La Tempestad

Rafael Barrett


Cuento


No podía salir de casa sin pasar por la quinta, ni pasar sin entrar en el jardín cuyos cálices, siempre renovados, halagaban mi corazón. La puerta de hierro retorcido cedía confidencialmente a mi presión discreta; mis pasos hacían rechinar demasiado la arena del sendero; las anchas ventanas se abrían entre el verdor jugoso y sombrío de los árboles, y me amenazaban con sus miradas espías y burlonas; una timidez deliciosa me invadía. De pronto una risa juvenil cantaba como un pájaro raro en el aire de oro; una ondulante figura blanca, parecida a una gran flor errante, se desprendía de las flores, y mi amable destino, la señorita Luz, avanzaba hacia mí.

Luz tenía noble estatura y carne de amazona. Su cabellera ardiente la coronaba como un casco de llamas. La pureza de su alma batalladora y alegre resplandecía en sus claros ojos de un gris húmedo y sembrado de polvillo de estrellas. ¡Cuántas veces los había visto de cerca, y había navegado por aquella inocencia profunda y límpida, por aquel doble firmamento transparente que limpiaba mis pensamientos! ¡Cuántas veces había sentido mezclada a mi sangre la voluptuosidad cordial de aquellas manos finas y ágiles, cálidas y robustas, tan dulces, tan buenas! Jamás había dicho a Lux una palabra de ternura y, sin embargo, me confesaba aterrado que sus manos y sus ojos se habían apoderado de mi vida.

La tarde de mis recuerdos me recibió Luz ceremoniosamente. Tía Cornelia y mamá Aurelia, las damas de retrato antiguo que solían deslizar sus silenciosas figuras de sueño en torno de una virgen inquieta, no habían vuelto aún de sus visitas campesinas, y la gentil dueña me llevó hasta la sala ancha y reluciente, de altos y católicos muebles resinosos. El viejo piano, de madera seca y sonora, enseñaba sus cóncavas teclas amarillas, desfallecientes cual huesos ancianos, y el atril ofrecía las lágrimas negras de una romanza sin edad. El cielo se encapotaba; una bruma de sombra bañaba el aposento, y en el rostro de Luz se advertía una severidad nueva. Creí comprender que mi presencia era imprudente y quise alejarme.

—No, quédese usted —me dijo, nerviosa—. Comienza a llover, y se nos echa encima la tormenta.

Callamos. Ella se sentó un instante al piano marchito, que elevó sus temblorosos acentos del pasado, ahuyentados de pronto al retumbar del primer trueno. Nos acercamos a los ventanales batidos por la lluvia. Los amplios cristales de una pieza vibraban arañados por el agua; las gotas en ellos juntaban en seguida su fresco llanto, y los hilos líquidos, entrecruzados a la manera de arterias que laten, descendían rápidamente. Un denso párpado oscuro caía sobre el horizonte, y en la órbita del mundo nacían fulgores siniestros. La belleza del cuadro era digna de la mujer inmóvil que lo contemplaba.

Entonces, sin atreverme a apartar la vista de la tempestad, hablé en voz queda. Desgrané, balbuciendo, el rosario de mis inquietudes, recé la letanía de mis adoraciones, descubrí el humilde tesoro de mis esperanzas.


Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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