Sin un Cuarto

Pedro Antonio de Alarcón


Cuento



I. Entre cielo y tierra

Hace por ahora veinte años ¡nada menos! que vivían encima de Madrid, o sea en un sotabanco de la entonces coronada villa, media docena de jóvenes andaluces, cada uno hijo de su padre y de su madre, que maldito lo que tenían de tontos, ni de ricos, ni de malos, ni de sabios, ni de tristes, ni de cursis, y que, por el contrario, no dejaban de tener bastante de poetas, de tronados, de decentes, de calaveras y de personas bien nacidas y bien criadas, tan aptas para la vida de Bohemia que llevaban casi de continuo, como para pisar los más aristocráticos salones, donde solían brillar algunas veces sus raídos fraques.

Aquellos seis bohemios, dignos de la pluma de Enrique Murger y de Alfonso Karr (y que en su mayor parte son hoy hombres célebres y hasta excelentísimos señores), trabajaban poco, se divertían mucho, escribían a sus respectivas familias ofreciéndoles protección, en vez de aceptar sus ofertas de dinero, precisamente los días que se despertaban sin un cuarto (esto último para demostrar a sus señores padres que no habían hecho bien en oponerse a que abrazaran la vida de las letras), y, en fin, lo pasaban admirablemente, aunque estuviesen privados de algunas de las comodidades que disfrutaban en el hogar paterno antes de emprender el camino de la gloria.

Verbigracia. Aquel invierno (el de 1854 a 1855) lo pasaron, no ya sin alfombras, pero sin esteras en sus habitaciones (lo cual habría hecho llorar lágrimas como puños a sus benditas madres, si lo hubieran sabido); a cuyo propósito, cuéntase que uno de ellos solía decir:

—¡Protesto de esta humillación que me inflige el destino… , o sea la falta de un buen destino! ¡Protesto, sí, como Napoleón protestaba en Santa Elena de las vejaciones que le imponía Sir Hudson Lowe! ¡Yo no me someteré jamás a andar sobre, el duro suelo! ¡Yo no he pisado nunca en invierno los ladrillos de mi casa! ¡Nobleza obliga! Prius mori quam foedare…

Y, en virtud de semejante razonamiento, se paseaba sobre las sillas puestas en hilera, cuando no sobre su propio catre.

Otro (para que ni por un momento se pusiese en duda que era persona de buena familia) acostumbraba, la noche que se sentía insuficientemente alimentado, a dormir con el sombrero de copa puesto, a cuyo fin había recortado las alas por detrás y por la derecha a la gabina o chistera número 2.

—¡Así verá el mundo que soy un caballero digno de mejor suerte!… —decía al dejar caer la cabeza sobre la almohada.

Otro llevaba más allá sus alardes aristocráticos y linajudos, y, cuando no podía salir por falta de botas, se calzaba unas espuelas sobre las zapatillas, y andaba así por la casa, desde por la mañana hasta la noche, embebecido con el retintín de aquel nobiliario atributo, y declamando los dos famosos versos de El Puñal del Godo:

Y con caballo, lanza y yo escudero,
si no podéis ser rey, sed caballero.

Por último, y para que os hagáis cargo de toda la valentía de aquella gente, os diré lo que ocurrió cierta mañana en que reunían, entrelos seis, seis cuartos de capital. Uno de ellos los reclamaba para hacerse limpiar las botas e ir a ver a un Ministro de la Corona que le había prometido suministrarle medios de publicar cierto periódico contra la dinastía; otro los necesitaba para afeitarse (en una barbería de quinto orden), a fin de ir a levantar un empréstito a casa de un banquero; y otro los pedía, con melodramática entonación, para comprar un sello de franqueo (que entonces valían justamente veinticuatro maravedises), y escribirle a una novia que había dejado en Granada. —El debate entre los seis duró muchas horas; y, después de sendos discursos, acordose por unanimidad que lo más urgente, lo más sagrado, lo más indispensable era que recibiese carta aquella pobre señorita de las márgenes del Genil, que se veía expuesta a perder sus ilusiones amorosas!… —Los seis cuartos se gastaron, pues, en el sello de franqueo.

Tales fueron… los verdaderos héroes de la historia que os voy a contar: esto es, tales fueron los oyentes, el público, el tribunal, el jurado, el coro, los comentadores ante quienes la relató su insignificante y necio protagonista. —Por eso el título de estas páginas se refiere a ellos y no a él.

Réstame decir… (aunque no es cierto; pero en fin… para que nos entendamos como ellos se entendían) que se llamaban: Bretislao, Ladislao, Premislao, Sobieslao, Borcivogo y Segismundo, nombres todos de antiguos reyes de Bohemia.

Con que hagamos ahora el retrato físico y moral del majadero cantor del aria que ellos corearon.

