La Enamorada Indiscreta

Pedro de Répide


Cuento



DEL LICENCIADO ALONSO DE LAS TORRES
Al Autor.

SONETO

Saludo a ti, señor, en el Parnaso,
como a un divino hermano de las Nueve.
La brisa suave que tu plectro mueve
agita con sus alas el Pegaso.

El más sabio varón de Halicarnaso
no fuera nunca en tus elogios breve.
Hay una diosa que en tu frente llueve

celeste luz a su celeste paso.

De la Helicona la preclara linfa,
te dió a beber con plácido secreto
en áureo vaso extraordinaria ninfa.

Bienhayan tus decires y cantares,
por ti miran laureles del Himeto
las riberas del grato Manzanares.


DEL AUTOR
Al licenciado Alonso de las Torres.

SONETO

Dolor de los amores que se mueren
y son en nuestras almas enterrados.
Dolor de los puñales bienamados
que ya más no nos buscan ni nos hieren.

No en estos melancólicos narrares,
el fausto busques de la pompa loca.
Yo cambio ese laurel de los cantares
por la rosa del beso de una boca.

Es el dolor mayor de los dolores
el deshojar la flor de unos amores
en el jardín do fuimos sus cautivos.

Añoranza de fuente en el desierto.
Dolor de los amores que no han muerto,
y Dios nos manda que se entierren vivos.

Primera parte

CUÉNTASE EL PEREGRINO SUCESO DE LA ENAMORADA INDISCRETA, QUE TAMBIÉN FUÉ LLAMADO DEL PELIGRO EN LA VERDAD.


En una de las más famosas y nobles ciudades de la prócer Italia, asiento de las artes y patria de los más ínclitos varones, aconteció esta rara historia que aquí se relata, y donde se muestra la ejemplaridad de los designios del Altísimo, que trae aparejada la más alta edificación así saludable para que huyan la tentación del Enemigo los que aun no pecaron, y vuelvan a la senda de la Gracia los apartados de ella.

Era, pues, en Ferrara, ciudad insigne, que había visto prender al delicado Torcuato Tasso, vate preclarísimo, y había visto también morir a aquel gallardo ingenio, príncipe soberano de los de su época, que fué el divino Ariosto, de quien pudo decirse que hubo reinas que besaron su pie, ya que egregias hermosuras y la mayor de estos últimos tiempos, como ha sido la sin par Catalina Cornaro, a quien sus paisanos los dux de la república veneta, Federico Barbarigo y Leonardo Loredano, más codiciosos que caballeros, han quitado su reino de Chipre, tuvo en ese poeta el consuelo de un amor que bien valía un trono. Y siguiendo en este relato verídico y curioso, ha de decirse, que frontera a la casa donde había muerto el Ariosto, alzábase otra suntuosísima, que bien a las claras pregonaba la elegancia y distinción de la gente principal que en ella moraba.

Estaba la tal habitada por un magistrado de uno de los más altos linajes de la ciudad, que era la magnífica señoría de Leonardo Aldobrandino, hermano de Hércules, senescal de los duques. Viudo de una señora de Pisa, tenía los ojos del alma y los del rostro puestos en su hija Renata, que era ya una doncella de diez y nueve años, más bella y fresca que las rosas de aquel gran rosal de Florencia que ha visto arder el hereje Savonarola. Sabía él que no hay mejor dueña y rodrigón para las mujeres que su propio recato, y en este punto, la virtud de Renata parecía guardarse sola. La misa de madrugada en San Lotario, oída con su padre; algún paseo por la vega de las flores al morir de la tarde, y otro rato de divertimiento con sus primas en el estrado de la casa, y siempre bajo la custodia del grave Leonardo. No perdonaba éste, en cambio, nada que dejase de adornar la gentilísima presencia de su hija; las perlerías más finas que traían los traficantes de Venecia, y los guardamacíes bordados y justillos y corseletes de seda de Persia que llevan a Ferrara los mercaderes ginoveses, nuncios del lujo y ministros del oro.

De una parte, el respeto que su alto nombre movía a todos, y de otra la seguridad de un mal fin de aventura, había librado de galanes a aquella joya ferraresa, bajo cuyas ventanas no se habían tañido músicas ni cantado sonetos. Sabíase que su padre tenía dispuesta la doncella para esposa de un caballero fabuloso. Hablábase de un grave suceso de honra que aconteció muchos años atrás a Leonardo viajando por España y hallándose en Sevilla, donde topó con un gentilhombre a quien quedó muy obligado. Era éste, español, cuatralvo en Cádiz de los galeones de nuestro prudentísimo soberano el segundo de los Filipos, que hoy asiéntanse en los cielos gozando de la bienandanza de los justos, y siendo por aquellos días acaecido el tránsito del gran monarca, apenas tomó el cetro de las Españas su hijo, nuestro actual gloriosísimo príncipe Filipo, el tercero de los de su nombre, a quien Dios Nuestro Señor dé tan larga vida como es sabio su gobierno, fué éste servido de hacer al gentilhombre su visorrey en uno de los visorreinatos que tenemos en Indias para mayor grandeza de nuestro César.

Tenía el nuevo visorrey un hijo de breve edad, que llevaba el nombre de San Miguel Arcángel, y cuando se despidieron para tornar el uno a Italia y partir el otro hacia su destino, concertaron que si Leonardo tenía alguna hija, había de ser esposa del heredero del noble español, que si la estirpe de éste no cediera a la del Infantado y Medinaceli, la del italiano era tan alta como la de los Dandolo y Colonna. Un año después nació Renata, y comunicado el suceso al visorrey, fué luego considerado su hijo, que tenía entonces no más de dos años, como esposo de la tierna Aldobrandino. Y en la traza aprobada, quedóse dicho, que tan luego como Miguel llegase a los veinte años, había de venir a Ferrara para sus bodas.

Cercana al palacio de Leonardo hallábase, y aun se halla para contento de caminantes, la celebrada hostería del Centauro, tan famosa por el arte de sus guisanderas como por las varias aventuras de amor que la han hecho tan temida de los padres y sospechosa para los maridos. Como es la mejor de la ciudad, toda la gente de calidad que viaja suele hacer en ella posada: capitanes españoles, clérigos romanos, mercaderes franceses, damas de alta condición y grandes señores detiénense en ella a su paso por Ferrara, y así es de ver el tráfago de su anchuroso patio, donde se mezclan la carroza blasonada y el carro de tráfico, el caballo del alférez y la mula del prebendado. El vino de Chianti llena con liberal abundancia los jarros de las mesas, y bajo la parra espléndida y tupida que rodea el portón, hay, como a las puertas conventuales, un congreso de pordioseros, a quienes en ciertas horas se reparte la comida sobrante. Sus aposentos son espaciosos como de la casa de un grande, y su cocina espléndida como de un monasterio de Jerónimos.

