¡Usted es Ortiz!

Caricatura superrealista en tres actos

Pedro Muñoz Seca


Teatro, Comedia



Caricatura superrealista en tres actos

ACTO PRIMERO

Un gran salón en el castillo de Ortíz de Crochiao, vetusta mansión, casi feudal, situada en las cercanías de Valtablado de Beteta, pueblecito de la provincia de Cuenca.

Hay en este salón una monumental y artística chimenea en el ángulo de la derecha, un balcón en el foro, dos puertas en el lateral izquierda y otra, la de entrada, en la derecha, primer término. Los muebles, magníficos, han conocido la florida época del renacimiento y los tapices y las alfombras y cuanto hay en la estancia, y habrá mucho y bueno, ostenta la pátina de los siglos. Hay una vitrina con abanicos y objetos de arte y dos cuadros del siglo diez y seis, escuela italiana, ricamente enmarcados. Son las once y media de la noche del día 31 de diciembre de 1926. Una mala noche porque unas veces llueve y truena y otras nieva y ventea furiosamente.

Al levantarse el telón la escena está a oscuras. Se escucha el zumbido del viento. Por la cristalera del balcón penetra la viva luz de un relámpago. Un trueno y en seguida se oye dentro la voz de Juan Cerro.

JUAN:

(Dentro.) ¡Ensienda usté, mardita sea er bicarbonato!

EVERILDA:

(Dentro.) ¡Espere usted, cristiano!… (Entra Everilda en escena por la puerta de la derecha y da vueltas a una llave de luz que hay cercana. Golpe a golpe se van encendiendo las bombillas de una gran araña que pende del centro del artesonado. Queda la escena intensamente alumbrada. Everilda, ama de llaves de la familia Ortiz, mujer de cincuenta años, trae dos saquitos de mano y viene muy abrigada, porque acaba de hacer un viaje en automóvil con Juan Cerro, especie de mayordomo, y con Eulogia, cocinera de la casa, mujer joven y algo asustadiza.)

EULOGIA:

(Entrando con una cesta, en la que se supone que hay viandas y cacharros.) ¡Jesús qué noche!

JUAN:

(Entrando con dos maletas, que no suelta, y con un abrigo que le está grande.) ¡¡¡Mardita sea el invierno, y la lluvia, y la nieve, y la provincia de Madrí, y la de Cuenca, y la hora en que yo salí de Puerto Reá, que aquel día debieron abrírseme a mí las diez yemas de los diez deos de los pies!!!

EVERILDA:

Cuando acabe usted de desahogarse ponga aquí las dos maletas.

JUAN:

(Que, como se habrá visto, es uno de esos andaluces renegantes que maldicen con los dientes apretados para que las palabras tarden más en salir y la maldición sea más larga.) ¿De desahogarme? ¡Vamos, señora!… Pa resoplá yo to lo quemao que estoy necesito dos meses. (Dejando las maletas en el sitio que indicó Everilda y estirando los brazos.) ¡Mardita sean las hipotenusas de los triángulos! ¿Pero me quieren ustede desí a que venimos aquí el 31 de Disiembre y con el tiempesito que hase, que mardita sea la nieve y el primero que hiso horchatas en el mundo?

EULOGIA:

(Cerrando la puerta de le derecha pegando tiritones.) ¡Entra un aire más frío!…

EVERILDA:

Ahora subirán leña para encender esta chimenea.

EULOGIA:

Yo creo que a la señorita le falta un tornillo.

JUAN:

Un tornillo, la tuerca y la redondelita esa que le ponen pa apretá bien. Hay que ve er caprichito de vení a come las uvas a este castillo. ¡Permita Dió que se atragante!

EVERILDA:

¿Pero qué uvas ni qué rábanos, hombre de Dios? ¿Cree usted que venimos aquí de monsergas? ¿No se acuerda usted de que hace hoy dos años que murió en este castillo D. Potentino Ortiz, el marido de la señora?

JUAN:

¡Mardita sea mi cara, que es verdá!

EULOGIA:

(Escamada.) ¿Murió aquí?…

JUAN:

Y en este sillón. (Eulogia se separa del sillón.) Parece que lo estoy viendo. ¡Tan ético y tan simpático! Claro, la viuda querrá haserle mañana temprano algún funerá y querrá que asistan a él alguna de las personas que estábamos aquí cuando “caeció” el fallecimiento.

EULOGIA:

A mí me encargó que trajera desayuno como para diez.

JUAN:

Pos diez vamos a sé. Mi número. ¡Me…!

EVERILDA:

¿Va usted a empezar de nuevo?

JUAN:

Señora, si no estoy aquí a gusto y tengo mis razones. A mí toas estas casas antiguas con yedra y lagartijas por fuera y arañas gordas y murciélagos por dentro, me… me… (Un relámpago.) ¡Me caigo en la lertrisidá y en los “reóforos” de los polos negativos!

EULOGIA:

¡Por Dios, Juan Cerro!

JUAN:

Señora, si estoy ya de relámpagos que me salen los ampéres y los kilowatios elértricos por los glóbulos de las orejas. ¡Josú, qué tiempesito!… Además, que yo sé que en este castillo suseden unas cosas muy raras y…

EULOGIA:

¡Ay, no me asuste usted!… ¿Es verdad eso, Everilda?

EVERILDA:

Por lo menos la noche que murió el señor…

JUAN:

No me recuerde usté aquella noche, Everilda, que me se ponen los pelos como garrochas. ¡También había un tormentaso!… ¡Josú! ¡Lo de veses que s'apagaron las luses!

EVERILDA:

¡Qué susto!

JUAN:

Cayó un rayo en la capilla y… ¡qué cosa tan rara! La grieta que dejó en la paré tenía justo, justo el perfí der muribundo. (Tiembla Eulogia.) Allí está que puede verse.

EULOGIA:

¿Es de veras, Everilda?

EVERILDA:

Sí, hija mía, sí. Y lo del espejo fué mucho peor. Al mismo tiempo que D. Potentino dejaba de existir, se cayó un espejo que había en ese testero…

JUAN:

(Con asco.) Eso no lo sabía yo.

EVERILDA:

Se hizo trizas…

JUAN:

(Haciendo con los dedos “lagarto, lagarto”.) ¡Mire usté qué guaza!

EVERILDA:

Y el pedazo que quedó pegado al marco era también exacta, exacta, la cara del señorito. Un dibujante no lo hubiera recortado mejor. En ese mueble lo tiene guardado la señora.

JUAN:

(Separándose del mueble.) ¡Qué malísima pata tiene eso!

EVERILDA:

Además, todos vimos el alma del señor.

EULOGIA:

(Asustadísima.) ¡Ay, Everilda!

JUAN:

(Idem.) ¿En el espejo?

EVERILDA:

No, hombre. Es que en aquel momento hubo un apagón a resultas de un trueno muy grande, y vimos cómo se abría esa puerta y aparecía una luz… (Suena un trueno y queda la escena a oscuras.)

EULOGIA:

¡¡Ay!!

EVERILDA:

¡Jesús!

JUAN:

¡Chavó!

EULOGIA:

¡Dios mío!… (Tiemblan.)

EVERILDA:

Uúúúúna cerilla…

JUAN:

Dóóóónde tengo yo er mecherito… (Saca un mechero e intenta encenderlo infructuosamente.) ¡Mardita sea er tangolio y er petrolio y er monopolio!… (Los tres ahogan un grito al ver que se abre la puerta de la derecha y asoma una luz.)

CASADO:

(Hombre del pueblo con un farol, y un poco de leña fina.) Aquí estoy yo con la leña. Con la venia de tós. Buenas noches otra vez y mandarme.

JUAN:

(¡Te daba yo a ti una de leña, mardita sea san serení der monte y su padre!…)

CASADO:

Segundo apagón que tenemos esta noche. No sé qué pasará. (Manipula en la chimenea.)

JUAN:

¿Qué quiere usté que pase, hombre? Que con los truenos “tripitan” los cables, “recurpete” en la “dignamo”, allá, aonde sarta el agua de los sartos, se carcujan las “tumbinas” y las bombinas se descargan.

CASADO:

¿Es usted ingeniero?

JUAN:

No hace farta sé ingeniero pa sabé eso que es “lementá”.

CASADO:

Encenderé aquí, con el permiso, usté lo tiene y manda. Está tó dispuesto. No hay más que arrimal las verutas y ya está. (Se dispone a encender.)

JUAN:

¡Verutas! ¡Esta gente que no sabe ni hablá!… (A Everinda.) ¿Quién es?

EVERILDA:

Es Casado.

JUAN:

Le pregunto a usté que quién es.

EVERILDA:

Casado, hombre: el alguacil de Valtablado de Beteta, que es el que tiene las llaves de la casa y el encargado de cuidar el parque…

JUAN:

Pues este Casado es un tío ca…mueso que nos ha dao un susto que a mí se m'ha quedao la ropa grande. (Nuevo relámpago, seguido de un trueno lejano.)

CASADO:

¡Mala velá!… Y con la famita que tiene este castillo cuando soplan los “lucaranes”. (Enciende la chimenea.) Yo me he determinao a entral porque estabais ustés, que si no, iba o entral aquí el “Pronuncio” de Su Santidá.

JUAN:

(¡Qué bruto!)

CASADO:

Ni que me dieran tó el oro del Pontosí… Yo sé que este castillo tiene eso que le dicen “jeta”, y yo con la jeta no quiero gromas. Por eso está tó unas miajas descuidiao. Dende que murió, ya va pa seis meses, la Geroneja, que era la encarga del cudio… En esa butaca murió; ¡Dios la haya perdonao!, de salú sirva, amén. (Juan y Eulogia, se separan de la butaca.) La pobrecilla en vísperas de casarse…

EVERILDA:

(Extrañada.) ¿Eh? ¿Pero iba a casarse?…

CASADO:

Con uno de ahí, de Cuenca. Muy simpático que era el “cuencuense”. Toas las noches venía a acompañala, porque a ella le daba mucho miedo el estal aquí sola de noche, sobre tó a estas horas; de once a una, que es cuando se ven las apariciones.

EULOGIA:

(Temblando.) ¡Ay, Everilda!…

CASADO:

Ella consultó a la señora, la señora le dio el “cosentimiento” y mire usté qué sombra…

EULOGIA:

¡Ay!…

JUAN:

¡Dónde!

CASADO:

Quiero decir, que mire usté qué mala pala; mientras que él se fué a arreglal los papeles, cogió ella la gripe y… al callejón los toreros. ¡Lástima de mujé! Ya lo sentiría la señora, ya. Porque la señora no tenía secretos pa ella, y si la dejó aquí fué, según decían, por cosas de los espíritus, que vaya usté a sabel. ¡El susto que yo pasé el día que le dieron tierra! Estábamos aquí, asina, como ahora, cuasi a oscuras, y de pronto vino una luz… (Se enciende súbitamente la luz. Juan, Everilda y Eulogia ahogan un grito de espanto y quedan luego tranquilos.) ¡Menos mal! Ya tenemos la luz otra vez.

JUAN:

Mardita sean los corales de la má, que hasta sarpullío tengo ya de tantísimo susto. ¡Haga usté er favó de callarse, hombre!

EULOGIA:

(Temblando.) ¿Y es verdad que de once a una hay apariciones?

CASADO:

Sí, señora. Y ahora más, porque ahora dicen que se aparece también el difunto don Potentino. Pero, vamos, el que aquí se ha apareció siempre, que yo lo he visto, ha sido un fraile: Fray Pompilio, uno que, según las romanzas, robó a una castellana, allá en los “lino tiempore”, cuando había castellanas. Porque este castillo es mis antiguo que el comé.

JUAN:

¡Ya lo creo; eso lo sabe tó er mundo! Allí, a la entrada, hay una lápida en el “pértigo” con una “suscrición”, de un año, que ya ven ustedes si sería antiguo el año, que toavía no se habían inventan los número: allí se pué lee: año equis, ele, eme, y qué sé yo. ¡De los tiempos de Soponcio Pilato! Porque este castillo fué de los “ebéricos”, cuando los cantagineses. Aluego, cuando la invasión “sarasena” de los árabes, lo conquistó un “gemir” muy valiente que era Arderramán de Córdoba y que se llamaba “Arcanfó”, y a este Arcanfó se lo conquistó un antipasao de mi amo que se llamaba don Gaitero de la Serda.

CASADO:

(Boquiabierto.) ¡Lo que sabe usté!

JUAN:

(Muy satisfecho.) Hombre, oigo hablá y mi amo, que es un hombre de un “saber foire” muy grandísimo; viajo por ahí con él y aunque uno no quiera, siempre se le pega a uno arguna cosa. (Suena dentro un claxon.)

EVERILDA:

Un automóvil.

EULOGIA:

¿Será la señora?

EVERILDA:

Abra usted, Casado.

CASADO:

Abriré y dejaré abierto, porque yo me tengo que ir. A las doce hay misa de fin de año en la iglesia del pueblo, y yo tengo que ayudala. Mañana vendré a prima hora, por si hace falta alguna cosa. Buenas noches nos dé Dios.

EVERILDA:

Buenas noches. Casado.

EULOGIA:

Buenas noches.

JUAN:

Adiós, hombre. (Se va Casado por le derecha, llevándose el farol.)

EVERILDA:

Lleve usted todas esas cosas a la cocina, Eulogia.

EULOGIA:

(Miedosísima.) Yo no sé dónde está la cocina, ni yo voy sola a la cocina, aunque esté ahí al lado. Eso de las apariciones me… me…

JUAN:

Pero, mujer, ¿va usté a hasé caso de ese infielí? ¡Qué aparisiones ni qué tonterías! ¡Ese Casado es tonto! Ya vé usté si será tonto que es Casado desde que nasió.

EVERILDA:

Acompáñela usted, Juan.

JUAN:

¿Yo? ¿Pero es que voy yo a sé carabina de cosineras? Vaya usté con ella, que es su obligasión de usté, y ya está.

EVERILDA:

(Muy contrariada.) Venga usted por aquí. Iré encendiendo…

EULOGIA:

¡Ay, sí! Yo en esta casa y a oscuras, ni a coger monedas de cinco duros.

EVERILDA:

(Haciendo mutis por la primera puerta de la izquierda.) Sígame usted. (Vase.)

EULOGIA:

(Haciendo mutis tras ella, llevándose la cesta de las viandas, que le suenan, de lo temblorosa que va.) ¡Dios quiera que a mí no me dé algo!… (Mutis.)

JUAN:

(Escamado.) Tampoco me hace a mí ninguna grasia el quedarme aquí solo. (Se dirige a la puerta de la derecha y grita hacia el lateral.) ¡Aquí hay lumbre!… (¡Asuca!… ¡Doña Valentina Selama y el asaura de su niño!)

VALENTINA:

(Señora de buen ver y muy elegante, entrando por la derecha con Amilcar, su hijo, pollo de veinte años, absolutamente aperado y Chanchullado.) ¡Por Dios, Amilcar!… ¡Si pareces tonto! Buenas noches. Juan Cerro.

JUAN:

Buenas noches, doña Valentina y la compaña.

AMILCAR:

(Soplándose los dedos de la mano derecha, abrigándoselos en el sobaco contrario y haciendo todo género de contracciones y aspavientos de dolor.) ¡Uf!… ¡Uf!…

JUAN:

¿Qué le ha pasao al señorito Amilcar?

VALENTINA:

Que se ha cogido los dedos con la portezuela del Citroen. ¿A ver hombre? ¿Ha sido en las yemas?

AMILCAR:

¡En las yemas! ¡Uf!

VALENTINA:

¡No te las chupes!

JUAN:

¿Pero cómo ha sido?

VALENTINA:

De la manera más tonta. Al bajar del coche me preguntó que cómo se llamaba ese convento que hay ahí cerca; yo le dije que San Leandro, y en ese momento cerré distraída y le cogí las yemas. Anda, anda, ponte ahí alguna cosa. ¿Hay alguien en la cocina?

JUAN:

El ama de llaves y la cocinera.

VALENTINA:

Ve y que te apliquen algo que te alivie el dolor. Un poco de alcohol o un poco de vinagre… Anda, ya conoces el camino.

AMILCAR:

¡Uf!… ¡Si no fuera usted mi madre; malhaya sea toda mi familia!…

VALENTINA:

¡Amílcar!…

AMILCAR:

¡Uf!… (Mutis por la izquierda, primer término.)

VALENTINA:

¡El pobre!… ¡Tiene una desgracia!… Raro es el día que no le ocurre algo desagradable.

JUAN:

Y aluego la nochesita, que está muy guasona.

VALENTINA:

Y a propósito, ¿usted sabe a lo que venimos aquí?

JUAN:

No, señora. Y me extraña que la haigan convidao a usté no siendo de la familia.

VALENTINA:

A mí me lo indicó por teléfono don Mariano, y como sus indicaciones son órdenes para mí…

JUAN:

Ya sé que a usté don Mariano…

VALENTINA:

Termine la frase: me gusta, ¿verdad? Pues bien, sí: me gusta y me conviene; y si yo pudiera… y alguien me ayudara… Ya usted me entiende. ¡Estoy tan sola!… La administración de mi fortuna me da tanto que hacer… Por eso aspiro a… Voy a hablarle a usted francamente, Juan Cerro: yo quisiera aliarme con usted.

JUAN:

(Que ha entendido mal: muy digno.) No olvide usté, señora, que soy casado…

VALENTINA:

No me ha entendido usted, por lo visto. He dicho aliarme con a, y no liarme con ele.

JUAN:

Usté perdone. Como está uno acostumbrao a castigá…

VALENTINA:

Yo sé que don Mariano no echa nunca en saco roto lo que usted le dice; y si usted le habla bien de mí…

JUAN:

Con muchísimo gusto, señora. Usté es una persona que ha sido siempre muy fina conmigo, y yo me precio tanto de una finura y de un cumplido como de los quince 0 veinte mil duros que vaya usté a darme cuando consiga su propósito. Ahora que yo, la verdá, vivía en el Limbo; porque yo creía que usté le aguantaba la perma a toa la familia, porque quería usté casá a su hijo con la sobrina de don Mariano.

VALENTINA:

Aspiro a las dos cosas.

JUAN:

Me párese demasiado pároli, doña Valentina.

VALENTINA:

Tiene usted razón. Además, que la chica creo que está algo interesada por Pulido, el antiguo secretario de su padre y hoy administrador de la casa.

JUAN:

Eso como si no. Pulido no es capaz de manifestarse con la niña, porque sabe que ese día le ponen la cuenta en la mano, y con madre y siete hermanos a su cargo, no va a jugarse el destino y a buscarse una ruina.

VALENTINA:

Lo mismo creo.

JUAN:

Nada; yo le ayudaré a usté en las dos cosas, y en lo que toca a don Mariano, lo veo yo eso con muy buenos ojos. Le hase farta a mi amo cambiá de vida. Porque antes, mal que bien, se divertía arguna cosa; pero desde que murió su hermano don Potentino, está de un “postrasismo” que no hay quien le aguante. ¡Y es que quería a su hermano de una manera! No se consuela el hombre. Yo creo que es ya una manía. Y las noches de tormenta se pone… ¡Josú! {Suena dentro un claxo.) Ahí está ya. Ese es el Cadillac grande.

VALENTINA:

(Suplicante.) ¡Juan Cerro!…

JUAN:

Señora, usté se casa con don Mariano Ortiz de Crochino, o pierdo yo el nombre que llevo, que le tengo mucho cariño, porque es lo único que heredé de mi padre. En cuanto a lo del niño, si él pone argo de su parte… Hombre, dígale usté que se deje er bigote a ve si se arregla arguna cosa. Párese mentira que siendo usté como es y habiendo sido su padre de él tan buen moso… (Suspira Valentina.) Porque yo he visto el retrato que tienen ustede de él…

VALENTINA:

¡Las cosas!

JUAN:

Claro, a lo mejó sale a un tío suyo… ¿eh?

VALENTINA:

(Muy seria.) ¿Quién le ha dicho? (Rumor de voces dentro.)

JUAN:

¡El!

VALENTINA:

(Alarmadísima.) ¡Cómo! ¿El sabe?…

JUAN:

Digo que aquí está él.

VALENTINA:

(Tranquilizándose.) ¡Ah!

JUAN:

Anda, y viene con don Ceferino, ese que disen que pretendió a la viuda de su hermano. Si él supiera eso, lo estrangulaba. (Entran en escena, por la derecha, Mariano y Ceferino, los dos muy enlutados. Mariano es un señorón de más de cincuenta años, algo feo y con el pelo crespo. Ceferino, que frisa también en los cincuenta, es un caballero entero, con gafas de concha. Mariano, que está muy nervioso, acciona exageradamente.)