II. Dime con quién andas… e ignoraré quién eres

Rafael de… (no sé cuántas estrellas) frisaría a la sazón en los veinte o veintiún años (que era la edad que tenía entonces todo el mundo), y estaba dotado por la naturaleza y por la sociedad de una arrogante figura, de un pobrísimo entendimiento, de unos 80.000 reales de renta, que le entregaba por mensualidades su curador (pues era mayorazgo y huérfano), y de una encarnizada afición a los poetas, pero no a la poesía; a los artistas, pero no a las artes; a los cómicos, pero no a las comedias; lo cual quiere decir que era uno de aquellos profanos pegadizos, insoportables idólatras e inconscientes admiradores de las personas de fama, que no las dejan a sol ni a sombra y que suelen hacerles el flaco servicio de traducir al manchego de Sancho Panza, y contar de una manera sosa, incompleta y ridícula las ingeniosas excentricidades y humoradas que presencian y no comprenden.

Los seis poetas andaban siempre dando de lado al tal Rafael, sin poder quitárselo de encima, y, bien que no lo aborrecieran, pues en medio de todo era un bendito (dispuesto a referir y celebrar cuanto les oía, aunque no lo entendiese), ponían particular esmero en evidenciar a los ojos de todo el mundo que no tenían ninguna intimidad con aquel imbécil tan rico, o sea con aquel rico tan imbécil. —¡Así lo exigía el noble orgullo de los seis tronados discípulos de Apolo! ¡No querían ellos que se dijese, que se creyese, que se sospechase, si venderían de vez en cuando su buen gusto, su sana crítica, su brillante sátira, sus delicados nervios (crispados continuamente contra las tonterías) por el plato de lentejas que pudiera ofrecerles la pingüe renta de Rafael!… —¡Horror! ¡Abominación! —El poeta o el artista puede recibir dignamente protección y ayuda de parte de los ricos que amen sus obras, que las estimen, que las comprendan. El favor, la limosna, no se hace entonces al hombre, sino a las letras o a las artes. El conde de Lemos no era admirador y patrono del estómago de Cervantes, sino del Quijote, y de Persiles y Segismunda, y por eso su nombre durar a tanto como estos libros. —¡Para ser Mecenas es menester merecerlo! —El dinero no puede aspirar por sí solo a la gloria de protector del buen gusto. Es menester que vaya unido a algo más: ¡al buen gusto mismo, por ejemplo!

No había conseguido, pues, nunca Rafael que los seis poetas acudiesen a su bolsillo en los frecuentes apuros que pasaban; apuros voluntarios en cierto modo, que eran célebres en Madrid por los graciosos y chispeantes incidentes a que daban margen. Alfonso Karr y Enrique Murger, a quienes ya he citado, y Chamfleury y otros escritores franceses de aquel tiempo, habían puesto de moda la pobreza de los literatos y artistas, o sea la Sublime Bohemia del barrio latino de París, y nuestros seis andaluces, con su deliberado desarreglo, con su terquedad de no aceptar nada de sus familias, con su costumbre de no trabajar hasta que se veían sin dinero, y con su manía de gastar como unos príncipes todo lo que ganaban, sin guardar ni un maravedí para la segunda semana del mes, despilfarrándolo, ora en grandes banquetes, ora en paseos en carretela, ora en ramos de flores, ora en libros viejos, ora en donativos, realizaban su propósito de no perder nunca la categoría de bohemios, ni faltar a esta divisa de su escudo: «Sin un cuarto».

III. Noble emulación

Así las cosas, llegaron los bailes de máscaras del teatro Real, correspondientes al año de 1855.

Aquellos bailes fueron el palenque de innumerables triunfos para los seis poetas, que sólo llevaban algunos meses de residencia en Madrid.

Todas las marisabidillas de la Corte; todas las virtudes equívocas, por lo sentimentales; todas las Mecenas de oficio (pues también las hay en el bello sexo, sólo que su protección se reduce a besos y lágrimas), apresuráronse a conocer, a embromar, a adorar y a coronar de mirtos y adormideras a aquellos adolescentes, sublevados contra todas las autoridades constituidas, empezando por la de sus padres y acabando por la de los académicos, así como ellas lo estaban contra ciertas reglas de la sociedad y contra uno de los preceptos del Decálogo…

Rafael, el rico y buen mozo y estúpido Rafael, satélite ya de nuestros vates, veía pasar ante sí aquella ráfaga de amor y gloria, sin que le tocase ni uno solo de sus abrasadores halagos; lo cual no era parte a impedir que al día siguiente contase a todo el mundo los grandes éxitos que sus amigos habían alcanzado en las máscaras, con la satisfacción y el orgullo de una abuela que refiere las travesuras de sus nietos.

Pero llegó el último baile, el de Piñata, y el joven mayorazgo propúsose trabajar aquella noche por su cuenta, ser héroe de alguna aventura en el teatro Real, hacer alguna conquista, ponerse a la altura de sus amigos…

Apartose, pues, de ellos en el baile, con tanto afán como se les había acercado las demás noches; y a la mañana siguiente… ¡Qué horror!