Era en el dulce morir del melancólico Octubre cuando al fenecer de una tarde arribaron dos jinetes a la hostería. Era el uno muy mozo, de gallardo y finísimo talle y rostro de ángel, y sus manos, como esas talladas en marfil que se ven en algunas iglesias de Italia y son obra del singular artífice llamado el Donatello. Cabalgaba en un potro andaluz de agradable estampa, y en su rostro marcábase cierto desasosiego y como embarazo al montar a horcajadas, que no daba muestra de grande pericia en el arte de cabalgar. Seguíale caballero en una mula un hombre viejo y recio con tipo de haber sido soldado del duque de Alba allá en sus tiempos, y de llevar ahora dignamente su oficio con algo de humildad para ser ayo, y un poco familiar para ser escudero. Tan luego como llegaban a la puerta de la hostería, hubieron de detenerse porque costera de ellos llegaba y parábase también una gran carroza cargada de cofres. Detuviéronse y vieron descender de ella tan sólo a un caballero. Era éste mozo también, aunque de más fuerte y varonil gentileza que el joven de a caballo; morena tenía la tez y negro su cabello como de un príncipe del Oriente, que no parecía sino que su padre era el sol y que asomaba por sus ojos. Gallarda y arrogante era su apostura, y su continente nobilísimo. Traía obscuro su vestido y sencillo como de viaje; solamente sobre su ferreruelo llameaba como una espada de fuego la insigne encomienda de Santiago. Entró en el zaguán, apartóse la carroza y el mozo y su viejo acompañante entraron sobre sus cabalgaduras hasta el patio de la hostería. Había llovido algo y con eso estaba escurridizo el pavimento, que era todo de guijarros, los cuales el uso continuo había hecho planos y lustrosos. Fuera ello la causa o la poca experiencia del mozo, el caso es que al ir a apearse del caballo hubo de caer éste arrodillado, y hubiese dado también con su cuerpo en el suelo el jinete, si con grande presteza no acudieran a un tiempo su escudero y el caballero de la encomienda. No se hizo mal alguno, y con esto subieron juntos a los aposentos que les destinaron, y había querido la suerte que fuesen contiguos. La igualdad de sus años, y el hallarse ambos españoles en tierra extranjera, hízoles entrar prontamente en plática y ofrecerse.—Yo me llamo don Diego de Zúñiga—dijo el del caballo—y viajo con Marcos, mi escudero. Vengo desde Toledo, y no tardaré en llegar al final de mi viaje, que es en la ilustre ciudad de Mantua, tantas veces nombrada, y he de deciros que no me llevan los negocios ni los placeres, sino un gran pesar.

—Yo soy—dijo el caballero de la encomienda—don Miguel de Guzmán. Vengo desde Indias, y llegando a Ferrara, he tocado al término de mi peregrinación. Hame traído aquí un cuidado muy grave que ya os descubriré si os detenéis aquí, y si, como pienso, hemos de ser amigos.

—Reposarme he unos días y muy de mi grado, señor don Miguel, que me obliga la merced que me hacéis de llamarme vuestro amigo—contestóle don Diego.

Y departiendo sobre su viaje y otras indiferentes materias, luego que hicieron colación, retiráronse a descansar con promesa de salir juntos al siguiente día para visitar la ciudad.

No tardó en amanecer el sol más que en saltar de sus lechos y vestirse los caballeros. Don Diego, con su traje de veludillo gris y capa aleonada, y don Miguel, que había hecho subir sus cofres, adornóse con unas cachondas de raso y un jubón de vellorí y colgó de su cuello una finísima cadena de oro con un grueso diamante que alumbraba su pecho. Salieron, y su primer visita fué para el Santísimo Sacramento, como devotos caballeros que eran, y acudían a agradecerle que les hubiera dejado llegar con bien a la ciudad. Cumplido el pío deber y oída la misa, diéronse a discurrir por las calles y plazas, y admirar iglesias y palacios, maravillas todas que tenían suspenso su ánimo, a pesar de venir de la opulenta España. Y aconteció que, como se hallasen a media mañana en el atrio de la catedral, vieron detenerse la gente, y pasar ante ellos y perderse a la revuelta de una esquina, una corta pero admirable comitiva. Componíanla dos graves caballeros ataviados con sumo lujo, y entre los dos una doncella, portento casi más por su talle y por su rostro que por sus galas suntuosas, cabalgando todos en soberbios corceles precedidos de palafreneros y seguidos de lacayos. Riquísimas y blasonadas gualdrapas llevaban los bridones, y los guanteletes y el azor en la mano de la joven y el arreo de todos mostraban a las claras el aparato de cetrería. Como las gentes se descubriesen al paso de aquellos señores, don Miguel y don Diego se informaron de quiénes eran.—Son—les contestaron—el señor senescal Hércules Aldobrandino, su hermano Leonardo y su sobrina Renata. ¡Qué bien se echa de ver que sois forasteros al no conocer a tan visibles personas!

Hizo don Miguel un gesto, no advertido para don Diego, y comentando ambos la majestad de los ancianos y la elegancia de la joven, prosiguieron su paseo, hasta que fué hora de retornar a la posada. Y a petición de don Diego separáronse después del meridiano yantar para el reposo de la siesta.

Buena siesta diere Dios a don Diego, que así que se vió en su aposento a solas con su escudero, hubo de arrojarse en sus brazos y comenzar a llorar como una Magdalena después del arrepentimiento.—Malhaya mil veces, Marcos amigo—le decía—, malhaya mil veces la hora en que nos partimos de nuestra casa si había de ser para tal fin de viaje, que me pienso que no llegaré a Mantua y quedaré con la maldición de mis padres y sin el asilo de mi tía la priora.

—Sosegáos, señora mía—respondió el escudero—que aína os turbáis y me dais ganas de llorar a mí también. Mirad, doña Mencía, mi ama, que si ven vuestros ojos encendidos del llanto dudarán de vuestro varonil disfraz. Hicísteis mal en prometer a don Miguel que os detendríais aquí, pues lo que importa es que lleguéis cuanto antes a Mantua, donde os espera la paz del monasterio.