MARIANO:

(Entrando.) ¡No, Ceferino, no!…

CEFERINO:

(Idem.) Atiende a razones, porque no me has entendido.

MARIANO:

Porque entiendo no atiendo. Buenas noches, Valentina. (Estrechándole la mano efusivamente y un poro conmovido.) ¡Qué amable!…

VALENTINA:

¡Por Dios, amigo Ortiz!

MARIANO:

(Como alucinado.) ¡Ya estoy en lo que para mí es un templo! Aquí murió mi hermano; aquel cerebro cumbre que supo con su talento conseguir la inmortalidad… (Llamando y asustando un poco a todos.) ¡Hermano!… ¡Potentino!… ¿Me oyes? (Por un sillón.) ¡Aquí exhalaste el último suspiro!… (Acaricia el sillón.) ¡Tu última mirada fué para este tabique!… (Acarica la pared de la derecha, como si quisiera gatear por ella.)

CEFERINO:

¡Vamos, Mariano!

VALENTINA:

¡Por Dios!

MARIANO:

(Tranquilizándose un poco.) Tienen ustedes razón: me dejo llevar y… Dispensadme. ¿Ustedes no se conocen? (Presentando llorosamente.) Valentina de Selama… Ceferino Bolado.

VALENTINA:

(Alargándole la mano.) ¡Toma!, ya decía yo… Fué usted el médico que asistió al pobre Potentino en sus últimos días…

CEFERINO:

En efecto, señora.

VALENTINA:

A todos nos admiró su ciencia y su admirable comportamiento.

CEFERINO:

Potentino era para mí como un hermano, señora.

MARIANO:

(Abrazándole.) Y eso eres tú para mí desde entonces, Ceferino: un hermano. Porque para mí, y no sé si es mía esta frase, los hermanos de mis hermanos son mis hermanos. (Conmovido.) ¡Gracias!

CEFERINO:

Eres un niño, Mariano.

MARIANO:

Sí, lo comprendo; pero siempre que hablo de Potentino… (Secándose una lágrima.) Como él lo fué todo para mí… Porque lo fué todo: amigo, compañero, hermano, padre, socio… ¡Y qué socio!… Diez mil duros tenía yo cuando entramos en sociedad, y a los once años rebasaba yo el millón y él lograba reunir esa fortuna de fábula samaniega que ha legado a sus deudos.

CEFERINO:

(Encadilado.) ¡Qué hombre! ¡Qué talento!

MARIANO:

(Excitándose por momentos.) ¡Y que se haya eclipsado aquella luz! ¡No! ¡No es posible!… ¡No puedo creerlo!… (Llamando.) ¡Potentino!… ¡¡Potentino!!…

CEFERINO:

¡Y dale. Mariano!

VALENTINA:

¡Por la Virgen Santa!…

JUAN:

¡Dejarle, dejarle!… El desahoga así su temperamento. El tiene que hasé cosas que no hasen los demás, porque pa eso está él por ensima de los demás. ¡Qué dos hermanos! Porque el que se llevó la tierra era un talento, pero el que nos ha quedao…

MARIANO:

(Complacido.) Sí, sí, Juan; tengo talento, pero no compares. ¿Cuándo he inventado yo nada de provecho? ¡En cambio él!… ¡Qué invento el suyo!… ¡Y que se haya llevado a la tumba el secreto!… Porque ahí está el aparato en la azotea, que nadie lo sabe manejar.

VALENTINA:

He oído decir que era un aparato con el que hacía llover cuando quería, ¿no?

MARIANO:

Sí: el pluvi-Desiderio. De pluvi, lluvia, y Desiderio.

CEFERINO:

Desiderio es deseo, ¿verdad?

MARIANO:

Desiderio es un tío nuestro que tuvo, en embrión, la idea de hacer llover. ¡Qué invento tan grande! (Conmovido.) Decía que la Virgen de la Cueva del Segrí se lo había inspirado. Es un gran tambor con pilas supremas y espéculas radiantes de láminas falancásidas y acumuladores heliales muy vernicados, y de tal potencia absorbente, que al abrirse los sépalos y ponerlos en contacto con el aire, producen una depresión atmosférica tan grande que las nubes que haya en un radio de cuarenta kilómetros, acuden presurosas, y mientras los sépalos permanecen abiertos, descargan, y llueve suave o fuertemente, según la graduación del gotómetro.

VALENTINA:

¡Qué lindo!

MARIANO:

¡Algo inconcebible, amiga mía! En nuestras granjas y en nuestra cortijos llovía todas las noches de once a dos. Cogíamos cuatro cosechas al año. Y del tamaño de los frutos no hablemos. Obtuvimos algunos ejemplares sorprendentes. Con medio hueso de albaricoque tengo yo hecho un salacof.

VALENTINA:

¡Qué espanto!

MARIANO:

¡Era mucho Potentino! El cariñazo que le tenían en San Sebastián… Porque mientras él fué allí empresario de toros, no llovió en ninguna corrida. Se llevaba el aparato a Zumaya, que está a treinta y tantos kilómetiros, producía la depresión, acudían las nubes, y mientras en San Sebastián quedaba una tarde espléndida, en Zumaya caían tales chaparrones, que Zuluaga tenía que salir de su casa con zancos. ¡Pobre hermano mío! ¡Lo que me quería! Cuando yo fui en Madrid empresario del Circo y del Infanta Beatriz, me regalaba todos los días festivos una ligera llovizna, que persistía hasta que colocábamos el cartel de “no hay billetes”. Hubo domingo que hice quince mil pesetas. ¡Qué talento y qué corazón de hombre! Los últimos inventos que tenía entre manos eran verdaderamente portentosos: una máquina para que pudieran escribir los analfabetos y la aguja traductora, lo que él llamaba la “Berliz-pua”: una aguja que se ponía en el gramófono, y si el disco estaba en francés, te lo traducía al castellano.

CEFERINO:

¡Qué maravilla!

VALENTINA:

Razón tiene usted para llorarlo de ese modo.

MARIANO:

Y para sentirlo más que nadie: porque yo lo he sentido más que nadie. Más que su hija, que hace año y medio hasta sale a la calle como si tal cosa; y más que su viuda, que días pasados, contemplando una viñeta de Xaudaró, se permitió sonreír. ¡¡Y eso no!! (Cada vez más furioso.) ¡¡No!!… Una viuda no puede volver a sonreír nunca. ¡Nunca!… ¡Qué talento el de esos pueblos que queman a las mujeres cuando muere el marido!

CEFERINO:

Repara, Mariano, que hay una viuda delante…

JUAN:

(Rápidamente.) No importa: doña Valentina es de la misma opinión. No hase sinco minutos me desía a mí con las lágrimas sartá: “Si yo me hubiera casao con un genio como don Potentino o como don Mariano, que no sé cuál de los dos vale más, al quedarme viuda me hubiera cortao la “yogulá”, disiendo: “Campana sin campanero, no la quiero”; “purvis eris, purvis vesteri”; esto nadie me lo afee, y er que venga atrás que arree”.

VALENTINA:

(Suspirando.) Es verdad. ¡Ay, Mariano!…

MARIANO:

(Afectado, estrechándole la mano.) ¡Valentina: siempre fué usted una mujer de gran equilibrio! Por algo es usted mi amiga predilecta.

VALENTINA:

¡Gracias, Ortiz! (Se oye hablar a Amilcar, dentro.) ¿Eh?…

AMILCAR:

(Por la izquierda, primer término, con dos dedos vendados y hablando hacia el interior del lateral.) Usted perdone: la pregunta no es para poner esa cara. (A los demás.) ¡Señores, qué espanto!… Buenas noches.

VALENTINA:

¿Qué te pasa?

AMILCAR:

Nada; que acabo de encontrarme a un fraile en el pasillo… (Todos se estremecen, asustadísimos.) Le he preguntado si había misa de fin de año y, lejos de contestarme, me ha puesto una cara de furia que yo creí que me iba a comer.

JUAN:

(Muerto de miedo.) ¡Ay, mardita sea, que yo me voy!…

CEFERINO:

(Idem de idem.) Ese es fray Pon… Pon…

VALENTINA:

¡Amilcar, hijo mío!…

AMILCAR:

¿Qué pasa?

VALENTINA:

¿Pero es de veras?… ¿Tú has visto?…

MARIANO:

(Tembloroso y solemne.) ¡Amílcar!… De tu contestación depende mi felicidad o mi desdicha. ¿Es cierto que tú has visto a ese fraile?… ¡Responde!

AMILCAR:

Sí, señor. La cara como de cera, la barba gris, los ojos llameantes.

MARIANO:

(En un grito horrendo.) ¡¡Ah!!… (Contentísimo.) ¡¡¡Ah!!!…

AMILCAR:

(Estupefacto.) ¿Pero qué sucede?

VALENTINA:

Que lo que tú has visto es una aparición.

AMILCAR:

¡Ah! (Medio se cae del susto y se mete el brazo de un sillón por salva sea la parte, estropeándose el hueso dulce. Dolorido.) ¡Ay!…

VALENTINA:

¿Te has hecho daño?

AMILCAR:

¡Uf!… ¡Uf!… (Pasea con la mano en el sitio dolorido.)

MARIANO:

(Como loco.) ¡Gracias!… ¡Soy feliz!… ¡Es verdad!… ¡Los espíritus no mueren! ¡Las almas visitan los lugares donde antes vivieron!… ¡Potentino puede estar aquí! ¡Potentino está aquí! ¡Me ve!… ¡Me oye!… ¡Me escucha! (Llamando como loco.) ¡Hermano!… ¡Potentinoo!… ¡Respóndeme! (Suena un trueno.)

TODOS:

(Horrorizados.) ¡¡¡Ah!!!

MARIANO:

(Como antes.) ¡Soy yo, Mariano!…

CASADO:

(Dentro: lejos.) ¡Mariano!…

TODOS:

(Horrorizados.) ¡Ay!…

MARIANO:

(Entre miedoso y emocionado.) ¿Eres tú?…

CASADO:

(Como antes.) ¡Sí!…

JUAN:

(Que no puede más.) ¡Ay!… ¡Echarme una manita, que me caigo!

MARIANO:

(Como antes.) ¿Dónde estás?…

CASADO:

(Idem.) ¡Aquí!…

CEFERINO:

(Tranquilizándose.) Pero si creo que es la voz de Casta…

AMILCAR:

(Indicando la puerta de la izquierda, primer término.) ¡¡Ay!! ¡Esa puerta se abre!… (Todos miran aterrados. En efecto, la puerta se abre suavemente y se vuelve a cerrar, como si una mano invisible la hubiera impulsado. El susto de todos llega a su máximo.)

JUAN:

(Que está medio tapado por una cortina.) ¡Ay! ¡Que me saquen de aquí!…

CASADO:

(Señorona de buen ver, de luto riguroso, entrando por la derecha, seguida de Flora, doncella guapa y pizpireta.) Buenas…

TODOS:

(Asustados.) ¡Ay!…

CASADO:

¿Qué sucede?

VALENTINA:

¡El fraile!… ¡Amílcar lo ha visto, y esa puerta ataba de abrirse y de cerrarse!…

CASADO:

Acaso el viento… (Un candil que pendía de la chimenea cae al suelo con gran estrépito.)

TODOS:

(Saltando en seco.) ¡Ah!

AMILCAR:

(Retrocediendo de un salto y metiéndose el pico de un mueble por la espalda.) ¡Ay!… ¡¡Uf!!…

CASADO:

¡Silencio! Debe ser él. Rezad un Ave María y veréis cómo se retira… (Pausa. Se hace un profundo silencio. Todos rezan in mentis. En medio del estupor de todos, vuelve a abrirse como antes la puerta de la izquierda, primer término, y vuelve a cerrarse suavemente.)

CEFERINO:

(Que tiembla como un azogado.) ¡Cacara… cacara… cacarañóles!

CASADO:

De estar a oscuras le hubiéramos visto perfectamente.

JUAN:

(Que medio está liado a la cortina.) ¡Dejarme salí de aquí!… ¡Quién me tira!…

CASADO:

¡Calma, calma!… Ya se fué. Nada malo hay que esperar de esos pobres espíritus, que piden a lo sumo una oración. (A Mariano.) ¿Por qué gritabas antes?

MARIANO:

Llamaba a Potentino.

CASADO:

(Consultando su reloj de pulsera.) Es temprano aún. A las doce vendrá. (Todos se estremecen.)

MARIANO:

¡Casta!…

CASADO:

¡A las doce vendrá!

AMILCAR:

(A Valentina.) ¿Y para esto nos han convidao, mamá?

VALENTINA:

¡Calla!

MARIANO:

(A Casta.) ¿Y tu hija?

CASADO:

Ahora llegará. Se empeñó en venir en su Renault, y como la noche estaba tan mala, supliqué a Pulido que la acompañase.

MARIANO:

Has hecho mal, Casta.

CASADO:

¿Por qué?

MARIANO:

Porque como tú vives en el alero ignoras que Prodosia y Pulido se entienden.

CASADO:

¡Mariano!

MARIANO:

¡Se entienden! ¡Me consta!

CASADO:

Tardarás en despedirle lo que tarde en llegar.

MARIANO:

A tu gusto, que en este caso es también el mío. Honrado y servicial es Pulido y mucho se interesaba por él mi hermano; pero no creo que tu hija, que hoy por hoy es la más rica heredera de España, esté ahí para el primer saltabardales que la abizcoche. Mañana estará Pulido a tu servicio.

CASADO:

Así lo espero.

MARIANO:

Y así será.

FLORA:

Aquí llegan ya los señoritos.

PRODOSIA:

(Una muchacha monísima y menos enlutada que los demás de su familia, entra en escena por la derecha, seguida de Pulido, un muchacho muy simpático y muy elegante. Prodosia dará la sensación de que ha venido conduciendo un automóvil, y traerá la ropa a propósito para ello. Pulido viene como si acabara de salir del casino de limpiarse las botas.) ¡Hola! Aquí estamos ya. ¡Jesús, qué tiempecito! Buenas noches, tío… ¿Qué tal Valentina?… (La besa.)

VALENTINA:

Buenas noches, Prodosia.

PULIDO:

(Entrando.) Muy buenas noches… (Casi no le contestan.)

PRODOSIA:

(Extrañada.) ¿Qué sucede?…

CASADO:

Suceden muchas cosas.

PRODOSIA:

¿Eh?

MARIANO:

Sí, Prodosia, sí: muchas cosías.

CASADO:

¿Por qué camino han venido ustedes que han tardado tanto? Porque de casa salieron ustedes hora y media antes que yo.

PRODOSIA:

(Algo cortada y aturdida.) Es que hemos venido hacien…

CASADO:

Razón de más.

PRODOSIA:

Haciendo un recorrido especial.

MARIANO:

(Irónicamente.) Sí, sí…

PULIDO:

(A Ceferino, que está junto a él. A media voz.) ¿Qué ha ocurrido, doctor?… (Hablan aparte, disimuladamente.)

PRODOSIA:

Además, hemos tenido un pinchazo en plena carretera. Menos mal que Pulido, para que yo no me llenara de barro, ha tenido la gentileza de cambiarme la rueda.

MARIANO:

(Como antes.) Sí, ¿eh…? ¿Y dónde se ha limpiado luego?… Porque se presenta impecable. ¿Quieres preguntarle que en dónde se ha lustrado las botas?

PRODOSIA:

(Atorrulladísima, hecha un taco.) Pues en la… Si es que lo…

MARIANO:

(A Pulido, que habla con Ceferino y no ha estado atento a esta conversación.) ¿Eh?… ¿Señor Pulido?…

PULIDO:

¿Qué?

MARIANO:

¿Que en dónde se ha limpiado usted las botas?

PULIDO:

(Ingenuamente y sin advertir los guiños que le hace Prodosia.) En Bellas Artes.

PRODOSIA:

Es que…

MARIANO:

(Severamente.) ¡Basta!

PULIDO:

Por lo visto no…

MARIANO:

¡Basta usted también, señor Pulido!

PULIDO:

(Extrañado.) ¿Ese tono?…

MARIANO:

El que corresponde a un tío con poderes de madre.

CASADO:

(Aparte a Mariano.) Échale de un modo discreto…

MARIANO:

(Idem.) Sabré hacerlo como nadie. Se me ha ocurrido un símil…

PULIDO:

No me explico sus palabras, señor Ortiz.

MARIANO:

Señor Pulido… Sé que se ha atrevido usted a poner sus ojos en Prodosia… ¡No lo niegue!… Negarlo sería una cobardía.

PULIDO:

¡No lo niego!

MARIANO:

(A Casta.) ¿Te convences?… Pues bien: ni Casta ni yo podemos tolerar que la que puede aspirar a un rey se contente con un pobre muchacho cuya conducta no califico porque… no me han gustado nunca las cuestiones personales. Ha abusado usted del afecto y de la confianza que habíamos puesto en usted, y por aspirar al todo se hundirá en la nada. La casa de los Ortiz de Crochino era para usted un paraíso terrenal; pero usted, como Adán, se ha fijado en el fruto prohibido, y yo, como Dios, le arrojo a usted del paraíso. ¡Queda usted despedido! (Pausa.)

CASADO:

(Aparte a Mariano.) Le has echado muy bien.

MARIANO:

¡Como Dios!… (A Pulido.) Mañana me hará usted entrega de los libros, papeles, títulos y demás justificantes de la administración.

PULIDO:

(A Prodosia, tristemente.) ¿Estás viendo cómo no podía ser? ¿Cómo no debía ser?

PRODOSIA:

(Rebelándose.) ¡Ah! ¡No!… ¡Pues no! Yo le quiero, y ustedes no pueden oponerse a este cariño, porque mi padre lo sabía y lo consentía y lo fomentaba…

MARIANO:

¡Falso!…

CASADO:

¡Mientes!

PRODOSIA:

¡¡No miento!!

PULIDO:

(Conciliador.) Prodosia…

PRODOSIA:

Cuéntales lo de aquella mañana, cuando nos sorprendió charlando con las manos cogidas…

CASADO:

(Avergonzada.) ¡Jesús!…

PULIDO:

Calla. Prodosia…

PRODOSIA:

Que al intentar huir nos detuvo, diciéndonos: “No huyáis: sé que os queréis; y lo sé porque vuestro cariño es obra mía: lo he conseguido yo con este aparato…” Y nos enseñó una pequeña caja con unas lámparas y una antena diminuta… Nos explicó entonces que dependiendo las simpatías y las atracciones de la similitud del halo invisible que rodea a cada cuerpo, había él inventado un aparato productor de halos para obligar a quererse a las personas a quienes él “halaba” uniformemente.

MARIANO:

(Incrédulo.) ¡Hola con el halo!…

PRODOSIA:

¡El pobre aspiraba con un amplio desarrollo de aquel invento a la extinción del odio y al triunfo del amor universal!

AMILCAR:

(Indignado.) Eso es un cuento tártaro como para reirse y tomarle los bucles a un israelita; pero a mí, que soy de aquí, un pirulí.

MARIANO:

Y a mí, por si te ríes, dos pirulíes.

JUAN:

Eso está bien.

MARIANO:

¡Qué vivos! Claro, saben que los deseos de mi hermano eran órdenes para nosotros, y quieren con esta historia, que si no es tártara, es algo mayonesa, tirarnos una ventaja.

PULIDO:

¡¡Caballero!!

MARIANO:

Pues bien, no. Lo dice su madre (A Casta.) ¡Dilo!

CASADO:

¡No!

MARIANO:

Y lo digo yo. ¡No!

PULIDO:

(Dignísimo.) ¡Señor Ortiz!… Puede usted tranquilizarse. Jamás seré el marido de Prodosia. (Llora Prodosia.) Yo no soy un buscador de dote. La quise sin pensar en su dinero: se lo juro. Hecha esta declaración, le juró también, por mi honor, que cuanto ella ha contado de su padre es rigurosamente exacto. Si después de estos juramentos se atreve alguien a seguir dudando, que lo diga, para tener el gusto de cruzarle la cara.

MARIANO:

Es que…

CASADO:

Calma, Mariano, calma. Potentino nos dirá dentro de un instante si es o no cierto lo que Prodosia acaba de contarnos de él.

TODOS:

(Como sobre ascuas.) ¿Eh?… (Zumba de nuevo el viento.)

CASADO:

Aquí hemos venido a verlo y a oírle. Él lo dirá.

MARIANO:

¿Qué dictes, Casta?

