Cuentos y Notas

Rafael Delgado


Cuentos, Colección



Prólogo

Todos estos cuentos y todas estas notas —que algún nombre he de darles—, fueron publicados en periódicos del Estado de Veracruz y de la capital de esta República. Hoy salen nuevamente, con pocas enmiendas y correcciones (que ni tiempo ni buen humor he tenido para hacerlas), en obsequio de algunos antiguos y por ende fieles amigos, y a instancias del editor de esta Biblioteca.

Confieso llanamente, y válgame algo la franqueza, que no tengo tales escritos por cosa muy subida y quilatada de mérito; pero asimismo declaro, lector amabilísimo, que no los creo indignos de tu discreción ni merecedores de perpetuo olvido.

Son hijos míos, hijos de mi corto entendimiento, y nacidos todos ellos en horas de amargura y en días nublados, casi al mediar de mi vida, de esta pobre vida mía que no será muy larga, y en años en que sólo el cultivo del Arte puede alejar de nosotros el recuerdo de seres amados, idos para siempre, y en que, dolorido el corazón, nos entregamos de grado a las añoranzas de la muerte.

Algunos de los cuentos, sucedidos, notas, bocetos o como te plazca llamarlos, «El Desertor», «El Asesinato de Palma-Sola», «Justicia Popular» y otros semejantes, son meros apuntes de cosas vistas y de sucesos bien sabidos, consignados en cuartillas por vía de estudio, con objeto de escribir más tarde (mi sueño azul) una novela rústica y veracruzana, a manera de «La Parcela» de mi admirado amigo don José López-Portillo y Rojas; novela en que palpiten la vida y las costumbres campesinas de esta privilegiada región; páginas en que puedas ver cómo aman, odian y trabajan nuestros labriegos, cómo viven y cómo alientan y se mueven; en suma: tales como son. Otros (hablo de los cuentos y de las notas), son impresiones mías, algunas muy íntimas y personales —las que yo me sé—, y lo restante trata de cosas más vistas que inventadas.

¡Dios me dé salud y reposo para poner mano a la susodicha novela rústica, y no me niegue favor y ayuda para que salga digna de nuestra naciente literatura regional, y del pueblo que habrá de inspirarla y producirla!

Algo necesito decirte de uno de los cuentos que vas a leer, de uno intitulado «El Asesinato de Palma-Sola». Y es que un periodista de Villaverde —muy señor y muy amigo mío— tuvo a bien reproducir el cuentecillo, y hacerle variantes, y ponerle un vocabulario, «ad usum Delphini», de cuyo valor y de cuyas calidades no quiero ni debo responder.

Comprendo que para los lectores españoles y sudamericanos vendría como de perlas, a la fin de este libro, un vocabulario que les enseñara lo que dicen o quieren decir ciertas palabras de uso corriente entre nosotros. Quede reservada tamaña labor a los filólogos, y a quienes, como el inolvidable García Icazbalceta, gusten de catalogar vocablos y de rebuscar, en libros viejos y nuevos, voces y modismos que vayan a aumentar con oro de América (no aquél de duendes de que hablan las historias, sino otro tan acrisolado como bien habido), el inmenso tesoro de la incomparable lengua del pasmoso Cervantes y de mi amadísimo Pereda.

Y… dispensa las mil erratas que, a pesar de mi empeño, ha sacado este libro, y perdona las faltas de este prólogo y de las páginas que vas a leer.

Rafael Delgado.

Adolfo

A Micrós

I

—Quiere usted saber esa historia?…

Era un guapo mozo. La última vez que vino a visitarme fué en Navidad, después del baile de la señora de P… aquel baile de fantasía, suntuoso y brillante como una fiesta de hadas, que tanto dió que hablar a los periódicos y tanto que disparatar en jerga hispano-gálica a los Langostinos de la prensa.

Estuvo sentado en ese sillón, cerca de esta mesa, triste, desalentado como un enfermo. Durante la conversación, si tal nombre merece hablar con monosílabos, jugaba con este lindo cuchillo de nácar, o se entretenía en hojear una colección de estampas de Goupil.

Era un guapo mozo: distinguido, elegante, un ser mimado de la Fortuna. Me parece que le veo… Gallardo cuerpo, frente despejada y hermosa, facciones delicadas, recta y fina nariz; pálido, con la palidez de Byron o de Werther; ojos negros, grandes, rasgados, vivos, llenos de pasión; barba cortada en punta, a la antigua usanza española; bigote retorcido y echado hacia adelante; en fin, algo de «la fatal belleza de un Valois». Además, talento, cultura, juventud y riqueza.

Amado de sus padres, como hijo único, heredero de cuantioso capital, admirado por sus trenes y sus caballos, rodeado siempre de amigos, le envidiaban todos los hombres e interesaba en su favor a todas las mujeres.

¡Qué distinguido cuando se vestía el frac! ¡Qué gentil a caballo, vestido con nuestro elegante traje nacional! ¡Qué regia majestad la suya en el baile de la señora P…! Calzas negras, de seda; jubón y ropilla de terciopelo negro, acuchillado de azul; birretina de luenga pluma, y al cinto una daga milanesa con el puño cuajado de brillantes.

Entró en el salón, alegre, regocijado, feliz, ebrio de vida y de amor; pero después de la media noche, en el cotillón, a la hora del juego de los ramilletes y de la manzana de oro, observé que al estrechar la mano de Enriqueta, la encantadora hija del General A… convertida esa noche en una Ofelia «deliciosa y espiritual» —así lo dijo en «El Abanico» el cronista Querubín—, cuando todas las miradas estaban fijas en él, le ví demudarse, temblar, bajar los ojos, y murmurar al oído de su compañera una de esas frases frívolas y vanas, una estupidez de salón, acaso encubridora de pena profunda.

A poco salía de aquella casa para principiar una vida de horribles degradaciones que acabarán por llevarle al sepulcro.

II

Esa misma noche, cuando nadie se lo esperaba, cuando a ninguno se le ocurría semejante cosa, el General anunció a sus amigos y a sus íntimos el próximo enlace de su hija Enriqueta con el banquero Z., caballero muy estimable y respetado por sus altas prendas morales y por sus millones; persona mayor de sesenta años o poco menos, y hasta entonces célibe.

No dábamos crédito a tal noticia. Cuando ésta corrió de boca en boca, por los salones, los caballeros se quedaban atónitos, las damas sonreían, las niñas casaderas murmuraban por lo bajo y en los ojos de todos centelleaba una dulce alegría.

—¿Cómo ha sido esto?

—¡Sépalo el diablo!

—Pues nada más cierto. Acabo de oírlo de los labios del papá…

—¿Y Adolfo qué dice de todo eso?

—¡Qué sé yo! La invitó a bailar el primer valse, pero apenas dieron una vuelta… No cesaban de hablar… de algo grave, sin duda. Ella apenada y triste. Él, colérico, sombrío… De seguro que aquí se decidió la cuestión… ¡Si tendremos un duelo!

Y un coro de risas saludó al noticioso que decía estas palabras.

III

Adolfo amaba a Enriqueta con toda el alma, como se ama a los veinticinco años, cuando tenemos abierto el corazón a todo sentimiento generoso; la amaba con ese amor profundo de la edad viril que enlaza dos seres y hace de dos vidas una sola.

Enriqueta también le amaba.

El anciano pidió la mano de la rubia señorita, y en pocos días, gracias al empeño de la familia y no sin largas conferencias, penosos debates y quejas y lloros, aceptó al caballeroso banquero.

¿Cuándo y cómo terminaron los amores de Adolfo y de la blonda señorita? Nadie logró saberlo; pero todos aseguran que fué en el baile de la señora de P… porque desde esa noche, el amigo bullicioso y alegre, el chispeante y regocijado Adolfo, se volvió meditabundo, triste y sombrío…

Dicho se está que la última vez que vino a visitarme fué por Navidad. Yo esperaba que conversaría del baile, y que, sin tocarle el punto, me hablaría de la boda de Enriqueta, anunciada para los últimos días de enero. Adolfo tenía suma confianza en mi discreción y de seguro que venía en busca de alivio y de consuelo, como en otras ocasiones; que no por ser mi amigo uno de los preferidos de la suerte, dejaba de arrastrar, como todos los mortales, la pesada cadena de las humanas desventuras. Me engañé: apenas despegó los labios durante la visita.

—¿Qué estás escribiendo? —me dijo—: ¿Versos? ¡Ilusiones, locuras! ¡Sueños, palabras bonitas! Pétalos de rosa que la crítica de un gacetillero famélico esparce al viento de la mofa…

Y sin dejarme replicar, añadió:

—Vengo a decirte adiós…

—¿Estás de viaje?

—Sí.

—¿A Europa?

No respondió; se puso a mirar las estampas. Comprendí que el dolor le abrumaba. Para aliviarle, quise que me contara sus cuitas, y le dije:

—¿Es cierto que Enriqueta se casa con don Alberto?

—Sí —respondió con visible esfuerzo—, se casa y sin amar al que va a ser su esposo; se casa porque…

—¿Y qué piensas hacer?

—Nada.

—¿Nada?

—Nada.

—¿Qué dificultades, qué obstáculos pueden impedirte un enlace… ¿No te ama?

—¿Que si no me ama? ¡Ay Carlos!

—Pues bien, si es así, con facilidad conseguirías que…

—Te comprendo… Pero no lo haré.

—¿Por qué?

Mi amigo calló. Dos lágrimas, dos lágrimas de esas que bajan quemando el rostro, rodaron por sus mejillas. Sacó el pañuelo, se enjugó los ojos, y después de un rato de silencio, prosiguió:

—¿Por qué? Porque no. Don Alberto es un antiguo compañero de mi padre; amigos desde la niñez; se aman como dos hermanos; juntos se educaron, no pueden vivir el uno sin el otro…

—¿Y qué?

—Óyeme: hace quince años mi padre estaba casi arruinado; unos cuantos meses… y… la bancarrota, la miseria, acaso el hambre! Atrevidas combinaciones mercantiles le tenían en grave compromiso y a punto de quedarse en la calle, a un pan pedir… lo supo don Alberto, y ese anciano, ese caballero que ahora me arrebata cuanto constituye mi dicha y mi felicidad, le salvó. Dinero, crédito, cuanto tenía, todo lo puso en manos de mi padre, aun a riesgo de arruinarse también. ¡Cuanto soy, cuanto tengo, cuanto valgo, todo, todo se lo debo a él! Voy a pagar con el más duro sacrificio tantas mercedes…

—Pero…

—Así saldaré una deuda de familia. ¡Eh! ¡No hablemos más de eso, Carlos! ¡Por tu vida te ruego que no digas nada de lo que te he contado! Nada de esto sabe Enriqueta. Para ella aparezco y apareceré siempre como un galanteador vulgar, vano, inconstante, frívolo, más enamorado de un carruaje o de un caballo de carrera, que de una mujer bella y amable… ¡Adiós!

—¿Te vas?

—Sí.

—¿A dónde? ¿A París? ¿A Italia? ¿A España?

—No lo sé. En busca de olvido; a aturdirme, a ahogar en el bullicio de las primeras ciudades del mundo este dolor que me consume; a distraer esta pena que me aniquila…

IV

Tres años después supe en la casa de la señora de P… que Adolfo había vuelto de Europa. Fuí a visitarle, y no me quiso recibir; volví otra vez y me lo negaron. Alguno me dijo que estaba inconocible, degradado; que había perdido en Monte Cario un capital; que había pedido a la «musa verde» el alivio de un mal incurable, de un amor sin esperanza…

¿Dice usted que desea conocerle? ¡Para qué! Por ahí anda, por esas calles, por los barrios de peor fama, de taberna en taberna, arrastrando en los fangos del vicio una alma generosa, los restos de una vida infortunada, y, toda entera, una pasión indómita y terrible.

Ya no es el garrido mancebo de arrogante aspecto, de gallarda cabeza, de facciones delicadas, de aristocrática apostura, de española barba, de vivos y apasionados ojos… Encorvado, enfermizo, decadente, torpe en el andar, hirsuto el cabello, hinchado el rostro, en nada se parece al gentil caballero de los bailes de la señora de P…

Noches pasadas, al volver de la ópera, le ví en una taberna, solo con su embriaguez, echado sobre el mármol de una mesa, una copa en la mano, contemplando con ardiente mirada los cambiantes opalinos de la fatal bebida, en la cual se reflejaban los rayos de oro de la luz eléctrica.

¿Qué miraba mi pobre amigo en el fondo de aquella copa? ¡Acaso el rostro de una señorita rubia, vestida con el traje de la pálida Ofelia!

Mi vecina

A Manuel Bringas

¡Fiesta de boda!… Ruidosa fiesta que ha dado que hablar a todo el barrio, que ha revuelto la calle entera, desde la especiería de don Venancio, hasta la casa de Chucho Carrasco, el sastre afamado de la gente obrera, y desde la carbonería de la tía Chepa hasta la Escuela de don Cleto de la Pauta, una escuela municipal, en la cual se ha desarrollado en estos últimos días el gusto por el canto de modo tan activo, que me tiene destrozados los tímpanos. Ruidosa fiesta cuyos ecos regocijados llegan hasta aquí, a turbar con sus interminables polcas y sus mazurcas lánguidas, el triste silencio de mi gabinete. Desde bien temprano hemos tenido música. ¡Y qué música! Un salterio vibrante, una flauta querellosa, un violín trémulo y un bajo enronquecido; cuatro instrumentos mal concertados que de pura alegría se hacen pedazos y que en dos por tres desgarran el repertorio zarzuelesco con sus correspondientes y populares derivados.

Esta mañana, muy de madrugada, se casó la chica, y a las cuatro y media todos los pacíficos vecinos despertamos al ruido de los simones. Se ha casado Clarita, la perla del barrio, la guapa morena de ojos negros y talle cimbrador. Ayer todavía era una chiquitína que, con la almohadilla bajo el brazo, salía para la amiga en puntito de las ocho.

Pálida, enclenque, enfermiza, tristemente traviesa y vivaracha, no prometía larga vida. Puedo decir que la he visto crecer. ¡Quince años! Tres lustros pasados como un soplo… ¡Y qué bien lograditos! La que hace poco tiempo parecía delicada y débil, es hoy una real moza, una muchacha encantadora en todo el esplendor de la belleza primaveral.

El novio es un talabartero, de rostro franco, mirada sincera y regular estatura. Viste por lo común de charro: pantalón ceñido y chaquetilla galana, y gasta un sombrero de felpa negra, «a lo Policiano», muy bien revirado y calado con singular desgaire. Hoy anda de ataque: pantalón negro y ancho, corbata azul y saquito entallado. La novia fué a la iglesia vestida de blanco, con largo velo y corona de azahares, vaya, guapa y reguapa!

¡Pobre chica! Muy digna es de todo esto, por lo hacendosa y trabajadora. El padre era un artesano inteligente, inteligentísimo, hábil en su oficio como pocos, y que gozaba de gran crédito. Cuentan que tuvo sus épocas de prosperidad y desahogo; pero en los últimos años de su vida se vió en la más espantosa miseria.

El pobre hombre echaba sus «zarambecos» y de «mona» en «mona», de «turca» en «turca», de «jurria» en «jurria» y de «zumba» en «zumba», llegó a ser en pocos años un ebrio asqueroso y repugnante. ¡Adiós taller! ¡Adiós parroquia! ¡Adiós crédito y comodidades! Vendió cuanto tenía: ropas, muebles, herramientas y quien ayer no carecía de nada y hasta se tenía guardados en la cómoda algunos cientos de duros, andaba muerto de hambre, cayendo y levantando, de tienda en tienda, de «changarro» en «changarro», mientras su mujer y sus hijos estaban a un pan pedir. Dos hijos que bien merecían otra suerte, Clarita —la que hoy se ha casado— y Antoñito, un desgraciado niño corcovado y contrahecho, pícaro y malicioso como un diablo, con una geta sarcástica y burlona que alejan de cuantos le miran todo sentimiento de compasión.

Seis o siete años bregaron con la miseria. Doña Marcelina —la madre— al ver los desórdenes de su marido, se puso al trabajo, y con tal empeño, que a poco tuvo fama el chocolate hecho por sus manos, o molido bajo su dirección. Antiguas amistades, viejos conocimientos entre familias ricas y especieros del buen comercio le valieron, y en tanto que su desdichado marido corría sus «prándigas» con otros de la misma calaña, gastándose a veces lo que Marcelina ganaba, Clarita iba a la escuela de la Sociedad Católica, y el jorobadito, que no sacaba buey de barranco, recibía cada tunda de su maestro, que Dios tocaba a juicio.

Por fin quiso Dios llevarse al borracho, quien muy contrito y bien dispuesto, emprendió el gran viaje y se fué a descansar a la ciudad de Canillas, dejando en paz a su mujer y a los «hijos de su alma», que ya no podían con él, y que —digámoslo bajito— casi casi se alegraron de verle tendido entre cuatro velas. Le lloraron, sí, le lloraron con abundantes lágrimas; pero la verdad es que para ellos el fallecimiento de don Crispín fué el principio de una era de felicidad y bienestar. Cesaron las penas y los disgustos, acabaron las riñas y las pendencias nocturnas, y no hubo ya palizas y reveses.

Marcelina pudo ahorrar algunos reales, y Clara tuvo vestidos domingueros, y el corcovadito una peseta cada domingo para ir a los toros.

Creció la muchachita, espigó que era una gloria el verla, y suaves tintas de rosa, tiñeron sus mejillas. Vistiéronla de largo, la sacaron de la amiga, y la buena madre contó con ella para el trabajo. No la puso al metate, ni al comal, ni al tablilleo; Clara tomó a su cargo el gobierno de la casa, la cocina, el lavadero y la aguja, y las pobres gentes se arreglaron de tal modo, que pronto gozaron de una tranquila felicidad. Trabajaban, sí, de diario, pero sin disgustos ni penas, alegremente, como si el chocolate fuera a darles, a la fin y a la postre, crecido e inagotable capital.

El muchacho aprendió a encuadernador, y como era listo y buscavidas, y sabía congraciarse con los patrones, no le faltaban cada sábado sus cuatro o cinco duros.

Marcelina, antes flaca y amojamada, dijo a echar carnes y se puso tamaña de gorda, que parecía que nunca había tenido penas ni cuidados y que se la pasaba mano sobre mano.

Pero entonces —porque no ha de haber felicidad completa—, otros disgustos vinieron a turbar su dicha: los que le causaban ciertos amartelados que no dejaban a Clara ni a sol ni a sombra. Primero un estudiante del Preparatorio, relamido y elegantón, de ondas en la frente y cuellos altísimos, un sietemesino callejero que pintaba unas águilas en la esquina que ¡Virgen Santa! aquello era un escándalo. De la mañana a la noche ahí estaba, con el libro bajo el brazo y en la boca tremendo puro, acechando a la chica y requebrando descaradamente a cuantas hembras pasaban junto a él. Luego un dependiente de «La Vizcaína», un gachupín, adusto al parecer, pero en realidad sobrado alegre, que noche con noche subía y bajaba en busca de Clara. En seguida un empleadito de la Receptoría, serio, apacible, mátalas callando, que, sin que nadie se diera cata de ello, hizo llegar a manos de la niña una epístola minúscula, expresiva y apasionada. A ninguno de éstos correspondió Clarita, ni con una mirada, y uno por uno fueron todos dejando el campo.

El colegial y el gachupín riñeron una noche. Hubo gritos, temos, y sapos y culebras, salieron a tomar aire las pistolas, se armó la de Dios es Cristo, vino el gendarme del punto, y los Amadises fueron a parar a la de cuadritos, de donde no salieron hasta después de pagar a razón de cinco duros por cabeza, sin contar el treinta por ciento federal.

El escribientillo se fué en busca de aventuras a mejor barrio, no sin oír antes de doña Marcelina todo un sermón terrífico. Díjole su merecido, el huevo y quien lo puso, por desmandado y atrevido, y… la paz, una paz octaviana, volvió a reinar en la chocolatería.

Clara era una buena muchacha. Jamás contradijo a Marcelina, nunca le ocultó que éste y aquel le paseaban la calle y le hacían cucamonas, y las cosas iban a pedir de boca. Pero —¡fué preciso!— la chica no quería quedarse para vestir santos, y un día, cuando nadie se lo esperaba, declaró que tenía novio.

—Pero ¿quién es, hija? —preguntó asombrada Marcelina.

—Miguel.

—¿Qué Miguel?

—El que trabajaba en casa de los Pérez y que ahora tiene su talabartería aquí a la vuelta…

—¿Ése?

—¡Ése! —exclamó la muchacha—. ¡Y a ése sí lo quiero!

—Pero, hija, ¿qué le has visto?

—¡Pues nada! Que es bien parecido, y buen muchacho y trabajador, y… que por eso anda siempre muy bien plantado, y que —agregó toda encendida— me quiere y lo quiero! Y mañana vendrá el señor cura a pedirme y se lo digo a usted para que no le coja de sorpresa…

—¡Pues bonito! ¡Bonito! ¡Así de golpe y zumbido!

Y Marcelina se echó a llorar, a llorar como una Magdalena. Pero Clarita la acarició, la mimó, le rogó, le suplicó, por cuanto más quería, que la perdonara… y tres días después, un domingo, las vecinas que fueron a misa de doce, llegaron diciendo:

—¿Sabe usté, comadre?

—¿Qué cosa?

—Que hora sí beberemos el chocolate, porque Clara, la hija de la vecina, se va a casar con Miguel… ya comenzaron a rodar.

—¡Vaya! ¡Con razón yo los ví anoche tan apareados en la puerta! Pues que se casen, hijita, que se casen, ¡Dios los ayude! ¡Que se casen, que más padeció Cristo por nosotros.

* * *

Y se casaron boy. Las buenas gentes están de fiesta; y de fijo, esta noche habrá baile basta que salga el sol.

Doña Marcelina está triste, llorosa, apenada, pero comprende que el muchacho es bueno, y que la Clarita de su alma va bien, muy bien, mejor que con el estudiante y que con cualquiera de los otros pretendientes.

Ella se quedará en su casa, seguirá con su chocolate, y los casados se irán a la suya, que los casados casa quieren.

Pero Clara no olvidará nunca que allí, en esa casa que tengo enfrente, pasó días muy amargos y angustiosos, y otros muchos de alegre y risueña felicidad; vendrá frecuentemente a ver a su buena y cariñosa madre y al pobre corcovadito, y dentro de algunos meses, a más tardar de aquí a un año, la chocolatera será saludada por las vecinas en estos términos:

—¡Conque ya! ¡Ni parte que da usté, vecina! ¡Conque ya tiene usté un nieto!

—¡Ya hija, por la misericordia de Dios! —contestará la abuela llena de alegría—. ¡Y sin novedad!

—Pues allá le llevamos su alhucema vecina, para que se sahume usté y se le mueran los «pepeyotes»!

Amistad

A Pancho Ariza

Entramos. El salón estaba casi obscuro. Gentes y cosas le robaban la luz meridiana, y el humo de los cigarros lo velaba todo; todo aparecía como a través de una gasa, tenue aquí, espesa allá, que todo lo envolvía y que por doquiera extendía sus pliegues azulosos. Daba náuseas el aire viciado de la cantina, la fetidez que lastimaba los más fuertes estómagos y en la cual se mezclaban hedores de gástricos despojos, alientos de borracho, olor de tabaco malo, aromas de ajenjo, de cognac y de bitter, tufo de salazones, y agradable perfume de fresas recién cortadas y de naranjas tempraneras.

Casi todas las mesas estaban ocupadas; sólo una, allá en el fondo, limpia y escueta, parecía esperar a los parroquianos amigos suyos, o a pacíficos transeuntes que entraban en la cantina más por buscar asiento que por tomar una copa.

Adentro, ir y venir de criados; los cantineros que servían atareados a los marchantes, mientras en inquieto y rumoroso hormigueo, en parejas o en grupos, los corredores de minas —los «coyotes», como los ha llamado el pueblo— redondeaban y afirmaban una operación, ponderando las excelencias de tal o cual papel en alza, charlando del porvenir de ésta o de la otra mina, y tratando de engañarse mutuamente, aguzaban el ingenio y apuraban los recursos supremos del oficio para decidir a un tímido o atemorizar a un valiente.

Afuera la corriente constante de carruajes y trenes suntuosos; coches de alquiler; ciclistas que iban como saetas disparadas por mano poderosa; lagartijos atildados que paseaban luciendo su lindísima estampa; busconcillas guapas que se lucían en la gran arteria; mujeres hermosas, alardeando de su belleza y de sus lujos; ruido, bullicio, confusión, la triste y tormentosa alegría del «todo México» a la hora de la gran exhibición diurna en la célebre calle —feria de vanidades, paraíso de bobos, perdición de mujeres, pudridero de corazones, corrupción de almas, y semillero de vicios.

Tomamos un asiento en torno de la mesa vacía, allá en el fondo de la sala. La mesa contigua quedó libre. Los que en ella trataban misteriosamente de no sé qué préstamos a tipo subidísimo tomaron el portante.

Nosotros —mi compañero y yo—, hablábamos de bellas letras. Conversación que allí producía singular contraste. ¡Arte! ¡El Arte al lado de la codicia, del interés, de la maliciosa ambición, del medro capcioso, del agio repugnante!

Vino el criado —un mocetón cuyos cabellos delatan al menos listo, que en aquel cuerpazo mal dispuesto, corre sangre líbica— y nos sirvió. A mí una copa de manzanilla, el vino regocijado de las comarcas andaluzas; a mi amigo un vaso de ajenjo, la perniciosa bebida, en la cual busca una generación decadente el sentido estético, la inspiración epiléptica y neurótica, esa que hoy goza fueros de soberanía, talento… genio.

Ante un bohemio que busca en la «musa verde» inspiración y numen, recuerdo al poeta:


«Dietro d’un nuovo labaro
Noi conquistiamo il ver,
E distilatta nei lambichi l’anima,
Ecco sapiam quanto si vuol di fosforo
Per fare un Alighier»,

 

y me digo: algún día sabremos a cuántos litros de la verde bebida equivale Shakespeare, y cuántas copas del opalino líquido bastan para producir un Cervantes.

Charlábamos gratamente. De pronto entraron dos individuos. Era el uno, alto y fornido, pasaba de los treinta años, y en su tez marchita, y en sus cabellos que empezaban a emblanquecer, se leían muchas páginas de su azarosa historia, muchos capítulos de una vida traída y llevada por las llanuras del placer y por los penosos barrancos de la pobreza. Por el aspecto, un cobrador de casa fuerte.

El otro era un mozo de buen aspecto, aunque endeble y enfermizo, correctamente vestido y de modales finos. En la manera de tomar asiento y en el tono cortés con que llamó al criado, comprendimos que era persona bien nacida.

—¿Qué toman? —preguntó el mancebo.

—Una limonada… —respondió el joven.

—¿Y usted?

—¡Tequila! —dijo el otro.

—¡No; nada! —interrumpió enérgicamente su amigo.

Entonces pudimos observar mejor a nuestros vecinos.

El mayor era presa de febril agitación. Sus ojos brillaban como dos ascuas. Cruzó los brazos sobre la mesa y entre ellos ocultó el rostro, como rendido al peso de una desgracia.

Trajo el criado la limonada. Pero el joven no se dió cuenta de ello. Se inclinó, y algo dijo a su amigo, pero en voz muy baja. Quería convencerle, decidirle a tomar una resolución. Se trataba de algo muy grave. Uno se agitaba inquieto, desesperado… El otro trataba de aparecer sereno, pero estaba trémulo, y en sus ojos negros, dulces de mirada y de benévola expresión, titilaba una lágrima. Insistía, trataba de serenar a su amigo, de calmar aquella alma combatida por horrenda borrasca, y en la cual centelleaban sepa Dios qué rayos de abominable tentación. Parecía rebelde a todo consuelo, a toda reflexión, renuente a toda calma. Se obstinaba en no hablar, con la torpe y fatal pertinacia de quien próximo a caer en un abismo rechaza la mano bondadosa que acude a salvarle.

Aquí era la mano de un amigo, de un amigo cariñoso, fiel, que cediendo a nobilísimo afecto, se veía despreciado, y luchaba y luchaba en vano por dar luz a aquel cerebro entenebrecido, y en levantar aquella alma a regiones serenas, apartándola de la deshonra, del delito, del crimen acaso.

En uno imperaba la desesperación. En el otro la angustia, la congoja… Por fin, algo dijo, con lo cual venció la tenaz resistencia de su amigo. Incorporóse éste, y de modo violento sacó del bolsillo un revólver y lo arrojó sobre la mesa.

Tomó el joven rápidamente el arma brillantísima, y guardósela con la mayor cautela, mientras su compañero, todavía excitado, se mesaba el cabello y se revolvía como tigre irritado por su cadena. Abrió la cartera, sobre la cual apoyaba un codo, y tomando un fajo de billetes, los contó y los recontó tristemente, como si no pudiera convencerse de que no estaban completos.

¿Qué le pasaba a ese hombre? ¿Era víctima de la vergonzosa infidelidad de su esposa? ¿Algún amigo había abusado de su confianza? ¿Se había arruinado en pocos minutos, en peligrosa operación de agio? ¿Había jugado dinero ajeno, dinero confiado a su honradez y a su buena fama?

Me pareció que ante aquel hombre había estado de pie, envuelto en su largo y sangriento sudario, el fantasma aterrador del suicidio, llamándole, sonriéndole, prometiéndole el olvido, el descanso, la impunidad… La amistad, la santa amistad, hija del cielo le había ahuyentado. Habló en voz baja el joven, recogió la cartera y los billetes, contólos uno a uno, agregó a ellos quince o veinte que sacó del bolsillo, y acariciando el hombro de su compañero, díjole:

—¡Vámonos! ¡Estás salvado! ¡Si era lo más fácil!… Pero tú, sólo tú, que eres tan tenaz y necio, callabas y callabas.

—Pero… —murmuró el otro.

—¿Eso? Ya veremos… Cuando puedas… Mañana, cualquier día… o ¡nunca! ¡No hablemos de eso!

Y se fueron. El uno sonriente y satisfecho. El otro sereno y cabizbajo.

Pasarán los días, los años y los meses; dará vueltas el mundo, y acaso esa alma generosa, que hoy salvó de la deshonra a un amigo; que, a fuerza de ruegos y de cariñosa energía, le apartó del crimen, no tenga en caso semejante, ni quien le ame ni quien le consuele, y le aleje de los abismos en que diariamente perecen tantas almas nobles, dignas de mejor destino. Acaso cualquier día reciba como premio de esta buena acción, negra ingratitud, y con ella el insulto, el ultraje, la burla y el ridículo. Así suele suceder. ¡Así sucede!

Amparo

A Eliézer Espinosa

I

El padre, muy honrado y trabajador, antiguo empleado de un ferrocarril, pereció, como tantos otros, en un descarrilamiento. La infeliz viuda, abandonada en extraña tierra, dolorida y delicada, buscó y halló trabajo en una fábrica de cigarros; mas débil por naturaleza no soportó mucho aquella tarea superior a sus fuerzas y se enfermó. La tisis, esa enfermedad de los pobres y de los miserables, le echó la garra con tanta crueldad que pronto la infeliz viuda, antes tan activa y diligente, comenzó a languidecer de tal manera, que era cosa de milagro cómo se sostenía y atendía a todo.

Sin embargo, como podía iba a la fábrica.

Después de aquella horrible desgracia, después de aquella horrible noche en que le entregaron el cadáver de su marido destrozado por la locomotora y despedazado en el hospital por los médicos, la viuda se gastó cuanto tenía. Pasados tres meses, la miseria y el hambre entraron en aquella casa y tomaron posesión de ella.

El jornal era corto, hubiera sido fácil duplicarlo, pero la viuda se veía obligada a trabajar poco. Las fuerzas le faltaban. La calentura y los sudores eran continuos.

—¡Esto acabará en breve! —decía tristemente, cuando algunas compañeras le indicaban remedios—. No es la enfermedad lo que mata, es la tristeza. ¿Qué será de mi hija si yo me muero? Yo… pronto me he de morir.

Vino la primavera, la estación de la vida, y la pobre enferma mejoró de salud; alivio de algunos días que pasó como una nube desvanecida por el viento.

A las cinco ya estaba en pie, preparando el desayuno o vistiendo a la niña, porque al irse tenía que dejarla en casa de unas vecinas, las cuales cuidaban de la chiquitina y la mandaban a la escuela.

A las seis de la mañana, a la fábrica: a hacer cigarros o a encajillar, hasta las siete de la noche que terminaba el trabajo, del cual salía abrumada de fatiga, teñidas las manos de rojo por el papel bermellonado que usaban para empaquetar.

El regreso a la casa a la luz de los focos eléctricos, por las calles llenas de obreros que salían de sus talleres, tenía para la infeliz cigarrera cierta melancólica alegría. Hasta parecía que se olvidaba de sus penas, ansiosa de ver a la niña que ya la esperaba, muy contenta y cada día más bella, con esa encantadora belleza de las criaturas desgraciadas que llega al corazón como un suspiro de dolor.

El mal seguía avanzando. La obrera de día en día estaba más delicada, sin apetito, con sudores y calentura todas las noches; pero el amor maternal vigorizaba aquel organismo. A la vista de Amparo, la buena mujer se sentía sana y robusta, y hasta acariciaba la esperanza de recobrar la salud, de que vinieran mejores tiempos y de que Dios no le negaría una vida larga, muy larga, para ver a la chiquilla hecha una real moza, buena y linda como una plata, casada con un hombre de bien, si no rico, por lo menos acomodado, a cuyo lado fuera feliz y dichosa.

La niña se dormía, y la pobre mujer, quemada por la fiebre, sentábase a la cabecera para velar el sueño de la chiquilla.

Abatida, inerme, guardando el sueño de aquel angelito de negros cabellos, recordaba tiempos mejores, días de alegría y abundancia; sus amores con el padre de Amparo; la boda a la cual concurrieron muchas personas, tantos amigos que ahora no ponían ya los pies en aquella casa. Vencida por el dolor se echaba a llorar, quedito, muy quedito, para no despertar a la pequeñuela. ¿Qué suerte se le esperaba a la pobre niña, huérfana y sola? Confiada a extraños, recogida por alguna persona piadosa, al lado tal vez de gentes duras de corazón, la chiquilla sufriría desprecios y malos tratamientos, se enfermaría, moriría privada del calor y del cariño maternal.

Bien sabía la obrera que estaba tísica, que su enfermedad era incurable, sin remedio; pero sus esperanzas, único tesoro de los desgraciados, la engañaban, y de rodillas daba gracias al cielo que le otorgaba, no por ella, sino por su hija, larga vida, una vida muy larga. Al fin, sudando a mares, se acostaba a media noche; no muy cerca de la niña, porque como todos decían que la tisis es contagiosa, temía que se le pegara la enfermedad… Y se dormía hasta que los primeros ruidos matinales y la madrugadora luz, entrándose por las aberturas de la puerta, la despertaban para ir al trabajo.

Entonces… otra pena. Era necesario despertar a Amparo. Ésta se resistía y se hacía un ovillo; quería llorar, pero al fin, cediendo a los ruegos maternales, saltaba del lecho soñolienta y silenciosa.

Llegó el otoño, el triste otoño, con sus nieblas, con sus días grises, con sus flores amarillas, con sus rosas pálidas. Los fresnos del inmenso patio de la fábrica comenzaron a soltar las hojas, y la enferma no fué al trabajo: tuvo que guardar cama. Fueron a visitarla algunas compañeras, y, alarmadas, llevaron un médico. El facultativo declaró que aquello acabaría pronto; recetó no sé qué cosas, puso al pie de la prescripción: «pauperrimus», ordenó que trajeran un sacerdote, y se despidió diciendo que ya no tenía qué hacer.

La enferma decía a la chiquilla.

—Si me muero te haré mucha falta; pero Dios velará por ti. Reza, hijita mía, reza para que la Virgen te ampare! Oye: allá en el cielo hay unos angelitos tan lindos como tú, unos angelitos de alas blancas que te cuidarán y vendrán a darte cuanto necesitas. Esos angelitos son los que cuidan de las niñas buenas, sumisas y obedientes; de las niñitas buenas como tú. La Virgen los tiene para que velen por ellas. ¿Verdad que serás buena? Reza, reza… Vamos: «Padre nuestro…».

La chiquitina, sonriendo, repetía la divina plegaria.

Vino el sacerdote. Fué preciso separar a Amparo. Al día siguiente, cuando la enferma se sentía mejor, en los momentos en que nadie se lo esperaba, la desdichada viuda, llena de dulces esperanzas, se durmió para siempre.

II

Triste vida la suya entre aquella gente soez y grosera que la castigaba y la maltrataba sin motivo. El marido llegaba ebrio todas las noches; la mujer le reprendía el vicio, y, de ordinario disputaban y reñían. La niña, temblando de miedo, se acurrucaba en la estera que le servía de lecho, se cubría la cara con la manta y procuraba dormir. Chiquilla como era, trabajaba todo el día. La infortunada no se quejaba de ello: era justo que de algún modo pagara el pan que comía; pero que no la azotaran, que no la golpearan!… ¡Si ella todo lo hacía bien y era obediente y buena!

Ni juegos ni descanso. Era una criada que costaba poco, casi nada, y a la cual podían maltratar impunemente. No iba a la escuela. De buena gana hubiera ido, aunque la castigaran como a Lupita, la hija de la portera, que siempre volvía llorando de la amiga!

La mujer que recogió a Amparo —y, a decir la verdad con la mejor intención— se vanagloriaba de severa y dura, y se creía obligada de castigar a la chica por cualquiera cosa.

—¡Así se hace! —decía—. ¡No saldrás una perezosa! ¡Los arbolitos desde chiquitos se enderezan!

Y por quítame allá esas pajas, por lo más insignificante, por lo más mínimo, había golpes, azotes, injurias y malas palabras. La huerfanita huía e iba a refugiarse en su jergón, creyendo librarse allí de su verdugo.

Una vez, volviendo de la compra, en una mano un cesto de carbón y en la otra un jarro de leche, tropezó y dejó caer el cacharro. El castigo fué duro y cruel; verdadera venganza. La mujer tomó el mango de la escoba y lo hizo pedazos en la espalda de la chica.

Otra vez estaba Amparo en la puerta de la calle, y pasó un caballero que al ver a la niña afligida y llorosa, metió mano al bolsillo y le dió un duro. La inocente niña entró en la casa contentísima, pensando en confites y caramelos, y haciendo sonar la moneda.

Dijeron que había robado, le quitaron el duro y la azotaron.

—¡Embustera! —gritaba la mujer al fustigarla—. ¿Quién te ha de dar a ti?

La chiquilla corrió a su jergón y se arropó, mirando al cielo, en espera de que los angelitos de alas blancas vinieran a socorrerla. Ya se imaginaba cómo vendrían: en bandadas, en raudo vuelo, trayendo sendos canastillos de oro llenos de caramelos, de confites de mil colores, y de hermosas y brillantes monedas.

Un día la pusieron a lavar una jaula, la jaula de un pajarillo cantador, el único ser que en aquella casa no era duro ni áspero con la niña, antes, por el contrario, la alegraba y la divertía. Acabada la obra, cuando la huerfanita contenta y satisfecha, daba por terminada su tarea, Dios sabe cómo se abrió la puertecilla y el clarín emprendió el vuelo por el espacio azulado en busca de arboledas y bosques florecientes.

Amparo se estremecía espantada.

—¡Cuando sepan lo que ha pasado —pensó— me matarán!

Salió a la calle, sigilosamente, recatándose de su verdugo. Trémula, azorada, llenos de lágrimas los ojos, consideró el castigo que le estaba reservado, y presa de honda congoja, levantó al cielo su mirada, buscando a los angelitos de alas níveas.

—Vendrán —se decía— vendrán… Pero, ¿por qué no vienen? ¿Estará muy lejos el cielo? Sí; vendrán trayendo al pajarillo fugitivo…

Esperó en vano; los angelitos no vinieron… Entonces huyó, sin rumbo, por las calles más solitarias, lejos, muy lejos, asustada, recelosa, siempre mirando al cielo, siempre mirando las nubes, aquellas nubes inmóviles, como si fueran de mármol, que no se abrían, que no se abrían para dar paso a los alados protectores… Y como si sus verdugos la siguieran, siguió corriendo, corriendo sin cansancio ni fatiga.

III

En barrio lejano, a la puerta de una casa deshabitada, halláronla a media noche unos guardianes del orden público. Estaba sin conocimiento, ardiendo en calentura. La recogieron, y como nadie dió razón de sus padres, ni la conocía ninguno, la llevaron al hospital.

Allí murió días después. En el delirio de la fiebre, la infortunada criatura hablaba de un clarín que se le había escapado; de angelitos de alas blancas que traían en ricas jaulas de oro pajarillos de mil colores; de una legión de querubines que venían por ella.

—¡Delirios de chiquillos! —murmuraba el médico.

—¡Cosas de enfermos! —repetía la enfermera.

En legitima defensa

Al Sr. Lic. Don Silvestre Moreno

—¡Buenas tardes! —dije, y detuve mi alazán delante del portalón. Nadie contestó. Volví la vista por todos lados y descubrí a un chicuelo casi desnudo que corría asustado hacia el jacal vecino.

—¡Buenas tardes! —repetí.

—¡Téngalas usted, señor! —contestóme entonces el anciano desde el interior de la casa, una casa de madera, nueva, bien dispuesta y cómoda.

—¡Apéese del caballo! ¡Y vaya si está bonito el animal! —prosiguió examinando atentamente mi caballería.

Obedecí al buen campesino, y eché pie a tierra.

—¡Tomás! —gritó con acento imperioso, revelador de un carácter enérgico y de un hombre acostumbrado a mandar y a ser obedecido.

Acudió un mancebo.

—¡Toma ese caballo, y paséalo!

Y volviéndose a mí:

—¿Sigue usté el viaje o pasa usté la noche en esta pobre casa?

—Pernoctaré aquí.

—¡Ah! —me contestó—. Pues entonces que desensillen! ¡Pase usté!

Entré.

—¡Tome usté asiento! —díjome con rústica afabilidad—. Aquí, afuera, que hace mucho calor.

Estamos en mayo y no ha caído ni una gota de agua; los pastos están secos, el café no florea todavía, y por todas partes se está muriendo el ganado!

—¿Y a usted qué tal le ha ido?

—¿A mí? —repuso, arrimando un taburete de cedro, toscamente labrado—. ¡Gracias a Dios, bien! Tengo monte y agua por todas partes. ¿No oye usté el río? ¡Aquí no falta el agua!

Y sentándose a mi lado principió a tejer una conversación tan sencilla como interesante, acerca de sus faenas agrícolas, de sus ganados, de su trapiche, de lo que prometían sus cafetales, si Dios mandaba dos o tres aguaceritos sobre aquellos campos.

Mientras le oía yo él fumaba su puro, un puro grueso, de tabaco cosechado allí, y cuyo humo azul perfumaba gratamente el portalón. Yo examinaba al labriego. Rostro de líneas duras, escaso de barba, muy expresivo y franco. Era rico el buen hombre y vestía como cualquiera de sus peones: zapatos de vaqueta amplios y de suelas dobles; pantalón de dril y blusa de franela azul. Era de cuerpo robusto y de musculatura recia.

—¿Quiere usté tomar algo? —me dijo de repente—. Cerveza, vino, aguardiente añejo de la casa? ¡Vea usté que lo tengo muy bueno! ¡Tiene fama! Los amigos de Villaverde y de Pluviosilla siempre lo celebran, y se lo beben… que es un gusto! Espéreme usté.

Y entró en la casa.

En tanto contemplaba yo el paisaje, y examinaba el sitio. Allí, tal vez en el lugar en que yo estaba sentado, acaeció el suceso.

Caía la tarde, y el sol se hundía detrás de la cordillera, dejando ver el nevado pico del Citlaltépetl. El calor era horroroso, sofocante. Olía a hierba recién segada y marchita por el sol, y ni el más leve soplo de viento movía las altas copas de los pochotes, el follaje de los tamarindos y los gráciles flabelos de las palmas. Desde aquella altura se domina la llanura en dos o tres leguas; pero la calina apenas dejaba ver, a través de sus velos, los ranchos lejanos, los terrenos rojizos, la espesura de bosques y cafetales, los campos sacarinos. Crascitaban los tordos en lo alto de las palmas y en los mangueros de inmensa copa, y a lo lejos se oía el rumor del Albano, allí muy caudaloso y espumante, y el tomear de los vaqueros en la dehesa.

Recordaba yo la dramática historia y me ocurrió oírla de labios del honrado labriego, dos veces protagonista en ella. Temí hacerle mal; temí lastimar con el recuerdo de la sangrienta escena aquel hidalgo corazón, aquella alma nobilísima, aquella honradez a toda prueba. Pero la tentación era irresistible.

Volvió el anciano seguido de un muchacho, peón de labor sin duda, el cual traía en un plato blanco, de bordes ornados con floricones rojos, una copa vacía y un vaso de agua límpida, fresca, incitante.

—No es agua del río —me dijo, destapando una botella panzuda— es de un manantial cercano. ¡Agua muy fresca, señor!

Sirvió la copa de aguardiente —muy rico en verdad— se negó a beber conmigo, me ofreció un puro y se sentó a mi lado.

Charlamos de mil cosas. El honrado labrador, habló, con muy buen juicio, de política y de religión; de agricultura, que era su tema favorito; de las gabelas que pesaban sobre los campiranos, como él decía, y, poco a poco, le llevé a referir y comentar sucesos de nuestras guerras civiles; los horrores de ellas; los perjuicios que ocasionaron a propietarios y cosecheros; los crímenes que en ellas se cometieron y que siempre quedaron impunes, y las mil desgracias que causaron.

Habíamos llegado al punto que yo deseaba. Obscurecía. Un vientecillo placentero, fresco y vivificante, mecía las copas de los árboles, trayendo aumentados y más intensos los rumores del río. Encendían luces en las habitaciones, y, a lo lejos, en las hondonadas y en las espesuras pobladas de cocuyos, fulguraban con rojiza llama las hogueras de las chozas.

—¡Ah, señor! —suspiró penosa y dolorosamente el anciano—. ¡Qué de cosas! ¡sólo el poder de Dios pudo salvarnos! Usté sabrá lo que a mí me pasó… ¿No?…

—¡No! —le respondí con un movimiento de cabeza, pero sin disimular mi curiosidad.

—¿No? Pues va usté a oírlo, como fué, como lo cuenta un hombre honrado que no tiene de qué avergonzarse; que no ha dicho nunca, señor, nunca, una mentira; que en jamás la diría, ni para salvar su vida. Me duele la entraña cuando cuento esto; sí, me duele, pero me consuelo al contarlo, porque quiero que todos sepan cómo fué, cómo pasó, cómo estuvo todo, para que no me juzguen malo, perverso y criminal…

No me dejó responderle y continuó:

—Era en tiempo de la guerra esa que llamaron de los tres años. Yo he sido siempre un hombre bueno (aunque me tome la mano al decirlo, señor); bueno; pecador, sí, porque ¿quién es un santo? ¡qué pocos! —pecador a quien Dios perdonará, pero, créalo usté, honrado, laborioso, amante de la familia, como fueron mis padres. Pregunte usté a quien quiera, a cuantos me conocen desde que era yo así…

El labriego tiró su puro y señaló con la mano la estatura de un niño, y prosiguió:

—¡Y todos le dirán que no miento! ¡No miento, señor!

Estábamos en tiempo de guerra. Por aquí, por allá, por todas partes, pasaban las guerrillas. Como el camino real no está lejos y como por aquí hay caminos, que pocos conocen, para la Sierra y para Tierracaliente, no había semana que las partidas no vinieran, ya de unos, ya de otros. Yo atendía bien a todos… y con sacrificio, porque apenas, con un piquillo que heredé de mis padres, comenzaba yo a trabajar. Les daba lo que pedían: víveres, pasturas, caballos. ¡Qué, señor, si no había caballo seguro! Los mejorcitos los teníamos escondidos, allá en el monte, por donde ve usté aquella luz que se mueve. Yo para avanzar un poquito pedí dinero prestado. ¡Me lo dieron, con mi firma! Se acercaba el plazo y poco a poco fuí reuniendo el dinero, sin dejar de pagar las contribuciones y los préstamos extraordinarios. De algunos me escapaba yo por estar aquí, pero eran pocos. ¡Por la misericordia de Dios todo iba bien! El ganadito engordaba que era una gloria verlo; las siembras se lograban, y aunque había que trabajar mucho, de sol a sol, algo se hacía. Con el dinero que me habían emprestado compré este rancho, y era preciso cumplir el compromiso, que para eso es el honor, y, aunque me hubieran considerado, yo quería pagar, pagar, para no tener deudas, lo mesmo que para sostener mi palabra y conservar mi crédito. ¿No le parece a usté? Pues bien, una noche, a estas horas, como en este momento, en agosto, el viento de agosto, por más señas día de San Bernardo, estaba yo aquí en la casa. Era sábado y tenía yo que rayar a la gente luego que acabaran el trabajo. Estaba yo labrando entonces el llanito del Jícaro, allá al pie del cerro de los Cristales… (se llama así porque allí brota una agua muy limpia). Estaba yo aquí, en la casa. La casa no era como ahora. Era una galera con techo de zacate. Aquí, de este lado, estaba la tiendecita. ¡Cuatro botellas, unas cuantas velas y un tercio de ocote!… ¡Ya usté sabe! Más acá la sala; detrás el cuarto de los santos, el santocali, como dicen los rancheros; la iglesia, como yo le decía; luego el cuarto para dormir, y allá, al pie del jobo, el jacal para el tlecuile. Sería como la oración. Acabábamos de encender las velas cuando Francisco, el padre de ese muchacho que le cogió a usté el caballo, entró corriendo y me dijo azorado:

—¡Ahí vienen!

—¿Quiénes? —pregunté.

—¡Los de la guerrilla!

¡Y se fué!… Yo pensé en el dinero que tenía para el pago, y corrí a esconderlo. Apenas tuve tiempo de echar las tres talegas en el barril del agua. El agua subió hasta derramarse. Allí se escapó. Parecía que el barril estaba acabadito de llenar, y no pensaron que allí estuviera el dinero. Ni se acercaron al barril que estaba detrás del mostrador. Ellos no querían agua; ¡si acaso aguardiente!… ¡Y se lo dí, se lo dí, y dinero también! Llegaron. El jefe y su segundo eran conocidos, eran de San Cayetano, un pueblo de la Sierra. ¡Los traté bien, muy bien! Les dí copas, pan, chocolate. Les ofrecí carne; que matarían una ternera; pero no quisieron. Yo, haciendo paciencia, estuve conversando con ellos. Vea usté, señor: ¡eso de hablar con un borracho es de todos los diablos! Ya estaban muy tomados, lo mesmo jefes que tropa (unos diez o doce), cuando el segundo despachó a los soldados. Se quedaron ellos con el corneta. Entonces el segundo, encarándose conmigo, me dijo:

—¡Déme las armas!

—No tengo armas —contesté—. ¡Ya se las llevaron los de la guerrilla del Sordo!

—¡Qué sordo ni qué sordo, viejo tal! —me contestó—. ¡Usté guarda (y me echó otro tal) las armas para los mochos!

Señor, yo tengo vergüenza; no me gusta que me ofendan ni me atropellen, y se me subió la sangre a la cara… ¡pero hice paciencia! ¡Hice paciencia! No porfiaron para las armas. Entonces el corneta dijo:

—¡Que dé el dinero, el dinero que tiene! ¡El comandante nos dijo que lo tenía!

