y si durante el noviciado no puedo casarte, de mañana en un año serás monja profesa, y yo bajaré tranquilo al sepulcro, después de legar todos mis bienes a los hospitales de la Rioja… ¿Qué tienes ahora que decir?

»—Que mañana me trasladaré al convento —respondió Soledad, besando a su padre.»

No se puso bueno el riojano al otro día, ni halló fuerzas para dejar el lecho ninguna de las veces que lo intentó, ni había de levantarse más, según que ya he dicho; pero la verdad es que se mejoró bastante después de aquella conversación; tanto, que los mismos médicos que lo habían mandado administrar lo declararon fuera de inminente peligro, y hasta muy capaz de vivir todavía mucho tiempo, si no se presentaba una nueva crisis. En cuanto a Soledad, no hay que decir que al día siguiente entró en el convento. ¡El padre y la hija estaban cortados por una misma tijera!

Formando cábalas andaban las gentes sobre las reservas mentales de la Dolorosa, a quien acá mismo juzgábamos esperanzada en que su padre moriría antes del año y un día, y resuelta de todos modos a no profesar en tiempo alguno, pues hacerse monja era cerrar a Manuel Venegas todos los caminos, hasta el del adulterio…

—¡Mirabel!… ¡Yo no te he oído nunca hablar así! —interrumpió doña Tecla—. ¡Esto pasa ya de castaño oscuro!…

—Porque nunca he tenido para qué hablarte de psicología, ni de fisiología… —respondió el académico—. Pero la marquesa me comprende…

—Vamos…, vamos…, ¡amigo mío! —expuso la forastera—. Doña Tecla tiene razón… ¡Déjese usted de esos estudios y sáqueme de penas de una vez!… ¡Lleguemos pronto al desenlace!

—¡Es usted muy amable, Luisita, en no reclamar contra unas interrupciones que lamento profundísimamente…, bien que, en medio de todo (yo soy justo), hagan honor a la castidad de mi digna esposa!… —replicó don Trajano, dando el último golpe a su pobre mujer con este fulminante cumplido, que arrancó una indefinible sonrisa a la no tan lisonjeada madrileña—. Decía, pues —continuó el impertérrito oráculo—, que tal rumbo llevaban las cosas, cuando, a los pocos días de entrar Soledad en el convento (¡véase lo que es el destino de los mortales!), llegó a esta ciudad otro riojano, con carta de recomendación para don Elías, a fin de que éste le ayudase con sus consejos y buenas relaciones a establecer, al pie de la vecina Sierra, una fábrica de paños movida por agua…

Don Antonio Arregui se llamaba el recién llegado, y era un hombre como de treinta años de edad, de buena presencia, muy circunspecto y formal en su trato, poco amigo de conversaciones inútiles; bastante rico, aunque muchísimo menos que el prestamista; de inmejorables sentimientos, ya que no muy brillante en sus manifestaciones, y dedicado por completo al trabajo y a los negocios. Añádase que era soltero.

¡Don Elías había encontrado su hombre! Comenzó, pues, por hospedarse en su casa; puso en juego a todos sus deudores para que ayudasen y protegiesen al forastero en cuanto fuera necesitando; le regaló, a título de paisano suyo y antiguo amigo de sus parientes, el terreno necesario para la fábrica; obligóle a ir al convento varias tardes a visitar a su hermosa hija, dándole encargos y comisiones para ella, y, cuando consideró que el buen industrial estaba ya en sazón de caer espontáneamente en el lazo que iba a presentarle, le refirió un día con habilidad suma las que llamó «cuitas de su vejez y desventuras de su casa, que le tenían postrado en aquel lecho y acabarían por matarle muy pronto», o sea la historia de la horrible presión que un mala cabeza, llamado el Niño de la Bola (lenguaje suyo), estaba ejerciendo sobre él y sobre su pobre hija, porque eran débiles y no contaban con un brazo que los defendiera en aquella egoísta ciudad, donde no se perdonaba a nadie el delito de ser forastero…; presión que había llegado hasta el punto de impedir que la joven se casase con personas muy dignas, y de obligarla, por último, a pensar en hacerse monja, sin vocación alguna a la vida del claustro pero como único arbitrio para eludir su ridícula y peligrosa situación: «todo ello —concluyó diciendo don Elías— en virtud del miedo cerval que causan a un pueblo entero, a una ciudad de doce mil habitantes, las criminales amenazas de una especie de facineroso, cuyo paradero se ignora hace muchos años, y que probablemente habrá ya muerto en un patíbulo»…

Arregui, que era riojano y descendiente de navarros, y no daba, por ende, cabida en su sereno corazón a los supersticiosos respetos y temores a que tanto se presta la imaginación andaluza (yo soy también andaluz, mi querida Luisita, pero desciendo de portugueses), quedóse maravillado con lo que acababa de oír; tomó informes de personas sensatas, y se convenció de que todo era cierto; y como, por otra parte, se había prendado de la belleza, afabilidad y discreción de la Dolorosa desde que la visitó por primera vez, no comprendiendo que tan encantadora criatura, llamada a heredar algunos millones, se enterrase en vida entre las cuatro paredes de un convento, se llegó pocos días después al lecho del anciano y le dijo con su gravedad acostumbrada:

«—Yo no soy valiente de oficio; pero no le temo a ningún hombre, sobre todo cuando la razón está de mi parte y puedo contar con el amparo de la ley y de los tribunales de justicia. Tampoco soy rico si se me compara con usted; pero tengo tan pocas necesidades, que, con mi caudal y con mi amor al trabajo, me sobra para no necesitar ajenos millones. ¡Lo que yo necesito, como paisano de usted, agradecido a sus bondades, y como muy enamorado que estoy de su linda hija, es poner término a la vergonzosa tiranía que pesa sobre esta casa! Tengo, pues, la honra de pedir a usted la mano de Soledad, sin desprecio ni desafío, pero también sin temor alguno a las amenazas del famoso Niño de la Bola.»

Don Elías estrechó en sus brazos a Antonio Arregui; le besó las manos y la cara; le apellidó hijo de su alma y de su corazón, lloró de agradecimiento y de alegría, y acto seguido llamó a su martirizada mujer, que lo había oído todo detrás de la puerta, y le mandó que fuese inmediatamente en busca de su hija, pero que antes abrazase a su yerno.

La señá María Josefa llevaba ya muchos días de presentir aquel golpe, y aun de desearlo; pues a la pobre madre le era más duro vivir sin la única prenda de su corazón, y pensar que al cabo del año de noviciado la perdería definitivamente, que arrostrar los desastres a que pudiera dar motivo aquel casamiento el día del retorno, para muchas gentes improbable y para ella infalible, del tremendo Manuel Venegas. ¡Lo que la infortunada quería era ver a su hija a todas horas; que no se la quitasen; que no siguiera sepultada en un claustro! Abrazó, por consiguiente, al fabricante con cierto júbilo, procurando acallar en su corazón los presentimientos que la conmovían con siniestros vaticinios, y marchó desolada en busca de Soledad, a quien no había visto… desde la tarde anterior.

Carezco de datos para referir puntualmente las escenas que se sucedieron en la alcoba de don Elías cuando la joven regresó del convento. La señá María Josefa ha sido muy diplomática en este punto, y se ha limitado a decir que los ruegos, el llanto y las órdenes de aquel extenuado padre, que casi desde el féretro le recordaba la prometida obediencia y le amenazaba con la maldición de Dios y la suya… (a este coloquio no asistió Antonio Arregui), así como la grave y noble actitud que mostró luego el digno industrial, cuyo circunspecto semblante expresaba un amor que no retrocedía ante la muerte, pero que sería humilde esclavo del menor de los caprichos de su dulce sueño… (Improbe amor! Quid non mortalia pectora cogis?), decidieron al fin a la Dolorosa, a sacrificar las gratuitas esperanzas de Manuel Venegas, «al cual (son expresiones transmitidas por la madre) nada tenía ofrecido, ni nunca había dirigido la palabra…»

Pronunció, pues, la esfinge el anhelado sí…, y pronunciólo, dicho sea en verdad, con gran admiración y espanto de todo el pueblo, y aun de nosotros mismos. Pronunciólo muy tranquila y valerosamente, según unos; a costa de una formidable convulsión, según otros… ¡Ello es que lo pronunció, mal que le pese a la escuela romántica y que ipso facto ocupó Antonio Arregui el trono de esta pendenciera ciudad, vacío desde la marcha del Niño de la Bola!

Ni faltó quien dijera entonces —y yo lo creí— que la taimada y misteriosa doncella estuvo conteniéndose hasta que su prometido se marchó al otro día a las obras de la fábrica, y que entonces fue cuando estallaron sus nervios con tal ímpetu, que se la dio por muerta durante muchas horas…, sin embargo de lo cual, no bien le advirtieron que había regresado Antonio, recobró el imperio sobre sí misma, y se mostró sosegada, apacible y hasta sonriente… Fenómenos son éstos, mi querida Luisita, que muchas veces han servido para explicar ulteriores conflictos en varios matrimonios; como, por ejemplo, la súbita felonía de mujeres que se casaron gustosas en apariencia, y que, no obstante, abrigaban en el pecho la sierpe de otra pasión inextinguible, destinada a morder un día al confiado marido en mitad del corazón y de la honra… Pero ¡yo cometería una ligereza, impropia de mi carácter, si aventurara en este punto, y con relación al caso presente, juicios o prejuicios, tanto más temerarios, cuanto que nada real y positivo se sabe ni se ha sabido nunca acerca de los sentimientos de la Dolorosa, y prefiero volver lisa y llanamente a mi pobre y concienzudo relato!

Diré, pues, en las menos palabras posibles, a fin de no fatigar al concurso, que a las pocas semanas de concertarse aquel matrimonio comenzaron a publicarse las amonestaciones; que durante su lectura todos tenían clavados los ojos en la puerta de la iglesia, esperando ver entrar al Niño de la Bola, en el ademán trágico y solemne del novio de Lucía, a desmentir y ahogar al honrado sacerdote que pregonaba tales nupcias: que, afortunadamente, no ocurrió semejante escándalo, ni ninguna otra novedad y que de este modo llegó, como todo llega en el mundo, el día prefijado para la boda.

Boda he dicho, y no la hubo… Verificóse el casamiento de noche, en la alcoba de don Elías, cuya vida estaba otra vez en mucho riesgo, pero que no consintió se aplazase el acto ni una sola hora. Nadie asistió a él más que el cura de aquella feligresía y los testigos. Yo fui uno de ellos…; ¡y nunca lo fuera, para presenciar horrores como los que allí iban a suceder! ¡No bien acabó la ceremonia nupcial, y mientras la desposada socorría a su madre, que había perdido el conocimiento y caído en tierra, oyóse un gran suspiro en el antiguo lecho del padre del Niño de la Bola, desde el cual acababa de ejercer don Elías Pérez el oficio de padrino de aquel enlace, y vimos que el viejo usurero estaba dando las boqueadas! ¡Apenas hubo tiempo de que el cura le leyese la recomendación del alma, en el propio libro que había servido poco antes para leer a los novios la Epístola de San Pablo!… Don Elías expiró inmediatamente…, y (¡oh, miseria humana!, ¡oh sarcasmo del destino!, ¡oh lección de los Hados!) aquellas mismas velas encendidas para que sirviesen como de antorchas de Himeneo a la sacrificada hija fueran blandones fúnebres que alumbraron el lecho mortuorio del padre tirano que ha dado margen al conflicto en que hoy se encuentran tantos y tan sensibles corazones.

Don Trajano Pericles se enjugó el sudor al terminar aquel sublime esfuerzo de elocuencia, en que, sin pensarlo, rindió cierto culto al romanticismo, y luego añadió, por vía de clásico desahogo:

—A los nueve meses justos y cabales, Soledad dio a luz un hermoso niño.

—¡Gracias a Dios! —no pudo menos de exclamar la forastera—. Pues, señor, me declaro partidaria acérrima del Niño de la Bola. La razón está de su parte. Soledad no tiene corazón, ni lo ha tenido nunca…

—Creo que confunde usted las especies… —respondió don Trajano—. Lo que no tiene Soledad es un corazón de heroína de novela, y mucho menos un corazón de hombre. Su corazón es pura y simplemente de mujer…

—¡Está destornillado! —dijo doña Tecla, sonriendo en cierto modo a sus tertulios, como pidiéndoles que perdonasen a su marido.

—Pues entonces digamos que tiene un corazón de mujer que no sabe amar… —añadía entre tanto la madrileña.

—Diga usted más bien —replicó don Trajano— un corazón que ama hasta cierto punto… Yo no negaré que la Soledad ha querido siempre a Manuel Venegas. Creo más…; ahora que no nos oye mi mujer… Creo que lo quiere todavía… Pero la hija del usurero no nació para heroína; no nació para defenderse por sí propia; nació para que otros la defendieran o la conquistasen. Ella contaba, sin duda, con que el temido Niño de la Bola venciese a todos los enemigos de su amor, tanto a su padre como a los pretendientes que pudieran sobrevenir… Parecíase a esas princesas de los cuentos orientales que se dejan ganar, como un premio, por el contrincante más listo en descifrar charadas y enigmas, y se casan con él, aunque no sea muy de su gusto. Indudablemente nuestra princesa, esto es, la Dolorosa, hubiera preferido que Manuel saliese vencedor… Indudablemente lo amaba… Pero el pobre se descuidó, el pobre tardó en regresar de las Indias, el pobre no había contado con que vinieran a esta ciudad forasteros como Antonio Arregui, poco sensibles a vagas amenazas…, y la obediente joven, con más o menos dolor, y con peores o mejores reservas mentales, dejóse conquistar y llevar por don Elías, por el fabricante, por la fatalidad, por el destino…, bien que a condición de hacer luego de su capa un sayo… ¡Así procedieron en todos tiempos las hembras creadas por Dios, ya que no las creadas o falsificadas por novelistas y poetas! ¡Así procedió nuestra primera madre en el Paraíso terrenal cuando, según leemos en el Génesis…

Por fortuna, llamaron en esto a la puerta de la calle, que, si no, ¡sabe Dios el vapuleo que habría dado el jurisconsulto a las pobres hijas y nietas de Eva, inclusas las más guapas que figuran en las historias!

—¡Ahí está Pepito! —exclamó la prima del marqués—. Él nos traerá noticias frescas…

Lo primero resultó cierto; pero no así lo segundo. Pepito entró, efectivamente, en el salón, empinado y tieso para ganar estatura, y los saludó a todos, aunque sin ver más que a la forastera, como la mariposa no ve más que la llama… Mas ¡ay!, en cuanto a noticias, todas las que llevaba eran negativas o dudosas.

Sacábase de ellas en sustancia que Manuel Venegas no había penetrado aún en la ciudad, ni sabía nadie por dónde andaba; que don Trinidad Muley, cansado de recorrer el campo en su busca, y teniendo que madrugar para la gran función del otro día (misa y sermón con Señor manifiesto, comunión general, etc.), se había retirado a dormir hacía pocos instantes; que la casa de Antonio Arregui, sita en distinto barrio que el ya vacío palacio de los Venegas, estaba cerrada como un sepulcro, pero no así la dispuesta para alojar al Niño de la Bola, por cuyos abiertos balcones se veían muchas luces, como si allí hubiera un muerto de cuerpo presente; y, en fin, que hasta los serenos, únicas personas que ya andaban por las calles, temían que a la tarde siguiente ocurriese alguna desgracia durante la procesión del verdadero Niño de la Bola, a la cual no dejaría de asistir ninguno de los tres personajes principales del drama: Soledad, por el bien parecer, a fin de que no se dijera que le había impresionado el regreso de su antiguo amador; Manuel Venegas, a convertir en hechos sus juramentos y amenazas de antaño, y Antonio Arregui, a evitar que le creyeran huido y lo infamaran con la fea nota de cobarde… Es decir: los tres ¡por consideración al público!

—Pues ¡hay que ir a esa procesión! —exclamó en el acto la forastera.

—Balcones tengo reservados al efecto, desde mucho antes que pudieran preverse estas barahúndas… —respondió don Trajano—. Iremos a casa de uno de mis labradores.

—¡No faltaré! —dijeron los ojos de Pepito, quien no podía concebir que Manuel Venegas fuese más interesante que un hijo de las Musas.

—¡Y también habrá que ir pasado mañana a la rifa! —continuó la madrileña—. El Niño de la Bola no podrá menos de presentarse allí a cumplir su juramento de bailar con la Dolorosa… ¡Deseando estoy conocerlos a los dos!

—Cuente usted con palco principal, o sea con la cueva del mayordomo de la Cofradía —repuso don Trajano, saludando a la prima del marqués.

Y como en aquel momento diese las once el reloj de música que había en el recibimiento, la tertulia se levantó en masa, despidiéndose todos hasta la tarde siguiente, en la procesión; con lo que la forastera se retiró a su cuarto a soñar con no sé qué prestamistas de Madrid; Pepito se fue a su desván a componer versos eróticos a la forastera; los tertulios innominados y mudos se marcharon a descansar del trabajo de haber nacido, y el elocuente señor de Mirabel cayó bajo el brazo secular de su esposa.

Descansemos nosotros también, poniendo para ello fin al libro tercero.

Libro cuarto. La batalla

I. El cuartel general de «Vitriolo»

Amaneció al fin aquel memorable domingo en que había de tener comienzo la ruda batalla de treinta y seis horas que riñeron el Bien y el Mal en torno de Manuel Venegas, y especialmente dentro de su atormentado corazón; batalla empeñadísima y desastrosa, en que tomaron parte, más o menos directa y justiciable, todos los habitantes de la ciudad, o sea todos los individuos del gran Jurado que solemos llamar el público.

Vitriolo había citado la noche anterior a su gente, «para el toque de diana, en la puerta de la botica», y allí estaban, en efecto, desde el amanecer, los que más atrás denominamos mozalbetes muy mal criados, bien que algo instruidos en materias asaz delicadas…, de quienes era apóstol y cabeza el pasante de farmacéutico.

También se encontraban en aquel centro ordinario de noticias (y excelente acechadero en tal mañana para seguir las operaciones de Manuel Venegas, cuyo domicilio estaba en la misma plaza) otras muchas personas diversas en edad, clase y condición, todas ellas muy afanadas en averiguar o referir lo último que se sabía relativamente a los pavorosos sucesos que se veían llegar…, que eran infalibles…, que hasta se aguardaban con impaciencia…, y contra los cuales no dejaría de tronar todo el mundo, ni de proceder activamente la justicia, luego que se hubiesen consumado. Las mismas criadas que iban a la compra se acercaban a aquella gran tertulia al aire libre, y metían su baza en la conversación, indicando lo que debía hacer cada personaje, si tenía honor y vergüenza… Las más sisadoras y alegres de cascos eran las más implacables y terribles, y repetían punto por punto los juramentos y amenazas que el Niño de la Bola pronunció hacía ocho años, terminando todas sus arengas de: ¡Ahora veremos si hay hombres! El propio alcalde, persona muy digna, peroraba allí con la mayor seriedad, sobre si Manuel mataría a Antonio aquella tarde o lo dejaría para el día siguiente en la rifa, inclinándose a que sucedería lo primero. Un familiar del obispo, todavía simple diácono, aunque ya iba para viejo, pero que comenzaba a tener fama de gran teólogo, habíase aproximado a la reunión como por casualidad, y no perdía palabra de lo que en ella se decía, sin que aún hubiese despegado los labios por su parte… En fin, hasta nuestro antiguo amigo, aquel capitán retirado que ofreció dos pagas a Manuel Venegas la tarde de la célebre rifa, hallábase entre los curiosos, sin embargo de sus setenta y ocho inviernos y gloriosísimos achaques…

El único que faltaba para completar la asamblea era su presidente nato, el dueño de la casa, el insigne Vitriolo, encerrado hacía media hora en la trasbotica con una especie de bruja, antigua deudora arruinada por don Elías Pérez y actual paniaguada de casa de Soledad; la misma, según creemos, que la noche anterior fue allí por medicinas para la señá María Josefa. Los sectarios del farmacéutico, presumiendo, sin duda, los importantísimos asuntos que podían tratarse en aquella encerrona, se guardaban muy bien de interrumpirla, y, por el contrario, explicaban a los demás concurrentes la ausencia de su maestro, diciéndoles que se hallaba confeccionando un medicamento de todos los demonios para un sacristán de un pueblecillo de las cercanías. Habíase visto, finalmente, a Vitriolo salir a la botica a tomar dinero del cajón, y por cierto que, mientras esto hacía, todos creyeron notar que estaba más feo, más pajizo y más excitado que de costumbre.

Entre tanto, ya se habían dado y repetido, y comentado hasta la saciedad, muchas y muy interesantes noticias a la puerta del establecimiento. Sabíase, por ejemplo, que Manuel Venegas entró al cabo en su casa la noche anterior, cerca ya de la madrugada, con el caballo jadeando, destrozada la ropa y sin sombrero, cual si volviera de espantoso combate: que este combate debió de ser consigo mismo, pues varios regadores lo habían visto galopar sin rumbo cierto por los sembrados de la vega y por remotos olivares y viñas, como si lo persiguieran invisibles fantasmas; que había tropezado con los guardas de campo y dándoles juntamente latigazos y dinero cuando se le quejaron de los destrozos que hacía, oyendo, en cambio, de boca de aquellas gentes toda la historia de lo ocurrido en la ciudad durante su ausencia; que, tan luego como dejó el caballo, salió otra vez a la calle, a pie, embozado en una larga manta, y se dirigió al barrio de San Gil, donde el sereno lo vio pasearse delante de la cerrada vivienda de Antonio Arregui, y aun llamar a la puerta… (¡qué horror!), sin que de adentro respondiesen a sus repetidos aldabonazos… (¡qué ignominia!), hasta que, ya casi de día, tomó la vuelta de su casa y penetró en ella; con lo que inmediatamente se cerraron sus puertas y balcones, como cerrados seguían en aquel momento…

Lo del horror y lo de la ignominia fueron exclamaciones involuntarias…; del teólogo la primera, y del capitán la segunda…

En apoyo del concepto de éste, bien que desvirtuando su oportunidad, agregó entonces un padre de familias:

—¿De qué os asombráis, caballeros? ¡Antonio Arregui es un cobardón, que no se ha atrevido a pasar la última noche en su casa, ni aun en el pueblo!… ¡Antonio Arregui huyó vergonzosamente ayer tarde, al tener noticias de que llegaba el Niño de la Bola! Yo mismo lo vi salir a caballo, río arriba, a cosa de las cuatro y media, y por cierro que iba furioso…

—Pues ¡añada usted —expuso una criada— que ésta es la hora en que no ha regresado todavía!… ¡Yo vengo del mercado, y no está en él, como todas las mañanas, haciendo la compra para sus operarios de la Sierra!

—Señores, ¡seamos justos! —exclamó un comerciante de origen burgalés—. ¡Antonio Arregui es incapaz de huir!… Si se marchó ayer tarde fue porque recibió aviso de que… algún malintencionado sin duda… había roto por varios sitios la acequia que mueve los batanes de su fábrica… Pero ¡a aquella hora nadie sabía en el pueblo que ese tal Niño de la Bola se hallase en estas cercanías!

—¡Lo sabía don Trinidad Muley! ¡Lo sabía la señá María Josefa! —prorrumpieron varios vecinos.

—Pues ¡no lo sabía él!… —replicó el comerciante—. Yo le vi al marchar, y sólo pensaba en sus destruidas acequias… En fin, apuesto doble contra sencillo, a que tan luego como se entere de lo que ocurre, lo tenemos de vuelta en la población, resuelto a no dejarse avasallar por nadie… ¡Yo conozco a los riojanos!

La conversación entraba en mal camino, y estimándolo así un viejo, de oficio buñolero, que tenía su tienda en la misma plaza, tocó muy oportunamente otro resorte, y contó que aquella mañana, antes de la salida del sol, había estado don Trinidad Muley llamando más de media hora en casa de su antiguo pupilo, sin conseguir que le contestasen; lo cual probaba que Manuel, al recogerse pocos momentos antes, había dado orden a Basilia (la hermana de Polonia) de no abrir ni responder a persona alguna, aunque echaran la puerta abajo.

—¡Me alegro! —murmuró a este propósito un discípulo de Vitriolo, dirigiéndose a media voz a sus camaradas—. ¡Así no habrá podido ese fanático de misa y olla acobardar con sus letanías al hijo de don Rodrigo, como lo acobardó la famosa tarde de la rifa! ¡Temiéndome estoy que el Niño Jesús de Santa María de la Cabeza represente demasiado papel en este caso de honra! ¡Los curas no perdonan medio de acreditar a sus santos y de hacer negocio!

El buñolero había seguido entre tanto refiriendo que don Trinidad Muley, cansado de llamar en balde, se retiró a su casa muy entristecido, no sin lamentarse con todos los transeúntes de que las grandes funciones que lo amarraban aquel día a su iglesia le impidiesen prevenir cualquier mal paso de su querido Manuel, y diciendo con sentidas voces: «Espero en Dios y en la Virgen que las buenas almas de la ciudad suplirán mi ausencia de algunas horas…»

¡Prevenir! —se aventuró a exponer en voz alta otro discípulo de Vitriolo—. ¡Eso es contrario a la libertad! ¡Reconozco el lenguaje apostólico, incompatible con la Constitución vigente, por más que la previa censura sea muy del agrado del actual Ministerio!

Todos los circunstantes soltaron la carcajada al oír aquella salida de tono, menos el capitán, que refunfuñó despreciativamente una frase ininteligible, y menos el familiar del obispo, que juzgó ya indispensable sembrar allí algunas ideas morales y pacíficas, y lamentó lo mejor que pudo (era vizcaíno, como su ilustrísima, y hablaba mal el castellano) «la gravedad del lance que se le presentaba al señor don Antonio Arregui, cuando tan bien le iba en su matrimonio, cuando tan contento se hallaba con su fábrica, donde se le veía ir frecuentemente, acompañado de su mujer, de su hijo y de su suegra; cuando la llamada Dolorosa daba muestras de quererle y respetarle tanto, y cuando algún regidor influyente, agradecido a las grandes ventajas que el rico industrial había proporcionado al pueblo, acababa de ofrecerle la vara de alcalde para el año próximo»…

En este momento apareció Vitriolo en la puerta de su botica. La bruja se había escabullido por la puerta del patio.

Todos los mozalbetes rodearon al maestro, no en ademán de veneración o cariño, sino de una cínica confianza que rayaba en burla, diciéndole sucesivamente:

—¡Buenos días, Palodús!

—¡Buenos días, Espátula!

—¡Buenos días, Panacea!

—¡Buenos días, Cerato-simple!

¡Buenos días, Papaveris-alvis!

Estos y otros muchos nombres tenía el ayudante de farmacéutico… Pero el público en general había optado por darle el de Vitriolo.

—¡Buenos días, morralla! —contestó el enemigo de Dios, regalando una repugnante risa de su fea y desaseada boca a los insolentes mozuelos.

Y ni saludó al resto del concurso, ni fue saludado por él. No podía darse mayor franqueza ni más desprecio recíproco por parte de todos.

Vitriolo tenía veintiocho años, pero manifestaba cuarenta: ¡tan marchita se hallaba su piel, tan calva su frente, tan arruinada su dentadura, tan encorvado su talle, tan turbio su mirar y tan mermada su vista! Sin rayar en monstruo, lo cual hubiera excitado compasión, sin carecer de hechura humana, ni faltarle ningún remo ni sentido, era de lo más feo que Dios ha criado. Hacía daño a los nervios el extravío de sus ojos; ofendía su sonrisa, hasta cuando no era sarcástica y burlona, y causaban náuseas su color de membrillo y su pelo de muerto, así como su total descuido en cuanto a policía y limpieza. Tenía enormes pies y manos, las piernas un poco torcidas, hundido el tórax, desagradable la voz y apestoso el hálito. Dijérase además que lo vestían sus enemigos, pues su ropa amarillenta y su corbata verde no podían ser menos adecuadas al color de su rostro, por más que tuviesen pintas o manchas de toda clase de pringues y ungüentos. Tal era el atrevido personaje que pretendió a la Dolorosa después que se hubo ausentado Manuel Venegas y antes de la aparición de Antonio Arregui, tal era el misionero de la incredulidad en aquella población de moros bautizados, tal era el inteligente mancebo de la mejor botica de la ciudad (botica cuyo titular y dueño residía casi siempre en el campo); tal era el traidor de nuestro drama.

No bien lo divisó el familiar del señor obispo, puso término a su pacífica elegía y trató de marcharse, pero Vitriolo, que lo advirtió, exclamó con su acento burlón y desapacible:

—¡Siga usted, señor don Carmelo!… ¿Por qué se calla al verme? ¿Estaba usted profetizando, como anoche, los milagros que haría esta tarde en la procesión el verdadero Niño de la Bola? Anoche no le respondí a usted porque tenía dolor de estómago; pero hoy debo decirle que el verdadero Niño es más supuesto que el falso, y, por consiguiente, menos capaz de hacer prodigios. ¡Figúrense ustedes que la venerada efigie del tal Niño está esculpida en madera de roble, y que una vez que se le rompió la mano en que lleva el mundo se la remendó por una peseta el carpintero de aquí al lado!…

—¡Esto no se puede sufrir! —gruñó el capitán, pidiendo una silla y sentándose en medio del corro—. ¡Yo no sé por qué viene uno adonde se dicen tantas insolencias y majaderías!…

—Tiene usted razón… Yo me voy… —dijo el alcalde—. ¡Estos diablejos lo comprometen a uno! Vamos, Martín… Y penetró en la casa de Ayuntamiento.

