Regalo de Año Nuevo

Rafael Barrett


Cuento


En aquella época éramos muy pobres todavía. A mí me habían dado un modesto empleo en el ministerio de las finanzas, a fuerza de intrigas y de súplicas. En las horas libres traducía del inglés o del alemán obras interminables, pagadas por término medio a cinco céntimos la página. París es terrible.

Mi mujer, cuando nuestros tres niños la dejaban tranquila, bordaba para fuera. De noche, mientras los niños dormían y mi pluma rascaba y rascaba el papel, la madre daba una lección de solfeo o de piano en la vecindad.

Y, con todo, estábamos siempre contentos. Éramos jóvenes.

Teníamos —y creo que los tenemos aún— dos tíos riquísimos, beatos, viejos, bien pensantes, con hotel frente al parque Monceau, fundadores de capillas, incubadores de seminarios, y que no hacían caridad más que a Dios.

Nos daban muchos consejos, procurando debilitar mis ideas liberales, y nos invitaban a cenar dos o tres veces al año. En su casa reinaba un lujo severo que nos cohibía, y nos aburríamos mucho con ellos.

El tío Grandchamp era flaco, amarillo, amojamado. En él brillaba la moderación. Se dignaba revelar al público sus millones mediante un signo discreto: llevaba en el dedo meñique un diamante enorme, que maravillaba a nuestros pequeños hijos. La tía Grandchamp era gorda, colorada, imponente.

Su charla insulsa e incesante nos fastidiaba más que la solemne circunspección de su esposo. No hablaba sino de su inmensa posición, de sus empresas piadosas, de sus amistades episcopales, de su próximo viaje a Roma; cuando se refería al supremo instante en que habría Su Santidad de recibirla en audiencia, sus gruesos labios, un poco velludos y babosos, avanzaban ávidamente como si saboreasen ya las zapatillas del Pontífice.

Yo no sé por qué aguantábamos a nuestros tíos, por qué les respetábamos y hasta los escuchábamos con recogimiento; tal vez nos hipnotizase, sin darnos cuenta, un oro que para nosotros era inaccesible.

Se mostraban tan avaros, que desde que nos habíamos instalado en París no nos habían regalado nada. Por otra parte, ni siquiera nos era dado alegrarnos con su muerte probable, a no ser que fuera esta alegría completamente desinteresada.

Los tíos, en efecto, tenían un vástago; contra todas las apariencias, habían resultado fecundos. El joven Grandchamp se llamaba Alfredito; se habían fundido en él los rasgos de sus padres: no era flaco ni gordo, charlatán ni callado. Comía y bebía con apetito, y confiaba en la Providencia.

Si nos hubiéramos querida hacer a toda costa ilusiones con la fortuna de los Grandchamp, hubiéramos tenido que desear el fin cercano de Alfredito, y después el de sus progenitores, y esto era muy complicado.

Año nuevo. Almorzábamos en nuestra humilde casa. Nuestra mesa no ostentaba vajilla de plata ni cristales tallados, pero las risas volaban libremente en la claridad del sol de Enero.

Paulina y yo mirábamos en éxtasis las cabezas rubias de los tres diablillos, cuyas manitas untadas de dulce pedían más, siempre más golosinas, para festejar el año nuevo, la vida eternamente nueva que corría embriagadora por las venas del mundo…

De pronto, un ruido de carruaje, de caballos refrenados que se detienen a nuestra puerta. Corremos a la ventana. Son los Grandchamp, los tíos, que vienen a visitarnos. ¡Extraño fenómeno! Los niños anhelan ver también aquello. Hay que alzarlos.

El tío baja primero, tiende la mano a la tía obesa, que hace crujir el estribo y ladearse el coche… Pero ¿qué es esto? El lacayo arrastra en pos de la tía un fardo colosal, atado con múltiples cuerdas, y se lo echa al hombro penosamente. ¡Un regalo! ¡Los tíos, por fin, nos regalan algo! ¿Qué será? ¡Una cosa tan grande! Casi bailamos los cinco.

Al cabo, después de rechinamientos de escalera, entran los tíos y el lacayo y el famoso paquete…

Abrazos. Felicitaciones. Besos a los nenes. La señora Grandchamp, en medio de un silencio ansioso, nos dice:

—Hijitos míos, os traigo como regalo de año nuevo algo muy útil en una casa como la vuestra… os servirá para mil menesteres… os será cómodo a cada momento…

—Pero ¿qué es?… ¿qué es?…

—¡Periódicos viejos! ¡Todos los diarios del año!


Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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