Mas aquí viene como de molde otro párrafo aparte.

IV. De cómo Rafael obtuvo la palabra

Eran las siete de una mañana de nieve… , de hielo… , de viento… , de agua de los mismísimos demonios.

Apenas había amanecido.

Los seis camaradas literarios acaban de penetrar en el café Suizo (que era entonces el Parnaso de Madrid), de vuelta del baile de máscaras del teatro Real, a donde habían ido, como de costumbre, con billetes de periodistas, y donde habían amado y reído mucho… ; pero no cenado de manera alguna. —¡Estaban en uno de sus períodos épicos! La temporada de Carnaval los había dejado de la manera que decía su escudo: sin un cuarto.

—Esta noche prescindiremos generosamente del buffet del teatro, y a la salida del baile tomaremos chocolate con pan y manteca en el café Suizo, si no se ha agotado nuestro crédito con Capelín —habíanse dicho la tarde anterior, en tanto que limpiaban con goma sus guantes de color de paja.

Capelín era un mozo del café (el decano de los mozos, si no me engaño), que les fiaba el gasto de semanas enteras, cuando carecían de metales preciosos.

Sin esfuerzo alguno cerraron el trato con el sirviente (que sabía con quiénes pactaba, que no perdía nada en aquellos negocios… , que era, además, aficionado a la literatura… , y que murió hace algún tiempo, después de tener la honra de ver a sus protegidos en desahogadísimas posiciones); y, ya estaba haciéndose el chocolate, cuando Rafael penetró en el Suizo, y se dirigió como una bala a la mesa que solían ocupar los seis escritores andaluces.

—¡Me figuré que estaríais aquí! (les dijo). —Os he visto en el baile; pero no he podido dedicaros un momento… —¡Ay, chicos! ¡Qué noche!

Y sonrió con aire de triunfo, sentose entre los poetas, y repitió maliciosamente:

—¡Qué noche!

—Nocte pluit tota: reddeunt espectacula mane —exclamó Borcivogo.

—Pero este espectáculo… (observó Segismundo, señalando al mayorazgo), se nos aparece muy de mañana, sin que por eso deje de llover.

—¡Oye tú, hombre rico! (añadió Bretislao): pide lo que quieras, y págalo. ¡No cuentes con nosotros para nada! ¡Ni para que te convidemos, ni para convidarnos! —Suum cuique.

—Yo he cenado en el baile… y por cierto admirablemente y en muy buena compañía respondió Rafael.

—¡Ha cenado! —dijo otro de los vates, mirando con asombro a los demás.

—¡Qué bárbaro! —exclamaron éstos.

—¡Y con una hermosísima mujer… —agregó el joven rico.

—¡Demonio! ¿Y quién ha pagado? —¡Suponemos que habrá sido ella!…

—¡Quién sabe! —murmuró Rafael.

—¡Hola, hola! —Chico, ¡tú te has transformado desde ayer tarde!…

—Yo ¡hasta lo encuentro ingenioso! Ese ¡quién sabe! es una frase muy feliz.

—¡Pues nada digo del rasgo de valor de no hablarnos en toda la noche! —Es un hecho heroico, que demuestra bondad, abnegación, misericordia… —¡Mucho se lo agradecen mis nervios!

—¡Sigue por ese camino, Rafael!…

—¡Di que no! ¡Al contrario: cuéntanos la historia de esa convidada a cenar. —¡A mí me entusiasma oírte!

—¡Oh! no vais a creerme. —¡Es todo un drama! Es la aventura más grande que le ha ocurrido a hombre! —¡Qué feliz soy! —¡Hacedme toda la burla que queráis. ¡Yo os compadezco por mi parte! ¡Con todas vuestras poesías no habéis conseguido jamás un triunfo como el mío de esta noche!

—¿Será verdad? —interrogó Ladislao.

—Es muy posible… (respondió Segismundo): —Aliquando bonae dormitant mulieres.

—¡A ver, a ver! Que nos cuente la aventura… —propuso Sobieslao.

—Pero con una condición… —dijo Borcivogo.

—¿Cuál? —preguntó Rafael.

—Que nos permitas interrumpirte de vez en cuando.

—¿Para qué?

—¡Chico! Para respirar, como los buzos. —¿No ves que puedes ahogarnos?

—¡Pero será de envidia! —Y, si no, escuchad con atención unos momentos.

—¡Sólo unos momentos! —respondieron en coro los seis poetas.