—¿Ves? —observó a Vitriolo el llamado Martín, discípulo suyo, muy de notar por lo flamante y moderno de su equipo—. ¿Ves? ¡El señor alcalde ha tenido que irse!… ¡Dices cosas demasiado fuertes!…

—¡Habló Judas! —gritó el farmacéutico—. ¡Camaradas! Ya os lo dije anoche… ¡Martín nos abandona! ¡Desde que lo han nombrado escribiente del Ayuntamiento, se ha vuelto beato!… ¡Hay que expulsarlo de nuestra comunidad! ¡El mejor día lo vamos a ver dándose golpes de pecho en las iglesias!

—¡Yo no soy beato, ni lo seré nunca! —respondió Martín muy amostazado—. Lo que nos pasa a todos tus amigos es que, como somos menos feos que tú, no aborrecemos tanto a Dios y se nos olvidan tus lecciones de impiedad. Quiere esto decir que, en mi concepto, tú eres de la clase de impíos más detestable que se conoce. No lo eres, en efecto, por espontáneas y tranquilas reflexiones filosóficas; ni tampoco por el sentimentalismo romántico de ciertos poetas; no como los respetables, y muchos de ellos honrados o felices, autores franceses que hemos, leído juntos, como Volney, Voltaire, Diderot, etc., sino pura y simplemente porque eres feísimo y malo; por falta de goces o de paciencia; por perversidad natural, como algunos reptiles y alimañas… En una palabra: si tú no hubieras nacido tan deforme, ya habrías tenido novia, tal vez te hubieras casado con ella, ¡y quién sabe si a estas horas serías el padrazo más creyente, más optimista y más religioso de la ciudad!… Pero, amigo, eres tan horrible y te dolerá tanto no haber encontrado todavía una mujer que te escuche, que, ¡vamos!…, me explico que no estés agradecido al Criador ni ames a tus prójimos como a ti mismo…

—¡Al Criador! ¡Al Criador! —repuso Vitriolo con amarga ironía. ¡Os repito que nos vende desde que le han dado ese plato de lentejas! Paco Antúnez…, llegas oportunísimamente… ¡Tú, que eres mi discípulo mayor, mi brazo derecho, mi brazo fuerte, mi brazo secular, cerrarás la puerta del templo (digo de la trasbotica) a ese caballero escribiente que ya fuma tabaco propio!

—¡Nada me importa no volver por aquí! —replicó el maltratado discípulo—. ¡Y ya verás cómo poco a poco se van yendo todos estos incautos a quienes pudres con tus doctrinas! En cuanto a lo demás, sepan ustedes, señores, que si Vitriolo aborrece tanto a la Dolorosa, consiste en que estuvo enamorado de ella y recibió calabazas… ¡o algo peor que calabazas!…

—¡Mentira! —gritó el boticario hecho un veneno—. ¡Fue muy al revés! ¡Yo no la quise cuando don Elías me la daba (enterrada en onzas)…! Pero bien sabe todo el mundo que soy amigo de don Antonio Arregui, y que su suegra manda aquí por todas las medicinas. Por consiguiente, eso que has dicho es una infame calumnia.

—Pues allí viene el que me lo ha contado esta mañana… —respondió Martín, señalando a nuestro Pepito, que asomó en tal momento por un arco de la plaza.

—¿Aquél? ¿Y quién es aquél? ¡Ah, Pepito! ¡Otro Judas! ¡Otro desertor como tú! ¡También asistía él antes a nuestra reunión, y era de los más calientes contra el bando apostólico! ¡Verán ustedes cómo ahora pasa de largo, sin mirar siquiera hacia aquí!… ¡Vendrá de adular al obispo, a ver si lo hace sacristán!… Señor don Carmelo, dígaselo usted de mi parte a su ilustrísima… ¡Dígale que Pepito no cree en Dios!… ¡Oiga! ¡Y qué compuesto sale tan de mañana!… ¡Nada! ¡No nos saluda! ¡Habrá trasto como él! ¡Sin duda irá a pedir un destino a la forastera del afrancesado, a esa prima vigésima de un marqués de mentirijillas, cuyo título no está en la Guía de forasteros!

—¡Cálmate! —le advirtió por lo bajo Paco Antúnez, mozo arrogante, honesto, limpio y simpático, bien que no menos republicano y librepensador que Vitriolo—. ¡Vas a disgustar a todo el mundo!

—¡No me calmo! ¡Estoy harto de padecer! —replicó el enemigo personal del Criador y de las criaturas—. ¡Miren cómo me ha puesto de frescas ese escribientillo, sólo porque dije que el Niño Jesús es de madera! Pues ¡de madera es! ¡Y si, en lugar de una cruz de plata hubiesen puesto una púa de hierro a la bola que lleva en la mano, tendríamos al mundo convertido en un trompo!

—¡No es mucho más grande que un trompo nuestro mezquino mundo, si se le compara con la inmensidad y con el poder de Dios! —exclamó gravemente el teólogo, creyendo que el sesgo del debate le favorecía para hacerse oír—. Si el mundo y el hombre no son de madera, son de barro…, y están hechos de la nada, como dice la Sagrada Escritura. La fuerza y santidad de ese Niño de palo, y de la cruz que ostenta ese trompo consisten en la moral que simbolizan y en el sacrificio que recuerdan; consisten en que ayudan a desarmar la ira, a templar la concupiscencia, a hacer al hombre, hombre…

—¡Y el que usted hable así consiste —interrumpió Vitriolo— en que es barbero del señor Obispo desde que Su Ilustrísima desempeñaba un pobre curato en Vizcaya!…

—¡A mucha honra! —contestó el familiar, conteniendo con su noble actitud las risotadas de unos y el movimiento de indignación y retirada de otros—. ¡Es muy verdad que sigo afeitando a mi señor y padre, el cual me sacó de la miseria cuando la guerra civil dejó pidiendo limosna a toda mi familia! Pero eso no quita que yo, yo, que sería muy capaz de ahogar a usted con las manos si no me lo impidieran mis ideas religiosas, me complazca en pedir a Dios que lo mire con misericordia en la hora de la muerte.

—¡Bien dicho, señor cura! —exclamó el capitán—. ¡Déme usted esos cinco!

—¡Palabras de carlista! ¡Estratagema de apostólico! —replicó el boticario—. ¡Por todas partes se va a Roma!

—¡Lo mismo me explicaría y procedería —repuso el teólogo— si fuera judío, moro o protestante! No, yo no defiendo aquí ahora ninguna religión determinada, sino la religiosidad en abstracto, el temor de Dios, el amor al hombre… En fin, lo perdono a usted, y me marcho. ¡Usted abrirá los ojos con el tiempo!

Vitriolo conoció que quedaba mal, y trató de detener al diácono, diciéndole a toda prisa:

—¡Defiende usted las tinieblas! ¡Defiende usted la Inquisición y el fanatismo! ¡Defiende usted la mentira, profesada como industria para tiranizar y explotar a los hombres! En cambio; nosotros, los filósofos, defendemos los fueros de la razón, la causa de la verdad, la despreocupación del entendimiento, la dignidad de la especie humana. ¡Nosotros no queremos que nadie viva engañado, ni sometido a las desigualdades de la suerte, en la esperanza de otra vida y de un cielo que no pueden existir, que no existen, que repugnan a la buena lógica, como lo demuestra el célebre dilema de Epicuro!…

Pero el teólogo no oía ya al farmacéutico, pues se había marchado efectivamente, dejándolo con la palabra en la boca.

La mayoría del público, y con especialidad las personas graves, comenzaron a desfilar también, renunciando a las decantadas ventajas de convertirse al ateísmo, con lo que pronto la tertulia quedó en cuadro…

—Pero ¡hombre! —arguyó entonces el capitán, encarándose con Vitriolo—. Suponiendo que todas esas infamias que usted dice sean ciertas, ¿qué adelanta con darnos tan malas noticias? ¿Qué pierde usted con que yo, en medio de mis reumas, de mi retiro forzoso, del atraso de mis pagas y del disgusto de conocer a muchos malvados como usted, me consuele esperando hacer en otra parte una campaña mejor que la de esta pobre vida? ¿Me equivoco? Pues ¡déjeme usted en mi dulce engaño! ¡No haga usted el oficio de Satanás! ¡Piense usted en sus ungüentos, y déjenos a nosotros con nuestros santos… de madera, que también nos sirven de medicina!

—¡Valiente modo de discurrir! —contestó el boticario—. ¡Bien se conoce que no ama usted la verdad, ni ha visto un libro por el forro! ¡Los militares fueron ustedes siempre oscurantistas, inquisitoriales, serviles!

—¡Vaya usted mucho enhoramala! —repuso el capitán, levantándose—. ¡Yo no soy servil! ¡Yo soy más liberal que usted! ¡Yo me he batido contra Napoleón y contra Angulema! Yo he derramado mi sangre defendiendo la independencia y la libertad de mi patria, hasta que, por viejo y achacoso, me dieron el retiro… Pero todavía soy capaz… En fin, no quiero incomodarme… Repito que hago una tontería en venir por aquí… ¡Todos sois unos impíos, unos luteranos, unos mocosos, que debíais estar en la cárcel!… Mas, ¡qué le hemos de hacer! ¡El mundo marcha así! Conque muchachos, ¡hasta luego!… Son las ocho, y voy a ver si me dan de almorzar.

Grandes carcajadas y burlas produjo en los mozalbetes el apóstrofe del veterano; y como en pos de él se marchase la poca gente de viso que ya quedaba en el corro, penetraron aquéllos en la botica, donde el maestro, atendida la especialidad de las circunstancias, les dejó meter mano al cajón del palo-dus, y hasta fingió no reparar en que algunos se empinaban las botellas del jarabe simple, del jarabe de corteza de cidra y del jarabe de altea.


Terminado el refrigerio, todos se fueron a sus casas a continuar almorzando, menos Paco Antúnez, a quien dijo Vitriolo:

—No se marche usted, señor jefe de estado mayor. Tenemos que hablar…

—¿Qué hay? —preguntó el mimado discípulo con aire de verdadero valiente—. ¿Qué dice la Volanta?

Vitriolo le contestó con suma afabilidad:

—La Volanta está en muy buen terreno. Tú sabes que fue una labradora muy acomodada, y que su afición al aguardiente la hizo caer en las garras del usurero don Elías, quien la dejó pidiendo limosna… Hoy le dan de comer Soledad y su madre, más bien por remordimiento que por caridad, de donde se deduce que ella las detesta con todo su corazón. En cambio, considerando que yo soy el abogado consultor de los pobres, que no voy a misa, y que le hago de balde ciertos ungüentos para sus oficios de curandera y de bruja, me quiere con toda su alma, ve en mí una especie de vicario del diablo, único Dios en que cree, y me cuenta todo lo que sucede en casa de la Dolorosa. Ahora bien: por tan seguro conducto he sabido que la señá María Josefa fue quien mandó anteanoche destruir la gran acequia de la fábrica, tan luego como se enteró de que llegaba Manuel Venegas, obligando así a marchar allá a Antonio Arregui, y ganando tiempo para entenderse con el burlado amante… La propia Volanta proporcionó el hombre que rompió dicha acequia, y ella también debía procurarme a mí hoy, según me ofreció anoche, esta misma u otra persona que fuese a la fábrica como por casualidad y participase a Antonio Arregui el regreso del Niño de la Bola. ¡Seis reales le di para ello!…

—Son tres leguas de ida y tres de vuelta… ¡No estuvo mal! —prorrumpió flemáticamente Paco Antúnez, encendiendo un buen trozo de lo que entonces se llamaba tabaco negro.

—No estuvo mal… —repitió Vitriolo—. Pero es el caso que todos los hombres a quienes ha propuesto el trato la Volanta recelan que se entere el Niño de la Bola, y ninguno se atreve a ir a la Sierra… ¡Ya ves qué contrariedad! ¡Son las ocho de la mañana, y es menester que el marido de la Dolorosa se halle aquí antes de la hora de la procesión!…

—La procesión es a las cuatro… —observó con frialdad Antúnez, chupando aquel veneno que tenía en la boca.

—¿Te atreverías tú a ir? —preguntó Vitriolo, afectando gran indiferencia.

—¡Yo no! —respondió inmediatamente el discípulo, con una gravedad impropia de sus veintidós años.

—Puedes fingir una cacería… —insistió Vitriolo—. Coges el caballo y la escopeta, y en dos horas estás allí… Arregui no podrá maliciar que vas ex profeso a darle la noticia.

—He dicho que no voy… —replicó Antúnez, mirando el humo de su cigarro.

—¿Temes que se lo cuenten a Manuel Venegas? ¿Te asustas tú también del Niño de la Bola?…

—No es eso, amigo Vitriolo. Te temo a ti; me asusto de tu ferocidad. Cualesquiera que sean mis ideas religiosas, o, mejor dicho aunque no me hayas dejado ninguna, yo no he nacido para matar con mano ajena. Yo no soy como tú, indiferente a la moral y a la política; yo amo el bien, aunque no crea en otra vida futura… Yo soy republicano de veras.

—Ya lo sé… y haces muy mal… —respondió Vitriolo—. Lo mejor es no ser nada.

Antúnez replicó en el acto:

—Para hablar así hay que principiar por donde tú principias: por aborrecer a la especie humana. Ahora bien: yo no la aborrezco; yo amo a los hombres y deseo su dicha, como lo desearon Catón, Bruto y Robespierre…

—Pues entonces, ¡fíngete cristiano!… —dijo Vitriolo, riéndose—. De esa manera podrás ofrecer dos bienaventuranzas a tus adorados prójimos, o sea una de presente y otra de futuro; una en esta vida y otra… donde cuentan los sacristanes.

—¡Yo no sé decir lo que no siento! —contestó el filántropo—. Y por eso precisamente me niego a ir a engañar a Antonio Arregui, ocultándole el objeto de mi excursión a su fábrica…

—Pero ¡tú olvidas lo que hablamos anoche! —exclamó Vitriolo muy apurado—. ¡Tú olvidas que si don Trinidad Muley empastela este asunto, la victoria será de las ideas místicas! ¡Dirá el clero, y repetirán las viejas, que ha habido milagro, como lo dijeron en 1832, cuando Manuel Venegas perdonó la vida a don Elías Pérez, la tarde de la famosa rifa! Contaba entonces don Bernardino, el sacristán de la parroquia, que si no ocurrió allí una muerte se debió a que don Trinidad se abrazó a la efigie del Niño del Dulce Nombre pidiéndole auxilio… hay más: la señá Polonia, el ama…, o la querida del cura… (no frunzas el entrecejo: admito que sólo sea su ama…) tomó de aquí pie para soltar la especiota de que la tal efigie, decidida protectora del hijo de don Rodrigo, le devolvió el habla cuando muchacho… ¡Todo esto es muy grave! ¡Antúnez! ¡O somos o no somos enemigos de la superstición! ¡Tu causa es la mía, aunque yo no sea republicano ni monárquico! ¡Hay que desvanecer esas patrañas! ¡Hay que evitar un nuevo triunfo de don Trinidad Muley!

—Desengáñate, Vitriolo… —contestó fríamente el republicano—. Lo que a ti te mueve en esta empresa no es la filosofía a que yo también rindo ferviente culto, sino el insensato amor que tuviste a la Dolorosa, convertido en odio mortal por haber ella obligado a un perro a comerse tu amartelada declaración… Yo ignoraba anoche tan divertido lance; pero esta mañana me he enterado de él, como todo el pueblo, por haberlo referido anoche el afrancesado a sus tertulios…

Vitriolo se retorció convulsivamente, y lanzó una especie de alarido… Irguióse luego, y dijo con dolorosa mansedumbre:

—No te lo negaré yo a ti, que eres mi ojo derecho… No te negaré, mi querido Paco, que también procedo a impulsos de ese rencor inextinguible… No te negaré que la felicidad de la Dolorosa me vuelve loco; ¡que necesito verla llorar tanto como yo he llorado, y que la ocasión es ésta! Pero ¡no por eso dudes de que, al propio tiempo que vengarme, quiero defender la santa impiedad, única gloria y consuelo de mi pobre existencia! ¡Sí! ¡Yo trato de evitar que los curas hagan creer a los necios en un milagro de las ideas religiosas que nos ponga en ridículo a todos vosotros y a mí! ¡Yo quiero libraros y librarme de una silba de todo el pueblo! Don Trinidad Muley, con sus limosnas, entretenimientos y gramática parda, es el levítico que más daño hace hoy en esta ciudad a la causa de la razón. ¡Hay que presentarle una batalla campal! ¡Hay que destrozarlo para siempre!

—En ese punto estás repitiendo palabras mías… ya que no por lo tocante a la persona de don Trinidad (que es un buen hombre sin malicia ni talento), en lo que respecta al verdadero bando apostólico… Pero entre combatir el error y hacer lo que ahora me pides; entre predicar uno sus ideas filosóficas o traer al matadero a un hombre de bien, hay mucha, muchísima distancia… Repito que no voy a la Sierra.

—Pues ¡no vayas! —exclamó Vitriolo con sumo desprecio—. Yo me las compondré sin ti.

—¿Irás tú mismo a buscar a Arregui? —preguntó irónicamente Paco Antúnez.

—¡Así pudiera cerrar la botica! Pero estoy solo, y no puedo moverme de aquí ni de día ni de noche. Por lo demás, ten entendido que yo soy el único hombre de este pueblo que no le teme al Niño de la Bola.

—Dos o tres veces te he oído ya decir eso mismo… ¿Quieres explicármelo?

—Tiene muy poco que explicar. ¡No le temo porque soy cobarde!

Y, al hablar así, Vitriolo se erguía con especial orgullo.

—¡Gran verdad has dicho! —exclamó Antúnez—. El mundo es patrimonio de los que no pelean; o, más bien, de los que no dan la cara… No hay quien corra menos peligros que un cobarde… ¡El desprecio de los valientes les sirve de escudo!… En fin… ¡Allá tú! Yo me retiro, con tu licencia.

El boticario suspiró melancólicamente, y murmuró, como hablando consigo mismo:

—¡Hay pocas naturalezas cabales!…

—¡Pocas! —repitió Antúnez.

—Con todo, ¡por algo seré yo vuestro jefe!

—Ya lo creo… ¡Y aun por algos!

—¿Estás pesaroso? —interrogó vivamente el farmacéutico—. ¿Piensas tú también abandonarme?

—Sí; pero es porque me voy a almorzar… —contestó el discípulo mayor sonriéndose con expresión indefinible.

Y se marchó muy despacio, dejando sumido a Vitriolo en dolorosas meditaciones.


El resto de la mañana fue, cual si dijéramos, una ampliación de la tertulia que hemos presenciado en la puerta de la botica. Tan luego como el vecindario acabó de almorzar, llenóse otra vez la plaza de corrillos y de paseantes, cual si allí se celebrara la gran fiesta del día, y no en el barrio de Santa María de la Cabeza. Contra la inveterada costumbre, muchas personas principales del pueblo, y desde luego todos los hombres de armas tomar o aficionados a ruidos y reyertas, dejaron de asistir a la solemne misa que en aquel instante se cantaba en la parroquia gobernada por don Trinidad Muley… «¿A qué ir —parecía decir e la gente—, cuando sabemos que Manuel Venegas está encerrado en esa Casa?» No apartaban, pues, los ojos de aquellos mudos balcones o de aquella inexorable puerta los grupos diseminados acá y allá, y hasta los mismos paseantes volvían la cabeza a cada momento para ver si daba señales de vida el albergue del infeliz recién llegado. Tenía aquello algo de la expectativa del público en una plaza de toros, cuando los aficionados bullen todavía en el circo, esperando a que se anuncie la salida de la fiera para quitarse de en medio y dejar a otros el cuidado de hacerle frente… O, más bien, era un caso igual al de los antiguos torneos… ¡Manuel y Antonio estaban como obligados a optar entre la pelea y la deshonra! ¡Sangre o rechifla!, parecía ser el estribillo del coro.

Llegó la hora de comer, las dos de la tarde, sin que se hubiese movido ni una mosca en casa de Venegas, no obstante haber estado dos veces llamando al portón el ama de don Trinidad Muley y otras dos un acólito de la parroquia de Santa María, y el público se retiró de la plaza…

Pero no habían transcurrido veinte minutos, cuando ya se hallaban de vuelta algunas personas… (¡Parcas fueron en el comer, o poco abastecida estuvo su mesa!). Otras regresaron algo más tarde. Acudió, por añadidura, mucha gente que no había estado allí por la mañana, y, con todo ello, la plaza acabó por parecer un animadísimo campamento… ¡Baste decir que varios mozos, y hasta algunos sujetos muy formales, hablaban ya de su firme propósito de no ir a la procesión si veían que Manuel no concurría a ella, y de pasar allí el resto de la tarde!

De pie a la puerta de su tienda de campaña, el general de aquel ocioso ejército…, quiero decir de pie a la puerta de su botica, el intrépido Vitriolo se restregaba las manos al ver que todos, por comisión o por omisión, estaban secundando su plan de batalla, y, a mayor abundamiento, daba instrucciones a sus ayudantes de órdenes para que sembrasen entre los corrillos las ideas más conducentes al triunfo de la ira sobre la paciencia, o, como él decía, «al triunfo de la razón sobre las preocupaciones»

De pronto cundió por toda la plaza una noticia que revolvió y barajó los grupos, formando otros nuevos y más numerosos, en que ingresaron los paseantes: ¡Pepa la peinadora acababa de cruzar por allí, diciendo que venía de rizar el pelo a la señora de Arregui en forma de tirabuzones iguales a los de la forastera, y que en aquel momento la dejaba vistiéndose de tiros largos para ir a la procesión en compañía de su madre!

No habían empezado los comentarios acerca de este grave acontecimiento, cuando ocurrió otra novedad, que puso el colmo a la agitación de la muchedumbre… ¡La puerta de la casa de Manuel Venegas se acababa de abrir, y Basilia, su ama de gobierno, estaba en el portal notificando al público que el hijo de don Rodrigo Venegas había comenzado a arreglarse, también para ir a la procesión del Niño de la Bola!

La alegría, el miedo y el entusiasmo de la multitud no tuvieron límites… Hubo hasta aplausos de la gente baja y silbidos y carreras de los pilluelos, advertido lo cual por el alcalde, y temiendo un motín o cosa parecida, aconsejó a todos, «por honor de aquella ciudad, antigua colonia fenicia y romana, y posteriormente corte de no sé qué rey moro, que se trasladaran a la carrera de la procesión, donde parecía más natural que estuviesen reunidas aquella tarde las personas decentes, y que allí esperasen con la debida compostura la llegada de su querido paisano Manuel Venegas, quien se alegraría mucho de poder salir de su casa como un hombre serio y formal, y no entre aquella especie de rebullicio.»

Penetráronse de estas razones los agitados grupos, y casi todos se disolvieron, o, mejor dicho, se encaminaron en masa hacia la parroquia de Santa María, cuyas alegres campanas anunciaban ya con su primer repique que apenas faltaba una hora para la procesión…

Sigamos nosotros al turbión de la gente, y trasladémonos también. A aquel apartado barrio, donde encontraremos muchas personas conocidas.

II. La procesión

Era una hermosísima y apacible tarde en que la primavera, vestida de andaluza, llenaba el cielo de esplendores y sonrisas, de cálidos besos el sosegado ambiente, y de fragantes rosas, no sólo todos los huertos y balcones de la ciudad, sino también el lustroso peinado de las doncellas y las manos de sus felices o desgraciados amadores.

Todavía faltaba media hora para la salida de la procesión, y la calle de Santa María de la Cabeza, a cuyo extremo inferior se halla situado el templo del mismo nombre, estaba ya hecha un patio del cielo, una antesala de la gloria, un verdadero Empíreo…, tal y como los nietos de Adán y Eva nos imaginamos y solemos representar semejantes excelsitudes desde nuestro confinamiento terrestre…

Quiero decir con esto que todas las ventanas tenían grandes colgaduras de coco, de zarza, de filipichín y hasta de damasco, en las cuales era fácil reconocer las colchas de novios de muchas generaciones, mientras que el suelo de la prolongada calle y de toda la carrera que había de llevar la procesión veíase alfombrado de verde juncia, de amarilla gayomba, de olorosos mastranzos y de otras campesinas hierbas… Las campanas de Santa María repicaban gozosamente por segunda vez, anunciando que ya se acercaba el momento solemne… Cohetes voladores reventaban a docenas en los aires, como notificando a los demás planetas lo que ocurría en el nuestro…, y el tambor de la Milicia Nacional daba golpes y redobles de atención y llamada, que hacían subir de punto la general expectativa.

Todas las ventanas y azoteas, y aun los mismos oblicuos tejados, estaban llenos de gente, sobre todo de mozas aderezadas y carilimpias, habiéndose reservado los balcones para las señoras y señoritas del centro de la ciudad, que ya ostentaban en ellos sendas mantillas o tocas de Almagro, peinados a la francesa y demás distintivos de su elevada alcurnia.

En la calle no se podía echar un alfiler; tan atestada se veía de artesanos vestidos de nuevo, de jornaleros vestidos de limpio y de caballeretes vestidos de moda. Hasta los regadores habían abandonado los campos, y encontrábanse allí apoyados en sus azadas, como dispuestos a volverá la interrumpida tarea en cuanto presenciaran el paseo triunfal del Niño de Dios. Algunos militares retirados (entre los cuales descollaba nuestro capitán) lucían su irreemplazado uniforme de la guerra de la Independencia, y a fe que era grato verlos embutidos en sus casacas de altísimo cuello, provisto de sudadero, que les rozaba la coronilla, con la ancha capona o larga charretera empinadas sobre los hombros, con el inflexible corbatín de ballena impidiéndoles fijar los ojos en el género humano, y con su morrión de carrilleras y descomunal campana, que no habría podido soportar el propio dios Marte… Por último, los bulliciosos chicuelos y los circunspectos milicianos (o sea los nacionales, que era como se llamaban allí entonces) se apiñaban en el atrio y gradas de la iglesia, para servir aquéllos de vanguardia y éstos de escolta a la venerada efigie del Niño Jesús, en tanto que el sol, enfilando de lleno la calle al bajar a Poniente, daba a todas aquellas cosa divinas, humanas y pueriles, un carácter glorioso, triunfante, santo, que, si distaba muchísimo de la beatitud eterna, diferenciábase también algo de las cotidianas luchas de esta vida.

La forastera, con traje negro, mantilla blanca y muchas joyas de escaso valor, ocupaba el balcón principal de una de las mejores casas de aquel barrio, balcón enorme, con balaustres de madera color de chocolate, que podía contener quince o veinte personas. Hallábanse, pues, también allí don Trajano, su esposa y todos sus tertulios, excepto nuestro amigo Pepito, que se contoneaba en la calle, frente por frente de aquella casa, para que la madrileña lo viese navegar por el mundo como todo un hombre y admirara de lejos su frac de tijera (refundición del único que había tenido su buen padre), su pantalón de color de avellana, su corbata celeste, su chaleco de mil flores y su colosal sombrero de copa… ¡El pobre ingenio parecía un mico vestido de máscara!

A don Trajano Mirabel le había dado aquella tarde por hablar de política, y traía mareado a otro señor de su edad, también moderado acérrimo, que solía formar parte de su tertulia; pero ni éste ni nadie tenían ya atención para otra cosa que para mirar a una hechicera mujer, adornada asimismo con mantilla blanca, que acaba de presentarse y tomar asiento en un balconcillo del entresuelo de la casa de enfrente.

—¡Es usted afortunada! —dijo doña Tecla a la prima del marqués—. ¡Toda la tarde vamos a estar viendo a la Dolorosa! ¡Allí la tiene usted…, con una mantilla como la suya!… ¡Jesús María, y cómo la mira la gente! ¡Ni que ella fuera la procesión!

En efecto: Soledad estaba allí, donde menos se la esperaba, en una casa humilde, en aquel peligroso balcón tan cercano al piso de la calle… ¡Casi confundida con la multitud, cuando habría podido disponer de todas las casas y de rodos los balcones del barrio!

—¡Qué temeridad! ¡Qué imprudencia! —decían algunos—. ¡Elegir ese sitio, estando en el pueblo el Niño de la Bola, y sabiendo que viene tan irritado!…

—¡Qué falta de consideración! ¡Qué descoco! —añadían algunas—. ¡Andar de fiestas estando ausente su marido! ¡Constándole que el otro piensa venir aquí!

—¡Confesemos que es muy valiente! —respondían los más tolerantes—. ¡Ella misma se lanza a la cabeza del toro! ¡Mirad qué cara tan serena y tan hermosa! ¡Mirad qué sonrisa tan altanera! ¡Mirad qué ojos! ¡Ninguna inquietud se lee en ellos! ¡Y, sin embargo, bueno andará su corazón!

