El Refugio

Pedro Muñoz Seca


Teatro, Comedia



Al gran periodista y admirable escritor Adolfo Febles Mora, director de la «Gaceta de Tenerife», que con tanto cariño me he defendido siempre.

Personajes

Africa
Horacio
Maruja
Ramón
Consuelo
Timoteo
Nieves
Luis
Benita
Paco
Condesa
Victoriano
Timoteo
Wistremundo
Eulogio
Jorge

La acción, en un parador. Época actual (1933)

Acto primero

Pieza central de uno de los paradores, albergues o «refugios» construidos al borde de las carreteras por el Patronato Nacional de Turismo. En el foro, chimenea de piedra, con librerías y sendos butacones. En el primer término de cada lateral, un tresillo con su mesita correspondiente. En las paredes, aparatos de luz, un teléfono y trazos de colores indicando carreteras, pueblos, fuentes de gasolina, etc., etc. Una puerta en cada lateral: la de la derecha (actor), que da acceso al comedor, y la de la izquierda, que conduce al recibimiento. Son las cinco de la tarde de un día de invierno. La chimenea, encendida. Época actual.

(Al levantarse el telón, AFRICA, administradora del «parador», señora como de cincuenta años, que viste con sencillez y buen gusto, está poniendo nuevos leños en la chimenea, al mismo tiempo que entra en escena, por la derecha, TIMOTEO, su hermano, sesentón simpaticote y corriente, que ha sido cochero de casa grande, y se le nota).

TIMOTEO.—¿Qué, se largó ya la marquesa esa de Sangüesa?

AFRICA.—Hace un momento. ¡Lo que se ha alegrado de verme aquí, al frente de «parador»! Y no me reconoció al pronto. Ya ves: ella, que hace treinta años me llamaba a mí la doncella de oro… Lo que yo le dije: «¡Ay, señora marquesa!… ¡De aquel oro no queda más que esta escoria!».

TIMOTEO.—Vamos, vamos; no hay que tirarse por los suelos, hermana.

AFRICA.—Sí, es verdad, Timoteo. ¡De tanto trabajar estoy tan ajada y tan… escoriada!…

TIMOTEO.—Ella sí que no es ni sombra de lo que fué. Porque fue una buena jaca. Cuando yo «entruve» de cochero en casa del señor duque, estaba ella que ¡vaya potranca con sangre! No sé si seguirá tan coqueta como en el antaño. Porque era una castiza…, ¡mi madre!

AFRICA.—De eso no se ha corregido. En cuanto habla con un caballero se almibara que da fatiga. Ella dice que es la diabete, que la tiene la sangre azucarada; pero lo que le ocurre es que no ha conocido la vergüenza ni por el forro. ¡Ah! Le he preguntado por Consuelito y por Maruja, y tampoco sabe nada de ellas.

PACO.—(Por la derecha. Es camarero del «refugio» y tiene una cara de sinvergüenza que asusta). Bueno; qué: ¿hay algún encargo de cena a más de los anotados?

TIMOTEO.—Que yo sepa…

PACO.—¡Vaya semanita que llevamos, don Timoteo!

TIMOTEO.—Claro, hombre; ¿quién va a aventurarse por esas carreteras con el tiempo que hace? Porque hay que ver cómo está el tiempecito de tormentoso, de aguanoso y de cochambroso.

PACO.—Lo del tiempo es lo de menos. Otras cosas hay peores que el tiempo.

TIMOTEO.—Los atracos, quizás.

PACO.—Lo atracos y la falta de atractivos de este albergue.

AFRICA.—(Saltando). ¿Querrá usted que traigamos aquí vicetiples? ¡Nos ha hecho puré el camarero!

PACO.—No hay que remontarse, señora. Que usté es un globo que se remonta por menos de na.

AFRICA.—¡Si me está usté… inflando, joroba! ¿Qué quiere usté que haga?

TIMOTEO.—(Conciliador). ¡Vamos, vamos!

PACO.—Yo quiero decir, señora, que no estaría de más que hubiera en este «parador» algún plato especial, alguna bebida especial o algo que no lo hubiera en ninguna parte. Atracciones, señor, y, en último caso, trucos, que para eso vivimos en el siglo del truco y en el país más trucoso del siglo.

AFRICA.—(Despectiva). Sí: vamos a echar clavos en la carretera, como hacen los del ventorrillo de la encrucijada.

PACO.—Clavos, no, señora; pero un poquito de ingenio vendría muy bien. Ahí tienen ustedes al tipo ése del autobús: con una broma suya de buen gusto ha hecho que se quede aquí a pasar la noche el caballero ése de «roster» amarillo, que pensaba dormir en Córdoba.

AFRICA.—(Extrañada). ¿El del autobús? ¿Quién es el del autobús?

TIMOTEO.—Ah, ¿pero no sabes?… Verdad, que estabas con la marquesa… Pues un gachó que viajaba en el autoexprés Madrid-Sevilla, con un billete del mes pasao, muy bien apañadito. Al llegar aquí descubrieron el engaño, y en vez de entregarlo a la Policía del primer pueblo, como era lo natural, lo dejaron ahí en la gasolina, con una sombrerera y un maletón.

AFRICA.—¡El pobre!…

PACO.—El tal es un tío de gracia. Lo digo yo, que entiendo de eso.

TIMOTEO.—El tipo, por lo menos, se las trae. Gasta un sombrero hongo que no se lo llenan de cacahués por seis mil reales.

AFRICA.—(A PACO). ¿Y qué ha hecho para que ese señor del «roster»…?

PACO.—¡Ah! Que estaba ahí de conversación con Pepe, el de la gasolina, cuando paró el «roster» pa echar treinta litros, y fué el, le guiñó a Pepe, le dijo por lo bajo: «Estos del «roster» duermen aquí, o pierdo yo la cabeza con hongo y todo», y así como el que sigue la conversación, comenzó a describir la huelga revolucionaria que, según él, ha estallao ahí, en Santa Cruz de Mudela, que el chofer, más blanco que la pared, le dijo al señor: «Por ese pueblo no paso yo de noche aunque se empeñe el Jurado Mixto», y ahí los tiene usté: al chofer, en el garaje, lavando el coche, y al señor, en su habitación, haciendo solitarios.

AFRICA.—(Bien impresionada). Ya lo creo. Como que eso ya se me había ocurrido antes. ¿Y quién es ese hombre? ¿Saben ustedes algún detalle de él?

PACO.—Creo que es un peliculero que va a Córdoba a dejarse coger por un toro.

AFRICA.—¡Jesús!

PACO.—¡Lo necesitado que estará el infeliz pa hacer eso! ¡Debe tener un hambre atrasada!…

AFRICA.—Pues un hombre así puede sernos utilísimo. Porque…

TIMOTEO.—¿Qué estás pensando, África? ¡Que te temo, porque tú, cuando te desbocas!…

AFRICA.—(A PACO). Dígale que venga, que quiero hacerle una pregunta.

PACO.—Sí, señora. Está ahí, en la carretera, sentado en el maletón y esperando el paso de alguna camioneta que quiera cargar con él. (Mutis por la izquierda).

TIMOTEO.—(Preocupado). Oye, tú: ándate con pies de plomo, que hoy día no puede uno fiarse ni de la camisa que lleva puesta.

BENITA.—(Criada palurda. Por la derecha). Señora.

AFRICA.—¿Qué, Benita?

BENITA.—(Que habla a golpes, como si fuera una codorniz). Otra vez lo mismo. Que se ha encasquillado la cruz de la llave, del grifo, del agua, del cuarto, del baño, del güesped del «roster».

AFRICA.—¡Atiza! (A TIMOTEO). Tráete la tenazas, hombre. (Se va por la derecha).

TIMOTEO.—¡Estamos divertidos con el grifamen!… (Vase tras ella).

BENITA.—(Haciendo mutis también). Ya está to mojao el suelo y el sócalo y un cacho del pico, del paso de alfombra del centro del cuarto de «enjunto» del otro del güesped del «roster»… (Mutis. Tras una brevísima pausa, entran en escena, por la izquierda, PACO y HORACIO. HORACIO es un señor como de cuarenta y cinco años, que viste de una manera un poco arbitraria. Un traje que, desde luego, ha sido de otro; un abrigo que ha sido de varios y un hongo demasiado grande para él. La cara es simpática, la mirada inteligente y la cabeza noble. Mejor vestido, podría presidir el Ateneo o cualquier otro centro de cultura. Trae tres cosas: un maletón, una sombrerera y muchísimo frío).

PACO.—Pase usté.

HORACIO.—¡Carambola! Confortable y tal. Esto sí que es un refugio. (Deja el maletón y la sombrerera y se acerca a la chimenea para calentarse).

PACO.—(Asomándose a la puerta de la derecha). ¡Qué raro! Estaban aquí ahora mismo…

HORACIO.—Déjelos; no hay prisa, «garçon». ¡Esto es la gloria! Lo que me gustan a mi estas chimeneas medievales, que al par que templan el cuerpo recrean el espíritu. Porque una llama lamiente es siempre un espectáculo. (Frotándose las manos). ¡De primerísima! ¡Qué gran cosa es el fuego! Estaba yo ahí fuera tiritando de frío y no hacía más que pensar: si ahora me muriese y el Sumo Hacedor me mandara al purgatorio, le daba las gracias.

PACO.—Está muy cruda la tarde.

HORACIO.—De un crudo que parte los dientes. Sopla un descuernacabras que no hay quién lo resista. Aún no me siento las facciones.

PACO.—¿Tanto?

HORACIO.—Tóqueme las narices, si gusta. Yo creo que si continúo en la carretera media hora más, me quedo en ella de…, de eso malsonante. Vamos, que me pintan el hongo de rojo y me escriben en el pecho: «A Madrid, ciento setenta y cuatro kilómetros», y yo, que he sido siempre una porquería insignificante, hubiera acabado dándome importancia.

PACO.—(Riendo). Veo que tiene usté buen humor.

HORACIO.—Ya voy reaccionando… Y dígame, amable camarero: ¿estos administradores de este parador son buenas personas?

PACO.—Dos benditos. Se puede tratar con ellos porque son de nuestra clase. Vamos, de la mía por lo menos, porque yo no soy más que un parias.

HORACIO.—Y yo otro. En clase de parias puedo ser presidente de los pariatarios.

PACO.— Estos dos hermanos han servido en casas de las grandes: ella como doncella de confianza y él como jefe de cocheras cuando había cocheras.

HORACIO.—Entendido.

PACO.—Están muy bien relacionaos con toda clase de gente. Con los antiguos ricos, por ellos mismos, y con los recién encumbrados, por un hijo de él, un muchacho simpatiquísimo, muy de los de ahora y que es precisamente quien les ha proporcionado este negocio.

HORACIO.—Ah, ¿el hijo de él es de los de ahora?…

PACO.—Sí, señor: de los de ahora; pero de los de ahora que son de ahora desde antes de ahora. Ya usté me entiende.

HORACIO.—Sí, tiene usted razón; porque ahora hay de los de ahora que no son de ahora y hay de los de ahora que eran de ahora antes de ahora, que será el caso de éste, que éste será de los que son de ahora desde antes de ahora.

PACO.—Ni más ni menos. Es un muchacho perito mecánico muy templao y muy hombre: culto sin alardes y político sin ambiciones ni monsergas. ¡Oro de ley! Y un gran mecánico. Con una camioneta que tiene su padre para el aprovisionamiento del parador se buscar él la vida de primera. Además, tiene aquí mismo un taller y trabaja todo lo que quiere.

HORACIO.—Y el padre y la tía, en punto a cultura…

PACO.—Cero más cero, y me llevo nada. Ella es de las que hablan de los siete sabios de Ecija y él es de los que ven escrito en abreviatura excelentísimo señor y leen «exce homo». (Ríe HORACIO). Bueno; él, leyendo, no tiene rival. Donde dice sumario lee su marido y se queda tan fresco. Y en punto a idiomas, ni palabra. Por eso le he hecho yo creer que hablo once idiomas.

HORACIO.—Ah, ¿y no?…

PACO.—Quite usté, hombre; yo sé las cuatro palabras extranjeras que sabemos todos: mersi, senkiu, orrevuar, gudbac y boni nitinga; pero manejo el camelo como nadie, y yo, al extranjero que me pregunta, le contesto como si le entendiera. ¡Andá! Con algunos he estado hablando hasta media hora, sin repetirme ni agotarme.

HORACIO.—Ya es camelar, amigo. Oiga, ¿y qué cree usted que querrán de mi estos buenos señores?

PACO.—Aquí llegan precisamente; ellos se lo dirán a usté.

HORACIO.—(A AFRICA y TIMOTEO, que entran en escena por la puerta de la derecha). Muy buenas tardes… (Se quita el sombrero).

AFRICA.—Buenas tardes.

PACO.—(A AFRICA). Este es el señor… (A HORACIO). ¿Cómo es su nombre?

HORACIO.—Horacio Diez Díaz, para servirles…

AFRICA.—Muchas gracias.

HORACIO.—¿Están ustedes bien?

AFRICA.—Bien. ¿Y usté?

HORACIO.— Muy bien; muchas gracias.

TOMITEO.—(Sentándose). Cúbrase.

HORACIO.—¡Nunca!

AFRICA.—(Sentándose). Siéntese.

HORACIO.—¡Jamás!

PACO.—Siéntese, hombre. (Sentándose). Si yo me siento también. Aquí, cuando no hay gente extraña, todos somos uno.

HORACIO.—En ese caso… No quiero que siendo todos uno, parezca yo otro.

TIMOTEO.—(Petaca en mano). ¿Fuma unté?

HORACIO.—Cuando me invitan, desde luego.

TIMOTEO.—¿Le gustan las señoritas?

HORACIO.—¡Las piropeo!

TIMOTEO.—Ahí va una. (Se la tira).

PACO.—Y ahí va lumbre.

HORACIO.—Amabilísimos. (Encienden y fuman).

AFRICA.—Tenemos que expresarle nuestro agradecimiento porque, gracias a una gracias de usté, hay dos huéspedes esta tarde en el parador.

HORACIO.—¡Ah! Alude usted a… Sí; me conviene que ese señor del «roster» se detenga aquí hasta mañana, porque como va a Andalucía, si logro que me escuche, tal vez me haga el favor de llevarme.

TIMOTEO.—Nos ha dicho Paco que es usté peliculero.

HORACIO.—Ahora, sí, señor. Para eso voy a Córdoba. Van a hacer allí dos películas del siglo diecisiete: «Corchetes y presillas o El sangrador de Jalapilla» y «La traición de las Alforcias»; necesitan dos victimarios: uno que se deje coger por un toro en pleno campo y otro que se tire por un precipicio huyendo de unos bandoleros, y voy a ofrecerme para la cogida y para la caída.

AFRICA.—¡Dios mío!

TIMOTEO.—¡Pero, hombre!…

HORACIO.—Pagan bien; hacen a los artistas toda clase de seguros, y ¿a qué está uno? Atravieso una etapa tan penosa y tan penuriosa, que me dicen ahora mismo: «Toma mil pesetas, vete a Sevilla y tírate desde el muñeco de la Giralda» y subo en busca del muñeco como si me lo hubieran puesto los Reyes.

AFRICA.—¡Jesús!

HORACIO.—¡La vida! Claro que no siempre me he visto tan desfondado como ahora. En otra ocasiones, no diré que haya nadado en la opulencia, pero me he paseado por la orilla. Además, espero salir muy pronto de este bache, porque le ando dando vueltas a dos o tres asuntillos que pueden ser mi redención a metálico. Cosillas que yo invento. Tengo ahora en estudio, entre otras cosas, el plomo luminoso para los cazadores.

PACO.—¡Caramba!

HORACIO.—Sí, algo muy grande. Unos plomos aforosfados que, cuando el cazador dispara de noche, como el plomo es luminoso, ve el cazador por dónde va el tiro.

TIMOTEO.—¡Mi madre!

HORACIO.—Y tengo, además, el celu-lucamón, que eso sí que es una cosa muy seria. Un alimento especial para las gallinas, que hace que pongan los huevos con la cáscara de celuloide.

PACO.—¡Atiza!

HORACIO.—¡Será una verdadera revolución! Claro, una cosa como la cáscara de los huevos que no había servido nunca para nada y que va a convertirse de pronto en una fuente de riqueza… Y lo utilísimo que va a ser para todo el mundo, porque se toma usted media docena de huevos y, a más de nutrirse, puede usted hacerse con las cáscaras un cuello, unos puños y una jabonera.

TIMOTEO.—¡Qué espanto!

HORACIO.—Pero, en fin, como todas estas cosillas necesitan algún tiempo para su desarrollo y el estómago no admite dilatorias, voy a ver si con la cogida y la caída puedo esperar, aunque sea acostado y vendado.

AFRICA.—Y antes de ahora, ¿ha tenido usté algún empleo?

HORACIO.—He estado once años en las oficinas del Turismo. Este refugio, «parador» o como ustedes le llamen, se ha edificado cuando yo era subjefe de la propaganda española. (Por uno folletos que hay sobre una de las mesas). La mayoría de estos folletos los he redactado yo.

AFRICA.—Hay algunos lindísimos.

HORACIO.—Más lo serían si hubieran insertado en ellos el elogio poético que hice de cada pueblo de España. (Tomando uno de los folletos). Jaén. Vean ustedes. ¿Qué atractivo tiene esto? Una «foto» sepia, y debajo: «Vista parcial de la ciudad». ¡Bah! Cuánto mejor hubiera estado poner debajo de Jaén:

Jaén, bella población.
Por Asdrúbal fue fundada.
La riega el Guadalbullón.
Durmió en ella Escipión.
Su catedral es preciada.
La gente es culta y honrada
y de fina educación,
y eso de que roncan, nada:
es una exageración.

AFRICA.—¡Muy bonito!

HORACIO.—Gracias. Hago versos con gran facilidad. He publicado muchísimos: unas veces con el seudónimo de «Petrarquilla» y otras con mi nombre: Hache Diez Díaz.

TIMOTEO.—Hace diez días, ¿qué?

HORACIO.—Digo que Hache Diez Díaz, mi nombre.

TIMOTEO.—¡Ah! Perdone.

PACO.—¿Y por qué salió usté del Turismo?

HORACIO.—Por economías. Cuando el cambio de régimen colocaron a algunos de la situación, que estaban en mala situación; luego hicieron economías, y como los que no éramos de la situación estábamos en peor situación, pues… «Vete, Horacio, y no despacio».

AFRICA.—¿Usté no es de éstos?

HORACIO.—Yo soy completamente apolítico, señora. Jamás he entendido de eso. Hasta hace poco creía que U. G. T. quería decir urgente. Luego he sabido que quiere decir: «última generación que trabaja». (Risas). Yo no soy más que un hombre que quiere vivir, y que por ganar un sueldo es capaz de lo más heroico y de lo más ridículo: desde dar su sangre para una transfusión, ápice del heroísmo, hasta ser campeón de piraguas, que es lo más ridículo que se me ocurre. Pero como en estos instantes tan difíciles no basta con ser laborioso, trajinista y emprendedor, sino que hacen falta también padrinos, y yo tengo menos padrinos que un catecúmeno, me veo perdido y hasta olvidado.

AFRICA.—No tanto, hombre; no tanto. Ahora va usté a tener una madrina.

HORACIO.—¿Eh?

AFRICA.—¡Yo!

HORACIO.—¡Señora!…

AFRICA.—A mí se me ocurre un negocio para usté.

HORACIO.—Aceptado, sea el que fuere.

AFRICA.—Si usté, valiéndose de medios ingeniosos, logra detener aquí a los turistas que pasen y les obliga a hacer gastos, yo…, mejor dicho, nosotros, además de tenerle a usté aquí, a mesa y mantel, le daremos el diez por ciento del consumo que hagan los viajeros.

HORACIO.—¿Eso es de veras?

AFRICA.—Por mi parte, acabo de firmar el contrato.

HORACIO.—Y por la mía lo he firmado, le he puesto una póliza de cero veinticinco y lo he mandado visar al Sindicato que sea, por si las moscas.

PACO.—¡Ole!

TIMOTEO.—Pues no hay más que hablar.

AFRICA.—¿Usté se ha percatao bien?…

HORACIO.—Señora, por esa carretera no pasa automovilista que no se apee, gasolinée, tetée, vermutée, cene, pernocte y desayune.

PACO.—¡Así!

HORACIO.—Y así será, aunque tenga yo que representar quince dramas y veintisiete comedias, caracterizado y todo. Yo sé que me expongo a dos bofetadas; pero ¿qué son dos lapos turísticos al lado del cornalón que puede pegarme el morucho de Córdoba? Porque…

TIMOTEO.—(Al ver entrar en escena, por al izquierda, gorra en mano, a JORGE, chofer inglés). Cuidao.

JORGE.—(Con marcadísimo acento británico). Buenas tardes.

TODOS.—Buenas tardes.

JORGE.—(Como se pronuncia). ¿Du yu spic inglish?

PACO.—(Con el mayor aplomo). Yes.

JORGE.—¿Yas ei yelou «Mercedes» car jast bai jiar uir zam inglish yan leidis?

PACO.—Trois yeldo buli fervit.

JORGE.—¡Ai dount anderstand ei our!

PACO.—Yourdi calsi mendi bulfa.

JORGE.—¿Bat dount yu spic inglish?

PACO.—Yes, joun espique longue.