Lo sabían bien, porque dijo cuánto era: ¡tres mil pesos! El soplo de algún peón, vaya usté a saber! Yo les contesté:

—¡Hoy mandé el dinero! ¡Ya habrá llegado a Pluviosilla!

¡Que yo lo tenía! ¡Que nó! ¡Que sí! Yo se los habría dado, pero era mi honor el que estaba de por medio. ¡Era mi crédito! ¡Era el fruto de mucho trabajo, de mucho trabajo! ¡Mis tres cosechas! Les dije: ¡busquen! Buscaron de arriba a abajo. Cuando salieron de la casa, yo le dí otra copa al jefe que se había quedado como cuidándome, y saqué del cajón el dinero de la raya:

—¡Tome usté, esto es lo que tengo!

Lo cogió. Pero el segundo, que era malo, habló quedo con el jefe y entonces éste se echó sobre mí pistola en mano:

—¡Ande, suelte el dinero… Y me dijo, me dijo… algo de mi madre…

No pude más, no quise dejarme atropellar. ¡Quién sabe lo que quedrían hacer conmigo! Me hice a un lado, me abajé detrás del mostrador, me barrí, ya con la escopeta en la mano, apunté, disparé… y el jefe, herido, se bamboleó y cayó!…

La voz del anciano estaba trémula, pero en ella no había ni cólera ni remordimiento.

Calmóse, se repuso, y continuó, al ver que yo nada respondía:

—Cayó aquí, cerca de esa puerta. Allí estaba el mostrador. Yo, al verle caer, huí por la otra puerta, gané el monte… y ¡ojos que te vieron ir!

Supe después que recogieron el cadáver y que se lo llevaron atravesado en una mula. Yo me presenté a la Autoridad. Estuve preso… y, como todavía hay justicia en la tierra, me absolvieron, y salí libre!

Iba yo a hablar. El buen viejo me interrumpió, y me dijo:

—¿Otro trago?

Y me sirvió otra copita de aguardiente.

—Vea usté —continuó—, maté en defensa propia, ¿no es verdad? Me querían quitar el producto de mi trabajo. Defendí mi honor y mi hacienda, mi crédito y mi fama de hombre de bien. Me considero inocente… ¡y soy inocente!

Aquella afirmación, en labios del honrado labriego, tenía una elocuencia abrumadora.

—Pero —agregó tristemente—, ¿qué valía ese dinero comparado con la vida de aquel hombre… cuya familia se vió de la mañana a la noche sin jefe, sin apoyo, tal vez sin un pedazo de pan?… ¡Dios la habrá ayudado!…

Acaso quiso decirme con esta frase lo que yo sabía; que repetidas ocasiones había favorecido a aquella familia, ocultándose siempre, sin que sospecharan de dónde procedía el auxilio.

—Esa familia quedó sin jefe, es cierto. La de usted pudo haber quedado sin el suyo…

—No. Yo no tenía entonces familia. Me casé diez años después.

—¿Y es cierto que más tarde los hijos quisieron tomar venganza?

—¡Sí señor! Me sorprendieron aquí mismo, una noche. No pude, o, más bien, no quise defenderme. Me amarraron, me insultaron, me llevaron al monte y me quisieron fusilar. Yo me puse en manos de Dios…

—¿Y cómo se salvó usted?

—Vea usté, yo creí que había llegado mi última hora, y me encomendé a Dios con toda mi alma. Y les dije: Yo maté al padre de ustedes en defensa propia, en defensa de mis intereses, de mi nombre y de mi vida. Soy honrado, lo he sido siempre. No había odio entre nosotros; yo no lo ofendí, él sí me ofendió; yo no lo ataqué en su casa, él sí; yo no lo insulté, él si me insultó. ¡Hagan ustedes lo que quieran de mí! Yo me pongo en manos de Dios. La justicia de los hombres me ha absuelto y me ha dejado libre. Si los hombres se equivocaron y soy culpable, dejen ustedes que Dios, que todo lo sabe, me castigue.

—¿Y qué contestaron?

—Nada. ¡Me dejaron amarrado y se fueron! Después… ¡no los volví a ver! Uno murió de vómito en Veracruz; otro, en campaña, en tiempo de la Intervención francesa.

—Debe usted estar tranquilo.

—¿Tranquilo? —exclamó tristemente—. Siempre. No; a veces me siento abatido. Bien pude huir; pude darles el dinero; acaso no querían matarme…

—¡Y el insulto!

—¿El insulto? ¡Palabras de borracho!… Pero… ¡Eh! ¿No vamos a cenar?… Ya tendrá usté gana… Y con el añejito este…

Levantóse… y al levantarse miró hacia el extremo del portalón…

—Vea usté… dicen que eso parecía un lago de sangre…

Había obscurecido completamente. El viento refrescante de la noche susurraba en el bosque. ¡Qué de cocuyos en hierbajes y frondas! ¡Cuán solemne la voz del Albano en la augusta serenidad de aquella noche tropical, profusa de luceros!

—Oiga usté —díjome el labriego en tono afable—, mientras nos ponen la cenita podemos rezar el rosario. Yo lo rezo todas las noches con mis mozos. ¡Es un deber rezar! ¿Quién no necesita de Dios?

El caballerango

A Gilberto Galindo

I

—¿Ónde vas, hermano?

—Por áhi, hermano, al banco!

—Entra a encachártela; te la convido. Luego dices que yo nunca me abro, y va lo ves, soy parejo. Ora tengo mis níqueles… ¡oye!

Y al decir esto, quien así discurría, se golpeaba suavemente el bolsillo del pantalón, dejando oír el sonido argentino del dinero.

—Pero si el patrón me está aguardando y voy por el «Tordo».

—Ándale, entra; aquí está mi compadre Tiburcio. Anoche la corrimos juntos y ahoy venimos a rematarla.

—A curártela, manito; luego se te echa de ver que estás crudo.

—Anda, dijo el primero, empujando a su amigo, ¿de qué le la echas?

—Ya sabes… dulce; pero bien picadito…

Y lentamente, arrastrando los pies de un modo característico, y con ese bamboleo particular que tienen para caminar los jinetes consuetudinarios, semejante al que adquieren los marineros con el compasado movimiento del inestable bajel, nuestros interlocutores bajaron el quicio de una puerta y entraron en la tienda.

Esto pasaba en una de las más concurridas y de mejor parroquia, en la de «La Poblanita», calle de la Angostura, centro de reunión de artesanos que hacen san-lunes, de garroteros en descanso, de operarios cesantes y de corredores al por menor de mercancías y productos nacionales.

—Compadre, ¿de qué la toma?

—Yo, compadre, lo mesmo… «vaca».

—Ya lo oye, doña, dijo el que invitaba; mi compadre Tiburcio repite; para nosotros… ya sabe mi constelación: «beso»… bien picadito.

La expendedora se apresura a servirlos. Frente al compadre puso un gran vaso de fondo estrecho y ancha boca, lleno de plebeyo «tepache» mezclado con rompope, y ante los afectuosos amigos otro mediano, rebosando cierto líquido fragante y de color de topacio.

—No, doña, dijo Tiburcio levantando los hombros con aire gitanesco y dando un paso atrás, ponga eso en dos copas; que aunque los vea así como los ve, sin levita, ni mi compadre ni este muchacho están hechos a tomarlo así.

De quienes así hablaba Tiburcio, viejo garrotero que contaba ya tres «choques» y quince «descarriladas», eran dos mancebos de lo más escogido y selecto de la gente habilidosa que almohaza corceles, va en pos de médicos de clientela numerosa, acompaña a señores y señoritos acaudalados, y conquista gatas que es un primor, por esas calles que diariamente calienta con sus rayos de oro el rubicundo Febo; un par de caballerizos o mozos de espuela, como los nombraban nuestros castizos y ceremoniosos abuelos o mejor dicho «caballerangos», como los llamamos nosotros que, en nuestra ardiente y democrática brega, vamos al trote, si no es que a escape, igualando clases y vulgarizando a maravilla la rica y decorosa lengua de Cervantes.

El uno, que representaba al parecer, como treinta años, aunque de fijo le faltaba para cumplirlos poco menos de un lustro, era gruesote, de tez quemada, de bigote negro e hirsuto, ancho de espaldas, muy estevado, vigoroso, atrevido y hasta insolente. Vestía de blanco: ceñida chaqueta, pantalón estrecho y rebelde chaleco, no muy níveos a causa de la tormenta de la víspera, corrida a media bolina por calles y callejas de los barrios extremos. Llevaba al cuello chillona corbata, y con airecillo de bueno y rasgadote, tenía echado hacia atrás un sombrero gris, alón y muy usado, cuya copa piramidal, apabullada, parecía sujeta en el arranque con anchísima cinta alada en nudo plateresco de laberínticos y caprichosos enlaces, que, a decir verdad, se dejaba a la zaga esos moños tan cucos, que con sus lindas manos suelen hacer las damas para premiar en una corrida de Beneficencia a nuestros aficionados prácticos del arte de Frascuelo.

El otro era gentil y apuesto. Perfectamente conformado, de alta estatura y de cuerpo gallardo y escultural, lucía con donairosa naturalidad un traje que, dada su condición y clase, era, como las señoras acostumbran a decir, irreprochable.

Elástico pantalón amarillo que ajustaba artísticamente las piernas aceradas y musculosas; chaleco blanco inmaculado, más dócil y sumiso que el de su compañero; chaqueta bien cortada con ribetes de seda; camisa de color con dibujos caprichosos; corbata de tonos aristocráticos, acaso prenda desechada por el amo y debida a su pródiga largueza; zapatos vaquerizos de suelas gruesas, tacones bajos y prolongadas, agudas y encorvadas puntas; y completando el todo, partes alícuotas de su elegancia genuina, una leontina de acero ennegrecida, y un rico jarano de felpa leonada, con galones y calabrotes de seda a lo Ponciano, y decorado con descomunal toquilla de monstruosos esféricos remates.

Así vestía; pero lo que había que ver y que observar, eran aquella cara simpática, de color trigueño, algo encendido; aquella nariz correcta, aquellos labios carnosos y sensuales, sombreados por un bozo picaresco, y sobre todo, aquellos ojos negros, rasgados y despabilados, y aquellas cejas espesas y arqueadas, que eran sueño y tentación de más de una gata resabiosa, y de más de una niñera dengosa y ladina —el más seguro pasaporte para dominar en un bailecito con fueros y privilegios de legítima soberanía, y el más eficaz elemento para sembrar la pingüe simiente de la discordia entre camareras y galopinas, y convertir una cocina en un verdadero congreso de diputados independientes. Era, en fin, un Lovelace de la clase baja, limado en casa rica, bien educado por el amo, cuyos ejemplos son para el caballerango de enseñanza fructífera; en suma, un don Juan sin tizona y… vestido de charro.

¿Qué más quería para imperar como un César en el corazoncito de tanta gente felina, como carga rorros, pasea chiquillos y maneja escobas?

Pero dejemos a nuestros caballerangos que se la «encachen», como suelen decir en su jerga original; dejémoslos fumar sendos puros y apurar sendos vasitos de «beso de novia», mixtela que, sea dicho entre paréntesis, para mi gusto, no corresponde a su poético y dulcísimo nombre; dejémoslos un rato y tratemos de estudiar el tipo para grato recreo y provechosa enseñanza de todos, que bien se merece el caballerango que emborronemos en honor suyo unas cuantas cuartillas de papel.

II

Es el caballerango un artículo de necesidad y de lujo. Desciende, por lo común, de mayorales o vaqueros llegados a más, o de artesanos en quienes el amor a la equitación echó tales y tan profundas raíces que llegó a ser herencia de sus hijos.

De ordinario pasa los primeros años de la vida en un banco de herrar, manejando el pujavante y las tenazas y recibiendo coces de las bestias y regaños terribles del maestro, hasta que por favor de algún señorito de aficiones hípicas, sale para servir en una «casa grande», con el importante encargo de acicalar y poner guapos a los estimables moradores de la caballeriza.

Durante esta época de sus primeros servicios, en que deja, por decirlo así, el pelo de la dehesa y se va puliendo y purificando, no tiene en casa de sus amos representación ninguna ni título siquiera para ser nombrado, y como no sabe ni servir la mesa, ni cepillar una levita, en todo el escalafón femenino de la casa, desde la aristocrática señora y la gruñona ama de llaves, hasta la camarera malmodienta y la maritornes lenguaraz, todas le acusan de flojo y haragán. Pero, ¡ah!, de aquella larva despreciable e incolora, como una mariposilla de su capullo, ha de salir, el mejor día, el bello y flamante ejemplar que ya conocen mis lectores.

Entonces todo cambia para él, y quien antes se llamaba Pedro o Juan, a secas, es ya el «caballerango» y tiene un título pomposo en la lista doméstica. Las criadas le miran con respeto, como que es ya merecedor de las confianzas del amo; se le encargan delicadas misivas; se le confían cartas que deben ser entregadas en propia mano; las tardes de corrida lleva a los niños a los toros; sale con las chiquillas de paseo, y, lo que es todavía más honroso para él, recibe la comisión de cobrar dinero. Espera al amo cuando viene tarde, le acompaña si está de viaje, y casi todo el día se está en la puerta, de ocioso, sin que nadie le diga oxte ni moxte, a caza de cigarreras y fregatrices o acechando a las trasteadoras más relamidas de la vecindad.

No tiene día libre: a todas horas puede ser necesitado, y ni por nada ni por nadie, ni por su mismo amo, se le puede ocupar cuando dice que es hora de «ayatar» caballos o de llenar pesebres. Frecuentemente dispone de las noches, y con tal que esté de vuelta muy de mañana, ninguno le responde ni le llama al orden, lo cual es causa de rencores y malas voluntades entre sus compañeros de servicio. Ni la misma señora de la casa goza del derecho de preguntarle dónde estaba, de dónde viene, porque la «caballeriza», la «talabartería» o el «banco de herrar», le dan al punto una respuesta que no tiene réplica. ¡Son tantos sus quehaceres!…

Si se le quiere sujetar no chista; pero a poco amenaza con dejar el servicio, y como cuida tan bien a los caballos y los tiene tan lustrosos como un manto de seda, no se le puede despedir; así vive, y a menos que no vaya a terminar sus días a las órdenes de un cura de aldea, envejece y muere en la casa, amando y respetando a su amo que le mima, le viste y le consiente, y llega a ser, a veces, por su fidelidad y amor a los niños, a quienes enseña a cabalgar, una especie de ayo que de ordinario saca muy buenos y aprovechados discípulos.

Pero el tipo más interesante del caballerango es el que sirve a jóvenes ricos y solteros; éste es calavera, coleador y charro en toda la extensión de la palabra, enamorado y valentón. Es como el confidente de su amo; sabe todos sus secretos; conoce todos sus líos; anda en todos sus trapicheos; le guarda la espalda en todas sus aventuras, y participa de todas sus diversiones.

Justo es decir que sabe pagar tanta benevolencia con un amor sin limites, con una admiración invencible. Todo lo de su amo es lo mejor; nadie monta mejores caballos que él; nadie es más rumboso que su señor, ni más guapo, ni más valiente, ni más afortunado en amores, ni otro ninguno tiene queridas más bonitas. Cuando éstas riñen con su señor, suele acontecer que hereda la encomienda, y por lo menos, conserva la amistad. ¡Gran fortuna que le permite conocer y chacotear con los individuos más conocidos del género! Pero sucede, en ocasiones, que el señorito asienta la cabeza, entra en juicio, se enamora, se casa, y entonces el caballerango no se hace ni se acostumbra a la nueva vida. El amo, como todo neófito, se torna exigente, quiere poner en orden a su escudero, éste no acepta el yugo y… se va!

Entonces, si no encuentra otro amo a su gusto, cosa difícil, se hace chalán o se dedica al toreo (si tiene valor y dotes para ello), y llega a ser un picador de cartel de las «primeras Plazas de la República», conservando siempre en el fondo de su corazón un cariño sincero para su amo.

Si estas cosas no le entran, ni tiene viveza para vender potros inútiles como potros de mejora, ni para ocultar los defectos de un caballo y dar con él un palo a los aficionados poco inteligentes, para en una hacienda, y si le gusta la vida aventurera del soldado, o con los años no asienta la cabeza, se engancha en la Gendarmería Rural, endosa la blusa larguísima que recuerda la camisa de fuerza de las casas de Orates, y se planta el jarano gris con las colosales letras bordadas de plata: E. V., que lo mismo pueden decir «es valiente», como rezan según el acuerdo del gobierno: «Estado de Veracruz».

En esta carrera pierde sus hábitos de lujo y de pulcritud; pero no olvida sus buenos tiempos, ni pierde la costumbre de calzar bien, ni se le acaba la afición a la hembras, y sigue, por esas calles de Dios, requebrando criadas, conquistando gatas y chuleando nodrizas. Esto cuando va franco, porque cuando va en armas se contenta con guiñarles el ojo, así, a la pasadita, con el aire de un César al frente de sus legiones vencedoras. Tal es el caballerango.

III

Nuestros dos amigos tomaron ya sus copas. El uno se quedó con el compadre Tiburcio y continúa «encachándosela» y departiendo confidencias de amores y de aventuras, después de discutir con gran calor quién posee los mejores caballos de la ciudad, mientras el otro vuelve ya del banco, montando en pelo un hermoso caballo tordo-rodado, fogoso, lleno de brío, de gallardo y majestuoso «tranco».

Vedle: ¡qué bien sentado que va! ¡Con qué elegancia y soltura deja caer las piernas escultóricas! ¡Con qué donaire lleva el sombrero jarano! ¡Con qué maestría gobierna el piafante corcel!

Las mujeres que pasan le miran con interés, los chicos le contemplan con la boca abierta, y los inteligentes de la calle salen a la puerta para verle, en tanto que él, dueño de la situación, pasa orgulloso como un rey. Al cruzar bajo los árboles, por frente a la tienda donde están sus amigos, ni siquiera se digna volver la cara para saludarlos. Éstos le ven pasar y dicen:

—¡Ahí va ése! ¡De veras que es bueno el «Tordo».

—¡Y qué buen jinete lleva!

El compadre Tiburcio se lo queda mirando con tal interés, que se le duermen los ojos; el otro sale a la puerta, se echa el sombrero hacia atrás, y bamboleándose, toca palmas y grita:

—¡Manuelito! ¡Manuelito!

—¡No te la eches! Oye: si la güera se enoja con tu patrón, pártele… yo sé lo que te digo! —Y completa el consejo con una ruidosa carcajada.

Nuestro jinete, enrojecido por la indiscreción, saluda levantándose lentamente el sombrero, y sonriente y dichoso prosigue su camino triunfal.

La gata

Al Sr. Don Manuel Blanc

Digno de la pluma festiva del Curioso Parlante, del estilo profundo de Fortún y de los pinceles de Valeriano Bécquer, es el tipo que hoy ofrezco al buen humor de los lectores.

Por desventura mía no tengo ni la verba salada de Mesonero, ni las tristes genialidades de Zarco, ni el colorido delicado del infortunado pintor, para presentaros, como es debido, con todas sus gracias y donaires y su más y su menos, esta nueva especie del reino femenil que pollos tempraneros, lechuguinos crónicos y solterones contumaces han clasificado entre los individuos de la raza felina.

Hace tres lustros —y apelo para justificar mi dicho al testimonio de los pisaverdes de antaño— designábanle todos con el nombre genérico de «garbancera»; con el de «garbancerita» si era guapa y coqueta, con el de «garbancito» si muy joven y tímida, y con el de «garbanzo» si pasaba de los veintiocho agostos, era recia de carnes y poco llevadera de bromas y chuleos en esquinas y mostradores.

¿Cuándo cambió de nombre? No he podido averiguarlo, por más que he puesto a contribución el saber de muchos amigos míos, muy estudiosos y eruditos, y peritísimos en eso de Zoología… doméstica.

Pero «gata» o «garbancera» —como os plazca llamarla— la servidora coquetuela y lista, que nos hace la cama, nos sirve la mesa y suele satisfacer nuestro apetito con los portentos de su talento culinario, es merecedora de un breve estudio por lo menos.

Debo principiar por deciros que, aunque a veces admiro sus ojitos negros y chispeantes y gozo con su ingenua alegría, si la veo ostentar en calles y espectáculos sus galas domingueras, y hasta llego a extasiarme, de cuando en cuando, con sus pies aristocráticamente calzados, no me apasiono por el género, y prefiero al plebeyo rebozo, la española mantilla, y el suave perfume de la Champaca de Lahor al aroma, delator de vulgar estirpe, de la Kananga del Japón.

La «gata», por carácter y naturaleza, es a todos simpática, no sólo para el sexo feo, sino hasta para las señoritas que no pueden menos que admirar su lindo palmito, sin polvos ni afeites y tienen para ella cierta benevolencia compasiva.

La «gata» es de ordinario el complemento de una familia numerosa, quien le encarga por lo común del cuidado de los niños, y el factotum de la casa. No entran aquí las de mujeres celosas y rasca-rabias, donde una consorte fundadamente temerosa evita hasta la sombra del peligro. A ella, siempre dispuesta a salir a la calle, sin que la arredre la lluvia, ni la espanten las sombras de la noche, se confían, con incalificable ligereza, secretos encargos, delicadas misivas y compras que exigen malicia y buen humor, toda vez que hay que tratar con mercaderes expertos y muy amigos de vender en siete lo que vale cuatro. Nadie como ella para pedir muestras en las tiendas de ropa y prestar, en casos graves, oportunos servicios de tercería amorosa; para resolver terribles conflictos provocados por una madre severa o un padre intransigente y llevar a manos de gallardo doncel, perfumado y lacrimoso billete.

Busquemos un tipo.

Es alta, esbelta, de talle cimbrador que, provocando la censura diaria de gruñona cocinera, vive oprimido, del día a la noche, por estrecho y pretencioso corsé; tiene ojos negros, rasgados y relampagueantes, torneada pierna y atrevido pie, el domingo ajustados por tirante media y gentil botita de alto y encorvado tacón. Viste falda de lana con adornos de seda, de medios colores, como que, aunque poco a poco, ha sacado provecho de lo que oye a sus lindas y elegantes amas, en esas serias y graves discusiones, acaloradas y sin término, en que la costurera o la modista llevan la voz ministerial y una mamá económica representa la oposición, guardadora celosa de los fondos domésticos. Completa su vestido blanco saco de hilo con tiras bordadas, imitación, que hoy está en privanza entre la gente felina, de esa prenda que designan nuestras damas con el nombre de «matinée». Rodea su cuello exiguo pañolito de vivos colores sujeto por modesto alfiler de relicario, en el cual, tras un vidrio, limpio como un diamante, ostenta su figura un personaje desconocido o una rosa de Esmirna pintada en papel, de esas que hoy amenizan con sus graciosos dibujos los aparadores atestados de bujerías; pendientes de celuloide; una cinta de raso azul que contiene suavemente los cabellos, los cuales, cortados sobre las cejas en rizado fleco, prestan a su fresco rostro un aspecto de refinada distinción; boca graciosa; ebúrneos dientes que no conocen polvillos ni opiatas; mejillas morenas con tintes de natural carmín, indicios de completa salud, y que, a la sombra de la espesa patilla, redoblan sus provocativos encantos; esfumado bozo sobre el labio, y oportuno lunar que duplica la expresiva malicia del atractivo rostro.

Tan linda personita va envuelta en un rebozo que si no conserva el perfume del telar, tiene el aroma de cedro del baúl en que permanece guardado seis días de la semana, durante los cuales vive su dueña consagrada a la badila y a la escoba.

Es de verla cuando va por esas calles, suelta de movimientos como gorrión de sementera, flexible de cintura y con andar precipitado: y es de admirarla cuando a las tres de la tarde de un hermoso domingo, sale muy orgullosa con sus pespunteadas bolitas, luciendo, al saltar el arroyo, la blancura incomparable de sus enaguas tiesas y ruidosas, para ir en busca del amartelado zapatero. Amadís invencible de la beldad felina, o del talabarterito gallardo y vigoroso —de botines amarillos, blanco y estrecho pantalón, faja de grana, ceñida chaqueta de airosísimo corte, nívea camisa, corbata chillona y sombrero jarano de tremenda copa, ribeteado de galones de plata y rodeado con escandalosa toquilla— que cerca le espera, ostentando sus atléticas formas, en aptitud artística, con el sarape al hombro, último toque de su apolínea belleza tardes y noches de los días festivos.

Aquel galán desenfadado y barbilindo, dueño de aquel corazoncito lleno de aspiraciones y temores, es el bello ideal de la «gata» en los años felices en que apenas pretende sacar la planta fuera de su clase, para entrar, por buen o mal camino, en otra más elevada y más brillante.

Narrar el dulce idilio de esos amores, sería cosa muy larga, y baste decir que principia en el hueco de un zaguán y tiene por teatro dominguero, como alguna escena del «Don Juan» de Mozart, fresca y dilatada calle de árboles, en los confines alpinos de la Alameda o en el remoto callejón, a la luz espléndida de una tarde de verano, al eco de las tórtolas que zurean en sus nidos o a la margen del río que adormece a los amantes con el arrullo de las linfas parleras. El primer amor de la «gata», tierno y lleno de abnegación, es breve como todo lo bello, y muy raras veces hace de la inquieta servidora la dueña de un hogar que la pobreza honre y el trabajo embellezca; por lo común es desgraciado, porque un sinnúmero de peligros la arrastran y la desvían.

Los grandes peligros de la «gata» podían simbolizarse en un mostrador o en una levita. El tiroteo de frases galantes de horteras harto vivos; el requiebro ineludible de boticarios y mercaderes de telas que despiertan en la pobre muchacha locas esperanzas; el tentador halago de flamante vestido o de un calzado nuevo, y el incansable acecho de señoritos y caballeros que en domicilios, banquetas y corrillos procaces la persigue y la hostiga, suelen dar al traste con su recato y su virtud; pero no le faltan medios de defensa: tiene a su alcance desde el mohín desdeñoso, hasta la frase burlona que parte medio a medio; desde el revés bien dado a quien la violenta y la estruja, hasta lo que constituye la fuerza de su debilidad y que es frecuentemente su tabla salvadora: la broma con la cual echa todo por tierra, y que es como el supremo recurso de su estrategia.

Conoce a todo el mundo y con todos trata, llamándolos sencillamente, con un don tamaño como una torre: Don Pedro, Don Darío, Don Manuel; salvo a sus íntimos o a quienes les son simpáticos, a los cuales, llama Manuel Ortiz, Antonio Valladares, y que son en los bailecitos vespertinos, o nocturnos sus compañeros fieles y constantes para la mazurca melancólica, la danza voluptuosa o el valse arrebatado.

En estos saraos de extraordinario regocijo para el pueblo felino, y en los cuales un salterio vibrante, un bajo soñoliento y una flauta lánguida, mecen dulcemente a la «gata» en sus sueños de señorita, se deja galantear como una dama de alto copete, por el pollo taurófilo o el escribientillo tronera que viste corto saquito de cheviot o levitín inglés, y baila preso en la muralla de sus cuellos; entonces no se cambiaría por la más bella de sus amas, cuando con aplauso unánime de la familia y admiración sincera de toda una servidumbre boquiabierta, sale para un baile de la Lonja a ser cortejada por el novio oficial.

Allí la «gata» se da tonos de pulcra y bien parlada, y repite, venga o no venga al caso, y como Dios la ayuda, cuanto en la casa donde sirve ha escuchado de las Fulanitas o de las Zutanitas: cuanto allí se dice de éste o de aquél, descubriendo indiscretamente asuntos reservados a las arcanidades del hogar; allí bebe copitas de Cognac con Kerman, baila con frenesí, y fuma en cada entreacto.

Cuando los humos del alcohol han invadido su cerebro, y siente adormecidos sus labios y no puede resistir a la terrible descarga de piropos que le asestan sus admiradores, en grato palique viene la intimidad, la confidencia sigilosa, la revelación solemne, y principia la conquista pacífica. Entonces, al son de la pieza más en boga, suele el amante de su ama obtener su eficaz mediación para reanudar la correspondencia interrumpida por el veto de una respetable mamá; entonces se averigua cuanto pasa en las casas, cuanto en ella se dice, cuantas miserias en ella se sufren y cuantas abundancias allí se disfrutan. Desde ese punto de vista, la «gata» es un terrible enemigo doméstico; pregonero incansable y revelador fidedigno.

En ocasiones es confidente de la señorita, y, a decir verdad, se porta en todo con suma discreción; trae, lleva y hasta se muestra desinteresada con el novio, rehusando, con noble proceder sus generosas dádivas.

Tiene grandes defectos, pero no le faltan cualidades: con sus compañeras de casas menos opulentas se muestra enamorada de sus amos, ponderando su esplendidez a troche y moche; en los apurillos secretos de las familias, sabe ir a una casa de empeño para que le presten sobre una alhaja valiosa dando ella su nombre, lo que sus amos necesitan, y proceder con tales tinos, que casi siempre consigue doble cantidad de la que a otros diera el prestamista; sirve muchas veces a sus amos, cuando vienen a menos o corren malos vientos, con abnegación y cariño; trabaja sin interés y sirve para todo; ama tiernamente a los niños que la recompensan ampliamente, guardándole el secreto de sus amores y de sus citas clandestinas, y se muestra siempre prendada de la señorita que la tolera cuando falta, para utilizar sus servicios en caso necesario.

Malhumorada y respondona, llena de retobos y de quejas, es causa frecuente de disgustos; llora si se le reprende con dureza, pero todo le pasa como lluvia de primavera; y a la mañana siguiente barre regocijada las habitaciones, asomándose de cuando en cuando a la ventana y cantando entre dientes su danza favorita, recuerdo melancólico del último baile.

Si anda por camino recto, puede alcanzar la dicha de ser esposa de un honrado artesano; pero si da en preciarse de vestir bien, suele parar en perdición, bajando, por su desgracia, de peldaño en peldaño, todos los tramos de la escala social.

Por lo común, aprende a vivir y acaba su vida santamente, asistiendo al sermón todos los domingos, y atendiendo pacientemente durante toda la semana, con noble afecto, a un solterón malhumorado, lleno de achaques y dolencias; y la que antes dejaba el acomodo por los días de Semana Santa o de Navidad para subir y bajar a su antojo, es hoy esclava resignada de su trabajo; y la que entonces, al sacar a los niños de paseo, se hacía acompañar por el novio, y traía y llevaba amorosos billetes, al presente, agria y gruñona, y más celosa de la moral que un cura decrépito, es cancerbero terrible para cuidar a sus compañeras jóvenes, manda en jefe a la servidumbre, cuida eficazmente de los intereses de sus amos, y envejece y muere, siendo depositaría de todas sus confianzas.

¡Obra del tiempo que todo lo muda, todo lo modifica y todo lo transforma!

«¡Sic transit gloria mundi!».

¡¡¡To… rooo!!!

A Emilio García


… Nunca he oído a los extranjeros invitar a España para que deje sus corridas, sin pensar en la fábula del león, que se recortaba las uñas.—E. QUINET.
 

I

Ha terminado la corrida.

Los músicos, fatigados y sin aliento, tocan los últimos compases de un aire andaluz, a cuyos acordes festivos viene a mezclarse, con cierta indecible alegría el tintinante ruido de las mulas encascabeladas que arrastran por la arena la palpitante res.

El circo resuena con repetidos estrepitosos aplausos, y a la fugitiva luz de un crepúsculo primaveral y ardoroso, los diestros, envueltos en sus capas recamadas de oro, con el capitán al frente y seguidos de los mono-sabios, atraviesan el coso, despidiéndose de los espectadores con una sonrisa por extremo amable.

Clarean gradas y lumbreras de sombra, y mientras aquí desmaya el entusiasmo y comienza el fastidio, por el opuesto lado aumenta el interés, y todo es movimiento, agitación y ansiedad.

El vasto redondel ha quedado escueto; pero no bien sale la cuadrilla y se cierra la pesada puerta, cuando saltando la barrera o deslizándose por los burladeros, como invasión de hormigas, desciende a las arenas una multitud de mozos y de chicos, en su mayor parte obreros, que pronto se esparcen en todas direcciones, disponiéndose para la lid.

Es de ver aquel movible conjunto de arrojados mancebos y de jóvenes resueltos que buscan el peligro sonrientes, placenteros, con heroica sencillez.

Allí, el tejedor pendenciero de atrabucado pantalón y ceñidor purpúreo, de atezado rostro y cabellos rizados y relucientes; allí el futuro maestro de ebanistería, activo, gallardo, de apolínea estampa y elegante ropa, famoso en todo el barrio por sus aventuras amorosas y su valor probado; allí el horterilla aristocrático que aprendió en la Modelo la «eurística prosaica» y que asiste dos veces por semana a la Escuela de Adultos; allí el zurrador desharrapado, especie de batracio que vive aspirando las emanaciones pútridas de los estanques de una curtiduría, y con él, más sereno, aunque menos entusiasta, el vástago mayor de un ranchero pesudo, con su blusa blanca y su engalonado sombrero, muy dolorido de pies por las botas nuevas de piel naranjada; y con ellos el remendón de mala catadura, huraño, malmodiento, muy a propósito para carcelero de algún delfín desventurado, y el barrendero aguardentoso, con su embriaguez risueña; gran número de pilletes callejeros, andrajosos y sucios; avisadores cetrinos que calzan indescriptibles zapatos, y son, por el vestido, un atentado perenne contra el pudor; granujas endiantrados en riña eterna con el peine; aprendices de cerrajero, como en su cara lo acusa el tizne de la fragua; chicos impúberes, industriosos y listos, que entran de balde al espectáculo, llevando el zarzo y los estoques y que alardean de haberse tratado con Ponciano y hasta con el mismo Mazzantini; en fin, la espuma y las heces de la clase baja, de esa clase de donde suelen salir, lo mismo el revolucionario que llega a ser más tarde coronel y diputado, que el obrero de singulares dotes; el cura infatigable de las regiones montañosas y el criminal monstruoso, en una palabra —que preciso es decirlo— todo un pueblo vigoroso, enérgico y valiente, que no sabe lo que es el miedo, que ama el peligro por lo que tiene de extraordinario y sublime y por cuyas venas corre sangre apasionada y heroica de castellanos heredada: sangre latina.

Va cayendo la tarde: el sol se hunde con regia majestad en un antro de fuego; sobre las cimas de los montes de Ocaso reposan, enervados por el calor del día, enrojecidos cúmulos, y en lo alto del cielo, como en áureo piélago de oleaje violado, flotan nubecillas voladoras de flecados bordes, leves y raudas, que parecen formar sobre la plaza un toldo deslumbrante y magnífico.

El incesante movimiento de aquella multitud desvanece y marea; van de aquí para allí; hablan, apostrofan a sus amigos que en el tendido quedan, y extendiendo mantas, sarapes, capas de lidia desteñidas y desgarradas y multicolores joronguillos, saludan con aire de gladiadores a sus hermanas, amigas y novias, y echándose atrás, con énfasis artístico y graciosa desfachatez el jarano afelpado, el apabullado fieltro o el plebeyo sombrero de palma, cansados de una espera de cinco minutos, dirigen ansiosas miradas a la lumbrera presidencial.

De pronto, el Regidor que preside —que suele ser un grande aficionado al torco— y que procura complacer a sus representados, vuelve el rostro indulgente y cariñoso, y con bélico estridor suena el clarín:

—¡Tatara… tí…!

Y cien y cien bocas, en grito unánime, potente, irresistible, tremendo, que tiene mucho de alarido salvaje y no poco de exclamación heroica, contestan, ensordeciendo el recinto y atronando el espacio:

—¡¡¡Toroooooo…!!!

Todas las miradas se dirigen a la entrada de los chiqueros: el torilero corre a su puesto, abre, y, subido en los travesanos de la puerta, aguarda con atención religiosa la siempre inesperada salida del cornúpeta. La multitud tiene los ojos fijos en el obscuro callejón que semeja para los espectadores noveles cubil de hircanos tigres. Callan lumbreras y tendidos, y el pueblo lidiador que momentos antes reía, silbaba, y hasta parecía cantar, calla también.

II

Es un bicho barroso, boyante, de libras y de pies; un toro de reserva. ¡Vámonos señor! Y cómo ha entrado en el coso, agitando la cola, resoplando fuego y removiendo el polvo! Recto como una saeta embiste contra el grupo central que se abre y dispersa para darle paso.

La fiera cruza el redondel y remata en el fondo, buscando salida; se detiene en la valla; intenta saltar, y ensañada golpea el muro y bufa colérica y rabiosa. Momentos después toma por la izquierda y recorre dos o tres veces el círculo, pugnando siempre por escapar de aquella turba desatentada que la hostiga y persigue. Gritos y silbidos la embravecen e irritan, la encienden y exasperan; y ciega, sin tino, arremete aquí y allá contra aquellos, que la retan e insultan con insolentes apostrofes y frenético clamoreo, escapando luego de su furor con un salto oportuno o una carrera tan rápida como grotesca. Pero todo es en vano: la siguen, la rodean, se le plantan delante, citándola atrevidos, con resueltos ademanes, sin orden, sin reposo, sin arte, sin belleza, deseando cada uno —¡vaya si es malo el gusto!— ser el preferido para el revolcón de la tarde.

Aquello da vértigos; es el vuelo desenfrenado de la oda taurina; el ditirambo romántico del valor, que impetuoso, ciego e irreparable, se arroja en el torbellino de aquella lid de terribles duplicados peligros.

No busques en ella, viajero discretísimo, las donosuras y gentilezas del torero clásico que, siempre apuesto y en cualquier momento lleno de gallardía, hace olvidar lo comprometido del lance con lo airoso de las actitudes y la gracia de los movimientos; ni el cumplimiento exacto de las reglas de un arte que no consiste sólo en evitar riesgos y salvar peligros, sino en realizar a cada instante singulares bellezas; no, eso no encontrarás allí; que no es eso lo que busca el pueblo en este juego que viene a ser, tras la corrida correcta y formal, como el saínete regocijado después de la grave y empingorotada tragedia; pero sí podrás encontrar en él —y me parece digno de tu admiración— un gran acopio de fuerza y de virilidad que aquí tiene desahogo y empleo; un alarde inconsciente de valor temerario que fortalece el alma y vigoriza el cuerpo; un pueblo altivo y bien templado, haciendo patentes los rasgos más interesantes de su carácter: el denuedo y el arrojo.

Perdida la esperanza de hallar salida, el toro, en cambio inesperado, vuelve al centro de la plaza para triunfar de sus enemigos como el Horacio de la leyenda histórica. Con el testuz erguido, ostentando las potentes astas, recortadas, sí, mas no por eso menos temibles, y bebiendo a grandes sorbos el aire caldeado del redondel, avanza mugidor y terrífico, exhalando por la nariz sanguinolenta los últimos alientos de su brío y las primeras quejas de su impotencia. Embiste furioso: caen a diestra y siniestra un lidiador y otro lidiador; y aquí es de ver cómo ruedan por tierra el remendón ebrio, cuyas piernas apenas pueden sostenerle; el correcto artesanillo que se levanta hecho una lástima; el granuja que siente llegar su última hora, y sobre ellos pasa el bicho hozando cuerpos y bañándolos con hálito de fuego. Levántanse las víctimas rengas y maltrechas, mientras desde los tendidos y lumbreras los espectadores, entre conmovidos y burlones, saludan a la fiera con estruendosos vítores.

Mas no bien se para el toro, cuando ya está cercado de nuevo por aquella multitud incansable e inquieta que la estrecha y oprime. Nada la detiene en su furor taurino y le echan a las astas mantas y sombreros, sarapes y jorongos, cuanto tienen a mano, para domeñarle y vencerle, y hasta le clavan traidora y alevosamente, por detrás, las banderillas inútiles que el capitán obsequioso y galante ha repartido entre los aficionados más entusiastas.

Cálmase un tanto la acosada fiera y con desaliento que revela congoja, acaso con rabioso desdén, embiste y acomete, floja y desmayada, como para dar confianza a sus adversarios, disimulando que su energía decae, y sin duda, deseando morir antes que recibir tales afrentas. Asido de la cola, no puede avanzar y desesperado e impotente brama, y rebrama con angustioso afán. Imagínate, lector amable, a mío Cid, cercado de agarenos y reducido a limitado espacio, sin que Babieca le ayude, ni Colada le valga, y comprenderás la ira del orgulloso rey de la pradera, «del noble hijo de la torada» que criado en la libre, ilímite dehesa, bajo el inmenso cielo cuyos aires refrescan y vigorizan, temido y respetado siempre, se ve, por vez primera, acorralado en estrecho recinto, insultado, vencido, escarnecido por tantos y tan implacables enemigos que, merced al número, hacen alarde de fuerza y de poder.

Asido de la cola, pronto caen sobre su frente para derribarlo, y más que domeñado, desmayado de rabia, rueda por tierra, maldiciendo a sus contrarios con un bramido que parece sollozo.

El pueblo ensorbebecido, grita y silba, palmotea y clama, y se siente feliz. ¡Ha triunfado!

El humillado rey de la llanura hace poderosos esfuerzos para romper la red humana que le envuelve y desasirse de sus insolentes vencedores; pero todo es inútil.

Con los ojos centelleantes e inyectados de sangre, tragando la espuma de su impotente rabia, yace en tierra y quisiera morir.

Entre aquella turba de arrojados lidiadores hay individuos de acreditada fama y de renombre popular. Nadie sabe su nombre, ni su oficio, ni si tienen casa; se les ve únicamente en las corridas, y los concurrentes los distinguen con un apodo apropiado a su figura o a sus cualidades… artísticas. Uno se llama el «Diablo»; otro el «Chango»; éste «Culebra»… aquel tiene un nombre bárbaro que acaso es, por licencia taurina, una contracción de su verdadero apellido.

¿Ves, lector amigo, entre los que forman aquel grupo, un joven alto, pálido, ojeroso, enjuto hasta la demacración, que con simpático desgaire y militares bríos, dirige los movimientos de la incansable turba, ese de blusa azul, muy aseado, y ágil? Ése es el «Diablo».

¿Ves aquel otro, ancho de espaldas, de tez cobriza, de cabellos hirsutos y que cuando ríe parece un mono? Ése es el «Chango». Pues bien, uno de los dos ha de jinetear al toro.

—¡Que le monte el Diablo! —gritan en el tendido.

—¡Nooo…! ¡Nooooo…! ¡Siiiií…! ¡Siiiií…!

—¡Que nó…! ¡Que sí…!

Las opiniones se dividen; pero como en ciertas luchas periodísticas, los partidarios del «Diablo», que están en mayoría, y gritan fuerte, son los que ganan.

El solicitado jinete desea montar y saliendo del grupo hace más visible su «acreditada personalidad». ¡Cómo no ha de hacerlo! Manifestarse tímido o esquivo sería tanto como echar en los fangos del arroyo su fama de valiente y ágil, conquistada en muchos domingos a fuerza de porrazos y revolcones; sería como deshonrar un apodo que para su ilustre persona es como el alias en el torero de cartel: un título glorioso con que la fama atruena los ámbitos del mundo.

Se dirige a la presidencia, se quita el sombrero, y con rostro suplicante y risueño pide la venia. El señor Regidor parece poco dispuesto a concederla y en su edilicia cara se lee claramente, como un rotulón prohibitivo, que no quiere acceder a tan humilde súplica.

El concurso grita desaforadamente.

—¡Siiiií! ¡Siiiií! Que lo monte! ¡Que lo monte!

El señor Regidor, cuya popularidad corre peligro en aquel trance, y cuya presidencia aquella tarde ha sido tan acertada que no tiene que temer una próxima cogida de los periódicos taurinos, vacila, duda, y, después de consultar con los que le hacen compañía, cede, y con una inclinación de cabeza, majestuosa y cesárea, dice que sí.

Entonces el pueblo soberano, la gran entidad en cuyo nombre se decretan constituciones, se convocan congresos y se aumentan los impuestos, aplaude con furia extraordinaria a su representante por tan generosa merced.

En tanto los que retienen a la fiera van perdiendo fuerza y abandonando el puesto, no sin atraerse las burlas de los que con mayor atención siguen las peripecias de la lid, ni sin merecer de sus compañeros de faena insultos y loas que suelen ser causa de muy serios disgustos.

En aquellos momentos la res hace acopio de fuerza, y con soberbio empuje se alza victoriosa. Acomete a cuantos la sujetan y escarnecen, y postra en tierra, entre las carcajadas y agudos silbidos de la multitud, a sus poco antes envanecidos opresores. El pueblo tiene arranques de generosa equidad. Al principio celebró la hazaña del valeroso grupo; ahora saluda con una salva de frenéticos aplausos el rudo desquite de la fiera.

Difícil es volverla a sojuzgar; pero no faltan oportunos auxilios: pronto entran en el coso un «charro», y tras éste otro que, aprestando la reata, acuden para acelerar la faena.

Los «charros» son también aficionados; asiduos concurrentes a los herraderos de las haciendas vecinas, donde se entregan sin freno al delirio vertiginoso de las «manganas» y las «colas». Charros de gran facha y gran golpe, por mucho que no gocen de fama principal entre la verdadera gente de a caballo.

Ni Bayardo en torneo, más altivo que ellos; montan bien y visten mejor; saben atraerse las miradas de las chicas más guapas de sol, y hasta provocan envidias y causan celos a más de un mancebo galanteador y afortunado.

Con la gracia natural del jinete mexicano, apuestos y gentiles, entran haciendo escarcear el moro o el tordillo, y soltando la reata la revolean por alto para enlazar la fiera. Tras dos o tres lazos mal dirigidos y bien silbados, logran derribar al bicho, sobre el cual se precipitan en tropel los del maltrecho grupo, más insolentes y enconados que nunca.

Aquí principia afanosa lucha para poner el pretal; trabajo prolongadísimo, porque todos lo estorban y retardan. Uno se pone a horcajadas sobre la res; otro pretende pasar la cuerda por debajo; éstos quieren ayudarle; aquellos lo impiden, y sobre el animal hay un cruzamiento de brazos y de manos, que parece que se les multiplican y aumentan de un modo maravilloso y sorprendente. En tanto, el jinete recorre la barrera en solicitud de algo que no encuentra, de algo indispensable que los «charros» espectadores no le quieren proporcionar: espuelas. Por fin se las dan, y entonces verás a mi humilde hombre, lector curioso, apretarse la faja, calarse el sombrero, y alistarse para dar principio y término a la hazaña.

Ya nada falta: el «Diablo» se acerca, prueba la tirantez del pretal, la encuentra buena, y se retira a pocos pasos de distancia. Allí un lidiador oficioso y cansado le calza la espuela, con la misma seriedad y nobleza con que lo hicieran castellanas o princesas con el invencible Amadís.

Al fin se monta, a medias, porque la postura del toro sólo así lo permite; se ajusta el sombrero, se ase de la cuerda; le quitan los lazos que sujetan al bicho… y… ¡upa!… ¡arriba!… y ¡vámonos, señor!

Dispérsase el grupo, alguno queda para irritar al toro, doblándole la cola… y ¡a correr!

Parte el toro, enarcando el lomo, levantando el anca, azotando la cola, tirando coces y embistiendo al aire. El jinete se afianza con los muslos, echa el cuerpo hacia atrás, grita y apostrofa al toro con singulares epítetos que encierran desvergonzadas frases, y le clava las espuelas en los ijares, todo entre el clamoreo victorioso de sus partidarios, el gritar de los chicos, el silbido de los granujas y el saludo de los risueños espectadores.

El toro recorre el redondel, seguido de la multitud que no se cansa de acosarle. Dos o tres veces el jinete está a punto de caer; más de cuatro siente que los espesos vellones del testuz, empapados en copioso sudor, le pasan por la frente; pero otras tantas recobra el equilibrio, resistiendo las bruscas sacudidas y el juego traidor de la movible y resbaladiza piel en que se asienta.

Nadie creería, al verle tan pálido y enjuto, y al parecer tan débil, que era capaz de tal empresa; ninguno pensaría que aquel joven ojeroso y de aspecto enfermizo, poseía tanta fuerza muscular. El «Diablo» parece clavado en los lomos de la fiera, que, pronto, inútil y agotada, pasa de la carrera al trote, y de éste al paso, hasta que, por fin, mustia, abatida, se detiene como queriendo vencer con la pereza lo que no pudo conseguir con su perdida bravura.

Entonces termina el juego y concluye la diversión; los lidiadores se van retirando a los burladeros y tendidos, recogiendo los trapos, lamentando una caída y quejándose de contusiones y estropeo.

El regidor benévolo da por terminado el espectáculo. Suena el clarín, el jinete abandona los lomos de la fiera, como Dios le ayuda, de un salto o escurriéndose por las ancas, las más veces rodando por el polvo, y otras cayendo en brazos de sus admiradores y partidarios. En seguida, los charros sacan a lazo el toro del revuelto y todavía ensangrentado redondel.

III

Esto es, lector amable, lo que antes se llamaba «toro de la plebe» y lo que ahora, en tiempos más democráticos, llamamos «el toro del pueblo».

Juzga como te plazca; desapruébalo si gustas; celébralo si quieres; pero estoy seguro de que, en ningún caso, te atreverás a negarme que esta lid en que el arte, como hoy acostumbramos a decir, «brilla por su ausencia», y que sirve como de escuela para los Poncianos futuros, tiene no poco de singular atractivo, de pintoresca hermosura y de gran virilidad; que en él nuestro arrojado pueblo pone de manifiesto su amor al peligro y su valor característico, templando su ánimo para los combates y vigorizando su naturaleza.

Tendrá mucho de bárbaro, concedo, pero en él, se forman esos hombres que, llenos de ardimiento, son para la patria en los campos de batalla fieros servidores, indomables y heroicos. No puede ser de otra manera, cuando corre por sus venas nobilísima sangre, sangre latina.

IV

Cuando asisto a este espectáculo, lector discreto, gusto de situarme en la puerta de la plaza, para ver salir a los concurrentes y recoger los jirones de conversación que dejan caer delante de mí.

La multitud agrupada en la calle va dispersándose poco a poco. La clase alta torna a su vida triste y monótona, a sus fastidios cultos y a sus enervamientos refinados; el pueblo, el pobre pueblo, feliz con su cansancio y orgulloso de sus proezas taurinas, regresa al hogar en busca de reposo, charlando alegremente y acopiando material para contar esa noche a sus amigos y vecinos los pormenores de la corrida, y alegrar con ellos las horas de trabajo en la famosa fábrica, en el obrador humilde o en el acreditado taller.

Una vez me detuve en una esquina de la calle próxima, para oír lo que dicen al paso los espectadores, y admirar las postreras luces del crepúsculo.

Entre los que por allí pasaron, iban unos españoles decidores y francos; unas pollitas de rasgados ojos, muy pagadas de su florida primavera; dos yanquis trotones, muy rechonchos y altivos, que en vez de botas calzaban cascos de navío, y un viejo artesano acompañado de un apuesto mancebo simpático y alegre. Y así decían:

Un español: —¡Eso es muleta, chico! ¡Ni en Madrid!

Las pollitas: —Será lo que tú quieras; pero ese hombre es muy guapo!…

Uno de los yanquis: —¡Ah! Este pueblo moch barbaridá!…

El artesano, dirigiéndose al joven: —A mi hermano lo mataron en Churubusco, y a mí me hirieron en Molino del Rey…

No oí más. Era ya muy tarde. La noche venía a toda carrera, y sobre las montañas del norte las nubes, bañadas por los últimos fulgores del sol poniente, parecían alumbradas por el reflejo rojizo de un campo de batalla.