V. Fuerza del consonante

—Vagaba yo anoche por el baile, sumamente aburrido y admirándome, como siempre de veros tan divertidos a vosotros con las conversaciones y bromas de aquellas traviatas que van allí en busca de…

—¡Te advierto (observó Premislao) que no estás contando nuestra historia ni la de nuestras amigas, sino la tuya y la de tu convidada!…

—Tienes razón. —Pues bien: estaba yo pidiéndole a Dios que acabase de abrirme el apetito, a fin de comerme una magnífica langosta que había visto en el buffet…

—Permíteme que no crea que haya existido esa langosta —interrumpió Bretislao.

—¿Cómo que no? ¡Te digo que la vi!…

—¡Ilusión óptica! —Yo las padezco también a veces… —¡Ahora mismo me parece estar viendo otra langosta encima de esta mesa!…

—¡Pues aquélla no era ilusión! ¡Y la prueba es que me comí cerca de la mitad!

—¡Calla, imprudente! (prorrumpió Ladislao). ¿No ves que podemos devorarte?

—¡Tú eres un Jonás al revés! (añadió Premislao). ¡Tú llevas a la ballena dentro del vientre!

—¡Rafael, tú eres un monstruo! (agregó Sobieslao). ¡Me causas horror!

—¡Dejadlo que siga! (dijo Borcivogo). El mismo nos vengará probablemente con su historia.

—¡Parla, amico! —exclamó Segismundo acariciando a Rafael.

Éste se reía como un bienaventurado, y prosiguió así, tan luego como lo dejaron meter baza:

—Pensando estaba en la langosta, cuando vi desocupado un sitio en el diván que rodea todo el salón, y senteme allí, fatigado de dar vueltas por el baile y resuelto a no volver en toda mi vida a pasar un rato tan fastidioso…

—Oso… —repitieron los seis poetas.

—Esperad, esperad. ¡Ya veréis el oso! —Ahora empieza lo grande.

—Ande…

—¡Vaya si anduve! —Pues, señor, en aquel punto y hora, y cuando ya me encontraba casi dormido…

—Ido…

—Parose delante de mí una arrogantísima máscara, vestida con elegante dominó, al través de cuyos largos pliegues se adivinaban las formas de una Juno…

—Uno…

—¡Os digo que era una real moza! —Y, en cuanto a la comparación, es la que soléis emplear vosotros…

—Otros…

—Por lo que respecta a la cara, podéis suponer que la llevaba cubierta con el antifaz. Pero más tarde la vi…

—¿Y?

—Y puedo aseguraros que era una maravilla…

—Villa…

—¡Os lo juro por mi nombre!…

¡Hombre!

—¡Vaya! ¡No seáis pesados! —¡O me oís con formalidad, o me voy!

—Hoy…

—Idos enhoramala. ¡Esto es insoportable!

—Hable.

—¿Lo estáis viendo? —Ya tenéis que oírme sin rechistar. El eco mismo lo desea…

—Sea…

Rafael se levantó para irse; pero en aquel momento llegó el chocolate…

—Ahora puedes hablar todo lo que gustes, sin miedo de que te interrumpan el eco ni la rima. —¡Al festín, señores, y silencio!

Así dijo el más revoltoso de los vates, y Rafael, que se sentó de nuevo, continuó su historia en los términos siguientes:

VI. Otros inconvenientes de la rima

—«¿Qué haces ahí tan solo? —me dijo la máscara.

—»¡Aburrirme! —le contesté desperezándome.

—»¡Qué lástima! ¡Tan joven y tan guapo, y ya te aburres!…

—»¡Ahí verás! Las máscaras no me divierten.

—»Muchas gracias por el favor…

—»No lo digo por ti. Lo digo por el conjunto… ».

—Unto… —murmuró uno de los oyentes.

—¡Silencio! —gritaron los demás.

—Unto, digo, la tostada con manteca; la mojo en el chocolate, y sigo escuchando con mis cinco sentidos…

—¡Pues unta y calla! (pronunció Segismundo). —¡Ya no puede perderse ni una coma de lo que est a diciendo este bienaventurado! —Prosigue tú, hijo mío…

Rafael continuó:

—«Dame el brazo y pasearemos un poco… (me dijo la máscara). Mis amigas me han dejado sola, y yo me fastidio también… ».

Su severo disfraz, su mano, su tono, su aire, y aquella alusión a sus amigas, todo me reveló desde luego que me las había con una persona decente. Así es que me apresuré a decirle8:

—«¡Ve lo que son las cosas! Desde que te llevo del brazo, ya no me aburro… ».

—¡Burro! —exclamó Borcivogo.

—¿Cómo se entiende? —gritó Rafael amostazado.

—¡Así se llama la manteca de vacas en italiano! (replicó el vate). Y, como la estoy tomando en este momento, nada tiene de particular que la nombre…

—¡Yo miraré el Diccionario! (repuso Rafael). ¡Y si por casualidad burro no significa manteca de vacas, me darás una satisfacción, Borcivogo!

—¡Para mí la quisiera! —Pero, en fin, procuraría que la dieses tú, y seria lo mismo.