JORGE.—(Perplejo, a los demás). Ain goin iugant jadin anderstud jin.

PACO.—Jin járden.

JORGE.—Gud bae.

PACO.—Gud bae. (Se va JORGE). ¡Pelmazo!… (Para mayor claridad, sepa el actor que se encargue de este papel, que ha dicho lo siguiente: ¿Hablan ustedes inglés? — ¿Ha pasado por aquí un «Mercedes» amarillo, con unas señoritas inglesas? — ¡No le entiendo una palabra! — Pero ¿usted habla inglés? — Me voy sin haberle entendido. — Adiós).

TIMOTEO.—¿Qué quería?

PACO.—Nada; que si pasa por aquí una tal Mercedes en un coche pequeño, que le digamos que él lleva el gato. ¡Tonterías!

AFRICA.—Era inglés, ¿no?

PACO.—Habla el inglés, pero por el acento deber ser de Escocia.

TIMOTEO.—Pero ¿es usté capaz de distinguir?…

PACO.—¡Hombre!… (A HORACIO). Figúrese usté: he estado once años en el refugio de Cap-jonday, entre Ludi y Pasnablón…

HORACIO.—¡Ahí es nada! ¡En pleno ahi-landoy!

PÂCO.—Sí, señor.

HORACIO.—Bueno; ustedes me dirán dónde puedo dejar el equipaje y asearme un poco…

AFRICA.—(A PACO). Que se instale en el número doce bis.

PACO.—Güi, madam. (Rumor de voces dentro).

AFRICA.—¿Eh? ¿Quién es?

PACO.—Una señora y un joven.

AFRICA.—(Encendiendo las luces). Acompáñale tú, Timoteo.

TIMOTEO.—Sí. (A HORACIO, indicándole la puerta de la derecha). Por aquí. Y a ver cómo se porta usté.

HORACIO.—Hombre, me gustaría que pasara alguna señora en meses mayores para que vieran ustedes cómo el bautizo se celebraba aquí. (Risas. Se van por ala derecha HORACIO y TIMOTEO).

AFRICA.—(Viéndoles ir). Es un tipo muy simpático. (Al ver entrar en escena por la izquierda a la CONDESA y a VICTORIANO). ¿Eh? A esta señora la conozco yo. ¡Ya lo creo! Es la condesa de Almargen. (La CONDESA es una elegantísima señora, y VICTORIANO es un muchacho bien vestido, pero que dista mucho de ser un «sportman»).

CONDESA.—Buenas tardes.

AFRICA.—Buenas tardes.

PACO.—Para servir a los señores.

CONDESA.—¿Podrían darme una taza de té bien caliente?

PACO.—Ya lo creo. ¿Té completo desea la señora?

CONDESA.—Sólo té.

PACO.—Muy bien.

VICTORIANO.—Una cerveza para mi.

PACO.— Perfectamente.

CONDESA.—Vea si el mecánico desea tomar algo. Está en el surtidor…

PACO.—Sí, señora. (Mutis por la izquierda).

AFRICA.—(Indicándole el tresillo de la derecha). Aquí estará la señora condesa más resguardada.

CONDESA.—(Gratamente sorprendida). ¿Eh? ¿Me conoce usted? (Se sienta con VICTORIANO en el sitio indicado por AFRICA).

AFRICA.—¿Quién no conoce a la señora condesa de Almargen?

CONDESA.—Amabilísima; pero no recuerdo dónde ni cuando…

AFRICA.—Ni es posible. ¡Hace tantos años que no tengo el gusto de ponerme a las órdenes de la señora condesa!… Pero cuando le diga mi nombre, me recordará seguramente. Mi nombre no es nada vulgar: Africa.

CONDESA.—¿Eh? (Recordando). ¡Ah! Sí…

AFRICA.—Africa González.

CONDESA.—Sí, mujer; la doncella de Meri Valvieja.

AFRICA.—Sí, señora.

CONDESA.—¡Ya lo creo que hace años! Y muy buena fisonomista tiene usted que ser para haberme reconocido…

AFRICA.—Es que he visto a la señora tantas veces…

CONDESA.—¡La pobre Meri!… ¡Cómo se hundió aquella casa! ¡Una casa tan fuerte!… ¿Y qué es de las chicas? Porque dejó dos, ¿no?

AFRICA.—Sí, señora: Consuelito y Marujita. Por ahí andan las pobres…

CONDESA.—A usted que le da por escribir, amigo Bustillo. Ahí tiene una historia digna de una novela. Esta Meri de quien hablamos, Meri Guevara, duquesa de Valvieja, era hace treinta y tantos años la muchacha más guapa, más inteligente y más buena de Madrid; no le exagero. Y una de las fortunas más grandes de España.

VICTORIANO.—Vamos, como para darle calabazas.

CONDESA.—Se casó con López de Aceña, el marqués de Dario, que era también el mejor partido de aquel tiempo. Simpático, con un fortunón… ¡Una perla! La pareja ideal la llamábamos todos. Y la pareja ideal fue durante varios años.

AFRICA.—No muchos, desgraciadamente.

CONDESA.—Sí, porque de pronto, ¡qué cambio! Un mal consejero, sin duda…

AFRICA.—Sí, señora; aquel Escosura, íntimo del señor marqués, era el hombre más perverso que yo he conocido.

CONDESA.—Pues eso: un mal amigo, una mala mujer, que nunca falta; el juego que lo cegó…, y a rodar por la pendiente hasta hundirse en lo más bajo; así como suena: en lo más bajo. Porque yo no he conocido catástrofe igual. ¡La ruina, la miseria y hasta la cárcel!

AFRICA.—(Espantada del recuerdo). ¡Qué horror! (PACO entra en escena por la derecha y sirve el té a la CONDESA y la cerveza al VICTORIANO).

VICTORIANO.—Algo he oído yo contar… Ese marqués fue el de la estafa del Banco de Agricultores, ¿no?

CONDESA.—Sí. ¡Menudo escándalo! Y lo que hizo a última hora fué épico. Gracias a no sé cuantas influencias, logró que le pusieran en libertad bajo fianza, y en cuanto se vió en la calle huyó de España, y ahí queda eso. Nadie ha vuelto a saber de él.

AFRICA.—Dijeron que había muerto en Méjico, en una de las revueltas del país y estando al frente de no sé qué explotación petrolífera. ¡Dios le haya perdonado! ¡Qué malo fue para todos! No tiene usté idea de lo que padeció aquella mártir, abandonada en plena juventud, con aquellas dos criaturitas y sin recursos, porque hubo días que en aquella casa no entró la gracias de Dios.

CONDESA.—¡Pobre Meri! (Pausa).

PACO.—(Aprovechando el momento). Le llevo al chofer lo que me ha pedido: un coctel de whiskey y dos bocadillos de anchoas Massó. Los quería de caviar, pero caviar no tenemos. (Saluda y se va por la izquierda, agitando la coctelera).

CONDESA.—¿Y dónde están las chicas ahora?

AFRICA.—Ahora, no sé. Hace más de un año que no me escriben. Ultimamente estaban en Barcelona, en no recuerdo qué almacén…

CONDESA.—He oído decir que son muy orgullosas y que no han querido acudir a ninguno de sus parientes…

AFRICA.—¡Vieron las infelices tan a las claras el despego de todos ellos cuando vivía su pobre madre!… Porque no tienen ustedes idea de lo mal que se portaron todos con la pobre señora. (Suena el timbre del teléfono). ¿Eh? Con el permiso de ustedes… (Al aparato). ¿Quién?… ¿Sí?… ¿Cómo?… Bueno… Sí. Espero a mi sobrino de un momento a otro y él irá enseguida con la camioneta… Bien… Sí… De nada. Adiós. (Deja el aparato. A PACO, que entra en escena por la izquierda). Oiga, Paco.

PACO.—Señora…

AFRICA.—Cuando venga con la camioneta el señorito Ramón, dígale que en el kilómetro ciento ochenta y dos hay detenido un «auto» con averías. Que tiene que traer a sus ocupantes, que están en la casilla del peón caminero, y luego remolcar al coche al taller.

PACO.—Sí, señora. (Mutis por la derecha).

AFRICA.—La señora condesa, ¿va a Sevilla?

CONDESA.—No: voy a mi finca de Bailén a ver lo que queda de ella. Quiero saber si todavía es mía, averiguar lo que va a costarme este año la cosecha de aceitunas, que ha sido muy buena.

AFRICA.—Mal andan las cosas del campo.

CONDESA.—Por eso no he querido ir sola y me acompaña el hijo de mi administrador general. A Victoriano le he visto yo nacer y hacerse hombre, y sé que es un muchacho valiente y decidido. Sobre todo, decidido.

VISTORIANO.—Sí, señora. No lo digo por alabarme: pero yo, con una pistola en la mano y con esta puntería que me ha dado Dios, que escribo a balazos minombre y lo rubrico, no le temo a nada ni a nadie.

CONDESA.—Quiero estar en Valdepeñas desntro de una hora, y en Bailén a la hora de cenar. Veremos cómo me reciben.

VICTORIANO.—Yendo yo, no hay cuidado. Que me echen a mí faistas ceneteístas y ugeteístas.

CONDESA.—(Satisfecha). Sí: con él voy tranquila.

HORACIO.—(Por la izquierda, con TIMOTEO y hablando con exagerado acento argentino). ¡Tremebundo, che! ¡Flojo bochinche han armado, mi amigo! Ahora están asaltando los «autos» que pasan por allí. A unos amigasos que iban en un Marmon, che, los detuvieron pistola en mano, reché, que se quedaron los del Marmon dríos y les quitaron el dinero y la bisutería. Parece que dirigió ese asalto un tal «Trespesetas», un compadrito de allá, que tiene piaras de cabras y que ha quemado ya cinco archivos municipales. ¡Qué relación encontrará el muy sonso entre las cabras y los archivos!

TIMOTEO.—Pues cualquiera pasa ahora por Valdepeñas.

CONDESA.—(Sobresaltada). ¿Eh?

VICTORIANO.—(Idem). ¿Qué?

HORACIO.—¡Una chirimoya! Hirviendo que está aquello no más. Figúrese usté: Valdepeñas hirviendo. Y todo por una sanganada, che. Porque así lo ha querido un maestro de escuela, que es allí el líder de los izquierdosos. Un macano pendenciero y sobrepujante, que como maestro es una birria, porque conjuga yo sin bata, tú sin botas, él son voto, nosotros sin botones, vosotros sin botines y ellos sin betunes, che. Un tío soberbioso que ha proclamado allí el ultrasoviet; ha comenzado por repartir el vino entre los valdepeñenses; están todos los borrachos de Valdepeñas borrachos de Valdepeñas, y tienen armado un rebumbio y una zurribanda, que al que cogen lo batanean, lo tunden y lo chinchan, che.

CONDESA.—¡Dios mío! ¿Cómo vamos a pasar ahora por allí?… ¡Qué horror! ¿Qué hacemos, Victoriano?

VICTORIANO.— Ya sabe usted, señora, que yo soy un hombre decidido.

HORACIO.—(Contrariado). (¡Caray!).

VICTORIANO.—¡Y estoy completamente decidido!…

CONDESA.—¿Eh?

VICTORIANO.—Sí, señor; y estoy completamente decidido a… quedarme aquí.

HORACIO.—(¡Ole!).

VICTORIANO.—Yo tengo el valor de manifestar mi cobardía.

HORACIO.—¡Bonito!

VICTORIANO.—A nosotros no nos chinchan, che.

HORACIO.—Claro. Mañana pasan ustedes por allá sin hablar con nadie para no excitar, y como en la pampa, che.

CONDESA.—(A AFRICA). ¿Tiene donde alojarnos?

AFRICA.—¡Por Dios, señora condesa! Y con todo género de comodidades. Quedará encantada la señora condesa.

CONDESA.—Perfectamente. (A VICTORIANO). Di a Gildardo que encierre el coche y que dé las maletas para que las suban.

VICTORIANO.—Ahora mismo. (Mutis por la izquierda).

AFRICA.—Si la señora condesa desea ver las habitaciones…

CONDESA.—Sí, vamos. (A HORACIO). Y muchísimas gracias, señor. Nos ha salvado usted.

HORACIO.—Eso mismo me decía hace un instante el señor obispo de Málaga, que se detuvo a tomar esencia y ha decidido pernoctar también aquí.

AFRICA.—(Sin poder ocultar su alegría). ¿Eh? Pero ¿tenemos un obispo?

TIMOTEO.—En el nueve.

CONDESA.—(A HORACIO). Ha sido usted nuestra providencia.

HORACIO.—Lo mismo digo… Digo… A sus pies, señora.

AFRICA.—(Indicando a la CONDESA la puerta de la izquierda). Por aquí.

CONDESA.—(Haciendo mutis). Gracias. (Se va).

AFRICA.—(Aparte, a HORACIO, al hacer mutis, y como piropeándole, entusiasmada). ¡Es usté muy grande!

HORACIO.—¡Aquí la única grande es usté!

AFRICA.—¡No me diga! (Mutis tras la CONDESA).

TIMOTEO.—(Frotándose las manos de gusto). ¡Bien, hombre! (Echando sus cuentas). De manera que son el del «roster», el obispo, el familiar, la condesa y el muchacho…, cinco. Claro, estos cinco harán poco gasto: lo ordinario y alguna que otra agua mineral… Menos mal que hay tres mecánicos, que ya es otra cosa. Esos harán extraordinarios de vermut, cervezas, vinos, cafés, licores, tabacos, etcétera, etcétera… ¡Están en el poder!… No hay quien le quite a usté treinta pesetas.

HORACIO.—No, señor; no hay quien me las quite. Ni treinta pesetas ni treinta céntimos. (Ríen).

TIMOTEO.—Y hace usted muy bien el argentino.

HORACIO.—¡Pues si me viera usted hacer el catalán!

TIMOTEO.—¿Lo hace usté bien?

HORACIO.—Como que soy de Lérida. (Suena un timbre dentro).

TIMOTEO.—(Llamando a la derecha). ¡Paco!…

PACO.—(Entrando en escena por la puerta de dicho lateral). ¿Eh? Qué, ¿se quedan?…

TIMOTEO.—Se quedan.

PACO.—Ol rait! (A HORACIO). Esto empieza bien. Porque ya son ocho, señor Diez. Voy a ver… (Mutis por la izquierda).

TIMOTEO.—(Por PACO). ¡Es una alhaja! Y en punto a lenguas, ríase usté de la Academia Berlin. (Suena dos veces el timbre de antes). Ahora llaman a la camarera. (Llamando hacia la derecha). ¡Benita!… De ese ganao sí que andamos malamente. Aquí no hay más que grullas…

BENITA.—(Por la derecha). Qué, ¿se quedan?

TIMOTEO.—Pero ¿está usté enterada?

BENITA.—Sí, señor; Paco me ha dicho… (Vuelve a sonar el timbre como antes).

TIMOTEO.—Corra a ver qué quieren…

BENITA.—Querrá la señora… que lleve enseguida… las mantas de lana… del número once… que puse en la tapa…del mueble del centro… del cuarto de armario… del piso de arriba. (Mutis por la izquierda. TIMOTEO y HORACIO respiran).

HORACIO.—Parece que habla a golpes.

TIMOTEO.—Sí. Unos creen que es nervioso; otros, que insuficiencia respiratoria, y ella dice que es de tanto comer perdices. Como su padre era cazador… Pero lo que le pasa es que es tonta. (Suena dentro el insistente sonido de una bocina). ¡Ahí está mi chico! ¡Casi nadie! ¡Verá qué muchacho! ¡Mi orgullo más grande! ¡Qué loco me tiene!

HORACIO.—¡Caray, que está usted como la criada!

TIMOTEO.—¡Es que el mozo me tiene tarará! Y su tía lo quiere todavía más que yo.

HORACIO.—Sí, ya sé que es su ojito derecho.

TIMOTEO.—¡Su ojito derecho, su hipocondrio izquierdo y la conglomeración de tuétano familiar! ¡Lo vale el muchacho! ¡Si no fuera tan gastador…! Pero tiene un bujero en cada mano. Cuidao que lo gana bien, porque como mecánico se lo rifan en los mejores talleres, y el suyo de aquí tiene ya fama en la provincia; pero liquida los duros como si fueran pompas de jabón. Aquí está. Este es. (A RAMON, un muchacho simpatiquísimo que, vestido de mecánico, en traje de faena, entra en escena por la izquierda). ¡Hola, hombre!…

RAMON.—(Que viene un poco nervioso). ¡Hola, padre! (A HORACIO). Buenas.

HORACIO.—Muy buenas.

RAMON.—¿Y la tía?

TIMOTEO.—Ha subido con unos güéspedes.

RAMON.—¡Qué fastidio!

TIMOTEO.—¿Qué tal por Madriz?

RAMON.—(Nerviosísimo). Bien, muy bien. ¿Dice usted que ha subido?…

TIMOTEO.—¿Eh? ¿Qué te pasa?

RAMON.—Nada; que…

TIMOTEO.—¿Eh?

RAMON.—Que traigo ahí en la camioneta a… Bueno, una sorpresa. No creo que a ustedes les siente mal, porque ustedes están más obligados que nadie; sobre todo, la tía.

TIMOTEO.—¿Eh? Pero… ¿De qué hablas, Ramón? ¿Qué traes tú en el buche?

RAMON.—Ahora te explicaré. Quiero que esté la tía delante. (AFRICA habla dentro, muy alborozadamente). ¿Eh? ¡Ya!

TIMOTEO.—¿Qué?

RAMON.—Que ya las ha visto.

TIMOTEO.—Pero ¿a quién?

AFRICA.—(Dentro). ¡Qué alegría tan grande!

RAMON.—Se alegra. ¡Claro! (A TIMOTEO). Y tú vas a alegrarte también. ¿De quién, si no, iba yo a heredar estos sentimientos?

TIMOTEO.—¡Malo! Cuando tú das la coba…

RAMON.—(Dándole un cariñoso metido). ¡So castizo! D’acá un pitillo, que tú lo fumas bueno.

TIMOTEO.—(Encantado). ¿Chulerías también? (Le da la petaca).

AFRICA.—(Muy alegre, entrando en escena con CONSUELO y MARUJA, dos muchachas de aspecto distinguidísimo, pero que visten con extremada humildad). ¡Timoteo!… ¡Mira quién está aquí!

TIMOTEO.—¿Eh? ¡Señoritas!…

MARUJA.—¡Timoteo!…

CONSUELO.—(Conmovida). ¡Querido Timoteo!…

TIMOTEO.—(Que no vuelve de su asombro). ¡Señoritas!… ¡Pero ustedes!… Ustedes y…

AFRICA.—(Conmovidísima). Sí, Timoteo; ellas y… así.

CONSUELO.—¡Bah!

RAMON.—Vienen a quedarse, tía.

AFRICA.—¿Es de veras?

RAMON.—Sí; ahora te contaré. ¿Han bajado ustedes las maletas?

MARUJA.—No; espera. (Se dirige hacia la puerta de la izquierda).

RAMON.—Quita, mujer; yo iré.

MARUJA.—Entre los dos. (Mutis de MARUJA y RAMON por la izquierda).

CONSUELO.—Están ustedes muy bien; pero que muy bien.

AFRICA.—Ven acá, hija mía; siéntate. (La obliga a sentarse. A HORACIO). ¡Ya ve usté: duquesa, marquesa cuatro veces, dos veces grande de España… y así!

CONSUELO.—Y aún tenemos que dar muchas gracias a Dios.

TIMOTEO.—¡Y todo por un padre loco y mala persona!…

CONSUELO.—No diga eso. Dios le haya perdonado, como yo le perdono de todo corazón.

TIMOTEO.—Me gusta más el temple de la señorita Maruja, que ésa dice que no le perdona, y hace bien.

CONSUELO.—Maruja está loca; no hay que hacerle caso.

AFRICA.—Buano, y cuénteme: ¿qué ha sido de ustedes? ¡Cerca de dos años sin saber directamente de ustedes! ¡Ingratas!

CONSUELO.—(Estupefacta). ¿Eh?

AFRICA.—¡Ni una mala postal diciéndonos aquí estamos, con lo que a mí me hubiese gustado mandaros algún recuerdo!…

CONSUELO.—¿Hablas en serio, Africa?

AFRICA.—¿Eh?

CONSUELO.—(Abismada). ¡Pero si no puede ser. Dios mío! ¿Dices que cerca de dos años?…

AFRICA.—Claro. (A TIMOTEO). ¿Verdad?

TIMOTEO.—Sí.

RAMON.—(Entrando en escena con MARUJA. Traen dos viejos maletones y un lío de ropas). Deja eso ahí. Ahora nos dirá la tía… (Dejan el equipaje en un extremo de la escena).

MARUJA.—¡Qué buen temple hace aquí! ¡El frío que hemos pasado en esa dichosa camioneta!

RAMON.—Sí; ponle defectos ahora. (Ríen). Bueno; que, como os he dicho, éstas vienen a quedarse aquí, ¿eh? Os lo advierto.

AFRICA.—¡No faltaría más!

TIMOTEO.—¿Dónde van a estar mejor las señoritas?…

MARUJA.—Eso de «señoritas» te lo vas tú a guardar en el bolsillo del revólver.

TIMOTEO.—¿Eh?

MARUJA.—Aquí no hay señoritas ni pamplinas, Y haz el favor de hablaros de tú. (A CONSUELO). Tú, dile lo que hemos decidido.