—¡Ay! ¿Por qué nací mujer? Unos padres crueles quisieron depararme como esposo a un hombre viejo, feo y corcovado, con achaque de decir que todo cuanto llevaba en la joroba eran doblones. Pensé en mi tía doña Clara y en su convento de Italia, y para dejar tierra de por medio entre el novio y yo salimos de Toledo, sin reparar en lo largo del viaje. Más me valiera haberme quedado de religiosa en el colegio de San Clemente de nuestra ciudad, que no hacer peligrar aquí mi vocación forzosa y la salvación de mi alma.

—Fuerza es que lleguemos a Mantua, mi señora. Pero decidme, ¿qué mal pájaro os ha picado que os ha causado tal maleficio?

—Alas tiene y no es ave. Ciego es y todo lo penetra. Niño es y sabe más que cien doctores.

—Acabáramos, doña Mencía de mi alma, que ya me asombraba a mí que el tal picaruelo no se nos hubiera puesto delante en el camino.

—Ganas me dan de sacar de la maletilla el traje femenino que traigo para entrar en Mantua, descubrirle a don Miguel la verdad de nuestra historia y decirle que le amo de todas veras desde que le vi. ¿No has parado mientes en lo apuesto de su porte, en la nobleza de sus modos, en la galanura de su decir y en la discreción de su pensar? Heme aficionado a él de tal manera y cobrádole un tan grandísimo afecto, que sangre del corazón llorarían mis ojos si me arrancasen de su compañía.

Juntos pasaron el siguiente día ambos muy divertidos con sus pláticas. Era el don Miguel muy letrado y placíase en decir versos que sabía, y sólo ignoraba que sus coloquios con don Diego aumentaban una llama cruel. Así aconteció que hallándose juntos tuvo el don Miguel la donosa ocurrencia de recitar a su amigo el siguiente soneto que él compuso cierta vez a una dama que mostraba un lunar en uno de sus pechos:


SONETO

Sabio lunar que colocarse supo
tan sabiamente en el redondo seno.
De orgullo le supongo y gozo lleno
por la preciosa suerte que le cupo.

Es flor de tal jardín, él es el astro,
astrolabio, astro mago, guía y norte
de esa esfera de amor. ¡Oh rey sin corte!
Planeta de ese cielo de alabastro.

Atrae por quemar. Fuego de Neso.
Imán de la mirada. Imán del beso.
Para encender los labios con su llama,

y que la apague al recibirlos luego,
lago que apaga de la antorcha el fuego,
los verdes ojos de la rubia dama.


No apercibióse Guzmán de la turbación que disimulaba en cuanto podía don Diego, según avanzaba él en el declamado de los versos, que a bien que él pensaba decirlos a un caballero mancebo para diversión, y no que caían en los castísimos oídos de una noble doncella. Así al terminarlos y recibidos plácemes por su arte de bien decir, fué requerido el de Zúñiga para recitar a su vez. Era éste grave aprieto para la dama; pero cediendo a la fatalidad de la ocasión, hubo de decir con voz algo turbada, pero suave y cristalina, esta canción que recordaba:


CANCION

Amor de yo no sé dónde.
Pasión de yo no sé cuándo.
¡Qué necio es lo que se esconde,
si el alma lo está buscando!
No el severo pensamiento
me distraiga de mis cosas.
¿Acaso medita el viento,
y acaso piensan las rosas?
Viva la bella locura
que habla al sol en la pradera,
y corre por la llanura
cabalgando en la quimera.
El sol que en la tarde muere
vuelve a nacer otro día.
Quien de nosotros muriere
a nacer no volvería;
día en que no hemos amado,
día es que habremos perdido.
¡Oh, amores que ya han pasado,
y amores que aun no han venido!
Llegue a leer tu mirada
mi dulce libro secreto.
Sin ti la vida no es nada.
¿Qué sería el Paracleto
sin Heloísa? ¿Qué fuera
Valchiuso sin el Petrarca?
¿Por qué la encantada barca
en vano en el lago espera?
¿Para quiénes la ribera
tiene su sombra y su flor?
Jardines de primavera,
¿qué seréis sin el amor?


Hubo de comprimir un suspiro el ficticio don Diego al terminar la relación, y apenas supo dar las gracias por las albricias que le daba el de Guzmán, encantado por el modo con que había sido dicha la canción. Entretuviéronse departiendo sobre otros puntos puestos de codos sobre la abierta ventana, mientras abajo proseguía el eterno coro de todos tiempos y países. Los criados hablando mal de sus amos y del gobierno de la república, y las mujeres mordiendo en las honras de las vecinas y las vidas de las amigas ausentes. Que no hay Trajano que no sea Calígula para la gente lacayuna, ni dama que no sea liviana para las mujeres que por los años no pueden ya valerse de sus donaires, y por su desabrimiento no llegaron a doctorarse de alcahuetas en las academias del amor.

Al caer de la tarde, don Miguel fué a buscar al que para él seguía siendo don Diego, y requirióle para dar un paseo por las afueras de la ciudad, que con aquel otoño tan dulce eran de una amenidad extraordinaria. Hizo don Diego esfuerzos para serenarse, y cuando departían bajo de una frondosa olmeda, don Miguel, asustando a su interlocutor con tal comienzo de discurso, hubo de decirle así. Lo que le dijo verán los curiosos ojos que pasaren a la segunda parte de tan certísima historia.

Segunda parte

SÍGUESE REFIRIENDO EL PEREGRINO SUCESO DE LA ENAMORADA INDISCRETA, QUE TAMBIÉN FUÉ LLAMADO DEL PELIGRO EN LA VERDAD.


—Quiero, amigo don Diego—empezó diciendo el de Guzmán—, ya que sois el único que por ahora tengo en esta ciudad, daros cuenta del propósito de mi viaje y razón de mi llegada a estas tierras. Habéis de saber que he venido a celebrar mis bodas, a las cuales os podéis tener por natural convidado; pero os ha de asombrar el saber que no he hablado nunca con mi esposa, que así puedo llamarla, y que quiero probar la condición de su carácter, aunque ya conozco la de su continente.

—¿Ya la habéis visto?—preguntó casi temblando don Diego.

