Amor de Niño

Rafael Delgado


Cuento


A Cayetano Rodríguez Beltrán

¿Te ríes? Sí; un amor profundo, verdadero, que laceró cruelmente mi corazón de niño, y que ahora todavía, después de tantos años, si le evoco, hace palpitar mi corazón dolorido y humedece mis ojos. Oye: vida alegre la nuestra, vida regocijada y dichosa que tenía algo del vigor de la vegetación del trópico, que se desbordaba por todas partes como las trepadoras en las umbrías, ansiosas de aire y de luz.

De diario las tareas escolares, las rudas tareas del Colegio, encorvados sobre los clásicos, a vueltas con Horacio y Virgilio, rabiando con las dificultades de Terencio y maldiciendo de las pompas de Cicerón. Tarea ingrata, y a mi juicio estéril, y que ahora doy por bien cumplida porque me inició, sin que yo me diera cuenta de ello, en las mil bellezas de la gran literatura latina, sin lo cual no repitiera hoy, lamiéndome los labios, como si gustara de añejo vino, aquello del Mantuano:


Et jam summa procal villarum culmina fumant
Majoresque cadunt altis de montibus umbrae.

 

Mas para todo había tiempo: para salir a merodear por los solares baldíos ó deshabitados, a hurtar naranjas; para subir a lo más alto del cerro vecino; para tomar delicioso baño en las pozas más hondas y sombrías del turbio Albano, o ir a vocear en un llano desierto, a la sombra de un ceibo aparasolado y susurrante, la «Vida del campo» de Fray Luis de León, el «Israelita prisionero» de nuestro Pesado y la «Playera» de Justo Sierra.

Si me es dado por el Cielo llegar a la edad de las nieves, y alcanzo larga vida, te aseguro que en los días brumosos y entristecidos de mi ancianidad, cuando revivan en mí todos los nobles sentimientos que hicieron latir entonces mi corazón; al volver la vista a lo pasado, recordaré con alegría infantil aquellas excursiones a través de las espesuras y por las márgenes de los ríos, de las cuales volvíamos cargados de frutos extraños, de flores campesinas y de mil y mil variadas yerbas montaraces, que cortaba nuestra mano amorosa, con destino a un niña, bella como no lo eran las pastoras virgilianas, para una mujer de angélica hermosura, todos los días soñada y siempre desconocida.

Algunos de mis compañeros tenían novia y les escribían cartitas en papel perfumado, con letra microscópica —eso era para nosotros lo más elegante— y a veces con tinta purpúrea, como para decirles que ardían en amor como el mismísimo Macías cuyas trágicas aventuras nos habían dejado boquiabiertos.

En mala hora leímos el poema de don Juan Eugenio. ¡Qué de cosas no admiramos en él! ¡Qué de trozos y escenas nos aprendimos mejor que los pretéritos y supinos! ¡Cómo encendió nuestras almas!

Mis compañeros tenían novia…

Y yo ¿por qué no había de hacer lo mismo que ellos? Pero a decir verdad, ninguna me gustaba. De cuantas chiquillas privaban entonces por bellas y discretas, no era ninguna de mi agrado.

Muchachillas casquivanas —decía yo para mí— que dan oído a los requiebros de esos calaveras de mis amigos; que hoy se enamoraban de éste y mañana de aquél… Yo soñaba con una señorita rubia, de ojos azules, esbelta y tímida, como aquella heroína de un drama inglés que, por mi mala suerte decoraba el gabinete de mi padre: Cordelia, la dulce Cordelia, ante la cual me quedaba yo absorto, ido, estático. Aquella sí que merecía los ramos de orquídeas y los haces de helechos, los frutos raros y los nidos de plumón. Y merecía más, mucho más: ser amada por tan alta manera, que la pasión que ella inspirara ennobleciera mi corazón, alumbrara mi espíritu con luces celestes y señoreara por siempre mi albedrío.

Debía poner mi amor en una mujer como aquella, como la dulce princesa de rico brial, pie breve y largas trenzas, que aparecía en el cuadro, acercándose trémula y llorosa hacia el mortuorio lecho de su padre infeliz.

Y a decir lo cierto, me enamoré de aquella imagen, y durante muchos meses no viví más que para admirarla como a un portento de hermosura, para adorarla rendido, ciego, loco.

Loco, sí, porque aquello era una locura, y a ningún cuerdo le ocurriría prendarse de un excelente grabado inglés. Dejé amigos y paseos, renuncié a las expansiones vespertinas por los collados y las riberas, y, en apariencia, me hice laborioso. Concluidas las cátedras volvía a mi casa, me encerraba en el gabinete y me entregaba a la contemplación de mi ídolo.

Mi padre me decía:

—Niño, te has vuelto trabajador en demasía; bueno será que dejes un rato esos libros.

—No; hay que terminar la versión; esta «Epistola ad Pisones» es cosa seria…

Y ahí me teníais en el gabinete, feliz y dichoso, porque estaba yo cerca de ella, de la dulce Cordelia, de mi encantadora princesa… Pero, ¡ay!, el cuadro estaba en alto y era preciso tenerle más cerca. Solicité el permiso paternal para arreglar el gabinete; insistí, rogué, volví a rogar, hasta que al fin me fué concedido lo que deseaba. Pronto le arreglé a mi satisfacción. El cuadro ocupó el sitio principal, donde la luz daba de lleno, bajo, al alcance de mis manos.

Cuando salió el criado, a quien no permití tocar el cuadro, y me quedé a solas, trémulo de emoción, murmurando no sé qué frase apasionada, me acerqué a mi ídolo y —no te rías, que aquello no era para reír— dí rienda suelta a aquel amor, y como si se tratara de un ser real, hice a mi Cordelia una declaración en toda forma.