Voto infantil

Al Sr. Lic. Don Victoriano Agüeros


En Febrero de 1892 se presentó al Congreso de los Estados Unidos una proposición, encaminada á que esa República devolviera á la de Méjico las banderas que nos fueron arrebatadas durante la injusta guerra de invasión, en los años de 1845 a 1848. El periódico EL TIEMPO protestó contra tal proposición, por juzgarla humillante para nuestra patria, y tuvo la satisfacción de que á su protesta se adhirieran miles de mejicanos. Al fin se logró que dicha devolución no se hiciera.—(N. del E.).[1]
 

I

Allá por el barrio de los Desamparados, frente a la tienda de «El Fénix», en una vetusta casa de vecindad, a la entrada, en el departamento de la izquierda…

Si algún día acertáis a pasar por esa calle tortuosa y mal empedrada, siempre lodosa y llena de fango por el desbordado arroyo, en cuyas márgenes herbosas vagan hasta media docena de patos caseros, fijad vuestra atención en una puerta baja y angosta, sobre la cual, en un cuadrito azul, algo más grande que una pizarra, dice: «Escuela particular para niños»… Allí vive el viejo soldado, en una pobre habitación que le cuesta cinco duros al mes. Es poco, otro cualquiera daría más; pero el propietario que le estima y considera, se la alquila en ese precio, a condición de que cuide de los entrantes y salientes, cobre alquileres y se entienda con los inquilinos, los cuales le dan mucho trabajo; unos por malos pagadores, otros por pendencieros y aficionados a la caña. Pero don Antonio, con sus setenta años y todo, es hombre de temple, y ¡cuidadito!… Con él no hay que jugar.

Cuatro piezas tiene el departamento: en la una, la mayor, está la escuela, una escuelita de barrio, acreditada y concurrida, donde jueves y sábados se estudia el Ripalda, se reza el rosario, y… se canta el Himno Nacional, la hermosa canción de la patria mexicana que hace latir los corazones; la siguiente es la recámara de la jorobadita, la nieta del inválido, una infeliz muchacha, tan deforme como hacendosa; la otra sirve de alcoba a don Antonio y en la última tiene la cocina. Una cocina muy arreglada y limpia, con su brasero de Necoxtla, con su armario lleno de platos y tazas de mil colores, y con las paredes cubiertas de cacharros; una multitud de cazuelas y cazuelitas, simétricamente colocadas; desde la colosal en que, allá, por la segunda decena de junio, condimenta la jibosa un mole de guajolote de rechupete, hasta lo minúsculo de la alfarería arribeña, jarritos, torteritas, pucheros muy cucos, como para uso de liliputienses, mil chucherías baratas de barro de la Puebla, que la pobre corcovada se ha complacido en coleccionar.

Aquellas buenas gentes vivían a costa de muchos trabajos, y la escuela fué para ellos una tabla de salvación. Don Antonio disfrutaba de una pensión del Gobierno, mal pagada, es cierto, y que apenas le bastaba para comer «sola, caballo y rey», pero, en fin, algo era. Y a fe que Don Antonio se la merecía. Estuvo en el sitio de Veracruz con la Guardia Nacional de Pluviosilla. Pasada la capitulación, y ardiendo en odio contra el invasor, corrió a la capital, se alistó en un cuerpo que probablemente entraría pronto en campaña. Se batió como un valiente en Padierna, y en Churubusco, y después de ver su bandera en manos de un soldado de Pillow, una bala de cañón le llevó el brazo izquierdo. ¡Vaya si tenía derecho a la pensión!

Allá por los años de 65 a 66, falto de recursos, abrumado de deudas y con su nieta enferma, en una palabra, pereciendo de hambre, aceptó del Gobierno imperial un empleo insignificante, el de portero de una oficina, o algo así, por lo cual, cuando se restableció la República, el guardia nacional de Pluviosilla, el batallador de Padierna, el mutilado de Churubusco, el bravo soldado que sólo simpatizó con el Imperio por, cuanto éste contrariaba los intereses y designios del yanqui… fué acusado de… ¡traidor a la patria!

Indignóse al saberlo, bufó, maldijo y no volvió a decir palabra acerca de su pensión. Colocóse en una hacienda, de guardamelado, y de allí volvió enfermo de calenturas malignas.

Cierta vez, hace diez años, alguno le dijo que insistiera, que no sería difícil que le volvieran la pensión; con buenas recomendaciones la cosa era segura…

—¡No en mis días! —exclamó, y habló de otro asunto.

Pero los tiempos buenos no venían. Un día se dijo:

—Antonio: bien visto, tú no tienes derecho a nada; no peleaste en defensa de tu patria, injustamente atacada, por interés de unos cuantos duros; así, puesto que tus servicios son desconocidos o echados en olvido, mientras tantos que lucieron uniformes imperiales y comieron y bebieron a la mesa del Archiduque, y recibieron de él cruces y grados, medran y están en candelero, ni solicites mercedes, ni demandes favores, que eso sería como si fueras a pedir limosna a quien tiene el deber de no dejar que te mueras de hambre. Así, acuérdate que en tus verdes años tuviste algunas letras; recuerda que si los bigardones de tu compañía nunca pudieron subírsete a las barbas, bien podrás habértelas con dos o tres docenas de chiquillos; ¡a bien que si un día se te pronuncian, ya lo sabes, con la Ordenanza basta y sobra!

No, Antonio; no, señor sargento del Mixto de Santa Anna, no hay que pedir favor ni que rendirle a nadie; vale más que te metas a maestro de escuela.

Y dicho y hecho. Ahí lo tienen ustedes en la escuelita del barrio de los Desamparados. ¡Y vaya si se cumple allí con la Ordenanza!

II

Son las once y media de la mañana.

¡Qué día tan hermoso! ¡Un día primaveral! Entra la luz a torrentes, y los niños, llenos de impaciencia por salir, trabajan con inusitada aplicación. Al otro día es día de fiesta, día de San José y la hermosa campana del viejo templo de San Francisco repica alegremente, anunciando la próxima solemnidad.

Don Antonio ha recorrido ya todos los bancos, todas las filas, como él dice, y mientras los niños copian las invariables muestras que dicen, y no se cansan de repetir «Palo Alto», «Cerro Gordo», «Veracruz», «Padierna», «Churubusco», etc., etc., o «Texas», «Nuevo México», «Alta California», etc., etc., el inválido maestro lee en la silla, su libro favorito, un libro muy releído y resobado, tentación eterna de los chiquillos, que tiene estampas lindísimas de guerra y soldados, y al principio, frente a la portada, un Napoleón a caballo, pasando los Alpes, que es una dicha el verle.

Arriba del asiento del señor don Antonio, una Guadalupana con su lamparilla delante; a la derecha, contra la pared, el pizarrón, y al otro lado un mapa de México.

Algunas veces preguntaban los niños:

—Señor maestro: ¿por qué ha pintado ud. de negro esa parte de los Estados Unidos que linda con nuestra República?

—¿Por qué? —respondía el anciano, haciendo un gesto y atusándose el poblado y encanecido bigote, un verdadero bigote de granadero—. ¿Por qué? ¿No os lo he dicho ya, a ti y a todos? ¡Ah! Porque esas tierras están siempre de duelo; fueron inicuamente arrancadas a la patria; están bajo extranjero dominio… ¿Ya lo oíste? ¿Ya lo oyeron todos? ¿Ya? Pues no lo olviden, y ¡a su lugar todo el mundo!

Leía el veterano, los niños trabajaban alegremente, y quien a la sazón pasara, no creería que estaba a las puertas de una escuela.

En la última mesa de la tercera clase, un jovencito de modesto traje, vivaracho y bien tratadito, de ojos inquietos y despejada y noble frente, acaso periodista dentro de algunos años, deja la pluma, se entreabre la blusa, y cautelosamente saca un rollo de papel: un periódico. Sobre las rodillas, protegido por la mesa, desdobla el pliego, le coloca luego sobre el cuaderno de escritura, y siguiendo el ejemplo del señor don Antonio, se echa a leer.

La sección europea no le interesa, y pasa adelante; sigue con la parte amena y allí encuentra grato entretenimiento, pero, ¡ay!, arrastrado por el encanto de viva narración, olvida que está en clase, alza el papel por alto y trata de volver la hoja.

—¿Qué es eso, Enrique? —exclama el veterano—. ¡Linda manera de perder el tiempo! ¡Bonito! Pareces un diputado que se entera de los sucesos del día! Ven acá, trae ese papelote.

Gran rumor en la clase. Los alumnos volvieron el rostro para ver a su compañero, que, sonrojado y temeroso, dejaba su asiento y se disponía a obedecer la orden de su maestro. Llegóse a la mesita y alargó el periódico.

—¡Amiguito! ¿Qué es eso? ¡A la plana! ¡A la plana! Aquí no se viene a leer los periódicos… Aquí no queremos políticos, sino muchachos aplicados al estudio…

Enrique volvió a su asiento. Don Antonio arrojó el diario desdeñosamente y volvió a su lectura. Repasaba, por milésima vez, el desastre de Waterloo.

Los alumnos siguieron escribiendo. La campana de San Francisco entonó un nuevo canto, como diciendo a los muchachos: «¡Mañana a pasear! ¡Mañana es día festivo!».

El inválido, movido por irresistible curiosidad, dejó la cesárea historia; se puso en pie y tomó el periódico. Extendiólo sobre la mesa y fué recorriendo los nombres de cada artículo. Alguno de ellos le interesó, sin duda, porque, reclinándose sobre la mesa, se puso a leer con grande atención, y a poco se le vió ponerse pálido, y luego rojo como la grana. Algo murmuraba, alguna exclamación se le escapó. Los niños se decían: ¿Qué le pasa al maestro?

No pudo más el buen anciano, e irguiéndose con noble altivez, dando un golpe en la mesa, tan fuerte que algunos libros cayeron al suelo, gritó:

—¡Silencio! ¡Atención!

Silencio sepulcral. Los chiquillos se miraban asombrados… ¿Qué pasa? ¿Qué tiene el maestro?

Con trabajo dominó su emoción el veterano, y por fin con trémula voz empezó a hablar:

—Hijos míos: yo nunca leo los periódicos; no gusto de ellos, prefiero los libros; pero acabo de ver en este diario que trajo Enrique, una noticia que me ha llenado de indignación. ¿Sabéis lo que pasa? ¿No? Pues voy a decíroslo; algo que tiene que disgustar a todo mexicano que ame a su patria, como yo la amo, como os he dicho que debéis amarla… Oídme con atención, os lo ruego, tened presente que ya sois unos hombrecicos, unos hombrucos que deben ser formales. Oídme, yo os lo pido.

Con acento conmovido, lleno de expresión, narró clara y exactamente las desventuras de la patria, durante la guerra con los Estados Unidos; lamentó los desastres, celebró el valor de los defensores del suelo natal, cantó —digámoslo así, porque canto parecía la elocuencia del noble inválido— himnos gloriosos a los héroes de esa guerra, a los bravos paladines que lidiaron contra el invasor; tuvo rasgos sublimes al hablar de los «muchachitos» de Chapultepec que se portaron allí como unos héroes, y terminó maldiciendo de los que, sin razón ni motivo, por vil codicia, por codicia de mercaderes, invadieron el territorio mexicano y arrebataron a sus hijos aquellas regiones que en el mapa de la escuela aparecían pintadas de negro.

—Pues bien —continuó— hijos míos; ya estoy viejo, enfermo, achacoso; pero si hubiera hoy otra guerra con los yankees, os dejaría, sí, muy contento, para ir a perder, batiéndome, como lo hice en Churubusco, contra esos perros, el único brazo que me queda.

La chiquillería estaba atónita, muda, boquiabierta, con los ojos llenos de lágrimas.

—Pues bien —prosiguió encendido, centelleante la mirada— en esa guerra el enemigo nos quitó algunas banderas; ¡nosotros también se las quitamos! y allá las han tenido como trofeo de gloria… ¿De gloria? ¡Gloria es vencer al fuerte! ¡Gloria, es triunfar de igual a igual en una guerra justa! Y ahora, ahora, llamándose amigos, quieren devolvernos esas banderas, tintas aún en la sangre de nuestros soldados. No sería yo quien, si estuviera en servicio, iría con gusto a recibirlas… Muchos hay que no lo quieren, ¡yo soy de esos! y vosotros, vosotros, hijos míos, decidme, ¿queréis que Méjico recíba esas banderas?

En una exclamación unánime, entusiástica, ardiente, que parecía un anuncio de futuras glorias, la turba infantil contestó al punto:

—¡¡¡No!!!

—¡Bien! —exclamó el veterano—. ¡Así os quiero!

Y sollozante, bañado en lágrimas, llorando como un niño, pero radiante de alegría el rostro, se dejó caer en el asiento, murmurando:

—¡Salgan… salgan… ya dieron las doce… Enrique… toma tu periódico!…

En el anfiteatro

A Vicente Ariza

I

El buen clérigo retiró la jícara, se limpió los labios con la nívea servilletita, y luego acercó el vaso de agua limpidísima, fresca y tentadora, bendíjole, y le apuró lentamente, con beatífica delectación.

—¡Ea! ¡Gracias a Dios! —exclamó—, y mientras el criado, un indizuelo muy aseado y listo, quitaba el velador, decapitó el tuxteco, le encendió en una cerilla, cuidando de que prendiera bien, y luego se acomodó en la poltrona.

Estábamos junto a la ventana. Desde allí se veían las últimas casas del pueblo, el bosque, los ejidos, toda la vega.

—Vamos, amigo mío —prosiguió—, ¿conque quiere Ud. saber por cuáles caminos llegué al sacerdocio? Pues… ¡Con mucho gusto! ¡Con mucho gusto!

Y agregó, sonriendo dulcemente:

—Va Ud. a oír esta historia. Antes no me era grato recordarla; pero, a proporción que me hago viejo, aumenta en mí la afición a contar las cosas de antaño. Encuentro dulcísimo encanto en referir las aventuras de la mocedad. Oiga Ud.: es un caso por extremo original.

Se compuso de nuevo en el asiento, volvió los ojos hacia la vega inmensa, luminosa, dorada por los postreros rayos de un sol de agosto, y distraído, ensoñador, hundió su triste y apacible mirada en las lejanías del valle, más allá del cual entre nubes ardientes y violadas tintas brillaba con rosados fulgores la nevada mole del Citlaltépetl. Contempló breve rato la llanura amarillenta y calorosa de donde subían hasta nosotros los mil rumores de la tarde, el mugido de los bueyes y el balido de las cabras que ramoneaban en los cercados vecinos. Al fin, como si despertara de penoso sueño, tornó a su veguero y a la olvidada conversación.

—Era yo a los trece años un chico tímido e inocentón, como toda criatura mimada y consentida. Mi santa madre —¡Dios la tenga en gloria!— me amaba como saben amar las madres a sus hijos débiles y enfermizos; me cuidaba empeñosa; frecuentemente me tenía entre vidrieras, y un bostezo, un estornudo, un desperezamiento, eran suficientes para que me hiciera guardar cama por muchos días, y para que declarase que estaba yo de muerte, y acto continuo viniera el médico. Llegaba el Doctor… ¡Me parece que le veo! Un francés, bretón de Saint-Malo, un paisano de Chateaubriand, de cabeza redonda, rostro sanguíneo, cabellos bermejos, locuaz, ligero de movimientos, afable y jovial. Sombrero de anchas alas, un sombrero singular, invariable, eterno; pantalón de lino, ancho también, anchísimo, inmaculado, sin almidón, que a través de sus pliegues descubría correctísimas formas y caía gracioso sobre unos pies aplanados y grotescos, que si en un tiempo calzaron zueco vandeano, ahora holgaban dentro de unas babuchas de dril blanco con punteras de piel charolada, y bajo los cuales zapatos, provocando risas, pasaba una trabilla arcaica. Llega el buen don Adolfo.

—¡Eh! ¡Pst! ¡Pst! ¿Qué pasa? ¿Qué tiene el principillo?

Me toma el pulso; me hace que le muestre la lengua; me pone en la frente aquella su mano suave y tersa, pálida y pecosa; mira a todos lados, y hace un gesto de contrariedad que mi madre traduce así: «¡Malo! ¡Malísimo! ¡El principillo está de viaje!» Hay para ella un instante de horrible silencio. El médico juega con la cinta de su reloj… Mi madre le mira espantada, y yo pienso angustiado en la dieta, y… en las medicinas desagradables que me harán beber.

—¡Pst! ¡Pst! —dice don Adolfo—. ¡Nada, madame! El principillo está bueno y sano. ¡Pst! ¡Que deje la cama! ¡Que salga! ¡Que corra, que juegue al aire libre, ¿eh? Carne, vino…

Y dirigiéndose a mí:

—¿El principillo quiere pasear? ¿El principillo quiere frutas, helados, dulces? ¡Pst! ¡Todo, todo lo que quiera!

El Doctor se marcha, y mi santa madre me abraza alegremente, diciendo:

—¡Hijo! ¡Hijo mío!

Al evocar aquellas dulces memorias el clérigo reía, reía, sí, pero sus ojos estaban llenos de lágrimas, de esas lágrimas que refrescan y remozan el alma. Enjugólas con su gran pañuelo de hierbas… El veguero ardía que era una gloria, produciendo una columna de humo gris que pronto esparcían en el aposento las brisas que venían del jardín.

El Cura prosiguió:

—Esto pasaba cada ocho días. A los catorce años, por prescripción de don Adolfo, me llevaron al campo; me hicieron subir y bajar, a pie y a caballo; dispusieron que me bañara yo en agua fría, todas las mañanas; que comiera yo basta quedar ahito, y del campo volví gordo, alegre, coloradote, listo para todo.

Apenas cumplí los quince años se trató seriamente de mi porvenir. No éramos ricos y en mí cifraban mis padres sus más lisonjeras esperanzas. Salí de la escuela, y —a decir verdad—, no muy lleno de ciencia: gramática, aritmética (hasta quebrados, que nunca tuve aptitud para el cálculo), generalidades de geografía, y… ¡pare Ud. de contar! No; algo falta: la debida instrucción religiosa, y una buena letra. Escribía yo bien, aunque de cuando en cuando se me escapaban faltas de ortografía. Entonces me pusieron maestro de latín —«la llave de las ciencias», como se decía entonces— y cáteme Ud., amigo mío, metido tarde y mañana en la logomaquia del Nebrija, bajo la dirección de un dómine tolerante, adulador y obsequioso, que se hacía lenguas del talento y expedición de su discípulo, cuyas aptitudes clásicas solía poner más allá de los cuernos de la luna, con gran satisfacción de mis padres.

Cierto día pensaron que era preciso, indispensable, para mí, en quien miraban un portento, que fuese a proseguir mis estudios en Puebla o en Méjico, cerca de un mi tío, persona acomodada y bondadosa, dispuesta a recibirme en su casa y a conservarme al lado suyo. Mi madre se ponía en razón, pero ¡quiá!… ¿Separarse de su hijo? ¡Ni por una de las nueve cosas! Por fin, después de hablar mucho del asunto, después de consultarle con personas graves, se acordó que no me alejaría yo mucho de la casa paterna, y que sería… ¡boticario!

Para ello hablaron a un amigo de mi padre, a don Procopio Meconio, quien me recibió gustoso en su botica, un establecimiento antiquísimo y a la sazón venido a menos por causas que merecen ser contadas. Durante muchos años fué don Procopio el único farmacéutico de Villaverde, y su botica la sola que sacaba los cuartos a los vecinos a cambios de agua de azúcar, manteca teñida con grana o con hojas de floripondio, y de linaza en polvo. Era mi hombre un vejete de nariz aquilina, cuerpo enjuto y amojamado, sempiterno jugador de conquián… y de albures, y que había convertido su casa en un oratorio de Birján.

¡Valiente tipo don Procopio! ¡Linda botica la suya! Si aquello más que tal se me antojaba un almacén de inmundicias, el cual —dicho sea de paso— todavía daba mensualmente muy buenos dineros a su dueño, y tantos que, a no ser por las cuarenta, rico habría muerto el propietario. Tan escandaloso era el desaseo de mi señor maestro, que con decir que limpiaba con la lengua, antes de taparlas, la boca de las jaraperas, queda dicho todo. Por esto se imaginará Ud. lo demás.

Allí pasé dos años, haciendo cucuruchos de harina de linaza, batiendo ungüento del soldado, y vendiendo a los míseros descendientes del heroico Moctecuhuma, los más absurdos específicos, toda la farmacopea mística y prodigiosa: agua de los siete evangelios, sudor de señor San Pedro, limaduras de marfil, bautizadas con el pomposo nombres de unicornio, y… polvos para enamorar, que no eran más que purita magnesia. Todo lo vendía caro mi maestro; pero los polvos susodichos se vendían a veinticinco pesos la onza!!! ¿Un robo? —dirá Ud. Sí, pero robo científico. ¡Hay tantos así! Sepa, amigo mío, que sobraban los compradores.

La botica era un mentidero. Allí se reunían todos los viejos ociosos de Villaverde, que no eran pocos, para murmurar de la holgazanería de los mozos; allí se leían los periódicos, se comentaban las noticias que daba «El Monitor Republicano», periódico favorito de don Procopio; se discutía de política y administración; se conspiraba contra el Gobierno, o los gobiernos, que antaño se mudaban como cataplasmas, y se jugaba a más y mejor. Hasta que un día, cierto prefecto de pocas pulgas, poco amigo de los naipes y enemigo franco de oposiciones e intrigas, desterró a don Procopio por desafecto al orden establecido, y la botica famosa pasó a otras manos.

Fuíme a mi casa muy regocijado. ¡Ay de mí! ¡Buena se me esperaba! ¡Y yo que creía que iba a quedar como chino libre! Ya me apuntaba el bozo, ya me gustaba campar por mis respetos, de manera que me dí a subir y a bajar calles, con el sombrero de lado y el cigarrillo en la boca. Acertó mi padre a darse cuenta de mis malas tendencias, me ató corto, y me puso en cintura.

—Amiguito… —díjome una noche—, ¡basta de ociosidad! Arregle Ud. la maleta… Mañana a trabajar.

—¿Adónde? —pregunté tímidamente—. Ya le he dicho a Ud. que era yo muy tímido, y algo cobarde.

—¡Al Hospital!

—¿Al Hospital?

—Sí.

—¡Pero… papá! ¿Soy acaso un perdido, merecedor de tan duro castigo?

—No vas por castigo —replicó mi padre— vas a la botica a trabajar. Así lo tengo arreglado con don Basilio, que ayer entró de Alcalde. Allí aprenderás mejor que en la casa de don Procopio, donde sólo podías aprender a… ¡jugar!

—Yo no aprendí a jugar.

—Tanto mejor.

—Pero, papá… —iba yo a protestar indignado.

—¡Silencio! Y a obedecer.

Acudí a mi madre. La pobrecita estaba bañada en llanto. Temía para mí no sé cuántas cosas: enfermedades infecciosas, de las cuales suele ser foco un hospital; los malos ejemplos de mis compañeros de empleo, el tifo… ¡qué sé yo! Todo fué inútil. Al fin, a fuerza de ruegos y de súplicas, conseguí demorar siete días mi entrada en el Hospital. Pero me voy distrayendo, amigo mío, y casi casi me alejo del asunto. Dispénseme Ud.… ¡Es tan grato recordar los felices años de la mocedad!

El clérigo volvió los ojos hacia la vega ya entenebrecida. Oíase el rumor del río como un gemido prolongado. En el horizonte quedaban algunos fuegos vespertinos, jirones de ardientes nubes que se iban apagando poco a poco. En un claro de cielo, a través de leve coloración lila, fulgura un lucero tristemente. En los repliegues obscurecidos de la cordillera, en alguna ranchería, humeaban hogueras rojizas, una roza, tal vez un horno de carbón.

—¿A qué cansarlo, amigo mío? —prosiguió el clérigo—, ¡a qué cansarlo con la expresión de mi angustia! ¡El hospital! No se apartaba de mi mente aquel edificio sombrío, lúgubre, de paredes desconchadas, y morada de enfermos hediondos y asquerosos. Fué preciso obedecer. Mi padre antes tan dócil y fácil a mis ruegos, mostraba esta vez una dureza extraordinaria. ¿Por qué tal cambio?

Años después me dijo que uno de los que noche a noche concurrían en la botica de don Procopio, le había dicho que yo iba por muy malos senderos. ¡Mentira! ¿Y quién había dicho eso? El más inmoral, el más cínico de cuantos en aquella casa conocí; un jugador empedernido, un viejo libertino qué tenía un lenguaje de carretero. Si las palabras impuras repugnan en los jóvenes, qué será cuando salen de labios de un anciano próximo al sepulcro? En fin, no le juzguemos. Acaso le guió el mejor deseo; pero lo cierto es que no dijo la verdad.

En aquellos momentos la vieja campana de la Parroquia sonó solemnemente.

—¡La oración! —dijo el Cura, poniéndose de pie. Rezó en voz baja. Al sentarse me saludó:

—¡Muy buenas noches!

II

Sigamos la historia. Al presente no conserva el Hospital de Villaverde nada de su antiguo aspecto. Entonces era un edificio casi ruinoso. Convento de pocos frailes en un tiempo y después cuartel, cuando fué destinado a hospital guardaba el peor estado. Lóbrego, sombrío, desaseado, entristecía al más alegre. La vista de aquellos claustros obscuros oprimía el corazón. En el piso bajo estaban los hombres; en el alto las mujeres. La botica había sido instalada en un departamento que recientemente fué cerrado con vidrieras. En las habitaciones contiguas vivían algunos empleados, los practicantes y los topiqueros, y un joven, mi compañero de labores. En el Hospital me pasaba yo el día; allí comía yo, y en la tarde, a eso de las seis, terminado el despacho, ya iba yo caminito de mi casa. Durante las horas que permanecía yo en aquella triste morada, vivía inquieto y receloso. Jamás pasaba del corredor y de las piezas inmediatas. ¿Entrar en los salones? ¡Ni por pienso! ¿Ir al anfiteatro? ¡Guárdeme Dios de ello! ¿Ver un cadáver? ¡Jamás! ¡Si nunca le había visto yo, si nunca tuve valor para ello! Alguno me dijo que topiqueros y practicantes sabían jugar a sus compañeros noveles muy pesadas burlas. Uno, al acostarse, se encontró entre las ropas una mano; otro en la taza de café se halló un dedo de niño. Nada de esto sería cierto, pero ello es que desde el día en que entré en el Hospital empezó para mí la zozobra, y cuidé de evitar las iras y las travesuras de mis compañeros. La dí de valiente; hice ostentación de indiferencia, viendo con aparente desdén las miserias y horrores de aquel triste recinto. Me volví trabajador. Sólo estando ocupado podría explicarse aquel retraimiento mío que no me permitía salir de la botica. Era yo asqueroso; pero procuré vencerme, y poco a poco me acostumbré a oír sin repugnancia la descripción de las mil y mil enfermedades inmundas que agobian a la desdichada progenie de Adán. En apariencia era yo uno de tantos para quienes el dolor y la desgracia de los asilados es cosa insignificante y baladí. Hasta supe hacer burla y burla sangrienta de quienes eran víctimas de enfermedades ridículas. Pero, ¡ay!, amigo mío, en realidad vivía yo con el credo en la boca. La verdad es que supe ocultar el horror que me inspiraba todo aquello, y que, a fuerza de ingenio, logré pasar por resuelto y decidido. De noche… ¡qué sueños y qué pesadillas! Hice punto de amor propio no quejarme. Mis padres me decían:

—¡Ya lo ves! No querías ir, y ahora estás muy contento…

Mis compañeros de hospital eran gente alegre. Daban bailes en una casa próxima, donde vivían unas chicas de no malos bigotes. Varias veces me invitaron, muchas, pero… ¡imposible! En mi casa no me habrían dado permiso para concurrir en ellos. Tanto encomiaban mis compañeros las tales reuniones, tanto las celebraban, las pintaban tan divertidas, concurridas por muchas chicas guapas, de la clase popular, es cierto, pero francas y corrientes, que la tentación aniquiló en mí miedos y temores.

—¡Vamos —me decían mis amigos— vamos, ya verás!

—No puedo —respondí—, los papás no me dejan.

—Mira —díjome uno de los practicantes—: vente a vivir aquí… Aquí, de noche, tendrás más libertad. Nos escaparemos y nos iremos de prándiga.

No era mala la idea. Esa misma noche, a pretexto de evitar idas y venidas, solicité de mis padres vivir en el Hospital. Mi madre se opuso, pero mi padre aprobó y favoreció mi demanda.

—¡Déjale, mujer —díjole a mi madre—, déjale: que vaya aprendiendo a hombre! ¡Tú quisieras tenerle guardado bajo un fanal!

Pronto quedé instalado en una pieza contigua a la botica. Noche a noche, después del toque de silencio, tomábamos el portante y nos íbamos de tertulia a las casas vecinas. Algunas veces no salíamos, y entonces nos reuníamos todos en mi habitación. Se charlaba, se reía, se jugaba. Allí aprendí y supe cosas que no se enseñaban en la casa de don Procopio. Cada semana hacíamos, a escote, un baile en la casa de las muchachas susodichas, y, cuando la tertulia era en mi cuarto, cenábamos opíparamente. En tales cenas consumíamos el vino de la provisión farmacéutica. El triste recinto y el cuadro inmediato del dolor humano no eran parte a entristecernos.

Me volví malvado y travieso; jugué a mis compañeros muy buenas pasadas, y siempre impunemente. Nunca sospechaban de mí; jamás descubrieron al autor de la broma. Al fin recibí el castigo que me tenía yo merecido.

Cierta noche de mayo, noche muy calurosa, invité a mis amigos a tomar un refresco. Fueron a mi habitación y bebieron a su sabor. Debe Ud. saber que en la limonada que les ofrecí puse una buena cantidad de emético. Ud. supondrá lo duro del trance. Nadie chistó; nadie dijo palabra de queja. Hasta llegué a creer que la dosis había sido exigua. No tardaron en tomar desquite.

¡Y de qué manera! Recuerda Ud. aquello de Virgilio,


Jungebat corpora mortua vivis?
 

Pues así, ni más ni menos.

Había obscurecido. El clérigo arrojó por la ventana el consumido tuxteco, y… prosiguió.

III

Nadie vino a mi habitación esa noche. Pregunté por mis compañeros y me dijeron que unos dormían y otros andaban de paseo. Me eché en la cama y me puse a leer no sé qué librejo de historias amorosas. Leí una o dos horas. A las once me desnudé, me metí en la cama, apagué la vela, y me dormí. Cuando iba yo conciliando el sueño, oí en el corredor los pasos del enfermero de guardia que iba y venía, y, allá, muy lejos, el vocear desconcertado de un loco, un pobre viejo que decía ser el General Miramón. Se pasaba el día en medio del patio, gritando, como si estuviera al frente de las tropas:

—¡¡¡Batallones!!! ¡¡¡Flanco derecho!!!

Cuando el infeliz, callaba, oíase, apenas perceptible, un rumor vago que parecía venir de los salones: quejas, lamentos… Acostumbrado ya a tales cosas, como queda dicho, no tardé en dormirme.

De repente desperté. Manos férreas me sujetaban de pies y brazos.

Eran mis compañeros, y decían:

—¡Ah! ¿Conque tú fuiste? ¡Ahora las pagarás todas!

Quise moverme y no pude; quise gritar y me taparon la boca. Me amordazaron y cargaron conmigo. ¿Adónde? Al anfiteatro. El terror me hizo perder el conocimiento.

Desperté —tal es la palabra— y me hallé en un cuarto obscuro. El horrible olor del ácido fénico me hizo comprender en qué parte estaba yo. Me habían tendido en la plancha, entre dos cadáveres, y atado a ellos. Grité. ¡Nadie me oía! Volví a gritar… ¡En vano! El anfiteatro estaba en el fondo de la huerta; nadie podía oírme. Los villanos habían dejado una linterna encendida, de tal modo dispuesta, que lanzaba sobre mí y sobre los cadáveres un reflejo rojizo. Trémulo, angustiado, volví la vista en torno mío. De un lado tenía yo una negra hedionda, helada, rígida, en cuyo rostro había dejado la muerte un gesto de desesperación. ¡Cómo, sobre el fondo obscuro de aquella cara macabra, aparecían los dientes blancos y descarnados! Abiertos los ojos, contraídas las manos por una convulsión tetánica, crecidas las uñas, como garras de gavilán, parecía una figura salida del Infierno. Del otro lado tenía yo el cuerpo de un obrero cosido a puñaladas. En su rostro, intensamente pálido, se dibujaba una contracción de ira y de rabia. Herido en el abdomen, conservaba aún apósitos y vendas. Olía a pulque agrio. La frialdad de los cadáveres me penetraba hasta la médula de mis huesos. El rostro de la negra estaba junto al mío, y si trataba yo de apartarme de ella tenía yo que descansar la mejilla en la cabeza del obrero. Trasudaban los cuerpos algo glutinoso que empapaba mi ropa… Pugné por desatarme, luché desesperado por romper las ligaduras, y sólo conseguí caer de la plancha, con los cuerpos a los cuales me habían sujetado. Me resigné a morir, y me abandoné sin ánimo, casi sin aliento. En mi cabeza caía de tiempo en tiempo una gota de agua. Habituado al ácido fénico, pronto percibí la fetidez de la negra… En fin, a qué describir aquello que Ud. se imaginará muy bien! A poco sentí que algo corría o se movía sobre mí. Eran ratones, ratones hambrientos que venían a roer los cadáveres. Logré ahuyentarlos a gritos, escupiéndolos, moviéndome en cuanto me era posible. No supe más de mí. Al amanecer vinieron a sacarme de aquel suplicio. Me encontraron sin conocimiento…

Por este camino llegué al sacerdocio. ¿Quién, después de haber visto tan cerca lo que es la muerte, no ve con desdén las penas del mundo y las vanidades de la tierra? ¿Quién no piensa en las cosas del cielo?

Al llegar el Cura a este punto de su narración, entró un criado.

Buscaban al Párroco para que fuera a asistir a un moribundo.

—¿Quién está de viaje? ¿Dónde es? —preguntó.

—Dicen que es allá, en la última casa del pueblo… Se trata de tío Pedro, el limosnero… —respondió el mozo.

—¡Ah! —exclamó el clérigo. Y volviéndose a mí agregó:

—Con permiso de Ud.… No tardaré. Voy a ver a ese infeliz. Es un leproso. Espéreme Ud., ¡espéreme para cenar!

La chachalaca

A Pancho González Mena

Allá por los últimos días de junio cumpliré cuarenta años, y lo que voy a referirte, amigo mío, acaeció cuando era yo un rapaz, un doctrino que no hubiera podido recitar de coro, sin tropiezo ni punto, los diez preceptos del Decálogo. Sin embargo, el recuerdo de la pobre avecilla no se aparta de mi memoria ni creo que se aparte de ella en los días de la vida…


… El pensamiento humano,
como el mar, sus cádáveres arroja.
 

Así dijo el poeta en admirable canto. Ciertamente, el cerebro es un océano siempre agitado, con frecuencia tempestuoso, cuyas olas arrojan implacables hacia las playas del olvido los despojos del pasado: esperanzas desvanecidas, ilusiones malogradas, sueños azules, ardorosos anhelos, vagas aspiraciones, nobles ideas, recuerdos regocijados, recuerdos tristes. Pero, ¡ah!, éste de la infeliz avecilla lleva años, seis lustros, de flotar en alta mar, juguete de las olas, sin que los turbiones de la adolescencia, ni las tormentas de la juventud, ni las terribles y sombrías tempestades de la edad madura hayan conseguido arrojarle a la costa.

Allí está, allí, siempre flotando sobre las crestas de las olas, lo mismo en las noches tenebrosas que en los días luminosos y serenos. Es como una gota de tinta en la página más blanca del libro de mi vida.

I

Una tarde calurosa, ardiente, una tarde primaveral. Un cielo sin nubes, pero inundado de Norte a Sud y de Oriente a Poniente por la calina, como si humaredas lejanas, diseminadas en los campos, hubiesen espesado la atmósfera y extendido en la sabana, sobre las arboledas, sobre los plantales de caña de azúcar, un velo de azulino crespón. A lo lejos, el río que nos enviaba, de tiempo en tiempo, con el rumor sordo de sus aguas, aire fresco, y vivificante. A un lado, el viejo trapiche con su ruido monótono. Al otro el sendero rojizo, quemado por el sol, bordado de amarillenta grama, de escobillares polvosos, de estramonios marchitos que suspiraban por las lluvias de mayo. Delante de la casa, en el césped húmedo y fresco por el riego reciente, sobre el verde tapiz, la abuela venerable y cariñosa, calados los anteojos, repasaba páginas de no sé qué libro piadoso; junto a ella nuestra madre haciendo labor, y en la natural y mullida alfombra, Ernesto, haciendo un papelote; la chiquitina, la blonda Niní, muy entretenida con su rorro, y yo, el pacífico Rodolfo, sacando de una arca de Noé, juguete en boga, elefantes, camellos, cabras, osos, panteras, jirafas, gallos, gallinas y unos hermosos y envanecidos pavos reales, cuya brillante cola de vidrio hilado se quebraba entre mis dedos… Frente a nosotros, uno a uno, lentos, pacíficos, sedientos, pasaban los bueyes camino del corral.

¡Hermoso cuadro de la vida rústica! ¡Amable grupo doméstico, que nadie hubiera contemplado sin envidia!

Al trazar estas líneas, al consignar en estas hojas fugitivas tan dulces y tiernas memorias, descubro por el balcón que tengo al frente la casa de mis padres, la heredad de mis abuelos. Veo los campos, el bosque, la dehesa, la vieja chimenea, de la cual asciende lentamente al cielo una columna de humo azul, y repito los versos de Gutiérrez González:


Ya ese fuego lo enciende mano extraña.
Ya es ajena la casa paterna!…
 

II

Obscurece. El cielo brilla con sus mil luces, y fulguran en las chozas lejanas las llamas del hogar.

Ruido de caballerías, voces de fieles servidores, una sonrisa en los labios de mi abuela, una exclamación regocijada de mi madre, Niní que se olvida de su bebé, Ernesto que se levanta, arrojando los carrizos y la navaja… ¡Es mi padre que vuelve de caza! ¡Mi padre con la escopeta al hombro y el morral repleto!

Corrí a recibirle. Detrás de él venía Andrés, el criado diligente, el bondadoso amigo, el fiel Andrés, a quien mi padre, sin mengua de su autoridad, ni menoscabo de su decoro, estimaba y quería como un hermano.

—¡Al comedor! —decía mi padre, tomando la mano de Niní—. ¡Al comedor! Les traigo muchas cosas…

La curiosidad y la impaciencia nos hicieron correr. A poco entraba el feliz cazador, enlazando dulcemente con el brazo la cintura de la dichosa compañera de su vida.

Pronto el morral estuvo vacío y extendido en la mesa el producto de la jornada: un gazapo y media docena de perdices.

El conejillo estaba tibio aún: las aves yertas. De nieve parecían aquellas patitas rojas como el coral.

Se hablaba de los incidentes de la caza; pero nosotros no oíamos nada, en espera de las maravillas que nos habían prometido. Niní se atrevió al fin a preguntar?

—¿Y para nosotros? ¿Y para mí?

Sonrió mi padre con aquella apacible sonrisa de sus delgados labios; brilló en sus ojos claros y siempre benévolos un relámpago de alegría, y sacó del morral, colgado en bandolera, un ramo de frutos morados, casi azules, un racimo de granadillas silvestres, y mostrándole en lo alto decía:

—Para la señorita Niní…

La blonda niña dió un salto, queriendo atrapar las frutas que al punto cayeron en su mano.

—Para el caballero don Ernesto…

—¿Qué? —dijimos a una.

—Para el caballero don Ernesto y para Rodolfo, una cosita muy linda… Adivinen… ¿Qué será?

—¡Un nido de chupamirtos!

—¡Un pajarito herido!

—No.

—¿Caracolitos del almácigo?…

Mi madre sonreía; mi padre se gozaba en atormentar nuestra curiosidad.

Al fin hundió la mano en las profundidades del morral, y nos mostró, cerca de la lámpara, un huevo, un lindo huevo blanco, tinto en la sangre de las perdices.

—¡Un huevo de chachalaca! De la puesta de hoy…

Cuando le cogimos estaba tibio. La ponedora se fué herida… —Y pasándole a manos de mi madre, agregó—: Límpialo…

Ernesto y yo nos disputamos el huevo.

La autoridad materna puso término a la discusión.

—Le guardaremos para ver si la copetona blanca, que es buena sacadora, consigue empollarle.

Y ya nos parecía ver a la chachalaca que de aquel huevo saliera ir y venir por el corral gritando: «Hay cacao, hay cacao!»… Y que desde el bosque vecino le respondía el macho: «No hay cacao, no hay cacao!»

III

A las tres semanas, o poco más, cierto día, al despertar, nos dieron una alegre noticia. La copetona blanca tenía catorce polluelos, y muy orgullosa de su nidada iba y venía por el corral, luciendo entre sus chiquitines uno de extraño aspecto que sus hermanos miraban de reojo, las demás gallinas con extrañeza y el señor del harén con altivez y menosprecio. La chachalaca, fea, cubierta de obscuro vello, torpe, muy distinta de sus vivarachitos hermanos, fué desde entonces objeto de nuestros cuidados, nuestra constante ocupación, el tema inagotable de nuestras pláticas. ¿Cuándo será grande? ¿Cuándo la veríamos logradita? ¿No la veremos nunca gritar y revolver el gallinero? ¡Qué de idas y venidas! ¡Qué de viajes! ¡Cómo gritábamos todo el santo día: «¡Hay cacao, no hay cacao!…»

La avecilla plumó con un plumaje pardo, triste, luctuoso, que hacía contraste con la blancura nítida de los polluelos nacidos en el mismo día. No tardó en dejar a la madre adoptiva y campar por sus respetos, y, chiquita como era ni buscaba abrigo por la noche ni gustaba de los cuidados maternales.

Cierto día le dije a Ernesto:

—¿La cogemos?

—No, porque huirá; es arisca y huraña, ¿no lo ves? Los pollitos nos conocen y nos quieren, vienen a comer arroz en nuestra mano, mientras esa prieta asustadiza y canallona… ¡No la quieras!

Me quedé solo é intenté atraparla… En vano. La avecilla huía… Hice del corral un pueblo revuelto, y no sin pena hube de renunciar a mis propósitos. ¡Tenía yo tantas ganas de acariciar y jugar con la chachalaquita!

Algunos días después renové la intentona, pero sin éxito feliz. En la brega me encontró Ernesto, y por la noche, a la hora de la cena, cuando menos me lo esperaba yo, prorrumpió:

—Papá: Rodolfo anda queriendo coger la chachalaquita…

—No hará tal —dijo mi padre—; no lo hará, porque yo se lo prohibo. ¿Lo has oído?

Con mi padre no se jugaba; una sola vez decía las cosas; nunca repetía sus mandatos.

¡Ah, Dios mío! ¡Qué tentación aquella! De día, de noche, a todas horas me perseguía. En vano quería yo pensar en otra cosa. Aquel deseo iba creciendo, creciendo, dominándome, subyugándome. Así debe suceder a esos hombres que de abismo en abismo van a dar en el crimen.

—¿Y por qué no? —pensé—. ¡A la obra!

Busqué un cesto grande, el mayor que había en la casa, y corrí hacia el gallinero.

Eran las diez de la mañana. Los gallos escarbaban en la tierra floja, buscando alimañas; las gallinas se bañaban en el polvo; otras estaban echadas poniendo, y la copetona cacareaba alegremente a pico abierto: «Pos… pos… pos posporeso!»

La chachalaquita, al verme, huyó y fué a refugiarse en el último rincón del corral… Allá fuí yo con el cesto en alto… Sí, sin duda, llegar y atraparla sería cosa de un minuto.

No fué así. Al acercarme corrió al otro extremo del patio, saltó sobre unas matas, dió un brinco y consiguió escapar.

—¿Te burlas de mí? —murmuré—. ¡Ya lo verás!

Y empezó el ataque. La avecilla, azorada, iba de aquí para allá, sin detenerse un instante. Las gallinas espantadas, volaban o se agrupaban medrosas a la puerta del patio. Yo, en campo abierto, jadeante, rojo, quemado por el sol, redoblando el brío, seguía en pos del animalito, el cual, cansado, rendido, cuando yo daba tregua a mi persecución, recobraba fuerza, y luego escapaba victoriosa. Aquello era un vértigo… Por fin, en momentos en que el animal se detuvo, lancé el cesto y… ¡Chas! ¡Presa!

Me detuve a gozar de mi triunfo.

Cuando yo me incliné, doblando una rodilla, para echar mano a mi cautiva, oí la voz de mi padre, severa y reprensiva:

—¡Rodolfo!

Estaba a la puerta del corral. Todo lo había visto. De pronto quedé sin movimiento. Me repuse y huí por la bodega. Desde allí, mientras mi padre iba a libertar a la prisionera, pude ver con espanto que la chachalaquita, laxo el cuello, se agitaba moribunda…

IV

Mi padre no chistó. A la hora de comer, al servirme el primer platillo, llamó al criado y en voz baja le dijo algo que no pude oír. Estaba yo avergonzado y trémulo, con los ojos llenos de lágrimas; me latía el corazón como si fuera a salírseme del pecho: era yo un criminal que merecía la horca.

Andrés volvió, trayendo una fuente cubierta con una servilleta. Entonces mi padre, como nunca severo, dejó su asiento y vino a colocarse a mi lado.

—Rodolfo…

No me atreví a levantar los ojos ni a responder.

—Rodolfo —repitió con dureza hasta entonces desconocida en él— ¡descubre esa fuente!

Obedecí temblando… y ¡Dios santo! Allí estaba el cadáver, con el pico abierto, destilando sangre.

De codos en la mesa, oculté el rostro entre las manos, sentí que me ahogaba y me eché a llorar.

Ernesto y Niní lloraban también.

Papá y mamá comían silenciosos, y, sin duda, apenados y tristes…

* * *

Ésta es la historia, amigo mío. Cuando la recuerdo, y la recuerdo todos los días, y siempre con dolor y remordimientos crueles, me pregunto:

—¿Qué sentirá el asesino cuando le ponen delante de su víctima?

Mi única mentira

A Enrique Hernández González

I

Aquello era todas las noches.

Apenas apagábamos la vela, principiaba el ruido, un ruidito leve, cauteloso, tímido, como el que haría un enano de Swift, que, a obscuras y de puntillas, explorase el terreno, temeroso de graves peligros. A lo que imagino, primero reconocía el campo, iba y venía, subía y bajaba, se paseaba a su gusto por todas partes, retozaba entre las jaboneras de mi lavabo, revolvía los papeles de mi humilde escritorio escolar, profanando las odas de Horacio y las églogas de Virgilio; se trepaba al «buró», y con toda claridad oía yo cerca de mí los pasos del audaz, el roce de sus uñas en la fosforera, en el libro y en el sonoro platillo de la palmatoria.

Una vez quise sorprenderle, y encendí rápidamente una cerilla: estaba encaramado en el extremo de la bujía, como un equilibrista japonés en lo alto de una pértiga de bambú.

Chiquitín como era, el molesto visitante me causaba miedo atroz. Sólo de pensar que, aprovechándose de mi sueño, iría a mi cama, se instalaría en las almohadas, saltaría a mi cabeza y arrastraría por mis labios aquella colita inestable y helada, me daba calofrío. Y héteme en vela, como escucha en vísperas de combate, conteniendo el aliento, atento el oído y abiertos los ojos para ver a mi osado enemigo. La imaginación me lo pintaba —tanto así le temía yo— colosal, horrible, hambriento, feroz como una tigre hostigada que ha perdido sus cachorros. En esta inquietud, nervioso, sobresaltado, asustadizo, pasaba yo dos o tres horas, mientras en el otro lecho dormía mi padre el sueño dulce y tranquilo que nunca falta a las personas de buena conciencia.

A la mañana olvidaba yo mis temores y recelos de la víspera, sin pensar durante el día en el ratoncillo aquel de nuestra alcoba, teatro de sus correrías.

Un día, al volver del colegio, encontré a mi padre disgustado y mohino, revolviendo papeles de música y sacudiendo pliegos carcomidos. Había descubierto que los ratones penetraban en el «sancta sanctorum» de sus amores artísticos, y cometían allí graves delitos, crímenes de lesa majestad. La requisitoria fué terrible: habían roído obras de raro mérito, de subidísimo valor: una ópera de Mozart, la «Flauta Encantada», tres sonatas de Beethoven, y la «Pastoral» y la «Sinfonía Heroica», y ¡qué sé yo qué más! El proceso había sido breve, y como no iban a fallar populares jueces, fué la sentencia draconiana: pena de muerte, garrote vil.

No tuvieron defensor los acusados. Nadie se atrevió a abogar por ellos. Yo me permití aconsejar un medio infalible para ahuyentar a los bandoleros y evitar crímenes mayores.

—¡Un gato! —dije—. Uno de esos caballeros que gastan por las noches luminosas gafas, prestará oportunos servicios en esta ocasión. Los malhechores tomarán el portante y emigrarán a tierras más propicias, al comedor, a la cocina, a la despensa. Allí no se atracarán de sinfonías clásicas, ni se hartarán de solfas inmortales, pero podrán encontrar algo más sustancioso y nutritivo.

Confieso humildemente que al tratar de castigar a mis enemigos, que lo eran muy temibles para mí los tales ratoncillos, me halagaba la idea de un escarmiento ruidoso, de una ejecución pública, como esas tan provechosas para el periodismo informador, pero, acaso, porque desde niño aprendí a no hacer daño alguno a los animales, yo prefería los medios preventivos; me ocurrió que era más llano y conveniente traer a la casa un gendarme felino, hábil, experimentado y listo, que con su presencia ahuyentara a los bandidos. Me repugnaba tender lazos ocultos y traidores y convertirnos en verdugos, por mucho que eso y más mereciesen los per juiciosos.

—¡El «Morrongo» de mi tía Pepa! —exclamé.

—¿Un gato? —prorrumpió mi padre, sacudiendo un legajo de valses viejos—. ¿Qué dices? ¿Para que tengamos que lamentar mayores fechorías? No; esos señores de la raza felina, esos descendientes de Micifuf, no han entrado aún —que yo sepa—, por las novedades de la incineración; siguen siendo inhumadores, y con huésped así, no quedará planta con vida, ni habrá en el jardín sitio que no rasquen, ni almacigo que no destruyan.

—Pero, papá…

—Nada de peros… Además, esa gentezuela es por extremo galante, y suele obsequiar a la señora de sus pensamientos con tales serenatas y tales trovas…

—«Música del porvenir»… —pensé replicar, echándola de satírico, pero no tuve valor para burlarme de las aficiones de mi padre, vagneriano incipiente y, como tal, un tanto apasionado.

—¿Un gato, dices? ¡Quiá! ¡Una ratonera! Vete á comprarla.

Yo no quise comprar de esas en que las víctimas mueren aplastadas o sucumben cogidas entre agudos dientes. Elegí una que parecía un juguete, una jaulita cilíndrica de alambre niquelado, montada horizontalmente en un eje, y que giraba al menor movimiento de quien, por su mala ventura, caía en ella. Así nos ahorraríamos suplicio, sangre y muerte espantosa.