—¡Paz, caballeros! (dijo Ladislao). —Y por tu parte, Rafael, procura ser indulgente; pues un hombre que ha cenado langosta, ¡bien merece la rechifla de los simples mortales! —Prosigue, y no temas que estos bandidos te saquen el marisco del estómago. ¡Ya lo habrás corrompido con tu inmundo contacto, y no les aprovecharía de nada! —Continúa, digo, joven opulento, y cuenta para todo con la punta de mi bota. ¡Es la única arma que puedo ofrecerte, y esa se la debo todavía al zapatero!

Rafael reflexionó unos instantes… Pero acabó por reírse, y prosiguió su tantas veces interrumpida historia, que ya corrió sin tropiezo alguno; pues los poetas comprendieron que la palabrilla italiana había agotado la paciencia del narrador.

VII. El valor del dinero

—«Para no fatigaros, os diré que aquella mujer me infundió al cabo verdadero respeto, por la delicadeza, timidez y exquisita educación de que me dio repetidas muestras…

»Básteos saber que me costó grandes esfuerzos conseguir que cenara conmigo, lo cual prueba que no era una de esas lagartas que van a los bailes en busca de un pagano.

»La cosa ocurrió así:

»Empezaba a aclararse el salón (lleno antes de una compacta muchedumbre), y yo le dije a mi desconocida:

»¿No te parece que se van marchando muchas personas? ¡Ya se pasea con más holgura!…

»Es que a esta hora (me replicó) hay un descanso (de dos a tres), durante el cual acostumbran a cenar las gentes que no reparan en gastos…

—»¡Pues qué! ¿Están muy altos los precios del buffet este año? —pregunté yo indiferentemente.

—»No sé. —Yo no he cenado aún, ni sé si llegaré a cenar… — respondió ella con dulzura.

—»¿Quieres cenar conmigo?

—»No lo digo por eso… —¡No vayas a creer!…

—»¡Ah, ya! Es que tienes que reunirte con tus amigas, y tal vez con algunos caballeros, para cenar todos juntos…

—»¡No: no tengo compromiso con nadie! (replicó ella con encantadora sinceridad). Mis amigas cenarán sin mí, con unos franceses muy ricos que he visto a su lado haciéndoles la corte. —A mí no me gusta estorbar.

»Pues entonces, cena conmigo, y no seas tonta.

—»¡Oh, no!… ¡Es muy temprano todavía! (dijo con una voz en que se revelaban la turbación y la cortedad). —Cenaremos a las tres y cuarto.

»Decididamente era una señora.

—»Pues esperemos (repuse). —Aunque debo advertirte que voy teniendo hambrecilla…

—»Entonces no lo dejes por mí… —Vamos ahora mismo. —Yo tengo gana a todas horas —dijo con aquella mansedumbre que tanto me enajenaba.

—»Y nos encaminamos al buffet.

»A todo esto ni le había visto la cara, y quedábame el escozor de si sería fea, aunque no era de suponer, puesto que los ojos, la boca, la frente, el cabello, todo lo que dejaba traslucir el antifaz, parecía de primer orden y brillaba de juventud y de limpieza.

»Por lo demás, hablábame ya en su voz, después de haberme confesado que no me conocía ni de vista, y que nunca había oído pronunciar mi nombre, lo cual me pasaba a mí también con ella. —«Julia», me dijo llamarse, y que estaba casada; pero que su marido la había dejado por otra mujer, con quien vivía en la California desde el invierno pasado.

»Cuando Julia se quitó la careta para cenar, me quedé absorto ante su hermosura. Tendrá de veinticinco a veintiséis años, y es morena clara, de rostro ovalado, con un ligero bozo a guisa de patillas, y con los ojos, las cejas y las pestañas de azabache».

—¡Jesús, María y José!… —exclamó Premislao.

—¡Repito que de azabache!

—¡Dios te ayude! —volvió a decir el poeta.

—¿Y por qué me ha de ayudar?

—¿Pues no has estornudado dos veces!

—¡No, hombre! Es que he dicho que tiene los ojos, las cejas y las pestañas de azabache.

—Pues ¡qué quieres! A mí me pareció esa palabra un estornudo. —Perdona, Rafael.

—Estás perdonado, y prosigo; pues veo que la historia os interesa.

—¡Y mucho!

—«Julia cenó admirablemente, con gran apetito, demostrando estar (perdonadme la jactancia) muy contenta de mi compañía. Así es que pidió langosta (según ya he dicho), pavo trufado… , perdices escabechadas… , salmón… , solomillo, pollos asados… ».

—¡Por compasión! (interrumpió Segismundo). ¡Basta de mitología! —¡Considera que nosotros estamos tomando la hiel y el vinagre de nuestra pobreza! —¡No nos hables de nuestro pasado! —Sobre todo, no nombres delante de mí las perdices escabechadas… ».