—¡Ésa, ésa es la Dolorosa! —exclamaba al mismo tiempo don Trajano, dirigiéndose a la prima del marqués—. ¡Este golpe la retrata de cuerpo entero! ¿Sabe usted a qué viene aquí? ¡A desarmar a Manuel con su presencia, a hacerle una paz vergonzosa para Antonio Arregui; a jugar el todo por el todo! Ya dije a usted anoche que Soledad ama… hasta cierto punto, al intrépido Venegas. Yo soy viejo y conozco el pecado…

—¡Es usted atroz! —contestó agriamente la cortesana, cual si el jurisconsulto la hubiera sorprendido recorriendo con la imaginación, por cuenta de Soledad, aquel sendero pacífico, criminal y deleitoso.

Y luego añadió, quitándose los lentes:

—¡Pues, señor, declaro que esa mujer vale más de lo que yo me figuraba!… Aunque viste con mediano gusto y tiene una expresión hipócrita que da miedo, es muy bonita, muy graciosa y hasta muy interesante…

¡Que si lo era!… Permítasenos describirla por última vez… Permítasenos decir a qué extremo de hermosura había llegado la que conocimos inocente niña y púdica doncella, cuando la vemos ya convertida en mujer de veinticinco años, esposa y madre.

Soledad no pertenecía a la raza de las estatuas griegas. Su hermosura tenía más de gótica que de pagana, más de románica que de clásica, más de las creaciones de Schiller que de las de Ovidio, más atributos, en fin, de dama que de diosa. Así y todo, su conjunto era un primor de gracia, cuyas suaves líneas fluctuaban a veces entre la curva y el ángulo, dando mayor realce a los verdaderos hechizos femeniles. Ni se admiraba sólo la forma en aquella exquisita figura: la misma materia, cosa indiferente en la belleza gentílica, tenía en Soledad atractivo, y hablaba por sí propia a la imaginación. Era, en resumen, una de esas mujeres finas y nerviosas (a quienes erróneamente se suele llamar espirituales o ideales), cuyos encantos corpóreos no se limitan al dibujo, al modelado exterior, a la belleza plástica, como en las beldades olímpicas, sino que residen y se aprecian en la totalidad del ser físico, en su índole y naturaleza, en la calidad de la masa, así en lo que de ellas puede ver el escultor, como en lo que adivina el fisiólogo: mujeres verdaderamente materiales y terrenas, mucho más humanas que esas macizas cariátides sin magnetismo, que parecen modelos de contorneada arcilla: ¡elásticas serpientes, en fin, de piel dócil y lúbrica, de carnes precisas y delicadas, de huesos cálidos y endebles, de sangre rápida y fluida, que viven y huelgan en el fuego, como se cuenta de las salamandras!

El rostro de la Dolorosa acrecía el profundo interés y ardiente curiosidad que ya despertaba en el ánimo la traza de su lánguida y voluptuosa contextura. Acuella palidez inalterable y llena de vida; aquellos ojos amantes y altivos a un propio tiempo; aquellos labios sensuales y desdeñosos; aquel sentimentalismo del concierto de sus facciones, tan incompatible con la adocenada vida que llevaba pacientemente la casual esposa de un hombre vulgar, o, cuando menos, prosaico; todas estas contradicciones de su ser y de su existencia, expresadas vagamente por el semblante, hacían que la callada joven cautivara la imaginación y el deseo, como trágica y misteriosa esfinge, guardadora de peregrinos secretos.

Dicho se está que casi ninguna de estas sublimidades pasaban por las mentes a aquellos semiafricanos que devoraban con la vista a Soledad: mas no por ello se les oscurecía la sustancia de cuanto acabamos de exponer, ni envidiaban menos, en hipótesis, al feliz mortal que sacase de su forzosa perdurable apatía a la malograda heroína de amor; lo cual equivale a decir que envidiaban en futuro contingente a nuestro amigo Manuel Venegas, presunto dueño efectivo de aquel corazón encarcelado.

Por lo que respecta a Luisa y al señor de Mirabel, estaban muy al tanto de todo, a fuer de doctores en materias de arte, vicio y sentimiento, y profundizaron aquella tarde mucho más allá que hoy mi tosca pluma en el análisis físico-poético-moral de la Dolorosa.

De pronto advirtióse en los grupos un gran movimiento, que muy luego se propagó a ventanas y balcones, como si ocurriese alguna extraordinaria novedad… ¿Qué motivaba aquel oleaje de la muchedumbre? ¿Iba a salir la procesión? ¿Se había suspendido? ¿Acontecía alguna desgracia?

No; era que Manuel Venegas acababa de aparecer en lo alto de la calle de Santa María; era que avanzaba hacia la parte concurrida de ella, precedido de una escuadra de bullidores muchachos y escoltado a respetuosa distancia por media docena de valientes de segundo orden; era que llegaba el héroe del día.

Casi toda la gente se apartó de las inmediaciones de la iglesia, y fue extendiéndose calle arriba para gozar más pronto de la presencia del joven sin ventura, el cual marchaba, entre tanto, sosegadamente, sin mirar a nadie, con la cabeza un poco inclinada, y divirtiéndose al parecer en agitar con el bastón las olorosas hierbas que alfombraban el suelo.

No podía decirse, sin embargo, que le fuera indiferente el público, cuando tanto se había acicalado y compuesto en medio de sus penas, para presentarse dignamente a él. Los moros son siempre vanidosos y artistas, y acuden a las batallas con sus mejores ropas y todo el posible boato, viendo tal vez una fiesta en el peligro… La mencionada tarde vestía Manuel como un novio, como un triunfador, no como un hombre que acaba de ser desarraigado de la vida y sólo espera ya marchitarse y morir… Todo su traje era de rica seda negra sin brillo, con alamares del mismo color y muchos botones de plata mate; lucía un magnífico sombrero de jipijapa, de forma chamberga, al uso de ultramar; hermosos brillantes relumbraban en sus dedos y en la bordada pechera de la camisa, y pendía de su cuello una larga y muy gruesa cadena de oro, que iba a perderse debajo del ceñidor chinesco liado a su cintura, sirviendo, indudablemente, de sostén a un soberbio reloj, digno de tan fastuoso indiano.

Con mayor evidencia hubiera podido asegurarse que nuestro joven, contra su antigua costumbre, llevaba consigo un arma, y que esta arma era un puñal; pues a muy poco que se observaba, veíase dibujar su rígido bulto bajo la sarga de la chaqueta… Por lo demás, si aquellos viajeros que veinticuatro horas antes le saludaron en lo alto de la sierra vecina lo hubiesen visto en tal momento, habríanse espantado y hasta condolido del profundo cambio que se advertía en su noble rostro… ¡Una horrorosa contracción atirantaba todos sus músculos; despedían sus ojos una luz torva y rojiza como los del león durante la cuartana, y la más lúgubre tristeza tendía su velo de muerte sobre aquellas varoniles facciones! ¡Tristeza desesperada y terrible, no quejumbrosa y vehemente como la sed y el ansia de consuelo, sino fija, muda, petrificada, irremediable, muy más amenazadora en su serenidad que todos los arrebatos de la ira!

Las gentes de la calle no se atrevieron al principio más que a saludarlo a distancia, diciéndole un «¡adiós, Manuel!» tan natural y corriente como si no hubiesen pasado ocho años desde su última entrevista, a lo cual respondía el joven llevándose la mano al sombrero, sin pararse a ver de quién se trataba…

Un poco más adelante, ya osaron algunos acercársele y detenerlo, alargándole la mano y preguntándole por la salud. Eran —decían— antiguos amigos suyos…, y entre ellos reconoció a aquel matón a quien tuvo que romper el brazo derecho. Otros se denominaron sus condiscípulos… (¡cuando sabemos que nuestro héroe no había asistido a más escuela que al despacho de don Trinidad Muley!). Y hasta hubo alguien que se le presentó a título de hermano de leche, ignorando sin duda, que el joven fue amamantado por su propia madre.

Manuel contestaba a todos en las menos palabras posibles, y seguía su interrumpida marcha, pero rara vez dejaba un grupo, para entrar en otro, sin preguntar antes al oído a la persona que le inspiraba mayor confianza:

—Dígame usted… ¿Cuál es Antonio Arregui?

—No está aquí… No ha venido… Dicen que se marchó ayer… Se le aguarda de un momento a otro… —le habían respondido ya cuatro interrogados, con un aceleramiento y un temblor que denotaban complicidad mental con el pavoroso alcance de la pregunta.

A todo esto, penetraba ya nuestro protagonista en lo más concurrido de la calle, o sea en el trozo de ella que había de recorrer la procesión, la cual se dirigía luego por una calle transversal en busca de cierta antigua mezquita, a la sazón ayuda de parroquia, donde tendría término la fiesta…

Las mujeres más presumidas echaban todo el cuerpo fuera del balcón para verlo pasar… Pero él no había levantado la cabeza ni una sola vez. ¡Indudablemente no sabía, ni podía ocurrírsele, que Soledad hubiese ido a la procesión…, que estuviese algunos pasos más allá…; que pronto la vería, después de ocho años de ausencia, no separados ya sus corazones por las olas del Océano, sino por otro abismo más profundo!

El airado Venegas miraba únicamente a la calle, a los hombres, buscando a aquel Antonio Arregui a quien no conocía, pero a quien juzgaba obligado a hacerle frente, a presentarse en aquella palestra, a concurrir al duelo público para que fue emplazado ocho años antes en términos generales y colectivos, y cuya citación le habrían notificado personalmente todos los hijos de la ciudad el día que se atrevió a casarse con la Dolorosa. Manuel iba allí como mantenedor de aquel desafío… ¡Caso de honra era para el amenazado consorte acudir a la demanda, no ocultarse, no obligar al provocador a ir a buscarlo en su escondite!

Entiéndase bien que nada de esto lo decimos nosotros; el público y el propio Manuel eran los que discurrían así aquella tarde. Por lo demás, todos seguían parando y saludando al intrépido joven, sin atreverse a tocar las heridas de su corazón, pero aventurándose ya a dirigirle preguntas asaz impertinentes…

—¿Conque vienes tan rico? —habíale, por ejemplo, interrogado alguno.

Manuel sonrió desdeñosamente, y no se dignó contestar.

Entonces le habló de usted la misma persona, preguntándole:

—¿Y viene usted por mucho tiempo?

—¡No sé! —contestó el desgraciado, volviéndole la espalda.

Algunas personas graves y de posición incurrieron también en la debilidad de acercársele a curiosear en su dolor, en su desesperación y hasta en su bolsillo…

—Es menester que nos ayudes a gobernar la población —díjole un concejal—, y que para ello compres fincas que te den la calidad de elegible. El Ayuntamiento necesita hombres como tú… ¿Te atreverías con la cortijada del Morisco? Cien mil duros piden por ella…

—Muchas gracias. Veremos… —respondió Manuel.

—¡Yo me comprometo a hacerte alcalde! —exclamó otro regidor: el mismo, según noticias, que había ofrecido aquella vara a Antonio Arregui.

Manuel saludó con finura.

—Pero antes —dijo un tercero, apuntándole ya al corazón— será preciso que te establezcas, que tomes estado, elijas mujer… Digo… ¡porque supongo que no te has casado por esos mundos!

Venegas lo miró de pies a cabeza, helándolo de terror, y le dijo melancólicamente:

—No sé quién es usted, pero le compadezco.

Y continuó bajando la calle.

A los pocos pasos vio el joven entre la multitud a nuestro amigo el Capitán, y acto continuo dirigióse hacia él —cosa que no había hecho con nadie— y le tendió respetuosamente la mano, mientras que con la otra se quitaba el sombrero.

El viejo agradeció mucho aquella significativa excepción, y sólo halló fuerzas para decirle, con los ojos arrasados en lágrimas:

—¡Tienes buena memoria!

—Y buena voluntad —le respondió Manuel afectuosísimamente, apretándole de nuevo la mano.

Y prosiguió su interrumpida marcha, muy complacido de aquel encuentro.

Pasó, en fin, por enfrente del balconcillo en que se hallaba Soledad; y, como si algún misterioso instinto o fuerza superior lo determinara, se paró maquinalmente en aquel punto, eligiéndolo para ver desfilar la procesión.

El público lanzó un gran resoplido de contento… y de sobresalto.

Y muchas miradas se dirigieron a las bocacalles en demanda de Antonio Arregui, única persona que faltaba ya para que el drama fuese completo…

La forastera, debajo de cuyo balcón se había detenido el joven, seguía entre tanto el prolijo estudio que de su figura comenzó a hacer desde que lo vio asomar, y decía a su colega don Trajano, sin quitarse los lentes de los ojos:

—¡Hermoso hombre! ¡Es una estatua vestida de andaluz, bien que no de majo ni de torero!… Los perfiles americanos del traje poetizan mucho su persona… ¡Qué torso! ¡Qué cuello! ¡Qué cara! ¡Es un modelo de belleza masculina! No sé a quién compararlo… Para Apolo es demasiado fuerte, y para Hércules demasiado esbelto… Lo compararé, pues, con el David de Miguel Ángel. ¿Ha estado usted en Florencia?

—No, señora —balbuceó don Trajano, muy confundido, pensando quizá en sus largas piernas y peraltados hombros, que ni en la juventud fueron esculturales.

En el ínterin, la atención del público había dejado a Venegas para acudir a Soledad…

Ésta no se movía ni pestañeaba; parecía mirar al cielo o a los tejados de la casa de enfrente; pero ¡demasiado sabría que Manuel se hallaba allí, delante de ella, a pocos pasos de distancia!… Los movimientos de la muchedumbre; las conversaciones de la calle, que subían hasta el balcón; la madre tristísima, la pobre señá María Josefa, sentada a su lado como una mártir; sus propios ojos, en fin, dotados, según ya sabemos, del don de ver aun aquello que no miraban…, se lo habrían dicho desde el primer momento. Mostrábase, sin embargo, enteramente tranquila, y hasta se la vio sonreír graciosamente en contestación a no sé qué cosa que su atribulada madre le dijo en ademán de súplica. ¡Era digna hija de aquel hombre que, sorprendido una tarde por el furibundo Niño de la bola junto a cierta fuente del campo, no se movió, ni se dio por entendido de su presencia, ni hizo nada por evitar una muerte casi segura!

En esto, y cuando algunas personas estaban ya procurando mañosamente que Manuel alzase la vista y reparase en Soledad, comenzó el tercer repique de las campanas de Santa María; nuevos cohetes volaron y crujieron en el aire, sonó un largo redoble de tambor, seguido del acompasado toque de marcha, y viéronse salir de la iglesia, y formarse, y ponerse en ordenado movimiento, banderas, luces, cofrades, monaguillos… La procesión estaba en la calle.

Aquel jubiloso estrépito, aquel animado y solemne espectáculo, los cantos religiosos que principiaron luego, toda aquella reproducción de escenas de mejores días, impresionó bruscamente a Manuel, haciéndole erguir la cabeza y mirar a todos lados, como buscando aire de vida y de salud para su corazón, que se ahogaba, según lo demostró el hondo suspiro que lanzó al fin de su oprimido pecho…

Y entonces fue cuando el desgraciado vio relucir en el balcón de enfrente la impertérrita figura de Soledad…

¡Era ella!… No cabía duda… ¡Era su cara de ángel!… ¡Eran sus ojos, que no le miraban a él, pero que seguían iluminando y embelleciendo el mundo!… «¡Soledad!…», estuvo para gritar el infeliz, loco de dicha, en el primer arrebato de su pasión…

Pero, ¡ay!, no… ¡No era ella! ¡No era Soledad! ¡Era la mujer de otro hombre, la mujer de un desconocido, llamado Antonio Arregui!… ¡Era la impura renegada del amor!… ¡Era la sacrílega que había escupido en mitad del corazón al más fino y consecuente amante! ¡Era la traidora que le había dado muerte por la espalda, en la ausencia, sobre seguro, cuando más confiado y tranquilo batallaba en remotos climas por obtenerla, por llamarla su esposa, por alcanzar la dicha de ser su esclavo! ¡Era el execrable demonio de su vida! ¡Era la envenenadora de su alma!

Esto decía el rostro de Manuel… Esto decía su corazón, asomándose a los espantados ojos, para ver si efectivamente Soledad se atrevía a estar en aquel balcón, vestida de gala, tomando parte en una fiesta, mostrándose a la luz del sol, ¡después de lo que había hecho!…

Y lo veía y no podía explicárselo… Y el creciente furor de su nunca domada soberbia iba rayando en verdadera locura…

¿Cómo no temblaba la inicua? ¿Ignoraba que había llegado su juez? ¿No se lo había dicho su madre? ¿No sabía que él estaba allí, enfrente de ella, esperando al imbécil que se creía su esposo, para coserlo a puñaladas delante de todo el pueblo? ¿No sabía que ella misma, su antigua reina y señora; ella, que no se dignaba mirarle, y parecía desafiarlo con su indiferencia; ella, que lo seguía insultando con aquella mundana mantilla blanca y con aquella vil hermosura entregada a otro, se hallaba también en el caso de temblar por su propia vida?…

Ni ¿a qué tardar? ¡Un salto bastaba para encaramarse al balcón!… ¡El puñal vibraba sediento de sangre a cada latido de su pecho!… Ya lo había apretado varias veces con el brazo contra su corazón, como a un fiel amigo… Además, «Antonio» (¡que era como le llamaría la pérfida!) estaba ausente…, había huido… Todos acababan de asegurárselo… No era, por tanto, ocasión de pensar en matarlo a él… ¡En quien había que pensar por de pronto era en ella, en la sierpe que seguía azotándole el alma; en aquella insolente y contumaz pecadora que, solazada y divertida en ver avanzar la procesión, no se curaba de los oportunos ruegos de su madre ni de las señas con que el mismo público empezaba ya a decirle que corría peligro, que se retirase de la ventana, que Manuel iba a acometerla de un momento a otro…! ¡Y también había que pensar en aquel mismo obsequioso público, pendiente de las acciones de él; en aquel amable gentío que no dejaba de mirarlo con anticipado asombro; en aquellas tres mil personas esperanzadas en algún arranque extraordinario, digno del hijo de don Rodrigo Venegas, propio del antiguo Niño de la Bola, adecuado a sus amenazas de otro tiempo, en consonancia con la general inquietud que hacía veinticuatro horas reinaba en la población!… ¡No más vacilaciones! ¡La fatalidad lo había escrito! ¡Manuel Venegas tenía que matar a la Dolorosa!

Pero la procesión había avanzado mientras tanto, y ya desfilaba entre Soledad y Manuel, incomunicándolos en cierto modo…

Tuvo, pues, el joven que contenerse, sin que por ello cesara su furia…

Y de esta manera vio pasar ante sí, como fantásticas visiones que se mofaban de su amoroso delirio, los históricos estandartes del tiempo de la Conquista, los ciriales de la parroquia, los muñidores con sus pértigas de metal, las devotas que cumplían promesa yendo descalzas, los labriegos con sus capas de paño de Ohanes, los cofrades con sus escapularios y veneras, los nacionales con sus morriones colgados a la espalda, los músicos con sus piporros o bajones, los chantres con sus papeles de música, los acólitos con sus incensarios… El Niño de la Bola, el Niño Jesús, el Niño del Dulce Nombre, debía de hallarse muy cerca…; tan cerca, que ya sonaban las argentinas campanillas de sus andas, ya fulguraban sus cien luces, ya se respiraba el aroma de los pebeteros.

Manuel no había mirado todavía a la linda efigie a quien tanto amó en su niñez y en su adolescencia… En cambio, Soledad no apartaba de ella la vista, recordando sin duda los años en que aquel trono de flores, de frutos y de blancas palomas vivas, donde iba de pie el lujoso Niño, se debía a los exclusivos cuidados y obsequios del hombre que tanto la había amado, que tanto la amaba, que tan infeliz era en aquel instante… Ello es que, con gran asombro de todo el mundo, la hija de don Elías empezó a desconcertarse, a conmoverse, a aturdirse, y que un ligero temblor agitaba sus ojos y sus entreabiertos labios, cual si estuviese a punto de llorar… ¡Entonces sí que todos la hallaron hermosa! ¡Entonces sí que parecía una Virgen de los Dolores!

La emoción general era también extraordinaria…

El público estaba en uno de sus fugitivos momentos de inspiración y generosidad… Debiérase a la Providencia o al acaso, concurría allí tal cúmulo de circunstancias patéticas, que el gran poeta y artista llamado Pueblo había recobrado su majestad soberana y comenzaba a sentir noble y piadosamente…

Pasaron al fin las andas entre Soledad y Manuel…; y como ella las iba siguiendo con los ojos, y él no separaba los suyos del semblante de la beldad, aconteció que sus miradas se encontraron; que se estableció entre ambos jóvenes una corriente invencible de amor y simpatía, y que el presunto matador y la presunta víctima no pudieron ya dejar de contemplarse desatinadamente, con adoración, con fanatismo… ¡Es decir, que vio Manuel a un mismo tiempo, amalgamadas y confundidas, la imagen del Niño Jesús, de su ídolo de tantos años, y la imagen de su otro ídolo caído, de la atribulada Dolorosa, quien había comenzado a llorar desconsoladamente, y que lo miraba al través de un río de lágrimas…!

¡Ah! ¡Llorar ella! Era cosa que jamás se había visto y que nunca se hubiera creído. «¡Llorar ella!», se decía asombrado el público… ¡Llorar ella!, clamaban las entrañas del fanático amante, del noble y sensible Venegas, del hombre tierno y generoso, que sólo era fuerte contra el obstáculo, que sólo era duro contra la rebeldía… ¡Llorar su adorada! ¡Llorar por él! ¡Llorar en presencia de tantas gentes! ¡Llorar aunque sólo fuese de miedo! ¡Llorar… acaso de cariño y pena, al verse ligada a otro hombre y aborrecida por el que siempre fue dueño de su alma! ¡Llorar su querida, estando él en el mundo!

Un alarido de infinito amor, de piedad inmensa, brotó del corazón del hijo de don Rodrigo, y arrebatado por no sé qué heroica locura, que a todos recordó la muerte del padre, el temerario joven se abalanzó hacia el balcón, sin saber lo que hacía, como para consolara Soledad, como para que lo perdonase, como para defenderla contra sí mismo, como para arrebatársela al usurpador, llamado esposo, que daba origen a aquellas lágrimas…

Pero este cambio había sido tan repentino, que la procesión se interponía aún entre los dos amantes… Ya habían pasado las andas… Mas en aquel momento pasaba el palio…

Debajo del palio penetró, pues, el mísero, al dejarse llevar de aquel amoroso impulso…

¡Que la mata! —habían clamado entre tanto mil personas, creyendo que el furor y la muerte iban con Manuel…

Y Manuel, que oyó este horrible grito, ya calumnioso; Manuel, que no quiso dejar ni un instante al público en aquel bárbaro error; Manuel, que vio todavía arrodillada mucha gente ante la santa efigie, arrodillóse también de pronto, en medio de su veloz carrera, fingiendo, con la rapidez y la astucia propia de los dementes, un tardío homenaje al Niño de la Bola.

Quedó, por tanto, guarecido bajo el sagrado toldo aquel frenético, que a todos les pareció ya un pecador arrepentido… Así lo decía el ufano semblante de los portadores del palio… Así lo decía la emoción religiosa del concurso… Y como a todo esto la procesión se había parado, contenida y revuelta por tan dramáticos accidentes, hubo tiempo de que la multitud, en renovadas olas, acudiese a contemplar el maravilloso espectáculo que ofrecía aquel hombre salvaje y feroz, aquel que poco antes fue calificado de asesino, aquel furioso que traía asustada desde la víspera a toda la ciudad, postrado ya debajo de las andas del Niño Jesús, abatida la frente, oculta la faz entre las manos, en aparente actitud de la más humilde penitencia…

En poco estuvo, sin embargo, que se desvaneciera la ilusión del público y se conociese que Manuel no era en aquel instante un pecador contrito, ni mucho menos… Lo decimos porque entonces ocurrió que la madre de la Dolorosa y la dueña de la casa trataron de quitar del balcón a la angustiada joven, próxima a perder el conocimiento, visto lo cual por Manuel desde el suelo, en que mañosamente estaba acechando la ocasión de proseguir su amoroso avance, sintió de nuevo vértigo de furor y de locura, irguióse, no del todo y con mucha cautela, y deslizó un pie en aquella dirección, como el tigre adelanta las manos para dar el salto…

—¡Detenedlo! ¡Detenedlo! —exclamaron, haciéndose hacia atrás, las dos o tres personas que, por estar más cerca, pudieron ver que se levantaba—. ¡Detenedlo, que no se ha calmado!

Manuel arrojó a los que tal decían una mirada y una sonrisa espantosas, y, sin acabar de erguirse, y volviendo la cara a un lado y otro, como para impedir que lo detuviesen, avanzó resueltamente hacia el balcón…

Pero entonces oyó tronar sobre su cabeza una voz terrible, que le decía con indignado acento:

—¿Adónde vas, desgraciado? ¿Por qué no quieres verme? ¿Qué daño te he hecho yo con amarte?

Y al mismo tiempo vio que una especie de montaña de oro le cerraba el camino interponiéndose entre él y la casa que iba a asaltar.

Era el corpulento don Trinidad Muley, el cura de Santa María, el preste de la procesión, revestido con capa pluvial de tisú de oro y plata, hecha como de molde para lucir sobre tan amplia y majestuosa figura.

Manuel, en medio de su delirio, lanzó un sollozo de amor y melancolía al encontrarse cara a cara con el digno sacerdote, con su antiguo protector, con su segundo padre, con el ser a quien más debía en el mundo, y le besó las manos y el rostro, entre exclamaciones de entusiasmo y tiernas lágrimas de la multitud.

—¡Déjame! ¡Aparta! —decía entre tanto el experto don Trinidad—. ¡La procesión no puede detenerse! ¡Te repito que eres un ingrato! ¡Cerrarme la puerta de tu casa! ¡Desairarme delante de todo el pueblo!

En el ínterin, Soledad y su madre habían desaparecido.

—¡Perdón, señor cura! —balbuceó Manuel, avergonzado de haber ofendido a su bienhechor.

—¡Déjame! ¡No quiero verte! —replicó don Trinidad, fingiéndose cada vez más furioso.

—No me rechace usted, señor cura… —insistió el joven—. ¡Piense que soy muy desgraciado! ¡No aumente mi desesperación con sus desprecios!

—Pues entonces…, ¡agárrate y sígueme! —contestó su antiguo padrino—. Pero cállate ahora… Aquí no se puede hablar… ¡Señores! ¡Adelante con la procesión!

Y, al decir esto, el párroco alargaba a Manuel un pico de su capa pluvial, de cuya fimbria se cogió maquinalmente aquel pobre enfermo, tan necesitado de verdadero cariño.

Y la procesión se puso en marcha; y en pos de ella iba don Trinidad Muley cantando estentóreamente y mirando de reojo a Manuel para que no se soltase; y en pos de don Trinidad caminaba el terrible joven asido a la sacra vestidura; y en pos de la rescatada oveja (frase de don Trajano) bullía un gentío inmenso, que gritaba:

—¡Milagro! ¡Milagro!… ¡Viva el Niño Jesús!


—¿Qué diablos es eso? —preguntaban en tanto muchas personas desde los balcones más distantes.

—¡Qué ha de ser! —respondían desde la calle algunas voces—. ¡Que Manuel Venegas iba a matar a la Dolorosa, cuando de pronto ha caído de rodillas debajo de las andas del Niño Jesús, y luego ha echado a andar piadosamente detrás de la procesión!… ¡Mírenlo ustedes! ¡Allí va…, cogido de la capa de oro de don Trinidad Muley!

—¡Mentira! ¡No ha pasado así! —exclamaban los discípulos de Vitriolo y los catecúmenos que ya tenía en aquel barrio—. Lo que ha sucedido es que la Dolorosa se ha echado a llorar al ver a su antiguo adorador; que el padre cura ha dicho a éste cuatro frescas por no haberle querido recibir hoy, y que, de resultas de lo uno y de lo otro, nuestro perdonavidas se ha ido detrás de su antiguo amo como un doctrino, como un borrego, como el último acólito de la Parroquia… ¡Éstos son los valientes! ¡Mucho ruido, y luego… la nada entre dos platos!

—¡Conque ha llorado la Dolorosa! —decía la parte neutra del coro—. ¡Mala señal para Antonio Arregui! ¡Los primeros amores son los que privan! ¡Veréis cómo todo esto concluye por donde debió empezar: por entenderse los dos enamorados, y por irse Antonio Arregui a la Rioja! ¡Lástima de fábrica! ¡Hacía un paño tan bueno y tan barato!

En tal momento, es decir, cuando la procesión estaba ya en la calle de Santa Luparia, y Soledad y su madre se habían marchado por excusadas callejuelas, y todo parecía terminado por aquella tarde, notóse gran agitación en lo hondo de la calle de Santa María.

