Amparo

Rafael Delgado


Cuento



A Eliézer Espinosa

I

El padre, muy honrado y trabajador, antiguo empleado de un ferrocarril, pereció, como tantos otros, en un descarrilamiento. La infeliz viuda, abandonada en extraña tierra, dolorida y delicada, buscó y halló trabajo en una fábrica de cigarros; mas débil por naturaleza no soportó mucho aquella tarea superior a sus fuerzas y se enfermó. La tisis, esa enfermedad de los pobres y de los miserables, le echó la garra con tanta crueldad que pronto la infeliz viuda, antes tan activa y diligente, comenzó a languidecer de tal manera, que era cosa de milagro cómo se sostenía y atendía a todo.

Sin embargo, como podía iba a la fábrica.

Después de aquella horrible desgracia, después de aquella horrible noche en que le entregaron el cadáver de su marido destrozado por la locomotora y despedazado en el hospital por los médicos, la viuda se gastó cuanto tenía. Pasados tres meses, la miseria y el hambre entraron en aquella casa y tomaron posesión de ella.

El jornal era corto, hubiera sido fácil duplicarlo, pero la viuda se veía obligada a trabajar poco. Las fuerzas le faltaban. La calentura y los sudores eran continuos.

—¡Esto acabará en breve! —decía tristemente, cuando algunas compañeras le indicaban remedios—. No es la enfermedad lo que mata, es la tristeza. ¿Qué será de mi hija si yo me muero? Yo… pronto me he de morir.

Vino la primavera, la estación de la vida, y la pobre enferma mejoró de salud; alivio de algunos días que pasó como una nube desvanecida por el viento.

A las cinco ya estaba en pie, preparando el desayuno o vistiendo a la niña, porque al irse tenía que dejarla en casa de unas vecinas, las cuales cuidaban de la chiquitina y la mandaban a la escuela.

A las seis de la mañana, a la fábrica: a hacer cigarros o a encajillar, hasta las siete de la noche que terminaba el trabajo, del cual salía abrumada de fatiga, teñidas las manos de rojo por el papel bermellonado que usaban para empaquetar.

El regreso a la casa a la luz de los focos eléctricos, por las calles llenas de obreros que salían de sus talleres, tenía para la infeliz cigarrera cierta melancólica alegría. Hasta parecía que se olvidaba de sus penas, ansiosa de ver a la niña que ya la esperaba, muy contenta y cada día más bella, con esa encantadora belleza de las criaturas desgraciadas que llega al corazón como un suspiro de dolor.

El mal seguía avanzando. La obrera de día en día estaba más delicada, sin apetito, con sudores y calentura todas las noches; pero el amor maternal vigorizaba aquel organismo. A la vista de Amparo, la buena mujer se sentía sana y robusta, y hasta acariciaba la esperanza de recobrar la salud, de que vinieran mejores tiempos y de que Dios no le negaría una vida larga, muy larga, para ver a la chiquilla hecha una real moza, buena y linda como una plata, casada con un hombre de bien, si no rico, por lo menos acomodado, a cuyo lado fuera feliz y dichosa.

La niña se dormía, y la pobre mujer, quemada por la fiebre, sentábase a la cabecera para velar el sueño de la chiquilla.

Abatida, inerme, guardando el sueño de aquel angelito de negros cabellos, recordaba tiempos mejores, días de alegría y abundancia; sus amores con el padre de Amparo; la boda a la cual concurrieron muchas personas, tantos amigos que ahora no ponían ya los pies en aquella casa. Vencida por el dolor se echaba a llorar, quedito, muy quedito, para no despertar a la pequeñuela. ¿Qué suerte se le esperaba a la pobre niña, huérfana y sola? Confiada a extraños, recogida por alguna persona piadosa, al lado tal vez de gentes duras de corazón, la chiquilla sufriría desprecios y malos tratamientos, se enfermaría, moriría privada del calor y del cariño maternal.

Bien sabía la obrera que estaba tísica, que su enfermedad era incurable, sin remedio; pero sus esperanzas, único tesoro de los desgraciados, la engañaban, y de rodillas daba gracias al cielo que le otorgaba, no por ella, sino por su hija, larga vida, una vida muy larga. Al fin, sudando a mares, se acostaba a media noche; no muy cerca de la niña, porque como todos decían que la tisis es contagiosa, temía que se le pegara la enfermedad… Y se dormía hasta que los primeros ruidos matinales y la madrugadora luz, entrándose por las aberturas de la puerta, la despertaban para ir al trabajo.

Entonces… otra pena. Era necesario despertar a Amparo. Ésta se resistía y se hacía un ovillo; quería llorar, pero al fin, cediendo a los ruegos maternales, saltaba del lecho soñolienta y silenciosa.

Llegó el otoño, el triste otoño, con sus nieblas, con sus días grises, con sus flores amarillas, con sus rosas pálidas. Los fresnos del inmenso patio de la fábrica comenzaron a soltar las hojas, y la enferma no fué al trabajo: tuvo que guardar cama. Fueron a visitarla algunas compañeras, y, alarmadas, llevaron un médico. El facultativo declaró que aquello acabaría pronto; recetó no sé qué cosas, puso al pie de la prescripción: «pauperrimus», ordenó que trajeran un sacerdote, y se despidió diciendo que ya no tenía qué hacer.

La enferma decía a la chiquilla.