—Cierto que sí, y vos también. ¿No recordáis aquella joven del azor que vimos pasar por delante de la catedral? Pues esa es, la hija de Leonardo Aldobrandino, primate de este ducado.

Creyó don Diego que su amigo se chanceaba y acabaría por darle vaya y declarar que eran sus palabras burla de pasatiempo; pero tal insistió, refiriéndole la historia que ya conocemos, que don Diego felicitóle, el rostro demudado y casi balbuciente el habla.

—Murió mi padre hace tres años—concluyó don Miguel—y he venido yo solo a cumplir el pacto, si en ello no va nada, como espero, contra el lustre de mi raza y la honra de mi persona. Para mis planes necesito de vos, caballero don Diego, pues desde luego he descubierto en vos una gran nobleza, y serviréisme, procurando ser visto de la hija de Leonardo, después que yo haya llegado a ella, aunque sin descubrir quién soy. Si ella sabe rechazar toda pretensión que no sea la de ver a su esposo de Indias, a quien debe esperar fielmente, será mi esposa. Pero si no sale triunfante de la prueba y tiene a los galanteos la inclinación que otras muchas jóvenes italianas, no será ella quien venga conmigo a mi palacio de Sevilla.

De tal modo insistió don Miguel, que logró que don Diego aceptara la misión, y algunos ricos trajes y preseas para el atavío de su cuerpo, que eran muy de menester para el intento. Y aquella misma noche unos músicos colocados bajo las ventanas de Renata, cantaron con meliflua voz el siguiente:


SONETO

Amor es, Filis, brisa perfumada.
Ola de un mar de encanto. Golondrina.
Es algo que va y viene. Peregrina
canción que en la espesura canta un hada.

Ha tenido el jardín fulgores raros
como luz de un espíritu que pasa,
y ese fuego he sentido que me abrasa
al resplandor de vuestros ojos claros.

La luz y vuestra sombra se perdieron.
Amargura y dolor permanecieron.
Al bosque y a las almas vuelve el frío.

La fuente gime con gemir sonoro.
Llorando está el jardín sus hojas de oro
porque han muerto las flores y el estío.


Era por la mitad del cántico cuando entreabrióse una de las ventanas y asomó su rostro cenceño la dueña Lisarda, que había sido tercera de los amores de Leonardo con la madre de Renata, y vivía desde tiempo inmemorial en la casa. Retiróse en seguida; y al punto muy discretamente, como niño que teme cometer impertinencia, miraron a la calle los propios y celebrados ojos de Renata, a quien placía tener por vez primera música delante de su casa. Pero como Leonardo, que había salido al palacio del obispo, donde se celebraba un festín, no había de tardar en volver, Lisarda bajó a decir a los músicos para quien les enviaba, que su ama se holgaba con su tañido y les agradecía con notable contento la merced; pero que si el señor volvía y apercibía serenata, habían de verse en grave aprieto por ser justicia de la ciudad y muy celoso de la guardia de su hija. Con esto y haber juzgado que para ser la primera noche habían hecho bastante, retiráronse caballeros y músicos.

Júzguese el dolor del fingido D. Diego al representar tal papel. Fué tan grande como la alegría de Renata, al verse regalada y con cortejo. Al otro día, y por encargo del de Zúñiga, buscó Marcos la traza para hablar con Lisarda, y su coloquio fué tan sabroso como breve:—Garrido es el soldado—dijo la vieja al escucharle—, y a fe que si fuera más mozo pudiera ser el roto de mi descosido. Pero sepa que mi boca es de oro, y sólo se abre con llave de ese mismo metal, que no quiero comprometerme de balde con mi señora. Válame Dios.

—Miren el orejoncillo con faldas—contestóla Marcos—que en mi tierra la hubieran paseado por el Zoco, caballera en un pollino, emplumada y con coroza, y conocería todas las pencas de la comarca. Y concluyó con una sarta de pesiatales y de porvidas, con más votos que el altar de San Blas. Fuése el escudero, y apenas hubo subido Lisarda a la casa, fué llamada por Renata.

—¿Sabes—preguntóla ésta—quién puede ser uno de los galanes de la música de anoche?

—Yo tengo, hija mía—repuso la dueña—tan poca vista para la malicia, que no acierto en esas cosas.

—Pues esta mañana, viniendo de San Lotario, le he visto entrar en la hostería del Centauro, que no se me despinta su talle con sólo habérseme aparecido de noche y no haber mirado yo más que de soslayo. Y decirte quiero, Lisarda, que estoy harta de esperar a ese caballero de Indias, que me tiene prometido mi padre y también que he soñado con el rondador de la serenata. No es desagradable tampoco otro caballero que hoy tiene mi padre convidado, y nos ha saludado esta mañana en la iglesia; pero no me parece tan amable como el de la hostería. Fuerza es que te enteres de sus prendas y si es persona de calidad como representa ser.

Aquel día tenía, en efecto, Leonardo convidado al propio D. Miguel que, sin manifestar su nombre verdadero, se había presentado a él como un amigo del visorrey y de su hijo, de quien le traía nuevas. Mucho agradó a Renata la presencia del huésped, así como su cortesanía y discreción; pero el pensamiento no se le iba del lado de D. Diego, de quien las artes del Enemigo Malo hiciéronla prendarse muy en malhora. Quiso Leonardo que su hija regalase al forastero, y la hizo cantar acompañándose con el arpa, y cantado que hubo, requirió y le fué concedida licencia para retirarse del estrado. Así que Renata se vió libre, corrió en busca de Lisarda para hablar con ella de D. Diego con ese afán de los enamorados que sólo saben platicar de lo que aman. Preguntóla si había inquirido su nombre y condición, y supo que era un caballero español que se llamaba D. Diego de Zúñiga, y a lo que la dijeron viajaba por placer, siendo un mayorazgo muy rico de Castilla. Esto sabido, su pasión afirmóse al conocer que se trataba de un hombre principal.

Instigado por D. Miguel vióse D. Diego obligado a enviarla recados y billetes de mejor gana recibidos que mandados. Y era de ver cómo al tiempo que crecía el amor de Renata por D. Diego, crecía también la pasión del falso Zúñiga por el noble don Miguel. Y la dama, oculta bajo el disfraz de que se había valido para salvar su recato al viajar por los caminos en dirección al convento en donde se pensaba encerrar, lloraba cuando estaba a solas, y para salir de tan anormal situación unas veces se determinaba a presentarse con el traje de su sexo al de Guzmán, y otras decidíase a partir para Mantua sin despedirse del caballero que inocentemente hacía tal estrago en su espíritu, siquiera fuese el suyo el honesto amor que cumplía a una joven dama principal y cristiana como ella era.