—¡Antonio Arregui ha llegado! ¡Antonio Arregui viene! ¡Antonio Arregui está ahí!… Miradlo… ¡Aquél es! ¡Y qué cara trae! —decían en voz más o menos baja muchas personas, señalando a un hombre de buena presencia, que avanzaba muy de prisa por en medio de la calle, con la faz descompuesta por la indignación, seguido de algunos pilluelos, y fijos los ojos en la casa donde Soledad y la señá María Josefa habían pasado la tarde.

Y entonces fue de ver la maestría con que el público se reparte los papeles y funciona en tales casos sin previo acuerdo. Mientras que unos paraban al furioso riojano y le referían exactísimamente todo lo ocurrido, advirtiéndole que su mujer y su madre política se habían marchado ilesas, y rogándole con cierta sorna que fuera prudente y se encerrase en su casa…, otros echaban calle arriba, a fin de alcanzar a Manuel Venegas y ponerle al tanto de la novedad, con ánimo, sin duda, de acabar también pidiéndole hipócritamente que se dejase de terquedades y trapisondas, y evitara un desagradable encuentro con el irritadísimo esposo de la infortunada hija de don Elías Pérez…

Por fortuna, no faltaron en el concurso algunas almas caritativas mejor aconsejadas, que corrieran más que éstos últimos y dijesen oportunamente cuatro palabras al oído a don Trinidad Muley…

—¡Corred, muchachos! —gritó entonces el cura a los portadores de las andas—. ¡Vamos, vamos!, que está oscureciendo… ¡Más de prisa aún, perezosos! ¡Basta por hoy de procesión! ¡Y tú, Manuel mío, no te sueltes!… ¡Este diantre de capa pesa mil arrobas, y tú estás ayudándome a llevarla!

Tomó, pues, la procesión un paso como de fuga. Los de las andas, arengados incesantemente por don Trinidad, lo atropellaban todo, sin respeto alguno al orden de la comitiva: los del palio corrían detrás de las andas, midiendo con las varas el suelo a grandes trancos, y sacerdotes, monaguillos, seises, bajonistas, cofrades, público y escolta formaban un barullo indescriptible.

—Pero ¿qué ocurre? ¿Por qué corren ustedes tanto? —preguntaban los muñidores, esgrimiendo sus pértigas.

—¡Nada! ¡Nada! ¡Adelante! —respondía don Trinidad Muley, echando los bofes.

Y, no muy seguro aún de que bastase a su propósito aquella gloriosa huida, llamó al septuagenario capitán, que marchaba detrás de él representando al ejército: le refirió al oído lo que pasaba en la otra calle, y terminó diciéndole a media voz:

—¡En último extremo, tire usted de la espada!… ¡Pero, por Dios, no pegue usted a nadie más que de plano!

Dichosamente, Manuel iba tan ensimismado y abatido, que no reparaba en ninguna de aquellas cosas, y se dejaba llevar por el padre de almas como un ciego por el que ve.

—¿Saben ustedes la novedad? —exclamó en tal punto un discípulo de Vitriolo, que llegaba a escape en aquel momento y había conseguido acercarse a Manuel Venegas.

—¡Calla o te estrangulo! —rugió sordamente el capitán, echándole mano al pescuezo y arrojándolo de aquel sitio.

Y, pretextando luego que no podía andar tan de prisa, se cogió fuertemente del brazo izquierdo de Manuel, sin perder de vista al feroz discípulo de Vitriolo.

Quedó, pues, nuestro héroe incomunicado con el público; y, de este modo, llevado a remolque por el virtuosísimo cura y remolcando él al honradísimo capitán, penetró al fin en la capilla de Santa Luparia, donde, por pronta providencia, lo encerró don Trinidad Muley con llave y cerrojo en un reducido despacho dependiente de la sacristía…

Hízolo a tiempo. Un minuto después llegaba Antonio Arregui, seguido de muchas personas, al pórtico de la capilla, en demanda de Manuel Venegas…

Pero se encontró con el revestido sacerdote, que le aguardaba ya sin temor alguno, y que le dijo majestuosamente:

—¡Alto, señor don Antonio! ¡Mi hijo está en sagrado!… Usted acaba de hacer, con venir aquí, todo lo que cumple a un hombre de honor y de vergüenza… ¡Márchese tranquilo a su casa, adonde yo iré a buscarle mañana temprano, si Dios quiere!

Y, volviéndose a la multitud, añadió con destemplado acento:

—Ustedes…, ¡a sus negocios! ¡A cuidar de sus hijos, que harto lo necesitan, y dejen en paz a los desgraciados!

Antonio Arregui besó la mano al magnánimo cura sin contestar palabra, y se marchó tranquilamente.

Los grupos se retiraron también poco a poco, elogiando en voz alta la prudencia y sabiduría del famoso don Trinidad Muley, y pensando al propio tiempo en el peligrosísimo baile de rifa de la siguiente tarde, como el jugador que ha perdido piensa en el desquite.

Y pronto no quedaron más que recuerdos de la inolvidable procesión de aquel día, como del fulgente sol que había iluminado las engalanadas y ya entenebrecidas calles sólo quedaba un vago crepúsculo en los remotos celajes de Poniente.

III. Último vuelo de un par de perdices

No pocos sudores costó a don Trinidad Muley deshacerse de otras muchas personas que habían entrado en la capilla y en la sacristía en pos de ambos Niños de la Bola, y que aún permanecían allí dos horas después de terminada la procesión.

Por una parte, los socios de la Hermandad celebraban dentro de la sacristía la acostumbrada y siempre borrascosa junta en que anualmente eligen (tomando bizcochos y unas copitas de rosoli) nuevo mayordomo o hermano mayor; y por otro lado, centenares de valientes, algo bebidos por cuenta propia, se arremolinaban en la iglesia, empeñados en hablar al hijo de don Rodrigo, por creerse sin duda en la obligación de notificarle el regreso de Antonio Arregui y la hombrada de éste de haber avanzado hasta allí en busca de satisfacción y desagravio…

Pero el buen padre de almas se movió de tal modo; fue y vino tanto de la iglesia a la sacristía y de la sacristía a la iglesia; tuvo tan felices ocurrencias en la junta, y suplicó en tan sentidos términos a la otra gente «que se apiadase, siquiera por aquella noche, del pobre Manuel Venegas, en vez de aumentar sus acerbos disgustos», que al cabo logró, cerca ya de las ocho, verse libre de los cofrades y del último calamocano, bravucón y cócora… Púsose entonces los hábitos de calle; dio al sacristán, en voz muy baja, algunas órdenes que parecían importantísimas; apretó la cara cuanto pudo, como para tener aires de muy enfadado, y pasó a excarcelar a su prisionero.

¡Cosa rara, o que, por lo menos, sorprendió mucho a don Trinidad! Manuel estaba escribiendo pacíficamente en un bufetillo que allí servía para apuntar nacimientos, desposorios y defunciones. Hallábase muy tranquilo (tal vez demasiado), y en aquel instante firmaba un papel que había escrito por las cuatro carillas, y que cerró con toda calma, sin darse por entendido de la entrada del sacerdote, como quien hace una cosa tan buena que le releva de vanas cortesías. Guardóselo luego en el bolsillo, uniéndolo a otros que tenía en él, y entonces, y sólo entonces, fijó los ojos en el estupefacto y taciturno don Trinidad.

Éste apretó más y más el rostro al ver que aquella mirada no expresaba arrepentimiento y mansedumbre, sino mero cariño, desnudo de alegría, y la calma de inalterables resoluciones… Pero como ni aun así consiguiese intimidar a Manuel, volvióle la espalda de un modo brusco, y se puso a examinar el techo, donde maldito lo que había digno de atención…

El joven sonrió dulcemente y se adelantó hacia su protector con los brazos abiertos.

—¡Déjame! —exclamó el voluminoso cura, mudando de sitio.

Pero Manuel consiguió alcanzarlo; abrazóle por secciones, no sé si con filial o con paternal confianza, y al fin le dijo, en son de blanda réplica, como siguiendo la conversación iniciada cuando se encontraron:

—También yo deseaba hablar con usted, y, en prueba de ello, pensaba ir luego a su casa.

—¡A buena hora! —refunfuñó el cura.

—Quería, entre otras cosas —prosiguió el joven, con aquella apacible ingenuidad de niño que hacía olvidar sus arrebatos de fiera—, entregarle a usted un papel que escribí hoy al mediodía, y que ahora acabo de reformar. En el bolsillo lo llevaba esta tarde, y en él lo habría encontrado la justicia si mi destino hubiera sido morir en la procesión.

—¡Morir! —contestó ásperamente don Trinidad, sin dejar de mirar al techo—. ¡Ya empiezas con tus palabrotas, a fin de aturdirme! ¡Mejor harías en explicarme por qué no me has recibido esta mañana! ¡Qué vergüenza! ¡Verme desairado por ti delante del público! Pues ¿y lo que has hecho con la pobre Polonia? ¡Dos veces seguidas ha regresado a casa llorando tus desprecios!…

—Perdóneme usted, señor cura… —respondió Manuel con suma tristeza—. Hoy he estado mal… muy mal… Desde anoche no he sido dueño de mí mismo.

—¿Y ya lo eres? —preguntó don Trinidad, poniéndose de perfil y mirándole con un solo ojo, como las aves.

Manuel inclinó la cabeza y no respondió.

—¡Quedamos enterados! —repuso con amargura el sacerdote—. ¡Ea! ¡Vámonos a casa…, suponiendo que quieras ver si se ha hundido tu antiguo cuarto y desenojar a Polonia!…

—¡Vamos, sí!… —respondió el joven afablemente.

—Saldremos por la puerta del cementerio, a fin de que no nos vea nadie —dijo don Trinidad, rompiendo la marcha.

Su antiguo pupilo lo siguió como un autómata.

Y pronto se hallaron en un corralón cubierto de altas hierbas, entre las cuales blanqueaban muchos huesos a la luz de la luna.

Manuel se quedó parado en mitad de aquel estercolero de la vida, tal vez comparándolo con el infierno de su alma, y cayó en profunda meditación.

—¿No vienes? —le dijo el cura desde la puerta que daba salida al campo.

El joven paseó una mirada por el suelo, como despidiéndose de aquella paz, o eligiendo sitio para gozar de ella, y salió en pos del sacerdote.

Mucho anduvieron, rodeando en torno de la ciudad, en busca del portillo más cercano a la casa del cura, sin que en todo este tiempo volviese a hablar palabra. Pero, al ir a penetrar ya en poblado por un callejón que formaban las ruinosas tapias de dos huertos, acortó el paso don Trinidad para que se le incorporase el joven, y murmuró sordamente y más enojado que nunca:

—¡Lo mismo que el escándalo de esta tarde! ¡Me lo han contado todo! ¡Has querido matar a una pobre mujer!

—¡Miente quien lo haya dicho! —exclamó Venegas, deteniéndose lleno de furia.

Y luego añadió con otra clase de rabia:

—¡Ojalá me hubiera atrevido a hacerlo!

—¿Qué dices, hombre de Lucifer?

—Digo que yo no he tratado de matar a Soledad esta tarde… Lo tenía pensado; pero no pude… Me faltó valor…; me sobró cariño… ¡Y ésa es mi pena! ¡Ése es mi espanto! ¡Sus lágrimas me han agujereado el corazón, como si fueran plomo derretido!… Conozco que no puedo con ella… Es superior a mí… ¡Está perdonada!

El cura respiró; pero interrogó todavía:

—Pues, entonces, ¿a qué tratabas esta tarde de escalar su balcón?

—¡Toma! —respondió el joven con espantosa naturalidad—. ¡Para irme con ella!… ¡Para recobrarla!… ¡Para redimirla de su cautiverio! ¿No sabe usted que me quiere? ¿No sabe usted que lloraba al mirarme?

Don Trinidad se hizo a sí propio una especie de seña, como diciéndose: Por este lado estamos bien: la vida de Soledad no corre peligro

Y se embozó en el manteo con cierto aire de satisfacción, y exclamó en voz alta:

—¡Adelante con los faroles! Polonia dice bien: a ti te falta un tomillo en la cabeza.

Y penetró en la ciudad.

Manuel vaciló un punto, no sabiendo si seguir al cura o si escaparse, en evitación de nuevos y más comprometidos interrogatorios; pero al fin se decidió por lo primero, y marchó en pos de don Trinidad, bien que a tres o cuatro pasos de distancia.

De este modo llegaron a la casa-curato, en cuya puerta aguardaba Polonia, llena de curiosidad y susto.

—¡Gracias a Dios! —exclamó al ver a su antigua cría y sin reparar en Manuel—. Conque dime, niño, ¿qué hay? ¿Es verdad lo que se cuenta?

—¡Cállate!…, que ahí viene… —respondió el cura.

—¿Quién?

—Míralo.

Polonia, que no había estado en la procesión, tardó en reconocer al hijo de don Rodrigo; pero cuando cayó en la cuenta de que era él, abalanzóse a su cuello y le llenó el rostro de besos y lágrimas.

Manuel correspondió afectuosamente a aquellas caricias; mas no contestó casi nada a las innumerables preguntas de la buena mujer.

—Déjalo, Polonia… —dijo don Trinidad—. Nuestro ahijado no está bien de salud… Pon luz en mi despacho y cuida de que nadie nos interrumpa…

—Entiendo…, entiendo… Quieren ustedes estar solos… —se fue rezando el ama de llaves—. ¡Pues, señor! ¡Viene más loco que nunca!… ¡Qué lástima! ¡Un hombre tan guapo!… Porque ¡cuidado si está el chico que da gloria verlo!

Constituidos en el despacho don Trinidad y el joven, principió aquél a pasearse en silencio, mientras que éste miraba con infinita melancolía los pobres enseres, para él tan conocidos, del virtuoso párroco.

Nada antiguo faltaba ni nada nuevo había en aquella humilde habitación: dijérase que los últimos ocho años no habían pasado por ella. ¡Todo era igual y estaba en el mismo sitio que siempre, recordando el día tristísimo, y mucho más distante, en que entró allí por primera vez, cogido de la mano del caritativo sacerdote!…

¡Bendita igualdad la de aquel alma, y bendito reposo el de aquella vida, que no tenían más caudal que la virtud, ni más goce que los del prójimo! ¡Envidiable suerte la de aquel hombre!

Don Trinidad, que en medio de todo era muy ladino, se puso al cabo de estos pensamientos de Manuel, y lo dejó empaparse bien en ellos, juzgando que no podrían menos de serle saludables; hasta que, transcurridos algunos minutos, le dijo, aparentando indiferencia:

—¿Conque de todos modos pensabas venir por esta pobre choza?

—Sí, señor —respondió el joven, como despertando de un sueño.

—¿Y se puede saber a qué?

—Ya se lo indiqué a usted hace poco: a entregarle unos papeles… Y también a liquidar cuentas de cariño…; esto es a despedirme de usted y de Polonia…

—¿Despedirte? Pues ¡qué! ¿Te marchas? ¡Harías perfectísimamente!

—Puede decirse que me he marchado ya… —contestó Manuel con lúgubre acento—. Desde anoche no pertenezco al mundo. El huracán de la desventura me ha envuelto en sus alas, y, cuando me vea usted salir por esa puerta, todo habrá concluido entre usted y yo…

—Comprendo…, comprendo… —murmuró don Trinidad muy disgustado.

Y, cambiando en seguida de tono, lo cual era uno de los principales recursos de su oratoria, añadió familiarmente:

—A propósito de liquidaciones… También yo tengo que arreglar contigo una cuentecita, no de cariño, sino de dinero… Se trata de algunos maravedises (cosa de veinte mil reales) que me fuiste entregando cuando trabajabas en la Sierra… Míralos aquí…, en esta alcancía, cuyo rótulo dice: Dinero perteneciente a mi hijo adoptivo Manuel Venegas, que me lo dejó en depósito…

Y, mientras así hablaba, había sacado del cajón del bufete, y puesto sobre la mesa, una enorme hucha de barro encamado.

Manuel apreció, en medio de su aturdimiento, todo el valor de aquel golpe, y exclamó, sumamente conmovido:

—¡Ese dinero es de usted! Yo no se lo di para que me lo guardara…

—Ya lo sé: me lo diste para que aumentase el culto del Niño Jesús y para que atendiese a tu manutención. Mas como yo hice lo primero a mis expensas, aunque por cuenta de tu alma, y lo segundo no tenía hechura de ningún modo (pues era privarme del gusto de sostenerte de balde, a fuer de padre que sostiene a su hijo), resulta que este dinero es tuyo, y tan tuyo, que te lo habrías llevado cuando te marchaste a América si hubieras tenido la atención de despedirte de mí…

Manuel respondió noblemente:

—Y yo lo acepto hoy, mi querido padre, para que nunca diga usted que he querido escatimarle mi agradecimiento. En cambio (y pues de dinero hemos llegado a hablar), diré a usted ahora lo que pensaba decirle por medio del papel que escribí esta mañana y he reformado esta noche… Aquí lo tiene usted. Es, como si dijéramos, mi testamento, y en él lo instituyo a usted mi heredero fideicomisario, para que disponga libremente de mi caudal, así en provecho suyo como de los pobres, después de pagar un millón de reales a los herederos de don Elías Pérez y de entregar un legado de mil onzas a nuestro amigo el veterano capitán, compañero de armas de mi buen padre. Para todo ello, en esta cartera hallará usted letras a su favor contra las casas de banca de Málaga en que tengo colocados mis fondos. También digo en mi testamento que, cuando yo muera, se entregue a usted cuanto quede en poder mío, así de dinero como de alhajas y otras cosas. ¡Nadie dirá que soy desprevenido!… Conque tome usted y guarde esto en lugar de esos benditos mil duros.

Don Trinidad lloraba en silencio desde que Manuel empezó a hablar de aquel modo; pero cuando éste hubo terminado, exclamó con fingida cólera:

—Está muy bien… ¡Trae acá!… ¡Celebro que tu cabeza se halle tan en caja! Ya volveremos a tratar de este asunto en mejor ocasión.

Y se metió en el bolsillo el papel y la carta que le alargaba el joven.

En seguida tornó a sus paseos, limpiándose los ojos con el revés de la mano y tratando de recobrar la serenidad.

De pronto se paró en medio del despacho, y dijo:

—Supongo que tú no eres de los que hacen la herejía de matarse…

—Supone usted muy bien… —se apresuró a contestar el hijo de don Rodrigo—. ¡Nunca se me ha ocurrido semejante locura!

—¡Ya lo creo! ¡Eres tú demasiado hombre para hacer una cosa que va contra la naturaleza y contra Dios! Ningún ser criado se suicida, fuera de algunas tristes excepciones de la especie humana, faltas de juicio o de valor para sufrir y de religión para esperar… ¡Cuando el hombre no es la mejor de las criaturas, es la peor! ¡No hay término medio!

Dichas estas palabras, don Trinidad continuó paseándose, no sin hacerse otra seña a sí mismo, cual si se dijera: Seguimos adelantando terreno; tampoco hay nada que temer por este lado.

Reinó un minuto de insostenible silencio.

—Conque a despedirte, ¿eh? —rezó al fin el cura, dando vueltas por la habitación y mirando al suelo—. ¡Y, sin embargo, no te marchas, ni te suicidas!… Pues, señor, ¡hay que desencantar este asunto!

Y se plantó delante de Manuel, con la cabeza caída sobre un hombro, los brazos a la espalda y el abdomen en completa exhibición: miróle de hito en hito con sus ojos de santón marroquí, llenos al par de valentía, de fanatismo y de paternal afecto y, cimentando la pregunta, por vía de exordio, en una barrigada cariñosa, que obligó al joven a dar un paso atrás, díjole nobilísimamente:

—¡Vamos claros, Manolo! ¿Qué piensas hacer? Aquí estamos dos hombres honrados y de vergüenza… ¡Dime la verdad, como siempre!

—Déjeme usted, señor cura… —exclamó el pobre Venegas con verdadero espanto y muy arrepentido de haber entrado allí—. ¡Yo no puedo responder a eso!… Permítame que me vaya… Tengo fiebre… Necesito reposo…

—¡Malo! —replicó don Trinidad muy ofendido—. Tú no me quieres… ¡Tú me desprecias! A ti se te ha olvidado la noche en que fui a sacarte de la alcoba en que murió tu padre… Tú no te acuerdas tampoco de tu padre, de aquel hijodalgo, de aquel espejo de caballeros, incapaz de pensar cosas que no pudiera decir…

—¡Que no lo quiero a usted! —prorrumpió el joven, herido también en su dignidad—. Pues ¿por qué estoy aquí cuando el infierno me está llamando? ¡Que no me acuerdo de mi padre!… ¡Ojalá fuera cierto! Pero yo soy como soy… ¡Déjeme usted seguir mi aciaga estrella!

—¡Vamos a ver!… ¿Y cómo eres? ¡Las cosas hay que decirlas con sus nombres! ¿Eres un criminal? ¿Eres un asesino? ¡Tú, el hijo de don Rodrigo Venegas! ¡Tú, el ahijado de don Trinidad Muley! Respóndeme, hombre… ¡Ten valor para decírmelo!

Manuel miró asombrado a don Trinidad.

—¡No me respondes! —prosiguió éste—. ¡Luego no estás contento de tus planes! ¡Luego te condenas a ti mismo! ¡Luego te abrazas al mal a sabiendas!…

—¿Y qué es el mal? ¿Qué quiere decir malo? ¿Qué quiere decir bueno? —gritó Manuel bruscamente—. ¡Hace tiempo que me lo pregunto!…

—¡Hola! —exclamó don Trinidad con mucha gracia—. ¡Tú también te metes en estas honduras! Pues yo te contestaré.

Y, cual si para hacerlo hubiese tenido que penetrar en lo más sagrado del virtuoso corazón que le servía de Biblia, inclinó la frente y cruzó las manos con no sé qué seráfica reverencia, hasta que al fin destilaron sus labios estos dulcísimos conceptos:

Malo… es todo lo que se hace sin alegría en el fondo del alma. Malo… es querer gozar o lucirse a costa de la dicha ajena. Malo… es temerle al dolor hasta el punto de causárselo al prójimo. Malo… es amarse uno a sí mismo más que a los que lloran demandando piedad. Malo… es preferir vengarse a complacer a un sacerdote. ¡Malo… es lo que tú haces conmigo en este instante! ¡Y bueno… es… lo bueno! La misma palabra lo dice. Bueno… es, por ejemplo, padecer con gusto para que los demás no padezcan; llorar de alegría cuando se ha quitado uno el pan de la boca para dárselo a otro; sacrificarse generosamente, perdonar…, vencerse, huir, morirse para que otros vivan… En fin, yo me entiendo y tú me entiendes. ¡Sobre todo, Manuel, lo que es muy malo, lo que es detestable, es bajar los ojos, como tú los bajas, huyendo avergonzado de tu propia conciencia, que se asoma a ellos a darme la razón!… ¡Y, si no, mírame cara a cara, con tu antigua valentía de león inocente y noble, no con la torva ferocidad del tigre carnicero…, a ver si tienes entrañas para decirme que hay algo en el mundo que tú me puedas negar, empezando por la vida: a mí, que te quiero como un padre; a mí, que te daría mi sangre entera, si la necesitaras; a mí, que te pido perdón con estas lágrimas; perdón para otros hijos míos, perdón para tus prójimos, perdón en nombre de Jesús crucificado!

—¡Señor cura! —respondió Manuel con varonil emoción—. Mi vida es de usted. Yo se la doy con gusto… Pero máteme ahora mismo.

—Es que yo no te pido la vida… Yo te pido más y menos: yo te pido el sacrificio de tu amor propio, el sacrificio de tu terquedad y de tu soberbia… En una palabra: yo no quiero tu sangre; yo quiero que eches de ella tu amor a Soledad y tu ira contra Antonio Arregui.

—¡Y que viva después! ¡Imposible! Piénselo usted bien, señor cura, y verá cómo eso es imposible.

—¿Imposible sacrificarse y vivir? ¡Qué sabes tú! —replicó don Trinidad con una sonrisa verdaderamente santa—. ¡Entonces es cuando se vive! Ni ¿dónde estaría el sacrificio si no se siguiera viviendo? ¡Créeme, hijo mío; es una gran vida la del que ha padecido y padece en provecho de otros! ¡Dios centuplica este provecho, y lo derrama como un bálsamo celestial sobre el corazón del sacrificado! ¡Te sonríes con tristeza! ¿Crees que te hablo de memoria? ¿Crees que yo no soy hombre? ¿Crees que yo soy de cal y canto? ¿Crees que no he batallado con mis pasiones? Pues escucha. Tenía yo veintidós años… Había en el mundo una mujer a quien amaba tanto como tú a Soledad, y que me pagaba con igual cariño… Pensábamos casarnos, y mis padres entraban gustosos en ello. Pero mi padre murió de pronto, llevándose la llave de la despensa, y mi pobre madre enfermó de tanto trabajar por sacarnos adelante… De ocho hermanos que nos juntábamos, yo era el mayor… Luego seguían cuatro hermanas. Luego, tres hermanos pequeños… Aunque yo trabajaba de día y de noche en una alfarería, en mi casa llegó a faltar el pan, pues mis fuerzas no daban abasto para todos… ¡Para todos! (repara bien en esto), ¡que lo que es para mí solo y para poder casarme ganaba yo lo suficiente hacía tiempo! El prelado de entonces se compadeció de nuestros apuros, y, vista mi devoción a la Santísima Virgen, ofreció darme un buen curato si me ordenaba, y desde luego una buena congrua. Mi madre, que veía perecer a sus hijos, pero que conocía también el estado de mi corazón, lloraba al proponerme aquella idea… ¿Y qué dirás que le respondí? Pues ¡respondí Amén, abrazándola y consolándola, cuando yo era quien necesitaba consuelo!… Y renuncié a mi Soledad, que era tan hermosa como la tuya… Y me despedí de ella para siempre…, llorando los dos; pero los dos muy contentos en medio de todo, porque no teníamos nada de qué avergonzarnos y sí mucho de qué enorgullecemos… Y canté misa… ¡Y Dios me ayudó! ¡Y aquí me tienes! ¿Crees que no he padecido después? ¿Crees que no me costó trabajo al principio volver la cara a otro lado cuando me encontraba a mi antigua novia? ¿Crees que no he llorado lágrimas de sangre? Pero ¡cuán dichoso en mi dolor! Mi madre murió bendiciéndome, al ver a todos sus hijos en la abundancia, gracias a mi protección y ayuda. Mis hermanas se casaron ventajosamente. Mi hermano Andrés es sacristán de San Gil. A Francisco lo libré de quintas, y hoy es maestro de escuela. Tomás tiene ya una galera y dos carros, y se está haciendo rico traficando con los pueblos de Levante. Mi misma novia se casó con un hombre excelente, y ha tenido hijos… ¡Y yo, Manuel, yo, el que soñaba con tenerlos también, el antiguo enamorado, el que nació para mandar un regimiento y para todo lo que hacen los hombres, he vivido vistiéndome por la cabeza como las mujeres, he tragado saliva, he castigado mi carne como a una bestia mala y rebelde, y aquí me tienes, digo, lleno de orgullo y de alegría; más feliz que todos mis hermanos; más gozoso que si hubiera hecho mi gusto casándome con aquella mujer; más feliz que todos los reyes y emperadores de la tierra, al poderte decir, en presencia de Dios, que he triunfado de mí mismo; que no recuerdo ni un pensamiento mundano de que abochornarme; que he cumplido todos mis votos; que pueden enterrarme con palma como a las monjas! ¿Me repetirás todavía que no es posible sacrificarse y vivir?

Manuel miró profundamente a aquella especie de coloso africano que tales cosas decía a los cuarenta y ocho años de edad, y no pudo menos de tributarle el homenaje de su admiración.

—No soy yo tan grande… —repuso luego—, o mi cariño a Soledad es mayor que el que tuvo usted a aquella mujer. ¡Yo no puedo vencerlo!… ¡Yo conozco que no lo venceré nunca!

—¡Porque no quieres!…

—¡Sí, quiero! Es decir, quiero querer… Pero no puedo.

—¡Sí puedes! Aunque rarísimas circunstancias han hecho de ti una especie de fiera, tu corazón es de hombre, y el corazón del hombre, cuando sigue el ejemplo de Cristo, tiene más bríos que todos los leones y elefantes del universo. El valor de humillarse, de vencerse, de renunciar a sí mismos, es el verdadero valor… Y tú no debes de carecer de él… ¡En medio de todo, tú eres bueno; tú lo eras cuando muchacho; tú te pareces mucho a tu padre!… ¡A tu padre, que murió por amor al prójimo y a su honra!

—¡Por mi honra quiero morir yo! —replicó Manuel con viveza—. Hace ocho años contraje un compromiso de honor delante de todo el pueblo: hace ocho años juré matar al que se casase con mi adorada… Ha habido quien se atreva a recoger mi guante: la ciudad entera tiene los ojos fijos en mí… ¿Qué puedo hacer, qué debo hacer para no quedar en ridículo, para que no se rían de mí todos los que siempre han temblado en mi presencia?

—¡Es muy sencillo! Arrepentirte del mal propósito: amar más al prójimo que a ti mismo: renegar de tu juramento. ¡Yo te relevo de él!

—No me basta.

