Bajo los Sauces

Fragmentos de un diario

Rafael Delgado


Cuento


(Fragmentos de un diario)

A José P. Rivera

Muchos y muy hermosos sitios tiene el Albano en aquella margen, pero el que yo prefería, es, sin duda, el mejor. Está más allá de la Fábrica, río arriba, a la izquierda, en los términos de una dehesa siempre verde y mullida que se extiende hasta las faldas boscosas del San Cristóbal. Es un rincón formado por los derrumbes y ampliado por las crecientes, que la fecunda vegetación tropical no tardó en invadir, cubriéndole de verdura en pocos años. Poblóle de sauces y de álamos; regó en el cantil simientes de mil plantas diversas; sembró gramas perennes en el pedregoso suelo y ornó el peñón, que en el fondo se esconde acurrucado, con musgos y líquenes. Los sauces sueñan cosas tristes inclinados sobre la corriente adormecida y sesga; los álamos alardean de su esbeltez y de sus copas susurrantes.

Trajeron los vientos al peñón polen de orquídeas; brotaron por todas partes las begonias para ostentar sus hojas aterciopeladas, y los helechos prosperaron aquí y allá para lucir cada verano sus túnicas de seda. Los convólvulos treparon por todas partes, derrochando cráteras y festones; las aroideas hurañas buscaron abrigo y humedad, y mientras los lirios campesinos se instalaron con las ovas crinadas cabe el raudal silencioso, los romeros acuáticos vinieron rodando en busca de los islotes.

Sitio encantador como perdido en un barranco, lejos de la ciudad y no conocido de cazadores.

¡Cuántas mañanas de invierno, cuántas tardes de otoño, pasé a la sombra de aquellos sauces melancólicos! Tendido en la grana, a un lado el libro, dejaba yo vagar el pensamiento por las regiones encantadas de los mundos imaginarios.

A los catorce años, cuando las esperanzas juveniles no abren aún sus flores; cuando no sabemos todavía lo que es dolor, gusta el alma de la soledad de los campos y parece que encuentra en las arboledas, en las aguas, en las flores y en los pájaros, amigos cariñosos que contestan a todo con una sonrisa, que repiten dulcemente nombres amados.

No me arredraba la distancia y frecuentemente huía yo a mi rincón querido, seguro de hallar en él algo nuevo que hasta entonces se había ocultado a mi curiosidad.

Conocía yo todos los escondrijos del bosquecillo, todas las plantas, todos los árboles, todos los nidos y todos los pajarillos moradores de aquellos follajes. Aquel sitio era mío, sí, mío; nadie podía disputármele, y como el rico que visita sus propiedades, las sementeras, las florestas, las tierras de labor y los prados, recorría yo aquel sitio, dándome cuenta y razón de cuanto allí tenía.

¡Ni los invernaderos de un rey guardaban más tesoros! ¡Si creo que allí había todas las plantas, desde el hisopo humilde, hasta el cedro orgulloso!

En primavera me daba lirios de suave aroma; en estío flores extrañas de rosada corola; en otoño frondas teñidas de púrpura, y en invierno líquenes pajizos. Los moradores de mi jardín, los mirlos y los jilgueros me regalaban, de abril a julio, con celestiales músicas, y en la estación pluviosa no era raro encontrar allí alguna garza de nívea pluma que triste y melancólica soñaba, sin duda, con lagunas distantes y lejanas tierras. Al ruido de mis pasos en la hojarasca alzaba el vuelo, trazaba en el aire grandes círculos e iba a perderse en la ribera opuesta.

Pero ni pechirrojos, ni jilguerillos huían de mí. Cerca, al alcance de mi mano, cantaban que era una gloria. Desde allí no se descubrían ni la ciudad, ni los montes que circundan el valle. Apenas se veían los techos de la fábrica, la chimenea altísima que dispersaba al viento, al grato viento vespertino, el humo negro de sus hornazas, como la plumazón de cien aves, sobre el cielo azul, dorado por las postreras luces del día.

Soñaba yo. Benditos sueños de la edad venturosa que no vienen a turbar dolorosas memorias; que son como el reflejo de una alma virgen, y que nos hacen viajar por las regiones de lo porvenir, en alas de la gloria; que nos llevan en misterioso esquife, hacia las tierras azules del primer amor. Amor presentido, santo como las caricias maternales, puro como la gota de rocío que ilumina con multicolores cambiantes la corola de temprana florecilla, y con el cual se compadecen a maravilla las selvas rumorosas, el ruido de los pájaros en los nidos, el capullo que se entreabre, destilando esencias, el querellarse de la tórtola, el arroyuelo gárrulo, las mariposas que orean sus alas y que se aprestan a volar, la música agreste de los vientos en los carrizales inquietos, en las copas de los álamos, y en el triste follaje de los sauces, en los árboles de los ríos, imagen de la vida en Jos árboles de los sepulcros, símbolo del dolor.

¡Cómo aquella virgen naturaleza tenía respuestas para toda queja, voces de aliento para toda esperanza, halagadoras frases para toda ilusión!

La gloria se me aparecía entre aquellos árboles, luminosa, olímpica, coronada de estrellas; el amor surgía ante mis ojos bajo la forma de gentilísima doncella, y la vida toda me anticipaba sus goces sin una sombra de dolor.

¡Benditas horas aquellas en que la ensoñadora fantasía volaba rauda por las regiones del éter, y ajena a las desventuras de la vida, se embriagaba de luz, de aroma y de poesía! ¡Ah, si me fuera dado volver a gozarlas! A la caída de la tarde decía yo adiós a mi jardín, a mi río, a mis bosques, a mis flores, a mis pájaros. La noche bajaba a todo correr de las montañas; el río dejaba oír su voz en las quebradas; la fábrica encendía sus luces, y en las chozas del monte fulguraban las hogueras.

El vientecillo helado me hacía estremecer con estremecimientos de muerte, como si a los placeres de la tarde fueran a suceder agudos dolores, y lentamente, con paso desmayado, me dirigía a la ciudad, envuelta ya en la sombra.

Allá, en la región del Poniente, un reflejo rojizo: el sol que se iba, que se había ido ya. Por todos lados montañas obscurecidas. En medio del valle, la ciudad despidiéndose de la luz con el solemne tañido de sus campanas. En el cielo, saliendo de entre una nube negra orlada de plata, unas cuantas estrellas, la luna creciente, entristecida, pálida.

Ayer visité ese sitio para mí tan querido. No ha variado. El hacha del leñador ha respetado los álamos y los sauces; aún existen aquellas plantas que eran mis amigas, aún cantan en el peñón los pajarillos, y el río corre hoy entre los carrizales tan sereno y adormecido como en aquellos felices años de mi juventud. Pero, ¡ay!, ni árboles, ni flores, ni linfas, ni pájaros, ni vientos me hablaron de aquellos ensueños de color de rosa que encantaron las dulces horas de mi mocedad. No tuvieron para su viejo amigo ni una palabra consoladora. ¡Hace veinte años! ¡Cuántas lágrimas!


Publicado el 1 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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