CONSUELO.—¡Ah, sí! Que venimos aquí a trabajar.

AFRICA.—¿A trabajar?

CONSUELO.—Sí, y a Ramón le ha parecido bien.

RAMON.—No es que me ha parecido bien; es que, conociéndolas, creo que es la única manera de que se queden.

AFRICA.—¿Pero…?

MARUJA.—Sabemos por Ramón que andan ustedes muy mal de servidumbre y venimos aquí a ganarnos la vida mientras no empiezan una oposiciones que tenemos firmadas y a las que vamos con cierta seguridad de éxito, porque nos estamos preparando muy bien.

AFRICA.—(Que no sale de su asombro). ¿Qué van a servirnos a nosotros?

CONSUELO.—No, mujer; a ustedes, no: a los turistas.

AFRICA.—¡Ni a los turistas!

CONSUELO.—Pues de otro modo, no… (A MARUJA). ¿Verdad?

MARUJA.—No, señora.

CONSUELO.—Estaremos aquí uno cuantos días y seguiremos buscando trabajo por ahí.

AFRICA.—¡Pero, Dios mío si no puede ser!

TIMOTEO.—Dice bien Africa; no puede ser. ¿Cómo va a poder ser…?

RAMON.—Señor, dejadlas: no se pongan ustedes farrucos. ¿Quieren trabajar? ¡Pues que trabajen! ¿Tienen salud y deseos de ganarse el pan que comen? ¡Pues que trabajen!, ¿es propio de mujeres el trabajo que va a hacer? ¡Pues que trabajen!

AFRICA.—¡Pero, Ramón! ¡Ellas!…

RAMON.—¡Ellas, sí; ellas! ¿No trabajan otras? Pues ellas también. ¿Que ellas tienen muchos títulos? Pues mejor; a cada uno de esos títulos le pondrán con su trabajo un nuevo marco de dignidad.

HORACIO.—(Entusiasmado). ¡Ole! (A TIMOTEO, tocándose la frente en señal de talento). ¡De aquí!

TIMOTEO.—(Entusiasmadísimo, porque es un padre que escucha a su hijo como podría escuchar al Espíritu Santo). De ahí y de tos laos. Del lao que usté señale…, ¡plétora!

AFRICA.—Pero ¿cómo voy a consentir yo, doncella de ellas tantos años, que ahora sean ellas mis doncellas?

MARUJA.—¡Mujer, por Dios!

CONSUELO.—¡Qué tontería!…

AFRICA.—¡Que no puede ser! ¡No ha dado tanta vuelta la tortilla, jinojo!

RAMON.—Pero si no te van a servir a ti, tarugo, que eres un tarugo.

AFRICA.—¿Eh?

RAMON.—Ellas van a ser criadas de los huéspedes, y tú, si quieres, puedes ser criada de ellas.

AFRICA.—Eso, desde luego.

RAMON.—¡Pues ya está! Mientras arreglan los cuartos que hayan ocupado los turistas, tú, tantos años doncella de ellas, arreglas los cuartos de ellas.

AFRICA.—¡Claro!

RAMON.—Ellas, a la hora de comer, ayudan a Paco a servir la comida a los turistas, y tú, cuando ellas coman, ayudas a servirles la comida a ellas. ¡Ea! Y todos tan contentos: Ellas, porque sirven; tú, porque las sirves, ¡y viva la buena voluntad!

HORACIO.—¡Ole otra vez!

RAMON.—(Mosca). Y usted, ¿quíen es?

HORACIO.—Ya se lo dirán estos señores: uno que le escucha con satisfacción; un semisocio de este negocio, que ha… «metido» aquí esta tarde ocho huéspedes y va a… «meter» algunos más, porque me parece que hay un coche tomando gasolina. ¡Va por ustedes! (Se dirige hacia la puerta de la izquierda).

RAMON.—(Extrañadísimo). ¡Caramba!

HORACIO.—¿Tiene que pasar algún autobús de viajeros?

TIMOTEO.—No.

HORACIO.—¡Qué lástima! Hubiera habido durmientes para todas las camas y para los butacones. Hasta ahora. (A RAMON). Y admirándole, joven. Veo que tiene usted un talento peregrino, y, como dije en un verso satrispedante, que hice en elogio de un jugador de ajedrez:

Al pie de lo peregrino
mi noble cerviz inclino,
y si tengo puesto el hongo,
me quito el hongo y lo pongo
al pie de lo peregrino.

RAMON.—¡Mi madre!

MARUJA.—¡Ay qué hombre! ¡Que no se vaya! (HORACIO hace una reverencia que le crujen seis vértebras, y se va por al izquierda, muy erguido. RAMON, CONSUELO y MARUJA hacen esfuerzos para no soltar el trapo).

MARUJA.—¡Qué tío más bueno!

RAMON.—Pero ¿quién es ese hombre tan tieso?…

TIMOTEO.—Un gancho. Y verás un gancho con ingenio y con gracia.

PACO.—(Entrando por la puerta de la izquierda. A AFRICA). ¿Le ha dicho usté al señorito Ramón lo del «auto» ese que tiene que remolcar?

AFRICA.—¡Ay, es verdad! Gracias, Paco.

PACO.—De niente. (Vase por la derecha).

AFRICA.—(A RAMON). Que tienes que llegarte con la camioneta al kilómetro ciento ochenta y dos a recoger a unos señores que están en la casilla del peón caminero y remolcar el taller el coche que traían, que se les ha parado en seco y no hay manera de hacerle arrancar.

RAMON.—Pues ahora mismo. Ha caído faena. Falta hacía. Ea; antes de media hora estoy aquí. Mientras, se ponen ustedes de acuerdo…

AFRICA.—De acuerdo estamos nosotras siempre.

RAMON.—Hasta luego.

CONSUELO.—Y gracias, Ramón.

RAMON.—¡Mujer!

MARUJA.—(Un poco conmovida). ¡Muchísimas gracias!

RAMON.—¿Quieres callar? Gracias, ¿de qué? ¿No era un deber mio?

CONSUELO.—No estamos acostumbradas a encontrar en nuestro camino hombres tan caballeros.

RAMON.—¿Caballero yo? Mujer, a ver si me sale una reverencia como la del gachó de gancho. (Imitando a HORACIO).

Aunque me voy, no me voy;
aunque me voy no me ausento;
que aunque me voy de palabra,
no me voy de pensamiento.

(Hace una reverencia como la de HORACIO y se va como él. Ríen todos).

TIMOTEO.—(Entusiasmadísimo). ¡Qué muchacho!… Tiene… hasta gracia, que eso no lo he tenido yo en mi vida.

CONSUELO.—Nunca le agradeceremos bastante lo que ha hecho por nosotras.

MARUJA.—Ni a él ni a ustedes, porque ¿Cuándo podremos pagar a ustedes?… (A AFRICA). Déjame que te bese otra vez. (La besa). ¡Lo que he sufrido! Creí que me moría. ¡En serio! Y es que desde el primer momento no me sentó a mí bien Barcelona. No sé si la humedad del mar o la calidad de las aguas… Lo cierto es que he visto muy de cerca la guadañita. Que te diga consuelo. Cuando nos hablaron de la operación me entró un apuro… ¡Qué angustia! Claro, no sabíamos nada de esas cosas… Luego vimos que, en efecto, eso del apéndice se quita con cierta facilidad. Pero, caramba, impone lo de que la rajen a una de pronto… (AFRICA y TIMOTEO se miran, estupefactos). Y lo que te escribimos era la pura verdad: si no me hubieran operado, a estas horas estaría mi hermana vestida de negro y tú diciéndole, muy compungida: «¡La pobre Maruja!». ¡Y luego dicen que bicho malo nunca muere!… ¡No tienes idea de lo que dudamos antes de escribirte pidiéndote las mil pesetas! Sabíamos que en aquel momento tampoco tú tenías colocación…

AFRICA.—Pero ¿de qué me hablas, Maruja? ¿Qué operación es esa y qué mil pesetas son esas?…

MARUJA.—(Boquiabierta). ¿Eh? (Mira a CONSUELO).

CONSUELO.—(Perpleja). También a mi me ha dicho antes que hacía cerca de dos años que no sabía directamente de nosotras.

MARUJA.—¿Qué? ¿Entonces, el dinero que Ramón nos mandaba de parte de ustedes?… Porque hemos vivido a expensas de ustedes no sé cuánto tiempo: todo lo que duró mi enfermedad.

AFRICA.—(Abismada). ¡Pues, hija mía!…

CONSUELO.—Constantemente nos escribía de parte de ustedes, y nosotras le contestábamos a las señas que él nos indicó: Garaje Lisboa…

TIMOTEO.—Sí; allí es donde él trabajaba.

CONSUELO.—Después de la enfermedad de maruja, cuando se pudo bien del todo, don Ernesto Segura, el médico que la operó, ¡un santo!, nos colocó en los almacenes de El Siglo, y allí hemos estado casi un año; pero un terrible incendio… Ya lo leerías.

AFRICA.—Sí. ¡Qué espanto!

CONSUELO.—Una verdadera pena. Con lo poco que teníamos ahorrado nos trasladamos a Madrid y buscamos a ustedes inútilmente. Preguntamos en el Garaje Lisboa y nosdijeron que Ramón hacía varios días que no pasaba por allí. En efecto; allí estaba aguardándole nuestra última carta. ¡Qué apuros! Sin recursos ya, acudimos a unos parientesy… nada.

AFRICA.—Como siempre.

CONSUELO.—Dudaron primero de que nosotras fuéramos nosotras, y luego nos dijeron que no podían auxiliarnos porque ni cobran ya rentas ni son ya los dueños de sus propiedades. Dormimos anoche en una posada de las afueras.

AFRICA.—¡Jesús!

CONSUELO.—Hoy, casi desfallecidas, volvimos al Garaje Lisboa, y ¡qué alegría!… ¡Estaba allí Ramón! ¡Nuestra providencia!

MARUJA.—¡Nuestro Ángel de la Guarda!

CONSUELO.—¡Nadie ha visto jamás a nadie con tanta alegría!

MARUJA.—Es verdad.

CONSUELO.—El nos atendió, nos socorrió, nos animó y aquí estamos.

AFRICA.—Y aquí estáis para ser dueñas del parador y de nosotros. (CONSUELO y MARUJA la abrazan cariñosamente). Pero yo tengo que decir a ustedes la verdad, toda la verdad. Nosotros no hemos sabido nada de esos apuros de ustedes ni de esa enfermedad tuya. Nosotros no hemos mandado a ustedes dinero ninguno. ¿De dónde, si no lo teníamos? Desde hace ocho meses estamos aquí al frente de este negocio y vivimos desahogadamente, gracias a Dios; pero antes no teníamos más que lo poquito que le quedaba a Timoteo de la venta de los últimos coches y lo que ganaba Ramón. El es quien ha hecho a ustedes esos favores. ¡El solo! ¡Y ocultándonos lo que sucedía para no apurarnos! Hizo bien, porque el saber que estabas enferma, que iban a operarte y que yo no podía volar a tu lado, me hubiera costado la vida. ¡Dios se lo pague!

TIMOTEO.—(Más entusiasmado que nunca). ¡Qué hijo tengo!

AFRICA.—(Agresiva). ¿Y creías tú que se gastaba el dinero en divertirse?

TIMOTEO.—(Idem). ¡Y tú también!

AFRICA.—¿Yo? ¡Yo, no!

TIMOTEO.—¡Y tú también! ¿Qué vas a venir ahora con tonterías?

AFRICA.—Bueno, mira: no quiero hablar. Vamos a instalarlas.

CONSUELO.—Donde la servidumbre.

AFRICA.—¡Donde nos dé la gana! (Cogiendo los dos maletones. A TIMOTEO). Carga con ese lío. (Obedece TIMOTEO).

CONSUELO.—(Intentando quitar a AFRICA una de las maletas). ¡Pero, mujer!…

AFRICA.—¡Suelta!

MARUJA.—(Lo mismo que CONSUELO). Dame.

AFRICA.—¡Quita!

CONSUELO.—¡Pero, Africa!…

AFRICA.—(Sin soltar las maletas). ¡Que me dejéis, caramba! ¿Quién manda aquí? Vosotras podréis cargar con las maletas de los huéspedes, pero con las vuestras cargo yo.

TIMOTEO.—Dejadla que trabaje y que se fastidie. ¡Creer que el muchacho se estaba gastando el dinero en divertirse y estaba haciendo una buena obra, como se hacen las buenas obras, callandito y no… tomando un palco! ¡Qué hijo tengo! (Haciendo mutis por la derecha con AFRICA, MARUJA y CONSUELO). ¡Eso es un hombre! ¡Que se quiten tos los demás, que no hay uno que sirva pa sacudirle a él el mono y cepillarle la boina! ¡Mi hijo de mi alma! ¡Huy, qué hijo tengo! ¡Bendito sea su padre, que soy yo! (Mutis los cuatro. Tras una breve pausa entran en escena, por la izquierda, BENITA, LUIS y NIEVES. LUIS es un señorón de sesente corridos, que viste archielegantemente y tiene cara de amargado. NIEVES es una mujer joven, también elegantísima, y además neourotiquísima, y mejicanísima. Habla, acciona y se mueve como si estuviese en Tecalco, en Tecocomucho o en Jaltepetongo. LUIS conduce un lujoso y pesado saco de mano).

BENITA.—Pasen los señores. Siéntense un momento. Llamaré en seguida. Cuestión de un minuto.

NIEVES.—Gracias, muchas gracias.

BENITA.—Desde luego, hay sitio para los señores. Hay bastantes cuartos abajo y arriba… (Al ver a PACO, que entra en escena por la derecha). Este matrimonio…, bueno, u lo que sea; puen ser matrimonio o ser padre e hija.

LUIS.—¡Qué padre ni qué ca…!

NIEVES.—Sustituye.

LUIS.—¡…Camueso! (Dejando sobre una mesa el saco).¡Jo… faina! ¡Lo que pesa la mi… seria de saco de birria de porra de los co… hetes!

PACO.—(¡Mi madre!).

BENITA.—(¡Rediez! ¡Si no llega a sustituir!).

NIEVES.—(Cariñosamente). No te enfades, manito… El día que te pones ceñudo y furiente, no dices más que purititos desatinos.

PACO.—(¡Anda, que es guachindanga!).

BENITA.—(A PACO). Estos señores son esos turistas que estaban en casa del peón caminero. Los han recogido unos alemanes que iban en un Packar para los Madriles.

LUIS.—(Furioso). ¡Jo… nás!

BENITA.—(Asustada). ¿Eh?

PACO.—(Idem). ¿Qué?

LUIS.—¡Que se vaya esa mi… nerva de mujer, que me está jorobando con tantos heptasílabos, sextasílabos y pentasílabos!

BENITA.—(Mirándose). ¿Yo? Pero ¿Dónde tengo yo?…

LUIS.—¡Váyase, canuto! ¡Que le… andra de porras!…

PACO.—(A BENITA). Anda, anda; avisa a la señora.

LUIS.—¡Imbécil!…

BENITA.—(Quemadísima y disponiéndose a hacer mutis). ¡Ay, que tío mi…!

PACO.—Sustituye.

BENITA.—¡Ministro de los co… frades de la… puñalada que le den! (Se va por la derecha, refunfuñando). ¡Pues hijo! ¡Sí que está bueno!… (Vase).

NIEVES.—(A LUIS). A ti lo que te pasa, venoso, que eres un venoso, es que no has tomado la cucharada de las seis gotas de las seis y media. (A PACO.)Pórteme, por favor, una cuchara soperera, dos vasitos vineros; una jarra de agua y un cuentagotas.

PACO.—Lo del cuentagotas no va a poder ser, porque no lo hay. Yo también tomo antes de las comidas nueve gotas de una medicina que me han mandado y tengo que valerme del dedo…

NIEVES.—Explíqueme lo del dedo.

PACO.—Nada; meto el dedo en el tarro, lo saco de prisa, y como siempre cuelga una gotita…

NIEVES.—Se ensuciará el medicamento, pues.

PACO.—¡Y tan pues! El mío era así, como lechoso, y va tomando un colorcito canela, que me preocupa.

NIEVES.—Pues no sé…

PACO.—Aguarde usté, que se me está ocurriendo otro procedimiento. Vuelvo en seguida. De paso traeré el agua, los vineros y la soperera. (Mutis por la izquierda).

LUIS.—¡Valiente automóvil de mi…!

NIEVES.—Sustituye.

LUIS.—¡De mis culpas! Una marca de tanto postín y dejarnos en la… porra de la carretera… Esto no nos hubiera pasado con un Ford. ¡No hay más que el Ford! Los demás, que se vayan a hacer puñales a Toledo. ¡Mal haya sea la le… chuga que he comido esta tarde!

NIEVES.—¡Cálmate, Luis; cálmate! Estás hoy áspero y desapasible. ¡Una frase dísona y otra más dísona!… Cálmate, pues. Tanta agrura te empeora los nervios y a mí me los pones alambrosos. Deseando estoy que nos vayamos de España, que no sé a lo que hemos venido acá ni qué es lo que buscas con tanto tesón. (Cariñosamente). Anda, ven; acércate a la lumbre, que también es frío lo que tienes. Esos tiritones y esas carrilladas te ponen más tenebroso y te acuitan.

LUIS.—¡Bah!

NIEVES.—Te acuitan, sí.

LUIS.—¡Qué acuitan ni qué ca… nariera!

NIEVES.—Sí, manito; este clima de España no te prueba. Huyamos de aquí adonde seas más dichoso.

LUIS.—¡Más dichoso!… Sólo lo sería si pudiera huir de mí mismo.

NIEVES.—(Cariñosamente).¿Qué te pasa, viejito?… ¡Espíritu inquieto y vagoroso! ¿Qué has venido a buscar acá?… ¿Quién eres? ¿Qué historia es la tuya? ¡Nueve años ya a tu lado y sé de ti lo que el primer día! ¡Cuándo serás franco conmigo alguna vez!…

LUIS.—(También cariñosamente y queriendo rehuir la conversación). Calla, Nieves; déjame.

NIEVES.—¿Es que mis palabras…?

LUIS.—Tus palabras no valen tanto como tu silencio.

NIEVES.—(Molesta). ¡Ya me callo, pues!

PACO.—(Entrando en escena por la derecha; trae en una bandeja lo que le pidieron). Aquí está lo pedido y… vualá. (Entrega a NIEVES un trocito de esponja). Un pedacito de esponja. No tenga usté aprensión, que es de la que yo uso. Un invento mío: el cuentagotas esponjoso. Lo impregna usté del líquido que sea, aprieta usté con los dedos ligeramente, gotea lo suyo, y el resto al tarro otra vez. ¿Eh? ¿Qué tal?

NIEVES.—Prefiero el sistema del dedo. Tráigame, por favor, aquel saco, que voy a maniobrar.

PACO.—Sí, señora. (Obedece, y NIEVES abre el saco, extrae de él unas cajas y unos tarros, maniobra, como ella dice, y medicine a LUIS, mientras entran en escena por la puerta de la izquierda HORACIO y EULOGIO, un hombre tan fuerte como mal encarado).

EULOGIO.—Pues siendo así, no continúo; me quedo aquí esta noche y mañana será otro día.

PACO.—(¡Otro más!).

HORACIO.—Es lo más prudente, porque llegar a Valdepeñas, che es plena tambarimba, es gana de buscarle tres pies al morrongo.

EULOGIO.—Y más siendo yo lo que soy. Porque yo soy más que cavernícola: yo soy subterráneo y catacúmbico. Ahora, que me perjudica bastante el no llegar a Valdepeñas esta noche. Ha muerto un primo mío que carece de herederos forzosos y que me deja más de tres millones de pesetas; esta noche, a las diez, es la apertura del testamento; nos han citado a todos los parientes del difunto y sentiría mucho que se interpretase mal mi ausencia.

HORACIO.—(Preocupado). Caramba, pues en ese caso debe usté continuar su viaje…

EULOGIO.—¿Y si me pegan un tiro? Porque yo, a puños, no le temo a nadie. (Flexionando el brazo y mostrándoselo). Toque.

HORACIO.—(Palpándole). ¡Qué atrocidad!

EULOGIO.—Soy maestro de gimnasia en Aranjuez.

HORACIO.— (Aterrado, por decir algo). ¡Hombre!

EULOGIO.—¿Conoce usté aquello?

HORACIO.—Sí, señor. Y hasta le hice un verso, che, que acababa diciendo:

Jardines; una cascada;
palacios y torreones;
los «pericos», la yeguada,
el río Tajo y, más que nada,
porque son una monada,
las fresas y los fresones.

EULOGIO.—Inspiradísimos. Ya me dará usté una copia…

HORACIO.—(A TIMOTEO, que entra con BENITA por la derecha). Mi amigo: este caballero, que iba a Valdepeñas y desea descansar acá.

TIMOTEO.—Sí, señor; faltaría más… Paco, enséñele el número once.

PACO.—Tenga la bondad.

EULOGIO.—Gracias; y gracias a todos. Hasta ahora. (Mutis de PACO y EULOGIO por la izquierda).

TIMOTEO.—(A BENITA). Enseñe usté a estos señores el número dos y el tres…

LUIS.—(Mirando a BENITA con desagrado). ¿Eh?

BENITA.—El tres está listo desde esta mañana; pero al dos le falta la mesa de noche, que se llevó Fausto para barnizarla.