—Soy sacerdote…

—¡No me basta! Lo engañaría a usted si le dijese lo contrario. Yo necesito ir mañana a la rifa a sostener mi emplazamiento. Si Soledad y su marido no están allí; si no acuden a la citación pública que les haré oportunamente, ofreceré oro, mucho oro, todo el oro que he traído conmigo, por bailar con la señora de Arregui. La cofradía no podrá entonces menos de ir a buscarla… Si la lleva sola, no se la devolveré a su marido; si su marido va con ella, lo mataré; y si no se presenta ninguno de los dos, iré a buscarlos a su casa.

—¡Jesús! ¡Qué horror! —exclamó don Trinidad—. ¿Y Dios? ¿Y las leyes? ¿Y la justicia? ¿Crees tú que no hay autoridades en este pueblo? ¿Crees que sigues entre salvajes?

—La justicia llega siempre después. ¡Ése es cuidado mío! ¡Yo haré que cuando acuda esté ya bien muerto Antonio Arregui! En cuanto a las leyes, Soledad puede infringirlas, como tantas otras mujeres enamoradas, yéndose conmigo al fin del mundo. Y por lo que toca a Dios, en su mano tiene el matarme ahora mismo… ¡En su mano tuvo no hacerme tan desventurado!

—¡Es abominable todo lo que piensas, todo lo que dices!… —replicó don Trinidad con imponente acento—. ¡Me horrorizo de haberte criado! ¡Conque nada soy para ti! ¡Conque desprecias mis lágrimas! ¿Quieres, tal vez, que me ponga de rodillas?

—No, señor cura. Lo que quiero es que usted, tomándome como quien soy y no pidiéndome milagros de santidad, me diga qué puedo hacer en el estado en que se halla mi corazón y después de las palabras empeñadas… ¿Quiere usted que me mate? ¿Quiere usted que me vuelva loco?

—¡Loco estás ya! —repuso el cura—. Si no lo estuvieses comprenderías que lo que debes hacer es irte del pueblo…

—¿Adónde? ¿A qué? —preguntó el joven con infinita angustia.

—¿Adónde? ¡Adonde has estado los últimos ocho años! ¿A qué? ¡A servir a Dios, y no al demonio! ¡A ser hombre de bien, a ayudar a tus semejantes, a convertir en flores todas las espinas que atarazan tu corazón!

—¡Usted es el que sueña, don Trinidad! ¡Me dice usted que ha amado, y luego me propone eso! ¡Usted no ha amado nunca, ni sabe lo que es amor! ¿Adónde iría yo con la sombra de mi ser, dejándome aquí el alma de mi alma? ¿Para qué viviría? ¡Ocho años me he mantenido de la esperanza de volver a este pueblo y de casarme con Soledad!… ¿De qué me mantendría ahora? ¡Acaba usted de hablarme de Dios!… Pues oiga usted una sentencia dictada por Dios el día que me echó al mundo: Para Manuel Venegas no habrá más mujer, ni más dicha, ni más cielo que Soledad… Yo he dado por dos veces la vuelta a la tierra: he visto mujeres, muchas mujeres, algunas tenidas por divinidades, en Circasia, en Grecia, en Cuba, en el Perú… Para mí no eran ni divinidades ni mujeres: no eran nada; eran, a lo sumo, la ausencia de Soledad… ¡Cosa para mí tristísima y abominable! Así es que apartaba los ojos de ellas y seguía mi peregrinación. Es decir, padre cura, que yo he ido más allá que usted. Yo, ni antes de consagrar mi alma a Soledad (y se la consagré a los trece años), ni después de aquel día, ni en esta ciudad, ni en la ausencia, le he faltado ni con el pensamiento… ¡También he sido yo fiel a mi religión! ¡También he sabido cumplir mis votos!

—¡Y la pícara te ha pagado bien! —profirió el clérigo, tocando otro registro para ver de desengañar a aquel idólatra.

Éste se llevó una mano al corazón, como si acabase de recibir en él una puñalada; pero luego se repuso, y exclamó valerosamente, mirando a su segundo padre con la impavidez del fanatismo:

—No me ha pagado bien; pero ¡la quiero más que nunca!

Don Trinidad retrocedió lleno de espanto. Dijérase que el último golpe con que pretendió anonadar a su antagonista le había herido a él de rechazo, quitándole muchas ilusiones. Manuel estaba todavía entero… ¡Aquella larga conversación había sido inútil!

Pero el esforzado sacerdote no se abatió. Antes pareció recogerse en sí mismo, como para cambiar su plan de batalla. Derrotado en la primera línea de operaciones, conocíase que se replegaba y fortificaba en la segunda, apelando a los recursos supremos, o sea a las fuerzas de reserva, que oportunamente había preparado antes de salir de la capilla de Santa Luparia. Todo esto se dedujo, por lo menos, de sus palabras y determinaciones, a partir del instante en que Manuel articuló aquella formidable respuesta.

—Pues, señor… ¡Noche toledana! —dijo, dándose en el cuerpo algunas palmaditas, como quien se compadece a sí propio—. ¡Polonia! ¡Polonia! ¡Tráeme el manteo de abrigo! ¡Vaya con el hombre! ¡Vaya un pago que me guardaba para la vejez! ¡No concederme nada! ¡Dejarme hablar y hablar, y luego negarse a todo! ¡Decirme a mí que el homicidio y el adulterio son indispensables! ¡Y para esto lo crié! ¡Para esto lo he querido tanto!

Así hablaba don Trinidad, sin mirar a su antiguo pupilo, el cual oía aquellas palabras con más emoción y sobresalto que todos los anteriores discursos. Conocíase también que éstos, aunque tan briosamente contradichos, seguían resonando en su alma; y, por resulta de todo ello, se adelantó hacia el sacerdote y le dijo con amorosa reverencia:

—¿Qué va usted a hacer? ¿Para qué pide el manteo? ¿Va usted a salir?

—¡Sí, señor! —respondió don Trinidad muy desabridamente.

—Pero ¿adónde va usted?

—¿Adónde he de ir? ¡Adonde me llama mi obligación de cristiano! ¡A impedir esos delitos que, según me anuncias, vas a cometer! ¡A no dejarte ni a sol ni a sombra; a seguirte a todas partes; a vivir contigo el resto de mis días, aunque me arrojes de tu lado a puntapiés y me vea obligado a pasar las noches sentado a la puerta de tu casa!… ¡De este modo tendrás que saltar sobre mi cadáver para hacer las valentías que me has dicho, y será más completa tu obra!…

Manuel retrocedió espantado.

Al mismo tiempo entró Polonia en el despacho, llevando el manteo de abrigo de don Trinidad y diciendo muy asustada.

—¿Va usted a la calle a estas horas?

—¡Sí, hija sí! ¡A la calle! ¡Y al infierno, que sea menester! No me esperes esta noche.

—Pero, señor cura… ¡Eso es tirarse a matar! —exclamó la antigua nodriza—. Anoche se recogió usted a las tantas, muerto de fatiga, después de correr por el campo muchas horas…

—¡Buscándote! —entrerrenglonó don Trinidad, dando un codazo a Manuel y sin mirarlo.

—Y esta mañana —continuó Polonia— se levantó usted con estrellas, y desde entonces no ha parado un momento, con tantas funciones en la parroquia y tantos jaleos como ha habido en la calle… por culpa de quien yo me sé…

—¡Qué quieres, hija! —pronunció el cura, haciéndose el chiquito—. ¡No hay más remedio que arrimar el hombro hasta que le toque a uno reventar y caer!… Acuéstate tú y descansa, que también has trabajado hoy mucho… ¡Pobrecita vieja! ¡Cuánto siento proporcionarte estos sinsabores! ¡Conque vamos, señor don Manuel…; usted dirá adónde nos dirigimos primero: si a buscar a un hombre de bien para matarlo, o a enamorar a una madre de familia!…

Manuel seguía en un ángulo de la habitación, vuelto de espaldas a don Trinidad, fijos los ojos en el suelo y estremeciéndose a cada recriminación que se desprendía contra él de aquellos discursos. Sobre todo, las últimas frases del sacerdote, tan sarcásticas y sangrientas, le arrancaron una especie de gemido, cual si le hubiesen llegado al alma.

Polonia replicaba entretanto.

—Pero ¡no se marchará usted sin cenar! Son las diez de la noche, y desde la una de la tarde está usted con el triste puchero, que apenas probó…

—Es muy verdad… Pero ¿qué quieres? Las cosas vienen así…

—¡Acuérdese usted de que tiene dos perdices estofadas…, que tanto le gustan!

—¡Ya las huelo…, y, en medio de estos sinsabores, estaba soñando con ellas!… ¡Perdóneme Dios, pero es mi único vicio: cenar bien los días clásicos! Sin embargo, quiero demostrar con un ejemplo a este cobarde que el hombre es dueño de sus pasiones, de sus apetitos, de su voluntad… Dile a la criada que lleve ahora mismo ese par de perdices, y mi pan, y mi almíbar de cabello de ángel, en fin, todo lo que ibas a darme de cenar esta noche, a la pobre viuda del albañil que se mató el otro día… ¡Así celebrará con sus hijos la fiesta de hoy, mientras que a mí me servirá de alimento el pensar en la alegría de esos infelices!

—Pero, niño… —observó el ama a media voz—. ¡Repara en que te vas a caer muerto! Lo de regalar las perdices está bien, y Dios te bendiga por esa idea… Pero toma otra cosa.

—¡Nada! ¡No ceno! ¡Ya está hecho el sacrificio! ¡Veré esta noche la procesión de las Ánimas…, y Dios querrá premiarme abriéndole el sentido a ese alma de cántaro!

—¡Esto es demasiado! —gritó Manuel, acercándose a don Trinidad—. ¡Usted se ha propuesto matarme! ¡Usted no tiene lástima de mí!…

—¡Pues entonces no sé quién la tiene!… —respondió fríamente el sacerdote—. ¿Será acaso el público, que piensa divertirse a tu costa como si fuese al teatro a ver una tragedia?

—Lo que digo… —insistió el joven con ternura— es que cene usted y se acueste…

—En tu mano está el que lo haga… ¡Quédate a cenar y a dormir conmigo! ¡Si no perdices (porque ya no son nuestras), tomaríamos huevos frescos y jamón crudo!, y en cuanto a cama, por ahí debe de andar tu antiguo catre…

—¡Su cuarto está como lo dejó!… —añadió Polonia con indecible alegría.

—Señor cura, yo tengo que irme a mi casa… —balbuceó Manuel implacablemente.

—¡Y yo contigo! —repuso don Trinidad, fingiendo buen humor—. ¡Tú mismo te lo dices todo!… Conque vamos andando… Adiós, Polonia: ¡hasta que Dios quiera!

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué va a ser de mí? —gimió el pobre Venegas, resolviéndose a echar a andar—. ¡Yo no contaba con este hombre!

—Espera un poco… —exclamó don Trinidad, obstruyendo con su cuerpo la puerta del despacho—. Tengo que dar algunos encargos a Polonia.

Manuel se dejó caer en una silla.

Don Trinidad salió con su ama al corredor, y le dijo rápidamente:

—Hay que buscar ahora mismo a la señá María Josefa, en su casa o en la de su hija…

—¡Ahí la tienes esperándote hace media hora!… —respondió el ama.

—¡Ah! ¡El cielo me la envía! Voy a hablarla… Quédate tú aquí de centinela, y si ves que mi prisionero piensa escapar, avísame… Pero ¡no le des conversación!

Pocos minutos después, el cura había terminado su conferencia con la madre de Soledad, y estaba de vuelta en la puerta del despacho, diciendo al abatido joven:

—Cuando quieras podemos irnos…

—¡Quédese usted, don Trinidad!… —expuso Manuel, levantándose y en ademán de súplica.

—¡No hay don Trinidad que valga…! adonde tú vayas, voy yo: si a tu casa a tu casa… (que es lo mejor que podemos hacer), y si a correrla, a correrla. ¡Ah! Se me olvidaba la alcancía…

Así dijo el denodado cura, y cogiendo los antiguos ahorros del joven, salió resueltamente al corredor, y comenzó a bajar la escalera, no sin exclamar con grandes voces:

—Vamos…, ven…, y dame el brazo, que estoy rendido de fatiga…

Manuel inclinó la frente, y salió en pos de don Trinidad, el cual se aferró a su brazo derecho con tal fuerza, que no hubiera sido fácil determinar quién era el robusto y quién el débil, quién el aprehensor y quién el aprehendido.

Por último, ya desde la puerta de la calle, don Trinidad retrocedió hasta el ojo de patio, llevando y trayendo a Manuel como a un hombre ebrio y gritó fortísimamente:

—¡Cuidado, Polonia! ¡Que no tardes en enviar las perdices a quien hemos dicho!…

Añadiendo luego en voz baja:

—¡Y qué buenas deben de estar las picaras! ¡Esta Polonia guisa como un ángel!

IV. Los niños y los viejos

Poquísimas personas encontraron en las calles don Trinidad y Manuel al trasladarse de una casa a otra, y todas ellas se arrimaron a las paredes con no menos susto que respeto, para dejar pasar a aquellos dos maravillosos personajes de que tanto se estaba hablando en toda la ciudad.

No sucedió, empero, lo mismo cuando, llegados a la Plaza Mayor, tuvieron que cruzar por delante de la célebre botica…

Hallábase ésta a medio cerrar, y en la media puerta que aún dejaba paso a la luz de adentro veíase a Vitriolo, quien despedía a sus últimos tertulios, dándoles tal vez instrucciones para el día siguiente.

Tan luego como divisaron y reconocieron a la claridad de la luna el interesante grupo que formaban el cura y Manuel, comenzaron a reír y murmurar en voz baja, y aun los más jóvenes se atrevieron a seguirlos y a pasar casi rozando con ellos, a ver si les cogían alguna frase.

Quedó, sin embargo, defraudada su curiosidad, pues el párroco y su antiguo huésped no hablaron ni una palabra, como tampoco la habían hablado en todo el camino, y de este modo penetraron al fin en la antigua Casa del Chantre.

Profusamente alumbrada la tenía también aquella noche la etiquetera Basilia, así como abierta de par en par y con toda la servidumbre en ejercicio, a fin de recibir al señor con los honores debidos a sus grandes riquezas y a la sangre real mahometana de que procedía.

El arriero malagueño, alojado allí con sus tres mulas, y resuelto a no marcharse de la ciudad hasta después de la rifa que tanto le elogió el mismo Venegas la tarde anterior, hallábase en el patio, haciendo de portero, y saludó con una profunda reverencia al extraordinario personaje con quien había andado tres largas jornadas sin imaginar que llevaba consigo al terror y asombro de las gentes.

Al pie de la escalera estaba la pérfida Volanta, que no sólo era amiga de Vitriolo, y paniaguada de Soledad y de la señá María Josefa, sino también duende familiar de Polonia y Basilia; lo cual quiere decir que discurría libremente y con salvoconducto por todos los campamentos, como los traidores y los espías. Don Trinidad, hombre de clarísimo instinto, la miró con enojo; pero ella le besó la mano y corrió a ocultarse en las tinieblas como una garduña en su escondrijo.

Por último: en la primera meseta estaba la ceremoniosa Basilia, quien, después de hacer al hijo de don Rodrigo los tres saludos de ordenanza, dijo respetuosamente:

—Permítame el señor darle la enhorabuena… ¡En la sala tiene una gran visita, aguardándole!

—¿Qué dice esta mujer? —preguntó agriamente el joven a don Trinidad—. ¡Yo no quiero visitas…, a no ser la de don Antonio Arregui o la de sus padrinos!

—¡Sube! ¡Sube! —contestó don Trinidad, sonriéndose—. No negaré que el que está en la sala ha venido como padrino; pero es como padrino tuyo… ¡Ya verás, hombre, ya verás!

Manuel no pudo menos de apresurar el paso al oír aquellas misteriosas expresiones, con lo que muy luego penetró en la sala, seguido a duras penas por el obeso y muy fatigado don Trinidad Muley.

Un grito de asombro, de dolor y de cólera salió del pecho del infortunado joven al ver quién era la anunciada visita… Y un profundo sollozo de pavor y desesperación lanzó el alma del digno sacerdote al observar la actitud airada, irreverente, impía, de su antiguo ahijado, en caso tan excepcional y solemne…

¡Porque la visita, era el Niño Jesús o Niño de la Bola de la iglesia de Santa María, el mismo a quien el joven adoró tantos años, el mismo que aquella tarde había salido en procesión!

¡Allí estaba, en sus andas de plata y oro; sobre un altar improvisado en el testero principal del aposento; vestido de riquísimo tisú; alumbrado por muchas velas y guarnecido de hermosos ramos de flores naturales! Servíale de dosel el estandarte de la Hermandad colgado del techo, y, por último, en medio de la sala, sobre un velador, veíase en dorada bandeja un papel arrollado a modo de diploma y atado con cintas de colores.

—¿Qué es esto? ¿Quién ha preparado tan irrisoria escena? —preguntó al fin Manuel, encarándose con don Trinidad—. ¿Se cree que todavía soy un niño? ¿Se cree que todavía soy un imbécil?

El dignísimo padre de almas estaba desolado. Halló, sin embargo, fuerza bastante para dominar su congoja, y, después de cerrar la puerta de la sala, dijo al blasfemo con la austera frialdad de un juez:

—Esto no tiene nada de nuevo ni de extraordinario: esto significa que la Cofradía del Niño Jesús, de que eres individuo, te ha nombrado su Mayordomo para el año que viene, y que, siguiendo la antigua costumbre, que tú conoces mejor que nadie, te envía la santa efigie, a fin de que more un día en tu casa y le regales lo que sea tu voluntad, a título de Hermano mayor; regalo que lucirá mañana a la tarde en el baile de rifa. Pero, aun suponiendo que nada de esto fuera así, ¿cómo no te engríes de ver en tu casa al Niño Jesús, al Hijo de Dios vivo? ¿Cómo no doblas ante él la rodilla y le das las gracias por la altísima honra que te dispensa? ¿Acaso no eres tú su adorador más fervoroso, su más humilde siervo, su devoto más entusiasta?

—No, señor… —respondió Manuel lúgubremente.

—¡Ah, infame! ¡Y me lo dices a mí! —prorrumpió don Trinidad con una furia tan grande como su pena—. ¡Y me lo dices delante de Él!

Manuel se cruzó de brazos y no contestó.

—¡Conque es eso lo que has aprendido en tus viajes! —prosiguió el sacerdote, poniéndole las manos sobre los hombros—. ¿Conque es eso lo que has ganado al adquirir tantas riquezas? ¡Y querías dejármelas a mí! ¡Y querías que yo las repartiera entre los pobres!… ¡Ni los pobres ni yo queremos nada de un judío!

—Señor cura… —balbuceó Manuel—, baje usted la voz… Yo no soy judío, moro ni cristiano.

—Pues ¿qué eres, hombre inicuo?

—Yo no soy nada… —repuso el joven, cerrando los ojos y encogiendo los hombros como quien declara un delito de que no se cree responsable.

—¡Jesús! ¡Jesús! —gritó el cura con indecible espanto.

Y, alejándose del que tal ofensa le había hecho, sentóse de medio lado en una silla, dándole la espalda, y comenzó a llorar desconsoladamente.

Manuel añadió con grave acento:

—No he debido ocultarle a usted la verdad. Por eso acaba de oírme decir lo que hasta ahora no había dicho a nadie. Yo no hago ostentación de esta desgracia mía, que debo a crueles enseñanzas del mundo, a lo que he visto en pueblos de diferentes religiones, a lo que he leído en obras que no debieron escribirse… Respeto mucho, sin embargo, las creencias de los demás, y usted comprende que hubiera sido escarnecerlas aceptar hipócritamente el cargo de Mayordomo de esta imagen, cuando mi corazón no le rinde ya más culto que el que solemos tributar a los muertos queridos.

—¡Y yo he criado a este hombre! —gimió don Trinidad con mayor desconsuelo—. ¡Yo lo he llamado mi hijo! ¡Yo lo quería con toda mi alma! ¡Ahora me explico que esta noche haya despreciado todos mis consejos! ¡Ahora conozco que no hay remedio para él! ¿Quién gobierna un barco sin timón? ¿Quién dirige un caballo sin bridas? ¡Estoy vencido! ¡Su perdición es segura! ¡Ya vivirá a merced del viento de sus pasiones! ¡Ya será del último que llegue! ¡Satanás ha triunfado! ¡Niño Jesús! Oye la súplica de este tu humilde siervo: «¡Yo quiero morirme! ¡Yo no quiero vivir más en un mundo tan execrable! ¡Mátame, por favor! ¡Llévame contigo! ¡Tu Madre Santísima cuidará de Polonia, como Polonia ha cuidado de mí durante cuarenta y ocho años! ¡Ah! ¡Cuánta diferencia entre unos seres y otros!… Ella me dio de mamar de limosna, al ver que mi pobre madre estaba enferma y que no podía costearme ama… Ella me dio luego pan, cuando en mi casa no había bastante para todos… Ella me colocó de aprendiz en la alfarería… Ella me ha asistido de balde, por caridad, desde que mi madre murió y me quedé solo… ¡Ella, en suma, ha sido para mí lo que yo para este desalmado!… ¡Niño Jesús! ¡Virgen Purísima! Disponed como queráis de dos pobres viejos que nunca han renegado de vosotros, y, si algo bueno hemos hecho en este mundo, sirva de merecimiento para que toquéis al corazón del infortunado Manuel Venegas.»

A fuer de historiadores veraces, debemos decir que esta humilde y mal pergeñada deprecación conmovió profundamente al joven descreído, no porque le dijese nada extraordinario, sino porque las piadosas lágrimas de los buenos tienen más fuerza que todos los raciocinios de la filosofía, máxime si caen en un corazón sensible y generoso.

Si don Trinidad hubiese empleado argumentos teológicos, Manuel habría podido contestarle con argumentos racionalistas, como diariamente vemos en el mundo; pero contra el panegírico de Polonia, verbigracia, no cabía ninguna objeción.

Así fue que Manuel se arrimó a su padrino, y le dijo quitándole las manos de la cara y limpiándole los ojos con el pañuelo:

—¡Vaya, señor cura! ¡No llore usted más, que sus lágrimas me están asesinando! ¡Considere usted que llevo muchas horas de defenderme de su cariño, de su irresistible bondad, de la dulce miel de su palabra, y que fuera abusar demasiado del amor y del respeto que le tengo seguir acometiéndome de este modo!

Don Trinidad se apoderó de la mano con que el joven le enjugaba las lágrimas, y, contemplándolo, entre lloroso y risueño, como un niño mimado, exclamó zalameramente:

—Pero, ¡hombre! Míralo siquiera… ¡No lo desaires hasta el punto de volverle la espalda!… ¡Piensa que es mi Dios, el Dios de tus padres, el Dios de tu patria que ha venido a hacerte una visita! ¡Piensa que estará muy afligido de tus desprecios!…

Manuel, en quien, por lo visto, la superstición había sobrevivido a la fe (suponiendo que verdadera fe hubiese tenido nunca), intentó volver la cabeza hacia el Niño Jesús, y no se atrevió a ello. Antes dio un retemblido de pavor, y cerró los ojos deliberadamente.

Pero estaba escrito que aquel día ocurriesen singularísimas coincidencias. Decímoslo, porque Manuel y el cura oyeron en tal instante, dentro de aquella misma habitación, los tiernos sollozos de un niño. Manuel miró aterrado a don Trinidad, creyendo que quien lloraba era el Niño Jesús…

Don Trinidad sonrió tristemente, y señaló con el dedo a la puerta de la sala, que acababa de abrirse, y en la cual estaba parada la señá María Josefa, con un hermoso niño en los brazos, y sin atreverse a pasar adelante…

—No sueñes con milagros, ni verdaderos ni fingidos… —dijo al mismo tiempo el cura a Manuel—. Aquí no hay más milagro que el que tu buen corazón haga… ¡Tienes en tu presencia al hijo de Soledad, que viene a pedirte perdón para sus padres!

—¡Su hijo! —rugió Manuel, huyendo al fondo de la vasta sala—. ¡Esto más! ¡Ah, verdugos! ¿Os habéis propuesto matarme? ¿Os habéis propuesto volverme loco?

Y, hablando así, golpeaba la pared con los puños cerrados, como si quisiera hundirla y escapar de aquella gran emboscada en que había caído su corazón.

—¡Manuel, repórtate! —dijo don Trinidad, acercándosele dulcemente—. No soy yo tu verdugo. ¡Eres tú mismo, y también el mío y el de esa pobre familia que te pide misericordia!…

—¡Llevaos, y esconded donde nadie lo vea, a ese vil engendro de la traición y la mentira! —gritó el insensato, sin volverse ni apartarse de la pared.

El niño tornó a llorar.

—¡Grande hazaña! —exclamó don Trinidad Muley—. ¡Injuriar a un pobre niño!… ¡Asustarlo!… ¡Despedirlo!

—¡No quiero verlo! —bramó el joven—. ¡Si lo viera, lo mataría!

—¡Poco te falta para matarlo!… ¡Ya le has hecho ponerse enfermo! —dijo tristemente la abuela—. Su madre le ha dado a mamar veneno desde que supo que venías, y esta noche me lo llevo a mi casa, dolorido y hambriento, como si él tuviera la culpa de que tú no te consideraras dichoso…

—Pero, ¿por qué no viene su padre en lugar de él? —replicó Venegas con desesperación—. ¿Por qué no viene el cobarde que me hurtó la dicha? ¿Por qué huye? ¿Por qué se esconde?

Don Trinidad hizo una seña a la señá María para que callara, y apresuróse a responder por sí mismo en estos términos:

—Supongamos que ese hombre de bien te teme… ¿No le sobra razón para ello? ¿Ha de ser todo el mundo tan sanguinario como tú? ¿No hay más que matarse con el primer desesperado que nos provoca? Porque, Manuel, ¡vamos claros! ¿Qué derecho tienes tú sobre Soledad? ¿Qué palabra te empeñó nunca? Y, de todos modos, ¿qué puedes esperar hoy de ella? ¿La crees tan indigna que por ti se deshonre y deshonre a su marido?

—¡Soledad no tiene marido! ¡Soledad es mía! ¡Soledad me ama! —exclamó Venegas fanáticamente, volviéndose hacia sus interlocutores en ademán de desafío.

—Contéstele usted, señora… —dijo don Trinidad a la señá María Josefa.

—Manuel… —pronunció la madre, ocultando a su nieto mientras hablaba—. Mi hija te quiso en otro tiempo… No lo negaré yo…, ni creas que me sabía mal el que te quisiera… Pero es mujer de bien y, habiéndose casado con otro hombre, nada puedes ni debes esperar de ella…

—¡Mentira! ¡Soledad no está casada! —gritó Manuel con desesperación—. ¡Su casamiento es nulo! ¡Soledad no ha dejado nunca de quererme! ¡Yo la conozco desde que era niña! ¡Yo sé lo que me decían esta tarde sus divinas lágrimas!

—Te equivocas, Manuel… —prosiguió la madre—. Soledad no faltará a sus deberes de esposa… Tu presencia en este pueblo sólo puede dar lugar a desventuras para todos, y de manera alguna felicidades para ti ni para ella… El único bien que puedes hacer a mi hija, y que le harás, supuesto que tanto la quieres, es ausentarte, dejarla en paz, no ser la perdición de su casa… ¡Y eso venimos a decirte este angélico y yo! ¡Eso te suplicamos rendidamente!

—¡Que venga a hablarme ella! —replicó Manuel con indescriptible arrogancia—. ¡Verán ustedes cómo no me pide que me marche! ¡Yo la conozco! ¡Su corazón es mío!… ¡Nada más que mío! ¡Mío desde la edad de ocho años!

—¡Ésas son locuras, Manuel! —replicó la señá María—. ¿Cómo ha de venir a verte una mujer casada? Pero ¡harto claro te decía esta tarde con ríos de lágrimas su deseo de que la olvides, de que la perdones, de que nos perdones a todos!… Soledad no lloraba por lo que tú te figuras… Soledad lloraba de miedo…, como llora este pobre niño…

—¡De miedo! —repuso el joven en son de burla—. ¡Ésa es otra mentira!… ¡Soledad no me teme…, y hace bien! ¡Soledad me conoce! El miedo lo tiene su cobarde tirano… El miedo lo tiene usted, que no estorbó su casamiento… El miedo lo tiene ése que no debe llamarse hijo de Soledad, supuesto que no es hijo mío… ¡Y los tres hacéis muy bien en temblar! ¡Ah! ¡Mi primera idea es la segura!… La muerte de Antonio Arregui lo resuelve todo. ¡Usted se quedará con ese expósito, hijo del crimen, y yo me marcharé con mi adorada!… ¡Mataré, pues, a Antonio! ¡Lo mataré aunque sea en medio de la iglesia! ¡Lo mataré aunque se oponga el mundo entero!

—¡Cómo se entiende! —prorrumpió al fin don Trinidad, lleno de indignación y de ira—. ¡Eso es ya insultarme en mi propia cara! ¡No te abofeteo ahora mismo porque está delante el Niño Jesús! Pero me marcho… Te desprecio… ¡Te abandono! ¡Buen recibimiento me has hecho en tu casa la primera vez que he venido a ella!