Tenía dispuesto el duque de Ferrara en sus bellos jardines una fiesta de noche, para honrar una embajada de la magnífica señoría de la república de Venecia, y había de ser de un fausto tal como era tradición en los sucesores de Alfonso de Este, divi Hércules filius. Como era natural, tenía parte principal en ella Renata como sobrina del senescal, y Aldobrandino, sin saber que con ello honraba al que debía ser su yerno, invitó a D. Miguel a que fuera parte de la misma y de una comedia que allí había de hacerse. Dió cuenta de esto el de Guzmán a D. Diego, y a poco recibía el falso Zúñiga una esquela de Renata con cita en los jardines ducales la noche de la fiesta.

Magnífica como el señor que la dispuso, era ésta que animó los vergeles señoriales. Percibíase, llegando a ellos, un grato y apacible sonar de músicas, y apercibíase en entrando una muy notable frecuencia de caballeros y de damas que discurrían y departían, placíanse con el tañido y holgábanse con danzas de ceremonia y otros varios deleites.

Siendo grande la frondosidad de la arboleda, toda ella ardía con profusión de luminarias, y era de ver cómo rutilaban las piedras preciosas sobre los brochados de los trajes, y cómo los blancos chapines de seda de las damas constelados de diamantes semejaban albas flores cubiertas de rocío sobre el verde de la pradera.

Aquellos días celebrábanse de continuo fiestas de estafermos y corríanse sortijas, habiendo justas como otras célebres que hubo en Castilla, tales como el paso honroso del caballero Suero de Quiñones en Medina del Campo, y el otro con que le imitó honrando la embajada del duque de Bretaña el muy magnífico señor don Beltrán de la Cueva, duque de Alburquerque, conde de Ledesma, vizconde de Huelma, señor de Mombeltrán, y de La Adrada de Cuéllar y de Roa, ejemplo de validos y espejo de caballeros leales a sus reyes.

Abríase en el centro de los jardines una amplia plaza bordeada de álamos, cubiertos sus añosos troncos con túnicas de hiedra; nobles estatuas alzábanse también allí, y el suave musgo vestía de verde terciopelo las figuras del mármol. Corriéronse en tan bello lugar unos anillos a la luz de las antorchas y fué triunfante un caballero milanés que se llamaba Leonelo Sforza, y era hijo del esclarecido linaje que llevaba ese nombre preclaro. Traía el vencedor en la muñeca izquierda un brazalete como de hierro y en el cual eran grabadas las palabras de su mote, que también llevaba en el gallardete de su lanza. Lema lleno de poesía y donosura, que decía así: Galeote soy de amor.

Fué a ofrecer su galardón a una dama que se hallaba justamente al lado de Renata y se llamaba Laura de la Rovere y era de familia de donde han salido pontífices romanos. Algún disgusto tuvo la vanidosa Aldobrandino al no verse favorecida, pero ningún desabrimiento había aquella noche en la fiesta como el del desdichado don Diego, que tan mal de su grado la presenciaba.

Siguióse una danza de salvajes, y a ésta otra en que la comparsa vestíase a la usanza de los antiguos legionarios romanos. Apartáronse luego en dos filas los bailarines y salieron del boscaje unas gentiles amazonas que hubieran sido envidia de la propia Pentesilea y cabalgaban sobre cándidas hacaneas cubiertas con gualdrapas. Traían una aljaba a la espalda y blandían el arco en la diestra, disparando sus flechas hacia lo alto de los árboles. A ellas seguían unos lacayos que conducían sobre parihuelas de plata diversos cuerpos de toros con sus cuernos y sus cascos dorados, y todos ellos cubiertos de guirnaldas, y con gran concurso de frutas confitadas. Era este el anuncio del festín que se siguió y fué tal como los opulentos de las nupcias de Beatriz de Avalos con el magnífico Juan Jacobo Trivulzio, y las de Violante Visconti con el duque Lionel de Inglaterra.

Finó el banquete, mas no se crea por eso que tuvo su punto la función. Diéronse varios vítores a la embajada veneciana, y luego unos como líctores comenzaron a decir: «¡Viva el duque muchos, y buenos, y largos años con triunfo sobre sus enemigos!» Y el cardenal de Giudice, que presente se hallaba, dijo después: «Loado sea Nuestro Señor; que nos da tal señor.» Todos cuantos habían sido parte en el festín pusiéronse muy luego en marcha a otro lugar, pues que la noche y los jardines daban el tiempo y el espacio suficientes para que la fiesta continuase. Dió todo aquel senado en una pradera donde había dispuesto un estrado para que unos muy ilustres histriones representasen farsas divertidas y amenas. No era ciertamente nada de amena y divertida la farsa que tocaba representar a D. Diego, que tenía su pensamiento allí donde pusiera su ánima cuitada.

Comenzóse la representación por una loa que se titulaba El triunfo de la prudencia. Era en tal alegoría la señoría veneciana como Mentor del país italiano a quien se hacía pasar por Ulises. La urdimbre era sencilla y agradable, y todo aquel artificio con muy singular acierto tramado. Hacíase después un paseo de comedias que era llamado así: Gran caudillo es el amor. Bello poema donde el poeta ponía en su fábula verdades de la vida. Era aquí donde había sido rogado D. Miguel por Aldobrandino que, tratándose de una persona principal y muy versada en letras italianas, tomase un papel. Eran los personajes de la acción: Ricardo y Cardenio, caballeros; Lucrecia y Beatriz, damas; Hipólita, dueña, y Pánfilo y Doroteo, criados. Fingía Renata la parte de Beatriz, sin saber que en aquel Cardenio que era su galán en la comedia, escondíase su prometido esposo verdadero, tan bien esperado como mal recibido.

Fingíase en aquel paso que todas las damas habían movido una cruzada contra los caballeros todos para vencerles el desamor, pues no los consideraban suficientemente rendidos a su albedrío, y valiéndose de armas para su intento, habían usado primero de la tiranía de la soberbia con que sólo consiguieron un desdén uniforme. Buscaron luego mejor general para su causa y dieron en encontrar al amor que muy luego sirvióles aunque siendo igual que fuerte veleidoso hubo de traicionarlas haciéndolas a la postre esclavas de aquéllos a quienes intentaron rendir. Era bella la traza y hábilmente parlada, que bien mostrado lo sutil del ingenio que la había compuesto y debía de ser un poeta que no cediera en elegancia al mismo Fracastor.