—Si me muero te haré mucha falta; pero Dios velará por ti. Reza, hijita mía, reza para que la Virgen te ampare! Oye: allá en el cielo hay unos angelitos tan lindos como tú, unos angelitos de alas blancas que te cuidarán y vendrán a darte cuanto necesitas. Esos angelitos son los que cuidan de las niñas buenas, sumisas y obedientes; de las niñitas buenas como tú. La Virgen los tiene para que velen por ellas. ¿Verdad que serás buena? Reza, reza… Vamos: «Padre nuestro…».

La chiquitina, sonriendo, repetía la divina plegaria.

Vino el sacerdote. Fué preciso separar a Amparo. Al día siguiente, cuando la enferma se sentía mejor, en los momentos en que nadie se lo esperaba, la desdichada viuda, llena de dulces esperanzas, se durmió para siempre.

II

Triste vida la suya entre aquella gente soez y grosera que la castigaba y la maltrataba sin motivo. El marido llegaba ebrio todas las noches; la mujer le reprendía el vicio, y, de ordinario disputaban y reñían. La niña, temblando de miedo, se acurrucaba en la estera que le servía de lecho, se cubría la cara con la manta y procuraba dormir. Chiquilla como era, trabajaba todo el día. La infortunada no se quejaba de ello: era justo que de algún modo pagara el pan que comía; pero que no la azotaran, que no la golpearan!… ¡Si ella todo lo hacía bien y era obediente y buena!

Ni juegos ni descanso. Era una criada que costaba poco, casi nada, y a la cual podían maltratar impunemente. No iba a la escuela. De buena gana hubiera ido, aunque la castigaran como a Lupita, la hija de la portera, que siempre volvía llorando de la amiga!

La mujer que recogió a Amparo —y, a decir la verdad con la mejor intención— se vanagloriaba de severa y dura, y se creía obligada de castigar a la chica por cualquiera cosa.

—¡Así se hace! —decía—. ¡No saldrás una perezosa! ¡Los arbolitos desde chiquitos se enderezan!

Y por quítame allá esas pajas, por lo más insignificante, por lo más mínimo, había golpes, azotes, injurias y malas palabras. La huerfanita huía e iba a refugiarse en su jergón, creyendo librarse allí de su verdugo.

Una vez, volviendo de la compra, en una mano un cesto de carbón y en la otra un jarro de leche, tropezó y dejó caer el cacharro. El castigo fué duro y cruel; verdadera venganza. La mujer tomó el mango de la escoba y lo hizo pedazos en la espalda de la chica.

Otra vez estaba Amparo en la puerta de la calle, y pasó un caballero que al ver a la niña afligida y llorosa, metió mano al bolsillo y le dió un duro. La inocente niña entró en la casa contentísima, pensando en confites y caramelos, y haciendo sonar la moneda.

Dijeron que había robado, le quitaron el duro y la azotaron.

—¡Embustera! —gritaba la mujer al fustigarla—. ¿Quién te ha de dar a ti?

La chiquilla corrió a su jergón y se arropó, mirando al cielo, en espera de que los angelitos de alas blancas vinieran a socorrerla. Ya se imaginaba cómo vendrían: en bandadas, en raudo vuelo, trayendo sendos canastillos de oro llenos de caramelos, de confites de mil colores, y de hermosas y brillantes monedas.

Un día la pusieron a lavar una jaula, la jaula de un pajarillo cantador, el único ser que en aquella casa no era duro ni áspero con la niña, antes, por el contrario, la alegraba y la divertía. Acabada la obra, cuando la huerfanita contenta y satisfecha, daba por terminada su tarea, Dios sabe cómo se abrió la puertecilla y el clarín emprendió el vuelo por el espacio azulado en busca de arboledas y bosques florecientes.

Amparo se estremecía espantada.

—¡Cuando sepan lo que ha pasado —pensó— me matarán!

Salió a la calle, sigilosamente, recatándose de su verdugo. Trémula, azorada, llenos de lágrimas los ojos, consideró el castigo que le estaba reservado, y presa de honda congoja, levantó al cielo su mirada, buscando a los angelitos de alas níveas.

—Vendrán —se decía— vendrán… Pero, ¿por qué no vienen? ¿Estará muy lejos el cielo? Sí; vendrán trayendo al pajarillo fugitivo…

Esperó en vano; los angelitos no vinieron… Entonces huyó, sin rumbo, por las calles más solitarias, lejos, muy lejos, asustada, recelosa, siempre mirando al cielo, siempre mirando las nubes, aquellas nubes inmóviles, como si fueran de mármol, que no se abrían, que no se abrían para dar paso a los alados protectores… Y como si sus verdugos la siguieran, siguió corriendo, corriendo sin cansancio ni fatiga.

III

En barrio lejano, a la puerta de una casa deshabitada, halláronla a media noche unos guardianes del orden público. Estaba sin conocimiento, ardiendo en calentura. La recogieron, y como nadie dió razón de sus padres, ni la conocía ninguno, la llevaron al hospital.

Allí murió días después. En el delirio de la fiebre, la infortunada criatura hablaba de un clarín que se le había escapado; de angelitos de alas blancas que traían en ricas jaulas de oro pajarillos de mil colores; de una legión de querubines que venían por ella.

—¡Delirios de chiquillos! —murmuraba el médico.

—¡Cosas de enfermos! —repetía la enfermera.


Publicado el 1 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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