CASADO:

Sí, Mariano; escúchame y escuchadme todos. (Nuevo zumbido, más fuerte.)

JUAN:

(Miedoso.) Otra vez se pone esto, mardita sea…

MARIANO:

¡Silencio!

CASADO:

Tú sabes que Potentino y yo solíamos hablar mucho de la otra vida, porque a mí, que he sido siempre una pasional, me preocupaba el que en el más allá no siguiera él adorándome. Horas antes de morir el pobrecito, y cuando Bolado me aseguró que la ciencia era ya impotente para Potentino, me acerqué a él y le dije: “Amor mío: vas a dejar sola tu mujer, que no será jamás de ningún otro hombre, porque ni aun en el cielo quiero que reniegues de tu Casta… Pero ya que tu espíritu, por ser un espíritu superior, volará a mayor altura que los demás y podrá encontrar medios para todo, yo te suplico que al cumplirse los dos años de tu muerte vengas aquí a este salón y me hables y me digas si los que se van siguen amando a los que se quedan, como los que se quedan siguen amando a los que se van; si en ese más allá de las almas, tú me ves y me sigues y me amparas, y si cuando yo muera también, podremos los dos continuar gozando en el cielo de este idilio que comenzamos en la tierra.”

CEFERINO:

(Encantado y mirándola amorosamente.) (¡Qué mujer!)

MARIANO:

(Tembloroso.) ¿Y él te dijo?…

CASADO:

(Con una solemnidad que sobrecoge a todos.) Que hoy, a las doce, vendría aquí a contestarme.

AMILCAR:

(Asustadísimo.) ¡Mamá!

JUAN:

(Idem.) ¡Asuca!

CASADO:

Por eso he querido que permanezca aquí todo tal y como él lo dejó a su muerte. En ese mueble, sus cigarros, sus boquillas, la boina roja que se compró en Irún el día del Alarde y que solía ponerse para fumar, al amor de la lumbre… Ahí las obras del “Pastor-poeta”, que era su autor favorito. ¡Todo! Y por eso dejé aquí a Geroncia, mi doncella, la persona que conocía mejor nuestros gustos, para que todo fuese respetado…

MARIANO:

(Excitadísimo.) ¡Ay, si eso fuera cierto, Casta! ¡Ay, si yo viera de nuevo a mi hermano de mi alma!… ¡Ay, si me dijera la forma de hacer funcionar el “Pluvi-Desiderio”! ¡Ah! Con qué placer besaría yo el éter impalpable que siluetara su sombra. (Como loco.) ¡Hermano mío, ven! ¡¡Ven!!… (Un gran relámpago.)

CEFERINO:

¡Mariano! (Suena un trueno.)

JUAN:

(Saltando.) ¡San Blas!

VALENTINA:

(Idem, rectificándole.) ¡Santa Bárbara!

JUAN:

¡Cualquiera, con tal de que nos saque de aquí!

AMILCAR:

(Temblando.) Faltan dos minutos para las doce.

CEFERINO:

(Idem.) Usted adelanta, joven.

JUAN:

(Indicando aterrado que la primera puerta de la izquierda se mueve.) ¡Esa puerta!… ¡¡Esa puerta!!

TODOS:

(Asustados.) ¡Ay!

EVERILDA:

(Entrando en escena por la puerta indicada, seguida de Eulogia, ambas demudadas, tembleantes.) ¡Ay, se… se…!

EULOGIA:

¡Ay, don… don!…

TODOS:

(Nerviosamente.) ¿Eh?… ¿Qué?…

EVERILDA:

(Que casi no puede hablar.) ¡Lo hemos visto, señora!

CASADO:

¿A quién?

EVERILDA:

¡Al fraile!

JUAN:

¡Mardita sea er fraile y!… (Tapándose la boca de un manotazo.) ¡Ay! ¡No he dicho na!

MARIANO:

¡Silencio! ¡Van a dar las doce!

TODOS:

(Temblando.) ¡Ay!…

JUAN:

(Que está junto a Eulogia y Everilda.) Yo sardría corriendo; ¿pero aonde voy yo solo?…

EULOGIA:

¿Qué pasa, Juan?

JUAN:

Que ahora va a aparecerse don Potentino.

EVERILDA y EULOGIA:

(Gritando.) ¡Ay!

CASADO:

(Magnífica.) ¡Silencio!… ¡Va a llegar!… Aguardémosle rezando…

VALENTINA:

(Medio muerta del susto.) ¡Ay, Casta!… ¿Pero crees de veras que?…

CASADO:

(Sublime.) ¡De rodillas!… (Un relámpago. Se arrodillan todos.) ¡Un padrenuestro por el alma de Potentino Ortiz!

TODOS:

(Al mismo tiempo.) Padre nuestro que estás en los cielos… (Un trueno. Todos asustadísimos, gritan mucho la primera sílaba de la palabra siguiente.) sáááántificado sea el tu nombre, vénganos el tu reino y… (Disminuye la luz.) háááágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. El… (Suena la primera campanada de las doce.) Pan… pan… pan… (Tiemblan tanto que no se les entiende ya lo que rezan. El reloj, lúgubremente, da las doce campanadas, y al vibrar la última suena un gran aldabonazo. El que no cae de bruces es porque se apoya en algo.)

JUAN:

(Que ha estado contando las campanadas con un miedo grandísimo: al oír el aldabonazo.) ¡Trece!… (Casi sin aliento.) ¡Socorro!… (Pausa.)

MARIANO:

(Temblando.) ¡Han llamado, Casta!

CASADO:

(Idem.) ¿Tú crees? (Otro aldabonazo.)

MARIANO:

(Idem.) No hay duda.

CASADO:

(Idem.) Pues la puerta está entornada. Con que empujen…

MARIANO:

(Idem. Sin moverse.) Pues que empujen. (Otros aldabonazos.)

CASADO:

(Señalando el balcón.) Di lo por el ba… ba…

MARIANO:

Vo… vo… (Temblando como un azogado, abre una rajita del balcón, mete la cabeza y grita con todas sus fuerzas.) ¡¡Enjupen!! (Cierra el balcón.)

CASADO:

¿Qué has dicho?

MARIANO:

Eso.

VALENTINA:

(Que casi no puede hablar.) ¿Y quién llama?

MARIANO:

(Idem.) Una sombra… (Todos ahogan un grito de espanto. Culmina la angustia y el susto de todos. Se han puesto de pie, y apiñados, parapetados y algunos de ellos abrazados, miran temblorosos a la puerta de la derecha. La luz aumenta y disminuye dos veces, hasta quedar un poco débil y rojiza. Unos troncos que ardían en montón en la chimenea caen crepitantes por haberse hecho ceniza la base que los sustentaba. Los tenebrosos zumbidos del viento subrayan este momento de pavura, y cuando es mayor el sobresalto de todos, en un momento en que nadie respira, se abre pausadamente la puerta de la derecha y aparecen Amaranto y Celcina. Amaranto es un hombre como de cuarenta y cinco años, pálido como una verdadera aparición, con barba de seis días y con un indumento que en un concurso de ropa vieja y antigua se llevaría un accésit, como mínimo. Unos zapatos de lona amarilla; unos pantalones muy estrechos, de los que no puede uno metérselos estando calzado; un manferland del año sesenta, una tirilla bastante alta y cerrada por delante, una corbata de las de nudo hecho, que le trepa como con deseos de irse, y un sombrero hongo marrón, cuadrado, que corona, con un poco de ladeamiento, el originalísimo conjunto. Celcina es una muchacha monísima, vestida también con ropas que no se hicieron para ella. Los dos vienen calados hasta los huesos y con una gran expresión de cansancio y de frío. No obstante el aspecto de vencimiento y de derrota de Amaranto y de Celcina, nadie se tranquiliza. Contribuye a esta intranquilidad la actitud de Amaranto, que con los brazos abiertos y sin dar siquiera las buenas noches, avanza hasta el centro de la escena.)

AMARANTO:

(Acariciando el sillón donde se ha dicho que murió Potentino, dice muy lúgubremente.) Ya estoy aquí… (Todos se estremecen.)

CELCINA:

(Que ya no puede más, extendiéndole los brazos desde la puerta.) ¡Padre!…

AMARANTO:

(Como si despeinara.) ¿Es a mí?… ¡Ah!… Sí… (Acudiendo a ella.) Celcina, hija mía, ven… (Tomándola del talle.) Estás aterida, pobrecita… Acércate a la lumbre… (La lleva a la chimenea y la sienta.) Así… Aguarda… Unas gotas de cognac te reanimarán… (En medio del estupor de todos, se acerca a un mueble, lo abre, saca una licorera y llena una copa de cognac diciendo.) El campo era como una inmensa fosa y un frío de tumba hería nuestros rostros. ¡Ah!… (Llevando a Celcina la copa.) ¡Bebe, hija mía!

CELCINA:

¿Y tú, padre?

AMARANTO:

No hay bebida que preste calor a los que llevamos en el corazón el frío de la muerte. (Bebe Celcina.)

CASADO:

(A Mariano, a media voz.) ¡Sabía dónde estaba el cognac!

MARIANO:

(Idem.) ¡Y todos sus símiles son sepulcrales!

CASADO:

(Idem.) La estatura es la misma; pero esa cara…

MARIANO:

(Idem.) ¡Y ese manferland!…

CELCINA:

(Más entonada.) Sí; ya me encuentro mejor… Ya coordino. Ya veo… (Levantándose.) ¿Dónde estamos, padre?… Hay aquí unos señores… Buenas noches…

TODOS:

Buenas noches…

AMARANTO:

Estás empapada, Celcina… (Quitándole el abrigo que trae.) Aguarda: te traeré una manta de caza, mi manta de caza (Pausadamente y cómo un sonámbulo se va por la segunda puerta de la izquierda.)

MARIANO:

(Asombrado.) ¿Qué es esto, Casta?

CASADO:

(Idem.) ¿Pero quién es?…

CELCINA:

Es mi padre, señora: don Amaranto Funguela… ¡Pobre padre mío! Tan bueno y tan desgraciado.

VALENTINA:

¿Pero cómo sabe andar por esta casa?…

CEFERINO:

¿Han estado ustedes aquí alguna vez?

CELCINA:

Yo, no, señor; ni creo que él tampoco.

CASADO:

¿Entonces, cómo?…

MARIANO:

¿De dónde vienen ustedes? ¡Respóndame!

CELCINA:

Del Hospital de Cuenca, señor. Hace unos cuantos días mi padre, desesperado, puso fin a su existencia.

TODOS:

¿Eh?…

CELCINA:

Se arrojó al río, y como no sabía nadar, se ahogó.

MARIANO:

¿Que se ahogó?

CELCINA:

Sí, señor: se ahogó. Cuando le extrajeron del agua era cadáver. ¡Yo lo vi!… ¡¡Yo lo vi!!… Llevaba la lengua fuera; por eso me di cuenta. Le llevaron al hospital; allí, por mera fórmula, y sin esperanzas de salvarle, le hicieron la respiración artificial, y de repente, en medio del asombro de todos, comenzó a pestañear. Un médico exclamó: “Milagro”; otro añadió: “Esto no es concebible”, y cuando un tercero dijo, maravillado: “¿De qué casta será este hombre?”, se incorporó mi padre y exclamó: “De una casta que, pálida e inquieta, me aguarda en Valtablado de Beteta…” ¡Se había vuelto loco!

CASADO:

(Como alucinada.) ¡¡No!!

MARIANO:

(Idem.) ¡¡No!!

CELCINA:

(Asustada.) ¿Eh?

MARIANO:

Continúe, por Dios, señorita. ¿Qué ocurrió después?…

CELCINA:

En el hospital ha estado varios días, unas veces silencioso y triste y otras alegre y diciendo incoherencias; esta mañana le dieron de alta; fui a recogerle, sin saber a dónde habíamos de dirigirnos, porque no tenemos ya ni muebles ni hogar, y él me recibió diciéndome. “Sí, sí, tú eres mi hija, porque yo tengo una hija de mi cuerpo, que eres tú, y una hija de mi alma, que es la otra. Sígueme, voy en busca de la madre de la hija de mi alma, que es la esposa del alma de este cuerpo, que es el alma del cuerpo que fue padre de la hija de mi alma… ¡Pobre amada esposa!… ¡Pobre madre adorada!… Ven anda corre”… Y aquí me ha traído, por lo que veo, creyendo que va a encontrar a mi madre.

CASADO:

¿Pero su madre de usted?…

CELCINA:

Mi madre, señora, murió hace doce años.

CASADO:

¿Entonces?

CEFERINO:

(Nerviosísimo.) ¡Sí! ¡Está claro como la luz meridiana!… En busca de la madre de la hija de su alma, que es la esposa del alma de su cuerpo, que no es su cuerpo… que es el alma del cuerpo que fué padre de la hija de su alma… (Por Prodocia.) ¡Esa!

PRODOSIA:

¡¡Don Ceferino!!

CEFERINO:

(Por Casta.) ¡Y usted!…

CASADO:

¡¡Bolado!!… ¡Ay, que se ha vuelto loco!

MARIANO:

¡Silencio!… ¡Ya vuelve!… (Amaranto entra en escena con una bonita manta de caza.)

EVERILDA:

¡La manta de caza!

CASADO:

¿Pero cómo ha encontrado la llave?…

JUAN:

¿Quién será este tío?…

AMARANTO:

(Arropando a Celcina, cariñosamente.) Aunque no seas hija de mi alma lo eres de este cuerpo, y algún día el alma de este cuerpo agradecerá a mi alma lo que hace por la hija del cuerpo de mi alma.

CEFERINO:

(Como antes.) ¡Sí!… ¡Sí!… Está clarísimo… (Todos se agolpan a él.) Aunque no es su hija de su alma lo es de su cuerpo actual, y algún día el alma de su cuerpo actual…

CASADO:

¡Por Dios, doctor, que también yo empiezo a desvariar! ¡Expliqúese, por favor!

CEFERINO:

¡Señora!… ¡Mariano!… Amigos míos… ¡Qué espanto! (Por Amaranto.) Ese hombre está muerto.

TODOS:

(Asustados.) ¡Ah!…

CEFERINO:

Es decir, no está muerto, porque vive; pero el que vive no es él. Ese hombre murió días pasados cuando se suicidó; pero al hacerle la respiración artificial se introdujo en su cuerpo el alma de Potentino Ortiz.

TODOS:

(Asombrados.) ¡Ah!…

CEFERINO:

Por eso habla de hijas de cuerpo e hijas de alma y de la esposa del alma de su cuerpo que no es el cuerpo de su alma.

CASADO:

(Perpleja.) Entonces él… Es decir, yo… ¡Qué suerte!

MARIANO:

(Al ver que Amaranto se dirige al mueble que guarda el tabaco y las boquillas.) ¡Calla!… ¡Obsérvale!… (Amaranto abre el mueble, toma un buen cigarro, lo mete en una linda boquilla, saca de cualquier recoveco una boina roja, se la pone, después de tirar asqueado su sombrero, y se dirige a la chimenea.)

CASADO:

(Asombrada, como los demás, durante todas estas manipulaciones de Amaranto.) ¡Es él, sí!… ¡Hace como él!… ¡No hay duda!… ¡Es mi Potentino!… (Avanzando hacia él.) ¡Potentino!…

AMARANTO:

(Dejando caer el cigarro y la boquilla y quedando con los brazos en alto, como si escuchara una voz celestial.) ¿Eh?… ¿Quién?…

CASADO:

(Temerosa de avanzar más.) ¡¡Potentino!!

MARIANO:

(Idem.) ¡¡Hermano!!…

AMARANTO:

(Como antes.) ¿Qué?… ¿Cómo?… ¿Quién?…

MARIANO:

¡¡Hermano!!

AMARANTO:

(Con firmeza, retrocediendo un paso.) ¡No! ¡No!…

CEFERINO:

(Valientemente.) ¡Sí!

AMARANTO:

(Dudando.) ¿Eh?

CEFERINO:

(Como antes.) ¡Caballero!… ¡¡Usted es Ortiz! (En este momento aumenta muchísimo la luz.)

CASADO:

¡¡Potentino!!… ¡¡Amor mío!!

AMARANTO:

(Trágicamente: en un grito que lo oye Zacconi, y se retira del teatro.) ¡¡Ah!!… ¡Casta!… ¡¡Casta!!… ¡¡Mariano!!…

MARIANO:

¡¡Potentino!!

AMARANTO:

¡¡Esposa mía!!… ¡¡Hija!!…

CELCINA:

(Acudiendo a él.) ¡¡Padre!!…

AMARANTO:

(Rechazándola.) ¡Aparta, hija de mi cuerpo!

CELCINA:

¡Dios mío!… ¡Loco! (A los demás.) ¡Está loco!

CASADO y MARIANO:

(A Celcina.) ¡No!

CASADO:

(Idem.) ¡Es mi esposo!

MARIANO:

(Idem.) ¡Es mi hermano!

CASADO:

(Abriéndole los brazos.) ¡Potentino!…

AMARANTO:

(Tambaleándose para caerse.) ¡¡Ah!!… (Llevándose las manos al corazón.) ¡¡Ah!! ¡Qué nuevo espíritu entra en mí!… (Todos acuden a él y le sujetan.) ¡Ay!… (Cae retorciéndose.)

CASADO:

¡Dios mío!…

MARIANO:

¡Hermano!…

CELCINA:

¡Padre!… (Disminuyendo un poco la luz.)

PULIDO:

¡Pronto, doctor!… ¡Este hombre está yerto!…

CEFERINO:

Es que el otro espíritu ha entrado también en su cuerpo y luchan.

CELCINA:

¡Padre!… ¡Se muere!… ¡Un confesor!… ¡Un sacerdote!… ¡Un fraile!

TODOS:

¡¡No!!… (Instintivamente miran a la primera puerta de la izquierda y lanzan un grito al ver en ella a un fraile, enjuto, enteco, con la capucha calada y perdidas las manos dentro de las mangas.) ¡¡Ah!!

JUAN:

(Tumbado en el suelo.) ¡¡Que me entierren!!… ¡Que me entierren!… (Todos, huyendo despavoridos, se han retirado hacia el foro y han dejado a Amaranto solo y tumbado panza arriba en el sofá. En medio del castañeteo escalofriante de todos avanza el fraile pausadamente por detrás del sofá, se detiene junto a Amaranto, se inclina y dice a media voz.)

FRAILE:

Está con la boina que lo ven en Irún y preside allí la U. P. (Un trueno. Amaranto ve al fraile y del susto se cae del sofá. Pausadamente se va el fraile por la puerta de la derecha. Se desmayan unos cuantos.)

TELÓN

ACTO SEGUNDO

La misma decoración del cuadro anterior. Al levantarse el telón están en escena Everilda, Flora y Juan. Everilda y Flora, ricamente uniformadas de doncellas, ponen flores en cuantos cacharros hay disponibles. Juan que viste de claro y tiene el pelo completamente blanco, ante la chimenea, de pie, se calienta primero el anverso y luego el reverso.

EVERILDA:

¡Qué hermosura de rosas!… Viendo estas flores no parece que estamos a quince de enero, sino en primavera.

FLORA:

Verdad. ¿De dónde habrá traído estas flores Juan?

JUAN:

Mujé, de cualquier poblasión que sea como Dios manda: de Valensia, de Málaga, de Sevilla… ¿Crees tú que en toas partes hase er frío mortuorio que en estos pueblos der sentro de España, que ojalá se hundan tos? ¡Señores, qué temperatura! Cuidao que yo, con don Mariano, he viajao lo mío y he estao en Pisa, en Niza y en Suiza, que allí hay dos metros de nieve por tos laos. Pero sale uno con su jersey, da dos patinasos, se cae uno tres veses, y a tos sinco minutos suda uno como en la canícula. Claro, señó, como que aquella nieve es nieve pa turistas, nieve a quinse grados, no ésta de Cuenca, que es nieve pa catetos. ¡Mardita sean los escalofríos del aire! Y aluego, como er frío lo coge a uno con el cuerpesillo desencajao, por mo de los sustos…

EVERILDA:

¡Ay, calle usté, por Dios!

JUAN:

Hombre, hoy he tenío carta de mi mujé. Na, que no quiere creé que se m'ha puesto er pelo blanco a resurta de lo dér frailee. Cuando me vea así se va a queré divorsiá. Ya le he preguntao yo que de qué coló quiene que me lo tiña, si de negro mojino, como yo era antes, o de rubio claro, que es un coló que hase muy bonito.

FLORA:

Oiga usted, Juan: usted en sus viajes por ahí habrá visto muchas cosas buenas, ¿verdad?