En la noche pusimos la ratonera en el lugar conveniente, después de colocar en el garfio un pedacito de jamón. Nos acostamos precipitadamente, apagamos la vela y quedé en acecho…

De fijo que el nocturno visitante andaba corriendo la tuna con sus amigos y compañeros, porque esa noche vino muy tarde, dada la una, pasito a pasito, como si recelara del peligro. Caminaba un paso y se detenía, avanzaba y volvía a detenerse; algo extraño encontraba en aquel aposento perfectamente conocido para él.

—¿De dónde vendrá? —pensaba yo—. ¿De algún convite? ¿De algún monipodio, donde se conspira contra los engafados caballeros? ¿De rondar el recóndito alcázar donde mora la beldad que le tiene ferido de amores? ¡Este doncel trasnochador, tan aficionado a la música sabía, debe ser un calavera de lo fino.

¡Ah, pícaro! ¡Buena se te espera! Quiera tu destino que vengas ahito, y no cedas a las tentaciones de la gula!

El ratoncillo, confiado y seguro, salto a una silla, de allí el buró y dióse a ensayar sus ejercicios acrobáticos, brincando de la cerillera a la palmatoria, por burla, sin duda, por el deseo de reírse de nosotros.

Le vi bajar y correr hacia el estante. En el camino tropezó con un papel, con un pedazo de periódico… un fragmento de cierto diario… Ahí se entretuvo largo rato. ¿Estaría leyendo? No; los roedores no han de gustar de esa literatura. Fuese luego hasta la ratonera, atraído, sin duda, por el jamón, y ¡zas! ¡preso!

¡Qué ruido! La jaula giraba vertiginosamente: rin, rin, rin…

Encendí la bugía, corrí al sitio del suceso. El pobre animalito pugnaba por salir y pretendía forzar los hierros de su cárcel.

Mi padre despertó.

—¿Cayó?

—No escapará… ¿Y ahora?

—¡Mátale!

—¡Cómo!

—¿Le tienes miedo?

—No —contesté avergonzado—, pero me dá lástima.

—Confiesa que tienes miedo, que te causa repugnancia… Sumerge la jaula en una cuba de agua y ahógale.

III

—Heme convertido en un verdugo, en otro Carrier —me dije—. ¡Yo no le mato!

El trasnochador se revolvía en la jaula como un loco. Pretendía huir y no conseguía más que acelerar la rotación de su cárcel.

—¡Ah, bribón! ¿Volverás a quitarme el sueño?

¡Y qué bonito era! Gris, de color de pizarra nueva, bien dispuesto, ligero, elegante, lustrosa la piel, negros los ojitos como dos cuentas de azabache. Me miraba atentamente: parecía lloroso, acongojado, como implorando clemencia, pidiendo perdón.

Traje la cuba y la llené de agua. Iba yo a sumergir la ratonera… y el valor me faltó. El prisionero no merecía tan duro castigo; acaso no era autor de las fechorías, tal vez era inocente. ¡Qué sabe un ratoncillo de esas cosas, de «Don Juan» y de «Fidelio»! Además: mi víctima tendría padres, hermanos, hijos… ¡Tal vez el hambre le había arrastrado al crimen!…

Dejé la ratonera y volví a la alcoba.

—¿Le mataste? —preguntó mi padre.

—La verdad… ¡no!… Me dió lástima…

—Le tuviste miedo… y le abriste la jaula… ¿no fué así?

—No, señor —contesté—, dejé la ratonera en el patio. Mañana…

—¡No, al instante vas y le ahogas! —repuso el anciano, con el tono imperioso de quien siempre ha sido obedecido.

¡Pobre ánimo cobarde! Si yo le hubiera dicho a mi padre que me faltaba valor para obedecerle; que aquello me parecía inicuo, atroz, se hubiera reído de mi sensiblería.

Me resolví a cumplir lo mandado.

Pero al fin no lo hice. Salí a la calle y allí puse en libertad al prisionero.

—Vete y no vuelvas, no vuelvas nunca a esta casa, donde si hay deliciosos platillos clásicos, hay también ratoneras y cubas. No vuelvas que morirás ahogado. Huye y no vengas a quitarnos el sueño, ni a causarme penas como ésta que ahora me oprime el corazón.

Huyó el ratoncillo y yo respiré tranquilo, venturoso y feliz.

IV

¿Qué sentirá un Juez cuando toma la pluma para firmar una sentencia de muerte? ¿Qué pasará en el alma del magistrado que por muy altos y poderosos motivos no puede conceder la vida a un reo de muerte? ¡Sépalo Dios!

Esa noche me ví obligado a decir a mi padre una mentira —la primera y la última— la única que oyó de mis labios en toda su vida. Esa noche viví muchos años en unos cuantos minutos. ¡Bobadas de chiquillos!

Y desde entonces, no puedo escuchar música de Mozart o de Beethoven sin acordarme del prisionero a quien dí libertad.

El otro día estaba mi novia tocando la «Pastoral»… Mientras ella ejecutaba la maravillosa sinfonía, yo creía mirar acurrucadito en un rincón del teclado al ratoncillo aquel, que me miraba con sus brillantes ojos negros, alegre y festivo, como si me quisiera decir: «¡Gracias! ¡Machas gracias!»

Amor de niño

A Cayetano Rodríguez Beltrán

¿Te ríes? Sí; un amor profundo, verdadero, que laceró cruelmente mi corazón de niño, y que ahora todavía, después de tantos años, si le evoco, hace palpitar mi corazón dolorido y humedece mis ojos. Oye: vida alegre la nuestra, vida regocijada y dichosa que tenía algo del vigor de la vegetación del trópico, que se desbordaba por todas partes como las trepadoras en las umbrías, ansiosas de aire y de luz.

De diario las tareas escolares, las rudas tareas del Colegio, encorvados sobre los clásicos, a vueltas con Horacio y Virgilio, rabiando con las dificultades de Terencio y maldiciendo de las pompas de Cicerón. Tarea ingrata, y a mi juicio estéril, y que ahora doy por bien cumplida porque me inició, sin que yo me diera cuenta de ello, en las mil bellezas de la gran literatura latina, sin lo cual no repitiera hoy, lamiéndome los labios, como si gustara de añejo vino, aquello del Mantuano:


Et jam summa procal villarum culmina fumant
Majoresque cadunt altis de montibus umbrae.

 

Mas para todo había tiempo: para salir a merodear por los solares baldíos ó deshabitados, a hurtar naranjas; para subir a lo más alto del cerro vecino; para tomar delicioso baño en las pozas más hondas y sombrías del turbio Albano, o ir a vocear en un llano desierto, a la sombra de un ceibo aparasolado y susurrante, la «Vida del campo» de Fray Luis de León, el «Israelita prisionero» de nuestro Pesado y la «Playera» de Justo Sierra.

Si me es dado por el Cielo llegar a la edad de las nieves, y alcanzo larga vida, te aseguro que en los días brumosos y entristecidos de mi ancianidad, cuando revivan en mí todos los nobles sentimientos que hicieron latir entonces mi corazón; al volver la vista a lo pasado, recordaré con alegría infantil aquellas excursiones a través de las espesuras y por las márgenes de los ríos, de las cuales volvíamos cargados de frutos extraños, de flores campesinas y de mil y mil variadas yerbas montaraces, que cortaba nuestra mano amorosa, con destino a un niña, bella como no lo eran las pastoras virgilianas, para una mujer de angélica hermosura, todos los días soñada y siempre desconocida.

Algunos de mis compañeros tenían novia y les escribían cartitas en papel perfumado, con letra microscópica —eso era para nosotros lo más elegante— y a veces con tinta purpúrea, como para decirles que ardían en amor como el mismísimo Macías cuyas trágicas aventuras nos habían dejado boquiabiertos.

En mala hora leímos el poema de don Juan Eugenio. ¡Qué de cosas no admiramos en él! ¡Qué de trozos y escenas nos aprendimos mejor que los pretéritos y supinos! ¡Cómo encendió nuestras almas!

Mis compañeros tenían novia…

Y yo ¿por qué no había de hacer lo mismo que ellos? Pero a decir verdad, ninguna me gustaba. De cuantas chiquillas privaban entonces por bellas y discretas, no era ninguna de mi agrado.

Muchachillas casquivanas —decía yo para mí— que dan oído a los requiebros de esos calaveras de mis amigos; que hoy se enamoraban de éste y mañana de aquél… Yo soñaba con una señorita rubia, de ojos azules, esbelta y tímida, como aquella heroína de un drama inglés que, por mi mala suerte decoraba el gabinete de mi padre: Cordelia, la dulce Cordelia, ante la cual me quedaba yo absorto, ido, estático. Aquella sí que merecía los ramos de orquídeas y los haces de helechos, los frutos raros y los nidos de plumón. Y merecía más, mucho más: ser amada por tan alta manera, que la pasión que ella inspirara ennobleciera mi corazón, alumbrara mi espíritu con luces celestes y señoreara por siempre mi albedrío.

Debía poner mi amor en una mujer como aquella, como la dulce princesa de rico brial, pie breve y largas trenzas, que aparecía en el cuadro, acercándose trémula y llorosa hacia el mortuorio lecho de su padre infeliz.

Y a decir lo cierto, me enamoré de aquella imagen, y durante muchos meses no viví más que para admirarla como a un portento de hermosura, para adorarla rendido, ciego, loco.

Loco, sí, porque aquello era una locura, y a ningún cuerdo le ocurriría prendarse de un excelente grabado inglés. Dejé amigos y paseos, renuncié a las expansiones vespertinas por los collados y las riberas, y, en apariencia, me hice laborioso. Concluidas las cátedras volvía a mi casa, me encerraba en el gabinete y me entregaba a la contemplación de mi ídolo.

Mi padre me decía:

—Niño, te has vuelto trabajador en demasía; bueno será que dejes un rato esos libros.

—No; hay que terminar la versión; esta «Epistola ad Pisones» es cosa seria…

Y ahí me teníais en el gabinete, feliz y dichoso, porque estaba yo cerca de ella, de la dulce Cordelia, de mi encantadora princesa… Pero, ¡ay!, el cuadro estaba en alto y era preciso tenerle más cerca. Solicité el permiso paternal para arreglar el gabinete; insistí, rogué, volví a rogar, hasta que al fin me fué concedido lo que deseaba. Pronto le arreglé a mi satisfacción. El cuadro ocupó el sitio principal, donde la luz daba de lleno, bajo, al alcance de mis manos.

Cuando salió el criado, a quien no permití tocar el cuadro, y me quedé a solas, trémulo de emoción, murmurando no sé qué frase apasionada, me acerqué a mi ídolo y —no te rías, que aquello no era para reír— dí rienda suelta a aquel amor, y como si se tratara de un ser real, hice a mi Cordelia una declaración en toda forma.

Y rendido, sin fuerza, viendo que no respondía a la tierna y entusiástica manifestación de mi sentimiento, avergonzado, herido en lo más sensible de mi corazón por el desdén de mi diosa, me arrojé en el sofá bañado en lágrimas.

—¡Locura —dirás— locura! Dí cuanto quieras; pero, óyeme bien, aunque no me creas. Allí, oculto el rostro entre las manos, permanecí hasta la caída de la tarde. Obscureció, y por el abierto balcón, entró la luz de la luna, y entonces… entonces oí en el aposento algo vago y misterioso como el ruido de las corolas que se abren al beso de los silfos; como el tronido de las azucenas cuando desgarran su traje nupcial; como el rumor de los carrizales movidos por el céfiro; como el roce de una falda de seda…

Alcé el rostro, y ví, no sé si con asombro o espanto, que el cuadro estaba abajo, reclinado sobre el muro; que el grabado crecía con él, y que de las tintas obscuras de la estampa se desprendía lentamente, indefinida, vaga, vaporosa, una figura graciosa y esbelta, que salió del marco y poco a poco se fué acercando hasta llegar a mí…

—Mira, Enrique, no te rías de mi locura… —Y llegó, sí, llegó, serena, dulce, arrastrando su falda nívea, y cuando estuvo a mi lado, levantó aquellos brazos que tan lánguidamente caían sobre los pliegues del brial, y poniendo en mi frente una mano, me dijo quedo, muy quedito, con dulcísimo acento que resonó en mi alma como el eco de una harpa de oro:

—No llores…

¡Un sueño! —dirás. ¿Un sueño de impúber? No; estaba yo despierto, te lo juro!

Alguien entró en el gabinete, llevando una luz. La visión se desvaneció. El cuadro estaba en su sitio, y cuando alcé los ojos buscando a Cordelia, no ví más en él que el reflejo de la lámpara; un reflejo rojizo que parecía incendiarla.

Desde aquel día mi amor fué en aumento. Ni estudiaba yo, ni leía, ni tenía tiempo para nada, como no fuera para encerrarme en el gabinete, solo con mi amor. No, allí estaba ella, pero, ¡ay!, fría, indiferente, desdeñosa; atenta a su padre muerto, fija la mirada en aquel anciano que tendido sobre un lecho de terciopelo negro, pálido y rígido, ni me movía a lástima, ni me inspiraba compasión.

¿Cómo vencer aquella indiferencia? Con ruegos… En vano! Y aquel amor de loco crecía y crecía, me dominaba por completo, me avasallaba y me hacía pedazos el corazón.

Abatido, desalentado, huía yo al campo, lejos, muy lejos de aquella imagen que ejercía en mí fatal influjo.

Ya supondrás que los libros me aburrían, me cansaban; que los trabajos escolares eran un suplicio para mí, y que Horacio y Virgilio me fueron odiosos como nunca.

En el campo… ¡ah! En el campo me entregaba yo a soñar, a pensar en ella. Sentado en alta roca, desde la cual se dominaba la ciudad, en una roca rodeada de helechos y de flores purpúreas, me abismaba yo en la contemplación de las lejanías y mi pensamiento vagaba melancólico y lánguido por los mares opalinos que fingían en el horizonte las últimas luces del crepúsculo. Llegaba la noche, y friolento y desalentado descendía yo, paso a paso, por la vertiente, trayendo galanos ramilletes para mi ídolo; pobres flores que se marchitaban al píe del cuadro, cerca de aquel viejo Lear ya odioso para mí…

A veces cuando vagaba yo con paso distraído por los campos, me parecía verla cruzar rápida y fugitiva por las umbrías y creía escuchar el eco de su voz…

Caí enfermo, estuve a punto de morir.

Quince días luché con la muerte. Al volver a la vida, mi primer pensamiento fué para Cordelia. Durante la convalecencia quise ir al gabinete. Mi buena madre, deseosa de complacerme en todo, me condujo hasta allí, ayudada de una amiga, y fuí,… Nunca hiciera, yo tal. Al entrar en aquel santuario de mi amor misterioso, cuando iba yo a ver a aquella por quien suspiraba y padecía, supe con espanto, con ira, con rabia, que el cuadro había desaparecido. Dí un grito y caí sin sentido…

Después me dijeron que el médico, que durante mi enfermedad me visitaba dos o tres veces al día, con una insistencia que rayaba en mala crianza pidió el cuadro, y tanto le pidió a mi padre que hubo de renunciar a su grabado predilecto.

Pues ahora, Enrique, voy a decirte una cosa. Ese amor de loco, que locura era y nada más, dejó en mi corazón tan hondas huellas, que hasta hoy no le puedo echar en olvido. Su recuerdo es dulce para mi alma; es una de esas libélulas de oro, una de esas mariposillas cerúleas de que habla no sé quién, que vienen hasta nosotros desde los vergeles de risueña edad, trayendo en sus alas frescos aromas primaverales, algo de la dichosa juventud.

Más tarde, cuando ya no bebíamos en los libros del Venusino


El viejo vino que remoza el alma,
 

ni gustábamos en las églogas de Virgilio la siciliana miel, supe que la encantadora niña objeto de mis primeros amores, era una heroína de Shakespeare. Y… seré franco, nunca he leído esta tragedia del Rey Lear, de que nos hablabas hace poco, ni la he leído, ni he de leerla jamás.

El asesinato de Palma-Sola

(Histórico)

Al Sr. Lic. D. José López-Portillo y Rojas

Cuando el Juez se disponía a tomar el portante y sombrero en mano buscaba por los rincones el bastón de carey y puño de oro, el Secretario —un viejo larguirucho, amojamado y cetrino, de nariz aguileña, cejas increíbles, luenga barba y bigote dorado por el humo del tabaco— dejó su asiento, y con la pluma en la oreja y las gafas subidas en la frente, se acercó trayendo un legajo.

—Hágame Ud. favor… ¡Un momentito!… Unas firmitas…

—¿Qué es ello? —respondió contrariado el jurisperito.

—Las diligencias aquellas del asesinato de Palma-Sola. Hay que sobreseer por falta de datos…

—Dios me lo perdone, amigo don Cosme; pero ese mozo a quien echamos a la calle tiene mala cara, muy mala cara! La viudita no es de malos bigotes, y…

—Sin embargo… ya usted vió!

—Sí, sí, vamos, deme Ud. una pluma.

Y el Juez tomó asiento, y lenta y pausadamente puso su muy respetable nombre y su elegante firma —un rasgo juvenil e imperioso— en la última foja del mamotreto, y en sendas tirillas otras tantas órdenes de libertad, diciendo, mientras el viejo aplanaba sobre ellas una hoja de papel secante:

—Ese crimen, como otros muchos, quedará sin castigo. Nuestra actividad ha sido inútil… En fin… ¿no dicen por ahí que donde la humana justicia queda burlada, otra más alta, para la cual no hay nada oculto, acusa, condena y castiga?

Don Cosme contestó con un gesto de duda y levantó los hombros como si dijera:

—¡Eso dicen!

—¿Hay algo más?

—No, señor.

—Pues, abur!

El secretario recogió tirillas y expedientes, arrellanóse en la poltrona y encendió un tuxteco.

I

En agosto, en plena temporada de lluvias, entrada la noche, una noche muy negra y pavorosa, va Casimiro, el honrado y laborioso arrendatario, camino de su rancho de Palma-Sola, jinete en la Diabla, una excelente mula de muchos codiciada, y por la cual le ofrecían hasta ciento cincuenta duros los dueños del Ceibo, ciento cincuenta del águila, en platita sonante y contante, a la hora que los quisiera, peso sobre peso!

—Pero ¡quiá! Casimiro contestaba:

—No, amo. ¿Vender mi Diabla? ¡Nones! ¡Si sólo el nombre es lo que le afea! Primero vendo la punta y malbarato el cafetalito. Vamos, señor amo: antes empeño la camisa que vender la bestia; y luego que mi mujer está que no cabe con su mula. Y la verdá, señor, cuando va uno en ella, va uno mejor que en el tren! Margarita le tiene un cariño y una ley, que… no es capaz! ¡Ni aunque le ofrecieran por ella las perlas de la Virgen! Si quiere la otra, mi amo, la Sapa… mañana se la traigo. ¡No le recele, patrón. También la Sapa es buena, casi que como ésta. Tiene buen paso, ni pajarera ni mañosa. De veras, no le desconfíe. Aunque la vea caidita de agujas… Se la arrearé pa cá, pa que la vea. Por la vista entra el gusto. Ya verá qué rienda. Se la merqué al cotijeño el año pasado. Le dí cuarenta. ¡Es barata! Cuarenta me dan; ni medio más ni medio menos. ¡Es pa los amos y nada les gano!

¡Qué caminos aquellos, Dios santo! Desde más acá del barreal comenzaba lo bueno. Zarzas y acahualeras cerraban el paso, y en algunos puntos eran tales los zoquiteros, que las bestias se hundían hasta los encuentros; pero ¡pero allí de la Diabla! no perdía momento, y libre, ligerita, suelta la brida, subía, bajaba, costeaba el lodazal, y se colaba entre los matorrales como Pedro por su casa.

Iba Casimiro cabizbajo y triste. No había motivo para ello, y sin embargo estaba asustadizo, y de cuando en cuando le daba un vuelco el corazón, como si le amenazara la mayor desgracia. Ganas le daban de volverse al Ceibo y allí pasar la noche.

De un lado el llano. Del otro el bosque sombrío, negro, pavoroso, lleno de espantables rumores: silbidos de serpientes, estruendos de árboles viejos que se caían, roncar de sapos en zanjas y lagunetas; en los pochates más altos ulular de buhos, y allá, al fin de la selva, el estrépito del torrente y el ruido creciente del aguacero que venía que volaba con un tropel de cien escuadrones a galope.

En la serranía, desatada tempestad; la tormenta estacionada en las cimas, un relámpago y otro, y otro, y truenos, y más truenos, como si las legiones infernales batallaran allí en combate definitivo. En los picachos, en los crestones, en las cúspides supremas, los fulgores del rayo se difundían a través de las nubes, iluminándolas a cada instante con coloraciones fugitivas, rojas, áureas, cerúleas, que dejaban ver el sinuoso perfil de los montes y la negra mole de fuliginosa cordillera.

En el llano, reses medrosas y ateridas que, refugiadas al pie de los huizaches, ramoneaban en las yerbas húmedas; entre los matorrales, en las orillas del arroyuelo, entre las mafafas resonantes, el centellear de los cocuyos.

—¡A llegar! —se dijo el ranchero componiéndose la manga de hule—. ¡A llegar que el agua está encima! ¡Anda, Diabla, que ya poco te falta!

Como si adivinara los deseos de su dueño el noble animal alargó el paso y taca, taca, taca…

El aguacero. Primero rachas de viento húmedo y frío; luego gruesos goterones que caían con estrépito en la arboleda, y en seguida la lluvia desatada.

Avanzaba el jinete a la vera del fangoso camino. Término de ésta era el maizal: una milpa magnífica, ya en jilote, cuyas cañas estremecidas por el agua y el viento, remedaban rumores de crujiente seda. De allí partía una vereda, ancha y ascendente, al fin de la cual estaba la casa. A través de las plantas se veía el fuego del hogar que ardía con llama titilante y rojiza.

Por aquel rumbo dirigió Casimiro su caballería. En vano: la Diabla se detuvo alebrestada, renuente, erguida la cabeza, altas las orejas.

—¡Epa! ¿Qué te sucede? —exclamó el jinete—. ¡Epa! —repitió.

La Diabla, rebelde al freno, pugnaba por volverse. Casimiro gruñó entre dientes un terno y azuzó al animal, hincándole las espuelas, pero éste resistía encabritándose.

—¿No quieres? Pues… ¡toma!

Y ¡zas! un par de latigazos, uno por cada lado.

La mula arrancó al trote.

Entre la milpa quedaba un hombre escondido, envuelto en negra manga, apoyadas las manos en el cañón de una escopeta.

II

¡Qué alegremente ardían los leños en el hogar! Tronaban los tizones y las llamas se retorcían trémulas en torno del tronco ennegrecido, proyectando en los muros danzarinas y quebradas sombras.

Cuando Casimiro llegó ya Margarita le esperaba en la puerta.

Linda campesina de apiñonado rostro, esbelto talle y grandes ojos negros. Sonreía afable y cariñosa. Aquella sonrisa era la sonrisa de la traición, encubridor halago de una emoción profunda y horrible.

—¡Creí que no venías! ¡Jesús! ¡Si vienes hecho un pato! ¡Quítate la manga que encharcas esto!

—No me pasó el agua. Luego; voy a desensillar, y a persogar a esta mañosa que en la milpa se me armó de un modo que por nada quería andar. ¡Si no le arrimo!…

Sintió Margarita que el corazón se le subía a la garganta, y tragando saliva y dominándose, murmuró:

—¡Adiós! ¡Vaya! ¿Y por qué?

—Se asustaría… Los animales a veces ven visiones. Si sigue con esas mañas, aunque a ti no te cuadre, se la vendo al amo. Yo no sé lo que fué.

—El mapachín…

—¡Puede! El cuento es que paró las orejas y que ni a cuartazos quería andar.

Aflojaba la lluvia y la tormenta cesaba. Uno que otro relámpago allá en la sierra. Casimiro desenjaezó en el portalón, fué a persogar la bestia y a poco entraba en la casa.

—¡Caramba! Si vieras: echo de ver que no traigo la pistola.

—No le hace. Pa la falta que me hace.

Margarita se puso lívida al oír esto.

—¿No bebes?

—Echate el café y tráite la limeta. Estoy cansado y quiero dormir.

III

Media noche pasada, porque el gallo había cantado dos veces, oyóse en el techo un golpe, como el de una piedra chiquita, lanzada sin fuerza. Casimiro roncaba. Margarita no dormía, no había querido dormir.

—¡Casimiro! ¡Casimiro!

—¿Qué cosa? —contestó medio dormido.

—¡Casimiro!

—¡Oh! ¿qué quieres?

—¿Oíste?

—No.

—Alguno anda allá afuera.

—¿Por qué?

—Oí ruido.

—¡Déjame dormir!

—No; si clarito oí el ruido. Los animales están inquietos. Oí ruido como de gente que se acerca. Si vendrán a robarse las bestias.

—No, mujer, si el perro no ladra…

—Porque no está. Desde ayer no parece.

—¡Voy! —rezongó el ranchero saltando de la cama—. ¡Y luego que no tengo la pistola!

—Coge el machete.

El ranchero se embrocó el zarape, tomó el machete y salió al portalón.

El cielo se había despejado. La luna iluminaba con triste claridad arboledas y maizales; ligera brisa susurraba en las palmas, y los charcos reproducían aquí y allá, el menguante disco del pálido satélite.

Las mulas se revolvían inquietas. La Diabla, al sentir a su amo, relinchó de alegría.

Margarita dejó el lecho, y quedo, muy quedo, de puntillas, conteniendo el aliento, fría de terror, erizado el cabello, se fué hasta la puerta. Allí, en espera de algo terrible, se detuvo a escuchar…

De repente sonó un disparo. Se oyó un grito; después un ¡ay! lastimero; en seguida un quejido; y luego el aterrador silencio del campo adormecido.

De entre la espesura del cafetal se destacó un bulto. Un hombre que con el arma en la mano llegó hasta el portalón, y que en voz muy baja, como si tuviera miedo de sí mismo, como si temiera escuchar sus propias palabras, dijo:

—¡Ya!…

IV

Ocho años después, cierto día del mes de mayo, conversaban muy alegres y entretenidos el Juez que ya conocemos y su Secretario don Cosme.

—¿Se acuerda Ud., amigo —dijo el primero—, del asesinato de Palma-Sola?

—¡Vaya si me acuerdo! —respondió el viejo, echando una bocanada de humo—. Ud. creía que la mujer, que, por cierto no era de malos bigotes, y el muchacho que pusimos en libertad…

—¡Y sigo en la mía, señor don Cosme!

En aquel momento entró una mujer que llevaba de la mano a un muchachillo, como de siete años, muy raquítico y enclenque. La mujer parecía más enferma que la infeliz criatura. Pálida, exangüe, encanecida, aparentaba doble edad de la que tenía; pero en sus ojos brillaba aún vivísimo rayo de hermosura.

El Juez y su secretario la reconocieron al momento. La miraron de pies a cabeza y luego se miraron asombrados. Era Margarita.

—¿Qué quería Ud., señora? —preguntó el Juez.

La mujer permaneció muda algunos instantes.

—¿Qué deseaba Ud.? —repitió don Cosme.

—Señor Juez —dijo al fin—: ¿Se acuerda Ud. de Casimiro González, aquel que… mataron en Palma-Sola?

—Sí, ¿por qué?

—Porque, señor, ya no puedo más… ya esto no es vivir… y vengo… vengo a decirlo todo, a decir quiénes lo mataron…

—Y… ¡quiénes lo mataron? —replicó el magistrado con imponente severidad.

—La verdá, señor, ¡yo!… ¡y el que ahora es mi marido!

Y la desdichada mujer cayó de rodillas, y presa de mortal congoja, ahogándose, se echó a llorar.

Justicia popular

A Erasmo Castellanos

Son las diez de la mañana y el sol quema, abrasa en el valle. Llueve fuego en la rambla del cercano río, y la calina principia a extender sus velos en la llanura y envuelve en gasas las montañas. Ni el vientecillo más leve mueve las frondas. Zumba la «chicharra» en las espesuras, y el «carpintero» golpea el duro tronco de las ceibas. En las arenas diamantinas de la ribera centellea el sol, y en pintoresca ronda un enjambre de mariposas de mil colores, busca en los charcos humedad y frescura.

El bosque de «huarumbos», de higueras bravías, de sonantes bananeros y de floridos «jonotes», convida al reposo, y las orquídeas de aroma matinal embalsaman el ambiente.

En el cafetal sombrío, húmedo y fresco, todo es bullicio y algazara, ruido de follajes, risas juveniles, canciones dichas entre dientes, carcajadas festivas.

Temprano empezó el corte, y buena parte del plantío quedó despojado de sus frutos purpúreos.

Límite del cafetal es un riachuelo de pocas y límpidas aguas, protegido por un toldo de pasionarias silvestres que de un lado al otro extienden sus guías y forman tupidísima red florida, entre la cual cuelgan sus maduros globos las nectáreas granadas campesinas. En las pozas, bajo los «cacaos», media docena de chicos, caña en mano, y el rostro radiante de alegría, pescan regocijados. Cada pececillo que cae en el anzuelo merece un saludo. En tanto, en el cafetal sigue el trabajo, se enreda la conversación entre mozas y mozos, y en los cestos sube hasta desbordarse la roja cereza.

Cuando calla la gente en la espesura, y los granujas, atentos a la pesca, se están quedos, resuena allá a lo lejos sordo ruido, el golpe acompasado de los majadores: ¡tan! ¡tan! ¡tan!

¡Buena cosecha! Antonio, el dueño del rancho, está contento. El año ha sido próvido; los cafetos se rinden al peso de los frutos, y ya están listos, en bodega, quince quintales completos, que darán a su dueño, vendidos en Pluviosilla o en Villaverde, cuatrocientos veinticinco duros… ¡Y lo que falta por levantar!

En el rancho, todo es alegría. Trabaja mucha gente. Delante de la casa, en grandes petates, se tuesta al sol buena cantidad del preciadísimo grano; los majadores trabajan tan bien, que es una gloria el verlos, y en el portalón, en varios grupos, las «limpiadoras» separan el «caracolillo» de la «planchuela».

Antonio vigila celoso las labores; Merced, su esposa, trajina adentro. El humo sube en espiral del pajizo techo de la casa, y el palmear de las tortilleras anuncia que ha llegado, o no tardará en llegar, la hora del almuerzo. El humo de la leña húmeda que arde en el «tlecuile», inunda la casa y portalón, sale por entre los muros de caña, y asciende lento y azulado hacia las regiones despejadas del cielo. Delante de la casa, en el espacio libre, bajo los naranjos cargados de fruto, cerca del vallado de carrizos que circunda el huertecillo, cacarean las ponedoras, cloquean las cluecas, pían tímidamente los polluelos de la última nidada invernal, y el gallo, un gallo giro, de espolones recios y cresta amoratada, orgulloso y envanecido de sus odaliscas, se pasea con aire triunfador, hace la rueda a la más linda, y, de tiempo en tiempo lanza a los vientos su imperiosa voz: «¡Quiquiriquí!»

Charlan de muchas cosas los del portalón. Pancho, el más garrido mozo, habla de cacerías con los menores; tía Chepa, de sus achaques y dolamas; tío Juan, de su vida de soldado, de sus hazañas contra los yanquis; y las mozas, todas de ojos negros y vivarachos, mientras sus dedos apartan los granos, no dan paz a la lengua, y hablan de cierto mancebo «charreador», gala y orgullo de la comarca, ganancioso en las últimas carreras de «Cuichapan», cosechero pesudo, y un tipo de lo más reguapo cuando pasa en el «Tordo», terciado el zarape multicolor, al desgaire el galoneado sombrero, y firme y apuesto en la escarceadora caballería. Sonríen maliciosas, y bromean, y lanzan amables indirectas a Nieves, la hija de Antonio, que según dicen, es la preferida del doncel.

—Oye, Clara —dice una riendo y mostrando la blanca dentadura— dice Nieves que no! ¡Figúrate! Si yo la ví embobada, con la boca abierta, contemplando a Daniel. Y el otro, tan descaradote, que no le quitaba los ojos…

—Los ojos aquellos, que parecen brasitas —murmuró otra.

Nieves baja la vista avergonzada y finge que no oye lo que sus amigas están diciendo.

Salta tía Chepa, y dice en tono dejoso:

—¡Ah muchachas! ¡Ustedes sólo piensan en que se han de casar!…

Y volviéndose a sus compañeras:

—¡Pa las riumas, nadita como la tripa de Judas!… En injusión de aguardiente, tibiecita, por la noche, y donde duele, talla y talla, y flota que flota, hasta que se embeba! Y de veras: ¡como con la mano! Las riumas vienen del aire, y por eso se quitan con yerbas de olor.

Pancho, muy seriote y grave, satisfecho de su auditorio, sigue contando sus aventuras de caza:

—Los perros comenzaron a latir y yo dije: ¡allá voy! Y pa allá me juí. Le metí espuelas al cuaco… ¡y arriba! De que yo ví la cuernamenta, cargué la escopeta, y me aguardé por entre los acahuales. El venado que pasa y yo que le tiendo el fusil, y que le aflojo un tiro, y otro! Saltó el animal, cayó, volvió a saltar, se alzó, siguió corriendo y yo tras él. Ya le iba yo a apuntar de nuevo, cuando lo ví que tambaleaba. Se atrastó entre los huizaches y fué a caer entre las yerbas del arroyo. Los perros venían latiendo. Yo llegué antes que ellos, agarré el cachicuerno, y ¡zás! ¡lo degollé! ¡De veras que mi escopeta es buena! ¡Los dos tiros juntos! ¡Mira si es buena!

Todos charlan y trabajan alegremente, cuando de pronto una exclamación de Marcelino, el majador que está más cerca del portalón, interrumpe la charla.

—¡El chitero!

—¡El chitero! —contestan a una, corriendo hacia afuera, para ver el gavilán que anda cerca.

Ciérnese en el espacio, o en rapidísimo giro va y viene, buscando con mirada fascinadora, al través del follaje, a los tímidos polluelos.

El gallo dió la voz de alerta; huyeron las gallinas hacia lo más espeso del cafetal, en busca de refugio, y los polluelos se agrupan en torno de la clueca y se esconden medrosos bajo las alas maternales. Sólo una, la más bella, una de copete rizado, y nívea pluma, madre joven e inexperta, parece indiferente, y cloquea tranquila mientras los hijos, asustados, la buscan presurosos.

El gavilán va y viene. Ya la vió, ya la acecha. En rápido descenso cae como una saeta, y rozando el suelo con la punta de las alas, recorre el corral, y se va, llevándose mísero polluelo, el más lindo, el más blanco, el más vivo! En vano ha querido defenderle la madre. De nada le sirvieron a la infeliz el afilado pico y las alas robustas. El chitero se remontó con su presa, y huye, para devorarla en un picacho de la serranía.

El gallo tiembla; las odaliscas han desaparecido, y sólo se oye, allá en la espesura, un grito débil, con el cual avisan que el enemigo está cerca, que es preciso huir y esconderse en lo más tupido de los matorrales.

De pronto exclama Pancho:

—¡Ya volverá!

Y corre apresurado hacia la casa. No tarda en salir. Trae la escopeta. Al cargarla, murmura entre dientes un temo amenazador. Nadie habla. El mancebo sale al llano. Los chicos que pescaban en el arroyuelo le siguen, mientras la tía Chepa corre hasta lo más recóndito del bosque.

De allí vuelve a poco persiguiendo a las gallinas. Éstas, azoradas, corren hacia el portalón. Tranquilas y descuidadas, al abrigo del viejo techo, se creen seguras, y el gallo torna a sus requiebros y paliques y las gallinas a su cacareo, y las cluecas a cloquear, y los polluelos vagan alegres y descuidados del peligro que les amenaza. Sólo la copetona blanca está triste y apenada. ¡Ha perdido un hijo!

—¡Ahí viene! —gritan de pronto las mujeres—. ¡Silencio!

El gavilán torna en busca de otra presa. Seguro de arrebatarla vuelve victorioso. Se aproxima lentamente como si fuera a ranchos lejanos… Pero repentinamente acelera el vuelo, duplica la fuerza de sus remos, sube, y baja, trazando en el espacio curvas caprichosas, y de pronto cae en el corral. Suena un tiro, y el rapaz carnívoro, herido en una ala, viene a tierra, voltejeando y vencido. El tiro del mozo fué certero. Resuena en el portalón un grito de júbilo. La chiquillería corre en tropel y se agrupa en torno del ave moribunda.

Pancho, con la escopeta al hombro, muy orgulloso de su puntería, acude también.

Las mujeres comentan y celebran calurosamente la muerte del chitero. Los chicos quisieran hacerle pedazos. El ave, moribunda, casi exangüe, aletea y se agita con las últimas convulsiones de la agonía.

El mozo mira un rato a su víctima y llama la atención de los niños acerca de las pujantes garras del animal.

—¡Ahora, muchachos, a colgarlo! ¡En el jobo del camino!

Momentos después, entre los gritos de los muchachos, y saludado por mil silbidos, el gavilán queda pendiente de la rama más vigorosa del copado jobo. Aún está vivo el rapaz; pasea en torno suyo los feroces e inyectados ojos, aletea de cuando en cuando, y por fin expira en uno u otro balanceo. Las poderosas y anchas alas quedan laxas; las corvas garras quedan crispadas, y del abierto y amarillento pico se desprenden, lentas y pausadas, gruesas gotas de sangre negra, espesa y humeante.

—¡Viva Pancho! ¡Viva! —gritan los chicos y se retiran del patíbulo tarareando un toque militar… ¡tan, tan tarrán, tan… tan tarrán tan! ¡Rata plán!

El desertor


Al incomparable novelista
Don José María de Pereda
 

I

Cerca de un cerrito boscoso, en lo alto de una loma está el rancho. Del otro lado de la hondonada, a la derecha, una selva impenetrable, secular, donde abundan faisanes, perdices y chachalacas. A la izquierda, profundísimo barranco. Una sima de obscuro fondo, en cuyos bordes despliegan sus penachos airosos los helechos arborescentes, mecen las heliconias sus brillantes hojas, y abre sus abanicos el rispido huarumbo; un desbordamiento magnífico de enredaderas y trepadoras, una cascada de quiebra-platos, rojos, azules, blancos, amarillos-copas de dorada seda que la aurora llena de diamantes. En el punto más estrecho de la barranca, sobre el abismo, un grueso tronco sirve de puente.

Allá muy lejos, muy lejos, cañales y plantíos, los últimos bastiones de la Sierra, el cielo de la costa poblado de cúmulos, en el cual dibujan los galambaos cintas movibles, deltas voladoras. Más acá sombríos cafetales, platanares rumorosos, milpas susurrantes, grandes bosques de cedros, ceibas y yoloxóchiles, sonoros al soplo de las auras matutinas, musicales, armónicos. Allí zumban las chicharras ebrias de luz, y deja oír el carpintero laborioso, los golpes repetidos de su pico acerado.

Un manguero de esférica y gigantesca copa, toda reclamos y aleteos; a su pie dos casas de carrizo con piramidales techos de zacate: una, chica, que sirve de troje y de cocina; otra mayor, cómoda y amplia, donde vive la honrada familia del tío Juan.

Afuera canta el gallo, un gallo giro, muy pagado de la hermosura de sus cuarenta odaliscas; cloquean irascibles las cluecas aprisionadas; cacarean con maternal regocijo las ponedoras y pían los chiquitines de la última nidada veraniega. En el empedrado del portalón, Alí, el viejo y cariñoso Alí, sueña con su difunto amo, gruñe, y, de tiempo en tiempo, sacude la cola para espantarse las moscas.

En el horcón, en su estaca de hierro, un loro de cabeza jalde parlotea sin parar: «¡Lorito perro, perro!… ¿Eres casado?… ¡Já… já… já…! ¡Qué regalo!»

Los mancebos están en el campo, en la milpa, en el cafetal, en la dehesa. Las dos muchachas, Lucía, la de los ojos negros, y Mercedes, la del cuerpecito gentil, andan muy atareadas en la cocina. Humea el techo de la casa y huele el aire a leña verde que se quema, y el palmotear de la tortillera resuena alegre y brioso, como diciendo: ¡Venid, que ya es hora!

Señora Luisa trabaja en el portalón, sentada en un butaque, caladas las antiparras. Junto a ella duerme el gato, hila que te hila…

La desdichada mujer, antes tan fuerte y animosa, se siente ahora débil y cobarde. No han bastado a calmar su dolor tres largos años de llorar día y noche. Pasan las semanas y los meses, y ¡en vano! No puede olvidar a tío Juan, a su «pobre viejo», como ella le decía. Ni un instante aparta de la memoria aquella noche horrible, tempestuosa, sangrienta, en que, volviendo de la Villa, en la cuesta del Jobo, unos bandidos asesinaron al honrado labriego.

¿De qué sirve —piensa— que reine en esta casa la abundancia; de qué sirve que los cafetos se dobleguen al peso de los frutos y los maizales prometan pingüe cosecha, y la torada cause envidia a cuantos la ven? ¿De qué sirve todo esto, y qué vale, si quien debía gozar de ello, primero que nadie, quien trabajó tanto y tanto para conseguirlo, no vive ya?

La buena anciana prende la aguja en el percal, se quita los anteojos y enjuga sus mejillas con la punta de un gran pañuelo azul. Suspira, se santigua, y reza, quedito, muy quedito…

II

El desertor salió al campo con Antonio. El pobre hombre es trabajador y se desvive por ayudar a los muchachos, pagando así la hospitalidad que recibe. Cuida de las reses cuando los muchachos están en la Villa, raja leña, desgrana mazorcas y labra cucharas y molinillos. En la noche, después del rosario y de la cena, se pone a leer. Sabe leer y escribir muy bien. Señora Luisa lo quiere mucho. El desertor —así le llamaban todos— paga el cariño de la anciana leyéndole las vidas de los Santos, en un tomo del «Año Cristiano», muy viejo y comido de polilla.

De todos se oculta, temeroso de ser conocido y delatado a la autoridad. Pero allí está seguro, protegido por aquellas gentes tan nobles y sencillas, que le miran con lástima y le tratan como si fuera de la casa y de la familia. Lucía y Mercedes le sirven al pensamiento. Los muchachos le traen de la ciudad puros, cigarros y aguardiente catalán para que haga las once. Antonio le regaló una blusa de franela azul; Pedro, un pantalón nuevo; señora Luisa unas botas de vaqueta, porque el pobre hombre estaba casi descalzo.

Los muchachos le hallaron una mañana en el cafetal, dormido, cansado, enfermo, acaso muriéndose de hambre. Le despertaron, Le montaron en el overo y le llevaron a la casa.

Él les cuenta cosas de guerra y batallas que entretienen y divierten a los muchachos; les refiere lances con los indios bárbaros y horrores de la «pronuncia» y de la «bola», que asustan a la viuda, la cual no puede comprender que los hombres se maten así, cuando los campos están pidiendo a gritos que vengan a cultivarlos, y ofreciendo pagar con creces el trabajo.

Dice el desertor que es de Sonora; que fué arrebatado de su casa, por la leva; que era feliz y dichoso al lado de su mujer y de sus hijos: una niña que apenas gateaba y un chiquitín muy vivo, que hacía ya unas planas tan lindas, que a poco iba a ganar a su maestro. Dice también que desertó, porque ya estaba cansado de aquella esclavitud y aburrido de servir en el Regimiento, y si llegan a descubrirle, le fusilarán sin remedio.

Cuando de esto se trata, señora Luisa muy conmovida, le tranquiliza, diciéndole que en el rancho está seguro; que le ocultarán, que nada le ha de faltar; que cuando quiera y le convenga irse, tendrá caballo y dinero para el viaje; no mucho, pero algo, lo que se pueda…

El infeliz, agradecido y con los ojos llenos de agua, promete ser útil a sus protectores.

III

Aún no vuelven del campo los mancebos. Señora Luisa sigue en su labor y las muchachas disponen el almuerzo. Óyense voces desconocidas en la vereda. Cinco hombres llegan armados con sendas carabinas. El Teniente de Justicia y los suyos.

—¡Alabo a Dios!

—¡Alabado sea! —murmura la viuda, dejando la obra—. ¡Adentro la gente!…

—Comadrita, buenos días… ¿cómo va de males? ¿Y las muchachas y Antonio y Pedro?

—Buenos, compadre… ¡con el favor de Dios!

—¿Y mi comadre, y el piltontli?

—¡Con salú, comadrita!

—Siéntate, jálate el banco… ¿Qué te trae por acá?

—¡Ay, comadre! ¡Cosas!

—¿Vienes a llevar a mis hijos?

—No…

—¡Como vienes tan armao y con tu patrulla!…

—No, comadrita… cosas de la tenencia.

—Pronto pixcarán los muchachos… y el día de la viuda van a tener fiesta… Traerás a todos para que se diviertan. Yo no quiero fandango, pero ¡qué se ha de hacer! ¡que se diviertan! ¡Están en sus años! ¡Sólo tu compadre no se divertirá! ¿Te acuerdas —agregó con ternura, lanzando un suspiro— cómo se divertía mi viejo, con sus años y todo? ¡Parecía un muchacho!

—Lo mesmo, comadrita; pero consuélese, que no se menea la hoja de la milpa sin la voluntad de Nuestro Señor! A nosotros no nos pertenece averiguar lo que es motivao a esas desgracias… ¡no más pedir por el alma del difunto!

El labriego pretendía consolar a la pobre anciana. Ésta, llorosa, prosiguió:

—¿Qué te trujo, Pablo?

—¡Ay, comadre! Una orden del Juez, ésta… —y sacó de la bolsa del pantalón un papel doblado en cuatro—. Esque acá tienen escondido un hombre!…

Señora Luisa se estremeció sorprendida.

—¿Un hombre?

—Sí, un hombre que es un criminal. Esque ustedes lo tienen escondido aquí… sin saber quién es… ¡que si lo supieran!…

—¿Pues quién es?

—Dicen… El Juez dice que es mañoso…

—A decirte lo cierto —replicó la anciana llena de susto, desechando un presentimiento horrible y dominando la emoción— a decir verdá, aquí tuvimos, aquí estuvo un probe desertor… Vino y nos pidió hospitalidá, y se la dimos… Ya sabes: Dios nos manda socorrer al hambriento y dar posada al peregrino… Pero el probecito ya se fué… ¡ya se fué! la otra semana, el día domingo. Así es que vinieron tarde… ¡Más vale! ¡Probes gentes! Las cogen de leva, después se desertan y luego los quieren fusilar…

—Sí, comadrita, muy verdá que es eso, pero el que estuvo aquí no es de esos, no es desertor como se les afigura… a ustedes.

—Pues entonces… ¿qué es?

—Yo, la verdá, comadrita, no quisiera decírselo, pero lo que es desertor… ¡no es! En el Juzgado me dijeron que era…

—¡Acaba, por María Santísima!

—Que es, vaya, pues uno de los que… uno de los que maltrataron a usté, comadrita, y de los que machetearon al probe de mi compadrito…

—¿De veras? —exclamó la anciana pálida como un cadáver. El Teniente hizo una señal afirmativa.

—¡No! No lo creas… serán calunias y falsos…

Así dijo la viuda aparentando serenidad, pero en sus ojos relampagueaba la venganza, y sin quererlo, dirigía iracundas miradas hacia el cafetal, donde a la sazón estaba el asesino.

—Sí, comadrita… Si ya los otros cayeron en poder de la Justicia, y cantaron, cantaron, cantaron toditito… De seguro que los afusilan!

—¡Pues si es, que sea! —replicó señora Luisa, levantando los hombros—. ¡Que sea! Ya está perdonado… ¡Gracias a María Santísima que ya se fué! Pero no lo creas; han de ser falsos testimonios… Ese hombre no tiene cara de asesino, compadre! ¡Si vieras, compadre! ¡Si vieras, cómo leía la vida de los santos!… Si tú quieres registra la casa… Si aquí estuviera, si estuviera aquí, yo misma te lo entregaba, sí, yo misma, para que pagara su delito. Eso es lo que merecen esos bribones… ¡que los cuelguen de un palo!

* * *

Fuese el Teniente seguido de sus compañeros. A poco llegaron los muchachos. El desertor, temeroso de ser descubierto o de que dieran con él, se había quedado oculto en el cafetal.

IV

La viuda y las muchachas hablaban en el portalón con Pedro y con Antonio, un campesino fornido y valiente. Traía un machete al cinto y escuchaba a la anciana con generoso interés.

—Pero, ¿quién lo denunció?

—¡Quién sabe. Sería el mayoral de Xochicuáhuitl…

—Pues entonces, señora madre —dijo el mancebo con aire resuelto y franco, echándose atrás el jarano—, que se vaya lueguito. Le daremos el overo. No, mejor el tordillo, ya está viejo, pero todavía anda bien… No hay más que meterle las espuelas… ¡ni eso! Con sólo hablarle, ni el polvo le ven a uno… Le daré mi pistola, y algo, aunque sea para los primeros días.

—Como tú quieras; lo que quieras, pero pronto!

—Entonces, tú, Pedro, te vas al otro lado de la barranca. Allá te lo despacho. Le das el caballo, con la silla vieja; le dices que todo se lo regalamos; que nos escriba para que sepamos de él; que no lo vayan a coger porque se la truenan! Tú, Lucía, recógele sus cosas y hazle la maleta con todo. Ponle veinte pesos y mi sarape. Pero así, prontito… Voy a traerlo para que se despida de ustedes…

—No, Antonio, ¡eso sí que no! No quiero verlo aquí! —replicó la anciana inquieta y sombría, en lucha con su conciencia.

—¿Por qué?

—¿Y si vuelve mi compadre?

—Tiene usté razón. Entonces de allí lo despacho.

V

Al volver Antonio, la viuda y sus hijas estaban en el portalón, esperando ver al fugitivo, cuando pasara por el estrecho y peligroso puente.

—¡Se va llorando! No quería, no quería… —contaba Antonio—. Me encargó muchas cosas para ustedes; que no se olviden de él; que él mandará una carta cuando llegue a su tierra; que si lo cogen y lo fusilan, que le rueguen a Dios por su alma!

—¡Pobre! —murmuraban las muchachas y lloriqueaban. Señora Luisa callaba. No pudo más, llamó aparte a su hijo, y díjole en voz baja:

—¿Sabes quién es ese hombre?

—¡No!

—¡Uno de los que mataron a tu padre!

La heroica mujer no dijo más y se cubrió el rostro con las manos.

Antonio entró rápidamente en la casa y salió a poco con un rifle.

En aquel instante el «desertor», con la maleta al hombro, iba llegando al puente. Antes de atravesarlo se volvió para saludar a los que le miraban desde la casa, y gritaba:

—¡Adiós! ¡Adiós!

Antonio preparó el rifle y apuntó.

Al ruido del arma, señora Luisa se dirigió hacia el vengador.

—No tires, hijo mío —gritaba la anciana con sublime energía—. ¡Dios te está mirando!

El joven bajó el rifle, le arrojó con desprecio, y quedó mudo, fija la vista en el suelo. Después, sin desplegar los labios, paso a pasito, se acercó a la viuda y la abrazó.

Lucía y Mercedes se miraban atónitas.

El desertor pasó el puente, subió la cuestecilla, y se perdió en la espesura.

El loro parloteaba en su estaca:

—«Já… já… já! ¡Qué regalo!»