LUIS.—¡Y hasta en verso! (A TIMOTEO). Le suplico que no me haga acompañar por esta criada, que me da fatiga, me cansa y me… joroba.

BENITA.—(Molestísima). Pues va usté a tragarme, porque en esta casa, para que lo sepa…

LUIS.—¡Calle, calle!

TIMOTEO.—(A LUIS). Llamaré a cualquiera de las otras doncellas… (Hace sonar un timbre).

BENITA.—(Boquiabierta). ¿Cómo ha dicho?

TIMOTEO.—(Por la bandeja y el servicio que han utilizado NIEVES y LUIS). Calle y retire eso…

BENITA.—(Obedeciendo). Pero ¿ha dicho usté las otras doncellas?

TIMOTEO.—(A CONCUELO y MARUJA, que entran por la derecha, seguidas de AFRICA. Las dos traen delantales). Estos señores, al dos y al tres…

CONSUELO.—Sí, señor. (Indicándoles la puerta de la izquierda). Por aquí.

MARUJA.—(Tomando el saco de mano de NIEVES). Permítame.

NIEVES.—Gracias.

LUIS.—(Complacido). Esto es otro cantar.

BENITA.—(Que no vuelve de su asombro). Pero esto, ¿qué es?

LUIS.—Me gusta comer a las nueve en punto.

TIMOTEO.—Perfectamente. Ya lo oyes, Africa.

LUIS.—(Que ha dado un paso hacia la puerta de la izquierda, se detiene súbitamente). (¿Eh?). (Volviéndose pausadamente y clavando en AFRICA su mirada). A las nueve en punto.

AFRICA.—(¿Dónde he oído yo esa voz?…).

LUIS.—(Disimulando una gran alteración). Vamos. (Da un paso, oscila y está a punto de caer).

NIEVES.—(Asustada, sujetándole). ¡Manito!

CONSUELO.—(Idem). ¡Señor!…

LUIS.—(Reponiéndose). Nada; no es nada. Un poco de cansancio.

NIEVES.—Que estás debilitoso, manito. (A los demás). No ha merendado y apenas probó bocado al mediodía, porque nos dieron una comida demasiado menosil: un ajoqueso pesado y repitente y un azanahoriate de lo más imposible.

HORACIO.—¡Bah! Pues si no es más que debilidad, no tiene importancia… Yo llevo más de veinte horas sin tomar nada, y siento molestias; pero no hago caso…

LUIS.—Estoy ya bien, francamente bien. Muchas gracias.

NIEVES.—(Haciendo mutis con él por la puerta indicada, precedidos de CONSUELO y MARUJA y seguidos de TIMOTEO y AFRICA). Ahora vas a echarte un rato y a tomar una taza de té.

TIMOTEO.—Será lo mejor.

AFRICA.—(A BENITA). Di que se la suban. (Mutis de los seis).

BENITA.—Sí, señora. (Haciendo mutis por la derecha). Pero ¿cómo es esto? ¿De dónde han salido? Pues como las dos no estén sindicadas, a mí no me quita nadie las propinas. (Mutis).

HORACIO.—(Al quedarse solo). ¡Si yo pudiera hablar con Madrid!… Es timarles la conferencia, pero… (Se cerciora de que nadie le ve, se acerca al automático y llama). Oigame… Deseo hablar con Madrid, con el cuarenta y uno dos treinta y ocho. Sí, Este es el… sesenta veintinueve dos. Muchas gracias. Espero. No, no cuelgo; espero. Gracias. (Escamadísimo). No me conviene que suene el timbre… (Queda escuchando y procura disimular con algún periódico).

PACO.—(Por la izquierda, muy contento). ¡Se va usté a hinchar. Amigo!

HORACIO.—(Azoradísimo). Sí…

PACO.—Está la casa que da gusto. Cantidad de turistas y calidad. Me están pidiendo cosas caras. (Haciendo mutis por la derecha). Esta noche va a ser para nosotros la noche buena.

HORACIO.—(Respirando). No ha notado nada.

AFRICA.—(Asomando por la izquierda y deteniéndose). ¿Eh?… ¿Con quién conferencia?…

HORACIO.—(Al aparato). Sí; estoy aguardando para hablar con Madrid.

AFRICA.—(Me inspira curiosidad…). (Queda al acecho).

HORACIO.—(Al aparato, a media voz y con cierta zozobra). ¿Madrid?… ¿Bar Hispania?… ¿Es usted Marcelino?… Aquí es Horacio: el vecino de la guardilla… ¿Quiere dar una voz por el patio para que alguno de mis chicos?… ¿Eh?… ¿Está ahí, en la puerta?… ¡Gracias! (¡Dios me favorece!). (Con otra voz, con otra cara, resplandeciente todo él de alegría). ¡Chiquita!… ¿Cómo estáis todos?… Pero ¿los cinco?… ¡Gracias a Dios! No; tranquilízate; no estoy en Córdoba. Ya te escribiré. He tenido mucha suerte. Estoy en un parador, en un «albergue» que tiene el Turismo cerca de Manzanares. He encontrado aquí acomodo, y me aprece que voy a ganar bastante dinero. Mañana os enviaré diez duros. A ver si con ellos y con los cuatro que os dejé podéis tirar catorce o quince días… Sí… Me da pena que tan pequeña estés haciendo de madre de tus hermanos; pero confío en que Dios no te abandonará… ¿Eh? No, mujer; que no estoy en Córdoba. ¡Palabra! Ya no tengo que dejarme coger… ¡Que no, criatura! ¿Por quién quieres que te lo jure? ¡Por el recuerdo de mamá, que esté en gloria!… ¡No llores, tonta!… Sí; que te estoy oyendo llorar. ¡Ea!, no te apures; verás como todo se arregla muy bien y puedo volver pronto con dinero bastante… Sí… Que arropes a los niños, que ya sabes que se destapan… Y que recéis el rosario todas las noches por mamá… Adiós, hijita… ¡Adiós!… Muchos besos a todos… Muchos besos… (Cuelga el aparato y lo acaricia conmovido, en tanto que AFRICA, conmovidísima, atraviesa la escena, de puntillas, y se va por la puerta de la derecha). Cree que estoy en Córdoba… ¡Y estaría! ¡Y por ellos… me dejaría matar! (Se deja caer en uno de los sillones). ¡Pobre madrecita de catorce años!…

AFRICA.—(Por la derecha. Trae un plato con unos emparedados, una botella de cerveza y un vaso. Colocándolo todo ente HORACIO). No ha merendado usté.

HORACIO.—(Un poco extrañado). ¿Eh?

AFRICA.—(Conmovida). Coma y luego… (Mira el teléfono).

HORACIO.—¿Qué?

AFRICA.—Luego…, hábleme de sus hijos.

Telón

Acto segundo

La misma decoración del acto primero. Es de día.

(Está en escena HORACIO, hablando, tranquilamente, por teléfono).

HORACIO.—Lo que tú creas más conveniente. Sí, mujer. Hoy te he mandado otros veinte duros con el conductor de autoexprés. Pon todos los días, además del cocido, un plato de huevos o unos filetes: lo que prefieran los chiquitos. ¿Eh?… ¿Cómo?… sí; he tenido una suerte muy grande. Lo de menos son ya los trucos; y eso que me siguen dando un gran resultado. (Riendo). Ayer fingí que me atropellaba un autobús cargado de turistas, a la misma puerta del parador, y no tienes idea de la que se armó. Tres desmayadas, dos con ataques, que no había forma de sujetarlas, y ¡qué sé yo! En un momento se sirvieron dieciséis tilas, once whiskeys y nueve «coñaques». Pero, en fin, lo importante es lo bien que le he caído a estos americanos, que ya no saben vivir sin mí. Son ricos como nababes. Además, esta buena señora que administra el parador, que es una santa… ¿Eh? No; no quiero prórroga. Adiós, hijita… Muchos besos a todos. (Deja el aparato y se dispone a encender un cigarrillo, mientras canturrea, con música de «La orgía dorada»:).

Caballero español,
caballero valiente
el orgullo del sol
fué besarte la frente
cuando en Villa Cisneros…

PACO.—(Por la izquierda). Don Horacio… De parte de don Luis Andrés, que haga usté el favor de ir en su busca. Está ahí, en la carretera, tomando el sol.

HORACIO.—Voy en seguida.

PACO.—¡Bien le ha cogido usté el pan bajo el sobaco, amigo! ¡Que hay que verle a usté cómo está de bien trajeado!…

HORACIO.—Hombre, le distraigo y le animo un poco…

PACO.—¡Lo que la goza con las martingalas de usté!… Por cierto que hoy no tiene usté que exprimir la imaginación para detener a los turistas que pasen, porque hoy no pasa por la carretera ni una rata. Tanto como ha explotao usté el truco de las huelgas y resulta que hoy hay huelgas de verdad en toda la región. Lo de Valdepeñas creo que es algo muy serio. Ahí ha llegado un peruano huyendo de la quema y dice que está armada allí la de Dios es Cristo.

HORACIO.—Sí. Puedo pasear tranquilamente por la carretera sin preocupación de ninguna clase. Porque, caramba, es que temo que cualquier día aparezca alguno de los engañados y me dé lo mío.

PACO.—Menuda suerte tuvo usté el sábado de no tropezarse con el maestro ese de gimnasia que volvía de Valdepeñas. ¡Qué genio de hombre! Claro, por culpa de usté no asistió a la lectura de no sé qué testamento y perdió una manda de diez mil duros. Así volvía él.

HORACIO.—Desmandado.

PACO.—No tome usté a chufla a ese tío, porque ése creo yo que se ha hecho cargo de que usté le engañó para retenerle y obligarle a hacer gastos, y ése puede darle a usté un disgusto muy gordo.

HORACIO.—No se preocupe. Tengo tomadas mis medidas. La vida es una cosa muy seria, y las narices no diré yo que sean absolutamente indispensables, pero tienen una finalidad que cumplir y, sobre todo, adornan. (Se va por la izquierda, seguido de PACO. Tras una breve pausa entran en escena, por la derecha, MARUJA y RAMON. MARUJA trae un cacharro con agua, unas tijeras, algodón, gasa y vendas. RAMON, que viste con el traje del taller, se tapa con un pañuelo una pequeña herida que se ha hecho en el dorso de la mano izquierda).

MARUJA.—Ven aquí; el comedor no es el sitio más a propósito para curar una herida.

RAMON.—Pero, mujer, si no es nada.

MARUJA.—¿Qué no es nada y tienes ahí un agujero?…

RAMON.—¡Bah!

MARUJA.—(Preparando la cura). Te advierto que no vuelvo más al taller. Te lo digo muy en serio. Los tres días que he estado ayudándote han sido catastróficos para ti. Uno te diste un martillazo, otro se te escapó la correa del torno y te dio un latigazo que viste las estrellas, y hoy se te ha ido el destornillador, y… ¡Jesús! Trae acá, hombre. (Comienza a lavarle la herida). Tengo yo la culpa de todo esto.

RAMON.—¡Y dale!

MARUJA.—Sí, sí; te hablo, te distraigo y… ¡no muevas la mano!

RAMON.—No muevo la mano.

MARUJA.—¿Te duele?

RAMON.—No.

MARUJA.—No te creo.

RAMON.—Pues no me duele.

MARUJA.—Pensarás que es muy de hombre el decir: «No me duele». Lo bonito es decir: «Me duele, pero no me quejo».

RAMON.—Pues no me quejo porque no me duele; al contrario, me gusta.

MARUJA.—(Limpiándole un poco más fuerte). ¡Vaya!

RAMON.—(Quejándose, a pesar suyo). ¡Ay!…

MARUJA.—El gusto es mío.

RAMON.—(Dolorido). ¡Tú, tú!… ¡Porras!

MARUJA.—Es que tenías ahí un cuerpo extraño. Ya ha salido; míralo. (Le muestra el algodón). Ahora no hay más que secar bien, poner una gasa y vendar.

RAMON.—qué sangre más roja tengo, ¿verdad?

MARUJA.—Ya lo creo. ¡Y menuda suerte es esa! Porque esta sangre significa salud, que es lo único que importa en la vida. ¡Lo demás!…

RAMON.—¡Qué buena eres!

MARUJA.—Hombre, he procurado curarte lo mejor posible. A ver si me doy maña para vendarte.

RAMON.—No lo digo por eso. Lo digo… por lo otro.

MARUJA.—¡Como no me hables más claro!…

RAMON.—Lo digo por la beligerancia que me das.

MARUJA.—La que tú te mereces. ¿Quién soy yo para negártela?

RAMON.—Tú eres… quien eres.

MARUJA.—Yo no soy más que la segundona de una casa derrumbada, de la que no queda ni el solar. Ni siquiera tengo derecho a los títulos de mis antepasados. En nuestra casa, a falta de varón, debe heredarlos todos la primogénita. (Vendándole). Mi hermana. Y de poco le van a servir a la pobre, porque quiere ser religiosa… ¿Quién soy yo para negarte beligerancia? Más aún: aunque fuera lo que no soy, ¿podría olvidar nunca el favor que te debo? El favor que te debo a ti solo, Ramón. Que de eso no hemos hablado todavía a mi gusto. Siempre que te saco la conversación, empiezas tú con un tira y afloja…

RAMON.—(Por el vendaje). ¡Afloja, afloja!…

MARUJA.—¿Cómo dices?

RAMON.—¡Que aflojes, caramba! Te pones nerviosa y aprietas demasiado.

MARUJA.—¡Pero, criatura!

RAMON.—Mira, más vale que la quites y vuelvas a empezar.

MARUJA.—¡Quia! Quieres tú alargar demasiado esta faena.

RAMON.—¡Qué maliciosa eres!… Escucha. ¿Y de verdad desea Consuelito ser religiosa? Porque en estos tiempos…

MARUJA.—Mejores que ninguno para las que tienen verdadera vocación. No se ha ido ya porqyue no quiere dejarme en la vida como un cabo suelto. ¡No tengo en el mundo más que a ella!… (Coquetísima y enamoradísima). Bueno; a ella y… ati.

RAMON.—(Temblando de emoción.) ¡maría!…

MARUJA.—(Casi en un suspiro). ¡Así!

RAMON.—¿Eh?

MARUJA.—Que me gusta que me llames de ese modo. Porque tú me llamas Maruja, como todo el mundo; pero me dices María, como ahora, cuando me hablas con el corazón.

RAMON.—(Dispuesto a declararse). ¡María!…

MARUJA.—(Esperándolo todo). Habla. Dime. ¿Qué?

RAMON.—Que… (Conteniéndose. Por la venda). Que te das mucha maña…

MARUJA.—(Decepcionada). Sí. (Pegándole dos tirones de la venda). Mucha.

RAMON.—¡Eh!… ¡No tires!…

MARUJA.—¡Jesús, hijo!…

RAMON.—Así.

MARUJA.—Pues como te decía: cuando Consuelo crea que yo no la necesito, se meterá en el convento y en él enterrará para siempre todo lo que queda de los Dario, Los Valvieja, Los López de Aceña y los Guevara, porque, por mi parte, pienso renunciar al derecho que pueda caberme algún día sobre todos esos títulos.

RAMON.—Harás muy mal.

MARUJA.—¡Caramba! ¿Y eres tú quien me dice eso?

RAMON.—Ya sabes que no me han cegado nunca los partidismos ni las envidias. Precisamente yo aspiro también a un título, al que se concede ahora a los que ganan las batallas sociales: al título de hombre nuevo. Andando el tiempo se cotizarán estos títulos lo mismo que los de ustedes. Los de ustedes, que se cotizarán siempre, porque mientras exista la historia de España existirá el recuerdo de los que la escribieron con su sangre, con su talento y con su viveza, que también la viveza es un gran valor.

MARUJA.—Pero si queman la Historia, como quieren algunos… Si dicen: «Borrón y cuenta nueva; todos iguales…».

RAMON.—¡Todos iguales! ¡Menudo imposible! Las castas existirán siempre. Ten tú el valor de la tuya, pero haz ver que no es incompatible con el trabajo, la gran virtud de todos los tiempos, que da nobleza al que no es noble y glorifica al que ya lo es.

MARUJA.—(Enamoradísima). ¡Lo que me gusta oírte hablar!

RAMON.—(Idem). ¡Y lo que me gustaría a mí hablarte!

MARUJA.—(Idem). ¿Es de veras?

RAMON.—(Que ya no puede más). ¡María!…

MARUJA.—(Idem). ¿Qué?…

RAMON.—¿Qué habría que hacer para que Consuelo lograra lo que desea?

MARUJA.—(Que si es muda, revienta). ¡Que yo me casara!

RAMON.—(Como un eco). ¡Que tú te casaras!

MARUJA.—¡Contigo!

RAMON.—(Estupefacto). ¿Eh?

MARUJA.—(Casi llorando). ¿O es que no me quieres?

RAMON.—¡María!…

MARUJA.—¡Porque yo sí te quiero a ti! ¡Estaba decidida a decírtelo y te lo he dicho!

RAMON.—(Que no sabe lo que contestar). Pero… perdona.

MARUJA.—En este caso nuestro era yo la que debía hablar. A ti te hubiera hecho callar siempre tu delicadeza. ¡Porque tienes también esa virtud, para tenerlas todas!

RAMON.—¡María de mi alma!

MARUJA.—Sé lo que me quieres y lo que has hecho por mí, porque sin proponérmelo oí ayer lo que te decía aquel señor de Madrid… (RAMON baja la cabeza). Sé que por mi causa debes dinero y tienes comprometida la camioneta y el taller.

RAMON.—¡Bah!

MARUJA.—Y sé que hoy te vence uno de los plazos y no puedes pagarlo.

RAMON.—Sí, puedo. No te preocupes. Las pesetas que me faltaban me las va a dar don Luis Andrés por la compostura de su coche. Por eso, aunque él no me ha dado prisa, me he pasado toda la noche velando. Ya no me queda más que el montaje de las últimas piezas. Pagaré este plazo, el penúltimo ya, y Dios me abrirá puertas para que pueda saldar de una vez esta deuda, para mí tan sagrada.

MARUJA.—¡Has dicho Dios!

RAMON.—Sí.

MARUJA.—Porque tú crees, ¿verdad?

RAMON.—Naturalmente que creo. ¿Qué tienen que ver las ideas políticas con las religiosas? Esas son cosas que involucran los que, por mandato de gentes extrañas, aspiran a confundirlo todo y envenenarlo todo, para destruirlo todo después. Yo creo, y le he pedido a Dios muchas veces que llegara para mí este momento, y ha llegado. ¿Voy a dudar de su bondad para conmigo?

MARUJA.—(Entregándose). ¡Ramón!…

RAMON.—(Abrazándola). ¿Me dejas que te bese?

MARUJA.—Según. (Al ver que RAMON va a besarla en la boca). ¡En la frente! Es el primero, y… el primero, en la frente.

RAMON.—(Besándola). ¡María de mi alma!…

CONSUELO.—(Apareciendo por la izquierda). ¡Maruja!…

MARUJA.—¡No te alarmes!

CONSUELO.—¿Eh?

MARUJA.—Que no pienses mal, que es por tu bien.

CONSUELO.—¿Qué? ¿Cómo?…

MARUJA.—Que lo hacemos por tu bien. Consuelo. ¡Palabra! (A RAMON). ¿Verdad?

RAMON.— Sí, sí.

CONSUELO.—¿Te has vuelto loca?

MARUJA.—Ahora te explicaré; ven, tengo que hablarte. (A RAMON). Espérame en el taller.

CONSUELO.—(Estupefacta). ¿Pero…?

MARUJA.—No temas. A pesar del beso y de nuestras relaciones, porque nos queremos… (Asombro de CONSUELO.) podemos estar juntos y solos, sin peligro de ninguna clase. Para ser una mujer honrada es para lo único que recordaré siempre quien soy. (A RAMON). ¡Hasta luego, mi vida!

CONSUELO.—¡Jesús! (Tira de ella para llevársela).

RAMON.—¡Hasta luego!

MARUJA.—(Haciendo mutis con CONSUELO por la puerta de la derecha. A RAMON). ¡Que te quiero! ¿Lo oyes bien? ¡Que te quiero! (A CONSUELO, en el mutis). Tonta, que es por tu bien; ahora lo verás. ¡Si lo sabré yo! (Mutis).

RAMON.—¡Esto es suerte, y lo demás es tontería! Bueno; al destornillador que ha tenido la culpa, le voy a poner un mango de plata. (Mirando el reloj de pulsera). Las tres; a las cuatro, el coche arreglado; a las cuatro y media, probado; a las cinco, entregado; a las cinco y media, cobrado; a las seis, elplazo pagado, yo descansado y todos encantados. (Inicia el mutis por la izquierda y se detiene al ver entrar en escena a NIEVES y BENITA; BENITA trae un haz de tomillo).

NIEVES.—¡Lo que te cansas, criatura!

BENITA.—No es que me canso, es que m’ajetreo.

NIEVES.—(A RAMON). ¿Le falta mucho al coche?

RAMON.—Una hora de trabajo.

NIEVES.—¡Gracias a Dios! Pues andelé. Nadie sabe lo que me aburro. Mi esposo, cosa que no me explico, se encuentra bien acá y está más paciente que nunca; pero a mí se me está torrando la sangre. Andelé; no se demore.

BENITA.—(A RAMON). ¿Se ha herido?

RAMON.—Un pinchazo sin importancia.