Trasládase aquí un retazo de escena, porque el interés que movió en el senado que la escuchaba y hasta nuestro propio deleite nos lo ordenan. Hallábanse en medio de un boscaje el caballero Ricardo, que era príncipe de Inglaterra, y la dama Lucrecia, que era duquesa de la Italia, y así decían sus decires:

RICARDO:
¿Seréis esquiva dama menos gradescida que las flores? Ved que ellas de todos codiciadas no apartan el tallo de su rama cuando alguien quiere gustar de su fragancia, y aun besarlas como a labios de hermosas.

LUCRECIA:
Para vos, caballero Ricardo, las flores todas de mi jardín, menos una. Sabedla ganar y serán sus hojas labios para vuestros labios. Vos os llamáis Ricardo. Así se llamaba vuestro rey Corazón de León.

RICARDO:
¿Queréis, dama Lucrecia, que vaya a Palestina? Yo rescataré el sepulcro de Cristo, y traeré para que adornen vuestros chapines las gemas que adornan el turbante del señor soldán de Babilonia.

LUCRECIA:
¿Vos no sabéis la historia de la Tabla Redonda?

RICARDO:
El rey Artús era mi abuelo.

LUCRECIA:
Aún me parece a mí poco linaje el vuestro. No vayáis a Tierra Santa, pero traedme la copa donde bebió Nuestro Señor en su última cena. Está tallada en una piedra que saltó de la diadema del demonio. Guardóla el rey Titurel de Anjous con unos bravos caballeros, y otro caído en liviandades la perdió. Rescatóla el príncipe Parcival, padre del caballero Lanzarote del Lago. Ricardo, la noche de nuestras bodas, quiero que bebamos licor de la vida en ese cáliz. Ricardo, id al Monsalvato y traedme al Santo Grial.

RICARDO:
Rebosante de sangre de emperadores adversos, y de vino de las vides de Chipre. Inerme acudiré. Rendiros he mi espada.

(Aquí desceñíase la espada del tahalí, la cual era recibida por Lucrecia, que besaba su pomo.)

LUCRECIA:
Beso este oro donde tantas veces puso sus manos el valor.

(Soltaba la espada de improviso y daba un grande grito.)

¡Mal cuitada de mí! Aspid, escorpión o saeta. No era espada, que era dardo de amor. No os partáis de mi lado. Para vos, caballero Ricardo, todas mis ofrendas y todos mis sacrificios. No temáis que el viento os aparte la rosa de la rama.

RICARDO:
¡Ay, el viento de la muerte!…

LUCRECIA:
No le temáis; mucho peor es el viento de la vida para arrebatar amores. Pero yo soy eternamente para vos. Tomadme, Ricardo. Vuestra es la rosa. Tomadla antes que la agosten los soles, la marchiten las lluvias y la arrastren deshojada los vendavales.

(Y se oía tras el boscaje una suave música, y se corría un rico tapiz sobre el estrado.)

Pareció notablemente bien la comedia al concurso y todos la loaron sobremanera. Sólo D. Diego padecía después de haber visto en una escena, juntos al noble don Miguel con la desenvuelta Renata. Y fué más, para aumentar su enojo, cuando vió a Lisarda, la dueña, que cautelosamente se le llegaba y ponía en sus manos un billete, diciéndole en él Renata que si quería platicar con ella, la vieja le daría la llave de una puerta secreta de su casa, por donde sin ser notado, podía con toda seguridad llegar a su aposento y salir del mismo modo. En poco estuvo que D. Diego no pusiera entonces punto a la enfadosa historia en que estaba metido; pero por servir en algo a D. Miguel, a quien tan rendido estaba su verdadero ser, se dispuso mal de su grado a continuarla, aceptando de manos de la dueña la llave prometida. Terminóse la fiesta con grande algazara de pífanos y otros instrumentos, que recorriendo los jardines mostraban señal de que la fiesta había dado fin. Y fué de ver el brillante aparato con que Renata, como correspondía a su alcurnia, retiróse a su casa en la carroza con su padre, acompañados por dos jinetes que iban a los estribos con sendas hachas de viento encendidas.

Tercera parte

DASE FIN Y CABO A TAN EXTRAORDINARIA HISTORIA


Habló D. Diego con Marcos al salir del vergel de los duques, y éste aconsejóle que pusiese cuanto antes término a tan enojosa aventura. Pero no bien habían andado algunos pasos, cuando Lisarda entregó a D. Diego un billete en que Renata pedía el hablarle sin falta aquella misma noche y con grande urgencia. Determinóse don Diego a acudir al llamamiento con la presteza demandada, y despidiendo a su escudero, siguió a la dueña, hasta la puerta oculta y la escala secreta. Vióse de pronto en una estancia suntuosísima con tapices de tan raro gusto y lujo por las paredes, y muelles escabeles y blandas acitaras que más llevaban a la pereza que a la diligencia. Un braserillo donde se quemaba canela y ámbar, hacía oficio de pebetero y aromaba el agradable ambiente. Levantóse uno de los tapices y apareció Renata ataviada con el mismo vestido carmesí y la gorguera de batista finísima, y las mismas preseas que en la fiesta, pues tocábase con la lenza, que es como llaman en Toscana a la diadema que llevan las damas próceres, y traía sobre su pecho un primoroso cintillo de topacios y de diamantes. Estaba cubierto el pavimento con una pérsica alcatifa de tal modo, que los perlados chapines de Renata no movieron ruido ninguno y el absorto D. Diego no advirtió su presencia hasta tenerla junto a sí. Y fué notable su maravilla cuando la vió caer de rodillas ante él y con mil protestas y juramentos solicitarle que sin pérdida de tiempo mostrara a su padre la calidad de su persona y cómo podía ser digno esposo de su hija, para que la pidiera en matrimonio. Llegó la desventurada en su desvarío a pedirle que la llevara consigo a su posada, con lo que por evitar que se siguiera el escándalo, el mismo padre acudiría con el clérigo para los desposorios. Y esto decía aquella niña criada con tal cuidado y esmero en el santo temor de Dios por el más severo y amante de los padres. Que a tan notables extremos de locura lleva a las criaturas humanas el ciego amor, ministro del infierno y arma de Satanás.