JUAN:

Figúrate: agujetas tengo yo en los ojos de ve cosas bonitas. Iglesias que la que no te clisen que es “gotida” te disen que es “bisentina”; museos marníficos, tos con los mismos cuadros… Y de güenos hoteles, ¿pa qué te vi a habla?… Y de cosas típicas, ¿pa qué te vi contá? Como a don Mariano le gusta verlo to y cuando hay argún peligro me lleva a mí, pos he estao hasta en un fumadero de tapioca, no te digo más. ¡Y he fumao y to! Ahora que yo te digo mi verdá: ni vi na, ni sentí na, ni na, ni na. Eso de la tapioca es un cuento chino. Que allí desían que si se veían hurides y que si salía Mabema con ellas y que si le daban a uno calambres de gusto… ¡Mentira podría! Lo que dan son arquedos, fatiguillas y náusedas. ¡Voy yo a fuma tapioca otra vez!

EULOGIA:

(La cocinera, por la izquierda, primera puerta, en traje de mecánica, con unas flores.) A la señora le han sobrado estas flores.

EVERILDA:

Pues, hija, aquí no caben.

EULOGIA:

(Encantada.) ¡La alegría que hay en la casa con tanta flor, tanta luz, tanto traje claro, tanta chimenea encendida y tanta gente contenta!… Y luego, como lo del fraile parece que está ya resuelto…

EVERILDA:

Esta mañana, el otro cura me ha vuelto a repetir lo mismo. Dice que esas almas en pena que se aparecen porque necesitan sufargios, si se les mandan hacer se quedan quietecitas en el Purgatorio, sin volver a salir. De manera que con la misa diaria y la guardia que hemos montao para que siempre haya por las noches alguien rezando…

FLORA:

Cuatrocientos ochenta padrenuestros recé yo anoche en las cuatro horas que estuve de guardia. Me salen a dos por minuto.

JUAN:

¡Mardita sea!… Si esto lo hubiéramos sabido er treinta y uno de disiembre tendría yo ahora mi pelito negro y mi corasón en su sitio, que de tan fuerte como ha gorpeao se me ha venío como más pa alante. ¡Josú! Hasta que yo no me vea en Madrí no voy a está tranquilo. Lo que me escama a mí esta casa y el don Amaranto Fungúela.

FLORA:

Pues anda que a mí…

EVERILDA:

Y a todas.

JUAN:

Eso de que sea el difunto don Potentino y el otro y unas veses reine en su cuerpo el uno y otras el otro y otras los dos al mismo tiempo, es una cosa que a mí no me cabe en la cabesa. Las ganas que tengo de que vuelva don Mariano.

EVERILDA:

¿Está en Madrid?

JUAN:

Sí; ha ido a consultar con un sabio que él conoció en Lérida, un tal don Ateneo Pringat, que sabe mucho de estas cosas de los espíritus y de los muertos que se güerven a encarnesé, porque parece que él tuvo un padrastro que se le encarnó. (Rumor de voces dentro.)

EVERILDA:

¡La señora!… Recoge eso, Florita… (Por las flores que han sobrado.)

CASADO:

(Por la segunda puerta de la izquierda. Parece otra mujer. Viste elegantemente, de claro, y en ella todo es alegría y esplendor.) ¿Está todo listo, Everilda?

EVERILDA:

Sí, señora. Estas flores que acaba de traernos Eulogia las pondremos en el recibimiento.

CASADO:

(Examinándolo todo.) Perfectamente… Que tengan el té dispuesto para las cinco en punto.

EVERILDA:

Sí, señora.

CASADO:

¡Ah! Eulogia…

EULOGIA:

Señora.

CASADO:

Prepare dos chocolates, uno a la francesa y otro a la española, por si el señor quiere tomarlo como Ortiz o como Funguela.

EULOGIA:

Sí, señora.

CASADO:

¿Llegó ya de Madrid la señorita Valentina?

EVERILDA:

Sí, señora; llegó con el señorito Amílcar; pero algo debe haberle ocurrido a don Amílcar en un pie, porque se han quedado en el parque con el señor y la señorita.

CASADO:

¿Qué señorita, mi hija?

EVERILDA:

No, señora; la hija del señor. Mejor dicho, la hija del cuerpo del señor.

CASADO:

¡Ah!… Voy a verles. (A Flora.) Dame un abrigo cualquiera.

FLORA:

Aquí tiene la señora el jersey…

CASADO:

Sí. (Flora le pone un jersey abigarradísimo, y Casta, después de mirarse y de encontrarse muy a gusto, hace mutis por la derecha cantando.) Soy la garçón, con, con… (Vase.)

EULOGIA:

¡Hasta cantando ópera!

EVERILDA:

Hija mía, lo veo y no lo creo.

JUAN:

Hombre, le salen bien las cosas… Le ha resucitan er marido en un cuerpo mejó que er que tenía antes… Porque don Potentino, ahora que nadie nos oye, era una birria, como de aquí a Pamplona, y éste otro…

EULOGIA:

¡Lo que ha cambiado esta señora, Virgen Santa! Hace dos semanas, hasta los huevos pasaos por agua había que hervirlos en tinta para presentárselos de luto, y ayer por poco me echa porque le puse calamares.

FLORA:

(Mirando hacia la derecha.) Cuidado…

PRODOSIA:

(Entrando por la puerta de este lateral, vestida de colores muy vivos.) Juan…

JUAN:

Señorita.

PRODOSIA:

El señor Pulido va a venir esta tarde. Ya éstas lo saben.

JUAN:

(Apurado.) ¡Señorita de mi arma, no me comprometa usté, por su salú! Mirusté que don Mariano está ar cae, y después de la agarrá que tuvieron er día que entregó la arministrasión…

PRODOSIA:

No importa.

JUAN:

Además, que su señora mamá de usté nos tiene dicho…

PRODOSIA:

A pesar de ello. El quiere hablar con don Amaranto, y es preciso que satisfaga su deseo. (Suena una bocina.) ¡Ahí está ya! (Corren el balcón Prodosia, Juan y Everilda.) No es. Es el tío Mariano con don Ceferino y otro señor.

EVERILDA:

¡Y qué señor!

JUAN:

¡Pringat!… ¡Don Ateneo Pringat! ¡El de Lérida!

PRODOSIA:

Me voy. (A Juan.) Ya queda usted advertido. ¿Me ayudará usted, como van a hacerlo los demás? Porque todos están de mi parte. Usted también, ¿verdad? (Le acaricia la cabeza.)

JUAN:

No me toque usté ar pelito, que no s'ha menesté. Aquí estoy yo pa tó lo que sea nesesario. ¡Y óle!

PRODOSIA:

Gracias. Bajaré por la escalera de servicio y estaré al cuidado. (Mutis por la izquierda, primer término.)

JUAN:

No hay más remedio que ayudarla. Lo pide de un modo… Y además, er día de mañana va a sé la dueña de tó…

EVERILDA:

Bueno, largo; cada cual a lo suyo.

EULOGIA:

Sí, señora. (Mutis por la izquierda, primera puerta.)

FLORA:

Vamos a poner esto en el recibimiento… (Mutis con Everilda por la derecha, llevándose las flores que sobraron.)

JUAN:

Echaré un leñito, porque me figuro que la reunión va a sé en esta sala. (Manipula en la chimenea.)

CASADO:

(Entrando en escena con Mariano, Ceferino y Ateneo.) Esta habitación está a muy buen temple. (Mariano y Ceferino visten de claro. Ateneo Pringat es un cincuentón calvo, de cabeza muy gorda, bigote chinesco, gafas de concha y barbas de chivo, que habla con acento catalán.)

MARIANO:

(A Pringat.) Pase usted.

ATENEO:

(Secamente.) Gracias.

CASADO:

Siéntese…

ATENEO:

(Como antes.) Gracias. (Se sientan.)

JUAN:

(¡Josú qué cabesa! ¡Cuarquiera lo convida a aspirina!)

MARIANO:

Juan, unos cigarros y unas copas…

JUAN:

Si, señó.

ATENEO:

(Por Juan.) Creo recordar…

MARIANO:

Es mi mayordomo.

JUAN:

M'alegro de verlo a usté tan bueno.

ATENEO:

Gracias.

JUAN:

(Entregando a Mariano una caja de plata con cigarros de distintos tamaños.) Aquí tiene usté.

MARIANO:

(Presentando la caja a Ateneo.) ¿Le gustan grandes?

ATENEO:

(Tomando un cigarro enorme.) Gracias. (Lo huele complacido. Ceferino toma también un cigarro.)

JUAN:

(Dándoselas de fino y ofreciéndole su mechero.) Si quiere…

ATENEO:

(Tomándolo.) Gracias. (A Mariano, por el cigarro.) Con su venia me lo voy a reservar para la post comida. (Se guarda el cigarro y el mechero.)

JUAN:

(Estupefacto.) (¡Ay, qué tío! ¡No, pues a mí, no!…) (A un gesto de Mariano, se contiene, y durante todo el diálogo que sigue saca de un mueble una licorera, pone unas mesitas y sirve a todos licores.)

CASADO:

(A Mariano.) ¿Y tú, has contado a don Ateneo?…

MARIANO:

He comenzado a contarle y continuaré, con el permiso de ustedes. Pues como le decía, amigo Pringat: aquella noche, cuando desapareció por esa puerta la macabra visión de fray Pompilio… (Ceferino y Casta se estremecen, y Juan pone en peligro la licorera.) cogimos al señor Funguela, que continuaba como cataléptico; le llevamos al cuarto de nuestro difunto Potentino, le desnudamos entre su hija y yo y le acostamos.

ATENEO:

¿Y él?… ¿Eh?

MARIANO:

El abrió los ojos un momento, como para examinar dónde estaba; exclamó, casi con el aliento, no sé si a guisa de elogio o de confirmación: “¡esto es una cama!”; volvió a cerrar los ojos y ya no volvió a abrirlas hasta el día siguiente a las nueve, que pidió el desayuno.

ATENEO:

(Tomando notas en un cuadernito.) Prosiga.

MARIANO:

Si aquello era desmayo, era un desmayo rarísimo, porque tenía todo el aspecto de un sueño reparador. Hubo momento en que hasta nos pareció que roncaba. Pero no, no eran ronquidos, porque Casta probó a arrearle como arreaba al pobre Potentino, que era un roncador de campeonato, y no se calló.

ATENEO:

¿Ustedes le velaron el letargo?

MARIANO:

Entre cortinas. Fué un consejo de Ceferino.

CEFERINO:

Sí; no quise que al despertar se viera rodeado de personas… Porque si despertaba como Funguela, podía haberse extrañado al ver tantas caras desconocidas… Y si despertaba como Ortiz, figúrese usted: al ver de nuevo a su esposa y a su hermano…

ATENEO:

¡Oh! Ya lo creo.

CASADO:

Y precisamente despertó como Potentino. (Suspirando.) ¡No me quiero acordar! ¡Cuando se tiró de la cama y le vimos… tocar el timbre!… ¡Qué momento! (Vuelve a suspirar.)

ATENEO:

¿Pero sabía también dónde estaba el timbre?

MARIANO:

Donde estaba el timbre, y las zapatillas y el pijama y todo. Ibamos de asombro en asombro. ¡Qué abrazo me dio cuando surgimos!… ¡Mariano!… ¡Hermano mío!… ¡Dios me envía para consolaros!…

CASADO:

¡A mí me comió a besos! (Vuelve a suspirar.) Pero a los dos minutos, cuando yo, pasada la natural vergüenza, me disponía a corresponderle, ¡qué horror!

ATENEO:

¿Eh?

CASADO:

Que éstos le digan…

MARIANO:

Sí: a los pocos minutos, y después de dos grandes estremecimientos, cambió de expresión y de mirada, y con una voz que casi no parecía la suya, me preguntó, como si no acabara de verme: “Caballero: ¿es usted Melodrami, el barítono ese que no quiere cantar “El huésped del Sevillano?”… ¡Ya no era Potentino! ¡Ya era Amaranto!… Porque al principio tenía momentos en que se manifestaban en él los dos espíritus; pero ahora se le ve cómo salta del Ortiz al Funguela y del Funguela al Ortiz. Es como si en su interior se trabara una lucha espantosa entre las dos almas y unas veces preponderara la de Funguela y otras la de Ortiz.

CASADO:

¿Puede ocurrir eso, señor Pringat?

ATENEO:

Eso es lo que ocurre precisamente, señora. Se trata de un caso tipo de cuerpo con dos almas independientes. Porque hoy día, y me explicaré a lo llano para que todos me comprendan, qué caray, hoy día tenemos todos más de un alma.

CASADO:

Ah, ¿sí?

ATENEO:

Como el cuerpo se muere y se hace cenizas y el alma no, y llevamos tantos siglos de morir gente y venga morir gente y allá van las almas volando para arriba, pues hay una de almas en los espacios siderales que ya no caben. Y por eso ahora, en cuanto nace una criaturita, se le meten dos almas o tres, según el tamaño.

JUAN:

(¡Chavó!)

ATENEO:

Hay personas bi-animadas, tri-animadas y muy animadas o pluri-álmicas, que son las que tienen tres o más. Ahora, que como estas almas conviven desde el principio, pues, qué caray, se mezclan y se amoldan. Claro que cuando llega el momento dice cada una de ellas aquí estoy yo, que por eso se ven en el mundo las cosas tan raras que se ven. Unos que se desdoblan, otros que se doblan demasiado y esos otros bi-animados, que yo llamo pollos bisagras, que por tener un alma de tío y otra de dona hacen cosas muy estrambóticas. Pero, en fin, en todos estos casos hay siempre uniformidad. Ahora, en el caso presente, que de improviso se cuela un alma en el cuerpo de otro, pues, caray, mientras no se pongan de acuerdo van a tener lucha para rato.

CASADO:

¿Y cree usted que por fin llegarán a un arreglo? Porque mi situación es de lo más crítica, señor Pringat. A mí ese hombre como Potentino me sigue queriendo con la ternura de antaño, pero como Funguela se ha enamorado de mí con un fuego que asusta. Desea casarse conmigo en seguida.

CEFERINO:

(Molesto.) ¿Eh?…

MARIANO:

(Idem.) ¿Qué?

CASADO:

Sí: en seguida. Y yo pregunto: ¿ese hombre es o no es mi marido? Si es mi marido, ¿cómo voy a casarme nuevamente con él? y si no lo es, aunque me guste como meí gusta, que me vuelvo loca…

JUAN:

(¡Asura!)

MARIANO:

¡¡Casta!!

CASADO:

¿Cómo voy a casarme con él para traicionar a mi marido, que está precisamente en él?

ATENEO:

Sí, sí: el caso de usted es de los de camisa de fuerza y ducha fría. Porque no puede negarse que son dos personas distintas en un solo perímetro, de modo que siempre sería un caso sui-géneris de bigamia.

CEFERINO:

Claro.

ATENEO:

Ahora que, volviéndose a casar, usted no pierde nada, porque… ¿Se acuerda él como Ortiz de lo que hace como Funguela?

CASADO:

Casi nunca, ¿verdad?

MARIANO:

Hay días que come y cena dos veces, que así se está poniendo de gordo. Porque hace una comida ligera como Potentino, y en seguida, como Amaranto, se hincha.

CASADO:

Si eso es lo que a mí me ilusiona, porque casándose conmigo como Funguela, la vida para mí sería un edén. Primero me acariciaría como Potentino, luego como Amaranto.

MARIANO:

Sección continua.

JUAN:

(¡Las hay ansiosas!)

MARIANO:

Pues no te preocupes; ya don Ateneo pensará, estudiará, le hablará y le aconsejará. El tiene hecho grandes estudios y sabe lo que hay que hacer para separar a las distintas almas que animan un mismo cuerpo. Ahora lo que hace falta es que obligue a ese hombre a que como Potentino, se reconcentre, manipule en el Pluvi-Desiderio, lo haga funcionar y nos revele el secreto de su funcionamiento. Quiero patentarlo y venderlo, no por afán de lucro, no, sino por amor a la humanidad y para conseguir la inmortalidad de Potentino.

ATENEO:

Deseo ver de cerca el aparato.

MARIANO:

Pues venga usted: lo tenemos en una de las terrazas. (Se ponen todos de pie.)

JUAN:

(¿Y se va ir con el mechero?) (Después de olfatear.) ¿No huelen ustedes a quemao?

TODOS:

(Olfateando.) ¿Eh?

JUAN:

(A Mariano.) A vé si es er mecherito que le quema a usté el bolsillo como antié.

MARIANO:

(Registrándose.) No…

ATENEO:

(Sacando el mechero de Juan.) Yo tampoco…

JUAN:

(A Ateneo.) Ese… “mío” es una perdisión. Me ha quemao ya once chaquetas. Tiene un muelle muy fuerte, sarta, se abre, se ensiende y…

ATENEO:

Le recomiendo este procedimiento. (Saca una hoja de papel y envuelve el mechero cuidadosamente.) ¿Ve usted?… Así no se abre. (Se lo vuelve a guardar.)

CASADO:

(Ante la segunda puerta de la izquierda.) Por aquí, don Ateneo. (Vase.)

MARIANO:

Pasen ustedes.

ATENEO:

Gracias. (Mutis.)

CEFERINO:

Gracias. (Idem.)

MARIANO:

(A Juan.) Baja, vigila y si viene también esta tarde el señor Pulido, me avisas. Ese pollo es un peine muy bien puado y le voy a dar así, así y así. (Marca dos puñetazos y una patada.) ¡Ojo! (Vase.)

JUAN:

Sí, señó. ¡Lástima de mechero! Y que le haiga yo puesto er sellito pa esto. Hay quien no respeta… ni las canas. (Mutis por la izquierda, primer término.) (Tras una breve pausa entran en escena por la derecha Amílcar y Celcina. Celcina viste con suma elegancia. Amílcar, que cojea un poco del pie derecho, se tapa el ojo derecho con las manos.)

CELCINA:

¿Pero qué ha sido?

AMILCAR:

La cosa más tonta del mundo: que venía fumando, hice un mal movimiento y se me ha metido en el ojo la ceniza del cigarro. ¡Uf!… ¡Lo que escuece!… Haga usted el favor de soplarme…

CELCINA:

Quite usted la mano… (Le sopla.) ¿Salió?…

AMILCAR:

(Parpadeando.) Qué sé yo que le diga… Parece que tengo un carbóncito…

CELCINA:

(Dirigiéndose al balcón.) Venga usted aquí, a la luz…

AMILCAR:

Sí. (Como ve mal, tropieza con una silla, y huyendo de ella, se mete el pico de una mesa por la ingle.) ¡Malhaya sea!… ¡Uf!…

CELCINA:

¡Válgame Dios!… ¿Dónde se ha lastimado?

AMILCAR:

Aquí, en la… no sé… en la región inglal.

CELCINA:

¡Le suceden a usted hoy una de cosas malas! Venga usted acá. (Le examina el ojo.) Sí, ya veo. Es una chispita de tabaco.

AMILCAR:

(Derretido.) Quisiera estar así toda la vida.

CELCINA:

¡Tonto!… Déme usted su pañuelo. Retorceré una puntita y le restregaré con sumo cuidado…

AMILCAR:

(Dándoselo.) ¡Ay!… (Celcina, mirándole coquetamente, retuerce el pico del pañuelo.)

AMARANTO:

(Entrando con Valentina por la derecha.) Pues tampoco está aquí… (Valentina viene en plan de visita. Amaranto parece otra persona. Viste el elegante uniforme del Club Cantábrico: traje azul claro, de americana cruzada y cortita, con botones dorados; pantalón achanchulladísimo, gorra de visera con el escudo, zapatos de charol y una corbata plastrón de un volor vivo. Al ver a Celcina y Amílcar.) Parece que los chicos se hacen gracia…

VALENTINA:

(Que al lado de Amaranto está siempre escamadísima.) Sí…

AMARANTO:

El vale mucho. No es de esos pollos abadanados y feminiformes… Es un muchacho ecuo, simpático y ocurrente. Creo que tiene muy buenos golpes.

VALENTINA:

(Como antes.) Sí…

CELCINA:

(Operándole con el pañuelo en el ojo.) A ver ahora.

AMILCAR:

Con cuidado.

CELCINA:

¡Ya!… Vea usted…

AMILCAR:

¡Gracias a Dios!

VALENTINA:

(Acercándose a ellos.) ¿Qué ha sido?… (Hablan.)

AMARANTO:

(Sirviéndose una copa de cognac y tomando de la caja un buen cigarro.) (Esto de los chicos va viento en popa. En el árido desierto de la vida hay espejismos, pero hay también oasis… ¡Adelante la caravana! ¡Bebe, caravanero!) (Bebe.)