La noche triste

(1819)

Al Sr. Lic. D. Victoriano Salado Alvarez

I

Era el Sr. don Francisco de Hevia, Coronel del Regimiento de Castilla, un militar por extremo pundonoroso, valiente y ameritado, tan quisquilloso en las cosas del servicio, que pasaba por uno de los jefes más exigentes y terribles de cuantos sostenían en Nueva España los derechos de la corona de Carlos V.

Nunca risa placentera alegró aquel su rostro moreno, donde parecían unidos en simpático maridaje el ardor impetuoso del morisco y la férrea energía del castellano.

Distinguíale, por desgracia, altivo y colérico carácter, del cual se contaban horrores tamaños, y tales que a ellos atribuían muchos el que no hubiera alcanzado grados mayores en los Reales Ejércitos. Ni en formación ceñía espada —según fama—, por expresa prohibición de S. M. a causa de haber matado a un recluta, cierto día de parada en un arrebato de ira.

Era tan aseado que, al decir de sus asistentes, tenía tantas mudas de ropa blanca como días el año, y jamás, ni aun estando en guerra, se le vió en los vestidos la más leve mancha.

Cristiano viejo y rancio —como buen castellano— aunque un si es no es maleado por aquel liberalismo regalista, declamador y ardiente de la Junta de Aranjuez, que por boca de Quintana, y en proclamas escritas, a juicio de Capmany, en «estilo anfibio con vocabulario francés», desahogó sus opiniones histórico-políticas, nuestro Coronel, andaba muy extraviado en lo que loca a fueros eclesiásticos, no embargante lo cual cumplía casi de diario con sus deberes religiosos, como si le hubiesen estado prescriptos y ampliamente precisados en la Ordenanza.

No gustaba de compañeros ni de fiestas ni de holganzas, huía de galantes aventuras, aunque no era insensible a los encantos de recatadas femeniles bellezas, y tenía por fruto vedado las ruidosas alegrías de la trashumante vida militar. Galante y cortés con las damas cuyo trato no buscaba, pero que nunca veía con desdén, mostrábase cariñoso con los niños y leal y franco con sus amigos, que eran pocos, y entre los cuales se contaba uno muy virtuoso y sabio, el Sr. Dr. don Miguel Valentín y Tamayo, honor y gloria del púlpito mejicano, y otro muy probo y benéfico, el acaudalado peninsular don Juan Antonio Gómez, de grata memoria, introductor de los mangos de Manila y del café en la comarca cordobesa.

Placíale el juego, pero de modo singular: todos los días pasaba largas horas en su casa o en la fonda, jugando al solitario, entretenimiento infantil que le ponía a salvo de incidentes y lances asaz peligrosos para hombre como él de ímpetus tan fieros.

Bastaba el nombre de Hevia para alejar las guerrillas insurgentes algunas leguas en contorno, y a jefe tan activo, perito y afamado, debió muchos triunfos el poder virreinal, así como la pacificación de las Villas de Orizaba y Córdoba, allá por el año de 1820.

II

Corría tranquilo el de 19, y los habitantes de la Muy Leal Villa de Orizaba, pacíficos y laboriosos por atavismo, gozaban de los beneficios de la paz sin temor de que americanos o realistas entraran a saco su próspera ciudad.

El comercio y la agricultura iban recobrando, poco a poco, su perdida actividad; la arrierada del Interior bajaba hacia la Costa para buscar fletes en la Veracruz o traer de Alvarado camarones y pescado secos; y el vecindario comenzaba a reponerse de perjuicios y daños causados por la guerra. Mas otras calamidades le tenían conturbado y en aflicción: un terremoto había echado a tierra el tercer cuerpo de la torre de la Concordia, hermoso templo de los padres oratorienses; el sarampión arrebataba docenas y docenas de chiquillos, y horrorosa sequía malogró las siembras de tabaco, los «frijolares», como los llamaban rústicos y labriegos, en los cuales plantíos cifraban los orizabeños risueñas esperanzas de pingües necesitados medios.

Afligidos y apenados los piadosos habitantes de la pluviosa villa, hicieron, según la vieja usanza, novenario solemnísimo en honor y gloria de la milagrosa Imagen del Señor del Calvario —dón precioso del Ilmo. Sr. don Juan de Palafox y Mendoza, atrabiliario obispo de la Puebla de los Ángeles, más digno de memoria por su «Historia de China», que por sus ruidosas querellas contra los Hijos de San Ignacio de Loyola—, en demanda de misericordia y remedio de males.

Llenábase de gente, mañana y tarde, la vetusta y humilde capilla del venerado Crucifijo, a las horas del devoto ejercicio, en el cual concurrían los fieles con sendas candelas de cera y sendas limosnas; se rezaba el «rosario» o la «vía-sacra»; se cantaba la «letanía de los santos», el «alabado» o el «Jesús amoroso», y «remataba todo» —como dicen los apuntes de un curioso— «con una fuerte disciplina o azotaina».

En aquellos tiempos de severa piedad y de heroico amor patrio, era costumbre en Orizaba, siempre que alguna calamidad afligía a los vecinos —y grandísima fué para éstos la pérdida de la cosecha de tabaco—, que el I. Cabildo dirigiera atento oficio al M. R. P. Guardián del Colegio Apostólico de San José de Gracia, pidiendo misión pública a la benemérita Comunidad. Los buenos frailes accedían gustosos, y a los pocos días se daba comienzo al cristiano ejercicio.

Pidió misión en esa vez el M. I. Ayuntamiento, a la sazón presidido por uno de los más conspicuos vecinos, y con asistencia del Concejo y en la primera quincena de octubre los franciscanos principiaron sus evangélicas y santas tareas, a tiempo que una compañía de volatines y faranduleros, capitaneada por un payaso de fama, llamado Félix Cancela, tendía maromas, alzaba tablados y sacudía sus arambeles en el corral de la Ronca Llamas, dueño de un palenque de gallos, sito a espaldas de la capilla donde se celebraban los expiatorios cultos.

Ya verás, lector amable, cómo la farándula provocó «casus belli», poniendo frente a frente la espada y la cogulla.

III

Viernes, 15 de octubre, día de Santa Teresa y tercero o cuarto de misión, a eso de las tres de la tarde, salieron los franciscanos del templo parroquial.

Tocaban rogativa las campanas, y los frailes asistidos de sus legos y crucifijo en mano, al frente de numerosos diversos grupos de gente, tomaron por distintos barrios de la Villa, cantando el himno de los «Corazones», llamando a penitencia y dirigiendo a los tibios, a los indiferentes y a los pecadores públicos con quienes se topaban al paso punzadoras saetillas. Así llamaban a ciertas coplas o versos sueltos de arte mínima con que daban descanso al rezar y oportuno alivio al fatigado predicador.

En la calle más amplia, en la más cómoda encrucijada se cumplían los actos principales del ejercicio. Allí cualesquiera vecinos proporcionaban una mesa monumental, labrada en cedro perdurable, de aquellas de pesado asiento y garras de león, la cual quedaba pronto convertida en púlpito, sustentador a las veces de muy elocuentes oradores en quienes rebosaban, justo es decirlo, conmovedora elocuencia y eficaz unción.

Terminado entre lágrimas el vehemente discurso él seguía adelante la procesión para detenerse en la plazuela próxima, donde otro orador, tan elocuente como el primero, subía a la improvisada cátedra, y así el numeroso concurso podía escuchar y escuchaba lloroso y hondamente conmovido tres o cuatro sermones que le movían a penitencia y a vivo dolor de sus pecados.

Al caer la tarde, cuando la noche bajaba a todo correr por las entonces boscosas faldas del Borrego, uno de los grupos —presidido por Fray Joaquín Ferrando—, y que venía del no distante monasterio del Carmen, acertó a detenerse, nadie ha sabido si casual o intencionalmente, frente al corral de la Llanos, donde volatines y faranduleros se daban a Satanás y lamentaban la falta de concurrentes que admiraran y aplaudieran los chistes y glosas de Cancela, el salto mortal del más hábil de los volteadores, y el donoso pasillo o el picaresco sainete con que se pondría término a la fiesta.

Predicaban frente al palenque los franciscanos, y (cosa rara en frailes españoles) tronaban contra el teatro con más ardor que Tertuliano y con más encono que el mismísimo Juan Jacobo Rousseau.

Exasperados los volatines y temerosos de un quebranto, que no consiguieron evitar, no sabían qué hacer, hasta que, al fin, Cancela, enharinado y pintarrajeado de mil colores, y vestido ya el traje sembrado de oropeles, se decidió a jugar el todo por el todo.

Algunas personas estaban de tertulia cerca del tablado; el Subdelegado don Pedro María Fernández; algunos oficiales del Batallón de Castilla; mi abuelo paterno, cuyo nombre llevo, y que había salido de Córdoba con la familia toda, huyendo del vómito, que ese año hacía de las suyas en la Villa de los Treinta Caballeros… y el mismísimo Hevia que, por caso raro, había dejado aquella tarde su partida de solitario, para concurrir en el corral con algunos amigos.

Dirigióse Cancela al Coronel —acaso porque de sus pocas pulgas y de su enérgico carácter esperaba eficaz remedio—, y quejóse del mal éxito del espectáculo anunciado por culpa de los padres que a las puertas del corral echaban contra la profana diversión, y con perjuicio de la Compañía, rayos y centellas.

Oyóle paciente el irascible Coronel, quien cambió, en voz baja, breves y terminantes palabras con el subdelegado, ordenándole que prestara atención a los quejosos. Salió al punto don Pedro María y suplicó a los misioneros que fuesen a continuar su sermón a sitio más apropiado y distante, y obedientes los frailes siguieron calle arriba hasta la plaza del Cura, y cerca de don José Bermúdez, hoy esquina de la Calle 4.ª del Calvario y 3.ª de San Rafael.

Pero ni por esas venía la gente al espectáculo, y Hevia, que tal vez deseaba dar esparcimiento a su ánimo, comenzó a impacientarse. Habló con uno de los volatines, quien le dijo que los franciscanos seguían predicando no lejos del improvisado coliseo. Montó en ira al oírle, y haciendo a los presentes imperioso ademán para que le siguieran, salió camino del lugar indicado.

A poco andar se encontró con la multitud que de rodillas escuchaba el sermón, y pasando entre ella con no poca dificultad, que su violencia de ánimo hacía mayor, emprendió acercarse al orador. Mas no había llegado hasta él, cuando blandiendo el bastón, principió a gritar en tono de cólera mal reprimida:

—¡Padre! ¡Ya le mandé decir que fuese a predicar a su convento!

El misionero seguía su discurso, sin darse cuenta de lo que pasaba, cuando el pueblo piadoso que había comprendido ya la actitud Amenazante de Hevia prorrumpió en gritos tremendos de «¡Viva Jesús!» «¡Muera el demonio!» que por tal tuvieron las mujeres, y muchos hombres, al impío que tenía trazas de arremeter contra quien predicaba el Evangelio.

Cierto mozo llamado Angulo, lechuguino de baja clase e hijo de una viuda que, al decir de los maldicientes de antaño, no era de malos bigotes ni de muy santa vida, arrebató a Hevia el bastoncillo. En unos cuantos segundos llegó la valiosa caña a manos del orador.

Esto fué para la multitud como señal de ataque. Todas las mujeres se precipitaron contra el irritado Coronel, y dieron sobre él a golpes y pellizcos.

A duras penas consiguió Hevia salir del paso; retrocedió, y tomó por las calles de San Miguel, de la Bóveda y de la Factoría hasta las casas del Marqués de la Colina, frente a la Plaza del Mercado, donde estaba el cuartel. Entró echando espuma —como acostumbramos a decir de quien está montado en cólera—, y desde la puerta del cuarto de banderas gritó con voz tonante:

—¡Granaderos! ¡Arriba! ¡Carguen!

Y salió a poco a la cabeza de los granaderos, que iban al mando inmediato del Capitán Pasaron.

Protegidos por la obscuridad formaron silenciosamente los soldados al costado de la Parroquia, cuyo cementerio estaba rodeado entonces por una barda con arcos invertidos como los que ahora pueden verse en la iglesia del Carmen.

Las mujeres saboreaban su triunfo. El sermón había terminado, y frailes y devotos cantaban el «Alabado», cuando una voz terrorífica los hizo callar.

—¡Apunten! ¡Fuego!

Y sonó una descarga. Por fortuna Pasaron, en voz baja, había ordenado a la tropa que disparase al aire.

Hevia mandó cargar de nuevo; pero no había sobre quién tirar. La multitud se había dispersado, buscando refugio en las casas vecinas y por las calles próximas.

El belicoso jefe refrenó sus iras y dispuso que los granaderos volvieran al Cuartel.

Esto se conoce en las tradiciones de Pluviosilla con el nombre de «noche triste de Orizaba y derrota de Hevia por las viejas».

Noche triste fué aquella para todos; noche de zozobras y de susto. Contábase que al día siguiente la Plaza del Cura, hoy Parque Castillo, estaba cubierta de sombreros, rebozos, chanclas y sarapes, que sus dueños no se habían atrevido a recoger.

El 16, antes de medio día, la M. R. Comunidad del Colegio Apostólico de San José de Gracia, presidida por su Guardián, un santo varón, trasunto de los Gante, los Motolinia y los Serra, Fray Lorenzo Socies, con diligencia cristiana y seráfica humildad, dieron a Hevia, en su alojamiento completa satisfacción por los sucesos de la víspera, y le pidieron «por Jesucristo Crucificado» que viera con ojos de piedad a los devotos y pacíficos habitantes de la «Muy Leal Villa de Orizaba».

A 4 de septiembre de 1889.

La misa de madrugada

(1866)

Al Sr. Pbro. D. Juan María de la Bandera

I

El reloj de la Basílica dió las tres. Y luego, en la alcoba inmediata, el «cucú» del P. Rector las dió también, como repitiendo la hora, y a poco el achacoso y cascado péndulo del dormitorio lanzó metálico ronquido, y, tras un ruido de leves campanillas, murmuró: ¡tin! ¡tin! ¡tin!

La llamita blanca de la veladora chisporroteaba vacilante y próxima a extinguirse. Agonizaba. De cuando en cuando, como si quisiera agotar las pocas fuerzas que le quedaban, ardía con luces juveniles, languidecía casi hasta apagarse, y estallaba después en azulados medrosos relámpagos que parecían aumentar la intensidad de las sombras dando a los objetos, principalmente, a la cajonera monumental —verdadera cómoda de sacristía— aspectos extraños y terríficos.

La igualdad de los muebles, la colocación simétrica de las camas, alineadas a cada lado contra los muros, la desnudez helada de éstos, la vaga claridad lunar que trabajosamente entraba por los vidrios empañados y rotos de las ventanas, daban al salón mucho de la pavorosa tristeza que tienen las salas de los hospitales.

Cuando se reanimaba la veladora percibía yo desde mi lecho el gran cuadro de la Guadalupana, protectora del dormitorio y del colegio, antiquísimo cuadro, de marco plateresco, curioso patrocinio en el cual estaban retratados el Arzobispo Núñez de Haro y el Canónigo Belle y Cisneros.

Mis trece compañeros dormían a pierna suelta. Pobres niños de coro, bulliciosos «coloraditos» de la Insigne e Imperial Colegiata de Santa María de Guadalupe, cansados por el trabajo, rendidos por la diaria faena de ayudar dos o tres misas, salmodiar las horas canónicas, acolitar aquí y allá, en la Catedral, en el Pocito, y en el Cerro o en las Capuchinas, estudiar versículos y repasar lecciones de gramática, explicada todas las tardes por un caballero muy amable y muy lechuguino que cada lunes nos obsequiaba con caramelitos deliciosos de «El Paraíso Terrestre», los niños caían todas las noches —al decir del P. Vicerrector— como piedra en barranco. Dormían ese venturoso sueño de los trece años que la inocencia y el cansancio hacen más profundo y sereno. Yo solamente estaba despierto. Dulces recuerdos del hogar paterno, avivados el día anterior por una carta tierna y sentida como todas las que una madre escribe al hijo ausente, me tenían en vela presa de tormentoso insomnio.

Lejos, allá muy lejos, a muchas leguas de la gran ciudad, lejos de aquellas estériles colinas pobladas de cactos y de malezas espinosas, había ríos de aguas límpidas y sonoras, praderas enflorecidas, montañas boscosas… Y allí estaban mis amiguitos de la niñez, mi nodriza, viejos servidores que me cuidaran como a las niñas de sus ojos, mi casa, mis padres, mi alegría, mi dicha.

El colegio con su aspecto monacal, con sus altas paredes ennegrecidas, con su estrecho patio, sin fuentes, sin flores, sin árboles; las cúpulas cercanas; las cuatro torres de la Basílica, siempre iguales, siempre en el mismo sitio, pesaban sobre mi alma como la losa de un sepulcro…

¡Quién se hubiera escapado de allí, como pájaro fugitivo, para emigrar con las golondrinas, moradoras de los vetustos campanarios que a fines de septiembre, allá por el día de San Miguel, partían en bandadas rumbo al Levante, hacia la casa de mis padres!

En mis días nublados, que lo eran todos; en mis tristezas de muchacho ensoñador y melancólico; en mis horas interminables de atroz desconsuelo, aquella vida de trabajo, demasiado monótona y severa para alegres niños; aquella vida entre sacerdotal y estudiantil, era para mí desesperante, acongojadora, horrible; siempre igual, sólo turbada por los exámenes, las fiestas de los Naturales y de la Aparición y por nuestra fiesta, la brillante fiesta de los Santos Inocentes, en que muy seriotes nos dábamos el gustazo de ver cómo un «coloradito» entonaba los salmos y dirigía el coro, otro cantaba la calenda y otro tenía durante la misa, bajo su enflorada batuta de plata, a Larios, a Morán, a Valle y al mismísimo P. Caballero, y lo que era mejor, reír, ese día, de salmistas y cantores que, no sin refunfuños ni mohines, tenían que cargar los ciriales y columpiar los incensarios.

Habría yo cambiado mi vida por la de un mendigo, con tal de que me hubiera sido dado volver al seno de los míos, a mis fértiles campos, a mis alegres montañas, al hogar de mis padres.

Cuando ahora hago memoria de aquellos tiempos, siento que los amo y suspiro por ellos; pero entonces los días me parecían sin sol; los meses, todos, invernales; los años se sucedían uno y otro iguales, grises, tediosos, desolados. Creía que en todo el mundo no había otro más infortunado que yo.

¡Qué de penas! ¡Ni los mártires, cuyos tormentos nos contaba todas las noches el «Año Cristiano»!

Mis compañeros dormían tranquilos: eran felices. A menudo recibían la visita de sus amigos, de sus parientes, de sus padres; no les faltaban los besos maternales. Yo era el único que vivía allí como en tierra de castigo, sin más días alegres que aquellos en que recibía de mis buenos padres una carta llena de santos y piadosos consejos. No tenía yo cerca de mí, ni parientes ni amigos.

¡Qué dulcemente dormían mis compañeros! Me parece que oigo roncar a Alberto Caray y a Gallardito, un gemelo delicado como un vidrio veneciano, ya entonces habilísimo calígrafo, capaz de copiar con rasgos de su pluma, el Pasmo de Sicilia y la Concepción de Murillo.

Acaso soñaban con una tamalada prometida por el Penitenciario o el Magistral; tal vez con una excursión dominguera a Santa Isabel, a la Escalera, a Punta del Río, o con una tarde de equitación en pacíficos pollinos, por los llanos, antes desiertos y siempre desolados, de la hacienda de Aragón.

Mi única idea era volver a la casa paterna. Siempre estaba mi pensamiento en la Casa de Diligencias, o iba camino de Río Frío sin temor de malhechores y guerrilleros.

Al fin, esa noche, el sueño me rindió. Empecé a soñar…

La diligencia… Montañas cubiertas de rica vegetación… Un volcán… Una ciudad querida… ¡Mi hogar!…

Pisaba ya los umbrales de mi casa, cuando oí mi nombre… y desperté. El P. Rector, palmatoria en mano, estaba junto a mí, y sonriendo me decía:

—Amiguito… ¡levántese Ud.!…

II

A poco, casi todos los muchachos estaban despiertos. El dormitorio se había animado como por encanto, con esa animación regocijada que sólo se ve en los colegios, si un suceso tan importante como inesperado viene a turbar el orden. Unos sentados al borde de la cama, otros vistiéndose, preguntaban con tenaz curiosidad al criado que acababa de entrar:

—¿Qué sucede?

—Nada…

—¡Nada! ¿Y nos despiertan a esta hora?

—Para que bajen a la iglesia… Dicen… que viene el Emperador…

—¿El Emperador? —preguntaron en coro los despiertos que aún no dejaban la cama. ¿El Emperador?

—Sí.

—¡El Emperador! —exclamaban como si ya vieran entrar por la puerta del dormitorio al blondo Archiduque, precedido de su brillante cuerpo de alabarderos y seguido de vistoso cortejo, todo placas, diamantes y cruces.

—Sí —afirmaba el criado— y la Emperatriz…

—¡Qué Emperatriz ni qué alcachofas! —murmuró un soñoliento desesperezándose—. ¿La Emperatriz a las cuatro de la mañana?

—Sí, viene a oír misa…

—¿A estas horas? ¡Sólo que esté loca! ¡Qué gusto que no tengo que levantarme!

La charla y el desorden eran tales en el dormitorio, que el P. Rector salió, y con acento severo, dijo desde la puerta de su cuarto:

—¡Silencio! Cuatro nada más…

Los demás… ¡a dormir!… ¡Jubilado por dos meses el que no obedezca! —y volviéndose a mí, agregó:

—¡Los mantos nuevos! ¡Sobrepellices limpias!

¡Era natural! Los mantos nuevos, los de paño de Sedán, unos mantos de grana, anchurosos, cardenalicios, que habían costado un dineral y que únicamente veían el sol en días solemnes y en las fiestas clásicas.

III

Bajamos a la Basílica. La sacristía estaba iluminada. El P. Mondragón disponía sobre la cómoda central ricos paramentos. El sacerdote que debía celebrar la misa conversaba a la puerta del chocolatero con el Rector y los canónigos del Barrio y Melo. Este último gran madrugador y enemigo implacable de los «coloraditos»… Conversaban vivamente y decían:

—Sí; S. M. la Emperatriz se marcha a Europa.

Pasa algo muy grave… Se dice que Napoleón… quiere retirar las tropas…

—¡Esto se va! ¡Esto se va! —repetía un canónigo.

Nosotros no entendíamos de esas cosas. Impulsados por la curiosidad y huyendo de las miradas amenazadoras del Sr. Melo corrimos al templo. Creíamos encontrarle engalanado e inundado de luz. Estaba obscuro y desierto. Ardían las seis velas de los arbotantes de plata ante la sagrada Imagen, seis cirios en el altar y seis blandones del presbiterio. No había trono. Del lado del Evangelio dos sillones y dos reclinatorios tapizados de terciopelo carmesí, con galones de oro, y… nada más!

Meses antes, el mismo sitio vió a los Monarcas en lodo el esplendor de su alta dignidad. Una legión de cortesanos llenaba el templo. Diplomáticos, políticos, grandes damas, chambelanes, soldados de diversas naciones, ujieres, pajes y alabarderos rodeaban a los Soberanos. Él con el toisón al cuello. Ella ceñida la sien con la imperial corona.

Entonces aclamaciones, músicas, vítores, entusiasmo, delirio, adoración…

Ahora, silencio, indiferencia, soledad…

La obscuridad del templo oprimía al corazón; algo lúgubre y fatal flotaba en las tinieblas.

IV

El sacerdote ya revestido esperaba en la puerta de la sacristía la llegada del soberano.

Oyéronse en la plaza rodar de coches, voces de mando y ruido de armas. Abrióse de par en par la puerta del costado y un grupo de personas entró en la Basílica. Algunas de ellas se quedaron cerca del cancel, otras se perdieron entre las sombras de la nave central.

Los Monarcas vestían traje de camino. Subieron lenta y majestuosamente las gradas del presbiterio y tomaron asiento en aquellos sitiales que parecían derribados de un trono.

Dos individuos, chambelanes acaso, se colocaron detrás, y ahí permanecieron cruzados de brazos e inmóviles como unas estatuas.

V

Principió la misa.

Oficiaba un capellán imperial.

Nosotros, llenos de curiosidad, no apartábamos la mirada del imponente grupo, más atentos a los movimientos de los Reyes que a los sagrados ritos. ¡Ni quién pensara en el vino de las vinajeras!

El Emperador oraba en silencio.

La Emperatriz rezaba en una lengua que para los niños del coro era desconocida. Rezaba con fervor, y su voz, vibrante algunas veces, parecía como entrecortada por los sollozos. A través del velo que le cubría el rostro brillaban las lágrimas, reflejando la luz de los cercanos cirios.

—¡Van de viaje! —pensaba yo—. Pasarán por allá, por mis campos enflorecidos, por mis alegres montañas… Si el Emperador me dijera: —«Niño, ¿quieres venir con nosotros?» «Te llevaré a la casa de tus padres…» Respondería que sí. ¿Por qué no? ¿Por qué no había de poder llevarme?

¡Dicen que los reyes lo pueden todo! ¡Dichosos ellos que se van!

Si en aquellos momentos en que envidiaba yo al Monarca, alguien me hubiera dicho al oído que yo era más feliz que Maximiliano, me hubiera reído de quien tal dijera y no le hubiese creído.

A la hora de la Elevación, cuando las alegres notas de las campanillas de oro resonaban en el silencioso recinto, la Emperatriz, fija la mirada en la Hostia, avivó el fervor de sus rezos, y su acento dolorido tenía tanta ternura que llegaba al corazón.

Después, al acercarnos para darles a besar la patena, diciéndoles: «Pax tecum», la Princesa murmuró al oído del blondo Archiduque algo que lo hizo sonreír tristemente.

Terminada la misa, durante algunos minutos, los soberanos siguieron orando en silencio.

Las primeras luces de la aurora clareaban en las altas ventanas de la cúpula y teñían con suaves tintas de rosa las ricas balaustradas de plata.

Salieron los Monarcas de aquel templo, al cual llegaron por vez primera entre las aclamaciones ardientes de un pueblo deslumbrado y lleno de risueñas esperanzas, y salieron para no volver jamás.

Oyéronse otra vez ruidos de armas, voces de mando y rodar de carruajes. Los Príncipes se alejaron y los «coloraditos», muy ajenos a la gran tragedia cuyo primer acto acababa de principiar, tornaban a su triste colegio alegres y parlanchines.

El capellán imperial los había obsequiado, en nombre del Monarca, con hermosas monedas de oro, en las cuales estaba grabado el noble rostro del Soberano, y que brillaban como el sol que en aquellos momentos subía a los cielos inundando de luz el incomparable Valle de México.

Mientras el P. de la Bandera —nuestro buen rector— se quedó en el chocolatero, departiendo con los canónigos, volvimos al Colegio.

Íbamos a enseñar a nuestros compañeros las hermosas monedas, cuando el perezoso que prefirió dormir a ver de cerca a un rey y a una reina, burlón y festivo como siempre, se adelantó hacia nosotros, preguntando:

—Éstos no lo quieren creer… ¿no es cierto que la Emperatriz está loca?

Y sin esperar la respuesta, dió la vuelta, riendo a carcajadas.

Bajo los sauces

(Fragmentos de un diario)

A José P. Rivera

Muchos y muy hermosos sitios tiene el Albano en aquella margen, pero el que yo prefería, es, sin duda, el mejor. Está más allá de la Fábrica, río arriba, a la izquierda, en los términos de una dehesa siempre verde y mullida que se extiende hasta las faldas boscosas del San Cristóbal. Es un rincón formado por los derrumbes y ampliado por las crecientes, que la fecunda vegetación tropical no tardó en invadir, cubriéndole de verdura en pocos años. Poblóle de sauces y de álamos; regó en el cantil simientes de mil plantas diversas; sembró gramas perennes en el pedregoso suelo y ornó el peñón, que en el fondo se esconde acurrucado, con musgos y líquenes. Los sauces sueñan cosas tristes inclinados sobre la corriente adormecida y sesga; los álamos alardean de su esbeltez y de sus copas susurrantes.

Trajeron los vientos al peñón polen de orquídeas; brotaron por todas partes las begonias para ostentar sus hojas aterciopeladas, y los helechos prosperaron aquí y allá para lucir cada verano sus túnicas de seda. Los convólvulos treparon por todas partes, derrochando cráteras y festones; las aroideas hurañas buscaron abrigo y humedad, y mientras los lirios campesinos se instalaron con las ovas crinadas cabe el raudal silencioso, los romeros acuáticos vinieron rodando en busca de los islotes.

Sitio encantador como perdido en un barranco, lejos de la ciudad y no conocido de cazadores.

¡Cuántas mañanas de invierno, cuántas tardes de otoño, pasé a la sombra de aquellos sauces melancólicos! Tendido en la grana, a un lado el libro, dejaba yo vagar el pensamiento por las regiones encantadas de los mundos imaginarios.

A los catorce años, cuando las esperanzas juveniles no abren aún sus flores; cuando no sabemos todavía lo que es dolor, gusta el alma de la soledad de los campos y parece que encuentra en las arboledas, en las aguas, en las flores y en los pájaros, amigos cariñosos que contestan a todo con una sonrisa, que repiten dulcemente nombres amados.

No me arredraba la distancia y frecuentemente huía yo a mi rincón querido, seguro de hallar en él algo nuevo que hasta entonces se había ocultado a mi curiosidad.

Conocía yo todos los escondrijos del bosquecillo, todas las plantas, todos los árboles, todos los nidos y todos los pajarillos moradores de aquellos follajes. Aquel sitio era mío, sí, mío; nadie podía disputármele, y como el rico que visita sus propiedades, las sementeras, las florestas, las tierras de labor y los prados, recorría yo aquel sitio, dándome cuenta y razón de cuanto allí tenía.

¡Ni los invernaderos de un rey guardaban más tesoros! ¡Si creo que allí había todas las plantas, desde el hisopo humilde, hasta el cedro orgulloso!

En primavera me daba lirios de suave aroma; en estío flores extrañas de rosada corola; en otoño frondas teñidas de púrpura, y en invierno líquenes pajizos. Los moradores de mi jardín, los mirlos y los jilgueros me regalaban, de abril a julio, con celestiales músicas, y en la estación pluviosa no era raro encontrar allí alguna garza de nívea pluma que triste y melancólica soñaba, sin duda, con lagunas distantes y lejanas tierras. Al ruido de mis pasos en la hojarasca alzaba el vuelo, trazaba en el aire grandes círculos e iba a perderse en la ribera opuesta.

Pero ni pechirrojos, ni jilguerillos huían de mí. Cerca, al alcance de mi mano, cantaban que era una gloria. Desde allí no se descubrían ni la ciudad, ni los montes que circundan el valle. Apenas se veían los techos de la fábrica, la chimenea altísima que dispersaba al viento, al grato viento vespertino, el humo negro de sus hornazas, como la plumazón de cien aves, sobre el cielo azul, dorado por las postreras luces del día.

Soñaba yo. Benditos sueños de la edad venturosa que no vienen a turbar dolorosas memorias; que son como el reflejo de una alma virgen, y que nos hacen viajar por las regiones de lo porvenir, en alas de la gloria; que nos llevan en misterioso esquife, hacia las tierras azules del primer amor. Amor presentido, santo como las caricias maternales, puro como la gota de rocío que ilumina con multicolores cambiantes la corola de temprana florecilla, y con el cual se compadecen a maravilla las selvas rumorosas, el ruido de los pájaros en los nidos, el capullo que se entreabre, destilando esencias, el querellarse de la tórtola, el arroyuelo gárrulo, las mariposas que orean sus alas y que se aprestan a volar, la música agreste de los vientos en los carrizales inquietos, en las copas de los álamos, y en el triste follaje de los sauces, en los árboles de los ríos, imagen de la vida en Jos árboles de los sepulcros, símbolo del dolor.

¡Cómo aquella virgen naturaleza tenía respuestas para toda queja, voces de aliento para toda esperanza, halagadoras frases para toda ilusión!

La gloria se me aparecía entre aquellos árboles, luminosa, olímpica, coronada de estrellas; el amor surgía ante mis ojos bajo la forma de gentilísima doncella, y la vida toda me anticipaba sus goces sin una sombra de dolor.

¡Benditas horas aquellas en que la ensoñadora fantasía volaba rauda por las regiones del éter, y ajena a las desventuras de la vida, se embriagaba de luz, de aroma y de poesía! ¡Ah, si me fuera dado volver a gozarlas! A la caída de la tarde decía yo adiós a mi jardín, a mi río, a mis bosques, a mis flores, a mis pájaros. La noche bajaba a todo correr de las montañas; el río dejaba oír su voz en las quebradas; la fábrica encendía sus luces, y en las chozas del monte fulguraban las hogueras.

El vientecillo helado me hacía estremecer con estremecimientos de muerte, como si a los placeres de la tarde fueran a suceder agudos dolores, y lentamente, con paso desmayado, me dirigía a la ciudad, envuelta ya en la sombra.

Allá, en la región del Poniente, un reflejo rojizo: el sol que se iba, que se había ido ya. Por todos lados montañas obscurecidas. En medio del valle, la ciudad despidiéndose de la luz con el solemne tañido de sus campanas. En el cielo, saliendo de entre una nube negra orlada de plata, unas cuantas estrellas, la luna creciente, entristecida, pálida.

Ayer visité ese sitio para mí tan querido. No ha variado. El hacha del leñador ha respetado los álamos y los sauces; aún existen aquellas plantas que eran mis amigas, aún cantan en el peñón los pajarillos, y el río corre hoy entre los carrizales tan sereno y adormecido como en aquellos felices años de mi juventud. Pero, ¡ay!, ni árboles, ni flores, ni linfas, ni pájaros, ni vientos me hablaron de aquellos ensueños de color de rosa que encantaron las dulces horas de mi mocedad. No tuvieron para su viejo amigo ni una palabra consoladora. ¡Hace veinte años! ¡Cuántas lágrimas!

Crepúsculo

(Recuerdos de un viaje a la costa de sotavento)

Salimos de Medellín y pronto perdimos de vista sus espesos bosques regados por la deliciosa corriente del Jamapa.

Caminábamos siguiendo el hilo telegráfico; al través de inmensas llanuras alfombradas de pródigos gramales, donde pacían pintorescas toradas que lentas y como perezosas se alejaban de nosotros al aproximarse nuestras cabalgaduras.

Nos rodeaba un horizonte sin límites cuyo círculo no interrumpía ni la remota línea de una selva, ni la silueta de un árbol, ni los caprichosos y esfumados contornos de una montaña, ni la oscura sombra de agreste caserío.

El cielo, cubierto de plomizas nubes, apenas dejaba ver, de cuando en cuando, una ráfaga de oro que, rompiendo el nublado, parecía anunciar a los campos el ocaso próximo del sol.

Ni una flor, ni una ave que hiciera menos monótona aquella sabana donde la vista se perdía y la imaginación plegaba las alas, vencida por el cansancio. Ni rumor de aguas, ni susurros del viento… sólo oíamos el paso de nuestros caballos y la voz del guía que cantaba, entre dientes, triste son de la tierra, y que se adunaba por lo desmayado y lánguido al pálido espectáculo que teníamos delante, por extremo extraño en aquellas fértiles y fecundas regiones a la hora del crepúsculo.

Poco a poco se despejó el cielo, y aparecieron en las profundidades de su bóveda, azul como el zafiro, magníficas nubes: hacia Oriente largos celajes horizontales que declaraban la proximidad del mar; hacia el Ocaso los gigantescos cúmulos de las comarcas montañosas, teñidos de jalde y púrpura por el sol que caía, cúmulos que se movían lentamente, simulando castillos feudales presa de las llamas, lagos de fuego, ora serenos, ora tempestuosos, animales heráldicos de aspecto espantoso, peces de gualda que bogaban en linfas blancas, aves de lumbre, águilas ardientes que cruzaban el espacio centelleantes, con brillos de hornaza, endriagos y quimeras que se entrelazaban y escurrían en giros incomprensibles y pavorosos. A la izquierda aparecieron pronto, interrumpiendo la igualdad fatigosa del paisaje, las cercanas lagunas de Mandinga, hermosas como espejos de plata, en cuyos cristales desplegaban sus velas, como una parvada de cisnes, multitud de esquifes pescadores. A la derecha la estupenda vegetación tropical surgía ante nosotros con toda su regia magnificencia.

Atravesamos la «raya» de una «mata». A la uniformidad de la llanura sucedió de pronto la pompa abrumadora de las selvas vírgenes.

Altas y gentiles palmeras, de múltiples formas, las unas irguiéndose soberbias con sus penachos inquietos, desplegando las otras sus ruidosos abanicos, columpiando aquéllas, al soplo del terral, sus graciosos plumeros; «Pochotes» colosales que esparcían al viento el nítido vellón de sus frutos maduros; higueras aparasoladas de níveas flores, airosos papayos; plantas de follaje flabeliforme; «cocuites» florecidos de sueltos y flexibles tallos; gramíneas altísimas, por cuyas cañas trepan enroscándose los convólvulos campesinos, como si quisieran alcanzar con los extremos pegajosos de sus guías, la espiga en sazón que ondea cimbrándose; ceibas seculares entre cuyos brazos arraigan las bromelias, robustas, recias, indómitas, con flores que semejan sagitas y dardos tintos en sangre; orquídeas de forma singular y penetrante aroma; magiares de follaje craso y raíces colgantes que bregan y bregan largos años para llegar al pantanoso suelo todo envuelto en una red de robustos bejucos y menudas trepadoras que impiden el paso y coronan las copas de los árboles con opulentos ramilletes de campánulas de mil colores.

Allí germinan, crecen y florecen «mantos de la Virgen» cerúleos y sanguíneos, «quiebraplatos» de alba y delicada corola, leguminosas áureas de bracteados festones, entre cuyas guías anidan y revuelan, como un puñado de pedrería arrojado al través de la selva, colibríes de incansable prestigioso vuelo, luciendo en sus plumas los más variados y maravillosos esmaltes; mariposas de tul de opalinas alas; centzontlis de canto dulcísimo y de vibrante voz; «turpiales» de rojo pecho, «sargentos» carminados, torcaces grises, melancólicas y arrulladoras; «cardenales» de gallarda cresta; y papagayos y tucanes, cuyos colores codiciaría la paleta de un pintor.

La noche se acercaba. El sol incendiaba con sus postreros rayos la llanura, y un murmullo solemne y misterioso se alzaba por todas partes.

Parvadas de toda especie de aves cruzaban el espacio en bajo vuelo, y parejas de loros buscaban su nido en los «overos». En lo más alto del cielo, sobre el raudo torbellino de garzas blancas y de color de rosa que iban hacia las lagunas se tendían en movibles cintas los ánades salvajes.

Hundía el sol en las vagas lejanías su disco enrojecido, y rojas estaban las nubes y roja la llanura. Las tinieblas luchaban por extinguir los últimos fulgores de la luz; el murmullo del campo aumentaba y subía a los cielos como las plegarias de un pueblo devoto que ora ante el altar, y cuando, a intervalos cesaba la greguería de los loros, la serpiente dejaba oír su agudo silbido. El pájaro «vaquero» lanzaba su grito prolongado, y el «ataja-camino» saltaba tenaz e incansable delante de nosotros.

Ante aquel cuadro jamás presentido y nunca imaginado, lleno de fe, de admiración, de respeto y gratitud, detuve mi caballo, y trémulo, con la frente baja, murmuré el nombre sacrosanto del autor de tantas maravillas.

* * *

Se apagaron los últimos fuegos del cielo, se obscureció la tierra, y el sol al hundirse mostró el nevado pico de Orizaba, que trajo a nuestra mente el recuerdo de seres queridos.

Cesaron cantos, ruidos, rumores y murmullos, comenzaron a encender los cocuyos sus linternillas, y seguí mi camino, oyendo los cantos melancólicos del guía.

Epílogo

A Manuel J. Othón

—¿Quieres saber esa historia? Pues la sabrás. Es una novela. Un idilio fué para mí. Pero lo más interesante es el epílogo.

Y mi amigo se acomodó a sus anchas en el asiento, cerró el libro que tenía en las manos —una de las últimas obras de Bourget—, encendió un cigarro y habló así.

—Era allá en nuestra tierra, hace treinta años, cuando no cumplía yo los veinte, ¡qué digo! cuando aún no tenía los dieciocho. ¡Felices años! ¡Felices días aquellos! ¡Cómo aleteaba entonces en mi alma la mariposa azul de las esperanzas juveniles, de que hablas en uno de tus libros! Tú andabas a la sazón prendado de cierta amiga mía, linda doncella de esbelto talle, de rubia cabellera y de ojos lánguidos, húmedos como una violeta en cuya corola tiembla vacilante y límpida una gota de rocío. ¿Te acuerdas de ella? Esa mujer decidió de tu vida, despertó en ti sueños de gloria, y te hizo retraído y melancólico y… a propósito de Matilde, debo decirte que la ví el año pasado en Tampico. ¡Si la vieras!… No conserva nada de aquella espléndida belleza, a la cual te rendiste a los pocos días. Halléme a Matilde en un baile. Había ido con su hija, una pollita morena y coqueta, en quien parece haber renacido la graciosa hermosura materna. Conversamos toda la noche. Ya sabes que yo ni bailo ni juego, de manera que al encontrarme a la que fué tu novia, tu Beatrice, como la llamábamos todos tus amigos, me dediqué a conversar con ella, a charlar de los buenos viejos tiempos, y a distraer mi ánimo un tanto entristecido, con la sinfonía primaveral de los recuerdos juveniles. Aún se acuerda de ti Matilde. Nada de sus amores contigo se le ha olvidado, y al hablarme de aquella época feliz —feliz como ninguna para nosotros—, sonreía alegremente, y en sus ojos azules titilaba una lágrima. Pero vamos al asunto. Mientras tú vivías prendado de Matilde, y no estudiabas y hacías versos, yo, menos romántico que tú, y más dado a fiestas y bailes que a poesías y novelas, enamoraba, ¿sabes a quién? a esa mujer a quien saludé tan cariñosamente en la última estación. Vive en la ciudad próxima; está casada con un ebanista habilísimo, y ahora va a reunirse con él, después de tres meses de ausencia. El marido es ese joven vestido de negro que vino a recibirla. ¿No haces memoria de una trigueña de ojos negros, soberbios, luminosos y aterciopelados, que vivía allá por el barrio del Cristo? ¿No? ¡Pues norabuena! ¡Mejor que mejor!

La conocí en un baile. Me interesó desde luego aquella niña tímida al par que vivaracha, recatada y amable, en cuyas pupilas parecían centellear todos los astros del cielo tropical. Bailé con la joven una, dos y tres y cuatro piezas. Se mostró conmigo franca y sincera, pero tan discreta y honesta, que no me atreví a murmurar a su oído ni una sola frase de galanteo. Hija de un artesano acomodado y laborioso, Elena, aunque de humilde cuna, estaba bien relacionada y era amiga de las señoritas más empingorotadas de Pluviosilla. Todas sus amigas, compañeras de colegio en su mayoría, la distinguían y la amaban. Así la joven, sin dejar su esfera, frecuentaba la mejor sociedad, sin que ésta, ni el trato con los ricos despertaran en ella locas aspiraciones y ambición de lujo. Elena, vestida de percal, era tan elegante como sus amigas.

Dígote que me gustó la chica. Me interesó su modestia, su airecillo donoso y su tímido donaire, y esa noche, en mi casa, de vuelta de la fiesta, me dije: «¡No hay remedio! ¡Voy a enamorar a Elena!» ¡Y qué de veces, mientras tú subías y bajabas en busca de tu Beatrice, yo te dejaba para rondar la casa de la chica!

Por fin, una noche —llovía a mares—, en la reja, después de muchos meses de hacerle el oso, me dijo que me amaba. Ocultamos nuestros amores. Los amores ocultos tienen mucho encanto, pero… son por extremo peligrosos… Ni la vecina más curiosa, ni tú, que me acompañabas por todas partes, ni la familia de Elena sospecharon aquellas relaciones. Le hablaba yo al caer la tarde, mientras tú hablabas con Matilde, y ni en el paseo ni en el templo ni en el teatro, cuando Elena iba, pudo darse cata de aquellos amoríos. Elena me amaba, sí, me amaba con la dulzura del primer amor, como se ama a los diecisiete años, cuando ni desengaños ni dolores han marchitado el corazón, y el cielo es para nosotros todo luz y la mísera tierra un prado de azucenas. Yo la amaba también. ¡Pobre niña! ¡Cuán tierna y cariñosa! ¡Qué confiada y qué amante! En los primeros meses soñaba con ser mi esposa, y me decía:

—Mira: seremos muy felices. Mis padres te amarán tanto como yo. Viviremos tranquilos en una casita muy linda. Acabarás la carrera, y nos casaremos, y como yo no ambiciono ni deseo lujos y grandezas, fácilmente lo arreglarás todo. Yo soy pobre, de casa humilde, hija de un honrado artesano, es cierto; pero tus padres me amarán porque soy buena, sí, soy buena, y seré mejor para hacerte dichoso, y para que tu familia me estime y me quiera. Mira: te adoro con toda mi alma! ¡Vivo para ti! ¡Sólo para ti! Mi dicha mayor es estar a tu lado. ¡Ámame, ámame como te amo!

Pero después desapareció la alegría en la pobre Elena. En vano inquirí, durante muchas semanas, la causa de aquella tristeza. Elena callaba. Entonces me hice el apasionado; me mostré rendido como nunca, y conseguí que la pobre muchacha me abriera su corazón.

—Me mata una pena —díjome—; un sinsabor constante. Tú me amas, lo sé, lo comprendo, lo palpo; pero…

Y se echó a llorar.

Enjugué con mi pañuelo aquellas lágrimas, y besándole cariñosamente las manos, le rogué que me dijera la causa de su pena.

—Me amas, sí, pero no te casarás conmigo! No soy la mujer que tú deseas, ni tu familia me aceptaría. ¡Si no soy más que la hija de un artesano!

Dupliqué el ardor de mis palabras, le juré una y mil veces que luego que terminara yo la carrera, al recibir el título de abogado, la llevaría al altar…

Serenóse la niña, y con una superioridad moral que me llenó de admiración, exclamó:

—¡Te entregué mi corazón y tuyo es! Te amaré siempre… pero estos amores terminarán cuando tú quieras, cuando tú lo desees. ¡Guárdeme la Virgen de ser un obstáculo para ti! El porvenir es tuyo. No pienses en mí. El día que me digas adiós, serena, tranquila, te escucharé sin que de mis labios salga una queja; me miraré en tus ojos por la vez última, y me despediré de ti para siempre.

Pasaron meses y meses. Un español abrió una tienda en la casa de enfrente; la tienda atrajo parroquia y movimiento en aquella calle, y fué preciso fijar otra hora para nuestras citas. Entonces le hablaba yo a las diez de la noche.

Elena era cada día más apasionada, más amante. El fuego de la nubil ardía en ella, y a la timidez de otro tiempo sucedió en Elena cierto atrevimiento que me hacía temblar. Cierta noche me dijo: «Aquí no podemos hablar tranquilamente. La casa contigua está vacía; nosotros tenemos la llave. Ya sabes que la entrada es una para las dos casas. Toma la llave, y a las once (no, mejor a las doce), a esa hora ya mis padres duermen, vienes, entras, y allí me encontrarás, o allí te iré a buscar».

Vacilé… pero acepté la llave y la cita.

Recorrí calles y calles, y, a decir verdad, preocupado, temeroso y descontento de mí mismo. Aquello era una infamia. Burlar la confianza de aquellos buenos ancianos era una cobardía. Odio a quien abusa de la confianza en él depositada. Los pobres viejos tenían en su hija una fe ciega. Me decidí a no faltar a la cita, pero me sentí encanallado.

Fuí esa noche, y fuí otras muchas.

Estábamos a fines de Diciembre. ¡Qué noches aquellas! ¡Cómo las recuerdo! El patio desierto; piezas y corredor a obscuras; en el jardincillo abandonado algunas flores tardías que embalsamaban el aire con penetrantes perfumes tropicales, y allá, a lo lejos, el sordo rumor del río, el monótono rodar del Albano azotado por el sur caldeante que traía en sus soplos de fuego el susurro de las arboledas del valle. En la fuente el surtidor cantaba alegremente.

Entraba yo sigilosamente, como un ladrón, me instalaba en el alféizar de una ventana, y allí esperaba a Elena. Pero ¿a qué contarte, uno a uno, los encantos de aquellas noches? Mas no creas que falté, en lo más mínimo a los respetos debidos a aquella virginidad exuberante y tentadora. Un firme sentimiento de respeto; la voz maternal siempre resonante en mis oídos; los nobles ejemplos de mi padre —cuya sublime rectitud era a mi alma noble estímulo—, fueron para mí freno y escudo.

El idilio llegaba a su término. El cielo invernal, todo diamantes y luces, es testigo de que más de una vez la pobre Elena cayó en mis brazos ebria de amor; pero no de ese amor que nos hace buscar en los mil astros que pueblan el firmamento, espacios infinitos para el alma, sino ese otro que nos aniquila y nos abate y nos hunde en el cieno. ¡La mísera carne! Una noche, por fin, me sentí como al borde de un abismo; llené de besos el rostro de la doncella; oprimí con mis labios aquellos ojos meridionales, y estrechando entre mis brazos y sobre mi pecho aquella cabecita ensoñadora, tras el supremo esfuerzo de una voluntad próxima a romperse villanamente, díjele a Elena:

—¡Perdóname! Debemos separarnos antes que caer en el abismo abierto a nuestras plantas; debemos sacrificar nuestros más caros afectos en aras del deber. Serías mía… pero a costa de terribles y eternos remordimientos! Tus padres no merecen esto; tú misma eres digna de más noble destino. No por una preocupación, que no falta nunca en la mujer vulgar, me juzgues con dureza. Te amo, pero debo dejarte. Nuestros destinos son diversos y sendas distintas nos apartan en el áspero camino de la vida.

—¡No hables más! —exclamó rechazándome—. ¡Todo me lo has dicho!

Pero luego, tomando entre sus manos mi cabeza, me besó larga, apasionadamente.

Y se fué.

No volví a verla. Semanas después partió con su familia. A los pocos años supe que se había casado. Hace tres meses, al bajar hacia Pluviosilla, la encontré en esa estación, donde la saludé hace media hora. Ibamos pocos pasajeros: algunos extranjeros que volvían a su patria, y yo. Al detenerse el tren entró Elena con tres niños. Una chiquitina graciosa y vivaracha, y dos muchachos listos y simpáticos.

Ya conoces la novela. Ahora conocerás el epílogo.

Saludé a Elena, la cual se mostró cariñosa y amable, y, como había tomado asiento cerca de mí, no tardamos en tejer animada conversación. Era imposible no hablar de lo pasado, pero ambos nos sentíamos contenidos; ella por nobilísimo pudor, y yo por natural respeto. Nunca, créemelo, nunca empañaré los cristales de la fuente límpida de mis afectos juveniles.

Me presentó sus hijos.

—Son cuatro —me dijo—. He dejado uno en el colegio. Es un mocito muy formal, muy aplicado y muy obediente.

Y agregó sonriendo:

—Éstos no. La niña sí es buena. Los otros no son malos, pero traviesos como pocos!

Y los mandó con la niña a un extremo del vagón.

Hablamos de cosas indiferentes. Después me contó que sus padres habían muerto. Ella se había casado con un hombre muy decente, muy honrado, muy trabajador, muy estimable y muy estimado; no eran ricos, pero vivían en la abundancia. Y si los muchachos —como ella lo esperaba—, se lograban, la obra de la vida habría sido completa y feliz para ellos, Y agregó con hidalga confianza.