—Hicierais mejor—le repuso serenamente D. Diego—en amar de lejos, que las almas que son mariposas de la llama de amor mueren abrasadas en ella cuando se acercan demasiado.

Arrojóse Renata a sus brazos, y en poco estuvo que el disfrazado Zúñiga no la mostrara la gravedad de su disparate; pero conteniéndose y dejando el fin de todo para el siguiente día, desprendiéndose de ella y con la promesa de volver a la otra noche ganó la secreta escalera y se puso en salvo.

Apenas tornóse a la posada donde le esperaba D. Miguel, refirióle punto por punto lo acaecido, haciendo grandes esfuerzos por no declararse a él como Renata, pues la dama española consideraba todo aquello como una prueba a que el Señor Rey de cielos y de tierra había sido servido de someterla en su alta sabiduría. Pero fué grande su espanto cuando supo que D. Miguel había recibido también un billete de Renata para verla a la siguiente noche, a hora diversa de la concedida a D. Diego.—¡Ah, pérfida y malvada mujer—decía el de Guzmán—que así haces aprecio de las canas de ese noble varón, que es tu padre, y crees que el amor de los caballeros y el recato de las damas son prendas para juego!—Y luego continuó más sereno:—Yo te juro que esta vez tu saber ha sido errado, y que no ha de valerte que sepas tanto de amor como de ciencia doña Oliva Sabuco, y que has de olvidarla toda muy pronto, así tengas más memoria que Mitrídates y Scalígero, y en seguida concertóse con D. Diego para ir juntos a la siguiente noche y confundirla con la lición de la presencia de ambos a la vez.

Marchóse D. Diego a su aposento, y fuera necio advertir, que no sólo no pudo conciliar el sueño, sino que ni lo intentó siquiera. Tenía una grande turbación, que era ese inmenso desasosiego de la mujer fuertemente enamorada, que lucha porque la color de su rostro y la frase de su labio no traicionen a su alma.

¡Grande cosa es el amor, decía el escudero Marcos, que él vuelve agudos a los tontos y torna necios a los discretos! Doña Mencía en tanto deshacíase querellando sus cuitas. Salíase a un muy apacible retiro formado de olmos muy añosos, y allí se lamentaba:—Que así hemos de ser las mujeres—, decía—que así cambiamos amores con desdenes, y nos perecemos por amar a quien no nos ama, y somos esquivas para los que nos quieren bien—. Era aquel lugar muy sujeto a melancolías en su sombra nocturna, y servíala de consuelo. ¡Oh noche, divina noche, hermana del misterio y madre de la bendita poesía, tú eres la puerta encantada de los placeres, y la piedra filosofal de los dolores, maravilla de los amantes, arpa de las canciones, princesa del secreto, y alcázar universal del amor.

Ya pensaba la piadosa Mencía en el exorcismo, creyéndose posesa, malhayan la caldereta y el hisopo para tales hechizos y para tal demonio. Buscó después el halago en la piedad, y cogiendo un libro eucológico que D. Miguel habíala emprestado, y se llamaba Ruta de la montaña de Sión, hubo de toparse entre sus páginas con unos versos manuscritos, que sin duda alguien habíalos dado traslado a aquel papel, habiéndole placido el donaire de un poeta que debía de ser, a no dudar, algún preclaro ingenio de la corte de Madrid, y eran estos que aquí se copian para mayor deleite:


LETRILLA A DOÑA BELISA

Amor, que es niño y travieso,
me mata con sus mercedes.
Hame tendido sus redes,
y hame preso.
Pedisme dueña y amiga,
que os diga
mis bienandanzas de bella,
y la cuitada cantiga
sólo oiréis de mi querella.

Ya no rúo, ya no canto,
del arca en el fondo están
basquiña de veludillo,
pañizuelos y tontillo,
y la prenda de mi encanto,
aquel primoroso manto
de bordado tafetán.

Que amor que es niño y travieso
me mata con sus mercedes,
hame tendido sus redes,
y hame preso.

Y sabréis Doña Belisa,
que sólo salgo a la misa
de las madres Recoletas,
y ya no me regodeo,
ni bullo, ni me paseo
por San Blas, ni por el Prado,
que amo pláticas secretas
tenidas en el estrado,
y triste cilicio ciño
por la culpa de un doncel.
Que amor me llevó al cariño
de uno que es travieso y niño
como él.

Como él gracioso y avieso,
con perfil de Ganimedes.
Hame tendido sus redes
y hame preso,
el que sin mal ni dolor
el seso roba al discreto,
y enturbia el sabio conceto
al letrado y al dotor.

El amor,
que no obliga con premáticas,
ni otras leyes mayestáticas,
el señor corregidor.
Y a quien no rinden los reyes,
ni con él hay valimiento,
ni rigen con él las leyes
que llenan el aposento
de mi tío el oidor.

Se trata, doña Belisa,
de un rapaz más que donoso
que en los diez y siete frisa.
¡Quién me viera!
Yo, aquella dama que fuera
la del gesto desdeñoso,
castigo de los galanes
que desprecié los afanes
postreramente de tres.
Don Gil que ahora en Indias loco
padece por sus desmanes.
Un mayorazgo por poco,
y por harto un ginovés.

No juguéis con el cariño.
Mirad quien así os lo avisa.
No sabéis, Doña Belisa
cómo me tiene ese niño.

Dejadme, dueña y amiga,
que no siga
con tan plañidero son.
A vos os digo el secreto
a que me obliga el afeto
de nuestra vieja afición.
Pero no es bien que mi lengua
al viento diga mi mengua,
que no es bien que la publique
y mi escándalo predique
mi canción.
Y pues mi mal conoscedes,
si halláis afrenta en mi exceso
no preguntéis por mi seso,
que la deidad que sabedes,
hame tendido sus redes
y hame preso.


Leyólos y releyólos doña Mencía con atento cuidado, como si fuese aquella dulce poesía espejo de sus propias penas. Muy luego tomólos en su memoria, que era clarísima, y casi de continuo los recitaba.