CELCINA:

(A Valentina, a media voz: por Amaranto.) ¿Cómo lo encuentra usted, señora?

VALENTINA:

Muy bien. Y como tengo la suerte de verle siempre bajo el aspecto de Amaranto…

CELCINA:

¡Ay, si estuviera así siempre! Pero cuando se presenta como el otro, me da un miedo…

VALENTINA:

¿Y qué le ocurre para cambiar? Se estremece, ¿no?

CELCINA:

Le dan como dos calambres seguidos; pone unas caras rarísimas, se le espantan los ojos y, vamos, parece otro hombre.

VALENTINA:

Es extraño.

CELCINA:

Esta mañana he hablado yo de este asunto con el señor cura de Valtablado de Beteta; pero como estos curas de pueblo son tan poco comprensivos en vez de tomar en serio lo que yo le contaba, lo tomo a chacota; y por toda contestación me dijo: “hija mía, tiene usted un padre que se baña en el río Missisipí y hace del Missisipí una carretera”.

AMARANTO:

(Que está prestando atención, examinando un periódico ilustrado y haciéndose el distraído.) ¿Eh?…

VALENTINA:

(Muy complacida.) Vamos, veo que ya somos tres las personas que no creemos en eso de la dualidad de las almas: el cura, Prodosia y yo. Porque Prodosia dice que este señor no le toca a ella nada, ni como Amaranto ni como Potentino. Y yo, vamos, yo me dejaría cortar las dos manos.

CELCINA:

¿Entonces usted cree que mi padre?…

VALENTINA:

Hija: yo no diré que haga del Missisipí una carretera, pero yo le aseguro a usted que si se mete en él río no se acatarra.

AMILCAR:

¡Mamá!

CELCINA:

¡Señora!…

AMARANTO:

(Estremeciéndose.) ¡Ajj!… (Queda en una postura violenta.)

CELCINA:

(Asustada.) ¡Ay!… ¡Se ha estremecido!

AMILCAR:

¡Atiza!

VALENTINA:

¡Qué suerte!… ¡Con las ganas que yo tengo de verle como Ortiz!…

CELCINA:

¡Por Dios, señora, que algunas veces se pone que da miedo!

AMARANTO:

(Levantándose de un violento estremecimiento, tirando el periódico que leía, haciendo gestos rarísimos y quedando, por fin, en una postura difícil y con una expresión siniestra.) ¡Aaaj!

CELCINA:

(Asustadísima.) ¡Ay, que ya está!… ¡Ay, que yo me voy!…

AMILCAR:

Vámonos, sí. Tampoco a mí me… (Tropieza con una mesa.) ¡Mi madre!…

CELCINA:

¿Se ha hecho usted daño?

AMILCAR:

Digo que mi madre se queda aquí con él.

CELCINA:

Sí… En el jardín estaremos mejor… (Se van por la puerta de la derecha.)

VALENTINA:

(Con cierto pitorreo, al ver que Amaranto da unos pasos inciertos, como de baile.) ¡Ay, Ortiz!… ¡Ay, Ortiz!… Mire usted, mire usted qué choteo…

AMARANTO:

(Ya tranquilo, deteniéndose en el centro de la escena, con los brazos abiertos.) ¡Ah!… ¡Mi casa!… ¡Sí!… ¡¡Ah!!…

VALENTINA:

(¡Qué cómico tan grande!)

AMARANTO:

(Advirtiendo la presencia de Valentina.) ¿Eh? ¿Qué?… ¡¡Valentina!! ¿Tú aquí?

VALENTINA:

(¡Anda y me tutea!…)

AMARANTO:

(Azoradísimo, mirando a todas las puertas y hablando a media voz.) ¿Por qué has venido?… ¿Es que quieres que se entere Casta de tu traición y de mi crimen?

VALENTINA:

(Entre asombrada y temerosa.) ¿Eh?… ¿Pero?…

AMARANTO:

¿No te basta con nuestras entrevistas en la casita del Plantío?

VALENTINA:

(Retrocediendo, asustada.) ¡Dios Santo!… ¡Conoce mi secreto!…

AMARANTO:

(Acercándose a ella siniestramente.) ¡Qué fuego, qué pasión es la tuya, mujer volcán, que abrasas con los ojos!

VALENTINA:

(Temblando.) ¡Ay!…

AMARANTO:

¡Vete!… ¡No me pierdas!… Te he dicho cien veces que para mí lo primero de todo es la tranquilidad de mi hogar, porque yo, a pesar del veneno de tu cariño, amo a mi esposa.

VALENTINA:

(Aterrada.) ¡¡Dios mío!!…

AMARANTO:

(Como si hubiera oído a alguien, imponiéndole silencio misteriosamente.) ¡¡Chichchst!!… (A grandes zancadas se acerca a la primera puerta de la izquierda y escucha.)

VALENTINA:

(Temblando horrorizada.) ¡Habla como él!… ¡Anda como él!… ¡Qué miedo!…

AMARANTO:

(Avanzando hacia ella como un fantasma.) ¡Vatentináááá!…

VALENTINA:

(Sujetándose en un mueble para no caerse.) ¡¡Ay!!…

AMARANTO:

¡¡He purgado mucho por tu culpa!! Y ahora…

VALENTINA:

¡¡No!!… ¡Piedad!… ¡Baja la voz!… ¡No pregones lo que nadie sabe!… ¡Olvida lo del Plantío!… ¡Perdóname!… Es que yo creí que tú no eras tú…

AMARANTO:

¿Por quién me habías tomado?

VALENTINA:

Por el otro… Yo creía que los muertos no volvían jamás. Yo creía que tú no eras tú… Que eras un vivo… Yo sólo veía en ti a Amaranto.

AMARANTO:

(Repitiendo su nombre como un eco.) ¡Amarantóóóó!… El otro… Sí… Ya sé… Estoy en su cuerpo… El me nutre, él me sustenta, por eso deseo su bien… ¡Este es su cuerpo!… ¡Amarantóóóó!… ¡Cómo me gusta tu cuerpo!… Gracias a ti oigo, veo y palpo… ¡Mi pobre cadáver yace en su tumba!… (Secándose una lágrima y tomando de un jarrón unas flores.) Valentina, llévale unas flores… (Se las da.)

VALENTINA:

Sí, Potentino, sí… Adiós… (Inicia el mutis.)

AMARANTO:

(Imperiosamente.) ¡Aguarda!… (Valentina se detiene más muerta que viva.) Algo quiere decir a mi alma, el alma de mi cuerpo… (Se estremece.) Sí… ¡Ya!… (Dialogando con emoción dramática.) ¡Potentino!… —¡Di! —Yo tengo una hija. —Otra yo. —¡Ay!… —¡Qué! —Mi hija se ha enamorado de Amílcar de Selama. —Lo sé. —¡¡Potentinóóó!! —¡Habla! —Di a la madre de Amílcar, a esa mujer que fué tuya… —¡¡Calla!! —A esa mujer que fué rica porque tú le regalaste…

VALENTINA:

(Medio accidentada.) ¡Silencio, por Dios!…

AMARANTO:

(Acudiendo a ella y dialogando como antes.) ¡¡Calla te digo!!… (Se estremece.) ¡La infeliz está aquí y te escucha, Amaranto!… (Abrazándola.) La estoy abrazando con tus brazos: ¿no sientes nada?… (Apretándola muchísimo.) ¿Y ahora?… —¡Ahora bésala! —¡Sí! (Besa a Valentina.)

VALENTINA:

(Casi sin fuerzas.) ¡Ay!…

AMARANTO:

(Como antes.) ¿Qué más quieres, Amaranto? ¡Manda, que aquí estoy yo!…

VALENTINA:

(Zafándose.) ¡¡No!!

AMARANTO:

(Como antes.) En el pecho…

VALENTINA:

¡¡No!!

AMARANTO:

(Nuevamente, como sonámbulo.) En el pecho de los padres no cabe más que el amor a los hijos… Di a esa mujer que Celcina es un ángel y que Amílcar, casado con ella, será el más feliz de los hombres. (Estremeciéndose.) Si se opusiera… ¡Ah! Amenázala con contar a todos su secreto…

VALENTINA:

¡No!

AMARANTO:

(Estremeciéndose.) ¡¡No!!… ¡¡Un Ortiz no hace eso!!

VALENTINA:

¡No es preciso!… ¡Yo juro que Amíloar se casará con esa mujer!

AMARANTO:

¡Ella lo jura!… ¡¡Vete!!… ¡Déjame!… ¡Miserable!… ¡Vete o abofeteo tu cara!… (Se da una bofetada.) ¡¡Ah!!… ¡Sí, yo, yo!… ¡Yo he sido!… ¡Aaaaj!… (Se retuerce como si se trabara una gran lucha en su interior, y queda al cabo tranquilo.) ¡Por fin!… Ya se fué… Me molesta pegarle, pero no tengo más remidió. Ahora calma, sosiego, tranquilidad; mucha tranquilidad.

PRODOSIA:

(Con Pulido, en la puerta de la derecha.) Sí, aquí está; háblale.

AMARANTO:

(Dirigiéndose a ella.) ¡Hija!…

PRODOSIA:

(Conteniéndole con el ademán.) ¡Quieto!… Le he dicho cien veces que no quiero que me dé ese nombre.

AMARANTO:

Aún no has permitido que te abrace…

PRODOSIA:

Ni lo permitiré jamás. (A Pulido.) ¡Háblale!

PULIDO:

¡Señor Funguela!

VALENTINA:

¡No!… Ahora no es Funguela: ahora es Ortiz.

PRODOSIA:

¿También usted, señora?…

VALENTINA:

¡Yo te aseguro…!

PULIDO:

(A Prodosia y Valentina.) Un momento… ¡Señor Funguela!…

AMARANTO:

(Digno.) Pepe Pulido y Cayuela, ¿por qué me llamas Funguela?

PRODOSIA:

(Con sorna.) ¡Ah!… En este instante es usted el otro, ¿no? Ahora es usted Ortiz de alma y de cuerpo… Funguela.

AMARANTO:

¿Has dicho eso con segunda?…

PULIDO:

Mire usted, señor mío: con todos los respetos…

PRODOSIA:

¡No!… Con respetos, no. Déjame a mí. (A Amaranto, muy engallada.) Caballero… y le llamo así porque lleva usted un traje de mi padre… A mi prometido le han desposeído de su cargo y le han echado inicuamente de esta casa. Mi tío Mariano, que es un miserable, da malos informes de él para que no encuentre colocación en ninguna parte y tenga que marcharse a América, para cuyo viaje está dispuesto a darle los medios necesarios.

AMARANTO:

(Amenazador.) ¡Ah, Mariano!…

PRODOSIA:

Pero ni él quiere separarse de los suyos, ni yo quiero que se separe de mí.

PULIDO:

(Amoroso.) ¡Prodocia!…

PRODOSIA:

(Como antes.) Y a usted, que, por lo que sea, se ha erigido en amo y señor de esta casa, venimos a decirle: Caballero: a partir de este instante seremos sus mejores amigos o sus enemigos más encarnizados. Si usted nos ayuda a nosotros, nosotros secundaremos sus planes y no nos opondremos a que se case usted con mi madre, ni a que case usted a su hija con Amílcar; pero si no nos ayuda… ¡Ah!… Entonces…

AMARANTO:

(Echándose a llorar.) ¡Ay!…

VALENTINA:

¡¡Llora!!…

PULIDO:

Sepa usted, caballero, que he hecho las averiguaciones oportunas y que he de seguir averiguando hasta desenmascararle. Aquí tengo su partida de nacimiento. Sé que es usted de Cervera: un cerverano de lo más fresco. Sé que ha tenido usted una agencia funeraria en Huesca. Sé que luego ha sido usted periodista en Cuenca. Y sé también…

AMARANTO:

(Dejándose caer, llorando, en una butaca.) ¡No puedo más!

VALENTINA:

(Acudiendo a él.) ¡Potentino!…

PULIDO:

(Extremadísimo.) ¿Eh?…

AMARANTO:

(Llorando.) ¡Eres tú quien me hablas así, Pepe!… Y tú quien le escuchas, Prodosia… Tú, a quien yo dije aquí mismo, aquella noche… la noche que te regalé ese anillo que llevas, porque me sacaste con unas pinzas aquella espina…

PRODOSIA:

(Asombrada.) ¿Eh?…

AMARANTO:

Yo te dije: “tu marido será Pulido”.

PRODOSIA:

(Dudando.) ¿Pero?…

AMARANTO:

(Lloroso.) ¡Crié cuervos y los cuervos me dejaron sin niñas! (Levantándose de un salto: a Pulido.) ¡Ingrato!… ¿Eres tú aquel que un día, siendo cobrador de mi casa, jugó y perdió en los altos del Colonial aquellas ocho mil pesetas?…

PULIDO:

(Aterrado.) ¡Ay!…

AMARANTO:

¿Eres tú aquel que recibió de mis manos el dinero para que Gualterio, mi administrador, no te enviara a la cárcel, y Delicada, tu madre, no muriera de vergüenza?

PULIDO:

(Tembloroso.) ¡Señor!… ¡¡Señor!!…

AMARANTO:

¡Ingratos!… ¡¡Fustra!!… (A un gesto de súplica de ambos.) ¡Fustra digo!… Aunque no merecéis mi protección, os protegeré, porque desde la otra vida he visto vuestro infortunio y he reencarnado para lograr vuestra felicidad.

PRODOSIA:

¡Dios mío!

PULIDO:

¡Señor Ortiz!

AMARANTO:

¡Sí! Lo mereces todo, Pepe… Has sabido cumplir lo que me juraste el triste día de las ocho mil… Desde mis más allá oí que Prodosia una noche te propuso la fuga y que tú, más decente que ella, te opusiste.

PRODOSIA:

(Cayendo de rodillas ante él.) ¡Perdón!… ¡¡Perdón!!…

AMARANTO:

¡A mis pites, no: a mis brazos! (La levanta.)

PRODOSIA:

¡¡Padre!! (Se arroja en sus brazos.)

AMARANTO:

¡¡Hija!!… (Abrazándola.) ¡Cómo estás!… ¡Cómo estás de arrepentida!…

PULIDO:

¡Don Potentino!

AMARANTO:

(Uniéndolos.) ¡Os perdono!… ¡Os quiero!…

CASADO:

(Con Mariano, por la segunda puerta de la izquierda.) ¿Eh?

MARIANO:

¿Qué?…

PRODOSIA:

(¡Jesús!)

PULIDO:

(¡Válgame Dios!)

MARIANO:

(Agresivo, violento.) ¿Pero qué es esto?…

AMARANTO:

(Magnífico.) ¡Esto es mi voluntad!

MARIANO:

¿Pero?…

AMARANTO:

(Como un Dios.) ¡¡¡Mi voluntad!!!

CASADO:

(A Mariano.) ¡Silencio!… (Todos se inclinan acatando a Amaranto. Breve pausa.)

AMARANTO:

(A Prodosia y Pulido.) Id con esa santa Valentina y poned unas flores en la fría tumba que guarda mis despojos. (Queda en el centro de la escena con las manos juntas y en actitud de orar.)

CASADO:

(A Mariano.) Puesto que ahora es Potentino, prepárelo todo para que suba y manipule en el Pluvi-Desiderio.

MARIANO:

Sí.

CASADO:

Avísame.

MARIANO:

Sí. (Hace mutis por la segunda puerta, de la izquierda mirando con rabia a Pulido y Prodosia, y diciendo.) (¡Si él no fuera él!…) (Vase.)

VALENTINA:

(Haciendo mutis por la puerta de la derecha, suspirando.) ¡Ay!… (Mutis.)

PULIDO:

(Que ha cogido unas flores, lo mismo que Prodosia, disponiéndose a hacer mutis.) (¡Es él!… ¡Sabe lo del Colonial!…)

PRODOSIA:

(¡Qué vergüenza!… ¡Oyó lo de la fuga!… ¿Habrá visto también lo otro?…) (Se van por la derecha.)

CASADO:

(Dulcemente, tras una pausa.) Potentino…

AMARANTO:

Hija…

CASADO:

Anda, ven, siéntate aquí…

AMARANTO:

En tus rodillas…

CASADO:

No.

AMARANTO:

¿No soy tu marido?

CASADO:

En espíritu, sí, porque tu alma es mía; pero el cuerpo que ahora la alberga… ¡ay!… es de otro, y ese otro… ¡ay! no tiene aún derecho a mis extremidades.

AMARANTO:

Tu voz es triste, Casta.

CASADO:

Es que tengo que hablar contigo de algo muy serio, porque mi situación es de lo más aflictiva, Potentino.

AMARANTO:

(Sentándose junto a ella.) Te escucho.

CASADO:

Mira, amor mío: tú, legalmente, socialmente, materialmente hablando, careces de personalidad; porque yo sé que tú eres tú aunque tú seas tú y el otro; pero los otros creen que tú eres otro y no tú, porque aunque tú seas tú y seas otro… ¿Me comprendes?

AMARANTO:

Yo, sí, amor mío; pero como la cabeza es del otro, le está empezando a doler. Porque es que del otro…

CASADO:

(Ruborosa.) Del otro quiero yo hablarte precisamente. (A un gesto de Amaranto.) ¡No te enfades!

AMARANTO:

Es que me figuro lo que vas a decirme. ¿Quieres casarte con él, no es cierto?… ¡Ay, si estos brazos fueran los míos!… ¡Te ahogaría! Pero son los del otro, que también te ama, y solamente tienen fuerzas para abrazarte. (La abraza.)

CASADO:

No te exaltes, Potentino: ese casamiento es lo único que puede legalizar nuestra situación a los ojos del mundo, porque casándome con él, cuando él sea él seré su esposa, como lo soy tuya cuando tú eres tú y seas tú tú, o seas tú él, estaré siempre al lado de mi marido.

AMARANTO:

Pero seremos dos y uno de los dos tiene que hacer el ridículo.

CASADO:

¡El! ¡No lo dudes!

AMARANTO:

Sí; tienes razón. (Palpándose las sienes.) Esta frente es la suya…

CASADO:

(Amorosa.) ¡Potentino!…

AMARANTO:

¿Pero qué te dicen estos labios cuando él te habla por ellos, que tan pronto te ha convencido?

CASADO:

No sé; no sé… Es un sentimental… Se ve que ha hecho literatura en Cuenca… Me hace versos…

AMARANTO:

(Estremeciéndose violentamente.) ¡Aaaah!…

CASADO:

(Levantándose.) ¡Jesús!…

AMARANTO:

(Estremeciéndose de nuevo y haciendo toda clase de gestos raros.) ¡Aaaaj!

CASADO:

¡Ya! ¡El otro!… ¡El que me vuelve loca!… ¡¡Sí!!…

AMARANTO:

(Después de una pausa: como si despertara de un sueño.) ¡Casta!…

CASADO:

¡Amaranto!…

AMARANTO:

(En otro tono, con otro fuego, hasta con otros ademanes.) ¡Matrona protuberante y reciancha, cuya espléndida robustosidad me enajena!…

CASADO:

(Entregadísima.) No empieces, Amaranto…

AMARANTO:

¿Qué inefable deliquio experimento a tu lado? ¿Qué comezón hormigante me arrastra hacia ti?… ¡Hada de este castillo que a todos nos ha hadado!… No te amapoles; no bajes los ojos pudibundizada y ruborosa, y escucha la voz flexuosa y suave de este gran queredor, a quien tendrás que reciprocar.

CASADO:

(Sin fuerzas.) ¡Amaranto!…

AMARANTO:

(Besándola.) ¡Mi vida!

CASADO:

¡Por Dios!

AMARANTO:

Perdóname; pero no sé lo que hago. Este amor mío, primero me abellota y por último me abestia. ¡Qué! ¿Has decidido por fin lo de nuestra boda?

CASADO:

(Avergonzadísima.) Sí. Ya he hablado con Potentino, y el lunes veintitrés; de hoy en ocho…

AMARANTO:

(Loco de entusiasmo.) ¡Ah!… (Con los brazos abiertos.) ¡Ah!

CASADO:

(Emocionada.) ¡Va a versificar!…

AMARANTO:

(Fija la vista en el techo declama enfáticamente, al mismo tiempo que entran en escena por la segunda puerta de la izquierda Mariano y Ateneo con Ceferino.)

¡De hoy en ocho!… ¡De hoy en ocho!… ¡De hoy en ocho, Casta mía!…

¡De hoy en ocho!… ¡De hoy en ocho!… ¡De hoy en ocho!… ¡¡Qué alegría!!…

CASADO:

(Como antes.) ¡Qué inspiración!… ¡Que no se la corten!

