El Abate Aubin

Prosper Mérimée


Cuento


I
II

LA MISMA A LA MISMA

Noirmoutiers… diciembre 1844.

Por más que te asombre, el tiempo pasa más pronto de lo que tú crees, más pronto de lo que yo misma hubiera creído. Lo que sostiene sobre todo mi valor, es la debilidad de mi señor marido. La verdad es que los hombres son muy inferiores a nosotras. El abatimiento de mi esposo es excesivo. Mi hombre se levanta tan tarde como puede, monta a caballo o se va de caza, o bien visita a la gente más fastidiosa del mundo: notarios o procuradores del rey que viven en la ciudad; es decir, a seis leguas de aquí. ¡Hay que verlo cuando llueve! Hace ocho días que empezó a leer los Mauprat, y todavía está en el primer tomo.

Uno de los proverbios dice que «más vale alabarse a sí mismo que hablar mal de los demás». Dejo, pues, a mi marido para hablar de mí. El aire del campo me hace un bien infinito. Me encuentro divinamente de salud, y cuando me miro al espejo ¡qué espejo!, no me daría treinta años; además, me paseo mucho. Ayer hice que Enrique me acompañara a la orilla del mar.

Mientras él tiraba a las gaviotas, yo leí el canto de los piratas en el Giaour. En la playa, ante un mar agitado, esos hermosos versos parecen todavía más hermosos. Nuestro mar no vale lo que el de Grecia, pero tiene su poesía como todos los mares. ¿Sabes lo que me impresiona en Byron? Que ve y comprende la naturaleza. No habla del mar por haber comido lenguado u ostras. Navegó y vio tempestades. Todas sus descripciones son daguerrotipos. Para nuestros poetas, la rima ante todo; luego el buen sentido, si cabe en el verso.

Mientras yo me paseaba, leyendo, mirando y admirando, el abate Aubin —no sé si te he hablado de mi abate, es el cura de mi pueblo— viene en busca mía. Es un cura joven, bastante simpático, instruido, y sabe «hablar de cosas con las personas decentes». Sus grandes ojos negros y su rostro pálido y melancólico indican, para mí, que tiene una historia interesante, y haré que me la cuente. Nuestra conversación versó sobre el mar, sobre la poesía, y, cosa que te sorprenderá en un cura de Noirmoutiers, habla de esas cosas bastante bien. Me condujo luego a las ruinas de una vieja abadía, sobre un acantilado, y me enseñó un gran portal adornado con esculturas que representan monstruos adorables. iAh!, si yo tuviera dinero, ¡cómo restauraría todo esto!

Después, a pesar de las objeciones de Enrique, que quería ir a comer, insistí para que pasásemos por la rectoría, a fin de ver un relicario curioso que el cura encontró en casa de un campesino. Es muy hermoso, en efecto: un cofrecito de esmalte de Limoges que sería muy a propósito para guardar joyas. ¡Pero, qué casa, Dios mío! ¡Y nosotros que nos encontramos pobres! Figúrate un cuartito en la planta baja, mal embaldosado, blanqueado con cal, amueblado con una mesa y cuatro sillas, y además un sillón de paja con un almohadón que parece una torta rellena de huesos de melocotón y metida en una funda a cuadros blancos y rojos. Sobre la mesa tres o cuatro in—folio griegos o latinos; tomos de Padres de la Iglesia, debajo de los cuales sorprendí, como oculto, un Jocelyn. El cura se puso colorado. Por lo demás, hizo muy bien los honores de su miserable zaquizamí; ni orgullo, ni falsa vergüenza.

Ya sospechaba yo que el abate tenía su historia romántica. Hoy tengo la prueba de ello. En el cofrecito bizantino que nos enseñó, había un ramo de flores secas, que datan al menos de cinco o seis años.

—¿Es una reliquia? —le pregunté.

—No —contestó algo turbado—. No sé cómo es que esto se encuentra aquí.

Cogió el ramo y lo encerró preciosamente en el cajón de su mesa. La cosa es clara, ¿eh?…

Volví a nuestro caserón con tristeza y con valor: con tristeza por haber visto una pobreza tan grande; con valor, para soportar la mía, que para él sería una opulencia asiática.

¡Si hubieses visto su sorpresa cuando Enrique le entregó veinte francos para una mujer que él nos recomendaba! Es preciso que yo le haga un regalo. Ese sillón de paja en el cual me senté es demasiado duro. Quiero darle uno de esos sillones de hierro plegadizo como el que llevé a Italia. Me escogerás uno, y me lo enviarás cuanto antes…

III
IV
V
VI

I

DE MADAMA DE P… A MADAMA DE G…

Noirmoutiers… noviembre 1844.

Prometí escribirte, mi querida Sofía, y cumplo mi palabra: después de todo es lo mejor que puedo hacer durante estas largas veladas. En mi última carta te dije de qué modo caí en la cuenta de que tenía treinta años y estaba arruinada. Para la primera de estas desgracias, no hay remedio. En cuanto a la segunda, nos resignamos bastante mal, pero, en fin, nos resignamos.

Para restablecer nuestros negocios, necesitamos pasar dos años, por lo menos, en el sombrío caserón desde el cual te escribo.

Estuve sublime. Tan pronto como supe el estado de nuestra hacienda, propuse a Enrique ir a hacer economías en el campo, y ocho días después nos encontrábamos en Noirmoutiers.

Nada te diré del viaje. Hacía muchos años que no me había encontrado a solas con mi marido durante tanto tiempo. Naturalmente, ambos estábamos de bastante mal humor; pero como me hallaba perfectamente resuelta a poner a mal tiempo buena cara, todo pasó bien. Tú conoces mis grandes resoluciones y sabes si las cumplo.

Henos instalados. Como pintoresco, Noirmoutiers no deja nada que desear. Bosques, acantilados, el mar a un cuarto de legua. Tenemos cuatro grandes torres cuyas paredes tienen quince pies de espesor. He hecho un gabinete de trabajo en el hueco de una ventana. Mi salón, de setenta pies de largo, está adornado con una tapicería en que figuran personajes de animales; es magnífico, alumbrado por ocho bujías (iluminación de los domingos). Me muero de miedo cada vez que paso por él después de la puesta del sol. Todo está muy mal amueblado, como puedes suponer. Las puertas no cierran bien, las entabladuras crujen, el viento silba y el mar ruge de la manera más lúgubre del mundo. Sin embargo, empiezo a acostumbrarme a todo esto. Arreglo, reparo, planto; antes de los grandes fríos me habré hecho un campamento tolerable. Puedes

Fin del extracto del texto

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.
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