—¡Soy feliz! ¡He sido muy feliz!

Quedó un instante pensativa, y después de un rato de silencio, sonrojada y algo trémula, continuó:

—¡Y esa felicidad te la debo a ti, sí, a ti! No te olvido nunca, porque no puedo olvidar a quien me detuvo al borde del precipicio. Aquel amor era una locura… Habría sido un infortunio para los dos.

Y sonriendo alegremente, bajos los ojos y encendida la color, díjome:

—Mira: ¿te he dicho que te debo mi felicidad? ¡Pues no es cierto! Nada te debo. Ya te pagué la deuda. ¿Sabes lo que hice cuando nació mi primogénito? ¿A que no lo adivinas?

—No.

—Le puse tu nombre. ¡Se llama como tú!

* * *

Y mi amigo, al acabar su narración, me miró satisfecho. Estaba contento de sí mismo, y en sus ojos titilaba una lágrima.

Abrióse en aquel momento la puerta del vagón, y un garrotero gritó:

—¡Estación de Rinconada! ¡Dos minutos!

El retrato del nene

(Historia amorosa)

A Ciro B. Ceballos


… «tu auras fait un crime? Un crime n’est pas bien difficil à faire, va, il suffit d’avoir du courage après le désir…»

MALLARME.
 

La muchacha era simpática, alegre, trabajadora y muy metidita en casa. Los vecinos, que eran muchos y muy curiosos, no la veían sino rara vez, al entrar o salir, cuando en el balcón, de mañanita, lavaba la jaula del canario, un canario muy bullicioso y cantador, o cuando regaba aquel rosal anémico y entristecido, cuyas flores primaverales eran cada año más y más pálidas y caducas.

Inés se pasaba el día cosiendo, cerca del anciano, o leyéndole los periódicos. Viejo empleado, pobre y con pocas economías, muy dado a la política, no podía vivir sin periódicos, sin el pasto diario de la chismosa gacetilla. Entretanto la tía, doña Carmen, andaba por la cocina o en otros domésticos quehaceres.

—¡Qué bonita muchacha! —decían todos—. ¡Qué hacendosa y qué buena!

Julio mismo no sabe cómo fué aquello. Jamás correspondió Inés a sus guiños ni a sus plácidas sonrisas de enamorado.

La chica se mostraba desdeñosa y casi casi despreciativa.

Él vió que la cosa no pegaba y dejó de pensar en ella.

Pero un día de fiesta, en marzo, a la sazón que charlaba en la esquina con dos o tres amigos, pasó Inés muy guapa y emperejilada, linda como un sol.

—¿A dónde irá? —díjose el mancebo, y siguió de lejos a la joven por calles y calles, hasta que la vió entrar en una casa de buen aspecto, allá por la Colonia de Guerrero, en una casa baja, cuyos dueños, a juzgar por el mueblaje de la sala, debían ser personas de cómodos y regulares recursos.

Julio, sin meditarlo, casi maquinalmente, volvió a su casa pensando en la niña, y en un dos por tres escribió en el primer papel que encontró a mano media docena de frases apasionadas, breves y concisas, para declarar su atrevido pensamiento. Pintábale un amor vivísimo, profundo, eterno, nacido de una mirada, y ardiente como el sol meridiano en día canicular; amor que era la única ilusión de su vida, primera y última esperanza de ella, término y meta de todos sus anhelos y ambiciones. Esperó a la chica en el zaguán toda la tarde, y a eso de las cinco y media le dió el papel. Un papel sí, que ese nombre merecía aquella carta escrita de prisa, doblada sin cuidado, entregada con despótico ademán, y para la cual no tuvo ni una mala cubierta. Y no porque Julio no la tuviera, sino porque se complacía en menospreciar las fórmulas sociales y alardeaba de caprichoso, singular y excéntrico.

La chica, sorprendida al parecer, toda trémula y ruborosa, tomó el papel, y sin decir oxte ni moxte, entró apresuradamente y ganó la escalera.

En varios días no vió Julio a su pretendida.

—¿Por qué no sale? —se decía—. ¿Qué le pasa? ¿Estará enfermo el viejo?

Y desde su ventana, a través de los vidrios empañados, rotos y cogidos con lañas de papel, observó horas y horas la casa de la chica. Hasta que una mañanita, cuando él salía camino de la escuela, con el Maynz bajo el brazo, apareció Inés en el balcón. Viole encendida y sonrojada, pero alegre y risueña. Una mirada mortecina, una sonrisa zalamera, y una rosa caída como al descuido, y que al caer se deshojó, lo dijeron todo.

Julio volvió temprano, sin pensar en el paseo diario por Plateros y San Francisco. Le esperaba Inés, muy arregladita y compuesta. Al cruzar el patio, cuando el mancebo pasó cerca del balcón, hacia su pobre y destartalado cuartucho, a tiempo que no había en acecho ni vecinas ni vecinos curiosos, Inés dejó caer un papelito que Julio se apresuró a recoger, y sin volver el rostro, subió la escalera y se encerró en su pieza.

El amor del estudiante estaba correspondido. ¡Y qué bien que escribía la chica! Letra clara, elegante, aunque de rasgos débiles y tímidos. Dicción correcta, expresiva y sincera. Le amaba, sí, le amaba, hacía mucho tiempo, desde el día en que le conoció, desde el día en que vino a vivir en aquella casa.

Inés no mentía. Le había sido simpático e interesante aquel mancebo de veinte años, pálido, melancólico, de negro y sedoso bigote. Era guapo el mozo, y, además, parecía de excelentes costumbres, estudioso, retraído, pulcro y enemigo de parrandas y juergas. Acaso era pobre como ella; acaso estudiaba briosamente para proporcionar en no lejano día a sus padres, allá en el retiro de un Estado distante, bienestar y abundancias, y pagarles con ellos, y con mucho cariño, tantos afanes, tantos sacrificios y tantas privaciones.

Inés leyó la carta de Julio, la encontró sincera, leal y apasionada, y pensó dar cuenta de ella al anciano y a la tía Carmen; pero temió que la solicitud amorosa del melancólico estudiante fuese mal recibida. Otros amores con uno de Medicina le habían ocasionado muchos disgustos. Su padre era muy raro; pero la tía era peor. De seguro que verían mal al muchacho. Ellos no querían novios, y menos si eran estudiantes. ¡Todavía si fuera alguno del comercio, pase! Pero un estudiante… ¡quiá! Tienen porvenir, es cierto; pero cuán pocos llegan a alcanzarle. Casi todos ellos son unos perdidos, llenos de vicios… Además: ella era lo único que el anciano tenía en este mundo… ¡lo único!

Resolvió no hablarles del asunto, y contestar la carta favorablemente, porque le quería mucho, mucho!

Bien se compadecía esta manera de proceder con el carácter de la niña. Era lista, y aunque un poco tímida, hizo valor de su timidez, y no vaciló en corresponder el amor de Julio.

Éste, a su vez, era tímido también, más tímido que ella. Sin mundo, sin experiencia alguna, bueno de por sí y sin conocer ni apasionamientos ni contrariedades, soñador y melancólico, para él, siempre en conversación consigo mismo, siempre encerrado con sus añoranzas en el estrecho recinto de su alma, el amor era una fantasía poética, o una aventurilla pecaminosa como tantas y tantas de sus compañeros que andaban siempre en enredos y líos. El amor como fantasía poética le parecía excelente para hacer versos. Como aventura pecaminosa y equívoca un drama tentador, cuyas peripecias anhelaba conocer y cuyo final trágico no le asustaba, porque él era listo, y no dejaría que la cosa llegara hasta las últimas escenas. Ya sabría poner término a la obra en el punto más oportuno y conveniente. Le repugnaba proceder de mala fe; aquello no cuadraba con sus buenos sentimientos, con el buen concepto en que le tenían padres, amigos y parientes; pero ello es que cuando en algún corrillo, en los corredores de la Escuela, oía de boca de los compañeros la narración de tantas galantes aventuras, algunas tales y tamañas que le espantaban, no pudiendo él contar ninguna en que apareciera de protagonista, ora en amores con alguna mujer casada, como Ernesto; ora en líos con alguna pecadora, como Pepe y Emilio, o en lances de seducciones y paternidades clandestinas, como Arturo y Jorge, se retiraba triste, le parecía que no era hombre, que sin esos devaneos y sin esas locuras, que locuras eran y muy grandes (él no lo negaba), no había personalidad viril que fuese posible, ni juventud ni vida. Nada de esto decía; pero era el tema constante de sus pensamientos, su manía, manía que le perseguía por todas partes: en la Escuela, en la casa, en el paseo, en Plateros, al ver una mujer bonita; en el teatro, con cualquiera fábula dramática; en la zarzuela, ante las desenvolturas de tiples y coristas, o al ver tanta gente que salía de verbena, y tantas pecadoras provocativas y hermosas.

Aquellos amores fueron al principio bobos: cartitas y saludos, cartitas que le parecían tontas y saludos que se le antojaban fórmulas de cortesía, que todos tenemos para el amigo, lo mismo que para el desconocido; para la mujer hermosa y elegante y para la fea y cursi; para aquellos que nos simpatizan lo mismo que para quienes nos son repulsivos y odiosos.

Aquellos amores no tardaron en hacerse íntimos. Obtuvo Julio la primera cita. ¡Qué de emociones! ¡Qué palpitarle el corazón, como si fuera a salírsele del pecho! La entrevista fué en el descanso de la escalera, y rápida, brevísima, a la hora en que, por frecuente descuido de la portera no ardían aún en el zaguán y en el pasillo las viejas lámparas brumosas y faltas de petróleo.

No eran fáciles aquellas entrevistas. La tía era viva y maliciosa, y el anciano no dejaba que su Inés, su gallarda Inés, le dejara a esa hora.

—¡Ven —le decía— siéntate a mi lado y léeme el periódico!

Había que obedecerle. En tanto Julio se desesperaba en la ventana, esperando la hora de la cita. Tanto, tanto se desesperaba, que una noche le dijo terminantemente:

—¡Esto no puede seguir así! No me agrada esta inquietud; me violenta, me exaspera…

—Si tú pudieras…

—¿Qué?

—Salir más tarde.

—¿A qué hora?

—A las once… a las doce!…

—Si mi tía guarda la llave…! ¡Noche a noche la pone bajo la almohada…!

—Pues… ¡cosa más fácil! ¡Tomarla de allí!

La idealidad imperó soberana en el muchacho. Aquellas entrevistas a la media noche, siempre temerosos y llenos de zozobra, tenían un encanto particular. Ella le abría su corazón. La confidencia era cada día más franca, y en cambio de la apasionada sinceridad de Inés, Julio exponía sus proyectos de futura felicidad, sus más hermosos sueños de dicha, allá en la modesta casa paterna, cerca de los buenos ancianos que no cesaban de rogar por él.

Llegó octubre. Julio pasó medianamente, y pocos días después partió para el remoto Estado en busca del apacible hogar, donde sus padres le esperaban con los brazos abiertos.

Regresó a mediados de diciembre. Pretextó no sé qué exigencias de matrícula y dejó a sus padres.

Inés le lloró al partir; lloráronle sus padres al despedirle; pero no volvió a pensar en ellos, ni en el hogar distante, luego que vió a la chica.

En la primera entrevista, después del regreso, qué de sueños azules, qué de ilusiones dichosas, qué de promesas para los años futuros y qué de juramentos apasionados. Una boda modesta; un juzgado en la villa natal; una casita muy sencilla y elegante; el cariño de los viejecitos… la familia… en fin, ¡la felicidad!

Inés correspondía a tanto amor con su inocencia y su desinterés. Ni santos anhelos, ni locas ambiciones, la desviaban de aquel afecto que la unía a Julio como la hiedra al roble. Mas, ¡ay!, pronto la mariposa cerúlea de la idealidad fué plegando sus alas, y en medio de los fantasmas vaporosos de aquel amor purísimo, apareciósele a Julio la imagen de Inés, opulenta de formas, soberbia de gentileza, pródiga y tentadora de hermosura. Aquellos amores le parecían a Julio inútiles, mezquinos; neciamente platónicos. ¡Cuán diversos de aquellos que eran como la indispensable novela de la vida de sus amigos y compañeros!

Cierto día, o mejor dicho, cierta noche, en el descanso de la escalera Julio se mostró violento y disgustado. Le inquietaba la conversación allí, en aquel sitio, y propuso a Inés que fuera a su pieza: allí estarían con más comodidad; allí no temerían la llegada de algún vecino trasnochador. El aposento era feo, húmedo, lóbrego; pero el amor todo lo embellece y alegra. Harían de cuenta que estaban ya en su casita. Y la doncella cedió a los ruegos de su amante, y, noche a noche, mientras doña Carmen dormía y el anciano reposaba, el humilde cuartucho de Julio era teatro de un idilio dulce y romántico. El joven respetuoso… ella confiada y amante al lado del futuro compañero de su vida.

Así pasaron meses y meses.

Julio no se presentó a examen sino hasta principios de año. Con trabajo logró pasar en Civil y en Romano, y voló al lado de sus padres. Pero no tardó en volver. Al llegar, a poco de llegar, supo la terrible noticia: Inés ya no vivía en aquella casa. Se habían mudado a otra, situada en un barrio: a una casita comprada con los ahorros del anciano, en la cual vivirían a sus anchas y en la cual podrían vigilar la finca sin necesidad de cobradores, que naturalmente exigían retribución por sus cuidados.

Allí buscó Julio a Inés.

La nueva casa fué fatal para el anciano, el cual, apenas instalado en ella, cayó en cama. Cuando Julio tuvo noticia de la enfermedad de don José, el honrado viejo estaba agonizante. Había testado en favor de su cuñada doña Carmen, y en pocos días una enfermedad pulmonar se le llevó a la tumba.

Todo varió. El cambio de domicilio y la muerte del padre de Inés, interrumpieron por varias semanas aquellos amores.

Tornaron las cartas, y al fin volvieron las citas, en el atrio de un templo, antes o después de misa, o en la casa de una amiga benévola.

Inés estaba triste y abatida.

Julio se manifestó muy apesarado por la muerte del anciano, y en una carta le decía a la joven:

«Hemos perdido a nuestro padre. Nunca tendremos lágrimas suficientes para llorarle. Yo tiemblo al pensar que el mejor día voy a padecer como tú. Yo participo ahora de tus dolores: cuando la muerte enlute mi hogar, ¿tendrás lágrimas para llorar conmigo?»

Este sentimiento no era profundo; pero sí muy sincero. Julio era bueno. Todo lo noble y levantado le era grato; pero le perdía una cierta vanidad, muy recóndita y disimulada en él. No le gustaba parecer bueno: creía que eso era impropio de su sexo, como señal de afeminación, como el rebajamiento de las energías y de la entereza de un hombre, y en charla con sus compañeros, más de una vez contó lances y percances mentidos en que él se hacía figurar como protagonista de más de una aventurilla amorosa, en las cuales él había hecho alarde de habilidad y experiencia. Necesitaba que sus amigos y compañeros supieran que no era él tan tímido y bondadoso como le suponían. Y lo que al principio fué historia inventada, se convirtió poco a poco en realidad. Pronto no fué para Inés el mancebo respetuoso y delicado, el idealista melancólico, el soñador lleno de pasión. Más de una vez se estremeció la muchacha al oír en boca de su amante frases atrevidas, juicios acerca de los demás, que delataban en el mozo ideas amplias en punto a moralidad y rectitud. Julio las emitía penosamente, le dejaban dolorido y rebajado ante sí mismo; pero fatalmente volvía a ellas hasta que fueron en él cosa común y corriente. Desde entonces mudó de carácter. Le tentó la cantina; dejóse arrastrar a malos sitios, y al volver de una parranda, a la hora en que se apagaba la luz eléctrica, débil, agotado, enfermo de alma y de cuerpo, bajo la excitación fatigante del alcohol, algo, en lo más íntimo de su ser, le decía: «Vas mal, vas por muy mal camino!… ¡Qué dirían tus padres!» Él, colérico contra el buen consejero que tan severamente le hablaba, se complacía, despechado, en recordar los pormenores de la juerga, y hacía esfuerzos para sentirse orgulloso de su nueva vida, muy pagado de su hombría juvenil, y fuerte y vigoroso para seguir adelante, en aquel camino por donde iban y transitaban tantos jóvenes y tantos compañeros.

Los libros dormían olvidados en un rincón. Escribía poco a sus padres, pretextando exigencias del estudio, y siempre aquellas cartas, breves, brevísimas, terminaban con peticiones de dinero. Siempre dinero… más dinero! «Con lo que le mandaban no podía vivir. Necesitaba ropa, calzado, libros, libros nuevos: el profesor había señalado otro texto que costaba muy caro…»

La chica arregló las cosas como pudo: se vistió, salió para la casa de sus amigas y en una esquina tomó el tranvía, hasta llegar al punto en que Julio la esperaba. ¿Adónde iban? Saltaron del carruaje como dos hermanos y siguieron a lo largo de la calzada, bajo los chopos cubiertos de hojas nuevas. Ella, tímida y asustada. Él, afable y placentero. Ocurrióle a Julio entrar en un panteón. Allí visitaron la capilla y se pasearon entre los sepulcros. Hallaban plácido y misterioso encanto en hablar de su amor en aquel recinto de la muerte, a la hora en que el sol caía, renovando en las cordilleras las pompas purpúreas de la aurora, cuando en árboles y vallados cantaban los pájaros, y las flores marchitas de los sepulcros despedían sus últimos aromas.

De pronto Inés se sintió sobrecogida de espanto. Pavor de muerte le heló la sangre.

—¡Vámonos, Julio, vámonos! —decía—: ¡Tengo miedo!

Estaban solos. Los sepultureros conversaban con unas mujeres a la entrada de la necrópolis. Nadie los veía…

—¡Vámonos, Julio… —repitió la doncella.

Julio, sonriente, la estrechó fuertemente entre sus brazos, y luego, tomando entre sus manos la cabeza de Inés, miróla fijamente, con mirada triste y melancólica al principio, y luego ardiente, aguda, penetrante como una hoja damasquina.

—¡No, no! —exclamó imperiosamente.

Y la besó en la boca. Un beso de fuego, prolongado, subyugador…

Inés se estremeció como una sensitiva, apartó dulcemente a su amante, y… apareció bañada en llanto.

Julio tuvo en aquel momento un instante de compasiva sensibilidad. No dijo una sola palabra, y abrazó a la joven que reclinó graciosamente su cabeza en el pecho del mozo.

Después de un rato de silencio, sólo turbado por las palpitaciones aceleradas del corazón de la doncella, Julio dijo en tono cariñoso:

—¡No llores, Inesilla! ¡Me haces mucho mal! ¡No llores!

¡Y con un par de besos secó los ojos de la pobre muchacha!

El sol se había puesto, dejando en el horizonte una gran faja de rojizas nubes.

Vibradora y piante cruzaba sobre el cementerio y sobre la enamorada pareja, una bandada de gorriones, rumbo a lejanas eras.

En la aguja dorada de la capilla encendía el sol occiduo un dardo incandescente.

—Mira… —dijo Inés más tranquila— ¡cuántos pájaros!

Y agregó riendo:

—Vámonos… ¡tengo miedo!

Inés llegó a su casa ya muy tarde. Doña Carmen la esperaba impaciente e inquieta. La joven se disculpó de su tardanza, diciendo que sus amigas la habían detenido; que no volvió sola, pues Claudia, la vieja criada de las López, la había traído. Julio la dejó en la calle próxima, y antes de decirle adiós le dió una cita para el próximo domingo. Volverían al panteón y pasarían alegremente la tarde. El sitio, aunque triste, era hermoso, y si ella no quería entrar otra vez en el fúnebre recinto, se irían a campo traviesa o a lo largo de la calzada.

Inés ofreció acudir a la cita con toda puntualidad; pero antes, para que él no la esperara en vano, si ella no podía ir, en una cartita, en la del sábado, se lo avisaría. Como siempre: a las cinco de la tarde le buscaría la criada en la cantina más cercana.

Esta criada era la confidente de los amores de Inés; pero ni a ella, mereciéndole, como le merecía, tanta confianza, le comunicó la escapatoria de aquella tarde.

Inés tenía resuelto no acudir a la cita. Algo en el fondo de su conciencia le reprochaba lo que había hecho.

—No; —se dijo la doncella— no iré! Julio es muy bueno; pero cualquiera podría verme y no tardaría en venir con el chisme. No, que me escriba; que hable conmigo a la salida de misa, en el jardín del Seminario, donde al paso, sin que nadie lo advierta, él me da su carta todos los domingos y yo recibo la suya.

No fué.

Esa noche despertó varias veces muy apenada. Tuvo pesadillas. Soñó con la calzada, con tranvías que iban y venían, con ciclistas que pasaban cerca de ella rápidos como un relámpago; con un grupo de ebrios que, al encontrarse con ellos, se rieron y dijeron algo que disgustó a Julio, y que ella no entendió. Algo malo, sin duda.

Volvió a dormirse y volvió la pesadilla. Inés soñó que estaba sola en el panteón; que vagaba perdida entre, los sepulcros; que se abrían de par en par las puertas de la capilla, y que las figuras todas de los cuadros con que están decorados los muros del templo, salían una por una, pálidas, demacradas, exangües, cadavéricas, arrastrando larguísimos sudarios. El cementerio estaba obscuro, y las vidrieras de colores de los ojivas centelleaban con luces rojas, azules y violadas. Los espectros llevaban a su amante, e iban en busca de ella… Acongojada, ahogándose, como si pesara sobre su pecho la losa de una tumba, despertó Inés. Tuvo miedo, mucho miedo, y encendió la bujía. Ahí cerca, en el tocador, en una copa, estaba la rosa que había traído, una rosa pálida, muy olorosa y reanimada, cortada por su amante en el sepulcro de un judío, sepulcro extraño, con inscripciones incomprensibles en hebreo, al decir de Julio—, y en el cual no se alzaba enhiesta y protectora la cruz de Jesucristo.

—No iré —repitió Inés—, no iré!

Y aspirando el aroma de la cercana flor se quedó dormida.

Fueron y vinieron cartas, pero ella no concurrió a las citas del mozo. Éste, muy disgustado, le escribió diciéndole mil cosas. La acusó de infidelidad. «Él era pobre y por eso le despreciaba. ¡Así pagan las mujeres a quien bien las quiere! —decía—. ¡Así malogran ilusiones y disipan esperanzas!»

El mancebo terminaba su carta con frases sombrías y amenazadoras… Si ella no le quería, si le olvidaba, si no concurría a la cita, se volaría la tapa de los sesos!

La pobre niña leyó aquella carta y se echó a llorar.

Concurrió a la cita, y no sólo a esa, sino a otras muchas. Pretextaba ir de visita a casa de las López (que al fin no venían nunca a casa las tales amigas ni hablaban nunca con doña Carmen) y de medio día en adelante acudía a la entrevista, y luego Julio la dejaba en la Colonia de Guerrero. Otras veces, a las tres de la tarde, la esperaba el mancebo en la Indianilla, y poco a poco, muy de bracero, llegaban al panteón.

—¡Son hermanos! —exclamaban algunos al encontrarlos.

¡Qué grata que llegaba hasta allí la música del hipódromo, a la cual se mezclaba el silbido agudo de la locomotora, y a veces, traído por el viento, el vocerío de los que llenaban la Plaza de Toros.

Esa tarde Inés estaba triste.

—¿Qué tienes? —le decía Julio.

—Nada.

—¡Nada! ¿Y estás llorando?

Inés no hablaba. Apenas atendía a la conversación de su amante, cuyos besos le parecían fríos, y cuyos brazos rechazaba como si fueran a ahogarla.

—¿Qué tienes? —suplicó el mozo.

—¡Nada!

Montó en cólera Julio, impacientado por el silencio de la joven, y díjole tales cosas, que la pobre muchacha rompió a llorar, y entre sollozos y lágrimas exclamó dolorida:

—¡Pues lo diré!

Era hora de salir. Iban a cerrar el panteón. El tranvía había pasado ya, y era preciso irse.

En el camino, en momentos en que los concurrentes a las carreras se alejaban alegremente y suntuosos carruajes desfilaban hacia la gran ciudad, donde por todas partes encendía sus estrellas la luz eléctrica, Inés, reclinada en un árbol, y como temerosa de su vida, confesó…

¡A qué decirlo! Lo que la esposa confiesa sonriendo; lo que en el hogar bendecido por Dios es un fulgor de aurora, y que para Inés era llanto, angustia, obscuridad de noche tempestuosa, duelo y aflicción.

—¿De veras? —exclamó Julio con noble orgullo—. ¿De veras? —repitió con un arranque de alegría.

Pero de pronto, tomando el brazo de la joven e impulsándola hacia adelante murmuró:

—Ya pensaré lo que debemos hacer.

Y echó a andar del lado de la joven, abatido, cabizbajo, mudo…

Llegó el tranvía, montaron en él y tomaron asiento cerca de la entrada, uno al lado del otro. Julio encendió un cigarrillo. En el otro extremo del coche venía una joven rubia, vestida elegantemente, y cerca de ella el esposo, un muchacho apuesto, gallardo, de carácter alegre. Enfrente una niñera, una muchacha guapa, vestida a la europea, que traía del regazo un niño blondo como un haz de trigo, que dormía serena y dulcemente. ¡Con qué envidia contempló Inés el simpático grupo! ¡Con qué tristeza le miraba Julio, a cada instante más sombrío!

Despertóse el nene, y despertó llorando. Tomóle la madre, le llenó de besos, y, meciéndole, le acalló poco a poco.

—¡Duerme, ángel mío… duerme! ¡Pobrecito! ¡Tu cuna te espera!

Inés se inclinó hacia su amante y en voz muy baja le dijo:

—¡Julio! ¡Julio!

El pensativo mozo se volvió sobresaltado:

—¿Qué quieres?

—¡Mira…! —Y con una señal le mostró a la joven madre, que, con el mayor cuidado, abrigaba al rorro.

—¡Bonita mujer! —respondióle Julio. Y tornó a su meditación interrumpida, a su abatimiento invencible y a su principiado cigarrillo.

Frío de muerte, que le llegaba hasta los huesos sintió la joven. Suspiró profundamente, y dos lágrimas, que brillaban como dos diamantes, rodaron por sus mejillas.

Al separarse, díjole el mancebo:

—Ahora, hasta dentro de quince días!… Me examinaré el día quince. Al domingo siguiente nos veremos. ¡Es preciso estudiar!… El Jurado está bravo… El maestro no me puede ver… me odia! Cuídate y no dejes de escribirme. Yo tal vez no pueda ponerte ni dos renglones… Estaré muy ocupado… ¡adiós!

Retiróse Julio a su cuartucho, preocupado y calenturiento. Tiróse en el lecho y dióse a meditar en el problema aquel de tan difícil solución, y que de pronto, cuando menos se le esperaba, aparecía terrífico. ¡Qué de ideas y sentimientos tan diversos se agitaban en el alma del mozo! La primera impresión había sido grata, gratísima, hasta le había arrancado un grito de júbilo. Pero después… después… ¡ay! ¡cuántos temores! ¡cuántos recelos, cuantos remordimientos!…

Aquel corazón extraviado por el mal ejemplo, embriagado con el vino de las pasiones juveniles, tan caluroso y tan incitante, entraba repentinamente por el sendero recto, tornaba a la razón. Su conducta le parecía a Julio indigna de un caballero, de un hombre bien nacido; pero ya no era tiempo de entregarse a esas meditaciones. Lo hecho hecho estaba, y no había remedio. El deber aconsejaba salvar el buen nombre de Inés… ¿Cómo? Era muy sencillo… ¡Casarse! ¡Pero y con qué! Estudiante de segundo año, no contaba con más recursos que la exigua pensión que mensualmente recibía de sus padres, pensión que a veces llegaba tarde y no siempre completa. El primer año no faltó nunca, ni el segundo; pero en éste venía, a veces, incompleta, lo cual decía bien claro, las dificultades pecuniarias de sus padres. Bien sabía Julio los apuros de su familia. Más de una vez le habían escrito que fuera económico; que procurara reducir sus gastos porque el Gobierno había retirado la pensión; que si las cosas seguían así, si los negocios no mejoraban, tendría que volverse a su Estado, y allí entrar en una oficina para ganar algo y esperar que los tiempos fuesen más prósperos. «¡Qué carrera ni qué abogacía! —escribía la madre—. Ya estamos viejos. Tu padre cada día decae más; yo de todo me canso. Mejor será que vuelvas al lado nuestro. Yo quiero verte, hablarte, tenerte cerca de mí, en la mesa, en todas partes; saber que descansas en la pieza contigua a la nuestra…» Y la santa mujer terminaba dando a su hijo media docena de buenos consejos, que enternecían al muchacho, pero de los cuales ninguno era seguido.

Meditaba Julio en su vida pasada y la comparaba con su vida actual. Él había llegado con el corazón sano, sin que en él hubiera nada malo, y ahora le sentía podrido, enfermo. Había huido para siempre de su alma aquella dulce y benéfica tranquilidad generadora de plácido sueño; su alma, antes como lago limpidísimo, le parecía ahora hedionda charca, en la cual hozaban todas las malas pasiones y todos los vicios como cerdos perezosos e inmundos.

¡Quién pudiera volver a aquellos días felices, a los placeres inocentes de los primeros años juveniles, a los amigos de la tierra nativa, a la vida sencilla del hogar! Aquella vida brillante y tentadora, con la cual soñaba al llegar a la ciudad, ¿qué había sido? ¡Mísera existencia de estudiante, llena de privaciones y de amarguras! Al principio fastidiosa y monótona, después traída y llevada por malos sitios; la tertulia en la cantina; la orgía ridícula en la tienda próxima; la crápula diaria, el trasnoche seguido; el beso y la caricia de la meretriz callejera; en fin, fango y miseria! Y ahora, ¿qué haría? ¿Huir? ¿Escaparse a su Estado y decir a sus padres que estaba enfermo y permanecer allí, en el rancho de su tío, meses y meses? Él quería a Inés, ¡pobre muchacha! pero una boda era imposible. El todavía, por poco que valiera, podía ordenar su vida, estudiar, doblar el curso, cosa muy hacedera, y recibirse, y luego… Luego se establecería, y entonces vendría, arreglaría todo y se casaría. Una idea le asaltaba, una idea, cruel, injusta, pero que era preciso tener en cuenta: ¿era la conducta de Inés, garantía suficiente para lo futuro? ¡No! ¡Él lo vería! Si la muchacha se conducía bien, él sabría cumplir con sus deberes. Así correspondía a un caballero.

Pero había algo más inmediato en qué pensar. ¿Qué haría? ¿Obligaría a Inés a dejar a su tía y a huir con él? Esto le repugnaba. Si llevaba las cosas por ese camino no sería fácil evitar un escándalo… ¿Y qué vida se le esperaba? Una vida de miseria y de hambre, cuyas consecuencias eran horrorosas y patentes. Él trabajaría, buscaría un empleo; pero él, ¿qué sabía hacer? ¡Nada! ¿Para qué servía? ¡Para nada!

Aquella fué una noche de horroroso insomnio. Maldijo el día en que conoció a Inés, y al recordar uno por uno los pormenores de aquella historia amorosa, sintió asco de sí mismo. ¡Cuán odiosas le parecieron aquellas citas, aquellas cartas, aquellas entrevistas en el panteón y en aquel cuarto de hotel, frío, inmundo, donde había caído, rendida por el amor y la palabra halagadora, la virtud sin mancha de la pobre doncella! Si doña Carmen llegaba a saber lo que pasaba, acaso abandonaría a Inés. De ios pocos bienes de su padre nada era suyo. La tía era la heredera; de modo que para la infeliz muchacha no había más porvenir que la miseria. Doña Carmen la despediría. Ocurrióle ir, hablar con la señora, y leal y noblemente descubrirle todo. Que le esperaran; él concluiría la carrera, trabajaría, y todos vivirían felices! Esto era lo cuerdo, lo racional. Si doña Carmen no aceptaba esto, ella respondería de todo, y él habría cumplido con su deber.

¿Y sus padres, qué dirían? ¡Qué pesar tan horrendo para ellos! No; habría que ocultarles aquella desgracia. No debían saber nada. En fin, se dijo para concluir, vencido por el sueño y cuando se oía, a par que la voz de las campanas que llamaban a misa en el templo cercano, la diana del cuartel vecino. ¡Las cosas difíciles se resuelven por sí solas!

Un día y otro pasaron… Inés escribía a diario. Exigía en todas sus cartas una resolución de Julio.

Volaba el tiempo: ya él se habría examinado, podía ir a ver a sus padres, hablar con ellos, volver y arreglar todo. «Me llevas con ellos; seré buena hija; los cuidaré, los amaré como tú, más que tú, y allí, aunque no te vea yo más que cada año, allí te esperaré. No creas, agregaba Inés como en un arranque de orgullo, que pido esto por mí… ¡Ya sabes por quién lo deseo!»

Julio se apartó de sus amigos. A ninguno quiso confiar lo que le pasaba, y huía de sus compañeros. Pasó el período de exámenes y no puso un pie en la Escuela.

Las cartas de Inés eran cada día más exigentes. En ellas rogó, suplicó, y cuando lágrimas y ruegos no bastaron, y Julio rehusó a la joven una y otra entrevista, para lo cual agotó todas los pretextos, la joven vino amenazante.

«Eres un villano, un mal caballero! Desgraciada de mí que dí oídos a tu amor. No supe con quién trataba. ¡Si te hubiera conocido!… ¡Me asombra tu cobardía!»

En obsequio de la verdad, Julio no procedía con premeditación. El problema le preocupaba, pero no encontraba la solución conveniente, y dejaba correr el tiempo. A veces para divagar sus pensamientos se iba al teatro o a la cantina. Volvía ebrio y dormía hasta las diez de la mañana.

«¿Qué haces, en qué piensas? ¿No tienes sangre en las venas? —escribía Inés—. Esa conducta tuya abre entre nosotros un abismo y hace imposible toda felicidad». «Espera» —contestó Julio.

Inés se cansó de esperar, y una tarde recibió el mancebo un papel tan duro y terminante, que el estudiante montó en cólera.

«Si hoy no resuelves, mañana lo sabrá todo mi tía. Pero no diré tu nombre. Quiero hacerte el favor de evitarte molestias».

Julio, irritado, no contestó.

Inés no volvió a escribir.

Así pasaron tres semanas.

El mozo pasó una tarde por la casa y la encontró vacía. En los balcones había papeles que decían: «Se alquila».

Entró, preguntó a los porteros por la familia, y no le dieron noticia exacta de doña Carmen ni de Inés.

«Dicen que se fueron para… no sé qué parte! Nosotros somos nuevos aquí… El nuevo dueño es un señor que vive allá por la Rinconada… en el 7».

Fueron inútiles todas las investigaciones de Julio. Pero, ¡ah!, las López sabrían de Inés. Fué a Guerrero, y aquella casa también estaba vacía. Ni quién supiera de ellas.

Julio se examinó en enero y corrió al lado de sus padres. Necesitaba amor, cariño, consuelo; la atmósfera límpida y saludable del hogar paterno, la luz de las virtudes de sus padres. Allí se enfermó. Ese año no volvió a México. Sano de cuerpo, pero muy enfermo del alma y de la conciencia, pasó allí seis meses. Regresó y se instaló nuevamente en su cuartito, tan lleno para él de recuerdos dolorosos. ¿Qué sería de Inés? ¿Qué de su lujo? Hizo más y más activas investigaciones. Si daba con Inés procuraría hablarle; de rodillas le pedirla perdón; escribiría a su padre, que era tan bueno, y todo quedaría arreglado: se casarían, y con esa honrada resolución vivía, pensando siempre en el fruto de aquellos tristes amores.

Todo fué en vano. Encontróse cierta vez a la criada, y le preguntó por sus amas. Nada sabía. Doña Carmen la despidió una noche y ella no volvió a verlas.

Concluía el año. Julio acababa de examinarse y se disponía a hacer la maleta para irse a ver a sus padres. El buen anciano estaba enfermo, y le llamaba con insistencia. Debía salir al día siguiente, y volvía de hacer algunas compras.

Al entrar, el portero le entregó una carta. ¡Era de Inesilla! ¿De dónde venía aquella carta? La había dejado en la portería un hombre desconocido, un charro, al parecer un ranchero…

Con ansia febril abrió Julio la carta. Entre dos cartones, atados con una cinta azul, venía un retrato, el retrato de un nene muy gracioso. En el reverso de la fotografía Inés había escrito:


«Tu hijo.
Se llama como tú».
 

¡Qué niño tan lindo! ¡Qué ojitos tan hermosos! ¡Los ojos de la madre! En aquella carita risueña descubrió Julio, desde luego, algo del rostro de su padre, del buen anciano que no sabía que era abuelo, que no lo sabría nunca, y que enfermo, achacoso, próximo a bajar al sepulcro suspiraba por el regreso de su hijo.

El retrato era malo, como hecho en un pueblo, por algún aficionado o por un fotógrafo trashumante… ¡Pero el nene era tan hermoso!

Julio regresó en febrero. Al otro día de su llegada tomó el retrato, se fué al Cinco de Mayo, y mandó hacer una amplificación. Aunque la fotografía era deficiente, el talento del dibujante supo mejorar el retrato, y ahí está, en el cuarto del mancebo, en un marco dorado, arriba de la humilde mesa, llenando de alegría a cuantos le miran, y haciendo soñar con delicias domésticas y gracias infantiles, a cuantos contemplan aquella boquita risueña, aquellos ojitos vivarachos y aquellas manecitas hoyosas.

¿Y doña Carmen e Inés?

¡Sábelo Dios!

Cuando algún amigo, de los pocos que tiene, le pregunta a Julio:

—¿Y quién es este nene?

Julio responde:

—¡Un sobrinito!

Y dice para sí, tristemente y con los ojos preñados de lágrimas, quedo, muy quedo, como si temiera oír la voz de su conciencia:

—¡Un remordimiento!

Mi semana santa

A Joaquín Rodríguez

I

Si hermosas e imponentes son las ceremonias del culto católico en las grandes basílicas y en las suntuosas catedrales, no lo son menos en el humilde templo de una aldea escondida en los bosques como un nido de perdices entre los zarzales.

Siempre he gustado de visitar esos templos que la piedad sencilla y la fe ardiente de los campesinos y de los pobres levantan a la vera de los caminos. A la sombra de esos campanarios poblados de palomas, descansa el caminante; en el recinto de esos santuarios hay para el peregrino de la tierra voces misteriosas que le consuelan y le hablan de un mundo mejor; parece que allí ajena a las agitaciones del mundo, el alma vislumbra las claridades de esa región donde el dolor acaba, donde se aquietan las pasiones, donde le esperan seres amados, los primeros compañeros del viaje de la vida.

¿Por qué no buscar en el campo, lejos del bullicio de la ciudad, en la región montañosa, benéfico descanso durante los días que la Iglesia consagra a la conmemoración de la pasión y muerte de Jesucristo?

En esta vez, como en otras, resolvimos dejar por algunos días la buena ciudad de Pluviosilla, más devota que nunca al fin de la Cuaresma, e ir a gozar, en compañía de muy buenos amigos, de una hospitalidad verdaderamente castellana, en una hacienda situada en la Sierra de Zongolica; ir en busca de paisajes y de colores, de cuadros rústicos y de piadosas emociones. De mañanita, a los rayos de una aurora nacarada que anunciaba caluroso día, salimos de la túrrida ciudad, camino de las tierras calientes.

Nos hacían compañía dos amigos de carácter festivo, de inagotable verba, tan entusiastas como nosotros para estas excursiones campestres, que a cambio del cansancio y del molimiento de huesos, dan vigor al cuerpo y oxígeno a la sangre.

Caballeros en sendas mulas iban mis compañeros, y, como era del caso, bien provistos para el almuerzo. El uno, mancebo de veintitrés años, alto, descuajaringado, ayer un niño bullicioso y salador, como cierto monaguillo malicioso y charlatán que alegra con sus diabluras las páginas de la «Calandria», y ahora más afecto a la liturgia católica que a las labores del comerciante, más dado al misal y al breviario que al libro de caja y con incipiente vocación al sacerdocio. ¡Dios se la dé firme y verdadera, no como la de aquel protagonista de la incomparable novela de D. Juan Valera! Se perece por un incensario; se muere por una sobrepelliz, y al juicio de mis benévolos lectores dejo el estimar los entusiasmos de mi amigo en aquel viaje, teniendo, como la tenía, una semana santa en perspectiva, ocho días de solemnes ritos, en los cuales sus servicios de acólito iban a ser necesitados.

El otro, de exigua estatura, de madrileña barba, de ojillos entre adormidos y parlero, de frase chispeante e incisiva, en él delatora de andaluza sangre, muy abrumado con el sombrero de anchas alas, hacía curioso «pendant» al futuro misionero apostólico. Mientras éste hablaba de las graves ceremonias de los días santos, el otro se mostraba profano en demasía, tarareando zarzuelas, declamando versos del Hamlet, como si coreara con melodías teatrales las salmodias de nuestro compañero.

Allí íbamos los tres: un poeta dramático, un novelista y un candidato a la negra sotana; cada uno con su manía, como don Quijote en Sierra Morena, admirando al rubicundo Febo y al saltador y alegre jilguerillo, cuando la vega de Tuxpango desplegaba ante nosotros sus maravillas tropicales, sus montañas, sus cascadas, sus cuestas penosas, sus cañaverales pintorescos, su espléndido río, que a las primeras luces matinales brillaba como una serpiente de platino. Atrás quedaba Pluviosilla con sus campanarios y sus fábricas, desperezándose a la falda de sus cerros, corriendo a misa a Santa Marta y aprestándose a celebrar devota y recogidamente las fiestas de Pascua.

Saboreando ricos cigarros de Tuxtla, con que la bondad de todo un traductor de Shakespeare acertó a obsequiarnos, bajamos la cuesta de Tuxpango, sitio memorable para algunos miembros de la Prensa Asociada, que más habituados a las lides periodísticas que a ecuestres hazañas, demostraron allí, no ha muchos años, que sus bríos y su letra menuda no eran bastante a sostenerlos en un bucéfalo pacífico y modorro.

La vega nos recibía con sus mil rumores, con sus embriagantes aromas primaverales, con un calorcillo estival, que por fortuna nuestra se convirtió dos horas después, al tramontar las cumbres de Tlazololapan, en tenue bruma, grata y benéfica.

¡Hermoso valle! ¡Rica heredad! Soberbio cuadro el de aquellos campos de caña de azúcar y de aquellos extensos cafetales ya florecientes, a los que servía de fondo la cordillera, sobre la cual, nota alegre de aquella sinfonía agreste, se destacaba el caserío con sus grandes edificios, su templo, sus ganados, su puente colgante y sus humeantes chimeneas! Gorjeaban los mirlos, gritaba el concilio, parloteaban aves sin nombre, y allá, a lo lejos, cruzaban los pepes lanzando desapacible grito, grito bravío, huraño y montaraz.

En el hermoso puente de los Micos a la vista de un magnífico panorama, ensordecidos por el estruendo de las aguas de Río Blanco, que espumantes y arrebatadas se precipitan allí para juntarse con las del Metlac, nos desayunamos alegremente y dimos fin en poco tiempo a una botella de cierto vinillo de Chiclana, cuyas excelencias recomendamos sin reserva a todos los afectos a lo bueno. Al decir de nuestro compañero, no el futuro misionero para quien todos los vinos son iguales, sino al decir de nuestro amigo el chispeante voceador de versos ingleses y eterno narrador de chascarrillos, el tal vinillo era mejor que aquellos de que habla el comensal de Mecenas:


«Tu heredero, más digno, de su copa
Verterá sobre el suelo el vino raro
Que guardas con candados, y que envidian
Las pontificias cenas».[2]
 

Consumidos, y no sin ardiente y regocijada disputa, los últimos restos del famoso vinillo de Chiclana, nuestro donoso poeta dió término al desayuno con un buen par de naranjas de la tierra, y a tiempo que el sol se velaba en densas nubes y aparecían envueltas en movibles gasas las altas montañas que debíamos trepar, y menudísima lluvia alegraba árboles y hierbas, montamos a caballo y emprendimos la marcha rumbo al rancho del Fresnal, donde acaso nos esperaban ya.

Pocos lugares conozco más bellos que ese del Fresnal, situado en una vertiente quebrada en plano y en medio de las más ricas galas de la vegetación tropical. ¡Incomparable vista la que se disfruta desde allí en los días despejados! Al frente el cerro de Chicahuaxtla, cubierto de árboles, con sus rincones de Barrientos y de Cuapichapa, sombríos cafetales, piojales productivos, platanares extensos, y mil cabañas que parecen colgadas de las rocas calizas. Hacia acá, las florestas y sementeras de Zapoapan, verdes dehesas donde pacen numerosas toradas, y las rancherías con sus techos pajizos, de los cuales se levantaba, lento y azulado, el humo de las hogueras matinales.

A la izquierda, la fecunda vega de Tuxpango, cruzada por el Río Blanco —Albano, como clásicamente acertó a llamarle inspirado poeta, en quien el amor al estro antiguo no extinguía el amor a la musa moderna—, cañales de gayo color, bosques vigorosos, aguas rumorosas, y allá, detrás de la frondosa alameda, la alta chimenea de la fábrica, que en aquellos momentos anunciaba con agudo silbido, que era tiempo de suspender el trabajo.

A la derecha, la Hacienda de Zapoapita; los plantíos del Fortín; los campos de las Animas, a los cuales presta alegría, con su aspecto europeo, gracioso chalet; la barranca de Metlac, sobre la cual flota al nacer el día blanco velo de bruma; los puentes y túneles del Ferrocarril Mexicano; los pastos de Monte Blanco; las cordilleras de Huatusco, que, en abra inmensa, dejan ver entre las claridades de un horizonte de límpida atmósfera, y en las vaguedades de luminosa lejanía, la mole irregular del Cofre de Perote.

Pero nada de esto vimos nosotros esa mañana. El norte lo envolvía todo con sus nublazones, y así nos conformamos con gozar de la vista del puente de los Micos, que apoyándose en dos rocas gigantescas parece que enarca el lomo para dar paso al impetuoso río que, todo iris y espumas, todo borbotones y estruendo, como ansioso de juntarse con el Metlac, se precipita voceando bajo un arco colosal, verdadero arco de triunfo, que durante siglos entretejieron para honrarle altas ceibas, bejucos frondosos, convólvulos muelles, orquídeas de embriagante aroma, bromelias sanguinosas y álamos susurrantes de pulidas brancas y ligero follaje.

Nos esperaba en el rancho un joven agricultor, flor de los ganaderos de aquellos contornos, que debía hacernos compañía. Después de aceptar, más para dar calor al cuerpo que por afición a los alcoholes, una copa de exquisito tequila, y no sin aguardar a que nuestro acompañante cambiara de caballería, muy envueltos en mangas de bule que nos protegían del chipichipi, seguimos adelante. El poeta mustio y silencioso; el futuro misionero salmodiando «in mente», jeremíacos trenos y nosotros, departiendo con el nuevo compañero, que sólo cesaba de referirnos lances de caza y campesinas aventuras, para cuidar de su tordillo, noble y hermoso animal, mimado por nuestro amigo como una esposa en los primeros meses de la luna de miel. Cruzábamos espléndida floresta, dehesas y bosques, que si son herniosos cuando los abrasa el ardiente sol de aquellos cielos, presentan singular belleza cuando, como en aquella mañana, viene a refrescarlos menudísima lluvia.

No tardamos en dejar la llanura, y pronto principiamos a subir la cuesta del Mexicano. A las primeras vueltas perdimos de vista los campos de Tuxpango, que iban quedando velados por la bruma; y ésta, más y más espesa a proporción que nos acercábamos a la cima, envolvía en tules, en blondas, en vaporosos velos, los encinos y los itzcuahuites, las palmeras chamuscadas, que, como espectros, se alzan en las rozas, las heliconias risueñas que inclinaban hacia el estrecho camino sus resonantes hojas, los platanares protectores de nuevos cafetos, en cuyas ramas, dulce promesa de cuantiosos rendimientos para el año venidero, despuntaba ya, en leves copos, nívea floración.

Por aquella cuesta trabajosa bajaban los indígenas camino de las llanuras, serenos, indiferentes a la lluvia y a los peñascales, y menos huraños de lo que esperábamos, se hacían a un lado, entre las acahualeras, para dejarnos libre el paso, y saludarnos en su lengua, en el idioma de Cuauhtémoc, con una frase reverencial que nunca llegan a decir completa.

Estupendo debe ser el panorama que desde allí se divisa a las primeras luces de sereno y hermoso día; pero, a decir lo cierto, dejándonos de fantasías y descripciones, en aquellos momentos sólo alcanzábamos a ver a las plantas que limitaban el camino por ambos lados, el suelo fangoso y las rocas resbaladizas por donde trepaban nuestras caballerías.

Caminábamos a través de la niebla.

Aquello era como si fuéramos escalando nubes. El silencio de los viajeros decía bien claro que estaban acometidos de invernal tristeza. De tiempo en tiempo, de los repliegues del monte, de las ocultas y hojosas hondonadas, alegres, agudos, vibrantes, subían los trinos del clarín montaraz, que, sin duda, al borde del nuevo nido nupcial requebraba de amores a su desdeñosa compañera.

Por fin llegamos a la deseada cima del Tlazololapan. De un lado barrancas profundísimas, cultivadas vertientes, peñascales bravíos; del otro, la montaña alta, boscosa, que parecía crecer a nuestra vista.

Allí salimos de la bruma, nos quitamos las mangas de hule, volvió a nuestras almas la alegría, y los rayos libios de un sol benéfico bañaron en áureos resplandores las arboledas húmedas y las hierbas aljofaradas.

Descubrimos la casa de la finca en lo alto de una estribación. Pardo y triste edificio, reconstruido hace pocos años, pero que acusa todavía vetustez colonial, y que más parece morada de cartujos que habitación de labradores. Allí cantaban los gallos, cacareaban las gallinas, ladraban los perros, y de las arboledas que rodean la finca nos traía el grato viento meridiano mil aromas de flores desconocidas. Por momentos esperábamos oír el tañido solemne de la campana claustral. Veíamos el corredor, el terrado, los techos ennegrecidos, la capilla ancha, baja, sombría, conjunto semejante en un todo, salvo en lo exuberante de la vegetación, aquí rica y sonriente, allá pobre y descolorida, al monasterio de la Rábida que hospedó al Genovés.

Para que la ilusión fuese completa, y nos creyéramos, ya que no en Huelva, sí a las puertas de la Trapa, sólo faltaba un detalle que hubiera completado a maravilla el cuadro que teníamos delante: un monje pensativo, mudo como estatua, la vista en tierra y la mente en las cosas del cielo, que con la azada al hombro y la capucha calada, cruzara el tortuoso sendero y se perdiera en la espesura.

De cuantos íbamos allí, ni nosotros, ni el traductor de Shakespeare, ni el que tan orgulloso se mostraba de su buen tordillo, teníamos nada de Colones, ni jamás descubriremos un nuevo mundo. Acaso esta suerte está reservada a nuestro compañero, el de la incipiente vocación religiosa, el que salmodiaba «in mente» las quejas de Jeremías.