ATENEO:

¡Caray, qué poesía!…

AMARANTO:

(Variando de actitud.) ¿Eh?

CASADO:

Se la han cortao.

AMARANTO:

(Saludando.) Caballeros…

MARIANO:

¿No está en Potentino?

CASADO:

Está en Funguela.

MARIANO:

No importa. Dice el señor Pringat que si la dualidad de almas es un hecho, tiene él, por lo menos una vez al día, el fluido necesario para separarlas y adormecer a la que no convenga.

CASADO:

Tal vez sea mejor aguardar…

MARIANO:

No: el Pluvi-Desiderio está listo. Cargadas las pilas, llenos los recipientes del líquido “ad-hoc”. El cielo está sin nubes. Sólo falta llegar y graduar el gotómetro de acuerdo con el ángulo de los sépalos. ¡Ay, si las manos de Funguela, guiadas por el genio de Potentino hicieran el milagro!…

CASADO:

Lo harán. (A Amaranto, enfáticamente.) ¡¡Potentino!!

AMARANTO:

(Extrañado.) ¿Eh?… ¿Es a mí?

ATENEO:

(Como antes y echándole fluido con ambas manos.) ¡A usted, Potentino Ortiz de Crochino!… (Amaranto se estremece.) ¡Usted no es Funguela! (Nuevo fluido.) ¡Funguela duerme!… (Nuevo fluido.) ¡¡Duerme!! ¡Usted es un Ortiz!… ¡Un Crochino! (Amaranto vuelve a hacer los gestos y visajes de siempre.)

CASADO:

¡Ya!

MARIANO:

Sí. ¡Hermano!

ATENEO:

¡Silencio!…

MARIANO:

(¡Quiera la Santísima Virgen de la Cueva del Segrí, a quien él tenía tanta devoción!…)

ATENEO:

(Enfático.) ¡Don Potentino!… Vaya usted a hacer llover… ¡Lo mando!… (Echándole fluido nuevamente.) ¡El Pluvi-Desiderio le aguarda!… Suba… Manipule… ¡Que llueva!

MARIANO y CASADO:

(A un tiempo.) ¡Que llueva!…

AMARANTO:

La Virgen de la Cueva…

MARIANO y CASADO:

¡¡Sí!!

ATENEO:

¡Pronto!… (Amaranto inicia el mutis.) ¡Vamos!… (A los demás, que intentan ir tras ¡Quietos!… ¡El solo!… (Nuevo fluido.) ¡Vaya!… ¡Suba!…

AMARANTO:

¡Sí! ¡Ah! ¡El pluvi! ¡Mi pluvi! Pluvis erit et pluvis reverteris… ¡Voy!

CASADO:

¿Y lloverá?

ATENEO:

El verá.

CEFERINO:

Ya verá.

MARIANO:

¿Lloverá?

AMARANTO:

(Desde la segunda puerta de la izquierda.) Yo veré. (Vase.) (Rumor de voces dentro.)

CASADO:

¿Eh?…

MARIANO:

¿Quién?…

VALENTINA:

(Entrando por la derecha con Juan, Everilda y Flora.) ¿Pero es posible. Juan Cerro?

JUAN:

De los propios labios del infrasquito lo va usté a oí. Con el permiso de los señores. (A Flora.) Llégate a la cosina y dile a Casado que venga, que están aquí los señores. (Mutis de Flora por la primera puerta de la izquierda.)

CASADO:

¿Pero qué sucede?

JUAN:

Un descubrimiento que ni er de Colón. Na, que er fraile que se nos apareció aquella noche y que antes se le había aperecío en esta casa a to er mundo, es más verdá que la lú.

MARIANO:

En eso estábamos, Juan.

JUAN:

Quiero desí que es un tío como usté y como yo.

MARIANO:

Mide las palabras, Juan.

JUAN:

Señó, entiéndame usté: que es una persona en carne y güeso mortá como tos los presentes, y un sirvengüensa der tamaño de un camión, pa que usté lo sepa. Casado, el que tenía antes las llaves de esta casa, ha traído la notisia y se la van ustedes a oí con pelos y señales. Aquí está ya.

CASADO:

(Entrando en escena por la primera puerta de la izquierda con Flora y Eulogia, que se quedan en el umbral.) Con las venias… ¿Hay premiso?

MARIANO:

Sí, hombre, sí.

CASADO:

Pues adelante y mandalme. (Un poco azorado.) Buenas tardes, y ustedes sigan bien.

CASADO:

Buenas tardes, Casado.

CASADO:

El honrao soy yo, y muchas gracias. Ya he visto abajo a la señorita Prodosia, que vaya hembra que se nos está poniendo. Tiene a quien salí, que dichosa la rama que al tronco sale, y usté es un tronco como pocos, leñe.

CASADO:

Bien, bien, Casado: basta. Aquí le han llamado para…

JUAN:

Sí, hombre: pa que nos cuente usté lo der fraile.

CASADO:

Un “ersabruto” ha sido, con su premiso.

CEFERINO:

¿Cómo?

CASADO:

Nada: Paco Canillas, un sobrino mío que ha caído soldao, y que el viernes pasao que se fué, estando ya en la estación, va y me dice: “Tío Nemesio: yo sé una cosa que no se la he podio contal a usté antes, ni puedo contasela ahora, porque he dao palabra de no decilo; pero en cuanti que llegue a Madrí le mandaré a usté un anónimo contándoselo to.” Y aquí está el anónimo. (Saca un papel.)

JUAN:

Traiga usté acá, hombre. (Toma el papel.) Verán ustede canela. (Leyendo.) “Querido tio Nemesio: La presente es el anónimo que le prometí. Tío: el fraile que se aparece en el castillo de Valtablado de Beteta es Rumuardo Martínez, el sobrino de doña difunta Geroncia Fernández, la señora que cuidaba la finca…”

CASADO:

¿Eh?…

JUAN:

(Leyendo.) “Tio: ese Rumuardo es un sinvergüenza muy grande, que lo que quiere es “espantal” a todo el mundo para vivil él ahí tan ricamente con somieres y mosquiteros y hasta bañándose, como dicen que hacen los duques. Tío: la noche que llegaron los señores estaba él en la casa tan tranquilo, y tuvo que d'irse con el uniforme de fraile que le robó a la compañía de Ricardo Purga cuando hizo “Don Alvaro o la fuerza del signo”. Tío: nada más por hoy. Besos a la tía y a las primas, y como no puedo firmal porque esto es un anónimo, le abraza su sobrino que lo es: El soldado desconocido.”

CASADO:

¡Qué espanto!

VALENTINA:

Ya dije yo que para sombra me había parecido demasiado espesa.

MARIANO:

¡Qué tío combinista, superchero!…

CASADO:

Sí, señor, un sinvergüenza, con el premiso de ustés.

MARIANO:

¡Y sin permiso!

CEFERINO:

Pues a ese mozo hay que aperarle y hay que darle dos estacazos en la cabeza.

ATENEO:

¡Ahí le duele!

CASADO:

(A Casado.) ¿Conoce usted a ese Martínez?…

CASADO:

No, señora. Pero ahí en el anónimo de mi sobrino hay una “posdarata” que dice quién es aquí la persona que lo debe de conocel.

CASADO:

(A Juan.) ¿A ver, Juan?

JUAN:

(Que ha leído la postdata y se ha quedado de una pieza.) Frío m'ha dejao a mí la posdarata, como dise éste. Porque, mardita sea la vigilia, se va a armar aquí un supertango con la posdarata, que me río yo de la caraba, que era una mula.

MARIANO:

Lee y déjate de tontunas.

JUAN:

(Leyendo.) “Item más: posdarata. Quien conoce bien a ese Rumuardo es don Funguela, que es el viudo cuencuense que iba a casarse con la difunta Geroncia y que vivió con ella en el castillo más de seis meses”. (Quedan todos de una pieza.)

MARIANO:

¡Zambomba!

CEFERINO:

¡Re… pandereta!

CASADO:

¡Dios mío!

JUAN:

Claro: así sabe él aonde está to.

VALENTINA:

Y conoce tantas intimidades. Como Geroncia era la persona de confianza de todos…

ATENEO:

(¡Mare de Deu! ¡Quina plancha! ¡Yo no puedo tirarme esta plancha!)

CASADO:

(Temblorosa, llorosa.) ¡No, no puede ser!…

JUAN:

Ahora me explico yo el por qué no quiere ir a Madrí…

CEFERINO:

Claro: como aquella casa no le es conocida…

JUAN:

¡Valiente fresco!…

VALENTINA:

¡Qué canalla!…

CASADO:

¡¡No!!… ¡Se equivocan!… ¡Mariano!… ¡Defiéndele!…

MARIANO:

Quisiera defenderle, Casta, pero no puedo: la duda ha clavado también en mi pecho su garra de tigre. (Disminuye un poco la luz.) ¡Hay tantos sinvergüenzas en provincias!… Ahora que a este grado de sinvergüencería y de refinamiento no creí que llegara jamás ni uno de Cuenca ni uno de Sevilla. Porque es que… Caramba… si no puede ser…

CASADO:

(Más llora cada vez.) ¡Y no puede ser, Mariano! ¡No puede ser!

ATENEO:

Tal vez tenga razón la señora.

TODOS:

(Interesadísimos.) ¿Eh?

ATENEO:

Puede que no pueda ser. En esto de lo ultra-telúrico, el que más sabe anda a la tienta. Acaso por haber sido este hombre el prometido de la Geroncia y por haber vivido en esta casa se fijó en él el alma de don Potentino, que fluctuaba por los alrededores.

CASADO:

Seguramente. (Disminuye más la luz.) ¡Asi ha sido! ¡Así tiene que haber sido!… ¡Así quiero yo que haya sido aunque no haya sido! Ese hombre, como Potentino, como Amaranto, como lo que sea, se ha adueñado de mí, y es quien es y lo que es y será lo que quiera ser, porque quiero yo que lo sea.

VALENTINA:

¡Pero Casta!…

MARIANO:

¡Casta!…

CASADO:

¡Basta!…

MARIANO:

(A Valentina.) ¡Se ha vuelto loca!…

VALENTINA:

(Suspirando amorosamente.) ¡El amor la disculpa, Mariano!… (Apoyándose en él.) ¡Si todas nos dejáramos llevar!…

MARIANO:

(Molesto.) ¡No es momento, Valentina! (Una ráfaga de viento abre impetuosamente las cristaleras del balcón.)

TODOS:

(Asustados.) ¿Eh?…

MARIANO:

(Acudiendo al balcón.) ¿Qué es esto?…

CEFERINO:

(Estupefacto.) ¡¡Nubes!!

CASADO:

¡Dios mío!

MARIANO:

(Nerviosísimo, tembloroso.) ¡Cielos!… ¡El pluvi funciona! ¡Acuden nubes de todas partes!

ATENEO:

Es verdad.

MARIANO:

¡Ah! ¿Quién habló de ficciones y engaños?… ¡Es él! ¡El! ¡Potentino!

CASADO:

¡Qué felicidad!

ATENEO:

(En el balcón.) ¡Una gota!

MARIANO:

¡Dos gotas!… ¡Muchas gotas!

CASADO:

¡Qué triunfo!

MARIANO:

¡Sí! ¡Porque es oro lo que cae! ¡Oro! ¡Qué triunfo!

ATENEO:

Ya se formaliza.

CEFERINO:

(A Ateneo.) ¿Plou?

ATENEO:

Arrecia. (Se retira del balcón secándose con el pañuelo.)

VALENTINA:

¡Jesús!

JUAN:

(Acercándose al balcón.) ¡Atisa! Lueve y granisa.

EVERILDA:

(A Casta.) Señora: él viene.

CASADO:

¡El!…

MARIANO:

(Encantado.) ¡El!

CASADO:

(Acudiendo a Amaranto, que, erguido y satisfechísimo, entra en escena por la segunda puerta de la izquierda.) ¡Potentino!…

MARIANO:

(Avergonzado y sumiso.) ¡Hermano!…

CEFERINO:

¡Viva Ortiz!… (Todos contestan entusiasmados.)

CASADO:

¡Llueve! ¡Qué éxito!… (Abrazándole.) ¡Un abrazo! (A los demás.) Le abrazo porque es mi marido.

AMARANTO:

¡Casta!…

MARIANO:

(Besándole una mano.) ¡Perdón! He dudado de ti.

CASADO:

¡Yo, no! ¡Yo, nunca! …

MARIANO:

Nos contaron lo de las relaciones del cuerpo que llevas con Geroncia…

AMARANTO:

(Estremeciéndose de verdad.) ¡¡Aaaj!!…

MARIANO:

¡Perdón!… (Ruido de una granizada espantosa.)

VALENTINA:

¡Qué granizada!

EVERILDA:

¡Jesús!…

CEFERINO:

¡Qué granizos tan grandes!

ATENEO:

¡Caray! Mayores no los he visto ni en Barcelona.

VALENTINA:

Son como huevos de paloma.

ATENEO:

De gallina.

MARIANO:

¿Eh?… (Se acerca al balcón.) ¡¡Cielos!!

VALENTINA:

¡Si caen como puños!… ¡Cierra el balcón!

FLORA:

¡Jesús! (Cierra el balcón.) ¡Qué miedo! (Caen rotos dos de los cristales.) ¡Ay!

EULOGIA:

¡Dios mío! (Dentro se rompen muchos cristales.)

CASADO:

¡¡La montera!!

MARIANO:

¡¡La claraboya!!

AMARANTO:

(¡La caraba!)

PRODOSIA:

(Demudada, entrando por la derecha.) ¡Qué espanto! ¡Caen unos pedruscos tremendos!… Uno de ellos ha puesto en marcha el Citroen de Valentina…

VALENTINA:

¡Jesús!…

PULIDO:

(Por la derecha con Celcina y Amílcar, que se aplica el pañuelo a un chirlo.) ¡Qué horror!… ¡Se desgajan las ramas de los árboles!… ¡Miren ustedes lo que cae! (Arroja al suelo un granizo de medio kilo.)

TODOS:

(Horrorizados.) ¡Jesús! (Un trueno.)

VALENTINA:

(Cayendo de rodillas rezando.) Santo Dios, Santo fuerte, Santo inmortal… (Poco a poco se van arrodillando junio a ella y rezan con ella Everilda. Eulogia, Flora, Celcina y Amílcar.)

CASADO:

¿Qué has hecho, Potentino? ¡Eso es que te has equivocado!

AMARANTO:

(Temblando.) ¡Sí, sí: me he equivocado!

MARIANO:

¡Por lo que más quieras, hermano! ¡Sube, gradúa el gotómetro! ¡Sálvanos! (A Ateneo.) ¿Qué ha hecho usted con ese hombre?

ATENEO:

(Aterrado.) ¡Yo, nada!… ¡Nada!… (Otro trueno.)

AMARANTO:

(¡La he metido hasta el cuadril!)

VALENTINA:

(Con las demás mujeres.) Santo Dios… Santo fuerte…

CASADO:

¡Potentino! ¡Sube! ¡Para el aparato!…

AMARANTO:

¡Sí, sí; lo pararé!… (Haciendo mutis por la izquierda.) ¡Lo paro!… ¡Lo paro!… (Vase.)

MARIANO:

(A Ceferino, Ateneo y Juan.) Lo veo claramente. ¡No es él!… Es un sinvergüenza… Mi pobre hermana está loca… Pero ¡ah!, yo le quitaré la máscara; yo le obligaré a confesar que es un farsante. En mi último viaje a Chicago compré veinte gotas del suero de la verdad. El beberá de ese suero y nos revelará sus pensamientos más ocultos… (Suena dentro una explosión, seguida de un gran estrépito.) ¡¡Ah!!… ¡¡Ha estallado el Pluvi-Desiderio!! ¡¡Casta!!

CASADO:

¡¡Mariano!!… Pero ¿y él?… ¿Y él?… (Amaranto, maltrecho y tiznado, entra en escena tambaleándose y cae al suelo pesadamente.) ¡¡¡Ah!!!…

CELCINA:

(Acudiendo a él.) ¡Padre!…

CASADO:

(Idem.) ¡¡Muerto!!… ¡¡Otra vez muerto!!…

TELÓN

ACTO TERCERO

La misma decoración de los actos anteriores. Es de noche. Todas las luces encendidas. Al levantarse el telón está en escena Flora, cerrando una maleta.

EULOGIA:

(Por la primera puerta de la izquierda.) Escucha: ¿Te han dicho si tengo que llevarme a Madrid algo de lo que se trajo recientemente?

FLORA:

Ha dicho la señora que ahora no nos llevemos nada; que ya ella mandará recoger las cosas.

EULOGIA:

¿Se van en automóvil?

FLORA:

Sí. Quiere la señora cenar a las ocho en punto para salir pitando a las nueve. Nosotras nos iremos con Everilda y con Juan en el tren de las diez y cuarto.

EULOGIA:

¡Ah! ¿Pero no vamos a dormir aquí esta noche?

FLORA:

Criatura: ¿Pero tú sabes cómo están los dormitorios de arriba? Como no ha quedado teja ni ladrillo sano y hay en todas partes un metro de granizos, que ahora empiezan a derretirse, pues cada techo es una regadera y va a haber aquí goteras hasta Carnaval.

CASADO:

(Con Everilda, por la segunda puerta de la izquierda, transportando un baúl.) ¡Ojo, Everilda!…

EVERILDA:

(Tropezando.) ¡Que me mato!

CASADO:

No hay que caerse, señora, que a la edad de usté eso es muy peligroso. (Dejan el baúl en el suelo, cerca del foro.) Ya sabe usté, cuáles son las tres K que matan a los viejos: Kaida, kalentura y kangrena.

EVERILDA:

(¡Qué brutísimo es!)

JUAN:

(Entrando en escena por la primera puerta de la izquierda con media cabeza teñida de negro.) ¡Oiga usté, Everilda!

EVERILDA:

(Sofocando la risa.) ¡Jesús!

EULOGIA:

(Idem.) ¡Por Dios!…

FLORA:

(Idem.) ¡Pero Juan!…

CASADO:

¡Mi madre!…

JUAN:

Mujé, no es cosa de llega a Madrí con er pelo blanco, porque si me ven blanco y aluego me ven negro, va a sabe to er mundo que soy de los tinosos. ¿No me dijo usté que había dos tarros de tinte en er tocado der difunto?

EVERILDA:

Sí: el que estaba empezado y este otro: tome usté. (Le da una media botella achatada y envuelta en un papel marrón.)

JUAN:

Grasias: voy a rematá la faena. Ahora parezco yo también dos personas como ese don… Trapisonda Funguela, que mar tiro le den. (Dialogando y presentando al público unas veces el perfil teñido y otras el sin teñir.) Juan —Qué —Escucha —Di —Préstame diez duros —Que te los preste tu padre, que es padre de tu cuerpo y de tu arma, y mardita sea tu arma y tu cuerpo —¡Ay! —¡Ya! —¡Sí! —¡Voy! —¡Va! —Hasta luego. (Se estremece y se va por la izquierda, primera puerta.)

EULOGIA:

(Riendo.) Lo contento que está porque se va de aquí.

EVERILDA:

Claro, como todos…

CASADO:

¡Lo que me gustaría a mí irme con ustedes siquiera diez diítas!

EULOGIA:

Pues ande usted. Haga usted su equipaje…

CASADO:

¿Equipaje pa diez días? ¡Digo! Y en este tiempo, que ni se suda ni na. Eso ustedes las mujeres, que seis muy presumías.

EVERILDA:

(¡Qué bárbaro!)

CASADO:

Además, a mí me gustaría de ir, porque tengo allá dos hermanos: el artista y el melitar; uno que ha venío “condolesciente” de Melilla. Estaba en un “tambor” de la Policía endígena, le dieron un balso en una “escácaramuza”, y cuando los médicos le levantaron el “apropósito”, hala, lo mandaron pa España.

JUAN:

(Por la primera puerta de la izquierda, más quemado que el humo. A Everilda, presentándole el tarro que antes se llevó.) ¡Pero, oiga, usté, señora, mardita sea Murillo!… ¿Este es er tarro que desía usté que era tinte?

EVERILDA:

¿Eh? ¿Pues qué es?

JUAN:

Un tónico, señora. Jarabe Graiño de rábano iodado.

EVERILDA:

¡Jesús!