BENITA.—Rece a Santa Mónica, a ver si así logra que no se le encone.

NIEVES.—(Riendo). Esta Benita todo lo arregla rezando y sabe oraciones para todo. ¡Me divierte! ¿Es también alguna oración especial?…

BENITA.—Sí, señora.

NIEVES.—Dígala. (A RAMON). Escúchela. Andelé.

BENITA.

A la puerta del cielo
Santa Mónica estaba,
y la Virgen maría
así le hablaba:
—Madre d’Agustín, ¿qué tienes
que estás llorando?
—Que esta herida que tengo
me se está enconando.
sal, maldito encono
del cuerpo al cuero,
del cuero al pelo,
del pelo al aire.
Vete de mi sangre,
que la Virgen que por mí vela
no quiere enconos ni erisipelas.

(Ríen NIEVES y RAMON). No se rían ustedes, que esto nunca falla.

RAMON.—Bueno, mujer; pues ya lo has rezado tú por mí. Hasta luego. (Se va por al izquierda).

BENITA.—(Viéndole ir). Este es un mocito de mucho cuidao.

NIEVES.—¿Este es el que tú dices?…

BENITA.—Es el que yo digo, que está por la otra. Y la tía lo sabe, pero no le gusta, porque esta mañana le dijo al hermano: «Yo creo que a tu hijo de gusta Maruja, y eso es un peligro».

NIEVES.—¿Un peligro? ¡Qué raro! En efecto; tienes razón: todo cuanto rodea a esas dos muchachas es misterioso y me llena de curiosidad.

BENITA.—El, seguramente, debe estar por ella desde hace ya tiempo. Claro; así no hacía caso a ninguna.

NIEVES.—A ti te gustaba, ¿no?

BENITA.—¡Más que un día festivo! Pero hice la prueba del cordón mojao y no surtió efecto.

NIEVES.—¿Del cordón mojado? ¿Qué prueba es esa, muchacha?

BENITA.—Un cordón muy prieto, se mete en el agua, se deja seis horas, se reza tres veces:

San Antonio que al púlpito subiste
y allí te criaste.
San Antonio que en Padua naciste
y en él predicaste.
Carrión,
trencilla y cordón,
cordón de Segovia,
haz que se destrence
si he de ser la novia.

Y no se deshizo. ¡Una pena! (Ríe NIEVES). No sería usté. Si se hubiera destrenzao, con él m’hubiera casao.

NIEVES.—(Riendo). ¡Deliciosa! Andelé; ponga el tomillo en mi cuarto.

BENITA.—Sí, señora. Esta es una yerba que, además que güele, tiene virtudes y hasta hace milagros. ES como el olivo; solo que esta otra cuelga por dentro. La oración lo dice. (Disponiéndose a hacer mutis por la derecha, llevándose el tomillo).

Padre mío San Francisco
que de Cristo fuiste alférez,
pídele al Crucificado
que de mi salud s’acuerde,
que tengo en casa el tomillo
colgado de las paredes. (Mutis).

NIEVES.—(Riendo). ¡Es magnífica! ¡Me la llevaré a Tecalco! (Sigilosamente y guardando todo género de precauciones entra en escena WISTREMUNDO, un muchacho peruano, de buena presencia y que viste elegantemente).

WISTREMUNDO.—(A media voz). ¡Nieves!

NIEVES.—(Levantándose, sobresaltada). ¡Tú!…

WISTREMUNDO.—¡Calla! (Se cerciora de que no es escuchado por nadie).

NIEVES.—(Temerosa). ¿Cómo te has atrevido?…

WISTREMUNDO.—No tengo ya paciencia para aguardar tanto. ¿Qué ocurre?

NIEVES.—Lo que te dije en la carta. Hoy estará ya el coche listo y saldremos para Madrid.

WISTREMUNDO.—Pero ¿cómo no han esperado allá la compostura?…

NIEVES.—No me lo explico. Hay aquí algo que hace detener a Luis.

WISTREMUNDO.—¡Quién sabe! El viejo es hombre de historia.

NIEVES.—¿Has averiguado algo tú?

WISTREMUNDO.—Sí; se trata de un canalla que salió de aquí huido y que ha podido volver a España gracias a la amnistía.

NIEVES.—¿Pero…?

WISTREMUNDO.—Ya te contaré. No es digno de que te sacrifiques por él. Déjale ya de una vez con su egoísmo y con sus achaques, o deja que le diga yo quién soy y pueda pelear de una vez…

NIEVES.—(Temerosísima). ¡Calla! ¡Vete!

WISTREMUNDO.—¿Luego…?

NIEVES.—¡Sí! ¡Vienen! ¡Vete, por Dios! (Se deja caer en una butaca, disimulando, al mismo tiempo que desaparece WISTREMUNDO por la izquierda).

TIMOTEO.—(Por la derecha, con unos periódicos). ¡Caramba! Qué sólida han dejao a la señora…

NIEVES.—Sí…

TIMOTEO.—Aquí tiene la señora los periódicos que llegaron esta mañana.

NIEVES.—Muchas gracias.

TIMOTEO.—No traen nada de particular. Un diputao que le ha pegao a otro porque le habló con «irónia», que no sé lo que será eso de «irónia»; unos que han asaltao una finca y tuvieron que ir los de Asalto pa evitar el asalto; y luego, lo de siempre: que si las huelgas, que si los «agrarios»… Este artículo de «Dobleuenceslao». Fernández Flórez está muy bien: «La abuela de nuestra raza». Dice que de todo lo que nos ocurre tiene la culpa nuestra abuela.

NIEVES.—(Tomando el periódico). Ahora lo leeré…

TIMOTEO.—Voy, con su permiso, a ver cómo lleva el chico lo del coche.

NIEVES.—Dice que la va a terminar esta tarde.

TIMOTEO.—¡Como se lo proponga!… Pa él no hay imposibles ni en mecánica, ni en física, ni en nada de eso. ¡Vale mucho! Yo lo puedo decir porque soy su padre y lo conozco muy bien. ¡Vale mucho! Con su permiso. (Mutis por la puerta de la izquierda).

NIEVES.—¿Eh?… (Se dispone a leer el artículo que le recomendó TIMOTEO). ¿Eh?… «La abulia de nuestra raza». (Riendo). ¡La de disparates que dice ese pobre hombre!… (Se oye hablar dentro a HORACIO y a LUIS. Ella escucha y queda aparentando la mayor tranquilidad).

HORACIO.—(Entrando en escena por la izquierda, con LUIS). No lo dude usted, amigo don Luis. Antiguamente eran los señores más espléndidos que ahora. ¿Ve usted ahora a nadie que al dar una propina o una gratificación dé también el portamonedas? Pues antes daban el dinero con portamonedas y todo. «¡Ahí va esa bolsa!».

LUIS.—(Riendo, a NIEVES). ¿Has oído?

NIEVES.—(Riendo). ¡Hay cada tipazo por acá!…

HORACIO.—(Reverencioso). Doña Nieves…

NIEVES.—¡Por Dios! ¡Doña, no! ¡No me diga doña! ¡Déjese de doñas, que no soy tan vieja! ¡Aún soy nueva!

HORACIO.—(Rendidamente).

De siempre es nueva la nieve,
y es la prueba de que es nueva
que la nieve, cuando nieva,
a lo nuevo da relieve
y a lo no nuevo lo ennueva.

NIEVES.—Madrigalesco y versallesco.

HORACIO.—Pintoresco.

LUIS.— ¿Y qué escala es esa que dice que puede ser un negocio de fábula?

HORACIO.—¡Ah! ¡Casi nada! ¡Menudo portento! Una escala extensible y plegable, sistema matasuegras, utilísima para casos de incendios. Plegada ocupa muy poco espacio, pero se estira y… ¡figúrese! Fabricada en serie podría darse a un precio muy arreglado y no habría inquilino que no la comprase. Además, el nombre sería de lo más sugestivo, porque como el inventor se apellida Font, se le podría llamar la escala Font. (Ríen NIEVES y LUIS).

LUIS.—Hacía veinticinco años que no me reía. ¡Palabra!

HORACIO.—¡Veinticinco años! ¿Qué ha hecho usted entonces? Porque me figuro que llorar no habrá sido.

LUIS.—No sé lo que es eso.

HORACIO.—Ni deseo que lo sepa. Aunque en ocasiones…

LUIS.—¿Eh?

HORACIO.—A veces el llanto hace más beneficio que la risa. Los que hemos padecido mucho…

LUIS.—¡Yo he padecido más que usted y más que nadie! ¡Qué ca… mueso! ¡Pero yo, y puede que ese sea mi castigo, no puedo llorar porque tengo seco el corazón!

NIEVES.—¡No digas eso! (A HORACIO). Se empeña en decir que no es bueno. ¡Puritita posse! Es brusco y coragiente algunas veces; otras, tacibundo y habla poco; pero siempre es piedoso, caritativo y humanal.

LUIS.—Hablemos de otra cosa.

NIEVES.—De lo que quieras; pero no te enlobreguezcas ni te carifrunzas, que te pones muy feo, manito. (A HORACIO). Andelé, diviertalé…

HORACIO.—Poco se presta hoy el día. Con esto de las huelgas no pasan más que guardias, y a esos no me atrevo a detenerlos, ¡qué porras!

LUIS.—Sueño con que vuelva alguno de los turistas a quienes ha engañado para ver cómo se defiende…

HORACIO.—Toma, pues así. (Saca del bolsillo un bigote y se lo pega. Risas). El traje, gracias a usted, no es el mismo, y la cara…, ¿eh?…

LUIS.—(Mirando hacia la izquierda).¡Cuidado! No se lo quite, por si acaso. (Por la izquierda entran en escena PACO y WINTREMUNDO. Este trae un kodak y un sobre grande con papeles).

PACO.—¿Sólo una taza de manzanilla?

LUIS.—(Un poco escamado, mirando a NIEVES, que afecta la mayor de las indiferencias). ¿Eh? ¿Este hombre?

WISTREMUNDO.—Con unas gotas de marrasquino. El susto de valdepeñas me ha cortado la digestión. (A HORACIO). No vayan por allá si lo tenían pensado. ¡Peligro de muerte!

HORACIO.—Sí, ya nos han dicho…

WISTREMUNDO.—¡La caraba a la vinagreta! Palaos, tiros, chamuscas… ¡El relajamiento del descuajaringue! ¡Peor que en Samanga!

PACO.—¿El señor va a tomar la manzanilla aquí o en el comedor?

WISTREMUNDO.—En el comedor, al lado de aquel ventanal. Tengo que enseriar unas cuantas «fotos» y necesito buena luz. Yo ando siempre Kodak en mano y procuro kodakear lo que me gusta para peremnizarlo. Kodakeo cuanto veo. (Reverencioso). Con el permiso de ustedes… (Mutis por la derecha, con PACO).

HORACIO.—¡Rico tipo el kodakeista! (Hablan dentro alborotadamente AFRICA, BENITA, TIMOTEO y RAMON). ¿Eh?

NIEVES.—¿Quién alborota y embonchincha?

HORACIO.—Es la voz de Ramón…

NIEVES.—(Desde la puerta de la izquierda). Sí; está con Africa y Benita… Ahora llegan las otras dos criadas… ¿Qué le ocurrirá a tu amiga Africa?

LUIS.—¿Mi amiga?

NIEVES.—Andas siempre deseando hablar con ella… Si fuera más joven tendría celos…

HORACIO.—¿Eh? ¿Pero…?

NIEVES.—(A HORACIO). YA sé que esté la mira prendado y endevotado…

HORACIO.—(Digno). ¡Doña Nieves!…

RAMON.—(Entrando por la izquierda con AFRICA, CONSUELO, MARUJA, BENITA y TIMOTEO). Sí; aquí están los dos.

Luis.—¿Qué ocurre, muchacho?

RAMON.—Algo muy desagradable que va a quedar aclarado aquí ahora mismo. (Mira a HORACIO con las de Caín).

HORACIO.—(Temeroso). ¡Caray, qué mirada!

RAMON.—¡Que me han robado tres piezas del coche de usté! (Sensación).

NIEVES.—¿Qué dice?

RAMON.—Tres piezas del motor. (Vuelve a mirar a HORACIO).

HORACIO.—¡Y dale!

RAMON.—Y como aquí hay quién tiene el deseo de retener a los turistas…

HORACIO.—¡Oiga, amigo!…

AFRICA.—Ya le he dicho que en esta ocasión no debe dudar de usté.

RAMON.—¿Pero quién puede haber sido?… El taller no ha estado solo ni un instante… Ustedes, todos, han pasado por allí y lo han visto. Cuando no estaba yo, estaba Gastón, el chofer de ustedes, que tanto me ha ayudado y que tiene más interés que nadie en salir de aquí. Además, las tres piezas son de escaso valor intrínseco. Cien herramientas tengo yo en el taller que valen muchísimo más. ¿Cómo se explica?…

NIEVES.—¡Qué extorsión, manito! (A RAMON). ¿Y esas piezas…?

RAMON.—Esas piezas no puedo yo construirlas aquí, porque carezco de medios para ello, y no creo que las encontremos fácilmente, porque el coche de ustedes es de una marca muy poco común en España.

NIEVES.—¡Ay! ¡No me asuste usted!

LUIS.—¡No te apures, ca…!

NIEVES.—¡Sustituye!

LUIS.—¡Ca… rrizo! ¡Hay «taxis» y trenes y aeroplanos! No creas que te vas a quedar aquí toda la vida. Además, que quién sabe; puede que las piezas estén allí…

MARUJA.—Eso creo yo. Yo voy a buscar… (Mutis por la izquierda).

HORACIO.—Y yo. Puede que las encontremos… (Inicia por la izquierda).

BENITA.—(Acompañándola). Si es que se han perdido, es cosa sencilla; rezar tres veces la oración del Santo…

San Antonio bendito,
que a tu padre viste ahorcar;
que parezca lo perdido
y que no se pierda más.
Oyeme, santo bendito,
no t’hagas el perezoso;
mira que te quito al Niño
y lo zambullo en el pozo.

(Se va con NIEVES por la izquierda).

RAMON.—No sé lo que hacer. ¡Es una desesperación!…

LUIS.—¡Calma, calma! No hay que ofuscarse. Es muy sensible lo que sucede; pero con desesperarse no se consigue nada. Voy yo también a dar un vistazo y hablaré con Gastón… (Mutis por la izquierda).

RAMON.—¡Malhaya sea!… ¡Con la necesidad que yo tenía de entregar ese coche esta misma tarde!… (Vuelve a mirar a HORACIO).

HORACIO.—No me mire usté más, Ramón. Hay algo para mí que está por encima de todo y que lo justifica también todo: mis hijos. Pues bien: yo le juro, por la salud de mis hijos, que ni siquiera me ha pasado por la imaginación la idea de detener aquí a esos señores apelando a ese procedimiento. Ya conocen todos el trato especial que se sirven darme, y hasta quieren llevarme con ellos, y no iba yo a corresponder a tantos beneficios con una villanía. Además, el robo no ha entrado nunca en mis cálculos. Yo soy un fresco, pero un fresco honrado, como hay muchos en este país. Por otra parte, sé la prisa que usté tenía en entregar ese coche para poder cobrar en seguida el arreglo y no iba a entorpecer sus combinaciones sustrayéndole esas piezas…

RAMON.—Claro.

HORACIO.—Lejos de eso, quiero hacer algo práctico en beneficio de usted, y voy a suplicar a don Luis Andrés que, a pesar de lo ocurrido, en lo que no tiene usté ni arte ni parte, le adelante el importe del arreglo del «auto».

RAMON.—Me parece muy bien.

HORACIO.—Y lo hará. Tengo la seguridad de que lo hará.

CONSUELO.—Yo le agradecería muchísimo, señor Díez, que le hablara también de nosotras.

TIMOTEO.—¿Eh?

AFRICA.—¿Cómo?

CONSUELO.—Deseo que al marcharse nos lleven con ellos… (Sensación en todos).

CONSUELO.—Nos han dicho que en sus oficinas de América tienen centenares de dependientes, y que en la sucursal que piensan abrir en Madrid, bajo los auspicios de usté, van a necesitar algunas mecanógrafas…

HORACIO.—Eso va para largo…

CONSUELO.—Entonces… Porque lo que precisa es que salgamos de aquí cuanto antes…

AFRICA.—(Estupefacta). ¿Qué? (RAMON baja la cabeza).

CONSUELO.—Sí, Africa; aquí no podemos continuar.

AFRICA.—(A TIMOTEO, en el colmo del estupor). ¿Tú oyes esto?

CONSUELO.—Ramón podrá decirte la causa…

AFRICA.—¡Ramón!

RAMON.—Sí, tía. Es que Maruja y yo tenemos relaciones.

AFRICA.—(Como si le hubieran dado un mazazo en la nuca). ¡Jesús!

CONSUELO.—No me parece delicado que mi hermana y él convivan…

AFRICA.—(Que no vuelve de su asombro). ¡En relaciones!

TIMOTEO.—¡Un hijo mío!… (¡Qué muchacho!).

AFRICA.—(A CONSUELO). ¿Y tú lo consientes?

CONSUELO.—¿Yo?… Yo me limito a decírselo a ustedes. No estoy en condiciones de oponerme, ni siquiera de comentarlo. Ramón ha sido como una Providencia para nosotras. Sin su auxilio, sin su sacrificio, Maruja no viviría tal vez. ¿Puedo yo oponerme al cariño de quien tanto cariño nos ha demostrado? Pero…

AFRICA.—(Conmovida). Sí, sí.

CONSUELO.—Ponte tú en mi caso. (A un gesto de RAMON). No es esto decir nada. Yo no puedo ni quiero decir nada que roce siquiera a quien, lejos de querer herir, deseo demostrarle a todas horas mi gratitud. Pero…

AFRICA.—(Como antes). ¡Hija mía!

CONSUELO.—Me conformo con lo que Dios dispone; pero… (Agacha la cabeza y resignadamente hace mutis por la izquierda).

HORACIO.—(Viéndola ir). Lo que yo digo en mi poema:

«Quien fue, pero ya no es, pues,
es tal vez por haber sido
y en lo más haber nacido,
menos, que quien menos es».

AFRICA.—(A RAMON). ¡Tú!… ¡Tú, en relaciones con una hija de mi señora!… ¡El hijo del cochero que la llevó a cristianar!… ¡Aquella niña que yo, la última doncella de la casa, no me hubiera atrevido ni a tocar siquiera! No, Ramón; no podría nunca acostumbrarme a esa idea.

RAMON.—¡Por Dios, tía!

TIMOTEO.—Claro, mujer; otro, no te digo. ¡Pero él!… ¡¡Mi hijo!!

AFRICA.—Mucho te quiero; bien lo sabes. Eres mi orgullo y el cariño mayor de mi vida; pero de eso a… ¡No! Tengo aún muy presente la visión de lo que ellos eran y de lo que éramos nosotros. Pienso aún en aquello, y agacho mi cabeza ante el recuerdo de lo que fue.

RAMON.—Tienen ustedes el servilismo en la sangre.

AFRICA.—¡Tenemos el respeto en el corazón!

HORACIO.—Lo que acaba usted de decir, Africa, es una ejecutoria de nobleza. De la nobleza que se hace, que vale tanto como la que se hereda.

RAMON.—Vamos, no seas tonta, tía. Tú has vivido una época que ni Maruja ni yo hemos vislumbrado siquiera. Ni ella se ha visto tan alta, ni yo tan bajo. Ni ella ha conocido la opulencia de sus padres, ni yo el servilismo de los míos. La pobreza, que iguala las diferencias, nos ha hecho convivir en el mismo plano, y el cariño, que no sólo las iguala, sino que las borra, nos ha hecho ver que hemos nacido el uno para el otro.

TIMOTEO.—(Entusiasmado, a HORACIO). ¡Cómo se expresa!…

AFRICA.—¿Y será cariño lo que siente por ti? ¿No será gratitud?

RAMON.—¡No!

AFRICA.—¿Desesperación quizá?

RAMON.—¡¡No!! ¡Me quiere!

TIMOTEO.—¡Claro, hombre! ¿Cómo no le va a querer?

RAMON.—¡Y me quiere desde hace tiempo! ¡Desde que yo la quiero a ella! No le hubiera hecho yo favor ninguno, y me querría igual, fuese quien fuese. Y eso que no lo niego: a mí me gusta que sea quien es y que haya sido lo que ha sido. Porque se le ve lo que ha sido. Aun sin haber conocido ella los esplendores de su casa, tiene un no sé qué que la distingue de las demás mujeres. ¡Lo que la quiero! Y en otros tiempos hubiera sido esto casi imposible; pero ¿ahora?… ¿Verdad que es bonito que un hombre, sólo por ser hombre y un hombre cabal, pueda aspirar a una aristócrata oriunda de reyes?

TIMOTEO.—¡Pero si tú vales más que nadie, ladrón!

AFRICA.—¡Timoteo!

TIMOTEO.—(¡Qué hijo tengo!).

RAMON.—Sin pamplinas ni músicas. ¿Verdad que es bonito?

HORACIO.—¡Es bonito!

AFRICA.—¿Usted también?

HORACIO.—Es bonito y es útil. Yo he dicho siempre que para lograr el reparto de los bienes materiales era preciso que durante muchos años los ricos no tuvieran más que hijas, y los pobres, hijos. Y también convendría eso mismo para los efectos de la delicadeza, de la educación, tan escasa hoy día y tan necesaria para gobernar y para ser gobernado. Dios me dé vida para conocer a vuestros hijos; los hijos del republicano y de la aristócrata, que no sé si serán también republicanos; pero que, desde luego, tendrán educación.