—¡Manuel…, te lo pido de rodillas! —decía al mismo tiempo la anciana, postrándose a los pies del hijo de don Rodrigo—. ¡Te lo pide una pobre madre, por la memoria de la que te llevó en sus entrañas! ¡Márchate del pueblo! ¡Ten compasión de este inocente! Y si es que has de dejarlo huérfano, ¡mátalo ahora mismo!… ¡Yo te lo entrego!… ¡Aquí lo tienes!

Y, así hablando, ponía el niño a las plantas del joven, con aquella inspirada temeridad que sólo cabe en almas femeniles y en corazones maternales.

—¡Vámonos, señora! ¡Dejemos a este monstruo! —añadía por su parte don Trinidad—. Acudiremos a la justicia… ¡Yo mismo haré que lo aprisionen!… ¡Adiós, hijo indigno de don Rodrigo Venegas! ¡Me voy, porque tus faltas de respeto me arrojan de tu casa! ¡Me voy, porque te creo capaz de ponerme la mano encima si yo te castigara como mereces! ¡Adiós! Nuestras relaciones han terminado… ¡Me arrepiento de haberte conocido!

—Manuel…, ¡no lo oigas!… ¡Óyeme a mí! —proseguía diciendo la madre de Soledad, arrastrándose a los pies del joven, el cual estaba como petrificado, con los cabellos de punta y con los cerrados puños sobre la frente—. ¡No lo creas, Manuel! ¡Don Trinidad te quiere más que a su vida! ¡Es tu segundo padre! Y yo te quiero también…; y también te quiere este niño… ¡Mira!… ¡Mira cómo te sonríe!

—¡Basta! —gritó al fin Manuel con desgarrador acento, abriendo los brazos y tirando la cabeza atrás—. ¡Basta, crueles sayones, encargados de martirizarme! ¡Dejadme ya!… ¡Idos!… ¡Salid! ¡Os lo mando…; os lo aconsejo…; os lo suplico! ¡Dejadme solo si no queréis que con vuestra sangre y la mía se forme un lago en este aposento! ¡Quitadme de delante al hijo del cobarde ladrón que me ha robado la felicidad!… Márchese usted, señora. Márchese usted, señor cura… ¡Conozco que ya no soy dueño de mí mismo!… ¡Conozco que puedo horrorizar al mundo!…

Era tal la voz de Manuel al decir esto, que la señá María Josefa se levantó espantada, con su nieto debajo del brazo, y se deslizó en silencio hasta la puerta, andando hacia atrás y sin quitar la vista de aquel pavoroso semblante, más propio de un tigre que de un hombre.

Hasta don Trinidad tuvo miedo, no por sí, sino por el niño, por la anciana y por el mismo joven, que estaba a punto de morir o de volverse loco, a juzgar por la violenta agitación de su pecho, por la hinchazón de su frente, por el trastorno de su mirada…; y, conociendo asimismo que ya no había más palabras que decirle, ni fuerzas en el desgraciado para soportarlas, retiróse también lentamente, mirándolo con profunda piedad y sin recuerdo siquiera del pasado enojo.

En tal actitud salió de la habitación, cuya puerta dejó entornada…

Manuel quedó solo con el Niño Jesús.

V. El rocío del alma

Acababa el sereno de cantar las doce de la noche, cuando don Trinidad y la señá María Josefa se retiraron de la sala dejando en manos de la famosa imagen del Niño de la Bola la solución de la suprema crisis a que había llegado el espíritu de Manuel Venegas.

Reinó desde entonces en la casa un profundo silencio, interrumpido únicamente por los cautelosos pasos del vigilante cura, que se acercaba de vez en cuando a la rendija de la puerta a observar a Manuel, y por los cuchicheos de las mujeres, acuarteladas en la cocina.

Polonia se encontraba entre ellas, por no haber podido dominar su inquietud y desasosiego quedándose en la otra casa. Dormía el hijo de Soledad en brazos de su abuela, después que Basilia lo hubo amansado con algunos bizcochos. La Volanta, a fuerza de llorar hipócritamente, había conseguido que don Trinidad dejase de mirarla con prevención, y formaba también parte de aquella especie de tertulia de enfermeras, en que tan buenas cosas se estarían diciendo. Y, por último, el arriero de Málaga roncaba en el patio, incómodamente sentado en una dura silla, como lo exigía la gravedad de las circunstancias.

Lo primero que hizo Manuel cuando se quedó solo fue apagar todas las velas que alumbraban al Niño Jesús, con lo que el salón quedó enteramente a oscuras…

Esto afligió mucho a don Trinidad, que todavía cifraba algunas esperanzas en la antigua devoción de su pupilo a la preciosa efigie en cuya compañía le había dejado… Pero luego recapacitó que el mismo hecho de apagar las luces podía significar, de parte del joven, una especie de miedo a aquel fantasma de su extinguida fe, y tan juiciosa reflexión no pudo menos de consolarle algo.

Manuel comenzó a pasearse en las tinieblas.

De vez en cuando se paraba, e ininteligibles monosílabos, rugidos sordos o sofocados lamentos salían de sus labios, como si dentro de él mantuviesen empeñada controversia dos seres distintos, el uno más feroz que el otro…

Indudablemente, el joven repasaba todas sus emociones de aquel día; indudablemente, le representaba su cerebro las provocativas alarmas del público; la calle de Santa María de la Cabeza; la inesperada aparición de Soledad, su impavidez, su hermosura, su mirada de amor, sus copiosas y amarguísimas lágrimas; el encuentro con don Trinidad Muley; las cristianas aclamaciones en que prorrumpió la muchedumbre; los santos discursos del bondadoso sacerdote; su lloro, sus caricias; la visita del Niño Jesús; el alarde de impiedad con que él la había recibido; el dolor que esto había causado al buen Padre de almas; la aparición de la madre y del hijo de Soledad; el digno lenguaje de la anciana, el llanto y la sonrisa de aquel inocente niño, y los insultos y amenazas del ofendido cura, de su generoso protector, del ser que más le amaba en el mundo…

Ahora bien: todas aquellas palabras de cariño, todos aquellos piadosos consejos, todas aquellas solemnes apariciones, todas aquellas tiernas súplicas, todas aquellas dulces lágrimas, todos aquellos paternales enojos, no podían menos que haber ablandado el corazón de la fiera… Por eso, sin duda, gemía en medio de su rabia, como el león herido; por eso batallaba tanto consigo propio, y por eso, y no por otra cosa, lo dejaba solo don Trinidad Muley, viendo clarísimamente que ninguno de sus esfuerzos por vencerlo había sido inútil; que todos estaban obrando en el rebelde espíritu del joven, y que este espíritu vacilaba, temía, emprendía la fuga, tornaba a la pelea, retrocedía de nuevo, y podía acabar por rendirse de un momento a otro… Pero ¡ay del bien! ¡Ay de la paz! ¡Ay de la caritativa empresa del digno párroco si el joven no se rendía en tan extrema lucha! ¡Entonces no habría ya esperanza de salvación!

Largo tiempo (¡son tan largas las horas de la agonía!) duró este combate entre la soberbia y la humildad, entre la ira y la paciencia, entre la pasión y la virtud, entre el amor propio y la abnegación, entre el egoísmo y la caridad, entre la bestia y el hombre.

A eso de las dos, Manuel no se paseaba ya, ni rugía, ni se quejaba… Solamente lanzaba de tarde en tarde hondos suspiros, que también cesaron al poco tiempo…

Don Trinidad no podía ya distinguir en qué parte de la habitación estaba el joven, ni si se había sentado, ni si por acaso se había dormido… El silencio que reinaba en aquellas tinieblas era absoluto, sepulcral, verdaderamente pavoroso. Parecía como que el enfermo se había muerto…

Pero ¿no podía ser que sólo hubiese muerto su enfermedad? ¿No podía ser que Manuel Venegas acabase de revivir a la razón, a la justicia, a la dignidad humana, a la vida de la conciencia?

En esta duda, el sacerdote desistió de la idea que tuvo un momento de coger una luz y entrar en la sala.

Pronto se alegró de haber sabido esperar, pues no tardó en advertir una cosa que le pareció simbólica y de mucho alcance, en medio de su vulgarísima sencillez, por cuanto le recordó la ceremonia con que se enciende fuego nuevo en la iglesia la mañana del Sábado de Gloria…

Fue el caso que Manuel dio repentinamente señales de estar vivo y despierto poniéndose a encender luz por medio de eslabón, pedernal, yesca y alcrebite, al uso de aquella época.

Lumen Christi… —murmuró don Trinidad, santiguándose.

Obtenido que hubo nueva luz, el joven la aplicó a las velas que antes apagó, con lo que el Niño de Dios tornó a verse profusamente alumbrado, y quedó tan clara como de día toda la espaciosa habitación.

Sentóse entonces nuestro héroe enfrente de la imagen y púsose a contemplarla con honda y pacífica tristeza. La tempestad había pasado, dejando en la ya sosegada fisonomía de aquel hombre de hierro profundas e indelebles señales. Dijérase que había vivido diez años en dos horas; sin ser viejo, ya no era joven; sus facciones habían tomado aquella expresión permanente de ascética melancolía que marca la faz de los desengañados.

Digo más: la triste mirada con que parecía acariciar la efigie del Niño Jesús no tenía tampoco la dulzura del consuelo…: era una mirada de tranquilo, incurable dolor, como la que, pasados muchos años de la cruel pérdida y del agudo padecer, posamos en el retrato de un hijo muerto, de los padres que nos dejaron en la orfandad o de un antiguo amor que se llevó consigo las más bellas flores de nuestra alma…

—¡No reza! ¡No llora! —pensó amargamente don Trinidad, formulando a su modo las mismas ideas que acabamos de emitir.

Y se alejó de su acechadero con mucha más inquietud que alegría le causó la primera mirada del joven a su antiguo Patrono.

—¡No hacen las paces! —añadió luego el párroco, expresando en otra forma su disgusto—. ¡Y la verdad es que el pobre Manuel está dando muestras clarísimas de querer hacerlas! ¡Misterios de Dios! ¿Qué trabajo le costaba ahora a ese chiquito tender los brazos a mi ahijado, como se los tendió antiguamente a San Antonio de Padua? ¡Nada más que con esto saldríamos todos de apuros!

Y tornó a acercarse a la rendija de la puerta, y comenzó a rezar fervorosamente a la primorosa efigie, como arengándola a realizar un milagro indudable.

—¡Nada! ¡No me hace caso! —se dijo, por último, viendo que el Niño Jesús no pestañeaba—. ¡Sin duda no conviene! ¡Respetemos la voluntad de Dios! Ni ¿quién soy yo, pecador miserable, para meterme a dar consejos a las imágenes de mi parroquia? ¡Si los siguiesen, yo sería el santo, que no ellas! ¡Haces bien, Niño mío! ¡Haces muy bien en desobedecerme!

Manuel se había puesto de pie entre tanto.

La tristeza de su semblante era mayor que nunca. Un profundo suspiro salió de su pecho, y pasóse ambas manos por la frente, como para echar de su imaginación renovadas angustias…

Parecía un reo en capilla la noche que precede al suplicio. La conformidad de la desesperación iba envolviéndole en su fúnebre velo…

En el fondo de la sala veíanse algunos de los grandes cofres que había traído de América. Manuel abrió el mayor de ellos y sacó una caja de concha, que puso sobre el velador.

Don Trinidad temió que el joven fuese a suicidarse, y se apercibió a entrar en el aposento…

Pero tranquilizóse en seguida, al observar que lo que en la caja buscaba Manuel no eran pistolas, sino vistosísimas alhajas: collares, pendientes, brazaletes, sortijas, alfileres…: un tesoro, en fin, de perlas, brillantes, esmeraldas y otras piedras preciosas…

—¡Son las donas que pensaba ofrecer a Soledad el día que se casase con ella! ¡Son los regalos de boda que le traía el desgraciado!… —pensó el sacerdote, lleno de conmiseración…

Manuel fue contemplando una por una aquellas galas póstumas, aquellas joyas sin destino, aquellos emblemas de su infortunio…; y, ejecutando luego la idea que, sin duda, le había movido a tan penosa operación, comenzó a ponerle las alhajas a la sagrada efigie de que era mayordomo y a quien, por ende, estaba obligado a agasajar…

Don Trinidad Muley no pudo contener su entusiasmo y su regocijo, y corrió de puntillas a llamar a las ancianas para que contemplasen aquella piadosísima escena.

¡Imagínese, pues, el que leyere, la emoción, los comentarios en voz baja y los dulces lloros que habría al otro lado de la puerta, en tanto que Manuel prendía en las ropas del Niño Jesús, o le colgaba del cuello y de los brazos, los restos del naufragio de tantas amorosas esperanzas!… Estas cosas se sienten o no se sienten, pero no se explican.

Baste saber que todos decían con religioso júbilo y abrazándose cariñosamente:

—¡Se ha salvado! ¡Ha resuelto perdonar! ¡Dentro de pocas horas se habrá marchado para siempre! ¡Dios le haga más venturoso que hasta ahora!

Mientras don Trinidad y las tres virtuosas ancianas hablaban así, la pérfida Volanta, que todo lo había visto y oído, se deslizó por la escalera abajo como una sabandija, sin que nadie reparara en ello, y marchóse a la calle, cuidando de no despertar al improvisado conserje…

Ni ¿cómo habían de advertir aquel suceso los que arriba seguían con el alma las operaciones de Manuel, cuando éste acababa de ejecutar otro acto que ya no dejaba ni asomos de duda acerca de sus nobles y pacíficas intenciones?

Tal fue el sublime arranque de humildad con que, sacando del bolsillo el primoroso puñal indio que aquella tarde había llevado a la procesión, lo desnudó, alzólo a la altura de su cara, contempló su luciente hoja y rica empuñadura, lo besó luego y lo colocó a los pies del Niño Jesús…

Sin la fe ciega que don Trinidad Muley tenía ya en la redención del joven, hubiera temblado por su vida, como temblaron las mujeres, al verlo levantar el puñal, y no habría estorbado, como estorbó, que se precipitasen en la sala… Y también fue necesaria en seguida toda la autoridad del sacerdote para impedir que estallasen en gritos de santo alborozo al contemplar aquella solemne abdicación de la mayor soberbia que jamás cupo en corazón humano.

—¡Callad! ¡Callad!… —les decía al oído el autor de tan prodigiosa obra—. ¡Callad!… ¡Dejadle!… ¡Dios está con él! ¡No despertemos al demonio del orgullo, que ya duerme y pronto habrá muerto en el corazón de mi buen hijo!

Manuel consideró lo que había hecho, y su grave rostro expresó una reflexiva y triste complacencia; pero no en modo alguno aquella devoción activa, directa, personal, que suponían las buenas mujeres, y cuyos resplandores de triunfo y esperanza habría querido hallar don Trinidad Muley en los ojos del león vencido…

—¡Eso no es fe! ¡Eso no es más que caridad! —dijo el indocto Padre de almas, dando crédito, como siempre, a su leal corazón—. ¡Mi obra puede quedar incompleta! ¡Malhaya los hombres que han sacado las fuentes de la alegría en un espíritu tan bueno! ¡Mientras Manuel no crea, no tendrá dicha propia, y sólo gozará en ver que los demás son venturosos!

El hijo de don Rodrigo sacó en esto el reloj y miró la hora. Pero debió de hallarlo parado, pues en seguida abrió un balcón que daba a Oriente y dominaba toda la vega, y consultó la posición de los astros…

Corrió entonces a la puerta del salón, y, sin abrirla, dio dos palmadas, como llamando…

—Dejadme a mí… —murmuró don Trinidad, haciendo señas a las mujeres para que se alejasen.

Y penetró en el vasto aposento.

—¿Quieres algo? —preguntó dulcemente a Manuel.

Fuese modestia, fuese cansancio, fuese aquel pueril resentimiento que los amputados guardan algunas horas al operador que en realidad les ha salvado la vida, nuestro joven esquivó la mirada del sacerdote, y dijo rápidamente:

—Que venga Basilia.

Don Trinidad se retiró sin enojo alguno.

Basilia entró a los pocos momentos.

—¿Está ahí el arriero de Málaga? —le preguntó Manuel con la sequedad de quien desea pronta y breve contestación.

—Abajo está… —respondió temblando el ama.

—Pues dígale que cargue todo mi equipaje y ensille mi caballo. Son las tres y media… Partiré a las cinco. Que entren por estos cofres… Pero ¡que no me hable nadie! Ruegue usted a don Trinidad, de parte mía, que tome algo y se acueste. Necesito estar solo.

Y, dicho esto, se salió al balcón que acababa de abrir, donde permaneció, vuelto de espaldas al aposento, mientras que Basilia y Polonia, llorando silenciosamente, sacaban los baúles, y mientras que don Trinidad y la señá María Josefa lloraban también en el próximo corredor y tiraban desde allí besos de agradecimiento a la imagen del Niño Jesús.

Al cabo de una hora comenzó a clarear el día…

Manuel se quitó entonces del balcón, y, cogiendo una silla, sentóse en medio de la ya solitaria estancia, y siguió mirando al cielo, con la resignada perspectiva del héroe condenado a muerte que ve nacer la última luz de su existencia.

Así estuvo mucho tiempo, sumido en un éxtasis de dulce dolor, que iba hermoseando cada vez más su noble rostro… La fiera había llegado a tener cara de hombre. El hombre no tardó en tener cara de ángel. Dijérase que su alma había entrado en coloquio con lo infinito.

Ya era enteramente de día… Ya habían dado las cinco, y las cinco y media… Ya estaban listas las cargas y ensillado el caballo… ¡Y nadie se atrevía a decírselo, nadie se atrevía a interrumpir aquel inefable arrobamiento en que el joven parecía gozar anticipadamente la recompensa de su abnegación, el premio de su sacrificio!

Salió, al fin, el sol, y su primer rayo penetró en la sala, bañando de fúlgida luz la plácida figura de Manuel Venegas…

Soledad… —gritó entonces el loro en el balcón, donde lo habían dejado olvidado…

Manuel se estremeció convulsivamente al oír aquel nombre con que el pájaro americano saludaba todos los días, hacía muchos años, la salida del sol, y un mundo de recuerdos y de fallidas esperanzas reapareció ante sus ojos, haciéndole volver del cielo a la tierra, de la eternidad al tiempo, del olvido a la realidad. Pero, falto ya de soberbia para luchar con su enemiga suerte, una mortal congoja oprimió su corazón; un desfallecimiento nunca sentido aniquiló todo su ser; extendió los brazos como quien se ahoga (y aun pareció que efectivamente pedía auxilio), hasta que, por último, estalló en amargos sollozos, seguido de copiosísimo llanto…

Y roto por primera vez en toda su vida el dique de las lágrimas, desbordáronse éstas con tal ímpetu, que pronto bañaban su faz, sus manos y su agitado pecho…

Al principio fueron ardiente lava…; luego, benéfica sangría y salvador desahogo de su corazón…, y, al fin, blando rocío que bajaba del cielo a templar la sed de su alma sin ventura.

Don Trinidad corrió a él y lo envolvió piadosamente en su manteo, diciéndole:

—¡Llora, llora, hijo mío! ¡Llora cuanto quieras! ¡Llora en los brazos de tu padre!

Manuel se colgó del cuello del sacerdote y le llenó la cara de besos, diciéndole entre dulces gemidos:

—¡Perdón! ¡Perdón!…

—¡Perdóname tú a mí! —sollozaba don Trinidad.

Y las mujeres lloraban también desatadamente, comenzando a invadir la sala, y el mismo arriero (que había entrado por el foro) se daba puñetazos en la cabeza, diciendo con profunda emoción:

—¡Qué lástima de hombre! ¡Maldita sea la primera mujer!

—¡Padre mío! ¡La adoro! —exclamaba entre tanto Manuel, incomunicado con los espectadores por el manteo de don Trinidad.

—¡Y yo a ti! —le respondió el párroco, besándole reiteradas veces—. ¿Quieres que me vaya contigo?

—¡No!… ¡No!… Me iré yo solo…

—Pues bien: sé muy bueno; haz muchas limosnas, y verás qué feliz eres… Toma… —añadió luego en voz más baja—. Aquí tienes esto… Llévate tu caudal… En todas partes hay pobres…

—No, padre… —le respondió Manuel—. Guarde usted eso…, y haga lo que le dije… En esos papeles se explica todo…

—Está confesando… —interpretaron las mujeres, retirándose al corredor.

—Pero tú vivirás… Tú me escribirás esta vez… —murmuró don Trinidad—. ¿No es cierto?

—Sí, señor… ¡Yo viviré cuanto me sea posible! —contestó el joven, enjugándose las lágrimas.

Y, abrazando por última vez al cura, se levantó y dijo:

—¡Vamos!

Entonces se le acercó Polonia, con las puntas del delantal sobre los ojos.

—¡Perdón, Polonia! —exclamó el joven, abrazándola.

—Anda con Dios, hijo mío… —respondió la anciana—. ¡Ya estás curado, y puedes ser dichoso! ¡Tu enfermedad consistía en no haber llorado nunca!

—Señor… ¡Buen viaje! —le dijo Basilia, besándole la mano…

—¡Venga usted también, señá María Josefa! —gritó al mismo tiempo don Trinidad—. Pero no suelte usted al niño… ¡Hoy hay perdón para todos!

—¡Oh!… ¡No! —pronunció Manuel, retrocediendo.

—¡Manuel, castígate! —exclamó el sacerdote—. ¡Cuanto más te humilles hoy, más dichoso serás mañana con el recuerdo de este día! ¡Arranca de tu corazón, ahora que están blandas, las raíces de tu soberbia, a fin de que nunca retoñen! ¡No te lleves en la conciencia ningún veneno, hoy que la has lavado con tus lágrimas!

—¡Manuel! —dijo la señá María Josefa—. ¡Yo hubiera sido muy dichosa en llamarme tu madre! ¡Harto lo sabe el señor cura!

Manuel se quitó el reloj y se lo entregó al niño, colgando de su cuello la larga cadena de oro de que pendía, y pronunció estas palabras:

—¡Perdono a tu madre!… ¡Dios te haga más feliz que a Manuel Venegas!

Y volvió la espalda y se apartó algunos pasos, como mandando irse a la madre y al hijo de Soledad.

La pobre abuela se alejó hecha un mar de lágrimas, mientras que el niño iba dando besos al reloj y sonriendo como un ángel.

Don Trinidad siguió a Manuel al promedio de la sala, y, señalando al Niño Jesús, que refulgía a la luz del sol con tanta rica presea como adornaba su figura, preguntó en son de ruego:

—¿Y a Éste? ¿Qué le dices por despedida?

—¡A Éste le pediría que resucitase, levantando la losa de mi corazón, si tal milagro fuera posible! —contestó Manuel melancólicamente.

—¡Dios querrá! —dijo el sacerdote, alzando los ojos al cielo—. Las raíces de tu antigua fe están vivas, y ya ha comenzado a correr por ellas la savia de la regeneración. Las máximas que tu padre y yo sembramos en tu alma de niño han vuelto a germinar bajo los auspicios de esta efigie del Redentor del mundo… Debes, pues, agradecimiento al Amigo de tu niñez; y, aunque hoy no veas en su dulce imagen más que una sombra, un retrato, un recuerdo del cariño que le tuviste, y que Él no ha dejado de tenerte; aunque todavía no haya penetrado en tu nublada razón la nueva luz que ya ilumina las más altas cumbres de tu espíritu…, ¡bésalo, Manuel!… (¡Nada pierdes con besarlo!) ¡Bésalo, y verás cómo toda la soberbia que te queda en el cerebro se desbarata en lágrimas, del propio modo que se ha desbaratado la que tenías en el corazón! ¡Verás cómo al poner tus labios sobre los descalzos pies del Niño, en cuya divinidad creían tu padre y tu madre, conoces que estás haciendo una cosa muy santa, y vuelves a llorar de dicha! ¿Qué te cuesta el probar? ¿Por qué no te atreves? ¿No te dice ese miedo que el acto de sumisión que te propongo es de maravillosas consecuencias? Ven…, mira… ¡Yo te daré ejemplo, como cuando eras chico!… Yo lo besaré antes que tú… ¡Así se hace!… ¡Así! Y luego se dice (llorando como lloro yo): «¡Bendito seas, Jesús crucificado! ¡Bendita sea tu Santísima Madre! ¡Bendito sea tu Padre Celestial, que te envió a la tierra a redimirnos!»

Manuel cerró los ojos, y cayó de rodillas como una torre que se desploma…

De rodillas estaban también las dos ancianas y el malagueño, y con fervientes oraciones daban gracias a Dios, al ver que el joven se abrazaba a los pies del Niño de la Bola y los cubría de besos y de lágrimas…

De rodillas, en fin, estaba don Trinidad Muley, a quien de seguro hubieran abrazado gustosos en aquel momento hasta los incrédulos más empedernidos…; ¡porque la verdad es que en todo aquello no había nada malo para nadie ni para nada, y sí mucho bueno para todos y para todo, o nosotros no sabemos lo que es bueno ni lo que es malo en esta miserable vida!


No intentaremos describir los últimos minutos que Manuel Venegas permaneció todavía en su casa, ni los renovados tristísimos adioses que allí se dieron aquellos seres de tan sencillo y tierno corazón… Temeríamos afligir demasiado a nuestros lectores, que, pues todavía no han soltado esta verídica historia en que se rinde culto a la pobreza o humildad de espíritu, seguramente tienen la dicha de pensar y sentir como don Trinidad Muley. Preferimos, pues, salir a la plaza, y confundirnos con la generalidad del público, en cuya compañía podremos ver más tranquilamente la solemne marcha de Manuel Venegas y los dramáticos lances que acontecieron con este motivo.

VI. Marcha triunfal

Hacía una mañana hermosísima, sobre todo para los felices mortales que no tuvieran fijos sus ojos en la negrura de pasiones propias o ajenas, sino que hubiesen preferido salir al campo a espaciar su vista y su alma por el sublime templo de la Naturaleza, por la pintada tierra, llena de prodigios, por la rutilante bóveda del cielo y por el claro espejo de una conciencia suficientemente limpia para poder reflejar las misteriosas luces de lo infinito…

No estaban de este humor aquel funesto lunes, 6 de abril de 1840, las muchas personas que acudían a la plaza Mayor de la ciudad a enterarse de los adelantos que el dolor y la ira habían hecho durante la noche en el corazón de Manuel Venegas y Antonio Arregui. Ni necesito decir que el grupo en que más excitados, por cuenta ajena, se hallaban los ánimos era el formado, según costumbre, a la puerta de la botica; ¡terrible aduana, por donde tenía que pasar el Niño de la Bola al marcharse del pueblo!

Vitriolo estaba más acerbo y feroz que nunca; sin poder callarse, aunque no dejaban de aconsejárselo sus discípulos, y si por acaso interrumpía sus discursos, era para decir a los que iban a comprar medicinas: ¡No hay de ésa!… o ¡Vuelva usted más tarde!, o Dígale al enfermo que se muera; que esto que le han mandado no le sirve para nada.

Ello es que no se apartaba del mencionado grupo, donde ya había tronado largamente contra la imbecilidad de Manuel, «cuya casa —dijo— había llenado de santos y de viejas el cura de Santa María, a fin de separarlo del camino de la decencia y del honor y hacerle faltar a sus famosos juramentos».

Luego añadió:

—Según mis informes, a las tres de la madrugada lo llevaban ya de vencida, y el cuitado estaba rezando el Confíteor a los pies del Niño Jesús, después de haberle regalado una porción de joyas, a ruegos de don Trinidad, que es una hormiguita para su iglesia… ¡Pobre Manuel! ¡Si su animoso padre levantase la cabeza!

El auditorio se miró, como dudando de la congruencia de aquella invocación, y Vitriolo, que se dio cuenta de ello, dobló la hoja y pasó a otro asunto.

—¡En cuanto al marido de Soledad —exclamó con enfático tono—, hay que reconocer que es un valiente! ¡Ya vieron ustedes lo que hizo ayer! ¡Ir, sin quitarse las espuelas, a la ermita de Santa Luparia en busca del célebre matón, a quien don Trinidad Muley había escondido en una especie de escaparate! Yo no dudo de que cuando sepa, como ya lo sabrá a estas horas, que su madre política y su hijo han pasado la noche en casa del amante de su mujer, vendrá a pedir satisfacción a éste, y echará por tierra todas las artimañas del fanatismo y la cobardía.

Muchas personas se apartaron muy disgustadas de aquel energúmeno, y fueron en busca de otros corrillos donde se comentasen más piadosamente las maravillosas y ya públicas escenas ocurridas aquella noche en la antigua Casa del Chantre. Pero Vitriolo no se desconcertó, sino que, riéndose de los que le dejaban, continuó hablando de esta manera.

