El Niño y el Rey

Rafael Barrett


Cuento


Había un niño qué tenía a su rey por el hombre más hermoso del mundo; se consumía en deseos de contemplarlo, y habiendo sabido que Su Majestad iría aquella mañana a pasear al parque público, acudió desde el alba, palpitante de curiosidad.

Esta manía de ocuparse del rey y esta idea de que era hermoso son extrañas en un niño moderno. Se trataba, sin duda, de un candidato a la neurastenia, condenado tal vez a un romántico suicidio. Ya dijo La Fontaine que a esa edad no hay compasión: ¿es normal que en ella haya poesía? Los niños son crueles, glotones y envidiosos; son perfectos hombrecitos, y el tiempo, incapaz de transformar la índole de sus pasiones, les enseña solamente el disimulo. Además, ¿es verosímil que nuestro pequeño soñador no hubiese visto, interesado en ello como estaba, uno de los infinitos retratos reales que ruedan por revistas, anuncios y prospectos, se pegan a los muros, se muestran en los escaparates y presiden las asambleas, desde el parlamento donde se votan acorazados, a la humosa taberna donde los marineros se dan de puñaladas? Ese niño excepcional, ¿no iba a la escuela? En la escuela, en los libros de clase, ¿no había una efigie del rey? ¡Bah!

Pero no abusemos de la crítica. Acabaríamos por rechazar cuantas noticias nos llegan y no nos dignaríamos conversar. Aceptemos la historia; es interesante, y por lo tanto encierra alguna verdad, porque la verdad es lo que nos hace efecto. El niño, intrépido amigo de los príncipes de leyenda que, como el de Boccaccio, se sientan a la cabecera de humildes vírgenes por ellos enfermas de amor, esperó inútilmente. Las horas pasaron. Aburrido, se dirigió a un caballero gordo que andaba por allí.

—Señor, ¿qué hora es? Aguardo al rey que debía venir, al rey más bello de la tierra.

El caballero gordo, que era naturalmente Su Majestad, se guardó bien de deshacer el equívoco. Jamás había encontrado un juez tan formidable como aquel muñeco. Su vida de príncipe, sus aventuras vulgares de soltero rico, sus apuros de dandy pródigo, sus deudas, que al fin no se decidía a pagar ningún banquero de Europa y que le abrumaron hasta que su madre, muriéndose por fin, le salvó dejándole con el trono la firma de la patria, su pasado convencional y nulo le oprimió de pronto con más fuerza que nunca. ¿El Rey? No, no era el Rey: no tenía nada de común con los Reyes, los gigantes que llevaban a sus pueblos a hombros y que, ungidos por los santos, discutían con Dios. ¿Y por añadidura jefe de la Iglesia? Ni siquiera era ya el Rey de la moda: ahora un actor francés y un espadachín divorciado de una norteamericana eran los que imponían a ambos continentes la nueva corbata, la nueva levita. Y el Rey se avergonzó ante el niño, se avergonzó de tener tanto vientre y los ojos turbios, subrayados por lívidas ojeras, y las mejillas colgando. Se sintió lo que era, un viejo que se había divertido mucho, y nada más.

Volvió tristemente a su palacio. La magnificencia de la corte, girando en torno de él, le hizo recobrar por un instante la despreocupación cotidiana. Pero de noche se indispuso. Llamó a su médico, y tomó órdenes con entera obediencia. El médico era el amo; su hierro había entrado ya en las carnes del Rey. Su Majestad se durmió en compañía de la muerte.

Mientras tanto, el niño poeta meditaba otra maniobra para admirar de cerca al monarca más hermoso del mundo.


Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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