AFRICA.—Bueno; y si Consuelo logra lo que desea; si las dos salen de aquí…

RAMON.—¿Qué más da? Vayan donde vayan, seguiremos queriéndonos, y nos casaremos, tía. Esto nuestro no es un capricho, ni un venate, ni una chiquillada sujeta a mudanzas ni a cambios. Esto nuestro es lo esencial, lo fundamental; la eterna pareja, siempre nueva, contra lo que no pueden ni los tiempos ni los legisladores. ¡Adán y Eva, que todos los días mueren y nacen todos los días!

TIMOTEO.—(Entusiasmadísimo). ¡Lo que dice!

RAMON.—Acompáñame, padre; vamos a ver en lo que queda esto de las piezas.

TIMOTEO.—Vamos. (Orgulloso, a HORACIO). ¡Solo voy! ¡Que me gusta ir solo! ¡No voy con nadie! (Se van por la izquierda).

AFRICA.—(Ensimismada). ¡La eterna pareja!…

HORACIO.—(Decidido). ¡¡Sí, Africa, sí; la eterna pareja: Adán y Eva. Ella y él, usted y yo!!

AFRICA.—(Estupefacta). ¡Horacio!

HORACIO.—(Aterrado). ¿Qué he dicho?

AFRICA.—(Ruborosísima). ¿Es que bromea y bufonea?

HORACIO.—¡No, Africa, no! ¡Míreme lastimativamente; pero no! Yo creía que lo que llevaba hacia usté eran el agradecimiento, la consideración, la admiración… Pero las palabras de ese muchacho ma han encendido, y a la luz de mi propia llama he visto que es pasión, que es dilección.

AFRICA.—(Temblorosa). ¡Horacio!

HORACIO.—Y que mi pecho no es arca de gratitud, sino ascua viva de fervor.

AFRCIA.—¡Dios mío!

HORACIO.—Póngase en mi ligar, Africa. Yo era un pobre hombre, un alma tierna… Yo era un buen padre, que por sus hijos se sentía capaz de todo, hasta de bailar en la maroma, como si estuviese dado al funambulismo… Yo vivía desesperanzado y famélico, cuando tú, mujer santa…

AFRICA.—¡No me tutees, Horacio!

HORACIO.—Cuando tú, mujer santa, alargándome tu mano piadosa, me acercaste a tu seno…

AFRICA.—¡¡Horacio!!

HORACIO.—¡A tu corazón, quise decir!, ¡y me hablaste de mis hijos! ¡Y te interesaste por ellos, que era como adentrarte en mi alma!

AFRICA.—(Moribunda). ¡No me tutees! ¡No me tutees!

HORACIO.—¡Y me regalaste las delicadezas de tus ternuras y los tesoros de tus confidencias y el oro puro de tus simpatías!… ¡Gracias a ti he conocido a es millonario, que está dispuesto a protegerme!… ¡Gracias a ti, mis hijos van a tener pan, y yo, un horizonte despejado!… Y mis hijos saben ya que hay en el mundo una mujer que irradia bondades, y yo sé también, porque acabo de darme cuenta de ello, que mi pecho, antes vacío, se ha llenado de un anhelo infinito de vida y de felicidad.

AFRICA.—(Emocionadísima). ¡Horacio!… ¡No abuse de mí!… ¡Me aturden sus palabras!… Yo soy como la pobre mosca, y usté, como la araña, que teje y teje a mi alrededor…

HORACIO.—¡Qué simil!

AFRICA.—Usted es una rtista, un poeta, un griego, como usté mismo se llama, y yo soy un infeliz mujer, que ahsta ahora no había oído palabras de cariño. ¡Estoy aturdida!… ¡No sé lo que siento ni lo que digo!… ¡Déjeme, por Dios, coordinar mis ideas!… (Se sienta y queda pensativa).

HORACIO.—(Contemplándola). ¡Lo que me gusta!… No llega a mi pobre mujer, que pesaba los ciento cuarenta kilos; pero está llena de prieta, y… hay romana. Parece mentira que, siendo yo un griego, me interese tanto por la romana.

PACO.—(Por la derecha, precipitadamente, a media voz). ¡Don Horacio!

HORACIO.—¿Qué?

PACO.—¡El maestro de gimnasia! Acaba de llegar. Lo he visto por la ventana del comedor.

HORACIO.—¡Carambola!… (Saca el bigote y se lo pega).

PACO.—(Sorprendido). ¿Eh?

HORACIO.—¡En bonito momento iba a estropearme a mí las muelas ese animal!

AFRICA.—(Echando sus cuentas). (¡No; no es posible! ¿Dónde voy yo…?).

HORACIO.—(A PACO). Mire a ver si entra… (PACO se acerca a la puerta de la izquierda).

AFRICA.—(Como antes). (¡Y gustarme, me gusta!… ¡Su frente despejada! ¡Sus ojos vivos! ¡Su cara limpia!…). (Le mira, y queda asombrada al verle con bigote). ¿Eh?… ¿Cómo?…

HORACIO.—¡Que está aquí el de Aranjuez, el de los diez mil duros!

AFRICA.—¡Jesús!

PACO.—(Previniendo). ¡Ojo! (Se separa de la puerta).

HORACIO.—(A AFRICA). ¡Cuidado!

AFRICA.—Sí.

EULOGIO.—(Por la izquierda). Buenas.

PACO.—Muy buenas.

HORACIO.—(A AFRICA, con la mayor naturalidad, como si continuara una conversación ya comenzada, y con marcadísimo acento catalán). Pues ése, como le digo, Busquet y Lladó, veterinario de plantas y flores, especialista en apios.

AFRICA.—(Encantada). (¡Me mata!).

HORACIO.—Muy educado y muy distinguido. Trabaja mucho en Barcelona, y está rico; tres coches tiene; tres «Ford». Dice que quiere llegar a ser un hombre elegante y con mil «Ford». (PACO disimula la risa). Ahora lo veré yo en Andalucía, porque la Generalidad lo ha mandado allí de embajador…

AFRICA.—(Siguiéndole la corriente y disponiéndose a hacer mutis por la derecha). Pues si le ve, déle mis recuerdos… (¡Cómo está con el bigote!…).

HORACIO.—(Deteniéndola y bajando la voz). Y ya me contestará de lo otro…

AFRICA.—(Muy avergonzada). ¡Sí!

HORACIO.—(Tomando el rábano por las hojas). ¡Gracias!

AFRICA.—Digo que sí.

HORACIO.—¡Gracias!

AFRICA.—¡Entiéndame, por Dios! No es sí de que sí, sino de que sí, de que sí le contestaré.

HORACIO.—Pero, por Dios, nada de dilatorias ni de alongaduras. Usté es dueña de sí misma. ¿Qué digo de sí misma? ¡De todos! Porque aquí es usté quien capitanea, sargentea y cabea… ¡Africa!… ¿Cómo me encuentra con bigote?

AFRICA.—(Vendiéndose). ¡Irresistible!

HORACIO.—¡Africa!…

AFRICA.—(Apuradísima). ¡Ay, Jesús! ¿Qué he dicho? ¡No he dicho nada! ¡No he dicho nada! (Mutis por la izquierda, tropezando con los muebles).

PACO.—(Que habla con EULOGIO). Tendrá el señor que tomarlo con selz.

EULOGIO.—Es lo mismo. Tráigamelo aquí.

PACO.—Perfectamente. (Mutis por la derecha).

HORACIO.—(¿Habré logrado interesar a esa mujer tan de mi gusto?…). (Por EULOGIO, que se le acerca). (¡Caray con el tío éste!…).

EULOGIO.—Perdóneme, señor: ¿lleva usted mucho tiempo aquí?

HORACIO.—(¡Me ha conocido!).

EULOGIO.—Porque quisiera comprobar…

HORACIO.—No, no… No llevo más que unos bigotes…; digo, unos minutos…

EULOGIO.—¿Y se dirige usted a Andalucía, según he oído?

HORACIO.—Sí…

EULOGIO.—(Muy confidencial). ¿Y no le han dicho que se debe quedar aquí porque hay huelga revolucionaria en Valdepeñas?

HORACIO.—No…

EULOGIO.—Pues se lo van a decir.

HORACIO.—¿Cómo?

EULOGIO.—Aquí hay una partida de sinvergüenzas, capitaneados por cierto bonaerense; que Dios confunda, y engañan a los turistas para obligarles a quedarse aquí y hacer gastos. Lo sé de muy buena tinta.

HORACIO.—(Siempre con acento catalán). Caray, no me diga.

EULOGIO.—Diez mil duros me ha costado a mí la broma y vengo a cobrarme. (Presentándole el brazo en flexión). Toque usted aquí.

HORACIO.—(Tocándole). ¡Qué atrocidad de músculos!…

EULOGIO.—Pues me los voy a relajar.

HORACIO.—Sería una lástima…

EULOGIO.—Al de Buenos Aires, que por cierto hace unos versos muy malos, le voy a dejar las narices que por muchos aires que haya en su país, para él como si le hubieran hecho el vacío, porque por las narices no vuelve a respirar.

HORACIO.—¡Hombre!

EULOGIO.—Me lo cargo a él y a su padre. ¡Está jurao!

HORACIO.—Es que… ¡quién sabe si le han engañado a usted!… La gente miente mucho; usted lo sabe. Ya ve usted lo que decían el lunes en Barcelona… Decían que la Generalidad iba a modificar las notas musicales para que en vez de do fuera dos, que es más; en vez de re, que no es nada, fuera res, que ya es algo, y en vez de mi-fa-sol, fuera mi-Gasol, que ya es bastante.

EULOGIO.—¡Caramba!

HORACIO.—Pues era mentira. ¡Ya ve usted! (Por la derecha entran en escena PACO y WISTREMUNDO. PACO trae un servicio de whiskey con selz, y WISTREMUNDO le viene enseñando una fotografía).

EULOGIO.—(Abriendo cada ojo como un plato). ¿Eh?

WISTREMUNDO.—Bueno; pues al que pasa por allí, se lo cargan.

EULOGIO.—(Tirándose del chaleco). ¡Ya!

HORACIO.—(¡Atiza!).

WISTREMUNDO.—(A PACO, que coloca el servicio sobre una de las mesas). Mire usted: aquí están tres de Asalto porreteando, y vea usted a estos huelguistas que están disparando desde el balcón…

EULOGIO.—(Aparte, a HORACIO). ¿No le dije? Este debe ser hijo del bonaerense. Prepárese y haga como el que pica, que me voy a regodear.

HORACIO.—¡Mi madre!

PACO.—(A WISTREMUNDO). El señor tiene aquí lo pedido…

EULOGIO.—Gracias. (Con cierta sorna). De manera, caballero americano, que en Valdepeñas hay jaleo, ¿eh?

PACO.—(¡Aprieta!). (Habla aparte con HORACIO).

WISTREMUNDO.—¡Y qué jaleo, señor! ¡Floja tambarimba y menudo zarambeque!

EULOGIO.—Sí, ¿eh?

WISTREMUNDO.—¡No vaya por allá!

EULOGIO.—No, ¿eh?

WISTREMUNDO.—Allá arrecogotan al que asoma no más. Achántese acá sea como sea. Aquello está que da miedo.

EULOGIO.—(Amenazador). ¡Es que yo no le tengo miedo a nadie ni a nada!

WISTREMUNDO.—¿Qué me dice?

EULOGIO.—(Como antes, acercando mucho su cara a la de WISTREMUNDO). ¡Ni a los ganchos embusteros y sinvergüenzas como usted!

PACO.—(Aterrado). (¡Ya!).

HORACIO.—(Idem). (¡Se armó!).

WISTREMUNDO.—(Conteniéndose). ¡El tigre de Huilachila!… Pero ¿quién es este hombre y esto qué es?

EULOGIO.—(Cada vez más airado). ¡Esto es que yo me juego la vida a cara o cruz por un emboquillado y que le tengo a usted muchísimas ganas: unas ganas de diez mil duros!

WISTREMUNDO.—Pero ¿tan valiente es este borracho?

EULOGIO.—¡Yo he visto a la muerte de cerca, y en vez de asustarme le quité lña guadaña y me afeité con la hoja!

WISTREMUNDO.—(Acercando también su cara a la de EULOGIO). ¿Y con el mango no hizo nada?

EULOGIO.—(Idem de idem). ¡Me hice un clarinete!

WISTREMUNDO.—(Idem de idem). ¡Pues va a tener que tocarnos algo!

EULOGIO.—¡Usted va a tocar primero aquí! (Le presenta el brazo en flexión).

WISTREMUNDO.—(Tocándole). ¡Fofo!

EULOGIO.—¿Cómo dijo?

WISTREMUNDO.—¡Dije que fofo!

EULOGIO.—¡Yo parto almendras con los bíceps!

WISTREMUNDO.—¡Y yo, piñones!

EULOGIO.—¡Pues, a pesar de eso, le voy a pegar a usted!

WISTREMUNDO.—¡A mí me va usted a pegar la gripe!

EULOGIO.—¡Porque eso que dice usted de Valdepeñas es mentira, y tan embustero es usted como su padre!

WISTREMUNDO.—¡Sepa usted, pobre beodo, que yo soy boxeador!

EULOGIO.—¡Y yo, maestro de gimnasia!

WISTREMUNDO.—¡Que yo me llamo Wistremundo Charamusca!

EULOGIO.—¡Y yo, Eulogio Garambullo!

WISTREMUNDO.—Pero ¿es que quiere usted zangamanga?

EULOGIO.—¡Quiero zangamanga, zafacoca, zaramoique y tambarimba!

WISTREMUNDO.—(Ya nariz con nariz y casi sin pronunciar). ¡Mal haya sea!…

EULOGIO.—¡Guau, guau!…

WISTREMUNDO.—(Al rojo). ¿Vale un match de seis rounds en cualquier ring?

EULOGIO.—Ahí mismo, en el batán, so pendón.

WISTREMUNDO.—¡Sea! ¡A ver, uno que cronometre!

HORACIO.—Sí, un juez con un gong para los rounds del ring del batán. (A PACO). Usted.

PACO.—(Indeciso). ¿Pero?…

HORACIO.—Sí, hombre; después de lo ocurrido, estos caballeros tienen que pegarse. Vaya por el gong. (Mutis de PACO por la derecha).

EULOGIO.—¡Le voy a dejar la cara como un solar!

HORACIO.—(Aparte, a WISTREMUNDO). ¿Podrá usted con él?

WISTREMUNDO.—¡Le he podido a Carnera!…

HORACIO.—(Estrechándole la mano). ¡En mi nombre y en nombre de Maciá!

PACO.—(Por la derecha). Aquí está el gong.

EULOGIO.—Andando. ¿Por dónde es más cerca?…

PACO.—(Indicando la puerta de la derecha). Para ir detrás de la casa, por aquí.

WISTREMUNDO.—Sírvase indicarnos el camino…

PACO.—Sí, señor. (A HORACIO). Tengo que tocar cada tres minutos, ¿no?

HORACIO.—Hombre, siendo sin guantes, cada dos. (Bajando la voz). Y si ve a alguno en peligro, toque también.

PACO.—Comprendido. (Mutis por la derecha).

WISTREMUNDO.—(A EULOGIO). Pase usted.

EULOGIO.—(Groseramente). Sí, señor; pasaré primero porque valgo más que usted y soy más persona que usted. (Mutis).

WISTREMUNDO.—(A HORACIO). Caballero catalán: mande una espuerta para que lo recojan. ¿Qué digo una espuerta? ¡Un frasco! (Se va por la derecha).

HORACIO.—No vuelve ninguno de los dos. Puedo afeitarme tranquilamente. (Se quita el bigote, al mismo tiempo que entran por la izqueirda NIEVES, AFRICA, CONSUELO, MARUJA y LUIS).

NIEVES.—Nada, nada; yo no aguanto más. Si tú quieres continuar acá, continúa en buena hora, pero yo me marcho a Madrid y allá te esperaré todo el tiempo que sea preciso.

HORACIO.—Qué, ¿no han aparecido?…

NIEVES.—Como si se las hubiera tragado la tierra.

LUIS.—¡Qué cosa tan extraña!

HORACIO.—(A AFRICA). En este momento, amiga mía, me disponía a buscar a don Luis para suplicarle…

AFRICA.—Una de las cosas ya está concedida. Don Luis está dispuesto adelantar a Ramón el importe de la factura.

LUIS.—¡No faltaría más! De todas maneras, tenía que pagarle su trabajo. ¿Qué culpa tiene él de lo sucedido?… Además, que las causas que motivan su prisa por cobrar son harto simpáticas. No se le puede negar un favor a quien sabe hacerlos a costa de tantos sacrificios.

NIEVES.—Es verdad. (A MARUJA). Ya puede estar orgullosa de su novio.

MARUJA.—Sí, señora.

HORACIO.—(A AFRICA). Y de lo otro, ¿han dicho ustedes algo?

LUIS.—¿De lo otro?… Pero ¿hay más?

HORACIO.—Sí, señor… (Suena dentro un golpe de gong). Ya empiezan.

AFRICA.—(Extrañada, mirando hacia el comedor). ¿Eh?…

LUIS.—¿Cómo?

HORACIO.—Digo que se trata de estas dos señoritas, que desean que las coloque usted en las ificinas que piensa montar en Madrid.

LUIS.—¿Cómo criadas?

HORACIO.—No; si ellas no son criadas. Es decir, lo son accidentalmente; pero, vamos, saben hacer algo más y aspiran a algo más también.

LUIS.—¡Ah!

CONSUELO.—Sabemos contabilidad, mecanografía y taquigrafía, algo de francés, y sabemos tratar a las personas con la corrección y la educación necesarias…

NIEVES.—Eso ya lo hemos visto y lo hemos comentado favorablemente.

AFRICA.—Desean salir de aquí, entre otras cosas, porque nos parece mal que siendo Marujita la novia de Ramón, vivan juntos…

LUIS.—Es una delicadeza que honra a ustedes, y me extraña que en estos tiempos…

HORACIO.—Es que estas señoritas no son de estos tiempos.

LUIS.—¡Caramba!

AFRICA.—Quiere decir el señor Diez que no se trata de dos muchachas vulgares.

CONSUELO.—¡Por Dios!

HORACIO.—Justamente. Y si conocieran ustedes su historia, no dudarían en prestarles su protección.

NIEVES.—Me pone en curiosidad… (A AFRICA). ¿Son parientes suyas?

AFRICA.—No, señora; mi familia es toda ella humildísima, y estas señoritas pertenecen a las más ilustre nobleza española. Yo he sido doncella de su casa en mi juventud.

LUIS.—(Que enciende un pitillo y le tiembla la mano). ¿Andaluzas, quizá?…

AFRICA.—No, señor; madrileñas. Son hijas del marqués de Dario y de la duquesa de Guevara. (LUIS, lívido, agacha la cabeza. Suena dentro otro golpe de gong).

HORACIO.—(¡Dos minutos!).

AFRICA.—(¿Quién gongonea por ahí?…).

NIEVES.—Y so huérfanas, ¿verdad?

AFRICA.—Sí, señora. La señora duquesa murió hace muchos años. El señor marqués había huido de España nueve años antes, poco después de nacer Marujita…

CONSUELO.—Tengo de él una idea muy remota.

MARUJA.—Yo, una idea muy mala, nada más.

CONSUELO.—Calla, Maruja; no empieces.

HORACIO.—Se pone muy graciosa cuando habla de su padre.

MARUJA.—No es que me ponga graciosa; es que digo la verdad, y el decir la verdad es ya tan raro, que hace gracias. ¿Qué otra cosa puedo decir de mi padre? De mi madre sí me acuerdo. Muy pequeña era yo, pero han quedado bien grabadas en mí sus angustias, sus sufrimientos y sus lágrimas.

AFRICA.—¡Pobre señora!

NIEVES.—(Interesadísima). ¿Y dice que el papacito huyó?…

AFRICA.—Aseguran que murió en Méjico, en Sierra Amarilla, en la mina del Rosario, donde con un nombre que no era el suyo estaba al frente de la explotación. (NIEVES mira a LUIS, que permanece con la cabeza baja). En una de las revueltas de aquel país asaltaron la oficina y… (LUIS levanta le frente temeroso, mira a NIEVES, y al ver que ésta le contempla interrogante, vuelve a bajar los ojos un poco atribulado. Suena dentro un nuevo golpe de gong). (¿Otra vez?).

HORACIO.—(Segundo round). (Desaparece por la derecha).

NIEVES.—Y ¿por qué huyó de España? ¿Qué había hecho?

AFRICA.—Cosas muy malas, señora. ¿A qué hablar de ello?

MARUJA.—¡Canalla!

CONSUELO.—(Suplicante). ¡Maruja!…

MARUJA.—¡No podérselo decir a él mismo!… Ya sé que tú darías algo por poderle decir que le perdonabas.

CONSUELO.—Por poderle decir, al menos, que mamá le perdonó al morir.

MARUJA.—Mamá era tonta, como lo eres tú también. ¡Yo, no! ¡Yo no le perdono! ¡A su memoria irá siempre unida mi condenación! ¡Engañar a nuestra madre y hacerla de menos con mujeres de la peor especie! ¡Arruinarla!… ¡Estafar, robar, deshonrarnos y luego huir a medrar a otra parte y no volver a acordarse de su familia! ¡Que se mueran!… ¡Un canalla! ¿Cómo va a haber perdón para él? Ya ven ustedes: si en vez de huir se hubiese pegado un tiro, le hubiera yo perdonado.