—¡Por supuesto que Antonio Arregui irá de todos modos esta tarde a la rifa a recoger el guante de su rival! Así lo juró ayer, cuando se enteró de que el hijo de don Rodrigo tuvo anteanoche el atrevimiento de ir a llamar a la puerta de su casa, estando él en la Sierra… ¡Lo sé de muy buena tinta! Por consiguiente, si el Niño de la Bola, el de las amenazas de hace ocho años, se marcha del pueblo sin acudir a la palestra, tanto peor para su honra y su fama. Verdad es que puede que todavía ignore nuestro pobre paisano —y se le haría un gran favor en contárselo— que Antonio Arregui fue ayer tarde a buscarle, en son de desafío, a la capilla de Santa Luparia… En fin…, ¡honor es de este pueblo que el asunto no se haga tablas de la manera indecorosa que se propone Muley! ¿Qué dirían los riojanos si el héroe de la ciudad huyese de uno de ellos? ¡Dirían que los andaluces no tenemos sangre en las venas!… Y todo, ¿por qué? Porque los curas han sorbido los sesos a una especie de salvaje medio loco y cargado de millones, con la intención de sacarle el dinero. ¡Digo a ustedes que me abochorno de tan groseras supercherías!

—¡Y yo me abochorno de que usted vista el uniforme de persona humana! —exclamó el capitán, que había llegado momentos antes—. ¡Usted es un bicho!

Vitriolo se echó a reír.

—¡No se ría usted! —añadió el veterano, temblando de cólera—. ¡Mire usted que hoy vengo resuelto a aplastarlo si no deja de corromper el aire con sus viles calumnias!

—¡Amenazas y todo! —replicó el boticario despreciativamente—. ¿Lo han comprado también a usted? ¿Le ha tocado alguna joya de las regaladas al Niño de madera? Pues ¡me alegraré de que la disfrute!

Y le volvió la espalda, asustado de lo que acababa de decir.

—¡Lo que me ha tocado va usted a verlo ahora mismo! —rugió el capitán—. ¡Tome usted en nombre del Ejército!

Y arrimó al insolente materialista un soberano puntapié en la parte más vil de su materia animal…

El pobre ateo se llevó las manos a la parte contusa y huyó diciendo:

—¡Ah! ¡Lo de siempre! ¡El militarismo, el cesarismo, la fuerza bruta, el brazo secular de la tiranía!

—No ha habido tal brazo, mi buen Papaveris… —dijo Paco Antúnez, negándole el auxilio que fue a pedirle—. ¡La caricia ha sido con el pie, de las buenas!

Yse alejó de él desdeñosamente.

Este lance, que hizo reír mucho a cuantos lo presenciaron, fue como la señal y comienzo de la gran derrota que había de sufrir Vitriolo aquella inolvidable mañana a la vista de todos sus discípulos.

Decírnoslo, porque en tal momento comenzaron a salir de casa de Manuel las famosas cargas de equipaje, precedidas del arriero de Málaga, el cual estaba contentísimo, creyéndose ya camino de las Indias.

La emoción del público al ver aquella prueba material de que Manuel se iba, de que don Trinidad había triunfado, de que la fiera perdonaba…, fue grandísima, al par que noble y jubilosa, con muy escasas excepciones.

—¡Manuel se va! —decían unos—. ¡Don Trinidad no tiene precio! ¡Eso es lo que se llama un buen cristiano!

—¡Manuel se va! —exclamaban otros—. ¡La verdad es que este desenlace tiene algo de prodigio!

—¡Los Venegas fueron siempre así! —expuso el viejo buñolero de la plaza—. ¡Parece que poseen el don particular de entusiasmar al pueblo! La mañana de hoy me recuerda aquella otra en que don Rodrigo salvó los papeles de don Elías del incendio que nadie quería apagar… ¡Todos aplaudimos entonces sin saber por qué…, y ya está pasando ahora lo mismo!… ¡Miren ustedes! La gente llora…, los chicos bailan de contento…, las mujeres se asoman a los balcones… Voy a avisar a la mía…

—¡Lástima de dinero que sale de la ciudad! —decían al mismo tiempo los de otro corrillo, aludiendo a las tres voluminosas cargas—. ¡Cuidado que ahí caben onzas!

En el ínterin, Vitriolo, olvidado de su percance, como se olvida el general de sus heridas hasta que concluye la batalla, acercábase desesperado y medio convulso al triunfante arriero, y le preguntaba con indecible angustia:

—¿A qué hora se marcha su amo de usted? ¿Tardará todavía algo? ¿Habrá tiempo de hablarle cuatro palabras?

—¡Qué ha de haber, hombre! —respondió el malagueño con descompasados gritos—. ¡Lo que hay en este pueblo es un cura que vale más que Dios!

Y quitándose el calañés, y tremolándolo por alto, exclamó en medio de la plaza, con un fervor y un gracejo indescriptibles:

—¡Caballeros!… ¡Viva don Trinidad Muley!

—¡Viva! —respondieron calurosamente más de mil voces.

Y tampoco faltó quien convidara en el acto a aguardiente y buñuelos al señor Frasquito Cataduras, en pago de la «justicia que acababa de hacer a uno de los hijos ilustres de tan calumniada ciudad».

Desde aquel instante, la batalla estaba completamente perdida para Vitriolo. Todo el público era de nuestro amigo el cura, aplaudía su obra, respiraba la grata atmósfera del bien, daba su sanción a la pacífica retirada de Manuel Venegas.

Y tal fue el momento en que el infortunado amante de Soledad apareció a caballo en la puerta de la que tan pocas horas había sido su casa.

Un murmullo de honda conmiseración lanzó la apiñada muchedumbre.

Manuel avanzaba rígido, cárdeno, silencioso mirando al cielo, por no mirar al mundo, y acompañado de don Trinidad Muley, quien marchaba a pie a su derecha, y le dirigía de vez en cuando alguna palabra consoladora.

Era, exactísimamente, el luctuoso cuadro de un reo marchando al patíbulo.

El gentío empezó a saludarlo con cierta cortedad, según que iba pasando por delante de cada grupo; pero al cabo de unos momentos se descubrieron todos de golpe, como cuando se está en presencia de un rey.

Ocurrió entonces un incidente en que repararon muy pocos. La célebre Volanta trató de acercarse a Manuel Venegas por el lado opuesto al que iba don Trinidad, y aun se vio en sus manos un papel, que pudo suponerse una petición de limosna. Pero el sacerdote, que lo observó, pasóse con rapidez a aquel lado, y miró y habló a la indigna vieja con tal furia, que la hizo huir y esconderse entre la apiñada muchedumbre.

Manuel no advirtió nada, sino que prosiguió su marcha triunfal, mudo, inmóvil, indiferente, clavado en el caballo, como el cadáver del Cid, y ganando, como él, aquella batalla póstuma a que no asistía su espíritu.

De este modo pasaba ya por delante de la puerta de la botica, no sin profundo dolor de Vitriolo, que iba a encerrarse en ella con su derrota, cuando se notó gran agitación al otro lado de la Plaza, y viose que Antonio Arregui, lívido de furor, corría primero hacia la casa en que Venegas había vivido, y luego en seguimiento de él, indicado que le hubo alguna persona de mal corazón que aquel jinete era el enemigo a quien buscaba.

Pero don Trinidad estaba en todo; y abandonando a Manuel, voló al encuentro del indignado Arregui, al cual —justo es decirlo— detenían aquella vez otras muchas personas bien intencionadas, de cuyas manos iba desasiéndose a duras penas.

Pocas palabras bastaron a don Trinidad para explicar a Antonio cómo y por qué su suegra y su hijo habían pasado la noche en casa del indiano, y pocas también para convencerle de lo extemporáneo, y hasta sacrílego, del paso que quería dar, provocando a un hombre arrepentido y valeroso, que huía ya del combate, por creerlo injusto, criminal y temerario, y se marchaba para siempre de su patria.

Arregui quedó absorto al hacerse cargo de aquellas inopinadas novedades; y como tenía mucho y excelente corazón, y don Trinidad era el gran hombre que ya conocemos, y el mudable público echaba aquel día todo su peso en el platillo del bien, ocurrió una cosa que de otro modo hubiera sido incomprensible…

Pero digamos antes qué le había pasado entre tanto a Manuel Venegas.

Tan luego como don Trinidad se apartó de él, corrió a reemplazarle Vitriolo, el cual tuvo la audacia de coger la brida y parar el caballo, mientras que alargaba la otra mano al Niño de la Bola y le decía a media voz:

—¡Buen viaje, vecino! ¿No quería usted conocer a don Antonio Arregui? Pues ¡ahí detrás lo tiene luchando con el señor cura, que no puede ya sujetarlo! ¡Parece que el riojano viene de mano armada contra usted!

El aborrecido nombre del marido de Soledad despertó a Manuel de su estupor y le hizo oír las demás palabras de Vitriolo. Volvió, pues, rápidamente el caballo, y preguntó, echando fuego por los ojos:

—¿Cuál? ¿Cuál es?

Y se encontró con don Trinidad Muley, que tornaba ya en su busca, diciendo con majestuoso acento:

—¡Hijo mío, completa tu obra!… Acuérdate de lo que hemos hablado… Aquí tienes a don Antonio Arregui… Te suplico que le pidas perdón…

Arregui estaba dos o tres pasos más atrás, altivo, digno, dispuesto a todo, bien que admirando aquella noble, hermosa y dolorida figura, que veía por vez primera, y compadeciendo acaso tan inmerecido infortunio.

Manuel contempló amargamente al esposo de Soledad, y vaciló algunos instantes entre los dos tremendos abismos que volvía a presentarle la desventura.

Reinó, pues, en toda la Plaza un hondo silencio, preñado de horrores. Los segundos parecían siglos.

—¡Piensa en mí! ¡Piensa en quién eres! ¡Piensa en don Rodrigo Venegas! ¡Piensa en el Niño Jesús! —murmuró don Trinidad, levantando hacia el joven las abiertas manos en ademán de plegaria.

Manuel tembló de pies a cabeza, como si, al renunciar a su última y suprema arrogancia, renunciase también a la vida, y, quitándose respetuosamente el sombrero, saludó al hombre a quien había jurado matar.

Arregui se descubrió casi al mismo tiempo, respondiendo hidalga y afectuosamente a aquel saludo.

Una salva de aplausos estalló entonces entre el gentío, mientras que mil y mil voces ensordecían el aire, gritando:

—¡Viva Manuel Venegas!

—¡Viva Antonio Arregui!

—¡Viva don Trinidad Muley!

—¡Viva el Niño Jesús!

Manuel había metido espuelas, entre tanto, y desaparecido como una exhalación, sin que la Volanta, que corría detrás de él, consiguiera darle alcance, ni detenerlo con sus descompasados gritos.

Epílogo

I. Llegada de Desaix a Marengo

De buena gana hubiéramos terminado esta obra con el capítulo anterior… Nada habría perdido en ello la dignidad del género humano (en cuanto pueden representarla personajes tan imperfectos y oscuros como Manuel Venegas y la Dolorosa), y mucho nos lo hubieran agradecido nuestros lectores predilectos…, que, si no son los más sabidos y leídos, tampoco son los de peor alma.

Pero hoy no tenemos la libertad discrecional del novelista: hoy somos esclavos de unos hechos desgraciadamente reales y positivos, y, por tanto, nos vemos en la dura obligación de referir aquí el trágico suceso que llenó de luto la ciudad aquel inolvidable día, y que sobrepujó a los deseos del mismo Vitriolo y a las aficiones románticas de la forastera.

No creáis, sin embargo, que la indicada catástrofe contradijo en el fondo, ya que sí en apariencia, el saludable concepto final que, a nuestro juicio, se desprende de lo que llevamos narrado hasta ahora. Antes bien, le sirvió de comprobación inmediata, demostrando cuán en lo cierto estuvo don Trinidad Muley al decir a Manuel Venegas, luego que se enteró de que había perdido la fe religiosa (cuya restauración por el sentimiento apenas se había iniciado después de su pobre alma): «¡Ya serás del último que llegue!…» Esto es: ya no tendrá para ti más autoridad el bien que el mal; ya no servirá de límite a tu soberbio albedrío el angosto cauce de la obediencia; ya caerás en todos los abismos que te atraigan.

Pero dejémonos nosotros de estas filosofías o teologías, cuyo esclarecimiento no nos incumbe, y, reduciéndonos al humilde oficio de narradores de hechos consumados, volvamos a aquella Plaza de la ciudad moruna, de donde acaba de salir para su voluntario destierro nuestro inculto y apasionado protagonista.

Poquísima gente quedaba ya en ella. Antonio Arregui, cuya austeridad de carácter conocemos, no había tardado en alejarse de aquel sitio, rehuyendo conversaciones ociosas o dañinas.

Don Trinidad Muley había hecho lo propio, anunciando que iba a meterse en la cama, pues con tantas fatigas y emociones, aumentadas por el dolor de ver partir para siempre a su adorado Manuel, sentíase muy mal, y creía que estaba amenazado de un tabardillo. El septuagenario capitán le dio el brazo y se marchó con él, jurando no volver más a la puerta de la botica. Y con todo esto, se disolvió el concurso, y cada cual tornó a sus quehaceres ordinarios, despidiéndose, empero, unos de otros, «hasta la tarde, en la rifa», no obstante el escaso interés que ya les ofrecía la fiesta.

En cuanto a Vitriolo, cualquiera habría dicho que una especie de vértigo lo dominaba, pues no hacía más que dar vueltas y vueltas en la trasbotica, mirando al suelo, como si invocase al infierno, mientras que sus labios proferían imprecaciones tan espantosas y repugnantes contra Soledad, contra Antonio, contra Manuel, contra el capitán y contra el cura, que, de todos sus discípulos, solamente uno le seguía fiel y le acompañaba. Los demás se habían marchado en pos del ideólogo Paco Antúnez, proclamando que no querían servir de juguete a viles pasiones; que ellos eran incrédulos, pero no criminales, y que harto claro veían que el desalmado farmacéutico, más que adversario de la fe en Dios, era enemigo de la especie humana, y muy particularmente de aquellos individuos que se interponían entre él y la Dolorosa, contra la cual continuaba sintiendo todos los furores del amor y la desesperación.

Al único discípulo que permanecía fiel a Vitriolo lo conocemos ya moralmente, por un conato de fechoría que el capitán estorbó la tarde antes echándole mano al pescuezo en la calle de Santa Luparia. Filemón se llamaba aquel celoso voluntario de la maldad, cuyo nombre de pila ha conservado la Historia por la odiosa resonancia que al cabo logró esta otra tarde, y si no conserva también su apellido, como el de Juan Bautista Drouet, débese a la sencillísima razón de que nuestro inmundo personaje era expósito.

—¡Cálmate, Vitriolo! —decía Filemón a su maestro—. ¡Yo no te abandonaré jamás, como esos traidores que se han ido con Paco Antúnez! ¡Yo tengo también en el alma mucha amargura que escupir al mundo, y te seré fiel hasta la muerte!

—¿Qué me importa? —chilló el miserable, llorando, no lágrimas, sino verdadero vitriolo—. ¿Crees que lloro porque esos necios me han abandonado? ¿De qué me estarían sirviendo ahora? ¿De qué puede servirme ya nadie? ¿De qué me sirve la vida? ¡Mi llanto es de cólera contra la imbecilidad y cobardía de todos los hombres!

En este momento llamaron al mostrador.

Filemón se asomó, y dijo a Vitriolo:

—Sal a despachar.

—¡No despacho! —respondió el farmacéutico.

—¡Mira que es la Volanta!…

—¡Ah! ¡La Volanta! ¡Que entre! ¡Que entre! ¡Es el último recurso que me queda!

La bruja entró jadeante, sin aliento, bañada en sudor, y se dejó caer en una silla. En sus verdes ojos relucía tanta perversidad en acción, que Vitriolo columbró un rayo de esperanza. Diole, pues, a falta de aguardiente, un poco de espíritu de vino con agua y jarabe, y le dijo en son y estilo de cómitre:

—¡Vamos pronto! ¡Desembucha! ¡Tú tienes algo que contarme!

La Volanta miró a Filemón.

—¡Descuida! —añadió Vitriolo—. ¡Éste es de los buenos, y podrá ayudarnos si hay algo que hacer! Conque ¡habla!

—¡Deja que pueda respirar!… —resolló al fin la vieja—. Vengo reventada de correr detrás de ese demonio…, y lo peor es que no he conseguido que oiga mis gritos.

—¿De quién se trata?

—¿De quién se ha de tratar? ¡Del Niño de la Bola!

—¡Cómo! ¿Tú deseabas hablarle? ¿Tenías acaso algo que decirle? ¿De parte de quién?

—¡Conque no has observado nada! ¡Conque no me viste cuando me acerqué a él y se atravesó el cura!… ¡Me alegro! ¡Así te cojo más de nuevas, y me pagarás mejor mi secreto!

—¿Qué secreto? ¡Dímelo pronto, ruin hechicera, o te estrujo hasta sacártelo!

—¡Así me gusta a mí la gente! ¡Con entrañas! Dame otro poco de esa bebida, ¡que está buena!… Pues, señor: recordarás que esta madrugada me fui de acá cerca de las cuatro, después de referirte lo que ocurría en casa de Manuel, a contárselo a Soledad, quien me aguardaba para salir de dudas acerca de si se iba o no se iba hoy del pueblo su antiguo amante. También era mi objeto decir a Antonio Arregui, por consejo tuyo, que su suegra y su hijo estaban pasando la noche en casa de Manuel Venegas.

—Bien, ¿y qué? ¡No me desesperes!

—¡Vamos despacio, que no soy costal! Llegué a casa de la Dolorosa, que lo tenía todo preparado para que me abrieran la puerta sin que lo notase su marido… (¡Una vez dentro, no había cuidado; pues, como duermo allí muchas noches, mi presencia en la casa no podía chocar a nadie!) El bueno de Antonio no se había desnudado, y estaba abajo, en su despacho, paseándose como un basilisco, a causa de haber recibido a prima noche contestaciones muy agrias de su mujer (quien, como sabes, lo domina completamente), sobre si ésta había llorado o no había llorado en la procesión… Es decir, que, por medio de aquella pelea, había conseguido la muy picara lo que deseaba, que era desterrar al pobre marido de la cama de matrimonio, a fin de esperarme sola… y dispuesta a todo… Con este mismo objeto había hecho que la madre se llevase a su casa el niño, diciendo que aquél era el mejor modo de destetarlo…

—¡Acaba, con cinco mil demonios!

—¡Allá voy, hombre! ¡Allá voy! Pues, señor: encontré a doña Dulcinea metida en la cama, con muchos encajes y moños, según costumbre, pues es presumida y orgullosa hasta cuando duerme, y con dos ojos abiertos como los de una lechuza, aguardando las noticias que yo debía de darle sobre su adorado tormento. ¡Siempre te dije que la Dolorosa no había nacido para mujer de bien! ¡Es hija de Caifás, y basta! ¡La triste comida que me da, en cambio de las fincas que me robó su padre tengo que tragármela revuelta con mis burlas o insultos acerca de mi afición a beber una gota de lo blanco, y, desde que no vive con su madre, la mayor parte de los domingos se queda sin misa…

—¡Lo mismo haces tú, y las dos hacéis bien!

—Pues atiende, que ahora entra lo bueno. «¡Ay, Lucía! ¡Cuánto has tardado! —me dijo al verme—. ¿Se va el pobre Manuel? ¿Nos dejará vivir en paz? ¿Lo ha convencido el cura?»

—«Ahora mismo acaba de convencerlo —le respondí— y creo que marchará hoy por la mañana.» «¡Hoy por la mañana! —gritó hecha una loca—. ¡Eso no puede ser!… ¡Tú no sabes lo que te dices!…» Contóle entonces todo lo que había presenciado en casa del mozo, y, según yo le iba hablando, ella se ponía unas veces muy afligida y otras muy furiosa, hasta que al fin se tiró de la cama, hecha un sol… (¡porque lo que es a mujer y a bonita no le gana nadie!), y me dijo, dándome un abrazo tan apretado como si yo hubiera sido él: «Lucía, ¿cuento contigo? ¿Puedo fiarme de ti? ¿Puedo poner en tus manos mi vida y mi honra?» ¡Figúrate lo que le contestaría! ¡Ya la tenía agarrada para siempre!… Así es que no omití medio de tranquilizarla acerca de mi lealtad. Púsose entonces un vestido blanco: se calzó las chinelas, y comenzó a escribir a toda prisa…

—¡Dame esa carta! —prorrumpió Vitriolo—. ¡No tienes que decirme más! Adivino el resto… La carta es para Manuel Venegas, y tú no has podido entregársela por más que has corrido… ¡Has hecho bien en traérmela! ¡Dámela ahora mismo!

—¿Qué significa eso de dámela? —replicó la bruja—. ¡Antes tenemos que ajustar cuentas!

—¡Dame la carta! —bramó Vitriolo, fuera de sí.

—¡Ca! ¡No te la doy! Si no he logrado entregársela a Manuel, ha sido porque Soledad empezó y rompió tantos papelotes antes de escribir éste, que, cuando salí a la calle, después de hablar con Antonio, eran ya las cinco y media, y el cura no me ha dejado después acercarme a su protegido… Pero ¡entregártela a ti!… ¡Qué disparate! ¿No ves que en esta carta tengo un capital?… ¡Figúrate cuánto dinero me dará Soledad por recogerla! Ahora, como no sé leer, necesito que tú me enteres de su contenido, para calcular qué punto compromete a doña Zapaquilda.

—¿Quieres que se la arranquemos? —preguntó el expósito al boticario.

La vieja saltó como una víbora, y sacó una navajilla, diciendo:

—¡Al que se acerque a mí, lo abro en canal! ¡Vaya un amigo que te has echado, Vitriolo! ¿No sabes que es jugador con barajas compuestas? ¿No sabes que vive de robos como el que acaba de aconsejarte?

Vitriolo replicó secamente:

—¡Te compro la carta! Tengo algunos ahorros de mi sueldo… ¿Cuánto quieres por ella?

—Ésa es otra conversación. ¡No te la doy por menos de tres duros!…

—¡Aquí los tienes! —repuso el boticario—. Venga el papel.

—¡Toma y daca! —exclamó la vieja, riéndose y guardando la navajilla.

Vitriolo abrió el pliego, cuyo sobre no tenía nada escrito, y lo primero que hallaron sus ojos fue un retrato en miniatura, que representaba a un arrogante caballero de treinta a treinta y cinco años.

—¿Quién es este hombre? —preguntó a la Volanta—. ¡Se parece a Manuel Venegas!

—¡Toma! ¡Como que es su padre!

—¿Y quién se lo ha entregado a Soledad?

—¡Mira tú! ¡La Justicia! ¿No sabes que todas las fincas, muebles y efectos de don Rodrigo fueron a poder de don Elías?

—Es verdad… Leamos.

Vitriolo devoró con los ojos la carta de la Dolorosa, y una alegría satánica, mezclada a veces de dolor, fue pintándose en su lúgubre rostro a medida que avanzaba en la lectura. Acabóla al fin, y, dando un alarido de feroz complacencia exclamó, volviendo a pasearse:

—¡Ni el demonio! ¡Ni yo mismo! ¡Nadie hubiera inventado arma tan espantosa ni tan eficaz! Lo que ni el público, ni los celos, ni la llamada honra, ni la ira, ni las palabras empeñadas lograron de Manuel Venegas, lo conseguirá este papel, lo conseguirá el amor. ¡Oh, cómo le quiere la malvada! ¡Y cómo lo precipita en el abismo! ¡Yo completaré la obra de esa imbécil, que toma al hijo de don Rodrigo por un adúltero vulgar!… ¡Ahora mismo… Lucía!… Ve a casa del alquilador de caballos, y dile que ensille uno para Filemón, quien irá a montar en seguida…

—Todo eso está bien… —observó la bruja—. Pero, ¿qué le digo a Soledad de su carta?

—Tienes razón… ¡Hay que sostener su esperanza para que no deje de ir a la rifa! Pues bien: dile que, no habiéndote sido posible acercarte a Manuel, se la has remitido con un posta, el cual te ha jurado darle alcance y entregársela en el camino… Corre, pues… ¡No tardes! Dile al alquilador que el caballo sea fuerte y bueno… Filemón te sigue…

La Volanta salió corriendo.

—Oye, amigo mío… —prosiguió Vitriolo, adoptando un tono muy solemne—. Oye esta carta, y verás cuán importante es el papel que te toca representar hoy… ¡Hoy vas a eclipsar la gloria de aquel célebre Drouet, a quien siempre he envidiado, que llevó espontáneamente a Varennes la noticia de la fuga de Luis XVI! ¡Oye, y verás cómo podemos ganar esta tarde la batalla que perdimos esta mañana! Yo estaba hace poco como Napoleón, a las tres de la tarde, en Marengo: perdido, derrotado, retirándome…; cuando he aquí que acaba de llegar en mi auxilio el general Desaix con sus divisiones de refresco, diciéndome que aún es posible revocar el fallo de la fortuna; que aún tengo tiempo de ganar una nueva batalla… ¡Eso es para mí esta carta de la Dolorosa! ¡Tiemble, pues, la ciudad! ¡Tiemble el universo! ¡El triunfo va a ser de Vitriolo!

—Pero léeme la carta… —dijo Filemón—. Quiero graduar la importancia de mi obra…

—¡Es verdad! Leamos otra vez su carta… —repuso ferozmente el maestro—. ¡Hay venenos que sirven de medicina, y eso me pasa a mí con éste! ¡Oye, y espántate del abismo que puede ocultarse debajo de un rostro de Dolorosa!

La carta decía así:

«Manuel:

»No puedo ni debo callar más… No quiero que te ausentes maldiciendo mi nombre, ni que me recuerdes con odio el resto de tu vida, cuando Dios sabe que no merezco tu maldición ni tu aborrecimiento, sino que me tengas tanta lástima, como yo a ti.

»Ayer tarde en la ermita y esta noche en tu casa te habrá suplicado mucho mi madre que te alejes de mí para siempre y que me olvides; y aun puede ser que haya tomado mi nombre al rogártelo… Mi mejor gusto habría sido que no te aconsejara tal viaje… Pero ¿cómo decir a mi madre lo que te voy a decir a ti?

»Por eso me he resuelto a escribirte esta carta, que no debes dudar es de mi puño y letra, pues ya ves que te incluyo, como señal, un objeto para ti muy conocido y que sólo yo podía poseer, cual es un retrato de tu padre, que encontramos en uno de los muebles de su pertenencia, y que de todos modos tenía pensado devolverte, con cuanto fue tuyo, inclusas las fincas. Así lo habían resuelto mi conciencia y mi voluntad desde que en mis primeros años supe de ciertas cuestiones de dinero…

»Manuel: no extrañes nada de lo que te llevo dicho ni de lo que me resta que decirte. No extrañes tampoco que te hable de tú. También me tuteaste tú a mí la única vez que me has dirigido la palabra… Y, además, ¿para qué seguir ocultándolo? ¿Para qué mentir o callar, cuando mis ojos me han vendido siempre, como mis lágrimas me vendieron esta tarde?… ¡Mi corazón es tuyo, Manuel!… Mi corazón es tuyo desde que, a la edad de ocho años, me acostaron en el lujoso catre en que tú habías dormido tanto tiempo y de que acababas de ser despojado… Yo pasé muchas noches en vela, pensando en que tú, huérfano y pobre, estarías maldiciéndome y despreciándome a aquella misma hora, recogido por caridad en un lecho ajeno… ¡Sí, Manuel mío! Desde entonces es tuyo mi corazón; es decir, desde antes de conocerte, desde que supe que existías y me contaron tus desgracias… Después te vi…, ¡y nada tengo que decirte que no te revelaran primero los ojos de la niña y luego los ojos de la mujer!…

»¿Es culpa mía que tu ausencia haya durado ocho años? ¿Sabes tú lo que yo he padecido durante ellos? ¿No conocías el alma de hierro de mi padre? ¿Ignoras que me vi encerrada en un convento, y que ya vestía el hábito de novicia cuando accedí a casarme, no sé con quién, con cualquiera, con el primero que me pretendió, a fin de evitar que, a tu vuelta, me encontraras separada de ti por los muros de un claustro, que ni tan siquiera nos habrían permitido vernos…, como nos veíamos antes de tu viaje?

»Pero, aunque el infortunio me haya obligado a casarme con otro hombre, ¿no me conoces, Manuel? ¿Has dejado de leer en mi corazón con tanta claridad como cuando decías a todo el mundo: Yo sé que me quiere; yo sé que es mía? Y si me conoces, ¿por qué te marchas? ¿Por qué te marchas desdeñándome, aborreciéndome, sin dignarte lidiar contra la nueva desdicha que nos separa en apariencia, y dejándome reducida a vivir y morir con este hombre que no conozco, que no me conoce, y que no quiero ni podré llegar a querer nunca? ¿Por qué me castigas tan duramente, entregándome al ludibrio de un pueblo que siempre me había coronado con la diadema de tu amor?