JUAN:

¡Mardita sean los rábanos y er primero que los sembró! ¿Me quiere usté desí qué hago yo ahora? Porque pa no habé, no hay en la casa ni betún, ni tinta, ni na. (Ríen.) ¡¡Ar que se ría le parto er corazón!!… ¡Mardita sea!… (Mordiendo al aire, desesperado.) ¡¡Acabá yo en berrendo en negro!!…

CASADO:

Oiga usté.

JUAN:

Qué.

CASADO:

¿Y con un corcho no haría usté nada?

JUAN:

Nada, so tio guasón. ¿Voy yo a í tiznado por ahí? ¡Mardita sea mi sino lunático!

FLORA:

Venga usted conmigo. Vamos a ver si en el tocador de la señora hay algo que pueda servirle.

JUAN:

(Haciendo mutis con Flora, por la segunda puerta de la izquierda.) ¡Ojalá! Porque yo, antes que sé berrendo, me corto la cabesa. ¡Ay si yo cogiera al fraile! (Mutis.)

EVERILDA:

¡El pobre!

EULOGIA:

Le advierto a usted que tiene razón. Yo siento muchísimo irme de aquí sin darle una buena tunda a ese Romualdo, que tanto nos ha asustado.

CASADO:

Eso corre de mi cuenta. El le quitó el hábito a Purga, pero lo va a purgá. (Rumor de voces dentro.)

EULOGIA:

Don Amaranto.

CASADO:

¡Atiza! Me voy, porque, como se ha descubierto to por mi culpa, dice que me va a dar una patada que me va a desriñona. Vámonos.

EULOGIA:

Sí.

EVERILDA:

Que esté todo listo para las ocho, ¿eh?

EULOGIA:

Sí, señora. (Se van Casado y Eulogia por la primera puerta de la izquierda.)

AMARANTO:

(Entrando en escena con Celcina, por la derecha.) ¡Calla!

CELCINA:

(Apenada, llorosa.) Nunca creí…

AMARANTO:

¡Te digo que calles!… (A Everilda.) Haga usted el favor de mandarme un vaso de agua, que tengo que tomar bicarbonato. (Everilda se inclina y se va por la izquierda, segunda puerta.) Me ha sentado mejor esta tarde lo que comí como él que lo que comí como yo.

CELCINA:

No tiene nombre lo que ha hecho usted conmigo, padre. Si usted me hubiera dicho que todo era una farsa me hubiera yo ahorrado muchísimos sustos y tal vez no hubiera llegado a enamorarme de Amílcar. (Avergonzada suspira y se seca una lágrima.)

AMARANTO:

¿Pero de veras estás enamorada de Amílcar? (La acerca a sí con verdadera ternura.)

CELCINA:

Sí, padre, sí. Yo comprendo que como hombre es poquita cosa; pero es tan bueno y tan desgraciado… Desde que nació todo lo malo le cae encima.

AMARANTO:

(Muy convenido.) Entonces será mi yerno.

CELCINA:

¡Padre!

AMARANTO:

¡Yo te lo aseguro!

CELCINA:

Agradezco sus buenos deseos; pero no me hago ilusiones. A pesar de su ingenio, dentro de un instante sabrán todos quién es usted. Don Mariano posee un recurso infalible que compró en los Estados Unidos y que le costó veinte mil duros.

AMARANTO:

¡Caracoles!

CELCINA:

Y lo va a emplear en usted, para que usted, delante de todos, le diga a doña Casta que es un farsante y un sinvergüenza indigno de su mano.

AMARANTO:

Todo eso se lo digo yo por menos dinero.

CELCINA:

No lo tome usted a broma, padre. Tengo miedo. En este instante están todos reunidos en el despacho para acordar lo que van a hacer con usted cuando usted haga la confesión.

AMARANTO:

No la hago. Me conozco muy bien, y te aseguro que, a pesar del recurso infalible de don Mariano, no la hago. Yo, hasta hipnotizado, realizo, instintivamente, lo que me conviene. Acuérdate de aquel día en el Circo, cuando Onofrof me hipnotizó con ocho o diez más, que al hacernos sentir el calor me desnudé, como los otros: pero cuando nos dijo “vestirse, que hace frío”, me puse el traje del de la derecha, que estaba nuevo, y el abrigo del de la izquierda, que era de pieles. Tú no te preocupes.

CELCINA:

Por Dios, padre, que…

AMARANTO:

Escucha: ¿Prodosia está en esa reunión?…

CELCINA:

Sí.

AMARANTO:

Pues, anda, llámala: dile que tengo que hablar con ella urgentemente. Prodosia es una muchacha inteligentísima, enamorada, como tú, y con el novio en el alero, como tú, y puede hacernos muchísimo bien.

CELCINA:

Sí; voy.

AMARANTO:

Aquí mismo la espero. (Vase Celcina por la puerta de la derecha.) ¡No!… ¡Otra vez en la calle, cara a la vida, no! ¡Otra vez a vivir de la gacetilla y del sable, no! Lucharé y venceré. Casta me gusta y me conviene. Amílcar le conviene, y no sé cómo le gusta a mi hija, y yo consigo a la una y al otro o me vuelvo a tirar al río donde no tenga pie, con una piedra de dos arrobas en cada pie. (Llevándose las manos al estómago.) ¡Caracoles, lo que tarda la del agua! Tengo desde hace días unas acedías… (Rumor de voces dentro.) ¿Eh?…

PULIDO:

(Entrando en escena por la derecha, con Amílcar, que viene calado hasta los huesos y hecho una verdadera sopa.) Vamos: aquí hay buena lumbre. Venga usted, hombre de Dios.

AMILCAR:

¡Uf!…

AMARANTO:

¿Qué ha sido?

PULIDO:

Este, que se ha dado un baño… Fuimos a recoger su Citroën, que estaba en las “quimbambas”, y al llegar dio vuelta al jardín, como está todo tan oscuro, porque no ha quedado una bombilla ni una farola en dos leguas a la redonda, éste, creyendo que arrimaba al primer peldaño de la escalinata, arrimó al pretil de la fuente, saltó del coche y, cataplum, al pilón.

AMARANTO:

¡Atiza!

PULIDO:

Por poco se ahoga, porque como el pilón es bastante hondo…

AMILCAR:

¡Uf!… ¡He pasado un susto!… (Estornuda.) Y, además, creo que he pescado algo. (Vuelve a estornudar.) Ya lo creo que he pescado… (Buscando el pañuelo, saca la gorra de un bolsillo de la gabardina y cae al suelo medio litro de agua, mojando a Amaranto.) ¡Mi madre!…

AMARANTO:

Hijo mío, que salpicas…

AMILCAR:

Cada bolsillo es un aguaducho. Como es tela impermeable… (Metiendo la mano en el bolsillo de la derecha y sofocando un grito.) ¡Ah!… ¡Mi abuela!… ¡¡Un pez!!… (Saca un pez rojo.) ¡Y de color! (Ríen.) ¡Qué cosa más ridicula!… Caramba, no decírselo a nadie, porque luego la gente se ríe de mí. (Tira el pez a la chimenea.)

CELCINA:

(Entrando en escena por la derecha, muy nervioso.) ¿Dónde está?… ¿Dónde está?… (Al ver a Amilcar.) ¡Ah!… ¡Amílcar!… ¿Qué te pasa? ¿Qué ha sido?

AMILCAR:

Nada, mujer: no te asustes. Un chapuzón sin importancia. Ya me ves que estoy aquí, tan bueno y tan contento.

AMARANTO:

Y riéndose de los peces de colores.

CELCINA:

Sube en seguida a tu cuarto, desnúdate y da la ropa para que te la sequen al fuego.

AMILCAR:

Sí, porque si no… (Estornuda.)

CELCINA:

¡Jesús! Tú has pescado algo…

AMILCAR:

No, no: que te digan éstos. (Iniciando el mutis por la segunda puerta de la izquierda.) Caramba, estoy de agua que… (Tropieza con Flora, que entra por esa misma puerta trayendo un vaso de agua en una bandeja.) ¡Uf!…

FLORA:

¡Ay! Perdón… ¿El agua era para usted?

AMILCAR:

¿Para mí?… ¡Malhaya sea!…

FLORA:

Perdone. (Entrega el agua a Amaranto y se va por la izquierda.)

AMILCAR:

Hasta luego. (Vase.)

CELCINA:

(¡Qué desgraciadísimo es!)

AMARANTO:

(Que ha tomado un comprimido de bicarbonato y ha bebido un buche de agua. A Celcina.) ¿Qué te dijo Prodosia?

CELCINA:

Que venía en seguida. Ahí la tiene usted.

PRODOSIA:

(Entrando en escena por la derecha. Al ver a Pulido.) ¡Ah!, ¿estás aquí? Lo celebro muchísimo. Ahora mismo iba yo a llamarte.

PULIDO:

¿Qué sucede?

PRODOSIA:

Pues lo que temíamos. Que de nuevo el tío Mariano se opone a nuestras relaciones. ¡Ay! Tenía usted razón hace un instante, señor Funguela. Su suerte de usted estaba estrechamente ligada a la nuestra. Si usted hubiera podido seguir adelante su farsa, nosotros hubiéramos conseguido también nuestro deseo y nos hubiéramos casado con el consentimiento de todos. Pero ahora… ¡Qué pena! Mucho me fastidia la presencia de usted, porque no puedo olvidar la ridícula escena que me obligó usted a hacer esta tarde cuando caí en sus brazos llamándole padre… ¡Estúpido!…

AMARANTO:

¡Señorita!…

PULIDO:

¡Yo lo digo también! ¡Estúpido!

AMARANTO:

(A Pulido.) Con usted no estoy yo hablando.

PRODOSIA:

¡Antipático! Que es usted un antipático… Pero antipático y todo, ojalá el Pluvi-Desiderio hubiera hecho llover y no granizar, y ojalá siguieran creyendo todos que usted era usted y mi padre, en una pieza. Otra sería ahora mi situación.

PULIDO:

Y la mía.

CELCINA:

Y la de todos.

AMARANTO:

¿Y no podría haber un arreglillo?

TODOS:

¿Eh?

AMARANTO:

Porque como Pringat, que es tonto, quiere sostener su punto de vista, y Casta, que es lo único importante, está de mi parte… Continuando yo el engaño…

PRODOSIA:

No es posible. Antes de una hora le habrán hecho tomar a usted el suero de la verdad, y usted nos habrá contado a todos la verdad de su vida.

AMARANTO:

(Tembloroso, lívido.) ¿Eh?… ¡El suero de la verdad!… ¡Qué horror!… ¡Estoy perdido!…

CELCINA:

(Asustada.) ¡Padre!…

AMARANTO:

(Abrazándola.) ¡Hija!…

CELCINA:

¡No lo tome usted! ¡Huyamos!

AMARANTO:

¿Y la huida no sería también una confesión?

CELCINA:

¡Entonces no coma nada, ni beba nada!…

AMARANTO:

(Protestando.) Hija mía, poco a poco. Para eso no vale la pena… La huelga del hambre da muy malos resultados. Acabas por comer, y cuando comes tienes ya el estómago hecho cisco. ¡Ay, si ustedes me ayudaran!… (Pulido y Prodosia se miran, dudando.) Porque yo fingiría que el suero me producía el efecto correspondiente y confesaría la verdad… una verdad que nos conviniera a todos. Nada de dualidades de almas ni de tonterías: otra cosa más sencilla, porque… (Como iluminado.) ¡Ya lo creo!… ¡¡Sí!!… Como ella… ¡Me estoy viendo! ¡Qué momento tan cumbre!… (A Prodosia.) ¿Cuándo me van a dar el suero?

PRODOSIA:

Dentro de un instante: en el aperitivo. Como es costumbre servirlo a esta hora y usted toma siempre media copa de vermut y luego unos buches de agua, el tío Mariano, de las veinte gotas de suero que posee, va a verter cinco en el agua y otras cinco en el vermut de usted, reservándose las restantes por si la prueba de esta tarde le falla.

AMARANTO:

Pues le va a fallar. Porque si ustedes quieren darse la broma de casarse el Domingo de Carnaval, que es dentro de un mes, tiene usted, Prodosita, que hacer dos cosas: darle el cambiazo a mi vermut y a mi vaso de agua y tirar las diez gotas de reserva para que no intenten de nuevo el experimento.

PRODOSIA:

(Indecisa.) Pero…

AMARANTO:

En serio: sinceramente: cartas boca arriba. Óiganme ustedes, que voy a hablarles como si, en efecto, hubiera tomado el suero de la verdad. Yo, a pesar de todos mis maquiavelismos, soy un hombre de corazón. Casta es una santa; la quiero; ella me corresponde, y deseo que su mano cierre mis ojos el triste día de la liquidación. Es muy rica: lo sé; pero yo declaro solemnemente que no manejaré su fortuna. Aunque soy más hacendista que Castedo, renuncio desde ahora a ese honor. (Conmovido.) ¡Prodosia!… ¡Pulido!… Si ustedes me ayudaran a lograr mi felicidad y la de mi hijita…

CELCINA:

(Como antes.) ¡Padre!

AMARANTO:

(Abrazándola de nuevo.) ¡Hija!… (Solemnemente y poniéndole una mano en la cabeza.) ¡¡Por ella, evangelio de mi vida, juro a ustedes que todos seríamos felices y que siempre y en todo momentos Amaranto, Funguela y Guilloto sería para ustedes un padre y un defensor!! (Pausa.)

PULIDO:

(Anhelante.) ¡Prodosia!…

CELCINA:

(Cayendo a sus pies de rodillas.) ¡Prodosia!…

AMARANTO:

(Suplicante.) ¡Prodosia!

PRODOSIA:

(Resuelta.) ¡Daré el cambiazo!

CELCINA:

¡¡Gracias!!

PRODOSIA:

Sinvergüenza por sinvergüenza, prefiero éste al tío Mariano.

AMARANTO:

A pesar del insulto, le digo, agradecidísimo, que acabo de erigirla un altar en mi corazón. ¡Gracias!… (A Celcina.) ¡Hija!…

CELCINA:

(Abrazándole.) ¡Padre!

AMARANTO:

¡Amigo Pulido!… Para usted, para Amílcar y para mí arderá muy pronto la tea marital. (Rumor de voces dentro.) ¿En?…

PRODOSIA:

¡Ellos vienen!… Márchense hasta que les avisen.

AMARANTO:

Sí. Quedamos entonces, Prodosita, en que…

PRODOSIA:

En que puede usted beber tranquiloamente. Yo misma le serviré el aperitivo.

AMARANTO:

¡Gracias!

PRODOSIA:

Y a ver qué dice usted que parezca verdad.

AMARANTO:

¡Que lo sea! Porque diré que es usted un ángel.

PRODOSIA:

¡Cobero!…

AMARANTO:

(Haciendo mutis por la primera puerta de la izquierda con Celcina.) ¡Hija!…

CELCINA:

¡Padre!…

AMARANTO:

(A media voz.) Te casarás… y no se lo digas a nadie, pero casaré también a tus siete hermanas. (Se van.)

PRODOSIA:

(A Pulido.) Pepe, mucha Prudencia, por Dios.

PULIDO:

Descuida…

CASADO:

(Entrando por la derecha con Valentina, Mariano, Ateneo y Ceferino.) Eso no, Mariano. Yo ahora y siempre haré mi santísima voluntad.

MARIANO:

(Al ver a Pulido.) ¿Eh?… ¿Otra vez? Creí que se había usted marchado… Afortunadamente, regresamos esta noche a Madrid y allá tengo sobramos medios para impedir las visitas que no son de mi agrado.

PULIDO:

Yo esperaba, señor Ortiz…

MARIANO:

De nosotros no tiene usted nada que esperar. Dilo tú Casta.

PRODOSIA:

(Suplicante.) ¡Mamá!…

CASADO:

Recuerda, Mariano, que Potentino, por boca de Amaranto…

MARIANO:

¿Pero es posible, Casta, que después de lo que has visto y has oído creas en las patrañas de ese industrioso garambainista, quimereador y sinvergüenza?

VALENTINA:

¡Claro!

MARIANO:

La misma Prodosia, a pesar de lo que le convenía, no creyó jamás en que ese felón fuera a ratos su padre. Dilo tú, Prodosia.

PRODOSIA:

En efecto.

MARIANO:

¿Estás oyendo?

CASADO:

Pues tú te hubieras dejado cortar una mano, y don Ateneo y Ceferino dudan aún…

MARIANO:

Después de la plancha que se han tirado, no quieren dar su brazo a torcer, pero en su fondo… Dilo tú, Ceferino. (Pausa.) Callas, ¿eh?

ATENEO:

Científicamente, señor Ortiz…

MARIANO:

A mí me deja usted de monsergas, amigo Ateneo. Yo he hecho, lo mismo que ustedes, el indio, el oso y el corista de opereta, y lo confieso, qué diantre. ¡Estaba ciego!… ¡El cariño a mi pobre hermano me nublaba, me oscurecía! ¡Pobre Potentino!… ¡Y lástima de aparato! Ahora sí que no… (Furioso.) ¡Canalla!… ¡Ah! Pero le haré confesar su falsía delante de todos. (A Casta.) A ti se te caerá la venda, y yo podre ejecutar mi venganza. (Haciendo sonar un timbre.) A ver, que traigan los vermuts.

CASADO:

Tiemblo ante ese momento.

VALENTINA:

Desimpresiónate, Casta. El amor de ese hombre es en ti como una escoria.

CASADO:

Pues de esa escoria no puedo rebañarme el corazón.

EVERILDA:

(Por la izquierda, segunda puerta.) ¿Señora?…

MARIANO:

El aperitivo.

EVERILDA:

Ya Flora lo estaba preparando, según costumbre…

MARIANO:

Diga a Juan que coja de donde sabe el tarrito que ya conoce, y que lo traiga.

EVERILDA:

Sí, señor. (Mutis por la segunda puerta de la izquierda.)

ATENEO:

Ardo en deseos de ver aplicar el famoso invento de Chuldi. Creo que recientemente, en Detroit, se han hecho por Wilkinson, el famoso policía, unas pruebas magníficas.

MARIANO:

Una sola gota obliga a la persona que la ingiere a decir durante unos minutos cuanto piensa y cuanto siente. Varias gotas producen unos efectos verdaderamente extraordinarios. A un francés, un tal Renato Grovon, le hicieron beber once gotas para que contara la verdad de su vida, desde niño, y en medio del asombro de todos, se arrancó diciendo: “Yo no soy hijo de mi padre; yo soy hijo de Sidi-Gali-Ben, un argelino que vendía vainillas en Marsella”… Conocía hasta la verdad de su prehistoria.

CEFERINO:

Parece mentira que la scopolarnina mezclada con agua produzca unos efectos tan sorprendentes. (Por la segunda puerta de lo izquierda entra en escena Flora, trayendo en una bandeja cuatro vermouths, una conchita con aceitunas y un vaso de agua.)

MARIANO:

Póngalo aquí sobre esta mesa… (Flora deja el servicio sobre la mesa que le indican.) Y haga el favor de decir a Juan que le estamos aguardando.

FLORA:

Sí, señor. (Al iniciar el mutis por la segunda puerta de la izquierda.) Aquí está ya.

JUAN:

(Entrando en escena.) ¿Qué pasa?… (Trae puesta la boina roja de manera que se oculta toda la parte de la cabeza que tiene sin teñir.)

FLORA:

Don Mariano que preguntaba por usted.

MARIANO:

¡Atiza! Gorrochati-gundinzarra-echarandigondincondinchea.

JUAN:

(Quitándose la boina y volviéndosela a poner.) Dispensá la boina, pero es que me tapa er “berrendaje”.

VALENTINA:

¡Jesús!

CASADO:

¡Qué horror!

JUAN:

Hasta que llegue a Madrí y pueda iguala… ¡Mardita!…

MARIANO:

¿Trates el frasquito?

JUAN:

Si, señó; tome usté.

MARIANO:

Ábrelo.

PRODOSIA:

Por Dios, no vayan a venir…

JUAN:

(Intentando infructuosamente abrir el cuenta gotas de cristal que sirve de tapón al frasco.) No hay cuidao: están los dos hasiendo el equipaje.

MARIANO:

¿Pero qué equipaje ni qué narices, si cuando vinieron no trajeron más que una bufanda y un “manferland”?

JUAN:

Pues solamente don Amaranto ha llenao ya tres baúles grandes.

MARIANO:

¡Casta!…

JUAN:

Dise que en Madrí hay que presentarse bien…

MARIANO:

¿Pero piensa ir a Madrid?… (Nerviosísimo.) A ver, pronto, las gotas. Echa cinco en el vermut y otras cinco en el agua.