CONSUELO.—¡Maruja!

MARUJA.—¡Sí, sí!… Le hubiera perdonado, porque nadie está libre de perder la razón, y yo hubiera creído que cuanto hizo era producto de su locura. Pero ¡qué locura ni qué…! ¡Era maldad!… ¡Y su egoísmo, malda; y su cobardía, maldad; y su olvido, maldad! ¡Qué asco! En esta vida se suele pagar el mal que se hace; lo dice todo el mundo, y así deber ser. Si ha muerto, su muerte debió ser horrible; pero si vive…, ¡si vive, morirá endemoniado y abandonado y solo!… ¡Solo! ¡Con su egoísmo de corazón seco y maldito!

CONSUELO.—¡No puedo oírte más!

MARUJA.—¡Pues tápate los oídos! (Suena dentro un nuevo golpe de gong).

AFRICA.—¡Y dale! Pero ¿quién toca a cada instante el gong del comedor?… (Entra HORACIO, asustado y con el bigote pegado en un carrillo).

HORACIO.—Paco…

AFRICA.—¿Eh?

HORACIO.—Y no es que toca: es que arbitra.

AFRICA.—¿Pero…?

HORACIO.—Se van ustedes a reír cuando les cuente lo que ocurre. (Curiosidad en todos). ¿No tenían ustedes ganas de que volviera alguna de mis víctimas para ver cómo me las arreglaba?… Pues ahí tienen ustedes al maestro de gimnasia de Aranjuez, al de los diez mil duros, que en vez de pegarme a mí le está atizando a un peruano. (Suena un nuevo golpe de gong). ¡Tercer round!

NIEVES.—(Que se ha levantado nerviosamente). ¿Eh?

LUIS.—(Que no la pierde de vista). ¿Qué?

HORACIO.—No se preocupe, porque el peruano es nada menos que boxeador; un tal Charamusca. Ahora, que como la lucha es sin guantes y el de Aranjuez es, desde luego, más bruto que él…

NIEVES.—(Sin poder disimular su nerviosismo). ¿Dónde están?…

LUIS.—¡Ah! Pero ¿era ése?…

NIEVES.—(Sin saber qué contestar). ¿Eh?

LUIS.—(Sujetándola amenazador). ¿Era ése?… (Expectación en todos).

NIEVES.—¡Suéltame!

LUIS.—A pesar de todas tus hipocresías, yo sabía que había uno; pero no sabía que ese uno fuera ese…

NIEVES.—¡Te digo que me sueltes!… (Se zafa de él). ¡No tienes derecho a nada sobre mí! ¡No eres nada mío! (Asombro en todos).

LUIS.—(Suplicante). ¡Nieves!… (Suena el gong dos veces).

HORACIO.—¿Eh? Señal de peligro…

NIEVES.—¿Peligro?… (Se dirige a la puerta de la derecha).

LUIS.—(Sujetándola de nuevo). ¡Nieves!…

NIEVES.—(Amenazadora y bajando la voz). ¡Suéltame o les digo quién eres!… ¡Que ya sé quien eres! (LUIS, amedrentado, la suelta, y NIEVES se va por la derecha).

TIMOTEO.—(Por la izquierda, un poco apurado). ¡Africa!… Que hay ahí dos hombres que se están quitando la cara a puñetazos, y el animal del camarero, para separarlos, no se le ocurre más que tocar el gong, llamando a la merienda. (Suena el gong nuevamente). ¿Estás viendo?

HORACIO.—¡Se matan!

BENITA.—(Por la derecha, asustadísima. A TIMOTEO). ¡Por Dios, señorito!… ¡Qué el del ojo hinchao está echando sangre, lo mismo que el otro!

TIMOTEO.—(A HORACIO). ¡Venga usté!

HORACIO.—No; yo no. Yo soy el único que no puede ir.

TIMOTEO.—¡Vamos todos!

AFRICA.—¡Vamos!… (Se van todos por la derecha, menos LUIS y HORACIO).

BENITA.—(Que es la última en irse, hace mutis rezando la siguiente oración:).

¡Gloriosa Santa Ruperta,
patrona de las reyertas,
tú que mis rezos escuchas,
que acabe pronto esta lucha!
¡San Onofre, San Honorio,
San Emilio, San Cleofás,
Que acaben todos en paz! (Vase).

LUIS.—(Dejándose caer en un sillón). ¡Hay que arrancarla de aquí, sea como sea!… ¡No sabría vivir sin el cariño de esa mujer! (Nerviosamente, saca del bolsillo de la americana tres piezas de acero). ¡Y ahora, precisamente!…

HORACIO.—(Boquiabierto). ¿Qué?

LUIS.—Déle a Ramón.

HORACIO.—¿Eh?

LUIS.—Son las tres piezas del automóvil…

HORACIO.—¿Qué?…

LUIS.—Fuí yo quien las había quitado, Dígale que esta misma tarde quiero salir de aquí.

HORACIO.—¿Pero?…

LUIS.—¡Se lo suplico!

HORACIO.—Está muy bien. (Haciendo mutis por la izquierda). (¡Qué misterio es éste!… ¡Las piezas él!… ¡Me he quedado de una pieza!). (Vase).

LUIS.—¡Esa mujer!… ¡Sólo me importa su cariño, y tengo el temor!… (Tembloroso, encendiendo un cigarrillo). ¡Y si vive, morirá abandonado y solo!… ¡Solo con su egoísmo de corazón seco y…! ¡El más desgraciado es el que no puede excusarse a sus propios ojos, y yo…! (Rompe a llorar).

CONSUELO.—(Con MARUJA, por la derecha). ¿Eh? (Acercándose a él, enternecida). Señor… ¿Qué le sucede?… ¿Quiere algo?… (Se arrodilla ante él).

LUIS.—(Mirándola cariñosamente y acariciándola). Quiero, hija mía… (Al ver a MARUJA se contiene y se levanta.) que me dé un poco el aire… (Por las lágrimas que se seca). Esto no es nada… Nada. (Iniciando el mutis por la izquierda). ¡Un poco de humo en los ojos!

Telón

Acto tercero

La misma decoración de los actos anteriores. Es de día.

(No hay nadie en escena al levantarse el telón. Por la derecha entra AFRICA sofocadísima, huyendo de HORACIO, que la sigue con los brazos abiertos).

AFRICA.—¡Por Dios, Horacio: contente, repórtate, modérate, refrénate!… ¡Si alguien te viera!…

HORACIO.—¡No hay nadie, vida mía!…

AFRICA.—¡Calla!

HORACIO.—(Acercándose, belicoso). Si es que…

AFRICA.—¡Quieto!

HORACIO.—¡Africa!

AFRICA.—¡Suelta!

HORACIO.—(Sin soltarla). ¡Africana, gitana, nacida muy cerca del puente de Triana!

AFRICA.—(Zafándose). ¿Estás loco?

HORACIO.—Sí. ¡Y tú también!

AFRICA.—(Dengosa). ¡Calla! ¡No me avergüences! Hay que ir más despacio, Horacio. Considera que todo en el mundo tiene que ir por sus pasos contados. No se siembra un día y se recolecta al siguiente.

HORACIO.—Lo sé. La planta, como todo en la vida, primero acogolla y luego pimpollea y, por último, fructifica. (En un arranque que asusta a AFRICA). ¡Y tú, Africa de mi vida, estás en flor!

AFRICA.—¡Jesús!

HORACIO.—¡En flor, sí!

AFRICA.—(Ruborizada). ¡No me digas!…

HORACIO.—¡Te adoro!

AFRICA.—Eres demasiado fogoso, Horacio, y a nuestra edad…

HORACIO.—¿Eh? Pero ¿tenemos edad? ¡Yo, tal vez! A fuerza de sufrir he visto hace poco cómo a mis cincuenta años los orlaba la triste melancolía de la senectud; ¿pero tú?… Digo, tú… ¡Tú no tienes edad, Africa! Tu corazón acaba de nacer para el amor, y en ese momento el campo de nieve de tu mano está abriendo la rosada puerta de tu pubertad.

AFRICA.—(Desflecada). ¿Qué me das, Horacio? ¡Engaitador!…

HORACIO.—No me digas eso. ¡Yo no soy más que un hombre feliz a quién tú has salvado!… ¡Salvado, sí! Porque, gracias a ti, aquellas nubes negras que ensombrecían mi horizonte o se han convertido en benéfica lluvia o se han teñido de colores rosáceos, como recordándome que la luz del crepúsculo es la más bella luz de la vida y que a esa luz dulcísima puede aún encontrarse la felicidad.

AFRICA.—(Entregada del todo). ¡Horacio!…

HORACIO.—¡Africa!… (Le da un beso).

AFRICA.—(Convulsa). ¡Jesús!

HORACIO.—(Un poco asustado). (¡Me he excedido!).

AFRICA.—(Temblando y próxima a caer). ¿Qué me sucede?… ¡Yo me muero!

BENITA.—(Por la derecha). ¿Llamó la señora?

AFRICA.—(Que no puede hablar de excitada y de nerviosa). No. Mo no mo yo co no…

BENITA.—Es que sonó el timbre…

AFRICA.—(Como antes). Habrá la casá labrá… (Tose para disimular un poco).

HORACIO.—(Por decir algo). ¿Se fue el médico que vino a visitar al maestro de gimnasia?…

BENITA.—Sí, señor; s’ha ido. Cogió el automóvil que pasa a las once. L’ha dicho al enfermo que no se levante; que siga en la cama con las vendas puestas y que coma poco, que está resentido de los golpes bajos…

HORACIO.—¡Infeliz! ¡Y yo, encima de todo, cobrando el diez por ciento de lo que consuma!… ¡Soy un poco canalla!

AFRICA.—(Que no vuelve a la normalidad y que está hecha un manojo de nervios). ¿Y qué se le vele don Luis?

HORACIO.—¿Eh?

BENITA.—¿Qué?

AFRICA.—(Procurando dominarse y hablando despacio). ¿Qué hace don Luis? ¿Sigue sin… «saluir»?… ¡Ejem!… ¿sin salir de su habitación? ¡Ejem!

BENITA.—Continúa en su cuarto, escribe que escribe. A mi me da pena. ¡Cómo se conoce lo que la quería!

HORACIO.—Es verdad. ¡Qué campanada la de doña Nieves!

AFRICA.—Es verdad. ¡Qué campanuda! ¡Huir con el «baxeador»!… ¡Ejem!

HORACIO.—¡Y cómo iba el boxeador! El labio de abajo, con más flecos que un mantón de Manila: la ceja izquierda, sujeta con un imperdible, y el ojo derecho, de una conformidad que de cuando en cuando tenía que empujárselo para dentro, porque se le salía. Yo creo que se va a quedar tuerto.

AFRICA.—¡Qué horror!

HORACIO.—¡Pero el amor es ciego, Africa! (Se estremece AFRICA). Y ella, por lo que se ha visto, estaba loca por él.

BENITA.—¡Pobre don Luis!

AFRICA.—No quiere hablar con nadie. Sólo ha conversado breves instantes con mi sobrino Marrón, Ramín, Remón, ¡ejem! ¡Cómo estoy! Se me «trova» la…, la, esto.

BENITA.—¡Ay! Ha parado un coche. (Se acerca a la puerta de la izquierda). Sí, están bajando… Avisaré a ésas. (Mutis por la derecha).

AFRICA.—(Que mira también por la puerta de la izquierda). Víctimas tuyas. ¡Ajo!

HORACIO.—¿Qué dices, Africa?

AFRICA.—¡Ojo! ¡Cómo estoy, hijo!

HORACIO.—Pero ¿qué te ocurre, gitana, que te trabucas de ese modo?

AFRICA.—¿Y tú me lo preguntas?… ¡Me has besado, Horacio! ¡Y tú no sabes lo que es recibir, a los cuarenta y ocho años, el primer beso de amor!

HORACIO.—¡Cuánto tiempo has perdido, Africa mía! ¡Cuarenta y ocho años! Para hacértelo recuperar tengo que darte… (Como haciendo una cuenta). Cinco por ocho, cuarenta, y me llevo cuatro… Tres por cinco, quince, y llevo una… Ciento nueve besos diarios. Ese es el cálculo exacto.

AFRICA.—(Avergonzada). Pon más.

HORACIO.—¿Por qué?

AFRICA.—Porque me quito años.

HORACIO.—(Besándola de nuevo). ¡Africucha!…

AFRICA.—(Gritando). ¡Cate! ¡Cota! ¡Quita!… ¡Ay! (Mutis por la derecha, con HORACIO. Tras una breve pausa entran en escena, por la izquierda, la CONDESA, VICTORIANO y DON CAMILO, un caballero algo estrambótico).

VICTORIANO.—Usté, don Camilo, se sienta lejos de nosotros, como si no nos conociéramos.

DON CAMILO.—(Muy complacido). Sí, hombre. ¡Y ya verás!

CONDESA.—(Un poco asustada). ¡Ay! Pero ¿qué van ustedes a hacer?

VICTORIANO.—Nada; no se asuste. Vamos a darle una lección al camarero ése que dice que habla tantos idiomas. ¡Valiente punto! Le advierto a usté que está reputado como el primer camelista del siglo. Ahora, que hoy se ha caído, porque va a entendérselas don Camilo, que hasta en su casa le llaman don Camelo.

CONDESA.—Por Dios, no hagan ustedes diabluras, que hoy tengo un día fatal: estoy de planchas; me he tirado ya dos. Y el día que yo estoy de planchas, acabo siempre catastróficamente.

VICTORIANO.—(Se sienta). ¿Y por donde andará el argentino aquel del bochinche, el rebumbio, la zurribanda y el reché? Porque aquél debía ser otro camelista. ¡Cuidado!

PACO.—(Por la derecha). Buenos días. Para servir a los señores. ¿Están bien los señores?

VICTORIANO.—Bien; muchas gracias.

PACO.—¿Los señores desean tomar algo?

CONDESA.—Cualquier cosa: un coctel de vermut.

VICTORIANO.—Sí; no está mal eso.

PACO.—(A CAMILO). ¿Y el señor?

DON CAMILO.—(Acción de beber). Of crenfia bail san dorf.

PACO.—Yes.

VICTORIANO.—(Llamándole). Oiga… (A media voz). ¿Ruso?

PACO.—De la Caucasia.

VICTORIANO.—¿Y qué ha pedido?

PACO.—Lo que todos los extranjeros. Siendo extranjeros, ya se sabe. (Mutis por la derecha).

VICTORIANO.—Pero ¿han visto ustedes qué frigidaire? ¡Ya está! ¡Ruso y del Cáucaso! ¡Es el sinvergüenza, cara de cemento, más grande!…

DON CAMILO.—A ver lo que me trae, hombre. Como sea algo de alcohol, se ha caído.

CONDESA.—(Un poco asustada). ¡Por Dios, señores!… (Disimulan todos al ver entrar a TIMOTEO, que entra en escena por la derecha).

TIMOTEO.—(A ver lo que toman y cómo les sirven…). (Reverencioso). Buenos días…

VICTORIANO.—Buenos días…

TIMOTEO.—(Toma un libro de la librería y se sienta en uno de los sillones diciendo:). Vamos a ver…

VICTORIANO.—(Que está examinando los libros). Hay muchos libros de viajes… (Coge uno).

TIMOTEO.—Ese que ha cogido usté no es de viajes; ése es de Horacio. Bueno; no de Horacio el de acá, porque acá tenemos un Horacio que escribe. Ese es de otro Horacio: de Horacio el grecio. Creo que es el libro de la epistola. (Todos le miran, expectantes). De la epistola a los Pinzones.

VICTORIANO.—(Con chunga). ¡Ah!

CONDESA.—(Mordiéndose los labios). (¡Dios mío, que no me entre la risa!).

TIMOTEO.—Yo estoy leyendo… (Diciéndolo de memoria). «El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha», compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra, novísima edición clásica, con notas históricas, gramaticales y críticas, según las de la Academia Española y sus individuos de número Pellices, Arrieta, Clemenzien y por F. Sales, A. M.

CONDESA.—(Mordiendo el pañuelo). (¡Me mató!).

VICTORIANO.—(Como antes). ¡Vaya, hombre! Y bonito, ¿eh?

TIMOTEO.—(Bajando un poco la voz). Pesao. Yo lo leo porque dicen que esto deben leerlo todos los españoles, y yo lo leo, aunque me muera; pero… pesao. Ya me he cargao tres capítulos, y ahora, voy a empezar el capítulo «IV».

VICTORIANO.—¿Cómo dice?

TIMOTEO.—El capítulo «IV»: una i y una uve.

CONDESA.—(Atacada ya de la risa). ¡Ay, Dios mío!

TIMOTEO.—Este capítulo, que empieza diciendo: «La del alba sería…».

VICTORIANO.—Sí, sí; el «ib»; la del alba sería.

CONDESA.—(Riendo a carcajadas). ¡Ja, ja, ja!…

TIMOTEO.—(Mosca). ¿Eh?

VICTORIANO.—¿Qué le pasa?

CONDESA.—(Llorando de risa). Que me estoy acordando… ¡Ja, ja, ja!…

VICTORIANO.—(Riendo también). Sí; ya sé… ¡Ja, ja, ja!… (DON CAMILO muerde el pañuelo).

TIMOTEO.—(Mosquísima). ¿Eh?

CONDESA.—(Como antes). Lo que me dijo el carpintero de Córdoba, que como hacía las cosas con la garlopa, lo hacía todo «garlopando». (Ríen a caño libre).

HORACIO.—(Por la derecha, con su bigote y hablando acatalanadamente). Bon die. Caramba, creí que habían encendido la chimenea… (Se acerca a TIMOTEO).

VICTORIANO.—(A la CONDESA). Un estatuista a la vista.

HORACIO.—(A TIMOTEO). Con el «Quijote», ¿eh?

TIMOTEO.—(Resignadamente). No queda más remedio.

HORACIO.—(Tomando un libro). Yo prefiero la poesía. Lástima que no tengan acá libros de Verdaguer y del gran Muntaner.

AFRICA.—(Por la derecha, seguida de CONSUELO y MARUJA, que traen: la primera, las copas para los cocteles de la CONDESA y VICTORIANO, y la segunda, un whiskey para DON CAMILO). ¡Oh! Señora condesa… ¿Qué tal esa vuelta por la finca?

CONDESA.—No me hable usted, que vengo horrorizada. Hemos tenido una huelguecita, unos tiritos, un petardito… Vamos, un poquito de todo. De todo, menos de aceituna, porque se habían llevado hasta las ramas. ¡Qué horror, hija mía! Me han comido ciento cuarenta y dos ovejas y cinco cerdos; me han estropeado la espigadora, la segadora y la trilladora, y tengo veinte alojados ahora.

AFRICA.—¡Jesús!

CONDESA.—He querido entregarles la finca; pero dicen que no; que ellos, jornales y nada más que jornales; he querido abandonarla; pero me obligan a hacer las labores precisas, bajo penas muy severas, y voy a Madrid a ver si vendiendo el aderezo grande, los dos coches y el Goya puedo seguir labrando mis tierras, por lo menos este año, hasta que por fin se implante allí eso… agracio y se lo lleven todo.

AFRICA.—¡Sí que es porvenir! (A CONSUELO y MARUJA). Sí; hacen bien en encender la chimenea.

CONSUELO.—Sí, señora.

CONDESA.—Ahora vengo de Córdoba. Hemos pasado allí el día de ayer. Por cierto: ¿recuerda que a mi paso por ésta estuvimos hablando de López de Aceña, el marqués de Dario?…

AFRICA(Un poco apurada). Sí, señora.

CONDESA.—Pues está en España.

AFRICA.—¿Eh?… (A CONSUELO se le caen unos leños).

MARUJA.—¿Qué?

CONSUELO.—(A MARUJA). ¡Calla!

CONDESA.—Con esto de la amnistía, es uno de los muchos indeseables que han vuelto a la Península. ¡Eramos pocos y…! Bueno; ahora no hay que censurarle, porque las señales de vida que ha dado no han podido ser más agradables. ¡Está pagando deudas!… Ya usted sabe que allá, en Andalucía, clavó a mucha gente. Pues, por lo pronto, a Emilio Alvear le ha devuelto las treinta y ocho mil pesetas que le debía, y a Vicente Martínez Sabán, cuarenta y dos mil, y a Fernando Abella, que tanto hizo por él, qué sé yo lo de miles…

AFRICA.—Menos mal.

CONDESA.—Parece que anda por ahí con una artista muy elegante y muy provocativa, con la que ha dado más de un escándalo… ¡Siempre lo mismo! ¡El que nace… serrano!

MARUJA.—(A CONSUELO, que demudada, temblorosa, no sabe lo que hacer). Ven.

CONSUELO.—¡Maruja!…

MARUJA.—¡Vamos! (Hace mutis con ella por la puerta de la izquierda, al mismo tiempo que entra en escena, por la derecha, PACO, agitando airosamente la coctelera).

CONDESA.—(Bajando un poco la voz). Oiga usted, Africa.

AFRICA.—Señora…

CONDESA.—(Por TIMOTEO). ¿Quién es ese animal que está leyendo el «Quijote»?