Tan luego como amaneció, sacó del cofrecillo que había traído Marcos a las ancas de su mula los atavíos femeniles que la correspondían, y eran sencillísimos y de una gran honestidad. Un vestido de estameña y un tafetancillo como velo, que eran con los que pensaba entrar en Mantua, por no ser decoroso que entrase en el convento con el traje hombruno del camino. Y cuando don Miguel envió a su amigo los buenos días, el que ya no era don Diego, después de tomar licencia para entrar en el aposento del de Guzmán, presentóse en el umbral de la puerta, mostrando tan gentil presencia de mujer, que don Miguel quedó todo turbado y confuso ante la inesperada aparición.

—No fué soñación vuestra sin duda, señor don Miguel—comenzó diciendo la dama,—ver trocado desta manera a vuestro gentil amigo don Diego. Pero en pocas palabras os diré la verdad de mi historia. Soy nacida en Toledo, de muy nobles padres y llámome doña Mencía de Carvajal. Más cuidadosos de medrar en su hacienda que de beneficiar mi espíritu, dábanme por marido a un hombre rico, pero viejo, sucio y feo. Nada valieron mis protestas, y entonces determinéme a tomar por esposo al que es eternamente bello y bueno. Una hermana de mi padre, dama que fué de gran hermosura, vive en Italia rigiendo una comunidad de religiosas y pensé venirme con ella, tomando para mi intento ese disfraz con que me habéis visto, y acompañándome de Marcos, escudero de mi casa, que fué compañero de armas de mi abuelo y tiéneme más afición que mi propio padre, y así tomé el camino destas tierras donde había de unirme con la que se llamó en el siglo doña Clara de Carvajal y de Mendoza, y hoy es en religión sor Margarita, priora de las Capuchinas de Mantua. Pero quiso Dios (Dios debe ser) que os hallare en mi camino. Sabed, don Miguel, que de hoy más no me veréis. He sido fuerte hasta ahora, seré un momento débil para haceros una confesión, que el corazón se me saltará del pecho si no os la hago y puedo hacérosla, porque sois hidalgo y noble como un hijo de rey, y luego volveré a mi prístina fortaleza para daros un adiós que lleve quizás pedazos de mi alma.

El asombro de don Miguel creció de punto al escuchar tales palabras y de tan linda boca, que la gravedad del continente de doña Mencía y toda la honestidad que ponía en el hablar, que lo hacía con los ojos fijos en el suelo, habíanle llegado a lo hondo de su ánima.

—No acierto—prosiguió la dama—a deciros lo que deciros no quisiera, pero deciros he. Diréos, don Miguel, que os amo, que sois el primer caballero a quien puedo decirlo, y único, pues que dentro de breve tiempo el mundo habrá concluído para mí. Considero vuestro amor como una rosa encantada, de aroma fragantísimo que debo aspirar a distancia, porque si tocarla quiero, cien espinas buídas me castigarán de mi osadía. Pero sabed que os adoro, aunque sea mengua mía decíroslo, y que soy tan ambiciosa que quiero de vos una gran merced. Os pido don Miguel, que perdonéis como discreto a la que os ama como loca.

Quiso arrodillarse ante él; pero Guzmán la detuvo, y cogiéndola una de sus blanquísimas manos besósela con unción respetuosa.

Aquella noche, como habían convenido, acudió doña Mencía con su traje viril a la casa de Renata. Esperaba la italiana a su don Diego en el mismo aposento que la otra noche, y no bien fué verle entrar, que se arrojó a su cuello con transportes de amor, y como entonces tropezase con el redondo seno de doña Mencía, extrañándose de hallar tal obstáculo en el pecho de su amado, hubo de preguntarle al tiempo que paseaba sus manos por el misterioso lugar:

—¿Qué os abulta aquí, caballero?

—Esto es lo único que me abulta, señora—respondióla don Diego con modo socarrón.

Y entonces, desabrochándose el juboncillo con gran presteza y abatiendo su camisa, mostró a Renata, que esperaba el pecho fuerte del mancebo, su blanco cuerpo, su finísimo talle y la turgencia de sus admirables senos, cuya vista pusiera en notable desasosiego al más austero y frío de los varones.

—Me gustan más los míos—dijo Renata, que al comprender la situación había tomado una gran seriedad.

Fué en este momento cuando don Miguel apareció en la puerta de la estancia, lo cual terminó de turbar a la infeliz Renata. Y subió de punto su burla cuando el caballero recién llegado dijo a doña Mencía:

—Venid, mi esposa.

Y después de haberla ayudado a vestirse de nuevo, cogióla de la mano, y sin dirigir palabra a Renata salieron ambos.

Fué inmenso el enojo de Leonardo Aldobrandino al saber los hechos de su hija por boca del mismo don Miguel, que ya se había descubierto como quien era; y habiendo el de Guzmán declarado que doña Mencía de Carvajal había de ser su legítima esposa ante Dios y ante los hombres, quiso Aldobrandino que su hija fuese a ocupar en el convento de Mantua la misma celda que esperaba a la dama española.

No se holgaron menos de la fausta nueva los padres de doña Mencía, quienes muy luego ordenaron una misa en la iglesia de Santo Tomé de su ciudad, para celebrar el feliz matrimonio de su hija. Misa fué ésta a la que no asistió don Lucas Leví Escobedo, hombre frío y desabrido como las gracias de Mari Angola, que era el novio que la deparaban primeramente, y hay quien dice que no acudió al santo sacrificio, porque descendiendo de los Levíes, que fueron tesoreros de don Pedro de Castilla, era sin duda, más viejo como avaro que como cristiano, y que hacía al tocino los ascos que no hizo nunca a los escudos de a ocho.

Fueron suntuosas de toda suntuosidad las bodas de don Miguel y doña Mencía, las cuales recordaron con piedad y lástima el engaño de la infeliz Renata, que por ser indiscreta en sus amores y querido buscar el afecto imposible del fingido don Diego, vióse tan justamente castigada. Y hoy sabemos della que es una religiosa tan perfecta como ejemplar y venturosa casada ha sido doña Mencía, que pocos años ha murió en su palacio de Sevilla, mirándose en los ojos de su esposo.

Y vese aquí que hasta los más extraños sucesos son caminos por los que la sabiduría del Altísimo lleva a las criaturas adonde más les conviene para la salvación de sus almas. A ella conduzca a los que leyeren o escucharen leer la presente verídica historia, la Misericordia de Nuestra Señora la Madre de Dios, como así deséales y para él pide también el cristiano y devoto caballero que la escribe, para ejemplo de algunos y regalo de todos. Vale.


Publicado el 12 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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