PRODOSIA:

Me parece que hay mucha agua en este vaso, y como sólo bebe un par de buches…

PULIDO:

Sí, cuanto menos agua, el suero obrará más intensamente…

PRODOSIA:

Dame aquel otro vaso para vaciar… (Por el vaso que sirvió antes a Amaranto para tomar el bicabomato. Pulido se le acerca; ella vierte en él un poco de agua y Pulido vuelve a poner el vaso donde antes estaba.)

JUAN:

(Que ha seguido intentado abrir el frasquito.) ¡Mardita sea la vaselina!… ¡Esto no lo abre ni Uzcudun!

MARIANO:

Caliéntalo un poco.

JUAN:

Es verdá. (A Ateneo.) ¿Tiene usté ahí er mechero?…

ATENEO:

(Dándoselo.) Tome.

JUAN:

(Enciende el mechero, aplica la llama al gollete del tarro y luego lo apaga, lo cierra y se lo guarda, diciéndole a Pringat, que lo mira de mala manera.) ¡A mí uno de Lérida!… (Abriendo el frasquito, mientras que Pringat se rasca la barba, por hacer algo.) Vualalá.

PRODOSIA:

Venga. (Toma el tarro.)

MARIANO:

Con cuidado, Prodosia.

PRODOSIA:

Sí. (Rodeada de Mariano, Juan, Ateneo y Pulido, echa cinco gotas en una de las copas de vermut.)

CASADO:

(A Valentina.) Tiemblo, Valentina. Si Amaranto es, en efecto, un farsante, si ha entrado aquí con fines malévolos, si no es el pasional que yo soñaba… qué sé yo, pero creo que me costará la vida.

CEFERINO:

(Que se ha deslizado hasta colocarse junto a Casta.) Calma, Castita, calma… Hay muchos hombres en el mundo… Si él no es digno de su carillo, otro lo será… (Se separa de ella mirándola tierna y románticamente.)

CASADO:

(Asombrada.) ¿Has oído?…

VALENTINA:

Siempre tuviste gancho, Casta. ¿Qué digo gancho? Arpón.

PRODOSIA:

Ahora echaré en el agua… (Hace un mal movimiento y vierte en el agua todo el contenido del frasquito.) ¡Jesús!… ¡Lo he vertido todo!…

MARIANO:

¡Pero mujer!…

PRODOSIA:

¡Bah! Mejor. Con eso nos dice, como el francés, si es hijo de Funguela o es también argelino.

MARIANO:

Pondremos su copa fuera de la bandeja, para que no haya confusiones… (Lo hace.)

PRODOSIA:

Y menos mal que no ha variado de color. (Tomando en cada mano una copa y mirándolas al trasluz para comparar.) Nada: exactamente iguales. (Fingiendo un poco de susto.) ¿Vienen? (Todos miran hacia la izquierda, y ella aprovecha el instante para cambiar las copas.)

PULIDO:

(Que no ha quitado ojo.) (¡Ya!… Lo del agua es más difícil.)

PRODOSIA:

Me parece que hay poca agua en el vaso y temo que le escame. Echaré un poco más… (Toma el vaso, se acerca adonde está el otro, manipula hasta dejar a los dos con la misma cantidad de líquido, da el cambiazo y coloca en la bandeja el vaso sin suero.) ¡Listo!

PULIDO:

(Como antes.) (¡Lo bien que me va a engañar a mí esta criatura! Es listísima.)

MARIANO:

Juan, llama a esos miserables. (Juan hace mutis por la primera puerta de la izquierda.)

CASADO:

(Ofendida.) ¡Mariano!…

MARIANO:

¡Miserables, sí!… ¡Falsarios!… ¡Hipócritas!… Lo que yo odio más en el mundo: la mendicidad y la hipocresía. No le defiendas, porque no está bienquisto, Casta. Ahora se te caerá la venda de los ojos y la del corazón.

VALENTINA:

Tampoco yo puedo defenderle. ¡Eso de querer casar a su hija con mi Amílcar!… Y a propósito: ¿qué es de mi Amílcar?

PULIDO:

Ahora vendrá. Le estarán secando la ropa, porque se mojó un poco… Le suceden tantas peripecias…

VALENTINA:

Sí: el pobrecillo…

MARIANO:

A mí me recuerda su Amílcar a aquel Elizalde, primo de usted, desmirriadillo y carniseco, que andaba siempre a trompicones, aquí me caigo, allá me levanto…

VALENTINA:

(Nerviosa, deseando variar de conversación.) Yo creo que vienen…

MARIANO:

Pues que nos cojan hablando de cosas vulgares… (A Ateneo.) Diga usted algo vulgar…

ATENEO:

(Que está quemadísimo.) Yo no digo vulgaridades, señor Ortiz.

MARIANO:

(Alzando mucho la voz.) Pues sí; la falda corta la protegen los curas, porque gracias a ella no los confunden ya con las señoras.

AMARANTO:

(Por la primera puerta de la izquierda, seguido de Celcina y Juan. Celccina viene un poco asustada.) Me llama Juan con motivo del aperitivo, y lo agradezco, porque como hace fresco, lo apetezco.

MARIANO:

(¡Qué cínico!)

PRODOSIA:

Pues yo misma tendré el gusto de ofrecérselo a usted…

AMARANTO:

(Rendidamente.) ¡Oh!…

PRODOSIA:

Aquí tiene usted su copa y ahí su agua…

AMARANTO:

(Tomando la copa de manos de Prodosia.) Miles de gracias, Prodosia.

CASADO:

(¡¡Virgen Santa!!)

AMARANTO:

Voy a tomar antes una aceituna… (Pincha una aceituna y se la come.)

PRODOSIA:

No sabía que le gustaban…

AMARANTO:

Me gusta todo lo heterogéneo y la mezcla del anchoísmo y del aceitunamen me deleita.

PRODOSIA:

(Dando una copa de vermut a Mariano y otra a Ceferino.) Tío… Don Ceferino…

CEFERINO:

Gracias…

PRODOSIA:

(A Ateneo, ofreciéndole otra copa.) Don Ateneo…

ATENEO:

No: yo soy abstemio. Yo, una aceitunita y un poquito de agua… (Se enreda con las aceitunas. Todos están pendientes de lo que hace Amaranto. Prodosia ofrece a Pulido la copa de vermut que no quiso Ateneo.)

CASADO:

(Temblando, al ver que Amaranto se lleva a los labios la copa.) (¡Ya!… ¡Dios!…) (Al ver que se bebe más de la mitad.) (¡Consumatum est!)

MARIANO:

(¡Por fin!) (Bebe más de la mitad de su copa y la pone sobre la mesa.)

CEFERINO:

(Apurando su copa.) (¡Ahora va a ser ella!)

MARIANO:

(A Amaranto.) No hemos ofrecido a su hija…

AMARANTO:

Pues le gusta, le gusta… Yo suelo darle algunas vecces un poquitín… (Ofreciéndole a Celcina lo que ha quedado en su copa.) Toma…

TODOS:

(Casi con el aliento.) ¿Eh?

AMARANTO:

Anda.

CELCINA:

(Apurando la copa, un poco escamada.) Gracias…

CASADO:

(Aparte a Valentina.) ¡Esto es demasiado!…

VALENTINA:

Así sabremos del pie que cojea la niña.

JUAN:

También yo apuro siempre la cortina que deja mi amo. ¡Qué cosas de más grasia tienen los madrileños! ¿Mirusté que llama a esto cortina?… (Bebe lo que dejó don Mariano en su copa.)

AMARANTO:

(Recogiendo de manos de Celcina la copa y poniéndola en la bandeja.) Ahora un poquito de agua… (Bebe.)

CASADO:

(¿Qué saldrá de sus labios, Dios mío?)

ATENEO:

(Bebiendo del vaso que contiene el suero: A Ceferino.) Está saturado, porque el vaso tenía una cantidad…

CEFERINO:

Hace efecto a los siete minutos, ¿no?

ATENEO:

¡Con la dosis que ha ingerido!…

AMARANTO:

(Estremeciéndose y quejándose estomacalmente.) ¡Ay!… (Hace contorsiones.)

TODOS:

(¡Ya!) (Quedan todos pendientes de lo que hace Amaranto.)

PULIDO:

(Aparte a su novia, secándose el sudor.) ¡Prodosia!… ¡Qué espanto, Dios mío!…

PRODOSIA:

¿Qué pasa?

PULIDO:

Que Pringat ha bebido agua de la del suero y que uno de nosotros se ha tomado el vermouth de las gotas.

PRODOSIA:

(Aterrada.) ¡Jesús!

PULIDO:

Si he sido yo, Prodosita de mi alma, y digo algo de una tal Dolores Martínez, no me creas, que es mentira.

PRODOSIA:

¡Sinvergüenza!

AMARANTO:

(Rompiendo a reír.) ¡Jájájájájájájá!…

MARIANO:

¡Ya!…

AMARANTO:

Me río de que he engañado a estas pobres mujeres de una forma que, vamos, desembarcan en cualquier playa del Celeste Imperio y dice la gente: en la playa hay tres chinas más. (Vuelve a reir.) ¡Qué risa!… Para que se tronchen los hepáticos… (Riendo.) Yo… el otro… Ahora él… luego yo… después los dos… (Remedando muy grotescamente su diálogo del segundo acto.) ¡Potentino! —¡Amaranto! —¡Oye! —¿Qué? —¡Mira! —¡Di!… —¡¡Qué sinvergüenza soy!!

PULIDO:

(¡Qué cómico!)

JUAN:

(¡Qué tío!)

ATENEO:

(¡Qué plancha!)

MARIANO:

(¡Qué triunfo!)

CEFERINO:

(¡Qué torta!)

CASADO:

(¡Qué horror!)

AMARANTO:

(En otro tono.) Porque, claro, como yo sabía por Geroncia todo género de intimidades, conocía la de la cita mortuoria y lo que yo quería era acercarme a Casta… (Serio.) ¡A Casta!… (Dramático.) ¡¡A Casta!!… ¡Al imán de mi vida!… ¡Al norte de mi ruta!… ¡Al faro de mi noche!… ¡¡Al amor de mi alma!!… (Todos se miran extrañados.)

CASADO:

(Anhelante, temblorosa, emocionada.) ¡Ay!…

AMARANTO:

(Solemne.) Porque yo adoro a Casta desde el cinco de enero de mil novecientos cuatro.

CASADO:

¿Eh?…

VALENTINA:

¡Qué suerte!

AMARANTO:

(Como si luchara consigo mismo.) ¿Pero por qué digo yo esto? ¿Qué poder infernal me obliga a confesar, coram populo, el secreto de mi existencia?… ¡Ah!… ¡Sí!… ¡Lo diré!… ¡¡Lo diré!!…

PRODOSIA:

(Morano está en ridículo.)

AMARANTO:

Era la víspera de Reyes. Entré yo en el Bazar de la X con mi Celcina…

CELCINA:

¡Padre!…

AMARANTO:

(Abrazándola.) ¡Hija!… Y con otra hermanita suya que ¡ay! ¡Cuán lejos está!… Yo no podía comprarles juguetes. No tenía dinero… Me acerqué con ellas a las vitrinas donde se exponían las muñecas… Mis pobres niñas las contemplaban arrobadas… Esta exclamó con acento de gemido: “Padre, nosotras no tenemos muñecas… ¡No las hemos tenido jamás!”… De mis ojos brotaron dos lágrimas de dolor. Entonces, una señora, un hada, una madonna que estaba allí cargando de paquetes a unos criados, volvió el rostro, se fijó, no sé si en mis niñas o en mis ojos, y entornando compadecida el topacio de sus párpados, se acercó a nosotros, diciendo con una voz que hubiera envidiado el céfiro: “Extended, hijitas, vuestras manos y ya veréis cómo tenéis muñecas”. Y depositó en los bracitos de mis hijas una charra y una pasiega irrompibles. ¡Ah!… Desde aquel día yo te adoro, Casta, porque fuiste tú… i¡Tú!!… ¡¡Sí!!…

CASADO:

(Emocionadísima.) ¡Dios mío!…

AMARANTO:

Desde aquel día, mi cerebro se ha poblado solamente de tu recuerdo… Desde aquel día, pálido y ambarado, te llamo y te anhelo… (Sublime.) ¡Casta, sábelo!… ¡Sabedlo todos!… ¡Es mi verdad!… Yo me acerqué a Geroncia para que Geroncia me hablase de ti… Yo me suicidé cuando ella murió, porque creí que ya no podría acercarme a ti nunca… Yo, moribundo y estertoroso, volví a la vida, porque ideé esta farsa para llegar a tu lado… ¡Perdóname, Casta, pero ámame!… Porque si tú no me amas, si tú me arrojas de tu lado, me mataré… ¡Me mataré!… ¡¡Me mataré!! (Queda jadeante.)

CASADO:

(En un grito sollozante, como para que se dé de baja en el Sindicato María Guerrero.) ¡Amaranto de mi vida!…

AMARANTO:

(Cayendo en sus brazos.) ¡Casta!… (Se abrazan.)

MARIANO:

(Que se ha estremecido, ha hecho visajes y se ha llevado la mano a la garganta, como si le doliera, se acerca a Casta y le dice con un gran gesto de asco.) ¡Cochina! (Sorpresa en todos.)

CASADO:

(Extrañadísima.) ¿Eh?

MARIANO:

(Como antes.) ¡Foca!… Que eso es lo que eres tú: una foca neurasténica.

CASADO:

¡Mariano!

AMARANTO:

¡Ay, que me lo como!…

CASADO:

(Sujetándole.) ¡Quieto!…

PULIDO:

(A Prodosia.) Este ha sido el del vermut, porque le está diciendo las verdades. (Al ver que ha metido la pata, se da un tapaboca.)

MARIANO:

(Riendo.) ¡Qué risa!… (Por Casta.) Hay que ver a la tía gorda hipopotamida, con más años que la bola de Gobernación y haciendo dengues como la Meller en un cuplé cursi.

CASADO:

(Aterrada.) ¡Dios mío!…

MARIANO:

Por supuesto, que yo no la he podido ver en mi vida. Mi hermano, que era el imbécil más grande de la creación, cargó con ella, y yo, por educación, he disimulado siempre mi antipatía; pero desde que la conocí la tengo sentada en el pirólo. ¡Qué tía burra!… (A Amaranto.) ¿Pero cómo es posible que le guste a usted una vieja tan rombiforme?…

CASADO:

(Temblando.) ¡Ay!…

MARIANO:

Tan fofa y abofellada…

CASADO:

(Como antes.) ¡Ay!…

MARIANO:

Tan fea y tan bruta.

CASADO:

(Cayendo medio desvanecida en brazos de Amaranto y de Valentina, que acude a ella.) ¡Ay!…

AMARANTO:

¡Casta!…

VALENTINA:

¡Jesús!…

PRODOSIA:

(Acudiendo a ella.) ¡Mamá!

CEFERINO:

(Idem.) Un poco de agua.

JUAN:

(Acercando el vaso que contiene el suero.) Tome usté.

VALENTINA:

(Tornando el vaso y acercándolo a los labios de Casta.) Bebe, Casta, bebe. (Casta bebe un poco.)

PRODOSIA:

(Dándose cuenta y quitándola el vaso.) ¡No! ¡No beba más! (Pone el vaso en la mesa.)

MARIANO:

(Por Casta.) Ese desmayo es una comedia. ¿Qué digo una comedia? Una astracanada.

JUAN:

No hagan ustedes caso de don Mariano, que es el mala sangre más atravésao que ha nasío de madre. (A Mariano, en medio del asombro de todo el mundo y muy cariñosamente.) ¡Buho!… Que eso es lo que es usté, un buho y un murciélago sinvergüenza.

MARIANO:

¡¡Juan!!

PRODOSIA:

(A Pulido.) Como se bebió el resto del vermut…

ATENEO:

(También muy cariñosamente.) Al señor Ortiz lo que le sucede es que como no tiene educación y es un grosero como de aquí a Valfogona…

PULIDO:

(¡El otro!)

ATENEO:

Pues, como vulgarmente se diré, mete la pata.

MARIANO:

(Sonriendo.) ¡Claro!

ATENEO:

Porque a mí esta señora gorda y de aspecto focáceo, me parece una tía ridicula; pero, vamos, estas cosas que uno piensa no son para decirlas en alta voz. Además, que es la viuda de su hermano, y con lo que usted quería a su hermano…

MARIANO:

¿Yo?… ¡Vamos, hombre! ¡No sea usted estúpido! A mí no me importaba mi hermano. A mí lo que me importaba era el Pluvi-Desiderio. Y lo que yo quería era que el Pluvi funcionara para patentarlo como mío e hincharme. Porque me da mucha rabia el que esta imbécil reúna más dinero que yo, teniendo menos obligaciones. Ella no tiene más hija que esta cursi, y yo tengo tres. (Asombro en todos.) Sí: yo estoy casado en secreto con la Pirula, esa gitana que dio tanto que hablar.

VALENTINA:

(¡Atiza!)

MARIANO:

Pero, en fin, ya que lo del Pluvi ha fracasado, mandaré a América al idiota de Pulido, a ver si me hago cargo de la administración de todo y cargo con todo.

CASADO:

¡Canalla!

MARIANO:

(Sinceramente.) ¡Lo soy!

ATENEO:

Lo somos.

AMARANTO:

¡Bandido!

MARIANO:

Es verdad.

JUAN:

¡Ay, como te coja la llave de la caja!

ATENEO:

Le voy a poner una minuta que lo voy a brear. Con lo que a mí me molestan estos castellanitos…

PRODOSIA:

¿Has oído, madre?

CASADO:

Perdóname, hija mía. Y perdóname también, amigo Pulido. Ese miserable me tenía engañada.

MARIANO:

Quien te engañaba a ti era tu marido, estúpida, que te la pegó con catorce, y esa (Por Valentina.) fué la trece.

CASADO:

¡¡No!!

VALENTINA:

¡Miente! (A Amaranto.) Dígale usted que miente. Dígale usted que sabe por Grroncia…

AMARANTO:

(Por Celcina.) ¿Pero?…

VALENTINA:

(Trágica.) ¡Celcina!… ¡Calumnian a la madre de tu novio! ¡Hija mía!…

CELCINA:

(Arrojándose en sus brazos.) ¡¡Madre!!…

AMARANTO:

¡Sí! ¡La calumnian! ¡Yo lo juro, Casta, y yo digo la verdad!

CELCINA:

¡Yo quiero a Amílcar! ¡Que me lo traigan!… ¡Que me lo traigan!

MARIANO:

(Cantando muy mal.) Con cuatro jacas castañas… (Sigue cantando.)

ATENEO:

¡Ole! Eso me gusta. ¡Venga vino! ¡Yo digo que soy abstemio, pero es mentira!

JUAN:

Señores, ¡qué partida de sinvergüenzas nos habemos juntao en esta casa!

MARIANO:

¡Venga vino! ¡Vengan mujeres!

ATENEO:

¡Viva la juerga!

CASADO:

(Que también se ha estremecido.) ¡Sí! ¡Viva la juerga! ¡Viva el matrimonio!

AMARANTO, PRODOSIA y PULIDO:

¡Viva!

EVERILDA:

(Entrando por la primera puerta de la izquierda, seguida de Casado, Eulogia y Flora.) ¡El fraile!… ¡Ahí viene el fraile!… (Revuelo en todos.)

JUAN:

¡Josú! ¡Me las paga! ¡El guantaso que le vi a da! ¡Fuera to er mundo! (Al ver que se abre la segunda puerta de la izquierda.) ¡Ya!

AMILCAR:

(Entrando en escena envuelto en un albornoz blanco.) ¡Tengo un frío con este albornoz!

JUAN:

(Arreándole un guantazo.) ¡Toma!

AMILCAR:

¡Ay!… ¡Juan Cerro!

JUAN:

¡Me colé!

VALENTINA:

¡¡Hijo!!…

CELCINA:

¡Amílcar!… ¡Dejármelo! ¡Es mío! ¡Le quiero! (Se abrazan.)

AMARANTO:

¡Casta de mi alma!

CASADO:

¡De hoy en ocho!…

AMARANTO:

(Declamando.)

¡De hoy en ocho!

¡De hoy en ocho!

¡De hoy en ocho, Casta mía!

¡De hoy en ocho!

¡De hoy en ocho!

¡De hoy en ocho!

¡Qué alegría!

PRODOSIA:

(Abrazando a Pulido.) ¡Pepe! ¡¡Por fin!!

MARIANO:

(Bailando y cantando.) Con cuatro jacas castañas.

TODOS:

¡Viva!

TELÓN


Publicado el 3 de enero de 2017 por Edu Robsy.
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