Crepúsculo

Recuerdos de un viaje a la costa de sotavento

Rafael Delgado


Cuento


(Recuerdos de un viaje a la costa de sotavento)

Salimos de Medellín y pronto perdimos de vista sus espesos bosques regados por la deliciosa corriente del Jamapa.

Caminábamos siguiendo el hilo telegráfico; al través de inmensas llanuras alfombradas de pródigos gramales, donde pacían pintorescas toradas que lentas y como perezosas se alejaban de nosotros al aproximarse nuestras cabalgaduras.

Nos rodeaba un horizonte sin límites cuyo círculo no interrumpía ni la remota línea de una selva, ni la silueta de un árbol, ni los caprichosos y esfumados contornos de una montaña, ni la oscura sombra de agreste caserío.

El cielo, cubierto de plomizas nubes, apenas dejaba ver, de cuando en cuando, una ráfaga de oro que, rompiendo el nublado, parecía anunciar a los campos el ocaso próximo del sol.

Ni una flor, ni una ave que hiciera menos monótona aquella sabana donde la vista se perdía y la imaginación plegaba las alas, vencida por el cansancio. Ni rumor de aguas, ni susurros del viento… sólo oíamos el paso de nuestros caballos y la voz del guía que cantaba, entre dientes, triste son de la tierra, y que se adunaba por lo desmayado y lánguido al pálido espectáculo que teníamos delante, por extremo extraño en aquellas fértiles y fecundas regiones a la hora del crepúsculo.

Poco a poco se despejó el cielo, y aparecieron en las profundidades de su bóveda, azul como el zafiro, magníficas nubes: hacia Oriente largos celajes horizontales que declaraban la proximidad del mar; hacia el Ocaso los gigantescos cúmulos de las comarcas montañosas, teñidos de jalde y púrpura por el sol que caía, cúmulos que se movían lentamente, simulando castillos feudales presa de las llamas, lagos de fuego, ora serenos, ora tempestuosos, animales heráldicos de aspecto espantoso, peces de gualda que bogaban en linfas blancas, aves de lumbre, águilas ardientes que cruzaban el espacio centelleantes, con brillos de hornaza, endriagos y quimeras que se entrelazaban y escurrían en giros incomprensibles y pavorosos. A la izquierda aparecieron pronto, interrumpiendo la igualdad fatigosa del paisaje, las cercanas lagunas de Mandinga, hermosas como espejos de plata, en cuyos cristales desplegaban sus velas, como una parvada de cisnes, multitud de esquifes pescadores. A la derecha la estupenda vegetación tropical surgía ante nosotros con toda su regia magnificencia.

Atravesamos la «raya» de una «mata». A la uniformidad de la llanura sucedió de pronto la pompa abrumadora de las selvas vírgenes.

Altas y gentiles palmeras, de múltiples formas, las unas irguiéndose soberbias con sus penachos inquietos, desplegando las otras sus ruidosos abanicos, columpiando aquéllas, al soplo del terral, sus graciosos plumeros; «Pochotes» colosales que esparcían al viento el nítido vellón de sus frutos maduros; higueras aparasoladas de níveas flores, airosos papayos; plantas de follaje flabeliforme; «cocuites» florecidos de sueltos y flexibles tallos; gramíneas altísimas, por cuyas cañas trepan enroscándose los convólvulos campesinos, como si quisieran alcanzar con los extremos pegajosos de sus guías, la espiga en sazón que ondea cimbrándose; ceibas seculares entre cuyos brazos arraigan las bromelias, robustas, recias, indómitas, con flores que semejan sagitas y dardos tintos en sangre; orquídeas de forma singular y penetrante aroma; magiares de follaje craso y raíces colgantes que bregan y bregan largos años para llegar al pantanoso suelo todo envuelto en una red de robustos bejucos y menudas trepadoras que impiden el paso y coronan las copas de los árboles con opulentos ramilletes de campánulas de mil colores.

Allí germinan, crecen y florecen «mantos de la Virgen» cerúleos y sanguíneos, «quiebraplatos» de alba y delicada corola, leguminosas áureas de bracteados festones, entre cuyas guías anidan y revuelan, como un puñado de pedrería arrojado al través de la selva, colibríes de incansable prestigioso vuelo, luciendo en sus plumas los más variados y maravillosos esmaltes; mariposas de tul de opalinas alas; centzontlis de canto dulcísimo y de vibrante voz; «turpiales» de rojo pecho, «sargentos» carminados, torcaces grises, melancólicas y arrulladoras; «cardenales» de gallarda cresta; y papagayos y tucanes, cuyos colores codiciaría la paleta de un pintor.

La noche se acercaba. El sol incendiaba con sus postreros rayos la llanura, y un murmullo solemne y misterioso se alzaba por todas partes.

Parvadas de toda especie de aves cruzaban el espacio en bajo vuelo, y parejas de loros buscaban su nido en los «overos». En lo más alto del cielo, sobre el raudo torbellino de garzas blancas y de color de rosa que iban hacia las lagunas se tendían en movibles cintas los ánades salvajes.

Hundía el sol en las vagas lejanías su disco enrojecido, y rojas estaban las nubes y roja la llanura. Las tinieblas luchaban por extinguir los últimos fulgores de la luz; el murmullo del campo aumentaba y subía a los cielos como las plegarias de un pueblo devoto que ora ante el altar, y cuando, a intervalos cesaba la greguería de los loros, la serpiente dejaba oír su agudo silbido. El pájaro «vaquero» lanzaba su grito prolongado, y el «ataja-camino» saltaba tenaz e incansable delante de nosotros.

Ante aquel cuadro jamás presentido y nunca imaginado, lleno de fe, de admiración, de respeto y gratitud, detuve mi caballo, y trémulo, con la frente baja, murmuré el nombre sacrosanto del autor de tantas maravillas.

* * *

Se apagaron los últimos fuegos del cielo, se obscureció la tierra, y el sol al hundirse mostró el nevado pico de Orizaba, que trajo a nuestra mente el recuerdo de seres queridos.

Cesaron cantos, ruidos, rumores y murmullos, comenzaron a encender los cocuyos sus linternillas, y seguí mi camino, oyendo los cantos melancólicos del guía.


Publicado el 1 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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