—«En fin… (continuó Rafael, cuyo entusiasmo se sobreponía ya a las interrupciones); ¡con vinos y todo, veinticuatro duros de gasto!».

—¡Misericordia! ¡Un caudal!

—¡Veinticuatro duros! ¡Precisamente la distancia a que estoy yo de mi pueblo!

¡Precisamente lo que yo le debo al sastre!

—¡Precisamente la misma cantidad que yo habría gastado anoche en el buffet si la hubiera tenido!

—¡Prosigue, Creso, prosigue! ¡Húndenos el puñal hasta la guarnición!

Rafael estaba resplandeciente de orgullo.

—¡Hablemos con formalidad! (añadió, mudando de tono, aunque sin dejar de tomar el rábano por las hojas): ¿necesitáis dinero?

—¡Tentador, aparta!

—¡Corruptor, no sigas!

—¡Seductor, quítate de mi presencia!… —exclamaron simultáneamente tres de los seis amigos.

—¿Necesitáis dinero? —insistió Rafael.

—Precisamente dinero… , no. —El dinero no se come, ni se bebe, ni se fuma. —Pero, en fin, acaba tu historia y luego veremos si tienes la cantidad que necesitamos. —respondió Segismundo.

—¿Cuánto necesitáis? ¡Decidlo con franqueza!

—Yo… diez y seis millones de onzas.

—Yo… tres reales para un cigarro puro de primera calidad.

—Yo… dos cuartos para aquel pobre… —respondieron sucesivamente Premislao, Ladislao y Segismundo.

—¡Idos al diablo! —No se puede hablar con vosotros —gruñó el pacientísimo Rafael.

—Continúa, hombre, continúa… —le dijo Borcivogo, tomándole la cara.

El mayorazgo continuó:

VIII. Todo un caballero

—«Pues, señor, cenado que hubimos Julia y mi dichosísima persona, paseamos de nuevo por el salón.

»Un poco antes de terminar el baile, me declaré a ella, diciéndole que la amaba; y ella me respondió con ingenuidad encantadora:

«También tú me gustas a mí mucho.

»Preguntele que si me permitía visitarla, y, por contestación, me dio una tarjeta de su casa, calle de Preciados, 29, tercero —añadiendo en seguida:

—»Si te parece, nos marcharemos ya».

Cuando los poetas oyeron las señas de la casa de Julia, miráronse en silencio y se pusieron muy graves.

Rafael no reparó en tal cosa y prosiguió:

—«Vámonos cuando gustes —le respondí a Julia.

»La conduje, pues, hasta el guardarropa; saqué su abrigo; se lo puse, y, alargándole la mano, le dije:

—»Señora, aquí no estamos ya en el baile de máscaras, y me veo privado de la dicha de tutear a V. —¡Que usted descanse y hasta que tenga el gusto de volver a verla, que espero ser a muy pronto; pues, abusando de su amabilidad, tendré el honor de pasar mañana a hacerle una visita!

»Aquella circunspección con que empecé a tratarla tan luego como salimos del templo de Momo, le agradó mucho… Dígolo porque se puso encendida como una amapola.

»Luego murmuro dulcemente:

—»¡El caso es que está lloviendo y necesito un coche! —Si tuviera usted la bondad de buscar uno…

»¡Inmediatamente!¡Inmediatamente! —exclamé.

»Y salí a la calle; alquilé una berlina; volví por Julia; la conduje hasta el carruaje; le di la mano para que subiera a él, y, en seguida, quitándome el sombrero, cerré la portezuela, y le dije:

—»Señora: a los pies de…

—»¡Bonitos tengo yo los pies, sólo de haber cruzado la acera! (me interrumpió la hermosa). ¡Y bonito se va V. a poner con el agua y la nieve que están cayendo! —¡Vaya! ¡Vaya! ¡No sea V. niño, y entre en el coche!… —¿Para qué quiere V. buscar otro? —Demasiado dinero ha gastado V. ya por mi causa!

»Y así diciendo, abrió ella misma la portezuela y me miró con infinita ternura.

»Yo accedí, creyendo no excederme en ello. Cualquiera en mi caso hubiera hecho lo mismo.

»Además, su marido estaba en la California, y no era fácil que aquella determinación comprometiera a mi adorada.

—»Preciados, 29 —le dijo al cochero.

«La berlina era estrecha, y Julia es de muy buenas carnes… (cosa que noté al empaquetarme con ella en aquel vehículo): por consiguiente, íbamos muy cerquita el uno del otro…

»Mi sangre ardía… ¡Aquella mujer empezaba a trastornarme el juicio!

—»¡Mira qué manos tengo, Rafael! ¡Completamente heladas! (exclamó, poniéndolas sobre las mías). —¡Hombre!… ¡Y qué calentitas las tienes tú!… —Pero ¡calla! ¡Pues no, estoy tuteándote, cual si nos halláramos todavía en el baile!

