Casus Belli

Rafael Barrett


Cuento


La escena en la campiña de Chile. Si preferís la del Perú, no hay inconveniente. El cuento sería poco más o menos el mismo.

Un hermoso militar, tanto más hermoso cuanto que va armado hasta las uñas, y el acero brilla alegre al sol, se apea a la puerta de un rancho.

—¡Eh! ¿No hay nadie?

—Entre.

Una mujer en la cama, chiquillos sucios por el suelo.

—Vengo por Juan.

—¡Ay, Jesús! Está en la chacra.

—¡Al diablo la chacra! Me lo llevo al batallón. Estamos por declarar la guerra.

—¡Ay, Jesús!

Juan llega pesadamente, azada al hombro. Suda: ya se sabe que es por maldición expresa del Dios de misericordia.

El campesino se entera. El del sable explica.

—¿Entiendes? El ministro de acá mandó de obsequio una corona al ministro de allá, y el de allá se la devolvió al de acá. Ya ves… ¡Una porquería, una infamia! Tenemos que degollarlos a todos.

—¿A quiénes?

—A los peruanos.

—Yo creía que era a los bolivianos, pero es igual.

—¿Qué será de nosotros? —llora la mujer.

—Tú, como estás enferma, no puedes trabajar. Si tardo, si no vuelvo, vendes el rancho…

—En tiempo de guerra no habrá quien se lo compre —dijo el de las espuelas sonoras.

—Bueno, ya lo oyes: ¡revientas! Los niños se te mueren hambre. O se te acercan fuerzas amigas o enemigas y te saquean el cofre y te queman la casa.

—¡Ay, Jesús! ¡Qué desdicha!

—Desdicha no, gloria sí —dijo el guerrero—. Marchemos, Juan.

—Adiós —balbucea el labrador—. ¿Qué quieres? Como el ministro devolvió la medalla…

—No era medalla, era corona —corrige el héroe—. ¡Qué torpe andas de entendederas hoy!

—La impresión… —suspira Juan.

Y los dos hombres caminan, uno a caballo y el otro a pie, por en medio del inmenso campo. La tarde respira con sosiego. El espacio se ensancha desmesuradamente, en su acariciadora transparencia. El crepúsculo, fresco y puntual, se aproxima. Las bestias, cansadas de roer, se detienen y quizá reflexionan. Los árboles parecen soñar, balanceando apenas su follaje. Me temo que se trata de una paz fingida: bajo tierra las raíces se estrangulan entre sí; la espesura ahoga los débiles tallos y por todas partes hay plantas amarillentas que se mueren de sed. De cuando en cuando una hoja cae, asesinada por sus compañeras. Y esas rápidas y graciosas curvas de los pájaros en el aire no son cosa de juego: ¡en ellas perecen tantos honrados insectos invisibles!

Juan resume largas meditaciones en la siguiente frase:

—¿Y qué tenemos nosotros que ver con el ministro? Una mirada furiosa cae sobre aquel sacrílego que se atreve a razonar cuando peligra la patria.

—Si no tuviéramos que ver con el ministro, ¿a qué servirían tantos soldados, tanto cañón, tantos oficiales, y los cuarteles, y los parques, y los aprovisionamientos? Los millones que eso ha costado, ¿crees que son para tirarlos al mar? Ahora que se presenta una ocasión de lucirnos, ¿la hemos de perder?

—Sí —dice Juan—. Pero el ministro… Yo no sé bien lo que es un ministro. ¿Tú lo sabes?

Un ministro es algo complicado. Los dos hombres caminan en silencio. En torno hay una gran calma, penetrante y dulce. La noche baja tranquila. Todo se recoge y enmudece. La naturaleza prepara en la sombra sus horrores habituales.

—Yo sé lo que es un ministro, Juan; lo malo es que no soy capaz de darme a entender. Y te diré la verdad: se me figura que tienes miedo. Eres un cobarde. Debería pegarte un tiro.

—¿Cobarde yo? —dice Juan temblando—. ¿Acaso no abandoné casa, chacra, mujer, hijos? ¿No te obedecí? Lo cual te probará que soy valiente.

—Si lo eres, sí eres chileno, mata peruanos.

—Mataré cuantos pueda.

Al fin, de noche cerrada, ganan el batallón. Allí se le arma a Juan caballero. Le ponen machete al cinto, y en las manos un fusil de siete disparos. ¡Siete! Siete vidas que apagar con el dedo, como si fueran moscas.

Entonces Juan se siente fuerte, se siente hombre. De pronto comprende lo que no comprendía. Se dirige al hermoso militar reclutador, y le vocifera:

—¡Muera Bolivia!

—¿Cómo?

—Digo… ¡Muera el Perú!


Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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