»¡Ingrato! ¡Cruel! ¡Pagarme con tanto desvío y tanta injusticia, cuando llevo diecisiete años de aguardarte! ¡Irte, primero por ocho años, y ahora para no volver jamás, sin comprender que, desde el primer día de mi juventud, al verme tan separada de ti por el destino, te sacrifiqué mi recato, mi honra y mi vida! ¡Loco! ¡No buscarme nunca en secreto! ¡Buscarme siempre en presencia del público! ¡Figurarte que era menester ir América a conquistar un millón para llegar hasta mí, para enseñorearte de mi cariño! ¡Creer ahora que hay necesidad de matar a nadie, que hay que estremecer al mundo, que hay que vencer ningunos obstáculos, para triunfar, al cabo, de los rigores de nuestra suerte y convertir en dulce realidad todos los sueños de nuestra vida! ¡Obligarme a decirte, loca de amor y llena la cara de sonrojo, lo que a ti te tocaba pensar, decir y hacer, sabiendo, como sabes desde el primer día que me viste, que eres el rey de mi alma y de todo mi ser…, el único hombre que he amado y que podré amar, el único que puede darme la vida o la muerte!

»¿Lo ves, Manuel mío? ¿Lo ves? ¡Tu pobre Soledad ha perdido la razón! ¡Tu Soledad, desesperada al saber que la abandonas para siempre, te escribe delirando, muerta de amor, sin orgullo, sin reserva, como la esposa al esposo de su vida!… ¡Ah! ¡No te vayas! ¡Ven! ¡Perdóname! ¡Compadéceme! ¡Restitúyeme tu corazón, aunque después termine nuestra existencia!

SOLEDAD

—¡Tremenda carta! —exclamó el cunero.

—¡Pavorosa! —respondió Vitriolo—. ¡Obra maestra de dos formidables pasiones, o sea del orgullo y de la lujuria! ¡La inicua se casó con Antonio Arregui para que no se dijese que yo era el único hombre que se había atrevido a desafiar las iras del Niño de la Bola con tal de poseerla, y hoy entrega un puñal a éste para que no se diga que se marcha despreciándola y sin otorgarle los honores de asesinar a Antonio! Hasta aquí, el orgullo. En cuanto a lo demás, hay que leer las cartas de Mirabeau y Sofía para hallar tamaña lujuria… ¡Y pensar que todavía la adoro!

Filemón repuso:

—Si enviaras este papel a Antonio Arregui, mataría a su mujer, y tú saldrías de penas…

—¡Ya he pensado en eso! Pero ¡no me acomoda! —respondió Vitriolo con horrible frialdad—. Lo que yo necesito es que Antonio muera asesinado por Manuel, y que a Manuel le dé garrote el verdugo. De este modo, la execrable viuda, sola y deshonrada, será tan infeliz como yo. Además, como el triunfo religioso del cura consiste en la pacífica marcha del hijo de don Rodrigo, es de absoluta necesidad que el hijo de don Rodrigo vuelva… ¡y mate!

—Tienes razón… ¡Trae la carta! El caballo estará ya dispuesto…

—¡Toma…, toma, hijo mío! —exclamó Vitriolo con siniestro júbilo—. La gloria de la filosofía y mi apetecida venganza están en tus manos… Yo creo que lograrás dar alcance a nuestro héroe en alguna de las primeras ventas… El insensato lleva tres días sin comer ni dormir, y sus fuerzas no pueden menos de tener límite, como todas. Además, el maletín de la montura (atestado de oro, según me ha dicho la Volanta) impedirá a su caballo correr mucho. Cuando lo encuentres, le dices que estás empleado en la fábrica de Antonio Arregui, y que su señora te ha confiado esa carta con el mayor secreto. En seguida le contarás, como de tu cosecha, que Arregui fue ayer a desafiarlo a Santa Luparia, y que por eso corría tanto la procesión y lo encerraron a él en la sacristía; le dirás asimismo que esta mañana venía también Antonio a provocarlo, y que, a ruegos de don Trinidad, desistió de ello; le dirás, por último, que Soledad y su marido van esta tarde a la rifa, y que el orgulloso fabricante se ha ufanado hoy, en calles y plazas, de haber hecho huir al temido Niño de la Bola… ¡Ah! Se me olvidaba lo principal… Procurarás hacerle creer que don Trinidad cuenta hoy que el Niño Jesús dirigió anoche la palabra al indiano, para ordenarle que se marchase del pueblo y le dejase todas sus joyas al cura, con autorización de disponer de ellas a su antojo. En fin: inventa, discurre, miente… ¡Todo es lícito cuando se trata de salvar la sociedad!…

—Descuida, maestro, descuida. Sé lo que tengo que decir… —respondió Filemón, dándole la mano—. Hasta la tarde, si es que alcanzo hoy a Manuel Venegas. Y si no le alcanzo hoy, ¡iré en su busca al fin del mundo!

—¡Eres todo un hombre! ¡Cuando yo falte, tú heredarás mi magisterio! —exclamó Vitriolo, acompañándole hasta la puerta de la botica y abrazándole paternalmente.

Y luego que lo vio desaparecer, añadió con acento lúgubre:

—¡Soledad! No dirás que te olvido… Tú echaste mi carta a un perro para que la comiera… ¡Yo he echado la tuya a un tigre furioso!… ¡Estamos en paz, alma de mi alma!

II. La rifa

Aquel mismo sol cuyos matutinos rayos habían alumbrado la solemne y conmovedora partida de Manuel Venegas, continuaba a las tres y media de la tarde la majestuosa marcha, llevando en pos de sí las horas póstumas y sobrantes de un día al parecer ya inútil, cuyo interés y juicio histórico dieron por concluidos tan de mañana todos los habitantes de la ciudad.

Obedeciendo, empero, la mayoría de éstos a la ley de inmemoriales costumbres, habían acudido, después de comer, a aquel anfiteatro de amarillos cerros, cuajados de habitadas cuevas, donde, como todos los años en tal fecha, debía celebrarse el baile de rifa del Niño de la Bola, y donde ocho años antes tuvo lugar la fatal subasta en que el hijo de don Rodrigo fue derrotado por don Elías Pérez.

No sólo este acaudalado sujeto, sino otros muchos ricos y pobres de los que allí vimos, habían muerto desde 1832 a 1840. En cambio, innumerables niñas y niños de entonces eran ya mujeres y hombres hechos y derechos; muchos solteros y solteras se habían casado y tenían hijos, y no pocos padres y madres a quienes conocimos frescos y buenos mozos, figuraban ya entre los viejos y los abuelos… Por consiguiente, el cuadro venía a ser el mismo, a primera vista y en conjunto, aunque hubiese variado en individuales pormenores.

Allí, en efecto, había, como antaño, clérigos y cofrades, soldados y bailadoras, señores y plebe: allí se veían, a la puerta de las oscuras cuevas, hileras de sillas ocupadas por lujosas damas y endomingados caballeros: allí resaltaban, a la luz del sol, los animados colorines de los pañuelos y sayas de criadas y labriegas, los pintarrajados chalecos y fajas encarnadas de los hombres del pueblo, las medias blancas de trabilla de los que llevaban calzón corto, los refajillos colorados de las niñas pobres y descalzas que no tenían vestido, y las cobrizas carnes de los chicuelos que no tenían ninguna ropa…

También se veía allí, sobre una mesa con mantel de altar, la reluciente figura del Niño Jesús, adornada con todas las alhajas que le había regalado pocas horas antes Manuel Venegas, cuyo puñal indio, de pomo de oro con piedras preciosas, seguía a los pies de la bella efigie, como pintan al dragón del pecado a los pies de la Virgen María.

Las gentes contemplaban llenas de asombro y curiosidad, y muy reconocidas al cielo, aquellas valiosas ofrendas de la mayor ira, trocada de pronto en cristiana mansedumbre… Indudablemente, la idea de este maravilloso cambio llenaba, en la imaginación de tanto morisco ganoso de emociones extraordinarias, el vacío resultante de la transacción llevada a término por la caridad de don Trinidad Muley. ¡Habíase frustrado la tragedia, pero quedábales un poema religioso!

Sin embargo, y aunque difícilmente hubieran podido explicar la causa, hallábanse desanimados y tristes… Acaso les acontecía lo contrario que a Manuel Venegas, y así como él tenía caridad sin fe, ellos tenían fe sin caridad… O puede que todo consistiera en que los canónigos, a quienes se aguardaba para empezar la fiesta, no habían llegado todavía, o en que también faltaba de allí nuestro amigo el veterano capitán, que solía ser el gran jaleador del baile y de la rifa, o en que había cundido la infausta nueva de que don Trinidad Muley se hallaba enfermo en cama con una fuerte calentura, y había llamado a un escribano para hacer testamento, como cesionario de la mayor parte de las riquezas de su antiguo pupilo.

La llegada de don Trajano y de la forastera, seguidos de doña Tecla, de Pepito y otros tertulios, alegró algo a los demás concurrentes, quienes, como de costumbre, pasaron minuciosa revista al traje, al peinado y a los adornos de la elegantísima prima del marqués, tratando de aprendérselo todo de memoria.

Muy hermosa y gallarda iba, a la verdad, aquel día, con su vestido de gro celeste y su mantilla de blonda negra, que más bien servían de realce que de disfraz a las arrogantes líneas de su cuerpo; pero inútil era que las beldades del país tratasen de copiar lo que en aquella mujer de raza, educada por las sílfides de la moda, constituía ya segunda naturaleza.

Tampoco fuera oportuno que nosotros nos detuviésemos en este acelerado epílogo a relatar todo lo que hablaron allí la madrileña, don Trajano y Pepito acerca del chasco dado por Manuel a la expectación pública. Sólo diremos que la deidad proclamó repetidas veces que aquel desenlace había sido muy frío, y que, si como cristiana se felicitaba íntimamente del buen término del asunto, como artista no podía menos de declarar que todo aquello era prosaico y vulgarísimo, y nada propio de un héroe llamado Niño de la Bola.

—En fin… —concluyó diciendo—, ¡el drama no ha resultado romántico!

—¡Tiene usted más razón de lo que se figura! —contestó el señor de Mirabel—. ¡Para drama romántico le faltan tres o cuatro crímenes! En compensación… usted misma lo ha dicho: su desenlace ha sido eminentemente cristiano.

—¿Y qué tiene que ver el arte con el cristianismo? —replicó la sabia forastera.

—El arte romántico, ¡nada! —expuso el jovellanista—. Precisamente es hijo de la soberbia y la impiedad, y no admite más culto que el de la mujer y el de la venganza… ¡Los románticos son idólatras de sí mismos, de sus pasiones, de sus afectos, de sus amarillentas adoradas y de otras pobrezas terrenales ejusdem furfuris!

—Don Trajano debe de tener razón… —observó el hipócrita Pepito—; pues por ahí se dice que los más irritados con la solución amistosa del tal drama son los incrédulos de la botica.

—¡Terrible gente! —respondió el jurisconsulto, alzando mucho las cejas—. A mí no me asustan los milicianos nacionales… ¡Ya vieron ustedes ayer qué entusiasmados y devotos iban en la procesión!… ¡Estos progresistas son buenos en el fondo! Pero ¡esa gentecilla nueva, que no cree en la divinidad de Jesucristo, representa un gran peligro para el porvenir!

—Oye una palabra, Trajano…, con permiso de los señores, —dijo en esto aquel otro viejo, también moderado jovellanista, que la tarde antes vimos con él en un balcón.

Yarrimando la boca al oído del discípulo de Moratín, añadió lo siguiente.

—¡Esa gentecilla que dices, es nuestra legítima heredera!… Nosotros, con todos nuestros pergaminos y sangre azul, fuimos, cuando jóvenes, partidarios de la Razón, del Buen Sentido, y hasta de aquel Ser Supremo que sustituyó al antiguo Jehová… ¿No te acuerdas?

Yal hablar de este modo, el viejo se reía.

—¡Eso no se dice! —gruñó don Trajano de muy mal humor.

—Te lo digo a ti…

—¡Ni a mí tampoco! ¡Ni a ti mismo!… Y verás cómo, con el tiempo, te acostumbras a creer que tienes otras ideas.

Peliagudo se había puesto el negocio cuando quiso Dios que llegaran a la rifa Antonio Arregui y la Dolorosa, cortando con su presencia aquella y todas las conversaciones pendientes, muy menos interesantes que las mismas personas que les servían de asunto.

Antonio iba sumamente descolorido y turbado, pero más obsequioso que nunca con su mujer, como haciendo público alarde de dicha o buscando una verdadera reconciliación.

Soledad no parecía la misteriosa esfinge de siempre. Por el contrario, mostrábase inquieta, miraba a todos lados, y sus ojos no eran ya mudos abismos llenos de sombra, sino volcanes de amor en actividad… Dijérase que el preconcebido adulterio acechaba desde ellos a la honradez para herirla por la espalda.

Vestía de blanco como una novia, sin que su elegancia y donaire tuviesen nada que envidiar a la forastera. Una toca negra de encaje hacía resaltar dulcemente la blancura de su muy descubierta garganta, así como los hilos de perlas que le servían de brazalete pardeaban al querer competir con sus nevados brazos. Estaba hermosísima: la tentación no se mostró nunca en más temible forma.

No al lado de su adorada hija, sino al lado de Antonio Arregui, habíase sentado la señá María Josefa, muy acabada por aquellos dos días de mortal zozobra, pero aún vigilante y en la brecha, como si la alarmasen tristes presentimientos. Honor y dechado de un sexo que tan desventajosa representación tiene en esta reducida historia aquella noble mujer, que no admitió, cuando moza, los amorosos obsequios de su millonario señor sino con el debido aditamento de su mano y de su nombre; la que después hemos visto esposa fiel, paciente y trabajadora; la madre amantísima; la amiga de los necesitados, no podía menos de hallar, y halló efectivamente aquella tarde, miradas de compasión y reverencia en otras mujeres de bien; condigno premio de un largo heroísmo; elogio fúnebre, no muy anticipado por cierto, de la que había de morir a los pocos días.

Llegaron, al fin, los canónigos, justificando su tardanza con la solemnidad de las Vísperas que acababan de rezar en conmemoración de no sé qué difunto monarca, vencedor de los mahometanos, e inmediatamente comenzó la rifa, seguida del baile; este último, al son de instrumentos moriscos, o sea de guitarras, platillos, carrañacas y castañuelas, como antes de la Conquista.

Las parejas de danzarines no se concertaron en virtud de puja, sino espontáneamente, formándolas, por tanto, mozas y mozos de la clase baja, al tenor de sus inclinaciones, de donde sólo hubo que admirar el rumbo de tal o cual refajona metida en carnes y de coloradas mejillas que se movía como una peonza, o las primorosas y continuas mudanzas con que la obligaba algún pinturero bailador de zapatos blancos.

Respecto de la rifa, era mucho menor el interés del señorío, pues no se subastaba otra cosa que los hilos de marchitas uvas, las tortas de pan de aceite y las panojas de arrugadas peras, manzanas, todo allí de manifiesto, que habían regalado los devotos al Niño Jesús.

De esta manera llegaron las cinco de la tarde, y ya se disponían a regresar a la ciudad algunas familias acomodadas, entre ellas la de Antonio Arregui, cuando de pronto se notó en las más distantes y encumbradas cuevas una vertiginosa agitación, acompañada de gritos de mujeres y niños que decían:

—¡Manuel Venegas! ¡Manuel Venegas! ¡Allí viene! ¡Ya cruza las viñas! ¡Pronto llegará aquí!

Un rayo que hubiese caído en medio de la multitud no habría causado tanto pavor. Todo el mundo se puso de pie; cesaron la música y el baile; corrieron gentes al encuentro del temido joven, guiándose por las indicaciones de los que lo veían, pues llegaba por camino desusado; huyeron otras personas en sentido opuesto, como para librarse de la tormenta que se cernía en los aires…, y aun hubo algunas que hablaron de ir a buscar a don Trinidad Muley…

Antonio Arregui era el único que permanecía sentado, o, por mejor decir, que había vuelto a sentarse al oír aquel temeroso anuncio. Estaba lívido, pero resuelto, callado y como indiferente a lo que sucedía.

La señá María Josefa le decía llorando:

—¡Vámonos! ¡Vámonos a casa! ¡Piensa que tienes un hijo!

Otras mujeres y hasta algunos hombres se ofrecían a esconderlo en tal o cual cueva.

Las autoridades procuraban tranquilizarlo, diciéndole que ellas estaban allí.

Antonio no contestaba a nadie.

Soledad, de pie, silenciosa, terrible, parecía aguardar la resolución de su marido.

—¡Siéntate! —díjole éste con desabrido tono y sin mirarla.

Soledad obedeció con indiferencia.

Y las autoridades y demás mediadores se retiraron de él con frialdad, en vista de que nada les respondía, yendo el alcalde a consultar el caso con el jefe de su partido, o sea con nuestro don Trajano, a quien debía la vara.

El jurisconsulto informó que no podía prenderse a Manuel Venegas mientras no cometiese delito o conato de él, pero que había que vigilarlo mucho, así como a Antonio Arregui.

La forastera, que, aunque algo asustada, estaba en sus glorias, opinó lo mismo.

Entonces rogó el alcalde a todo el mundo que se sentara, y mandó que prosiguiesen la música y el baile, como, en efecto, así se hizo, bien que sin ganas de los actores ni del público.

Entre tanto, ya había asomado Manuel Venegas, no por el camino de la ciudad, sino por lo alto de los cerros, cual si desde la vecina sierra hubiera bajado a campo traviesa para caer más pronto en aquellos parajes.

Venía a caballo, y faltábanle muy pocos obstáculos que vencer para entrar en camino expedito y plantarse en medio de la rifa.

La perplejidad del coro era inmensa, indefinible. ¡Había cambiado tantas veces de papel en aquel drama, que ya no sabía qué actitud tomar, ni discernía acaso sus propios sentimientos!

En esto llegó Manuel a la explanada que servía de teatro a la fiesta. Apeóse del caballo, cuya brida entregó al primer oficioso que se puso a sus órdenes, y, sin mirar ni saludar a nadie, se acercó al sitio en que se bailaba.

Antonio giró un poco sobre la silla, hasta dar la espalda al arrogante joven, como dejando el cuidado de su propia vida a la conciencia pública y a los representantes de la ley.

Manuel, demudado por cuarenta y ocho horas de constante martirio, febril, delirante, enloquecido por la carta de Soledad, miraba a ésta con la terrible audacia de siempre, y también con una especie de amorosa ufanía y declarado triunfo que pregonaban de un modo feroz, por lo ingenuo, la deshonra de Antonio Arregui, llenando de asombro a la concurrencia. ¡Indudablemente, si el esposo hubiera visto aquella mirada, su dignidad le habría hecho abalanzarse al temerario que así le ofendía!… Pero repetimos que Antonio no hacía caso alguno de Venegas, o, por lo menos, no le miraba.

Soledad, por su parte, tenía clavados los ojos en el suelo.

La madre era la única que lo veía todo y que temblaba como la hoja en el árbol.

También temblaban los circunstantes; y no fue uno sólo quien murmuró en voz baja:

—¡Esto es horrible! ¡Se masca la sangre!

Otros decían al mismo tiempo:

—¿Habéis reparado? ¡Manuel trae dentro de la faja un par de pistolas!

Y, en efecto, todos advertían que su rico ceñidor de seda marcaba en la parte anterior de la cintura dos largos bultos que daban lugar a semejante suposición.

En fin: el caso era de lo más grave y comprometido que pudieron apetecer nunca los aficionados a querellas y desastres. Si Vitriolo hubiese estado allí, se habría bañado en agua de rosas.

Un buen hombre, el buñolero de la plaza, tuvo entonces la feliz idea de llamar hacia otro lado la atención de Manuel y de los espectadores, a fin de conjurar el conflicto.

—¡Un real! —exclamó— ¡por que Manuel baile con la señora marquesa!

Y señalaba a la huéspeda de don Trajano.

El pensamiento fue muy aplaudido y despertó en la gente una deliberada alegría, que más bien era misericordia. La causa del bien acababa de ganar mucho terreno.

Nadie pujó en contra del piadoso anciano, y como la más vulgar cortesía vedaba a Manuel oponerse a bailar con tan noble señora, y, por otra parte, convenía a su propósito que la ley tradicional de la rifa fuese aquel día respetada ciegamente por todo el mundo, cedió al blando impulso con que lo animaban muchas personas y adelantóse hacia la forastera.

Ésta no se hizo rogar y ya estaba de pie cuando Manuel llegó a ella sombrero en mano. Dirigió la beldad una amable sonrisa a nuestro héroe por vía de aceptación y saludo; tercióse la mantilla debajo del brazo, como si hubiese nacido en el propio Albaicín, y, tomando puesto entre las demás parejas, que hicieron alto inmediatamente para que la gentil madrileña y el famoso Manuel luciesen mejor su gallardía, rompió ella a bailar un fandango clásico, sobrio de mudanzas, pero voluptuoso como el que más, que arrancó mil aclamaciones.

Manuel apenas se movía. Hubiera podido decirse que únicamente oscilaba, atraído por las alternadas idas y venidas de la bella aristócrata, cuyo traje de seda crujía a cada garbosa contorsión de sus brazos y talle, como las lucientes escamas de elegante culebra que se yergue y enrosca alternativamente, queriendo fascinar a la ansiada víctima.

Pero el infortunado joven, a quien la negra suerte había reservado aquel último escarnio, no levantaba la vista del suelo.

Soledad aprovechaba en tanto la general distracción para devorar a su amante con los ojos… Seguía Antonio casi vuelto de espaldas a su mujer y al público… Y, como si todavía fuese posible que la comedia sustituyese a la tragedia, don Trajano y Pepito sentían unos celos feroces al pensar que no eran ellos idóneos para el personalísimo arte de Terpsícore.

Acabó de bailar la llamada marquesa y quedó, con los brazos medio tendidos, esperando el inexcusable abrazo de ordenanza.

Manuel se detuvo cortado…, y ella permaneció también inmóvil, afectando pudor…

—¡Que la abrace! —gritó el público.

Manuel avanzó tímidamente, y abrazó a la hermosa forastera entre los aplausos del gentío.

Tendió entonces Luisita la mano al joven para que la condujese a su sitio, y díjole a los pocos pasos, deteniéndolo:

—¿Conque ya no se marcha usted? Vaya usted a visitarme, y hablaremos de América… Yo tengo intereses en Lima.

—Señora… —contestó Manuel lúgubremente—. ¡Lo que tiene usted, o ha tenido, es la crueldad de bailar con un cadáver!

La forastera sintió escalofríos de horror, y, soltando la mano del infeliz, lo saludó ceremoniosamente y corrió a su asiento.

—¡Es un hombre finísimo!… ¡Un hombre delicioso!… —iba diciendo a izquierda y derecha para ocultar su miedo y su humillación.

En aquel mismo instante sonó una voz terrible, comparable a la trompeta del Juicio Final: la voz de Manuel Venegas, que decía:

—¡Cien mil reales por que baile conmigo aquella señora!

Y señalaba a Soledad.

Todo el mundo se puso de pie, y Antonio el primero de todos. La gente menuda prorrumpió en vítores y aplausos.

Reinó, pues, una agitación indescriptible.

Manuel Venegas estaba plantado en medio de la explanada, solo, con los brazos cruzados, y fijos los ojos en la Dolorosa.

Ésta y su madre contenían a Antonio, mientras que las autoridades, los prebendados, el señor de Mirabel y otras muchas personas de viso le decían que Venegas estaba en su derecho; que la petición era legal; que sólo podía rechazarse haciendo otra oferta mayor, pero que sería temeridad intentarlo, cuando aquel hombre poseía millones y estaba medio loco.

La gente de pelea y toda la chusma de chiquillos y pordioseros gritaban entre tanto:

—¡Ya está dicho! ¡Cien mil reales! ¡Si el otro no da más, que tenga paciencia! ¡Vamos, señora; salga usted a bailar, que anochece! ¡El Niño Jesús es antes que todo! ¡Señor Arregui, aquí no se lucha más que con dinero! ¡Suelte usted la mosca o la mujer! ¡No hay escapatoria!

Antonio tuvo que desistir de su empeño de ir a concertar con Manuel un desafío a muerte, que era el plan que se deducía de sus medias palabras, y, apremiado por el mayordomo de la Cofradía, que gritaba con voz oficial: ¡Cien mil reales porque baile la señora de Arregui con don Manuel Venegas!, exclamó con irritado acento:

—¡Todo mi caudal por que no baile!

—¡Eso no sirve! ¡Esa proposición es nula! ¡Desde lo que pasó aquí hace ocho años, quedó establecido que sólo se admiten pujas de dinero presente! ¡Don Elías no le pagó a la Hermandad aquellos dos mil duros, y los cofrades tuvimos que pechar con las costas del juicio!

Así dijeron a Antonio en varias formas los gritos de la muchedumbre y hasta los discursos de importantes personas.

Manuel seguía impasible, esperando en su puesto.

Soledad había ya dicho a su marido:

—¡Déjalo! ¡Bailaré! ¿Eso qué importa? ¡También ha bailado la prima del marqués!

—¡No bailas! —replicó duramente Antonio.

—Dices bien… ¡Que no baile! —exclamó la señá María Josefa—. Vámonos a casa.

—¡Eso es imposible! —repusieron los hombres graves y la autoridad—. ¡Hay que respetar las costumbres del pueblo! ¡Hay que evitar un motín! El Niño Jesús no puede perder ese dinero…

—¡Iré a mi casa y a casa de mis amigos por todo el oro que pueda juntar…, y pujaré hasta las nubes!… —contestóles el digno riojano.

—¡Locura! —arguyeron los otros—. ¡Pronto será de noche! Además, ¿cómo irse usted de aquí sin la señora? Ni ¿cómo llevársela sin baile? ¡Nadie lo consentiría!

En tal situación dejó su asiento la forastera, la dictadora de aquel pueblo, la mujer de todos temida y reverenciada, y, llegándose a Soledad la cogió de la mano, y le dijo políticamente:

—Señora: quisiera tener el honor de llevarla yo del brazo al baile… Y usted, caballero Arregui, reflexione que yo misma he bailado con la persona de que se trata… Vamos, señora… Se lo suplico.

Soledad se levantó.

Arregui no supo qué contestar, y bajó la cabeza desesperadamente.

El público abrió calle, y la forastera condujo a Soledad adonde le aguardaba su atrevido amante.

Éste acababa de sacar de la faja lo que había parecido un par de pistolas, y que resultó ser un par de paquetes de onzas de oro. Contó trescientas trece sobre la bandeja que le presentaba un cofrade, y dijo naturalísimamente:

—Sobra media onza. Désela usted a un pobre.

En seguida se volvió hacia Soledad; saludóla, quitándose caballerosamente el sombrero, y, como en esto principiase la música, comenzó también el fatídico baile de aquellos dos seres que no habían cruzado nunca ni una palabra, y que, sin embargo, podía decirse que habían pasado la vida juntos, alentados por una sola alma, subordinados a un mismo destino.

Soledad no bailaba: iba y venía de un lado a otro con los ojos fijos en tierra, como dominada por un vértigo. Manuel no bailaba tampoco: seguía los pasos de Soledad, mirándola codiciosamente, como el sediento mira el agua que va a llegar a sus labios.

Antonio temblaba, con la faz oculta entre las manos, para no ver el ludibrio que se hacía de su amor, tal vez de su honra.

El público guardaba un silencio medroso, que parecía la anticipación del remordimiento.

Detúvose al fin Soledad, como dando por concluida tan espantosa danza, y levantó hacia Manuel unos ojos hechiceros, voluptuosos y malignos, en que se leía toda la carta que le había escrito al amanecer…

Manuel se llegó entonces a su querida con los brazos abiertos, en los cuales se arrojó ella, sin poder dominar el amoroso arrebato de su alma y de su sangre. Recogióla el mísero; la estrechó frenéticamente a su corazón, como el trofeo de toda su vida…, y el mundo y el cielo desaparecieron a la vista de los dos insensatos…

—¡Socorro! ¡Que la ahoga! —prorrumpió súbitamente la madre, corriendo hacia ellos.

—¡Asesino! —gritó Arregui, al alzar los ojos y ver lo que pasaba.

—¡La ha matado! —exclamaron otras muchas personas entre alaridos de indescriptible horror.

Y era que todos habían visto a Soledad ponerse azul, echar sangre por la boca y por los oídos y doblar la cabeza sobre el seno de Manuel Venegas… ¡Era que los más cercanos habían oído crujir endebles huesos entre aquellas dos férreas tenazas con que el atleta, loco, seguía estrechando contra su pecho a la Dolorosa!

¡Y el desdichado, ignorante, sin duda, de que le había dado muerte, miraba entre tanto en derredor suyo, como desafiando al universo a que se la quitara!…

A todo esto, la madre había llegado y pugnaba inútilmente por desasir a su hija de los brazos de aquel león…

Antonio se abalanzaba por su parte al puñal que tenía a los pies el Niño Jesús, y corría hacia Manuel, lanzando aullidos de venganza…

Manuel lo vio llegar; conoció que iba a ser herido; sintió el golpe; pero no hizo nada para defenderse, por no soltar a su adorada…

Sólo cuando el puñal húbole atravesado el corazón, fue cuando abrió los brazos, de donde se desplomó en el suelo el cadáver de la Dolorosa.

Cayeron, pues, juntos los dos amantes, y la sangre de ambos, revuelta y confundida, fue devorada por la sedienta tierra.

La madre, sin sentido, formaba grupo con los muertos.

Antonio volvió a poner el puñal a los pies del Niño Jesús y se entregó voluntariamente a la Justicia.


Publicado el 22 de diciembre de 2018 por Edu Robsy.
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