Y rendido, sin fuerza, viendo que no respondía a la tierna y entusiástica manifestación de mi sentimiento, avergonzado, herido en lo más sensible de mi corazón por el desdén de mi diosa, me arrojé en el sofá bañado en lágrimas.

—¡Locura —dirás— locura! Dí cuanto quieras; pero, óyeme bien, aunque no me creas. Allí, oculto el rostro entre las manos, permanecí hasta la caída de la tarde. Obscureció, y por el abierto balcón, entró la luz de la luna, y entonces… entonces oí en el aposento algo vago y misterioso como el ruido de las corolas que se abren al beso de los silfos; como el tronido de las azucenas cuando desgarran su traje nupcial; como el rumor de los carrizales movidos por el céfiro; como el roce de una falda de seda…

Alcé el rostro, y ví, no sé si con asombro o espanto, que el cuadro estaba abajo, reclinado sobre el muro; que el grabado crecía con él, y que de las tintas obscuras de la estampa se desprendía lentamente, indefinida, vaga, vaporosa, una figura graciosa y esbelta, que salió del marco y poco a poco se fué acercando hasta llegar a mí…

—Mira, Enrique, no te rías de mi locura… —Y llegó, sí, llegó, serena, dulce, arrastrando su falda nívea, y cuando estuvo a mi lado, levantó aquellos brazos que tan lánguidamente caían sobre los pliegues del brial, y poniendo en mi frente una mano, me dijo quedo, muy quedito, con dulcísimo acento que resonó en mi alma como el eco de una harpa de oro:

—No llores…

¡Un sueño! —dirás. ¿Un sueño de impúber? No; estaba yo despierto, te lo juro!

Alguien entró en el gabinete, llevando una luz. La visión se desvaneció. El cuadro estaba en su sitio, y cuando alcé los ojos buscando a Cordelia, no ví más en él que el reflejo de la lámpara; un reflejo rojizo que parecía incendiarla.

Desde aquel día mi amor fué en aumento. Ni estudiaba yo, ni leía, ni tenía tiempo para nada, como no fuera para encerrarme en el gabinete, solo con mi amor. No, allí estaba ella, pero, ¡ay!, fría, indiferente, desdeñosa; atenta a su padre muerto, fija la mirada en aquel anciano que tendido sobre un lecho de terciopelo negro, pálido y rígido, ni me movía a lástima, ni me inspiraba compasión.

¿Cómo vencer aquella indiferencia? Con ruegos… En vano! Y aquel amor de loco crecía y crecía, me dominaba por completo, me avasallaba y me hacía pedazos el corazón.

Abatido, desalentado, huía yo al campo, lejos, muy lejos de aquella imagen que ejercía en mí fatal influjo.

Ya supondrás que los libros me aburrían, me cansaban; que los trabajos escolares eran un suplicio para mí, y que Horacio y Virgilio me fueron odiosos como nunca.

En el campo… ¡ah! En el campo me entregaba yo a soñar, a pensar en ella. Sentado en alta roca, desde la cual se dominaba la ciudad, en una roca rodeada de helechos y de flores purpúreas, me abismaba yo en la contemplación de las lejanías y mi pensamiento vagaba melancólico y lánguido por los mares opalinos que fingían en el horizonte las últimas luces del crepúsculo. Llegaba la noche, y friolento y desalentado descendía yo, paso a paso, por la vertiente, trayendo galanos ramilletes para mi ídolo; pobres flores que se marchitaban al píe del cuadro, cerca de aquel viejo Lear ya odioso para mí…

A veces cuando vagaba yo con paso distraído por los campos, me parecía verla cruzar rápida y fugitiva por las umbrías y creía escuchar el eco de su voz…

Caí enfermo, estuve a punto de morir.

Quince días luché con la muerte. Al volver a la vida, mi primer pensamiento fué para Cordelia. Durante la convalecencia quise ir al gabinete. Mi buena madre, deseosa de complacerme en todo, me condujo hasta allí, ayudada de una amiga, y fuí,… Nunca hiciera, yo tal. Al entrar en aquel santuario de mi amor misterioso, cuando iba yo a ver a aquella por quien suspiraba y padecía, supe con espanto, con ira, con rabia, que el cuadro había desaparecido. Dí un grito y caí sin sentido…

Después me dijeron que el médico, que durante mi enfermedad me visitaba dos o tres veces al día, con una insistencia que rayaba en mala crianza pidió el cuadro, y tanto le pidió a mi padre que hubo de renunciar a su grabado predilecto.

Pues ahora, Enrique, voy a decirte una cosa. Ese amor de loco, que locura era y nada más, dejó en mi corazón tan hondas huellas, que hasta hoy no le puedo echar en olvido. Su recuerdo es dulce para mi alma; es una de esas libélulas de oro, una de esas mariposillas cerúleas de que habla no sé quién, que vienen hasta nosotros desde los vergeles de risueña edad, trayendo en sus alas frescos aromas primaverales, algo de la dichosa juventud.

Más tarde, cuando ya no bebíamos en los libros del Venusino


El viejo vino que remoza el alma,
 

ni gustábamos en las églogas de Virgilio la siciliana miel, supe que la encantadora niña objeto de mis primeros amores, era una heroína de Shakespeare. Y… seré franco, nunca he leído esta tragedia del Rey Lear, de que nos hablabas hace poco, ni la he leído, ni he de leerla jamás.


Publicado el 1 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Leído 9 veces.