Acaso le esté reservado descubrir en África, o en las islas del Mar del Sud, nuevas tierras, pueblos desconocidos, donde plante la Cruz de Jesucristo; millares de idólatras que por su mano serán bautizados, y salvados por su apostólico celo, de la esclavitud del pecado y de las cadenas de Satanás. Acaso, en tierras que la Geografía no conoce aún, sucumba en el martirio y vuele al cielo, llevando rica cosecha de almas; acaso llegaremos a verle declarado Apóstol de esas futuras cristiandades.

En aquel punto debíamos encontrar un amigo cariñoso y afable que nos prometiera venir a nuestro encuentro, de modo que desde allí principiaron los gritos para anunciarle nuestra llegada. Pero en vano; nadie respondía a la estentórea voz del futuro jesuíta, que, falto de espuelas, muy estiradas las piernas, taloneando sin cesar, azuzaba su mula para correr a reunirse con quien, de seguro, estaría esperándonos por allí desde las nueve de la mañana.

No quisimos detenernos en Tlazololapan, ni siquiera a echar un trago que nos diera fuerzas para bajar hasta el fondo de la barranca. Seguimos adelante por un camino pedregoso, tan sensiblemente inclinado, que más de una vez temimos dar en tierra con nuestros cuerpos y salir por las orejas de nuestros caballos.

Gritábamos con toda la fuerza de nuestros pulmones, llamando al obsequioso y cortés amigo, que por allí estaría en espera nuestra. ¡Qué hermosamente repetían los ecos nuestras voces! ¡Qué sonoro voceo el de aquellas montañas, como el de irritada multitud popular!

Algunas veces, en respuesta a nuestros gritos, contestaban los indígenas y rústicos que labraban las heredades en las cercanas vertientes, con un silbido burlón, o con ese aullido particular, agudo y prolongado, propio de montañeses o gente llanera, que necesitan hacerse oír de quien está a larga distancia. Se creería que imita al chillido de los pepes, pájaros de las regiones cálidas que saben descubrir desde muy lejos al transeunte, aun al través de espeso bosque, y parecen anunciar a los moradores de la selva que un extraño anda por aquellos caminos.

Penoso por extremo era el que nosotros bajábamos, el más duro y cruel de cuantos recorrimos ese día. Se desliza como serpiente por una desviación de la montaña, y termina en el fondo de una barranca, en una rambla arenosa que aún conserva huellas del último ciclón. Rocas gigantescas y árboles altísimos declaran que las aguas bajaron por allí con ímpetu tremendo, renovando los horrores del Diluvio.

Entregados a la consideración de aquellos estragos bajábamos hacia la cañada, resignados a la suerte que tan malos pasos nos guardaba, cuando el esperado amigo, un mancebo «charredor» y afable nos salió al encuentro.

Después de los saludos cariñosos, empezamos a tejer entretenida plática, a la cual dieron trama y urdimbre frescas noticias de Pluviosilla, juveniles recuerdos, incidentes del viaje, bromas ligeras y chispeantes, rabietas del futuro guerreador de las huestes de Loyola, el desdén olímpico con que nuestro compañero el poeta —decidor andaluz algunas veces y en todas ocasiones ingenioso— decía que miraba aquellas cuestas penosísimas, que en nada le arredraban, pues había recorrido por largos días y en pésimas cabalgaduras, los más atroces y espantables desfiladeros de ambos mundos —no sé si en los Andes o por las ásperas cumbres del Simplón—, y también ¡ay! con dulce tristeza memorias de seres queridos que ahora gozan de la celeste patria.

En el fondo de la barranca, bajo la copa de un árbol soberbio, hicimos alto para refrescar con un trago de aguardiente y un sorbo de agua turbia, pedidos a los moradores de cercana choza, que no quedaba ni una gota del célebre y reputado vinillo chiclanero —procedente de ciertos almacenes de Orizaba—, y en vano requerimos la damajuana para que cumpliera en nosotros una obra de misericordia.

¡Adelante con la cruz! ¡Adelante con nuestros míseros cuerpos, con nuestra humanidad maltrecha! En Tlanepaquila nos aguardaban para comer, y dados aquellos caminos, no recorreríamos en dos horas la distancia que nos separaba de la finca.

Quien guste de los paisajes montañosos, que visite esa región. Allí encontrará admirables puntos de vista. No parece sino que allí, sabe Dios cuándo, horrendo cataclismo levantó la tierra, como movida interiormente por un hervor potentísimo, y que, de pronto, en plena ebullición, todo quedó petrificado. No hay allí un solo valle, y si le hay, no merece tal nombre por lo exiguo y estrecho: cañadas, cerros, vertientes, montañas que se encaraman unas sobre otras, como ansiosas de dominar las grandes a las chicas: cerros y cerros en caprichosa perspectiva, cimas redondas, picachos agudos, desfiladeros rojizos, y por todas partes una vegetación estupenda, en que se mezclan y confunden las plantas tropicales, los abetos junto a los bananeros, el mamey no lejos del ocote. Aquí y allá, y más allá, y más lejos, ranchos, chozas, platanares, cafetos, rastrojos, un tapiz de mil colores, de mil verdes distintos, y diversos, desde el obscuro y subido de los bosques seculares, apenas matizado con el tono alegre de los renuevos de primavera, hasta el amarillento de las milpas y las cañas de azúcar.

A medio día todo reposa adormecido en majestuoso silencio. Es como un mar de simas profundas, como un oleaje de cumbres altísimas, que tiene algo de la inmensidad del océano, algo de la serenidad del cielo en una noche tropical sembrada de luceros.

Después de medio día, suspirando por la rica manzanilla, con que el señor don Pablo Rodríguez suele recibir a sus huéspedes, a quienes sabe dispensar una hospitalidad verdaderamente castellana, y no hay que decir arábiga, que sería lo más exacto, por aquello del vino vedado a los hijos de Mahoma, y suspirando también por la sopa que nuestros estómagos vacíos nos pedían muy elocuentemente, avistamos el caserío, término de nuestro viaje.

Allí estaba, en la risueña ladera, como sobre un tapete de felpa sérica, sembrado de magníficas rocas, con sus amplios corredores, con su elegante templo, cuya torrecilla levanta hasta los cielos gallarda cruz de hierro; mística exaltación del santo lábaro hecha por el arte cristiano, lo mismo en las basílicas y en las catedrales, que en las iglesias campesinas, como para decir al creyente, al peregrino de este valle de lágrimas, que en lo alto está toda esperanza de vida y salud.

Y aquí vienen como de molde unos latines, aunque estas páginas de viaje huelen a sermón: «In hoc signo vinces».

Dos horas después, cansados, molidos de huesos —y no era para menos—, hacíamos honor a un faisán de aquellos bosques, ricamente condimentado y sazonado con la salsa del buen apetito, que es la mejor de todas las salsas. Apelo, en caso de disputa, al mismísimo Brillat-Savarin.

II

El domingo de Ramos no hubo misa. El sacerdote que semanariamente viene de Zongolica a celebrar el santo sacrificio no podía dejar su parroquia. Y es lástima: serían por extremo bellas en aquella iglesia perdida en los pliegues de la cordillera la bendición y procesión de las palmas. Convidan a ellas los campos engalanados por la primavera, y siempre enflorecidos, con sus árboles de frondosas ramas y sus palmeras gemidoras.

A la pompa solemne de su dominica, traerían los naturales y los rancheros de esas comarcas, ramos de mil flores maravillosas, palmas, laureles y ramajes aromáticos. ¡Y qué conmovedora y qué pintoresca es una procesión en torno de aquel templo, a la luz espléndida de un día primaveral, mientras el viento trae de los cerros aromas y trinos de pájaros, y repica el campanario en son de fiesta, y suben al cielo límpido y sereno los cánticos litúrgicos.

Nos conformamos con gozar del mercado, admirando rústicas beldades y oyendo hablar por todas partes el idioma de Cuauhtémoc.

Muy contentos y divertidos pasamos los primeros días, siendo objeto de atenciones y obsequios por parte de nuestros hospitalarios y caballerosos amigos, y en espera de varias personas que vendrían a pasar a Tlanepaquila los días santos y del sacerdote que debía celebrar los divinos oficios.

No tuvimos más novedad que un temblor de tierra, un ligero movimiento oscilatorio de E. a W., muy sensible en aquellas alturas y que dió motivo a largas horas de risas y buen humor.

El caso que nuestro compañero, el de la incipiente vocación religiosa, tiene a los temblores un miedo singular. Impresionado por el de la víspera, asustado aún y temeroso de otro más fuerte, fué víctima del malévolo ingenio del poeta.

Éste, con la facilidad que enhebra versos y estrofas, supo enhebrar el lecho del asustadizo, y después de hablarle de los más célebres terremotos que registra la historia, de las erupciones del Vesubio, de la ruina de Lisboa y de los horrores de Guatemala; tras eruditas disertaciones acerca de los fenómenos sísmicos, tras de citar la carta de Plinio a Tácito, que, por cierto, buenos sudores nos causó en las aulas, cuando menos se lo esperaba nuestro amigo tembló, tembló suavemente tres veces en media hora, y otras tantas el asustadizo mancebo salió por la ventana de un salto, encomendándose al Señor, entre la mal contenida risa de sus compañeros.

Cortos paseos, largas siestas, sabrosas pláticas, breves lecturas y dilatadas partidas de ajedrez nos entretuvieron los tres primeros días. El martes, a media mañana, llegó el sacerdote, y por la noche, los amigos esperados, un notario de fácil palabra y luengos bigotes, y un caballero propietario, todo corrección y mesura, que, desde luego, se mostró temeroso de las diabluras que sabían preparar aquellos compañeros tan poco gravedosos, sin que su genial dulzura fuera parte a ocultar los infundados recelos que le traían inquieto. Con su amigo el notario, un joven tan decidor como piadoso, algunos otros que no cuadraban de haraganerías, tomaron por lo serio la santificación de sus almas, se dieron a la oración y al recogimiento, y cuando los divinos oficios terminaban, y no era hora de ir a la mesa o de pasear por los campos, se dedicaban a rezar como buenos sacerdotes; por la mañana, prima, tercia, sexta y nona, y por la noche vísperas y completas, maitines y laudes.

Menos santo que ellos, más dado a las disipaciones mundanales que al breviario, mientras ellos rezaban, quien esto escribe, se deleitaba con una hermosa novela de Dickens.

¡Dios se lo perdone!

III

A qué cansar a los lectores con narración pormenorizada de cuanto hacíamos y dejábamos de hacer, y concretémonos a las solemnidades religiosas de esos días, que, no por celebrarse en la capilla de una hacienda, estuvieron menos majestuosas que en la ciudad, antes, por el contrario, fueron severas e imponentes.

El rezo llamado de tinieblas, grave, triste, funerario, aquella salmodia monótona que repite los acentos doloridos de Jeremías y llora las desventuras de Jerusalén; aquellos oficios del jueves, a la mitad de los cuales enmudecen las campanas, aquella comunión solemne y la procesión solemne, después de la misa, para depositar la sagrada hostia en espléndido monumento, hablaron elocuentemente a nuestras almas de las eternas promesas y de la divinidad del Cristianismo. No oraban en el recinto de aquel templo grandes y poderosos ni el lujo ni la vanidad de trajes y personas distraían nuestra mente de los santos misterios; rústicos y labradores, miserables indígenas de pobre vestido y almas sencillas, iban en pos de la procesión, y aquel acto me parecía que decía más de la verdad de la creencia católica, que los discursos de muchos célebres apologistas.

Pero nada como los oficios del viernes; enlutados el altar y el sacerdote, apagadas las candelas, velado el Crucifijo, el ministro postrado al pie del ara. La narración de la gran tragedia del Calvario, de los más grandes misterios de la redención del humano linaje, aquieta el espíritu y le hace reposar en una dulce y serena contemplación.

En tal día, ora la Iglesia por todos sus hijos; ora por ellos, doblando la rodilla, por el Papa, por todos los órdenes sacerdotales, por los depositarios del poder público, por los catecúmenos, por los navegantes y por todos los atribulados y afligidos; ora también por los herejes y cismáticos, y por los judíos y los gentiles.

Al conmemorar la muerte de Jesucristo, pide grandes mercedes, se postra en tierra y hunde la frente en el polvo, demandando gracias espirituales y temporales; pero al orar por el pueblo judío no se arrodilla, como para manifestar que es patente en la nación deicida el castigo divino. Sin templo ni patria, vaga proscrita por el mundo, perseguida en todo tiempo, odiada en todas partes, purga su perfidia, sin que poder ni riquezas le valgan para vivir en paz y en tierra propia.

Y de los oficios de ese día, nada como la adoración de la Cruz. Descúbrela el sacerdote y la muestra al pueblo, y pobres y ricos, amos y servidores, sabios e ignorantes se acercan a adorarla, mientras el coro canta en tres lenguas, hondas quejas y dolorosa lamentación: «Pueblo mío, ¿qué te he hecho? ¡Te saqué de la servidumbre de Egipto, y me enclavaste en una Cruz!»

A fuer de cristianos y de artistas debemos decir que no creemos que haya en el culto católico otra ceremonia más bella y conmovedora, más imponente y más piadosa. No es posible asistir a este acto sin que las lágrimas asomen a los ojos. Toda la religión cristiana está en esa ceremonia. ¡Qué decimos! Toda la vida del cristiano. Creemos ¿y por qué no decirlo? que a cuantos se acercan en ese día a adorar la Cruz, deben ser concedidas por el cielo grandes mercedes. Nosotros no olvidamos en aquel momento a cuantos hemos amado, a cuantos nos amaron y nos aman, y oramos fervientemente por el descanso eterno de nuestros padres.

* * *

Y el sábado, ¡qué alegres sonaban las campanas en aquellas serranías! ¡Cómo repetían los ecos el regocijado repique, el tronar de los cohetes, el estallido de las cámaras y los disparos de los morteretes! Fresco viento movía las arboledas y los ecos iban repitiendo de monte en monte la estruendosa salva.

En los primeros días de Pascua, mustios, cabizbajos, como los rancheros que regresan de «semanasantear», volvimos por Coetzala, Cuichapa y Córdoba, a la túrrida Pluviosilla, y a nuestra casa, ahora entristecida por desgracias recientes y profundos dolores.

Y hoy, desde aquí, desde el humilde cuarto de trabajo donde rendimos culto ferviente a la Belleza y al Arte, teniendo al lado los nuevos libros que el cartero acaba de traer, oyendo el canto regocijado de un pajarillo de aquellos montes de Tlanepaquila, que Dios bendiga, al dar término a estas páginas sin color ni aliño, enviamos cariñoso saludo a nuestros amigos de allá, deseando que les sean gratas y entretenidas a la hora del crepúsculo, cuando el astro rey dora las cimas con melancólicos rayos, mugen por las pendientes los ganados que vienen al abrevadero, y la campana, con voz devota y pausada, convoca a la oración.

¿A dónde vas?

Declina el sol, y al hundirse detrás de la vasta cordillera, baña en oro las cumbres del Citlaltépetl y arrastra en llanuras y dehesas su manto de púrpura.

Fatigados y lentos vuelven los toros del abrevadero, y el zagal, recogida la honda, sigue de lo lejos a las reses.

Humea la choza, humea, y hermosa columna de humo azuloso y fragante, sube y se difunde en el espacio por sobre los ramajes enflorecidos.

¡Espléndida tarde! La última de mayo. ¡Espléndido crepúsculo! ¡Cuán alegre la música del pueblo alado! ¡Qué grato el aroma de las flores campesinas! Abren las maravillas sus corolas de raso al soplo del viento vespertino, y resuena en el barranco la voz tremenda de Albano.

Allá —en el fondo del valle —Pluviosilla— la túrrida Pluviosilla—, parece arder incendiada por los últimos fuegos del sol, y nube de grana y oro, con reflejos de gigantesca hornaza, anuncia ardiente día y viento abrasador.

En las regiones de Oriente, en piélagos de ópalo, vagan esquifes de plata con velas rosadas y cordajes de color de lila.

Paso a paso, en una yegua retinta, avanza por la vereda el buen Andrés. El mozo garrido piensa en las lluvias que aún no vienen; en el cafetal agostado y marchito por los calores de mayo; en la nívea floración, que, a las primeras aguas, será como níveo plumaje entre las frondas de los cafetos, cuando el izote, erguido como un cocotero, dé a los vientos, entre las recias púas, su ramillete de alabastro. Piensa en el fruto rojo, en la cosecha pingüe, en la venta oportuna y al contado, en los días alegres de diciembre y enero, en la fiesta nupcial, en la boda ruidosa, y en su amada, soberbia campesina de ojos negros, en cuyas pupilas centellean todas las estrellas del cielo.

Y dice para sí:

—Otro año, y el rancho será mío! ¡Otro año, y ese prado y esa ladera darán pastos a mis reses, y seré el más rico de la comarca y el más feliz de todos. Carmen es buena… ¡No hay otra como ella! ¡No la hay! Para ella ni fiestas ni bailes. ¡Su casita y nada más que su casita! Ya no piensa en Pablo. ¡Qué ha de pensar en ese haragán! ¡Todo eso pasó, pasó para no volver!

Y recuerda con rabia aquella noche en que vió a su amada acompañada de su rival. Él con el sarape al hombro, luciendo el airoso sombrero bordado, haciendo alarde de su dinero y de su felicidad. Ella, ¡qué hermosa! Y se dijo:

—¿Sí? Pues yo le venceré. Y se dió al trabajo, a la diaria y penosa labor rústica, trabajando de sol a sol, sin tregua ni descanso.

El éxito ha coronado sus afanes. Han pasado seis años y es rico. No como sus vecinos los arrendatarios de Mata-Virgen; pero tiene dinero. Los cafetales producen mucho, y todo saldrá —tiene que salir— a las mil maravillas. Avanza el caballero a la vera del cafetal, dichoso y feliz. Carmen no le espera. Le cree muy lejos, en Tierra Caliente, allá en las llanuras del Santuario. Le lleva unos cocos, y un pañuelo de seda que parece un montón de hierbas cubierto de flores. Ya está cerca, ya va a llegar… Dejará la yegua en el potrero y llegará a la casa sin que nadie lo sienta. ¡Vale que los perros le conocen y no saldrán a recibirle!…

—¡Pie a tierra! —se dijo. Y bajóse y persogó la bestia de un huizache.

Sacó un bulto de las árganas, y paso a paso, casi de puntillas, para que no sonaran las espuelas, se deslizó a lo largo del vallado. Humeaba la choza, y oíase en ella el palmear de la tortillera. Sin duda que a esa hora todos andarían en el campo, y Carmen, muy tranquila, sentada en el portalón, estaría cosiendo, mientras el loro, en su jaula, no se cansaría de gritar:

«¿Eres casado? ¡Ja… jajá!… ¡Qué regalo!»

Piaban los polluelos en torno de la casa. El gallo se pavoneaba entre sus odaliscas, y las cluecas perezosas encaminaban su nidada hacia el corral abierto.

Relinchó un caballo en el corral; contestó la yegua en el potrero, y el sultancillo del gallinero cantó alegremente. Detúvose el mancebo, y detúvose alarmado y receloso.

—¿De quién es ese caballo? —exclamó— ¡es el de Pablo! —se dijo palpitante.

Y se acercó a la casa. Carmen reía… Reía el afortunado mancebo.

Rugió la hiena de los celos en el corazón de Andrés, rugió terrible, y el pobre muchacho, trémulo, fuera de sí, buscó su pistola, la preparó, y al adelantarse resuelto, colérico, se detuvo…

Una imagen venerable había cruzado por su mente: el rostro de una anciana buena y cariñosa, que triste y apenada decía:

—¿Adónde vas?

Y Andrés retrocedió, y despacio, como había venido, regresó al potrero, montó en su yegua y se alejó del rancho.

El sol se había puesto, dejando en los espacios una leve claridad rosada.

Las campanas de Pluviosilla, con toque solemne y pausado, entonaban el Ángelus.

¡Así!

A José Fernández Alonso

Y esto fué lo que me contestó.

……………

«Llegaba yo a esta casa (que es tuya también, ya lo sabes), cuando advertí que varias mujeres, unos cuantos hombres y algunos granujas, miraban hacia la puerta de Pedro, el muchachón aquel que estuvo a mi servicio dos o tres meses, y a quien tú conociste aquí; aquel mozo tan bueno, tan humilde y tan sencillo, cuya inteligencia te cautivó, y cuya “piedad filial” —dirélo a la manera clásica—, te dejó encantado:

»¿Qué había sucedido? ¿Qué pasaba? Algo muy grave, sin duda, pues en los ojos de las mujeres —lavanderas unas, y otras torcedoras de “pitillos”— como acostumbras decir—, se retrataban el espanto y el miedo, y en el rostro de los varones se leían el asombro y la sorpresa, una y otro causados por algún suceso singular y terrífico. Sí, ¡algo muy grave!

»A la sazón salía de la casa un gendarme, muy de prisa, como si fuera en pos de un fugitivo, o tratase de pedir auxilio a sus compañeros.

»Soy curioso también (que la curiosidad es ingente en la familia humana), e impulsado por vivo deseo de saber lo que pasaba, me entré en la casa.

»Encontréme allí con unas cuantas personas: el vecino inmediato, un barbero borrachín; su amigo el cerrajero, otro que bien baila, de la misma calaña y con las mismas aficiones alcohólicas; Guadalupe, la casera, muy conocida en estas calles por su voz de sargento, sus bigotes, y sus anchas caderas de isócronos movimientos; Luz, su hija, una doncella de buen porte, y Marcelino, el talabarterillo galante, gloria y prez del gremio, y tentación de todas las muchachas núbiles del barrio.

»Estaba también don Justo, el Juez de Manzana, un carpintero de obra gruesa, hombre serio y formal, a quien puedes confiar oro molido, ¡qué digo!, diamantes de subidos quilates, como quien dice el “Regente” o la “Montaña de luz”. ¿Qué había pasado? Poco: —me respondí— un asesinato de esos de que hablan diariamente los periódicos; un suicidio de esos que son ya moneda corriente… Nada para estos tiempos en que las naciones fuertes se complacen en hacer pedazos a las débiles, y por ello merecen vítores y aplausos de las naciones cultas, —esto es armi-potentes—; en que las repúblicas humanitarias y los imperios altruistas se tornan en un santiamén, en conquistadores de las naciones que tienen pocos barcos; y en que un pueblo, con aprobación franca de su Purpurado, sabe mover a guerra a otro pueblo pequeño, próspero, pacífico y virtuoso.

»¿Qué injusticia, qué iniquidad, que horrendo crimen se habría cometido en esta casa, asilo de una pobreza honrada y digna, y que hasta hoy fué morada de virtud, de cariño, de trabajo y de economía?

»Esto pensaba yo, al entrar en aquella habitación que siempre ví clara y bonita y que ahora me parecía obscura y fea, y al apartar a cada lado para abrirme paso a todas aquellas gentes que atónitas y mudas de terror rodeaban un lecho ensangrentado.

»Pronto supe todo. Delante de mí, en un lecho revuelto, había un cadáver, caliente aún, con la palidez agónica en el rostro; sudorosos la frente y el cabello; las manos crispadas; contraída la boca, con cierta expresión de sorpresa y rabia al mismo tiempo, como si de aquellos labios carnosos y sensuales se hubieran escapado a la par una blasfemia procaz, un grito de horrorosa desesperación. En el pecho, sobre la nívea blancura de la camisa, tenía una mancha de sangre; una mancha, negra en el centro, de soberbia púrpura el contorno. Una manta roja, extendida por manos piadosas y caritativas, velaba lo que el pudor debía ocultar.

»Tratábase de un mozo decidido, guapo, resuelto, fornido y valiente, que dos días antes, en una tienda muy conocida, afable y decidor me había vendido puros tuxtecos de excelente clase.

»En un ángulo de la habitación, refugiada entre los muros, como si hubiera buscado aquel sitio para que se la tragaran las paredes, había una mujer que lloraba, que lloraba a mares, en ciertos momentos casi ahogada por los sollozos, y que se cubría tenazmente el rostro con un “rebozo” claro, también manchado de sangre: la madre de Pedro.

»Era éste un buen chico, trabajador, de excelentes costumbres, poco dado a juergas y parrandas, cuidadosísimo de su persona, cumplido, recto, caballeroso, y tan buen hijo que todas las madres le ponían por modelo, y que sábado a sábado, entregaba a la suya todo cuanto en la semana había ganado.

»A los once años quedó sin padre. Éste voló arrebatado por insidiosa galopante tisis, sin dejar a su familia más patrimonio que una buena reputación, adquirida, a costa de mil privaciones y de largos años de vida laboriosa, en el ejercicio de penosas y mal retribuídas tareas.

»La madre —a quien tú conociste— era joven y linda, y no tenía más que veintiséis años, muy lucidos y frescos.

»Pronto madre e hijo se vieron en la miseria. Como la enfermedad de don Anselmo fué breve, pues solamente duró dos meses, algo de las economías del buen artesano quedó en el fondo del arcón, guardado allí entre las prendas domingueras. Con tales dinerillos vivieron algunos meses, cerca de un año.

»Pedro entró de aprendiz en un taller, y tanto se aplicó, trabajó de tal modo y tan bien se condujo, que a poco tuvo sueldo, y desde ese día acudió en auxilio de su casa, y alivió en María Antonia la diaria tarea de lavar sin descanso, almidonar los viernes y planchar los sábados tarde y noche, hasta que la campana mayor de la Parroquia toca el alba, y llamaba a la misa de cuatro, a descalzos y mal trajeados, a mozas deslizadas y a viejas madrugonas.

»Vida feliz vivían Pedro y María Antonia. Ella contenta, satisfecha de su hijo; él muy amoroso, muy pagado de ella.

»—Mi madre —solía decir a sus amigos—, no es vieja ni fea. ¡Nada de eso! ¡Qué ha de ser fea! ¡Por ella no pasan los años!… Pero no volverá a casarse. Ni yo me casaré mientras ella viva, por mucho que son grandes, y muy grandes las ganas que tengo de casarme con Clara, la hija de mi maestro, porque el casado casa quiere, y yo no he de dejar a mi madre, que tanto me ama, y que es tan buena, tan honrada… porque ¡eso sí! a honrada no hay quien le gane!

»Y Pedro vivía sin decir a Clarita oxte ni moxte; sin gastarse ni un centavo fuera de casa, sin el previo consentimiento materno; dichoso y sin penas, sin temores ni zozobras, sin más placer que el teatro dramático, fuente para él de vivas emociones; la lectura de una que otra novela (historias, como él decía), devoradas en el lecho de diez a once de la noche; uno que otro baile, allá de cuando en cuando, como quien dice por Corpus y San Juan, y echándose encima en chaquetillas galanas, chalecos blancos, corbatas de vivo matiz, pantalones ceñidos y bien cortados, botines bayos, de aguzadas puntas, y sombreros engalonados y donairosos, cuanto María Antonia le reservaba económica para tamaños lujos y para tales juveniles elegancias.

»Pero ¡oh dolor!… Ese día, media hora antes de mi llegada, o poco menos, veinte minutos a lo más, en un instante, todo varió para el pobre mozo.

»Salióse Pedro, después de comer, muy alegre y entusiasmado, porque se iba a los “toros” —así lo dijo a María— y no volvería hasta las once y media o doce de la noche. Le habían convidado a cenar unos amigos suyos y luego se irían al teatro.

»Pero no lo quiso así la suerte. Al llegar a la Plaza de Toros —donde torearía esa tarde un célebre “mataor”—, al ir a comprar el billete echó mano al bolsillo, y… ¡nada!… ¡ni una peseta!

»Vióse tentado de irse a vagar por barrios y callejas, y así pasar la tarde: pero el bullicio de la multitud que llenaba las calles próximas al coso; la alegría de la gente; el pasa-calle que una banda ruidosa tocaba allí cerca, el calor de la siesta y la espléndida belleza del cielo, fueron al mozo poderoso incentivo.

»Volvióse a la casa a traer dinero… ¡Nunca lo hiciera! ¿Qué vió, qué descubrió, qué tempestades de ira y de dolor estallaron repentinamente en su alma dulce y bondadosa; en qué nube de púrpura se sintió envuelto; qué piélago de sangre le arrolló entre sus olas? Pedro no acertará a decirlo, ni si acertara lo diría…!

»Ello es que loco, con todas las tinieblas del Infierno en la mente, y en el corazón todos los odios de Luzbel, buscó en torno suyo algo, que no encontraba, que al fin halló, algo con qué poder matar, y… ¡mató!

»Y mató a aquel hombre traidor e infame amigo, que le ofendía y le deshonraba en lo que más quería Pedro, en lo que amaba más, en lo que había sido para él, hasta ese momento, dicha, ternura, cariño, amor noble, desinteresado, purísimo, como bajado del cielo, su vida, su alma, todo, todo!

»Mató y huyó.

»¿Esta fuga agravará su delito? ¿Le absolverán? ¿Le condenarán? No lo sé. Acaso tú podrás decírmelo.

»Al enterarme de lo acaecido y al meditar en lo que había pasado, severo para con el seductor, y justo y recto para con el infeliz mozo, me dije:

»¡Tuvo razón! ¡Así debía hacerlo, así lo hizo, y así debe hacerse, así!

»Te devuelvo el Libro de Lombroso. Mándame el tomo de Beccaria y las poesías de Manzoni.

»Tuyo.—Enrique».

Orizaba, 1900

Rigel

A Enrique Guasp de Peris

Érase que se era, en no sé qué comarca de cuyo nombre no quiero acordarme, un pueblo de pocos habitantes, casi desierto durante nueve meses del año, y concurridísimo en tiempo de baños. Situado a orillas del mar, a la falda de pintoresca colina y en una pradera siempre enflorecida, a donde no llegaban ardores veraniegos, y, mucho menos, escarchas otoñales, año con año era sitio predilecto de opulentos burgueses, de semirricachos retirados de agios y logrerías, de empleados en vacaciones, de mercaderes salvos del mostrador y víctimas del reuma, de niñas opiladas, de glotones gotosos, y de lechuguinos y caballeretes propensos a la tisis, la cual no parece batirse en derrota a pesar de la guerra que, como se dijo en ciertas Cortes, le tenía declarada un médico catalán. En tal pueblo, con las truchas de su río y las ostras de sus playas, y más que con otra cosa con los aires purísimos del pintoresco lugar, se fortalecían el cerebro todos los bañistas, y en giras y barcadas se pasaban los días y las semanas y los meses, para volver luego al brillante pudridero de la Corte, en busca de bailes y de recepciones, de comilonas dispépticas y de óperas vagnerianas.

Uno de tantos señores como al pueblo venían era el señor don Cándido de Altamira y Tendilla, Marqués de Altramuces, en un tiempo agregado de embajada, riquillo, gastado, lleno de dolamas y de crueles desengaños, con tres o cuatro achaques de gota en el cuerpo, y harto de zarandeos, de parrandas elegantes y de juergas aristocráticas, con muchas desilusiones en el alma y mucho desprecio para los hombres y sus cosas, y por tanto obsequioso, atento, observador, fino y, además, inteligente, leído y atiborrado de letra menuda.

Una noche, recostado en la baranda de un balcón del Casino —de aquel casino cursi, donde durante la temporada se reunían a diario los bañistas, fumando rico veguero y contemplando el cabrilleo de la luna en las aguas tranquilas del surgidero—, díjose don Cándido, con acento grave y solemne:

«—Cándido: ya tú no estás para subir y bajar; has pasado ya de los cincuenta, y guapo aún, sin que necesites de afeites y peluqueros, no tienes ni humor alegre ni buena salud para volver a la vida de la Corte, a las emociones del “treinta y cuarenta” en los alones del Veloz; a las tertulias de los Duques de la Carrasca, a los bailes de los Marqueses del Prado, y a las noches del Real, donde ya no volverás a escuchar la voz dulcísima de tu amigo Gayarre. Harías muy bien en irte a Madrid, y en quitar casa, y en volverte con doña Prudencia, tu excelente ama de gobierno, a esta aldea tranquila, e instalarte aquí, en un “chalet” cómodo y elegante, para vivir en este pueblo, ni envidiado ni envidioso (como dijo el poeta), y gozar de beatífica paz durante los quince o veinte años que, a todo tirar, te quedarán de vida, y eso si te cuidas y te tratas bien, y donde esperarás el instante temido en que estires la pata y cierres los ojos para siempre».

Y dicho y hecho. Nuestro don Cándido, que era marrullero y solterón y egoísta, compró a un creso del lugar cierto «chalet», en que, durante la estación balnearia, habían vivido unos títulos tronados, y se fué a Madrid, y a las pocas semanas ya estaba de regreso, con docenas y docenas de bultos y cajas, con dos o tres criados listos y de buen parecer, y con la bonísima de doña Prudencia.

Instalóse don Cándido; instalóse como correspondía a su carácter y linaje, y para no morirse de fastidio y matar los días, que en aquel pueblo se le hacían eternos, idos ya los bañistas y vuelto el lugarejo a su propia modorra y a su inmutable soledad, trazóse el descorazonado caballero terminante programa: levantarse temprano; bañarse en seguida; luego pasear un rato a caballo; desayunarse después; en seguida leer la correspondencia para saber los chismes de la Corte; escribir unos cuantos renglones a sus íntimas y a sus amigos del «Veloz»; charlar un rato en la botica (que era el mejor mentidero del pueblo); visitar, un día sí y otro día no, al Médico y al Cura, que eran allí las únicas personas de buen trato; dar un paseo por la playa o por la pradera; gozar de las sorpresas culinarias de doña Prudencia; leer los periódicos que traía el correo de la tarde; jugar tresillo con sus dos amigos, y luego meterse en la cama para que el calorcillo de las ropas le aliviara del reuma.

Y así vivía don Cándido, tranquilo y contento, sin más afectos que el cariño de doña Prudencia, ni más amor que el que tenía a un perrito de lanas consentido y mimoso, que, como un chiquillo, comía instalado cómodamente en una sillita al lado de su señor, con babero al cuello y cuidado por una doncella fresca y rozagante, gala y guapeza de la servidumbre.

¡Y qué bien que era tratado el animalito! Así como le atendían en la mesa, a manera de simpático ahijado o predilecto sobrino, así le consideraban y le miraban en el salón. Suyos eran las alcatifas pérsicas, los cojines de pluma y los tapetes de Utrecht.

¿Hacía calor? Pues ¡baño para Rigel! ¿Soplaban vientecillos fríos? Cerrar las vidrieras, y que entrara Rigel. ¿Llegaba el invierno? Venga la camisa aforrada de nutria, la camisa purpúrea con las iniciales de don Cándido y la corona consabida.

—¡Prudencia…! Rigel tiene hambre… Déle usted galletitas inglesas o un emparedado de perdiz! ¡Prudencia! ¡Prudencia! Esta criatura tiene sed… Déle usted grosella… ¡Por Dios, Prudencia! Rigelito está enfermo… ¡Que llamen al Doctor!

Y Eustaquio, el inglés, el gallardo criado de mesa, corría en busca del facultativo, y Rigel era puesto en cama, en una linda camita de bronce; la hermosa camita con edredón y colgaduras de gasa, colocada en la misma alcoba de don Cándido. Llegaba el médico, recetaba, y ahí tenían ustedes a don Cándido a la cabecera del enfermito, y a doña Prudencia dando al perro las medicinas, velándole el sueño, y… aplicándole lavativas, si eran necesarias. Más de una vez se turnaron los criados cerca del lecho de Rigel para guardarle el sueño.

No paraban aquí el cariño y los mimos de don Cándido para Rigel. Queríale como a un hijo. Charlaba con él, le daba consejos, le reprendía cuando era necesario, por cualquiera fechoría, y a veces se pasaba con él horas y horas, haciéndole brincar a través de un aro, como a los gozquecillos del circo.

Don Cándido se hacía lenguas de Rigel; ponía por las nubes su inteligencia; decía maravillas de sus habilidades, y ponderaba el instinto de aquel perro, en quien decía encontrar cosas dignas de un ente de razón.

Nada de esto parecía natural a la numerosa servidumbre del «chalet», ni al Médico ni al Párroco.

—Señor Cura —decía y repetía doña Prudencia— ¡qué cosas tiene el señorito! ¡El mejor día nos sale con que Rigel vaya a la escuela para que le enseñen a leer! ¡Si temo que quiera que le instruya usted como a los doctrinos que van al templo todos los domingos a rezar el catecismo! ¡Si no le trata como a perro, sino como a una persona! ¡Y habla con él y le conversa! ¡Ya voy yo creyendo lo que dice el palafrenero (que no por ser gallego deja de tener talento), que hay perros en quienes encarnan las almas y que por eso las personas los estiman y les tienen ley…!

—¡No tenga usted cuidado, doña Prudencia —respondióle el clérigo, enarcando las cejas, y sacando del bolsillo la tabaquera—; ya, ya, ya, señora! Hablaré a mi amigo del asunto. ¡Sí que le hablaré!

Cumplió lo prometido, y dulcemente, con toda cortesía, habló de ello a don Cándido, citándole textos de Aristóteles y de Santo Tomás acerca de la debatida cuestión de si tienen alma los animales, y trayendo a cuento no sé qué versículos del Génesis, para impugnar la opinión de algunos que en ellos creen encontrar, con poca razón, que las Santas Escrituras parecen atribuir a los animales inteligencia y reflexión. Pero nuestro don Cándido no hizo caso de los razonamientos de su buen amigo el Párroco; le entraron por un oído y por el otro le salieron, y Rigel siguió tan querido y tan mimado como siempre.

Meses después, en ocasiones diversas, durante la partida de tresillo, volvió a la carga el Cura; pero todo fué inútil. Don Cándido no se dió por entendido, y cierta vez en que el buen señor le habló del asunto —y por cierto que ya no en tono dulce y benévolo, sino severo y reprensivo—, el egoísta solterón mostró tal desagrado y cortó de manera tan brusca la conversación, que el excelente don Benigno dominó su indignación clerical, calló, y pensó que procedía no volver más a la casa de su amigo don Cándido, en quien suponía mejor sentido, más cultura y mayor seso.

Pero, cátate, lector piadoso, que un día se enfermó Rigel, y se enfermó de veras, y alarmóse don Cándido, y con él la servidumbre toda, y el Doctor fué llamado, y vino, y recetó, y volvió, y tornó a recetar, y declaró que el caso era desesperado, y que Rigel estaba «in articulo mortis». Alguien habló de llamar al albéitar, y no faltó quien suspirara por un discretísimo tratamiento homeopático. Ello es que el animalito siguió de gravedad, entró en agonía, estiró las patas, y… ¡se murió!

Supo el Cura la terrible desgracia de labios del médico, y supo que don Cándido, apenado como por la pérdida de un hijo o de un hermano, estaba abatidísimo. Pero el asombro del sencillo clérigo llegó al colmo cuando al llegar a la casa rectoral se encontró en la mesa de despacho una esquela enlutada, elegantísimamente enlutada. Al tomarla creyó el Cura que alguno de sus más conspicuos feligreses había fallecido de rápida muerte, sin tiempo para llamar a su párroco, y sin los consiguientes auxilios espirituales. Rompió la nema y leyó la esquela: En ella, y muy doloridamente, comunicaba don Cándido el fallecimiento de Rigel, e invitaba a todos sus amigos para la inhumación del cadáver, acto que «tendría lugar» al día siguiente, a las nueve de la mañana, en el jardín del «chalet», bajo los sauces del bosquete.

El asombro del Cura trocóse de pronto en suprema indignación cristiana; tomó de nuevo el manteo que se había dejado en la percha; calóse el de teja, y fuese derechito a casa de don Cándido.

Estaba ésta de duelo. El jardín había sido despojado de todas sus galas primaverales, y en el centro del saloncito, convertido en capilla ardiente, había suntuoso túmulo, sobre el cual, en riquísimo ataúd, forrado de níveo raso y circuido de flores… y de cirios perfumados yacía Rigel. Dos lacayos vestidos con magníficas libreas, de nieve los cuellos y de charol deslumbrante las botas, en pie e inmóviles, guardaban al féretro. En la estancia vecina, tumbado en un sofá, y triste y lloroso, estaba don Cándido, quien al oír la voz del párroco se levantó a recibirle, como si esperara de labios de su tertulio una frase de oportuno y supremo consuelo.

—¡Amigo y señor don Cándido! —exclamó el clérigo—. ¡Esto no se puede tolerar! ¡Esto no puedo tolerarlo yo! ¡Ni entre paganos se ha visto cosa semejante!

Calmóle don Cándido con un ademán, diciendo:

—Pero, señor Cura… ¡Si era mi único amigo! ¡Si por su cariño, y por su lealtad y por su inteligencia ha sido Rigel digno de esto, y de más!

—¡No, señor don Cándido!

—¡Sí, padre, sí!

—¡Don Cándido! ¡Don Cándido! ¡Qué está usted diciendo!

—Oigame usted, amigo mío… —suplicó el doliente.

—Oigo a usted.

—Si supiera usted qué agradecido fué Rigel… ¡Si le hubiera usted visto en sus últimos momentos! ¡Partía el corazón!… Alentaba penosa y difícilmente; el frío de la muerte le iba invadiendo poco a poco, y fijos en mí sus ojos tristes y llenos de lágrimas, parecía darme el último adiós! Acerquéme, le acaricié y le dije: Rigel, pobrecito mío: ¿quieres un bizcochito?… ¿Un bizcochito de los que tanto te gustan, de los que te dió una tarde el señor Cura? ¡Y no me contestó!

—¡Qué había de contestar!

—¿Quieres que te lleve a mi cama? ¿Quieres que te arrulle entre mis brazos? ¡Tampoco respondió!

El clérigo hizo un gesto de severísima desaprobación.

Don Cándido siguió diciendo:

—¿Qué quieres? ¿qué deseas? ¿Quieres hacer testamento? Y entonces, dando un quejido, y moviendo la pesada cabecita en señal de aprobación, me dijo que sí.

El Cura miraba de hito en hito a su amigo, quien prosiguió diciendo: —¿Quieres dejarle algo a Prudencia que tanto te ha querido?… Con un movimiento de cabeza me dijo que no. ¿A los demás criados que te han atendido y cuidado cariñosamente? —No. ¿Al señor Cura, que, aunque no te ha querido nunca, ha sabido darte uno que otro bizcochito, cuando venía a tomar chocolate? Y me dijo que sí, que sí, con expresión tan dulce como dolorida, fijando en mí la mirada empalidecida de sus ojitos azules. ¿Cuánto quieres dejarle? ¿Quinientas pesetas? ¿Mil pesetas? ¿Dos mil pesetas? Y lanzando el último quejido y moviendo la cabecita, me dijo: ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! Y yo, señor Cura, debo cumplir sin demora la voluntad de mi pobre y agradecido Rigel…

Y don Cándido tomó de un velador cercano una linda carterita de raso (de esas que sirven para obsequios galanes), y la puso en manos del clérigo.

Entonces éste, volviendo el rostro hacia la capilla ardiente y guardándose la cartera con la siniestra, mientras, impulsado por la costumbre, trazaba con la diestra un garabato a manera de cruz, exclamó:

—Señor don Cándido: pues perrito que tal hace… «requiescat in pace».[3]

Pluviosilla, a 15 de mayo de 1900.

Para testar

Al Sr. Lic. Don Joaquín Baranda

I

El Dr. Fernández, levantándose y componiéndose las gafas, dió a uno de los jóvenes la receta que acababa de firmar, y éste la puso en manos de un lacayo que esperaba en la puerta.

—Estas enfermedades cardíacas, tan obscuras y tan misteriosas, son de las más traidoras.

Los cuatro mozos palidecieron.

El médico prosiguió:

—Paréceme que hemos llegado al principio… ¡del fin!… Debo ser franco: haría muy mal en no decir la verdad, y en fomentar en ustedes ilusiones y esperanzas que no deben abrigar. Mi pobre amigo no vivirá mucho… Vamos muy de prisa…

—Pero, Doctor… —repuso el más joven— con eso ¿quiere usted decirnos que ha llegado el momento de que papá haga testamento y de que dicte sus últimas disposiciones, y, en pocas palabras, de que se prepare para morir?

—¡Sí! —contestó tristemente el facultativo.

—Por mi parte… —exclamó el mayor—… no pienso ni en bienes ni en intereses. ¡Si no hace testamento, que no le haga! ¡No es necesario! Y así, como yo, piensan todos mis hermanos. ¿No es cierto?

—¡Sin duda! —dijo Luis.

—Pero un hombre de negocios, como el padre de ustedes, por bien arreglados que tenga los suyos, necesita dar instrucciones y debe dejar todo aclarado, a fin de que sus herederos no tropiecen mañana con dificultad alguna. Además: las creencias religiosas de don Ramón exigen que…

—¡Eso sí! —interrumpió Jorge—. En ellas hemos sido criados y educados. Los intereses terrenos poco importan; pero hay otros de tejas arriba…

—Está bien, Doctor no hablemos más; —dijo Alejandro—, pero ¿quién de los cuatro tendrá valor para decir a papá que debe arreglar sus asuntos, testar y prepararse para morir?

Los cuatro se miraron atónitos, llenos de lágrimas los ojos.

—En estos casos, muchachos —replicó el médico— nadie como una mujer para decir a un enfermo que se acerca la última hora. Yo me limito a recomendarles que no pierdan tiempo. Esto va que vuela, ¡eh! No creais que ese alivio dure mucho. La entraña esa está muy lastimada. ¡Horroriza la irregularidad del pulso!

—¡Ud., Doctor!… —suplicó uno de ellos—, usted, el viejo amigo de la casa; ¡usted, el cariñoso médico!…

—Deber penoso me impones.

—¡Yo lo haré —exclamó Jorge—. Duro es el trance, el paso gravísimo… pero no me faltarán ni energía ni valor. Apuraré hasta las heces cáliz tan amargo. Y no perdamos ni un minuto…

Sus tres hermanos le detuvieron.

—¡Jorge por Dios!

—No teman. Procederé con prudencia, con tino, con la mayor delicadeza. Esto, por motivo de respeto y de amor filiales, corresponde a uno de nosotros. Si cuando vinimos al mundo fué nuestro padre, quien lleno de júbilo y radiante de alegría anunció nuestro nacimiento, es natural y debido que, en caso como el presente, al saber que papá está próximo al sepulcro, sea uno de nosotros quien le diga que no tardará mucho la hora de la partida!

Nadie contestó.

Y Jorge, presa del dolor, casi ahogado por los sollozos, logró, al fin, dominar su angustia, secó sus lágrimas, y sin aguardar la respuesta de sus hermanos, resuelto, decidido, firme el paso, encaminóse hacia la habitación del enfermo.

Y Alejandro, y Ramón, y Luis, uno en pos del otro, sin decir palabra, cubriéndose el rostro con las manos, se apartaron del médico, y cada cual se refugió en un sillón, llorando, llorando a mares, pero «llorando para adentro».

En tanto el Doctor Fernández fingía entretenerse, examinando los dibujos maravillosos de un vaso nipón, obra de antiguo y afamado artista, un vaso soberbio, lácteo, ebúrneo más bien, rodeado, como por un collar de soles, con una rama de crisantemos imperiales, y en el cual desplegaba sus fantásticos plumajes un haz de gramíneas vaporosas. En el salón todos callaban; afuera, en la suntuosa pajarera de cristal, los canarios se decían de amores, cantando en coro su plácida sinfonía primaveral.

Pasó mucho tiempo, y, por fin de tan largo silencio, el buen médico habló, dirigiéndose a Alejandro:

—¡Obra magnífica!

El joven no contestó. Luis fué quien, haciendo poderoso esfuerzo, se incorporó en el sillón, y dijo con acento de incomparable tristeza:

—Papá le compró en San Francisco de California. Con él obsequió a mamá, el día en que bautizaron a Jorge… ¡Si ella viviera!

En ese momento apareció el mozo en el fondo de la sala. Detúvose bajo la colgadura de la puerta, apoyóse vacilante en el mueble más cercano, y, después, se adelantó hacia el médico, y poniéndole una mano sobre el hombro, mientras con la otra se enjugaba los ojos, dejó escapar desolada esta palabra:

—¡Ya!

—¿Ya qué? —exclamaron llenos de espanto los tres jóvenes, dejando sus asientos, como si Jorge les hubiera querido decir: «¡Ya expiró!»

Serenólos con un ademán.

—¡Calma! —les dijo—. Me oyó tranquilo y entero. (No tuve necesidad de hablar mucho). Me dijo: «Que ya lo esperaba; que estimaba en cuanto valían mi valor y mi firmeza; que no nos afligiéramos, que morir es cosa tan natural como nacer; que él no tenía esperanzas de vida; que ya sabía lo que tenía porque de una enfermedad como ésta, murió mi mamá; y, en fin, que viniera el P. López, que es un sabio, que es un santo, y que también viniera el notario». No perdamos tiempo.

—¡Gracias a Dios, Doctor! Tú, Alejandro, corre en busca del sacerdote. Tú, Ramón, ve a traer al escribano. No hay que perder ni un instante. Así lo quiere papá. ¡Que pongan el coche!…

—¡Vámonos en el mío! —dijo el Doctor—. Volveré esta tarde…

Y los tres salieron…

II

Escribano y testigos aguardaban en el salón, acompañados de Luis, Ramón, Alejandro y Jorge, nerviosos e inquietos, se paseaban en el corredor. Más de una hora hacía que el P. López estaba al lado del enfermo.

De pronto se presentó en la sala el sacerdote. Forzada serenidad disimulaba su emoción.

El notario y los testigos, creyendo que el P. López venía a buscarlos, se levantaron, dispuestos a seguirle.

—No, caballeros —se apresuró a decirles dulcemente—; no es tiempo todavía! Don Ramón desea hablar antes con sus hijos…

—¡Ramón! ¡Alejandro! ¡Jorge! —díjoles su hermano—. Papá nos llama.

Los cuatro se dirigieron a la alcoba, seguidos del clérigo.

El enfermo estaba sentado cerca de una ventana, en un sillón Voltaire, rodeado de almohadas y cojines, y vestido con una bata de cachemira, de matices áureos, empalidecida por el uso, y cuyos pliegues no bastaban a cubrir las piernas, hinchadas y ceñidas por estrechos vendajes, y los pies deformados que descansaban con peso plúmbeo en amplios pantuflos de nutria indígena.

¡Qué demacración la de aquella cara! ¡Qué palidez la de aquel rostro exangüe! ¡Qué alentar a ratos tan fatigado y tan penoso! ¡Qué amoratamiento en torno de los labios! ¡Y qué brillo el de aquellos ojos circuidos de tintas violáceas, y en los cuales parecía que la vida se iba concentrando para esplender con las últimas llamas, y luego apagarse poco a poco!

El moribundo —que moribundo estaba don Ramón—, con la frente sudorosa, el cabello desarreglado y la barba crecida, hinchadas y moraduzcas las manos, y en el semblante los primeros rasgos de la faz hipocrática, semejaba una imagen fiel de agonizante, a la cual sólo faltaban los últimos toques de un pincel realista.

Las cortinas de la ventana, recogidas a cada lado contra las jambas, dejaban ver el jardín: rosales enflorecidos, follajes exóticos, y la fuente rodeada de hieráticos papiros que bañaba con lluvia leve la regadera del surtidor.

—Venid, hijos míos, venid —dijo el enfermo con voz débil—; venid y sentáos cerca de mí; necesito veros, hablaros, que estéis a mi lado. Tengo que deciros mucho: muchas cosas muy graves… y solemnes, y temo que para ello no me alcance la vida. Sí, muchas cosas muy importantes, y muy dolorosas…

Calló un instante como para tomar aliento, en tanto que los jóvenes se colocaban en torno suyo, y luego, mientras Jorge le acariciaba, y al ver que el sacerdote se disponía a salir, detuvo a éste en tono suplicante.