—»Eso se explica… —No se apure V… (le respondí). —¡Como ha estado V. tuteándome toda la noche, nada tiene de particular que se equivoque ahora!

»Julia retiró sus manos de las mías, ruborizada y trémula como nunca.

»Lo que más me encantaba en aquella mujer eran estas repentinas llamaradas de rubor.

»Llegamos a la puerta de su casa; bajé del coche; llamé al portón (tres y repique); abrieron; ayudé a bajar a Julia, y, quitándome el sombrero otra vez, le dije:

—»Julita… (repararéis que ya no la llamé señora), Julita… hasta mañana…

—»Pero ¡hombre de Dios! (exclamó Julia con admirable franqueza y riéndose a carcajadas). ¿A dónde va V. a estas horas?— Su casa de V. estará cerrada… —¡Suba V.!… La criada me aguardará con la chimenea encendida, como se lo previne. Haremos té, si usted quiere… Y, en fin, esperaremos a que amanezca… —o a que anochezca, que para mí todo es lo mismo.

—»¡Cuánta bondad! (tartamudeé, ofreciéndole el brazo para subir la escalera). —Ya ve usted que la obedezco —¡Es V. un ángel!

»¡Gracias a Dios! —exclamó Julia, dando muestras de una alegría verdaderamente infantil.

»Y sacudió sobre mi cara el pañuelo de la mano con la más hechicera familiaridad.

»Ya veis que hacía progresos en su corazón.

—»Pocos hombres he conocido tan desconfiados como tú… —añadió luego aquella incomparable criatura.

—»Ha vuelto V. a equivocarse y a tutearme —exclamé indulgentemente.

»Julia se sofocó de nuevo, y no respondió palabra.

—»¿Por qué me dice V. desconfiado? —pregunté al cabo de un momento.

—»¡Por nada! (contestó fríamente). —Sin embargo, ¡bien pudiera V. ser un tunante de siete suelas!…

—»Perdone V. —A estas horas, después del jaleo del baile, no sabe una ya lo que se dice…

»Todo esto ocurrió en la escalera, en presencia de la criada, que alumbraba con una capuchina.

»Porque todavía no había amanecido9 del todo.

IX. Tal para cual

»Llegamos a su cuarto, adornado por cierto con modesta coquetería y muy buen gusto; hízome sentar a la chimenea, que en efecto se hallaba encendida, y le dijo a la sirvienta:

—»Trae aquí todo lo necesario para hacer té, y acuéstate descuidada. —Hoy no almuerzo.

»Mientras la doméstica llevaba los chismes del té, Julia se retiró unos minutos, al cabo de los cuales volvió completamente transformada, o sea vestida de pies a cabeza de diferente modo que había estado en el baile. Una bata suelta, de lana, caía a todo lo largo de su hermoso cuerpo; la más graciosa gorra blanca recogía su despeinada y mal liada cabellera, y elegantes chapines de terciopelo encerraban sus menudos pies.

»Estaba encantadora.

—»Me parece mentira… (dijo, atizando la lumbre) que me he quitado toda aquella vestimenta. ¡Oh, tengo las piernas heladas!

»Y, hablando así, se levantó; apoyó una mano sobre mi hombro, y metió alternativamente sus pies casi dentro de la chimenea.

»La chimenea era de cok.

»Reinó un minuto de silencio.

—»¡Vaya! ¡Hagamos el té! —añadió en seguida, dando un suspiro.

»Y mientras lo hacía, tarareaba.

»Yo pensaba entretanto en la envidiable felicidad a que había renunciado un esposo perjuro y desertor, y jurábame, a mí mismo no omitir medio alguno de llegar a ocupar su puesto, aunque fuera Ilegal y transitoriamente. —¡Necesitaba conquistar a Julia a todo trance! ¡Por un beso suyo habría dado en aquel momento la mitad de mi mayorazgo!

»Quiero confesarme con V. de un pecadillo… (díjome de pronto, interrumpiendo su tarea). Yo no soy casada: soy soltera… Pero, como no tengo familia en Madrid, por el buen parecer, suelo decir que mi marido está en la California…

—»¡Pobre señorita! (exclamé, verdaderamente conmovido). ¡Conque vive V. sola en esta capital!

—«Sí, señor D. Rafael… —contestó ella, presentándome la taza y el azucarero, y haciéndome un mohín delicioso.

—»¡Soltera! ¡virgen! ¡incólume! (exclamé dentro de mí). ¡Oh qué felicidad! —Ella me ha dicho en el baile que le parezco bien… Por consiguiente, me ser a fácil conquistar su corazón y poseer su intacta y peregrina hermosura, aunque para ello tenga que darle la mano de esposo.

—»¿En qué piensa V.? —me preguntó dulcísimamente, mientras me llenaba de té la taza.