AFRICA.—Es mi hermano.

CONDESA.—(De una pieza). ¡Ah! ¡Es su…! (Apuradísima). Ya comprenderá usted que he dicho animal en el sentido de…, de fuerte, de…, vamos, ya usted me entiende.

AFRICA.—Claro, señora condesa. (Se aparta un poco para que PACO pueda servirlas).

PACO.—(Sirviéndoles el coctel). Vualá. Creo que satisfará a los señores.

CONDESA.—(Aparte, a VICTORIANO). ¡Qué plancha! ¿Hasta dónde he metido la pata?

VICTORIANO.—¡Hasta el hombro!

CONDESA.—¡Llevo un día!…

DON CAMILO.—(A PACO, indicándole un sillón). ¿Baj bai jarden? (Todos prestan gran atención).

PACO.—(Con gran aplomo y después de guiñar a HORACIO). Jarden leisa.

HORACIO.—(¡Atiza!).

DON CAMILO.—¿Truven dórminin sérden?

PACO.—Chuldan crugen.

HORACIO.—(¡Qué bruto!).

TIMOTEO.—(¡Es listísimo!).

DON CAMILO.—Dorpe fandan tijirden bastrofian.

PACO.—Fandan cinque.

DON CAMILO.—(Dándole a PACO dos duros y echándole mano al sillón para llevárselo). TRon sai belogen, mal buldin bufan chester. (Cargando con el sillón, en medio del asombro de todos). ¡Say Wolfa! ¡Say Wolfa!

VICTORIANO.—(Acudiendo y ayudándole). Wolfa, wolfa…

TIMOTEO.—¡Caray!

AFRICA.—¿Qué hace?…

PACO.—¿Eh?

VICTORIANO.—¿No acaba usted de venderle en diez pesetas el sillón?

PACO.—¿Cómo?

VICTORIANO.—El le ha dicho a usted… «dorpe fandan», y usted ha contestado que… «fandan».

PACO.—(Apurado). ¡Mi madre!

VICTORIANO.—Y «fandan» es que le vende usted el sillón en diez pesetas. (A DON CAMILO). Wolfa, wolfa… (Cargan con el sillón).

PACO.—(Apuradísimo). ¿Pero…?

HORACIO.—Un momento, caballero. Dejen de… wolfear, por favor.

VICTORIANO.—(Dejando el sillón en su sitio). ¿Cómo?

HORACIO.—Ustedes perdonen; pero, vamos, yo he oído toda la conversación y el camarero ha vendido el sillón no en diez pesetas, sino en dos mil. Han dicho «fandan»; pero ha dicho «fandan cinque», que no es lo mismo. «Fandan» es diez; pero «fandan cinque» es dos mil.

VICTORIANO.—¡Ay qué gracioso!

DON CAMILO.—(Desafiante). ¡Jajay!

HORACIO.—Todo lo jajay que usté quiera; pero esto es muy serio. Podrían pensar los duelos de la casa, aquí presentes, que el camarero era un camelista que les estaba tomando el pelo y, vamos, no se juega así con el pan de nadie.

PACO.—¡Qué se va a jugar, hombre! (Con las de Caín). A mí, un quid pro «quoque» de éstos me puede costar el destino, y yo tengo aquí una… pa lelvarse por delante a dos. (Acción de sacar un arma).

CONDESA.—(Asustada). ¡Jesús!

TIMOTEO.—(Sujetándole). ¡Paco!…

DON CAMILO.—(Lleno de pánico). ¡Caray!

VICTORIANO.—(Separándole de él). No; a mi, no…

HORACIO.—(A PACO). Vamos, criatura, no se ponga usté así. Este señor le va a dar a usté las dos mil pesetas, porque el trato es trato, y no hay más que hablar. (A DON CAMILO). Suelte usted la mosca, que aquí el que no se lía, se enrosca. ¡Ay qué tonto! ¿Pues no se lo estoy diciendo en castellano? Fandan cinque bergemen y despuisque… despejen.

DON CAMILO.—(Miedoso, tirando de cartera). Ya la va, ya; ya la va.

HORACIO.—Usté dagalá y ya está.

DON CAMILO.—(Alargando a PACO dos billetes de mil pesetas). ¿Sa?

PACO.—Sa p’acá. (Se guarda los billetes).

HORACIO.—(Por el sillón). Ahora, …, wolfen si gustan.

VICTORIANO.—(Aparte, a DON CAMILO). Nos han cogido la vez.

DON CAMILO.—¡Mal lhaya sea! Pues yo no lo dejo aquí. (A PACO). Oiga.

TODOS.—¿Eh?

DON CAMILO.—(Colándose). Mañana vendrán por él. (¡Me he colado!). Gut bae. (Se va por la izquierda).

TIMOTEO.—¡Mi madre!

PACO.—Pero esto, ¿qué es?

VICTORIANO.—(¡Huyamos!). (Vase tras DON CAMILO).

CONDESA.—No le haga caso. Quédese con el dinero y con el sillón. El es muy rico y que le sirva de escarmiento. Adiós, Africa.

AFRICA.—Adión, señora. Y le agradezco muchísimo lo que me ha dicho del señor marqués de Dario. Voy a buscar a sus hijas, que estarán las pobrecillas…, ¡figúrese!

CONDESA.—(Escamada). ¿Eh? ¿Pero…?

AFRICA.—Como dijo usté lo de su padre delante de ellas…

CONDESA.—¿Qué? Pero ¿estaban aquí las hijas del marqués?…

AFRICA.—Sí; eran las que servían…

CONDESA.—¡Jesús!, ¡hay días fatídicos! ¡Qué espanto! (Despidiéndose de HORACIO y TIMOTEO). Buenos días…

HORACIO.—(Reverencioso). Señora…

TIMOTEO.—Buenos días.

CONDESA.—Hoy estoy de planchas. (Muy confidencial, a AFRICA al iniciar el mutis). No me atrevo a decirle nada de ese tipo estúpido del bigote, porque a lo mejor resulta que es algo de usted.

AFRICA.—Es mi prometido.

CONDESA.—(Haciendo mutis a la carrera). ¡Adiós!… ¡Jesús!… (Se va).

AFRICA.—(Corriendo tras ella). ¡Señora!… ¡Pero, señora!… (Mutis).

PACO.—(Con los billetes en la mano, saltando de gozo). ¡Señor Diez!…

HORACIO.—¡Ya lo creo! ¡El diez, para mi!

PACO.—Ahora mismo.

TIMOTEO.—(Indeciso). Bueno, bueno; pero que yo me entere: ¿qué ha pasao aquí? Porque es que yo dudo…

HORACIO.—Sin titubeo, que eso está feo. Usted, cambie y calle, Timoteo. (Se van los tres por la izquierda. Tras una breve pausa entra en escena, por la derecha, LUIS. Hace sonar un timbre y enciende un cigarrillo).

BENITA.—(Por la derecha). ¿Llamó el señorito?

LUIS.—Busque en el taller al señorito Ramón y dígale que haga el favor de venir.

BENITA.—No está en el taller; está en la cocina charlando con ésas, con las dos hermanas. ¡Las tengo una hincha desde que he sabido que son aristócratas!… Por cierto que he visto que una estaba triste y la otra llorando.

LUIS.—(Molesto). Bien; haga el favor de decirle al señorito Ramón…

BENITA.—Ahora, enseguidita. (Medio mutis). ¡Ay!… ¡Si usté no m'echara de mala manera, como tantas veces…!

LUIS.—¿Qué?

BENITA.—Que veo lo que sufre y sé de qué modo podría usté evitarlo. (Confidencial). Sé dos oraciones que cuando se rezan estando en ayunas…

LUIS.—(De mal talante). ¡Basta! ¡Vaya a lo que le he dicho!

BENITA.—(Asustada). Sí, señor; corriendo. (Recogiendo uno de los servicios y haciendo mutis por la derecha). Conmigo es un cardo. No sé lo que tengo, ¡mal haya sea el mundo!, que nunca me traga…(Mutis).

LUIS.—(Tomando el libro que VICTORIANO dejó sobre la mesa, que tiene cercana). ¡La una, triste, y la otra, llorando!… (Abre el libro y lee). «Los necios, por una vergüenza mal entendida, ocultan sus úlceras y las convierten en incurables»… (Cerrando el libro). Es verdad. (Dejándolo nuevamente sobre la mesa). ¡Pero hay algo que todo lo cura, y a mí no ha de faltarme el valor! (Al ver a RAMON, que entra en escena por la derecha). Perdone que le haya hecho venir.

RAMON.—¡No faltaría más, don Luis! Usted puede disponer de mí siempre y para todo.

LUIS.—Gracias. Siéntese.

RAMON.—Gracias. (Se sienta).

LUIS.—Voy a partir desntro de un rato.

RAMON.—Eso acaba de decirme su chofer.

LUIS.—Tal vez no volvamos a vernos.

RAMON.—¿Eh?…

LUIS.—Sin tal vez: no volveremos a vernos más.

RAMON.—(Alarmado). ¡Don Luis!…

LUIS.—Usted es un hombre de corazón y a usted puedo hablarle con absoluta franqueza. Estoy un poco fatigado. La huída de esa mujer, que sin ser nada mío, era, sin embargo, mi último asidero a la vida, me ha herido tan hondamente, que no creo ya posible…

RAMON.—¡Por Dios!

LUIS.—Le hablo lealmente. Usted es un joven y no comprende lo que pesan los años de lucha, aunque en la lucha se haya vencido. Por otra parte, mi vida azarosa, atropellada, llena de errores y de culpas, y también de expiaciones, no merece una vejez tranquila ni un final… apacible. Sembré amarguras y debe ser amargo el fruto que recoja. Pero no quiero que esta amargura acompañe a mi recuerdo en el más allá, y por primera vez, aunque algo tarde, quiero sembrar un poco de bien. Tal vez mi egoísmo de siempre, que quiere a última hora comprar una oración y unas bendiciones.

RAMON.—¿Pero…?

LUIS.—Deseo, sencillamente, contribuir a la felicidad de unas cuantas personas para que éstas, al menos, me recuerden con simpatía, y quiero que usted, que ha de ser una de ellas, me ayuda a lograr este deseo.

RAMON.—¿Eh?… ¿Qué dice usted, don Luis?

LUIS.—De usted me fío plenamente. Los detalles que conozco de su vida, lo que ha hecho por esas muchachas, sin ir más lejos, revelan su bondad, y contando con su anuencia he cursado las órdenes precisas para que en todo aquello que sea posible me sustituya usted cerca de las distintas empresas que constituyen mis negocios…

RAMON.—(Estupefacto). ¿Eh?

LUIS.—Aunque para ello tenga que trasladarse allá.

RAMON.—(Que no atina con las palabras). ¿Pero…? ¿Dice usted que yo…?

LUIS.—Con su cuenta y razón, no se crea…(Dándole varios documentos). Aquí tiene un cheque con el dinero de que puede disponer en España, y aquí tiene instrucciones y documentos de interés, que ya leerá luego, cuando nos hayamos separado…

RAMON.—(Perplejo). Crea usted, don Luis, que no sé qué decirle…

LUIS.—Ahí me ocupo también de las otras personas a quienes quiero favorecer. Antiguos acreedores, lejanos parientes, hoy en la indigencia; el pobre Horacio, tan simpático y tan buscavidas, y… (Afectando una indiferencia que hace sonreír a RAMON.) esa muchacha que desea ser religiosa….

RAMON.—Consuelo.

LUIS.—Sí. De su hermana, ¿para qué he de ocuparme de un modo expreso, si ha de casarse con usted?

RAMON.—Así lo espero.

LUIS.—Va usted a casarse con una muchacha de… abolengo.

RAMON.—Sí señor.

LUIS.—Usted, tan demócrata.

RAMON.—(Con energía). Sí, señor.

LUIS.—Tan de esta situación…

RAMON.—(Débilmente). Sí, señor.

LUIS.—Lo dice con poco entusiasmo.

RAMON.—Con ninguno. La sinceridad me obliga a confesarlo así. Nadie tan entusiasta como yo de las nuevas ideas, ni nadie tan desengañado de las nuevas personas.

LUIS.—(Levantándose). Ahora, amigo Ramón…

RAMON.—¿Eh?

LUIS.—En abrazo…, y adiós.

RAMON.—(Sin moverse). Antes, una palabra, don Luis.

LUIS.—¿Qué?

RAMON.—Usted no puede marcharse de aquí sin que yo le hable con absoluta lealtad. Usted se ha entregado a mi hombría de bien, y yo no merecería ni su confianza ni su estimación si no procediese con igual nobleza.

LUIS.—No comprendo.

RAMON.—Yo sé quién es usted…

LUIS.—(Sorprendido). ¿Eh?

RAMON.—Yo sé que es usted el padre de Consuelo y de María.

LUIS.—Pero ¿cómo?…

RAMON.—Ella…, la que se fue, que, por lo visto, ignoró hasta ayer mismo el verdadero nombre de usted, logró averiguarlo, y antes de huir, no sé con qué propósito, me lo hizo saber.

LUIS.—¿Y… usted…?

RAMON.—Yo, al decirme su chofer de usted hace un instante, que iba usted a marcharse de aquí sin él, que quería usted ir solo, temí que abrigara usted algún mal pensamiento y… he dicho a Consuelo y a Maruja cuanto sabía. (LUIS, abatido, se deja caer en el sillón. Pausa). Perdóneme si hice mal; pero una corazonada me impulsó a ello. Ahora, después de haber oído a usted, no me arrepiento de lo que hice; al contrario: ahora me dicen que hice bien no sólo mi corazón, sino también mi conciencia, mi gratitud y hasta mi egoísmo, porque, después de lo que Maruja ha dicho de usted, si usted… desapareciese como huyendo de ella, tendría ella toda la vida el mayor de los remordimientos, un remordimiento que la haría desgraciada, y yo quiero verla feliz siempre, para ser feliz yo también.

LUIS.—¡Yo no quería que lo supiera jamás!…

RAMON.— ¿Pero…?

LUIS.—Menos daño que padecer la pena es merecerla, y yo no quería que ellas, con razón, con sobradísima razón, me reconviniesen nunca. Las reconvenciones en la desgracia son más penosas que la desgracia misma.

RAMON.—Pero ¿usted cree, ni un momento, que ellas…?

LUIS.—¡Cuidado!… (Se levanta. Entran en escena, por la izquierda, AFRICA, HORACIO y TIMOTEO).

TIMOTEO.—Si es que hay tíos que impresionan. Ayer me impresionó a í el inglés ése que decía que si tuviera que suicidarse cogería el automóvil, se iría a Despeñaperros y se dejaría caer con el coche por el Recodo de las Aguilas. (RAMON mira a LUIS, y este baja la cabeza).

HORACIO.—¡Qué brutos los peliculeros! Pues por ahí querían que me dejara yo caer a caballo, huyendo de los secuestradores. Así me aseguraban la vida…

TIMOTEO.—Hombre, si le aseguraban…

RAMON.—Tía, ¿quieres hacerme el favor de decirle a Consuelo y a maruja que vengan?

AFRICA.—Ahora mismo. (Mutis por la derecha).

RAMON.—(A TIMOTEO y HORACIO). Si ustedes fueran tan amables que me aguardaran en la administración.

HORACIO.—¿Cómo no?

RAMON.—(A HORACIO). Tengo que hablar son usted, de parte de don Luis.

TIMOTEO.—Allí te esperamos.

HOARCIO.—(A TIMOTEO, dirigiéndose hacia la puerta de la izquierda). ¿Qué será?

TIMOTEO.—Algo importante. Todo lo que dice mi hijo es siempre importante. ¡Con qué aire ha dicho lo que ha dicho!… (Mutis con HORACIO).

RAMON.—(Al ver a AFRICA, que entra en escena por la derecha, con CONSUELO y MARUJA, que, algo cortadas, se detienen en el umbral). Ven, tía.

AFRICA.—¿Eh?

RAMON.—Ahora te explicaré… Deja que ellos hablen. Tienen algo que decirse. ¡Ojalá que las palabras sean pocas! Que hablen los brazos y los ojos, que son los únicos que saben hablar cuando quiere decir algo el corazón. (Mutis con AFRICA por la izquierda. Pausa, LUIS permanece en pie, con la vista baja).

CONSUELO.—(Avanza hacia LUIS; pero, al ver que MARUJA no da un paso, se detiene, la toma de la mano y le dice dulcemente). Ven. Vamos… (MARUJA se deja llevar, sin levantar los ojos del suelo. CONSUELO llega hasta LUIS, le coge de la mano y la aprieta contra su corazón; luego dice suplicante a su hermana). ¡Abrázale y perdónale! (MARUJA y LUIS se abrazan sin desplegar los labios, pero con verdadera efusión). ¡Así!

LUIS.—(A CONSUELO, cuando la emoción le permite hablar, besándola en la frente). ¡Eres una santa!

CONSUELO.—No soy más que tu hija.

LUIS.—¡Que Dios te pague algún día este bien que me haces!

CONSUELO.—Me lo está pagando ya.

LUIS.—¡nunca he sentido tan vergüenza ni tanto remordimiento!

CONSUELO.—Eso habla bien de tu inteligencia y de tu bondad.

LUIS.—Por miedo a este instante no me importaba perder la vida. ¡Son tantas mis culpas y tanta mi pesadumbre, que me sentía sin fuerzas!

CONSUELO.—¡Pues hay que ser fuerte! La verdadera fortaleza es la que resiste con valor los infortunios cuando éstos son más amargos que la muerte misma. Sé lo que sufres; pero ya vendrán días más felices para ti. La soledad hubiera sido para tus tristezas el peor de los males, y Dios ha querido que desde ahora te acompañe quien no te abandonará jamás. Yo. Con ésta no cuentes; ésta tiene otros fines que cumplir. Acaso con el tiempo sea ella quien te proporcione la mayor de las alegrías.

LUIS.—Pero ¿tú?… ¿No querías ser religiosa?

CONSUELO.—Sí; pero a tu lado. ¿Dónde podré estar que sea más grato a los ojos de Dios? Dios es un amante que no desespera. No le extrañará mi tardanza en entregarme a él. La que está en el cielo y murió perdonándote sabrá decirle que me perdone por ahora.

LUIS.—(Conmovidísimo). ¡Hija mía!…

CONSUELO.—(A MARUJA). ¡Háblale!…

MARUJA.—(También conmovidísima). ¡Padre!…

CONSUELO.—¡Basta! ¿Para qué decirle más?… (Por la puerta de la izquierda entran en escena AFRICA, HORACIO, RAMON y TIMOTEO).

TIMOTEO.—(A RAMON, a media voz). ¡Pero, muchacho!

RAMON.—No, padre, no. Yo sé cuál es mi deber.

HORACIO.—(Acercándose a LUIS y besándole una mano). ¡Gracias, don Luis!

RAMON.—(A MARUJA). Las circunstancias han variado para ti. María, y, en conciencia, yo no puedo obligarte a que me cumplas lo que me prometiste. Tú puedes tener otra palabra.

MARUJA.—¿Cómo voy a tener otra palabra, teniendo el mismo corazón?

TIMOTEO.—¿Estás viendo? ¿Dónde va a encontrar otro hombre como tú?… (Hablan MARUJA, CONSUELO, RAMON y LUIS, en el foro).

AFRICA.—(A HORACIO). También para ti han variado las circunstancias. Antes era para ti mi cariño como un refugio, y ahora, ya con más independencia…

HORACIO.—¿Qué dices, Africa? Yo, sin ser militar, estoy ya destinado a Africa para toda mi vida. ¡Aguarda! (Se acerca al teléfono y manipula, llamando).

TIMOTEO.—(Entusiasmado). ¡Qué hijo tengo! ¡Duque, marqués, grande de España!… Porque esto tiene que dar una vuelta, y él la da también, o lo mondo. (Al ver a PACO y a BENITA, que asoman por la izquierda, corre a ellos para contarles la buena nueva).

HORACIO.—(Al teléfono). Con el cuarenta y uno veintitrés ocho de Madrid. Sí, como todos los días… (Dejando el aparato). Quiero, Africanilla, que hables con ellos por primera vez. Ya les indiqué yo anoche que tú…

AFRICA.—(Avergonzada). ¡Pero, por Dios, Horacio!

HORACIO.—¡Una palabra!… (Suena el timbre del teléfono). ¿Eh?… ¿Madrid? ¡Chiquita!… Aquí está la que va a ser vuestra madre y nos ha redimido a todos… (Ofreciendo a AFRICA el auricular). Una palabra nada más.

AFRICA.—¿Pero…?

HORACIO.—Es Carmencita, la mayor.

AFRICA.—(Al teléfono, un poco temblorosa la voz). ¿Tú eres Carmencita?… Sí; también yo tengo muchos deseos de ver a ustedes y de que pasen aquí conmigo unos días. Mañana mismo haré que vuestro padre vaya por ustedes…

HORACIO.—(Besando una mano de AFRICA). No sé cómo…

AFRICA.—(Al teléfono, nerviosísima). Alo…, sala… Calacará… Adiós, hijita. Un beso muy fuerte para cada uno.

HORACIO.—(Conmovido.)Algún da balá calarrá…

AFRICA.—¿Eh? ¿También tú te trabucas?…

HORACIO.—Es que acabas de besar a mis hijos y es como si me hubieses besado a mí en el corazón.

Telón


Publicado el 22 de marzo de 2018 por Edu Robsy.
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