»Yo no le contesté al pronto. Pero estaba decidido, resuelto, pronto a cometer todo género de disparates.

—»¡Ser a mía (me dije), o pereceré en la demanda!

»Tomé, pues, el té a toda prisa; me levanté, cogí el sombrero, y le hablé de la siguiente manera:

—»Julia, ¡no puedo más!… Me voy. —Sin embargo, antes de veinticuatro horas estaré aquí, y le diré a V. todo lo que siente mi corazón…

—»¡Pero, hombre, dígamelo V. ahora mismo! —exclamó ella con un candor indescriptible.

—»No es ocasión esta de largas explicaciones… (repliqué); V. estará cansada…

»¡Ca! ¡no! ¡de manera alguna! —Yo acostumbro a dormir más de día que de noche. Si es menester, me acostaré con mucho gusto… Pero no tengo pizca de sueño.

—»También estoy yo fatigado… —continué.

—»¡Pues quédese V. aquí! (interrumpió ella). ¿A dónde va V. a estas horas?

—»Pero, ¿cómo quedarme aquí?

—»¡Quedándose! —¿No se lo digo yo a V.?

—»¡Muchísimas gracias! Es usted muy buena…

—»¡No hay bondad que valga!

—»¡Sin embargo… , yo no puedo aceptar!

—»¿Por qué?

»Porque sería abusar de la amabilidad de V… —Me iré al Suizo. —Estas noches de máscaras no cierran allí a ninguna hora…

—»Pero mire V. que para mí no habría incomodidad ninguna! —insistió Julia con un sans façon lleno de gracia.

»¡Oh! ¡Sería una imprudencia de mi parte! (repuse con igual franqueza) ¿Cómo quiere usted que yo permita que a estas horas se meta usted en el jaleo de ponerme una cama?… —¡Yo sé lo que son casas!

»Este último rasgo mío, que denotaba toda la prudencia de mi carácter y todas las previsiones de mi amor, le hizo a Julia extraordinario efecto.

—»¡Vaya V. con Dios, hombre! ¡Vaya usted con Dios!… (exclamó de una manera indescriptible). —¡Tiene V. razón que le sobra!

»Yo me permití besarle la mano que me tendió, y salí de su casa loco de amor y de deseos.

»En dos saltos he atravesado la Puerta del Sol y la calle de Alcalá, y aquí me tenéis, ¡oh amigos!, resuelto firmemente a conquistar a Julia, aunque para ello necesite hacerla mi esposa. —¡Mañana mismo pasaré a visitarla, y, si veo que se resiste a mí amor, le ofreceré mi mano, y en paz! —¿Qué os parece mi aventura?».

Los seis poetas se miraron en silencio no bien dejó de hablar Rafael; y, como si con aquella mirada se hubieran comunicado sus respectivas ideas y llegado a un acuerdo, levantáronse sin hablar palabra; quitáronse el sombrero hasta los pies; saludaron reverentemente al mayorazgo, y abandonaron el café con la gravedad más cómica del mundo.

Rafael se quedó atónito, con la boca abierta y la baba caída, viéndolos marchar, sin comprender ni remotamente aquella muda pantomina de los seis hijos de las Musas.

Así permaneció una hora, durante la cual fue una lástima que no lo hubiesen retratado.

—¡Envidiosos! —exclamó al cabo de aquel tiempo.

Y se dirigió a una librería, donde compró un diccionario italiano—español.

—«BURRO (decía aquel libro): s. m. Manteca de vacas».

Rafael respiró, como si se quitara un gran peso de encima.

X. Epílogo

Quince días después se verificó el enlace de Rafael y Julia.

Durante aquellos quince días, los poetas no vieron ni una sola vez al mayorazgo, que (dicho sea entre paréntesis) no volvió jamás al café Suizo.

Pero cuenta la fama que, cuando los nobles hijos de Apolo recibieron la noticia de aquel casamiento, se alegraron de no deberle ningún favor a Rafael, y sintieron muchísimo deberle algunillos a Julia.

—¡Tal para cual! —dijo uno de los vates.

—¡Nos libramos de él para siempre!—añadió otro.

—Convengamos (observó Segismundo) en que, sin embargo de nuestra carencia de metales preciosos, no estamos en el caso de envidiar al opulento Rafael.

—Pues mira… (dijo Borcivogo): ¡con el tiempo lo envidiarán muchas gentes!

—¿Por qué?

—¡Porque será ministro!

Pretislao, Ladislao, Premislao y Sobieslao asintieron con la cabeza.

—Es que si llega ese caso (replicó Segismundo), también lo envidiaré yo; pero no precisamente por la cartera, sino por otra cosa…

—¿Por qué?

—Porque es tonto de capirote, y un ministro tonto debe de ser el hombre más feliz de la tierra.

—¡Ya lo creo! (repuso Borcivogo). Pero nunca tan feliz como un poeta sin un cuarto.

1874.


Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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