—No, no amigo mío, no se vaya usted; le necesito aquí… Alejandro: una silla para el padre.

Luego que todos estuvieron sentados, prosiguió el enfermo:

—Acabo de arreglar con Dios todas mis cuentas… ¿no es verdad, amigo mío? Pues bien, ya le he pedido que me perdone, y Él, en su infinita misericordia, no habrá de negarme su perdón… Ya le he rogado y seguiré rogándole, mientras me quede aliento, que os proteja, y que… os bendiga… Ahora…

El moribundo parecía vacilar. Los jóvenes, angustiados, tenían fija la mirada en la alfombra. El P. López, juntas las manos sobre las rodillas, inclinada la cabeza y entornados los párpados, oraba.

—Ahora… —continuó el enfermo, trémulo, casi balbuciente, e interrumpido a menudo por la fatiga—. La vida es dura, muy dura; todo en ella es dolor, y cuando creemos haber alcanzado felicidad y paz, vemos que se nos disipan como el humo. Este mundo es un valle de lágrimas, en el cual tenemos mucho que sufrir y mucho que padecer… Yo… era pobre, muy pobre. A fuerza de privaciones y de trabajo, ya lo sabéis, conseguí hacer mi fortuna… No un capital fabuloso, no, pero sí grande, más de dos millones, sanos y bien habidos. Pocos me deben y no debo a nadie.

—¡Papá, quién piensa en riquezas! —exclamó Jorge, que apenas podía hablar.

—¡Calla! —repuso don Ramón—. Escúchame: dos veces fuí casado. De mi primer matrimonio son Alejandro y Ramón; del segundo, tú, Luis, y tú Jorge… La mayor dicha de mis años ha sido el veros siempre unidos, siempre como buenos hermanos, sin que la menor sombra de celo o de rivalidad haya nublado vuestra vida juvenil y dichosa… Os vivo muy agradecido: me habéis amado y habéis honrado mi nombre. También os agradezco que unos hayáis respetado la memoria de mi primera esposa, y que otros hayáis amado y respetado a la segunda, como si a ella debiérais la vida. Habéis honrado a vuestros padres… ¡Dios hará que del mismo modo os honren vuestros hijos! Él os bendecirá como os bendigo yo…

La fatiga le hizo callar. Un momento después, volviéndose a Jorge, le dijo:

—¡Dame agua! ¡Tengo mucha sed!

Levantóse el mancebo y trajo un vaso en un platillo de cristal. ¡Cómo sonaban las dos piezas en manos de Jorge! Dió de beber a su padre, y éste siguió:

—¡Es cosa singular! De ella me he felicitado mil y mil veces. Ninguno de vosotros se parece a mí. En cada uno veo el retrato de la que os dió la vida… Lo que voy a deciros, ya el padre lo oyó de mis labios en el tribunal de la confesión. Os pido para lo que vais a escuchar el mismo sigilo. Lo que voy a deciros es penoso, es cruel, sí; pero yo os pido, por Dios, que tengáis valor y serenidad para oírme y para escuchar lo que va a deciros este hombre que se va, que se muere, y que os ha querido tanto!

Los jóvenes se miraron los unos a los otros, como diciéndose: «¡Papá principia a delirar!»

—Sí, es muy amargo lo que vais a saber. Es preciso que haga yo testamento. Todos, según las leyes sois mis herederos, y yo no quiero, en uso de los derechos que ellas me conceden, mejorar a nadie, ni a título de justa indemnización. Y sin embargo… tal vez estoy obligado a hacerlo con alguno de vosotros. No gusto de preferencias, que siempre son odiosas, por mucho que una moral y una conciencia, tan rectas como las mías, me lo manden y me lo ordenen.

—¡Papá! —Insistió Jorge, en tono de congojoso ruego—. ¡A qué tratar de intereses!

—Sí, es preciso… Uno… uno de vosotros… no es hijo mío!

Nadie habló. Nadie respiraba. El enfermo, como repuesto de una horrible emoción, y como libre de un gran peso, prosiguió:

—La casualidad…, no, la desgracia, una desgracia, providencial sin duda, me lo hizo saber hace dos años… Una carta, hallada con otros papeles en una cartera de viaje, carta que pronto fué devorada por las llamas, me lo dijo todo; me reveló que uno de vosotros no tiene derecho a mi fortuna… Todos sabéis, y tú principalmente Jorge, tú que vas a ser abogado, que, por graves motivos de moral y por muy altas razones de justicia está prohibida la investigación de la paternidad… Ante la ley todos sois hijos míos… pero si todos heredaseis por igual, alguno llegaría a ser dueño de lo que pertenece a los demás. Bien, a vosotros, que habéis sido tan nobles y tan buenos hijos, toca decidir. ¿Queréis que diga quién de los cuatro no es hijo mío, y sabiéndolo, ceder los tres parte proporcional en favor del cuarto? ¿Queréis hacer la misma cesión, todos a una, e ignorar siempre, siempre, quién es el que por malos caminos vino a este hogar a vivir bajo este techo, a gozar de bienestar y opulencia, y a tomar mi nombre? Escoged.

El sacerdote levantó los ojos al cielo, pidiendo favor. Los jóvenes se contemplaron asombrados, y en todos los ojos fulguró un relámpago de duda, de duda horrible, que algo tenía de los reflejos del Infierno.

—¡Escoged! —repitió el enfermo imperiosamente.

Y los cuatro mozos se pusieron en pie. Todos querían hablar, pero ninguno se atrevía.

—¿Queréis ignorar siempre, quién no es hijo mío?

—¡Sí! —contestaron a una.

—¿Cede cada cual la parte que le corresponde en favor de los otros?

—¡Sí! —volvieron a contestar.

—Pues bien —prosiguió el enfermo, en cuyo rostro resplandeció satisfactoria alegría—, así lo esperaba yo; estaba seguro de ello. ¡Todos sois dignos de ser mis hijos… Ahora, oíd mi último consejo, mi postrera súplica: yo he perdonado ya, desde que supe todo. Vosotros también debéis perdonar. Que ninguno de vosotros piense mal de aquella a quien debe la vida, porque correría peligro de cometer la mayor injusticia, la de calumniar a la mujer que le llevó en su seno. Pude callar, y llevarme mi secreto al sepulcro, pero no debía yo tomar sobre mí las consecuencias de una falta que no había cometido… Ahora, venid, y abrazadme para que os bendiga; en seguida que entre el notario, y… después… después… rodead mi lecho de muerte, bendecidme, y luego que expire yo, cerrad mis ojos con un beso de perdón!

Pluviosilla, agosto de 1900.

Margarita

Al Sr. Lic. Don Ignacio Pérez Salazar

No me atrevo a decir que ella fué causa de todo. Acaso la buena señora tuvo razón. Era madre y debía alejar a sus hijos de todo peligro. Pero ello es que la muchacha fué a dar, mediante la aprobación del Cura, y gracias a sus buenas relaciones y a su prudente influjo, a la casa del señor Lic. don Marcelino de Aguayo, persona cristianísima, de mediana edad, riquillo, muy acreditado en el foro, bien reputado en el pueblo, casado y… sin hijos!

El Cura vió claramente en el asunto, y le dijo a doña Carlota:

—¿Lo has pensado bien, hija mía? Diez años lleva esa criatura a tu lado; de ti ha recibido piadosa educación, y si tú has visto hasta hoy a Margarita como a hija tuya, ella —que es buena, dulce—, te ama y te respeta como si te debiera la vida. Tienes razón, sí que la tienes, y yo soy el primero en concedértela. Tus hijos van siendo grandes, y son unos chicos simpáticos y listos. Paco tiene ocho años (¡cómo pasa el tiempo! no parece sino que ayer fué el bautizo!) y quien no lo sepa creerá que tiene catorce; Eduardito tiene doce, y quien por primera vez le vea y le trate, dirá, no lo dudes, que tiene más de quince. Son excelentes muchachos, excelentes, hija. ¡Dios te ha bendecido en ellos! No creo, como tú, que el peligro sea inminente… Todo depende de la manera como los eduques, y del modo como dirijas tu casa…

—Sí, Padre; pero… recuerde usted lo que pasó con la muchacha aquella a quien con tanto cariño acogieron en la casa de don Prudencio López… usted sabe en que paró todo. Un matrimonio desigual —¡y, démonos de santos!— puso término a la aventura y al escándalo… Alfonso merecía otra mujer…

—Sí, hija mía; pero tú me permitirás que te diga que Alfonso, que es persona inteligente, rica y culta, no era ni es modelo de honestas costumbres, y que en el hogar —sea esto dicho sin ofensa de la cristiana caridad— no ha tenido nunca buenos ejemplos. Se puede ser rico y laborioso mercader; se puede gozar, como don Prudencio, de magnífica fama comercial; se puede tener el respeto que el dinero trae y lleva, y, sin embargo, no ser ni buen esposo ni buen padre de familia!

—¡Padre!

—Es la verdad hija mía; y, en casos como éste, dehe decirse discretamente, para explicar las cosas… Pero, en fin, tu resolución es irrevocable… Irá esa niña a casa de Aguayo… Y tú quedarás tranquila.

Y allá fué dos días después.

¡Y qué guapa que era! ¡Qué exuberante juventud! ¡Qué grácil hermosura la de la pobre huérfana para quien desde muy temprano tuvo la vida rudezas de madrastra celosa, crueldades e inclemencias de enemigo sañudo!

Esbelta, donairosa, mórbida y siempre vibrante, con todos los fulgores del cielo en los ojos, todas las negruras de la noche en la crencha, en las mejillas rosas de abril, en los labios claveles granate y en la boca finísimas perlas; decidora y suelta de palabra, y graciosa y gentil, era Margarita una presea, un tesoro, diríamos, poniendo en cuenta lo hacendoso de la doncella, cualidad en que parecen ir sumadas casi todas las virtudes domésticas, en Margarita todas muy claras y resplandecientes, y sólo en ocasiones empañadas por cierta ligereza y cierto coquetismo incipientes, y una vehemencia de pasiones afectivas y un raro ardorcillo de alma que eran causa de miedo y desazón en Carlota, siempre que la nubil muchacha, en los arranques de su afecto, acaso de gratitud, y, sin duda alguna, de cariño purísimo, abrazaba y besuqueaba a los niños, sus «lindos hermanitos», como ella solía decir, y como ella no dejaba de repetirlo en frecuentes crisis de pasión, que eran precursoras de largos días de tedio, de profundas melancolías y de tenaces añoranzas.

Doña Carlota, al considerar todo esto, se decía:

—¿Cuál será el despertar de mis hijos, movidos por las efusiones impetuosas de esta criatura?

Esta pregunta, a la cual no daba satisfactoria respuesta el exiguo caletre de la prudente señora, determinó, como queda dicho, la separación de Margarita.

Volvió doña Carlota a su casa, y aprovechándose de la ausencia de los chicos, llamó a la doncella para comunicarle lo que tenía resuelto de acuerdo con el Cura.

—¿Qué mandaba usted? —dijo la joven.

—Siéntate allí, en ese sillón, frente a mí. Tengo que hablarte de un asunto muy serio.

La señora, que en el fondo era buena, sintió un nudo en la garganta. No sabía por dónde empezar. Por fin, habló dulcemente, con suma delicadeza, como si temiera ofender a la joven.

¿Qué dijo? ¿Cómo de insinuación en insinuación logró que la joven recibiera la terrible noticia?

La doncella, asustada, como si estuviera próximo a caer sobre su cabeza, convertido en menudos trozos, el techo que las cubría, preguntó:

—¿Por qué?

—Hija mía —respondió la dama—: por motivos de conciencia!

Pronto comprendió la joven que la dulzura de la «señora» —así la nombraba— no era más que un velo ocultador de algo ofensivo y por extremo cruel. No replicó, no dijo nada en contra de la resolución que le habían comunicado; pero no pudo ocultar su emoción al saber a qué casa debía ir.

—¡No —exclamó, allá no!

Quedóse sorprendida doña Carlota, e iba a replicar, cuando Margarita, serena ya y resignada, agregó:

—Tiene usted razón; ¡allá, allá! ¡Sí, sí, con mucho gusto!

Y mientras la «señora» se retiraba ansiosa de poner término a tan temida y penosa escena, la infeliz huérfana se quedó pensando en la triste desolación de su vida, en el abandono de su alma, en la crueldad con que la apartaban de lo único que para ella tenía luz, flores y alegría, en aquel amor plácido y apacible de los niños, en quienes había puesto todas las ternuras y todas las energías de un corazón adolorido. Ella, ella tenía la culpa de cuanto le pasaba. ¿Por qué, por qué había puesto su cariño en aquellos «muchachos»?

Y en las arcanidades de su mente los llamaba con este nombre, y aun quería encontrar otro, otro más despreciativo. Pero la idea de despreciarlos le quemaba las sienes y bajaba hasta sus ojos en lágrimas que caían en su corazón como gotas de plomo derretido…

Oculto el rostro entre las manos, le parecía a Margarita ver a los niños de vuelta de la escuela: Paquito, cariñoso y amable; Eduardino, grave y atento, ambos con sus libros y sus pizarras bajo el brazo, ansiosos de llegar a la casa en busca de la acostumbrada merienda. La doncella creía verlos entrar; verlos cómo llegaban en busca de ella, para quien tenían mimos y caricias.

Recogió cuanto tenía, guardó todo en un baúl y se dispuso a salir.

—No urge —dijo la señora—, no urge, hija mía… mañana…

—¿Mañana? No, señora, lo que ha de ser tarde que sea temprano!…

—Pero hija…

Y la joven insistió en irse, e insistió de tal manera, que doña Carlota le dijo:

—Bien… Te llevaré, pero sabe que el Sr. Aguayo tiene entendido que irías mañana.

—No; ¡jamás! —replicó—. No será eso motivo de gran disgusto para ese señor. Puede usted estar segura de que me recibirá muy cariñosamente!…

Estas palabras de la doncella parecieron extrañísimas a doña Carlota, pero no le causaron alarma.

—Vamos, hija mía… puesto que lo deseas. Un criado te llevará todo.

En el camino una y otra callaban. Doña Carlota presentía algo fatal. Margarita lloraba a mares, pero disimulaba su pena y enjugaba sus ojos furtivamente.

Casi al llegar a la casa de Aguayo la joven se detuvo… Doña Carlota pensó que Margarita no quería entrar, que repentino arrepentimiento la detenía; mas la joven enjugó sus lágrimas, y, sonriendo tristemente, dijo en tono irónico que para Doña Carlota pasó inadvertido:

—Señora: ¿cree usted que esc señor será bueno conmigo?

—Sí, hija mía. Es un hombre muy honrado… de lo más honorable… Así lo dicen todos, así me lo aseguró el señor Cura.

—¡Ah! Pues si así es… ¡mejor! eso más tengo que agradecer a usted. Ha sido usted como mi madre… Todo lo que soy y cuanto valgo a usted lo debo… Salgo de la casa de usted muy agradecida. ¡Es tan dulce la gratitud! A los niños les dirá usted… ¡No, nada! No les diga usted nada! Pero… que los quieran como yo, que los cuiden como yo los he cuidado.

Y entraron en la casa.

El Sr. Aguayo salía en aquellos momentos. Al verlas lanzó una exclamación jubilosa.

—Bien venidas! ¡Bien venida, Margarita! No esperaba yo verlas hoy… ¡Pasen ustedes!

……………

Tres días después recibió doña Carlota una carta brevísima que decía así:

«Me apartó usted de lo que más quería yo, de lo que más amaba, de lo que amo aún, de esos lindos niños, por quienes fuí buena. ¡Dios se lo perdone a usted! Le acompaño esa carta para que se imponga de ella. ¡Es muy interesante!»

Su agradecida servidora.

Margarita

Doña Carlota desplegó el pliego, y leyó con ansiosa curiosidad lo que en él estaba escrito.

Era una declaración amorosa dirigida a Margarita por Aguayo. ¡Y qué declaración! La infamia y la lujuria la habían dictado.

La buena señora, asombrada, se cubrió el rostro, y exclamó para sí:

—¡Tenía razón el señor Cura!

Para toros del jaral

¡Guárdeme el cielo de pensar y decir que don Malaquías López, como le llamaban algunos, o «ñor» Malaquías, como le nombraban casi todos, era librepensador, espíritu fuerte, o algo así! ¡Nunca! ¡Hay tantos que lo parecen y que no lo son!

Además, ¡quién me ordena juzgar a las personas! Yo tengo mi propia particular psicología, la cual me sirve para explicarme muchas cosas, para darme cuenta de otras, y, por ende, para conceder a cada individuo justa y merecida estimación.

Don Malaquías era lo que Dios le había hecho, y si hablaba como hablaba de los párrocos de Villapaz, se debe a que es parlanchín y suelto de locuela; y que le placía lucirse delante del alcalde y le gustaba halagar el vibrante jacobinismo de Juanito Bolaños, el normalista director de la Escuela «Melchor Ocampo», y contentar al boticario, que era magnetizador y espiritista, y más dado a las cuarenta que a los capítulos y fórmulas de la farmacopea.

¡Qué había de hacer don Malaquías! El hombre tenía «fufú», y por ello le llamaba talentoso el desbravador de chicos; se carteaba con altos personajes, se leía de cabo a rabo los periódicos y tratábase, a las veces, con diputados arbitristas y con señorones metidos en el revuelto belén de la política. Item más: allá en sus floridas mocedades soltó el pelo de la dehesa y aprendió su cacho de latín en el Seminario Palafoxiano.

Más de un siglo —si las tradiciones no mienten— imperó en el pueblo la dinastía de los López, en cuyas manos habilísimas se mantuvieron siempre las navajas y el cetro, de todo poder de Villapaz. Con Malaquías iba a extinguirse tan ilustre familia; sí, pero se extinguiría gloriosamente, por manera digna de tan ilustre abolorio y de un pasado tan brillante.

Don Malaquías no era ambicioso ni avariento de riquezas, honores y cargos. En jamás de los jamases quiso ser alcalde, regidor, tesorero, secretario, juez o mayordomo de cofradías. ¿Para qué? Él con sus navajas y sus tijeras se la pasaba «capulina».

¡Bueno estoy —solía decir— para bregar con mis paisanos! ¡Buen geniecito el mío para que ustedes, ilustres moradores de Villapaz, sufrieran mi «genialidad»! Si algún día (que no llegará nunca) mandara yo aquí, iría de otro modo la procesión, y todo lo veríamos de otra manera. Sí, señores: metería yo en cintura a todo bicho viviente, me fajaría bien las bragas, que no las gasto sueltas, y de arriba abajo, todos entrarían en el aro quieras que no: desde el cura hasta el campanero, ¡desde el síndico y el juez hasta Melchor, el alguacil, cuyos gatuperios me tengo bien sabidos! y… ¡vamos a ver! ¿Quién estaría conforme con mi gestión política, administrativa y social? ¿Quién? ¡Clarinete! ¡Nadie! Así discurro, así pienso yo. Y así se lo «canté», puntual y textualmente, al Gobernador cuando pasó con los ingenieros y con los ingeniosos, y cuando vino con los gringos esos que hicieron el ferrocarril, y ahora quieren aprovechar para una fábrica el salto de Comaloapan. El Gobernador me dijo: «Conozco a usted muy bien: sé lo que vale usted; es usted un buen liberal, amigo del adelanto y del progreso, y puede usted ayudarnos… en bien del Municipio y con provecho propio. El Gobierno necesita un hombre como usted. Villapaz sólo de nombre es Villa… Usted sabe…» ¡Clarividente! ¡Vaya si podía yo, y si puedo! Pero dije: ¡Nones! ¡Cada cual en su casa, y Dios en la de todos!

Los viejos de Villapaz, y con ellos cuantos allí vivían, hasta los extranjeros, declaraban que don Malaquías era muy «leído y escrebido», que era persona sapientísima, con mucha gramática parda, y capaz de cortar un pelo en el aire; que todo entendía, y que metido en casa y encerrado en el obrador, tusando pelambres y raspando jetas, charlando en la botica o de plática en el mostrador de Indalecio Bardales (un hijo de Colindres, con trazas de futuro banquero), era el primer ciudadano de Villapaz.

Como la fronda no se mueve sin la voluntad de Dios, así nada era posible en aquel pueblo sin la opinión y el voto de la conspicua personalidad barberil. Sabíanlo todos, y nadie decía oxte ni moxte. El barbero ponía y disponía alcaldes, regidores y secretarios: traía y echaba maestros; residenciaba tesoreros; armaba y desbarataba negocios ajenos; decidía en los asuntos edilicios, y todo sin aparecer en escena, desde el telar o entre bastidores, con la purita verba, con vivísima charla, mientras el cliente aguardaba el turno, mientras los parroquianos —que lo eran cuantos barbados y empelados alentaban en Villapaz— yacían inermes entre aquellas manos habilísimas, y en aquel sillón forrado de bayeta roja, potro monumental perdurable, que, llegado al pueblo en dichoso día, significó progreso altísimo de la cultura Villapaciega.

—Señor Malaquías… —llegábase diciendo el normalista—. Hace tres meses que no me da un centavo el Tesorero… Voy… y me contesta que espere yo: que ya viene la cosecha del café… ¡Y apenas estamos en agosto! ¡Triste suerte la mía! ¡Estudiar tantos años en la Normal, para… llegar a este punto!

—Hablaré con el Alcalde —respondía protectoramente el señor don Malaquías.

Y pronto recibía Bolaños cinco o seis duros, en abono de los sueldos vencidos, durillos que Lo sacaban de apuros y le sabían a gloria.

—Don Malaquías… —suplicaba un vecino, Bardales o Pérez—. ¡Sabe usted! ¡Qué injusticia, estando como están los negocios, con el café tan bajo! Me han subido el derecho de patente. Arrégleme usted eso…

—Yo me apersonaré con el Síndico. ¡Te bajarán ya la cuota! ¿Qué es eso de cargar la mano a las gentes trabajadoras? —respondía el barbero.

Se apersonaba Malaquías con los ediles, con el Secretario y con el Tesorero, y el quejoso era oído. Rebajábanle la cuota y seguía pagando lo mismo que en años anteriores, por más que fuese patente la prosperidad del mercader, y por mucho que el normalista, a pesar de su ateísmo, estuviese a punto de rezar, a gritos, el Padre Nuestro en medio de la plaza un día de tianguis, y tentadísimo de mandar al diablo la metodología, dejar los estudios y meterse a predicador, o lo que es lo mismo, a periodista, para decir al Gobierno cien mil perrerías y clamar contra aquella política retrógrada y contra aquella administración, que importaban un anacronismo en las postrimerías del siglo de las luces.

¡Qué excelente y servicial don Malaquías! Pero… ¡cuidado! ¡Cuidadito con no tenerle satisfecho en aquello en que cifraba su vanidad! Dígalo el maestrito aquél que no regenteó la Escuela arriba de dos meses y medio. El pedante mozuelo, a poco de tratar a don Malaquías, con quien tuvo acaloradas discusiones, dejóse decir, cierta noche, en un corrillo, que el barbero era un «ignorante!»

¡Mayor blasfemia no fué proferida, que sepamos, por boca satánica!

¡Nunca hiciera tal, mozo tan desdichado! De nada le valieron títulos profesionales, saberes esotéricos y recomendaciones de gente de pro. Alguno de los oyentes contó el caso, y la «palabrita» fué causa de infortunio para el presumido lenguaraz.

Al saberla don Malaquías, alzó los hombros desdeñosamente y se engolfó de nuevo en la lectura de un periódico favorito. Pero, días después, en cabildo pleno, dió cuenta el Secretario de un memorial muy «punticomado, muy lógico y muy enérgico», dirigido al H. Ayuntamiento por padres y tutores de cuantos niños concurrían a la Escuela. Pedían que el maestro fuese despedido por inepto, y que sé trajera un profesor competente, de «más ciencia», de «mejor personalidad», de «mayor representación», y que no viniera a revolver al pueblo y a difamar a los vecinos.

Entre las firmas de los concurrentes estaban las de todos los concejales; de modo que no hubo discusión, y el normalista hubo de hacer la maleta un día después, cargó con sus libracos, y, sin lograr que le fuesen pagados sus alcances, tomó camino en busca de tierras más propicias y cultas.

No faltaban en Villapaz quienes dijeran que don Malaquías era impío, hereje, protestante y masón. Los que tales cosas decían no pasaban de tres: la santera de la ermita del Niño Cautivo, una vieja chiflada, y dos vecinos revoltosos y díscolos, de oficio… barberos.

¿Por qué se expresaban en esos términos? Los barberos, por chismes del oficio; la beata… porque era beata.

Cierto es que don Malaquías hablaba siempre mal de los sacerdotes que llegaban a apacentar las piadosas greyes de Villapaz. Decía de ellos poco, pero eso era suficiente para que los malaventurados rectores, a poco de su arribo, tuvieran que tomar el portante.

La parroquia de Villapaz tenía fama de pingüe, ¡vaya que sí! como que según cálculos, podía producir largos tres mil pesos; el clima era bueno, la casa cural regularcilla; la región muy rica en aguas regadizas, y el suelo productor de pinas fragantes y de mangos melifluos.

Todo a pedir de boca; pero los párrocos duraban allí lo que dura en el triste una alegría. El Obispo, aunque discreto y machucho, no sabía qué hacer, y la fama del pueblo corría en proverbio entre la clerecía:


¿Vas a Villapaz?
Pues… pronto volverás.
 

Y eso que S. S. I. les mandaba de lo mejorcito que Dios le daba; curas jóvenes y viejos, teólogos y lárragos, mexicanos y extranjeros; cleriguillos guapos como San Luis Gonzaga, y españoles burdos y recios que habían sido castrenses y capellanes de barco. ¡Ni por esas! A poco de llegado al pintoresco pueblecillo, cátense ustedes capitulado al nuevo cura, por esto, por aquello, o lo de más allá, y… ¡Venga cura nuevo!

A no ser por causas de grave responsabilidad prelaticia, el Obispo habría dejado sin párroco a los villapaciegos. Conviene saber que si la nueva víctima tardaba en llegar más de ocho días, allá van ocursos al prelado, y allá iban comisiones y delegaciones del pueblo, presididas casi siempre por el mismísimo don Malaquías.

—Padre Domínguez —dijo cierta vez S. S. I. a un clérigo de aspecto tímido y bondadoso, muy vivos y brillantes los ojos, mirada inteligente y finos modales—, he dispuesto que vaya usted a Villapaz.

Ilustrísimo señor… —murmuró el sacerdote repitiendo «in mente» las rimas del proverbio.

—Sí, irá usted. ¡Yo no sé qué hacer con esa parroquia! ¡Mucho tino! ¡Mucha prudencia! Y sobre todo, y ante todo: ¡suma caridad! No hace ni un mes que mandé al P. Gorostegui, y esas buenas gentes ya no le quieren y me piden… ¡lo de siempre!, otro cura.

—Como V. I. lo ordene —contestó resignado el humilde levita.

—¡Bien! —prosiguió S. S. jugando con su cruz pectoral—. En Venta-Blanca se encontrará usted con el P. Gorostegui. Allí se verán ustedes, probablemente almorzarán juntos y él dará informes de aquello. El sitio es muy pintoresco… ¡Ea! ¡A trabajar! ¡Que no falte misa el domingo! ¡Que Dios Nuestro Señor le acompañe, P. Domínguez!

Entre once y doce de la mañana, se encontraron en Venta-Blanca los clérigos. Almorzaron juntos en el portalón de la venta.

—¿Qué tal le fué en Villapaz? —preguntó dulcemente el P. Domínguez.

—¡Pésimamente! —prorrumpió el español—. ¡Pardiobre! ¿Sabéis que he sido capellán de tropa? ¿Sí? ¡Pues ni esa gentulla me dió más guerra! Y, guarda Pablo que eso sí que es canela, y de la fina! ¡Aquello no puede ser peor… en cuanto al modo de ser, vamos! Y cuenta que las gentes son piadosas, dulces, amables. Cuanto a costumbres… ¡Pecadores! ¡Pecadores! ¡Hijos de Adán y Eva! ¿La feligresía? Corta y con buenos caminos. ¿El curato? Productivo. ¿La casa? Buena. Pero ya sabéis:


En Villapaz, si vas.
No durarás.
 

—Pues, entonces, compañero, dígame: ¿Por qué no permanecen los curas en ese pueblo?

—¡Bah! —exclamó estupendamente Gorostegui—. ¡Tonterías!

—¿Cuáles son ellas?

—A ello voy.

—Oigamos… oigamos.

—Allí nadie va al templo, como no sean tres o cuatro vejezuelas, la santera, que casi lo es, el sacristán, el organista, el cantor y los monagos.

—¿Pues no decía usted, hace poco, que los de Villapaz son piadosos?

—¡Como piadosos, lo son!

—Pues entonces no me lo explico.

—Oídme.

—Atento estoy.

Acomodóse en el banco el P. Domínguez, repantigóse en su tosco sillón el P. Gorostegui, y habló así:

—Son creyentes y piadosos. Ni la enseñanza laica ni los periódicos han sido parte a debilitar allí la piedad y la fe. ¡Si a las veces me parece aquello, salva la naturaleza tropical, como remedo o trasunto de algún pueblo encantado!

—Pues no acierto a comprender.

—Habéis de saber que hay allí un rapabarbas llamado Malaquías, tenido en opinión de sabio. ¡Buen pez! Acúsanle de impío, hereje y carbonario; mas tengo para mí que le calumnian la santera y los dos barberos enemigos del Malaquías. ¡Buena pareja! El barbero paréceme hombre de bien, y de los muy listos. No es rana, y maneja a todo el pueblo como Maese Pedro sus títeres. ¡Quise conquistármele, pero ya era tarde! Cuentan que algo sabe: que hizo estudios de gramática en no sé qué seminario, y se tiene por fuerte en varias disciplinas. Pienso y creo que el barbero ése es el menos borrico de todo el pueblo. ¿Os dije que intenté atraérmele? ¡Bien! Pues era tarde. Es el caso que… Llegáis, mandáis al campanero que anuncie sermón, llaman a tal, la iglesia se llena, viene todo el mundo… Malaquías «in cápite». ¡Pardiobre! ¡Ni con la elocuencia de cien Crisóstomos, mil Ambrosios y cien mil Agustinos, sacaríais fruto! Subís al púlpito, ponéis el texto, decís: «Capítulo cuarto, versículo sexto» (los que fueren), y tenéis delante al Malaquías, pendiente de vos y haciendo señas de que no aprueba lo que habéis dicho. Luego después, a la salida, allá se va, de corro en corro, de casa en casa, de taberna en taberna, diciendo y repitiendo que el cura es un ignorante; que, como a todos consta, no sabe más que hasta el «capítulo cuarto y hasta el versículo sexto». Le creen cuanto dice, y los pobres rústicos y las personas sencillas, que piensan que un cura debe ser un Santo Tomás de Aquino, no vuelven al templo, como no sea para cristianizar muñecos, para casarse o hacerse felices, que todo es uno, o a pedir responsos para sus difuntos. ¡Y no sé cómo, porque allí no se muere nadie! ¿A misa? El domingo, y esto… uno, dos tres… y paremos de contar. ¿Dijo el Malaquías que erais ignorante? No hay remedio: nadie quiere oír la divina palabra. Y en seguida: al Obispo; que mande otro párroco.

Terminó el almuerzo, despidiéronse los clérigos y caballeros en sendas mulas, seguido cada cual de su espolique, echaron por caminos opuestos.

Sábado por la tarde, a tiempo que la campana mayor de Villapaz, una campana muy sonora —orgullo y amor de los villapaciegos— convocaba al sermón, tres o cuatro vecinos fueron a la barbería de López.

—¡Conque tenemos nuevo cura!

—Que será como todos… ¡El gran ignorante!

—¿Va usted a oírlo?

—¡Clarinete! Vamos, pues.

Don Malaquías tomó el sombrero —un fieltro pringoso—, armóse de bastón, cerró la puerta del «establecimiento», y en paso muy gravedoso, charla que te charla por el camino, se fué a la iglesia con la compaña.

Lleno estaba el templo. A no ser tanta y tan grande la popularidad de Malaquías, trabajos tuviera éste para ganar el sitio que había de ocupar con su persona en circunstancia como aquélla.

Sonó la hora en el cascado reloj de la sacristía, y el buen P. Domínguez, revestido con roquete lujoso, baja la mirada, el andar modesto, las manos juntas sobre el pecho, apareció en el presbiterio. Oró breve espacio de rodillas delante del altar, y lentamente, precedido de dos monacillos, dirigióse al púlpito.

Más de mil miradas estaban fijas en el párroco, el cual se santiguó, hizo al Sacramento la reverencia debida, se clavó el bonete y volviéndose a la pilastra frontera, descubrió o creyó descubrir, por las señas que le habían dado el sacristán y la santera, al famoso don Malaquías, el susodicho pez.

Tras pausa prolongada, que avivó en los presentes el interés y la curiosidad, en alta voz, con acento clarísimo dijo el texto:

—«In verbo antem laxabo rete».

Y tradujo:

—«No obstante, en tu nombre echaré la red».

Detúvose y agregó:

—Palabras tomadas del Santo Evangelio de San Lucas. «Capítulo: cinco millones, trescientos cuarenta y tres mil, quinientos catorce».

Volviéronse todos a ver a don Malaquías, en cuyo rostro se manifestaba extraordinario asombro.

¡Qué de interrogaciones, en todas las pupilas! ¡Qué de frases admirativas en todos los labios!

—¡Esto sí! —exclamó el barbero, olvidándose del respeto debido a la casa de Dios, en momentos en que el P. Domínguez daba comienzo a un sermón en estos términos:

—«Hermanos míos: ¡Es infinita y portentosa la sabiduría de Dios Nuestro Señor!…»

Hace más de diez años que el P. Domínguez es cura de Villapaz. Allí le tienes, lector paciente, de enero a enero; allí vive, querido, respetado y muy contento de sus feligreses. A menos que le hagan canónigo, que no le harán, porque donde está es más útil, allí se dormirá plácidamente en el Señor y allí le darán los villapaciegos cariñoso sepulcro.

Don Malaquías, ya muy viejo y lleno de achaques, vive también allí, quiere mucho a su párroco, le admira, le aplaude y le venera; es jefe de los claveros del Santísimo, preside la Conferencia de San Vicente de Paúl, se pasa la velada en la casa cural en amable tertulia, y sigue sosteniendo en sus manos trémulas y torpes, pero fuertes aún, el cetro del poder, en el pueblo dichoso de Villapaz.

Genesiaca

No hay duda, está chiflado.

Lo repiten allí y pueden afirmarlo quienes le hayan oído. A lo mejor sale con dichos y ocurrencias que no le acreditan de cuerdo, sino de persona desequilibrada —como se dice ahora—, lo cual es tanto como asegurar que tiene flojo alguno de los tornillos más importantes del cerebro. Cervantes, el insigne manco, que no lo era para escribir de locos en libros inmortales, diría de don Aristeo que va en camino de parar en la casa del Nuncio.

¡Qué viejo tan afable y simpático! Dióle el Señor ingenio, viveza, voladora fantasía, fácil palabra y cierta maliciosa intención, muy alegre y donosa, para contar y referir. A cada momento da muestras de ser discretísimo, de que posee criterio muy sólido, y de que, cuando se mete en filosofías, no es brillo de oropeles su palabra conceptuosa. Padece de cuando en cuando tristezas y mutismo, y nublos de la mente le tornan, aunque por breves horas, huraño y desabrido.

Parlero y locuaz, si está de vena, es un gusto el oírle. De aquella boca desdentada salen a porrillo anécdotas, cuentos, chascarrillos y coplas, como guindas de cesta, enredados los unos en las otras.

No falta quien diga que el espiritismo le trastornó la cabeza. ¡Mentira y calumnia! Lo cierto, lo que nadie ignora, es que don Aristeo no tiene vacíos los mejores aposentos del piso alto, y que, cuerdo o no cuerdo, chiflado o no chiflado, el buen señor no es un bobo; que tiene trastienda y que le sobra pesquis para manejar sus dinerillos y para discurrir con acierto, y largo tendido, en muchas materias diferentes.

Todos le quieren, le llaman, le buscan y no hay en el pueblo mentidero ni corrillo que no le cuente suyo, ni comilona, merienda, jira, boda o baleo en los cuales no esté.

Lleva treinta y pico de años de haberse retirado a Torre-Blanca, deseoso de vivir allí vida silenciosa y modesta. Parece que, allá en sus verdes mocedades, fué muy dado a lujos y aventuras galantes.

Ni por un día ha dejado su traje característico, único en el pueblo: levita negra de mangas muy ceñidas; chaleco de piqué; pantalón angosto, que cae sobre unos botines de gamuza con punteras de cuero charolado; camisa albeante, sin brillo ni almidones, que asoma en puntas y tirilla, de entre las vueltas de la corbata sofocante. Prendas secundarias: pañuelo monacal; chistera que suele ir despeluzada, y… capa española.

Ni por las nueve cosas soltaría su capa. En lo más ardiente del estío —¡y aquellos son calores!—, cuando hierbas y frondas languidecen y los ganados buscan la sombra de los mangueros y en valles y montes extiende sus velos la calina, ahí va don Aristeo callo arriba y calle abajo, abrigadillo y sudoroso. Decidle media palabra acerca de esto y responderá: —«Contra solazo… capotazo!»

¡Singular personita! Cabeza vivaracha y esférica; nariz roma; barbihecho siempre; rugosos la frente y los carrillos, ojuelos vivísimos y maleantes.

Ha leído mucho, sabe mucho y entiende y habla de todo: pero la erudición y el saber de don Aristeo tienen su dejo volteriano.

El tema del buen hombre no es, como pudiera pensarse por lo que dice, el espiritismo o el perfeccionismo absoluto, quia, no: es el talento. Que sepa de alguno que le tiene y desde luego contará el tal con la simpatía cariñosa de tan excelente caballero.

—En eso del talento… —nos platicaba cierta noche en la botica, que es el casino de Torre-Blanca—, ¡en eso del talento miro patente el origen divino de la especie humana! «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza…»

El viejecillo es baltronero, nunca deja meter baza, y si atrapa la hebra no para hasta deshacer el ovillo.

—¡Vamos al asunto, amigo y señor don Aristeo! Si eso piensa usted, ¿cómo se explica, entonces, la existencia de los tontos? Porque… ¡vaya si los hay!

—¡De que los hay, los hay y la desgracia es dar entre ellos! —exclamó con suma vehemencia.

—Ahí tiene usted —prosiguió diciendo el interruptor—, ahí tiene usted al hijo de don Bonifacio, a Saturnino, ese pedazo de atún, que se ha jugado, donde yo me sé, hasta la santa memoria de sus padres; ahí está Juanito Peteneras, el chico ése cuya sangre es tan densa que apenas le corre, y que pretende meterse a tenor cómico para dedicarse a lo flamenco: ahí está Paulita, la viuda del doctor Fioraventi, que casó con el Perico Vela, quien le tiró en parrandas cuanto achocó el difunto; no lejos de aquí vive y perdura doña Robustiana, que cuando lee en las cubiertas de la «Revista Melódica» nombres de valses, nocturnos, danzas, «chótises» y «tustepes», como los títulos suelen ser poéticos, dice que son versos los rengloncitos de la lista!

—¡Hola! ¡Murmurador y maldiciente! ¡Guárdeme Cristo de tratar con tontos! ¡Huyo de ellos; pero los compadezco de todo corazón! ¡Qué culpa tienen de haber sido… de los últimos!

—¿De los últimos? —preguntéle—. ¿Qué quiere usted decir con eso?

—A explicarlo voy. Sépanse ustedes, señores míos, que me lo tengo muy bien estudiado. Huarte, el ilustre Huarte, en su «Examen de Ingenios»…

—Ha dicho usted que las personas escasas de aquello con lo cual se hacen los buenos sermones, fueron de los últimos… y…

—¡Poco a poco, amiguito! Poco a poco hilaba la vieja el copo —dijo don Aristeo, arrebatándome la palabra—. ¡Tate! No se ganó Zamora en media hora.

Sentóse el anciano, cruzó la pierna, se afirmó la chistera, y, levantando, por cada lado y al mismo tiempo, los chafados embozos, dijo sentenciosamente:

—Hay muchas clases de tontos. Los tengo así clasificados: tontitos: los pobres de espíritu que no merecen ni pena ni gloria; semitontos: la mayor parte de las gentes; los tontos públicamente reconocidos tales; tontos de tontos: los de capirote; tontos cultos; y… tontos cultísimos. Éstos suelen ser muy nocivos a pueblos y naciones. Pues bien: así como los mandamientos del Decálogo se encierran en un par de preceptos, los tontos se dividen en dos grandes grupos: tontos soportables, unos; insufribles, otros.

—¡Bravo! Pero, sepamos: ¿cuáles de ellos fueron… de los últimos?

—¡Tontos! Escuchadme y no me interrumpáis.

Nos dispusimos a oír atentamente.

—Habéis de saber, señores, que si damos crédito a viejas tradiciones masoréticas y cierta leyenda rabínica, faltan en el Génesis algunos importantes versículos, los cuales (así lo reza un alfarrabio que yo tengo y que guardo como preciosa margarita) encajan en el capítulo primero o en el segundo, del sagrado libro. Esos versículos tratan de la creación de… los tontos.

—Oigamos —dijimos en coro.

—¡Silencio! Es de creerse que ese pasaje fué quitado del sagrado texto, por mano de alguno que se creyó aludido. E hízolo por tal manera, con habilidad tan peregrina, que no han valido cuentas de masoretas para comprobar el horrendo sacrilego atentado.

La infusión del espíritu divino por el soplo del Señor no fué hecha sino cuando todos los cuerpos humanos estuvieron concluidos. Jehová formó de lodo y con sus propias manos el modelo: Adán. La formación de Eva, como tenéis sabido, fué posterior. «En cierto modo», también la «buena» esposa del primer hombre fué… última. ¿No hay aquí feministas? ¿No? Pues… ¡adelante!

Como para Jehová no hay nada oculto, y, por ser quien es, conoce lo presente, lo pasado y lo futuro y era sabedor de la ingratitud de aquellas criaturas… (en proyecto)… las cuales habían de vivir empeñadas en quebrantar, a más y mejor, la ley divina y en revolverse, olvidando el origen de su linaje, en el lodo y en el fango de la concupiscencia, no quiso ocuparse en plasmar tantos millones de millones de muñecos, y dijo a los ángeles:

—¡Ea! ¡Venid acá, señoritos y siervos míos! Voy a claros quehacer! ¡Dejaos, por ahora, de cantar mis altezas! ¡A Dios alabando… y con el mazo dando!

Entonces… Esto acaecía en las llanuras arias, en las orillas del Oxo, a los rayos de un sol flamante, acabadito de estrenar; de un sol sin lunares ni manchas ni desconchaduras, sin nada de todo eso que trae tan ocupados a los astrónomos de ambos hemisferios.

Entonces… se abrió el dombo cerúleo (que diría un poeta), abrióse de pronto, dejando ver espacios infinitos y misteriosas lejanías, tan luminosas que parecía el sol como luz de cerilla. Y bajaban, y bajaron, y siguieron bajando legiones y legiones de ángeles, radiosos, níveos, de luenga, flotante y vaporosa veste. Venían en ringlas paralelas, interminables, que se movían y ondulaban en los piélagos del espacio como cintas de tul, como jirones de gasa sueltos y entregados al viento.

Eran los ángeles garridos mancebos, de alas corvas y largas; unos pelinegros, otros pelirrubios, de ojos negros o azules, ebúrnea la cutis, con un lucero flamante sobre la frente; gentiles y etéreos. Como solamente ha sabido pintarlos Bouguereau.

Por célebre que fuese, aquel descenso de las tropas angélicas, falanges del Dios de los ejércitos, tardó las horas y las horas.

Unos traían peroles de platino, limpidísimos, resplandecientes; otros, cucharones y trébedes; éstos, tridentes de hierro damasquinado; aquéllos, cucharillas de oro: prodigio de la celeste orfebrería.

¡Y qué guapos eran los ángeles! ¡Qué sangre tan ligera! ¡Qué alegres y decidores! ¡Qué risueños y gárrulos! ¡Gente joven! ¡Gente joven que con todo y en todas partes se divierte!

Esparciéronse pronto en la llanura. Mientras unos amasaban limo, otros acopiaron leña, armaron hogueras, plantaron trébedes y asentaron peroles. ¡Cómo ardían y con qué fragancia el sándalo y el cinamomo!

En tanto vinieron, venían y seguían viniendo ángeles y más ángeles portadores de saquillos de tisú (regiamente broslados, dice mi libro) y de esbeltas anforillas de cristal, cerradas y selladas también.

Y vaciaban en los peroles el misterioso polvo que había en los saquillos y cierta materia humeante y de olor peculiar contenida en los vasos.

Los demás ángeles atizaban el fuego y removían la mezcla, muy diligentes y afanosos.

Entre bromas y charla se pusieron a la obra los plasmadores. Reían de buena gana, como turba de malévolos estudiantes. No se estaban quedos ni un segundo. ¡Bonita diversión la de hacer muñecos! ¿Salía uno deforme? Silbidos y vaya. ¿Un tuerto? ¿Un cojo? ¿Un narigón? Carcajadas y gritos. Luego le remedaban y decían: —«Uno… dos… tres…» ¿Un lindo palmito? Vítores y aplausos. Hicieron de todo: beldades gentilísimas y gallardos varones; jibosos grotescos y lindísimas pollas; corpazos hercúleos y monicacos enclenques y risibles.

Era tanta la bulla, que vino Miguel con sus tenientes —unos mancebos muy guapos—, y recorrieron los grupos, luciendo la flamígera. Reprendieron aquí, amenazaron allá, recomendaron en todas partes discreción y juicio y dictaron severísimas órdenes. ¿Ordencitas? ¡Buenos estaban ellos para ordencitas! Los muy tunantes siguieron haciendo de las suyas.

El guiso (llamémosle así) estaba en punto. Los plasmadores habían terminado su tarea, y sólo faltaba llenar cabezas, pues todos los muñecos tenían el cráneo hüero.

La manipulación no era difícil; una cucharada de almodrote por cabeza, una palmadita en cada frente y… luego ¡que viniera Dios a animar peleles cuando lo creyese oportuno!

Era el guiso, o el «preparado» (¿no dicen así los químicos, señor farmacéutico?), a modo de papilla espesa, con grumos y nubarrones grises, no toda ella bien batida, o bien emulsionada.

¡Manos a la obra! Apercibiéronse los ángeles con sendas cucharillas y principiaron a rellenar cabezas.

Al principio se hizo todo en orden, a las mil maravillas, como estaba ordenado: depositaban cuidadosamente en la cavidad craneana una porción del bien mezclado almodrote. De esta tanda fueron Newton y Laplace, Copérnico y Leverrier, Aristóteles y Santo Tomás de Aquino, Rafael y Miguel Ángel, Beethoven y Wagner, Virgilio y Horacio, Dante y Shakespeare, Lope de Vega y Cervantes, Calderón de la Barca y Quevedo, Velázquez y Murillo, Sor Juana y Ruiz de Alarcón. Al llegar a éste, Uriel, que es compasivo y muy afecto a poetas, exclamó, al ver las corcovas del muñeco: —«¡Pobre de ti! ¡Qué feo! ¡Pierde cuidado!». Y, diciendo y haciendo, abrióle el ventanillo frontal y echóle por allí tres o cuatro cucharadas de lo gris y otra más por si faltaba, de lo fino, de lo que necesitan muchos dramáticos y muchos amantes o cultivadores del «género chico».

Llegóse a Napoleón y no pudo contener la risa.

—¡Qué chirriquitín! ¡Vamos! Para que hagas mil cosas… ¡hasta versos! Y Uriel le dió de pródigo y despilfarrado. Supongo, amigos míos, que así se portó con otros muchos y debemos esperar que cualquier día se nos aparezca alguno de ellos. ¡Se cuenta que vienen de siglo en siglo!

Un grupo simpático modelaba en silencio. ¡Qué lindo muñeco! ¡El tipo supremo de la belleza máscula!

Alguien que pasaba le derribó, le estropeó un pie, y le dejó lisiado. El ángel quiso corregir el defecto, pero el barro se había endurecido. Entonces entreabrió suavemente la frente apolínea de la estatua y llenóla. Ese muñeco fué Lord Byron.

Un grito alarmante resonó en la llanura:

—¡Se acabó el almodrote!

Quedaban por llenar muchas cabezas, muchas. ¡Tantas! Fueron revisadas las pailas.

¡Vacías! En algunas quedaba algo, empedernido. Y lo aprovecharon en algunos; en los que son duros de seso.

¿Qué hacer? Después de mucho hablar y mucho discutir (de la discusión brota la luz), gritó un angelito:

—¡Eureka!

Habló con éstos, con aquéllos y con los de más allá, y, en un santiamén, fuéronse y regresaron. Volvieron muy cargados con sacos de harina. De cuanto hubo en la despensa y en las alhóndigas del Empíreo.

Harina de todas clases, desde la que próceres, magnates y reyes consumen todos los días en bollos, emparedados y hojaldres, hasta el moreno y vil acemite, que hace pambazo y que sirve de alimento a mendigos, braceros, tropa y… demás gente ordinaria.

Y… ¡a vaciar sacos de harina en los peroles! ¡Y a sacudir en ellos saquillos vacíos para juntar algo del gastado condimento! ¡Y a remover el fuego! ¡Y a escurrir ánforas! ¡Y… a preparar engrudo! No faltó el agua. Diéronla los remansos del Oxo. Alguna trajo su poquito de fango… (Esta circunstancia explica muchas cosas: calumnias, infamias, traiciones, dolos, ingratitudes, etc., etc.).

Hicieron el engrudo y… con engrudo llenaron la cabeza de los últimos muñecos. Los tales fueron… los tontos.

—Diga usted, don Aristeo —saltó diciendo el boticario cuando cesaron las risas—: ¿y todo eso está contenido en los trozos quitados al texto mosaico?

—No —respondió, concomiéndose, el viejecillo—. En mi alfarrabio.

—Y diga usted… —me atreví yo a preguntar—. Nosotros, los presentes, ¿somos de los primeros o de los últimos?

—¡Sábelo Dios!

—¿Y usted? —preguntó en seguida el doctor Pérez, que no había chistado ni mistado.

—¡De los últimos! ¿No dicen ustedes, en ausencia mía, que mi cerebro no anda bien?

Callamos confundidos. No faltó quien rompiera el silencio:

—¿Cuáles son los tontos… insufribles?

—No es difícil responder —contestó don Aristeo, levantándose—. ¿Quiénes? Pues… aquellos que presumen de tener talento, y… no le han.

Pancho El Tuerto

Después de aquel discurso tan erudito, repleto de citas de filósofos y de sociólogos, desde Aristóteles hasta lo más fresquito de los tomistas al uso, el Deán sorbió un polvo de lo más rico, se limpió las narices con el rico pañuelo de seda, doblóle poco a poco, arrellanóse en el comodísimo sillón y se preparó a escuchar atentamente, seguro de no ser vencido por su antagonista, y dispuesto a replicarle si era necesario.

El vejete, famoso gregoriano, discípulo de Rodríguez Puebla y compañero del «Nigromante», hizo una mueca, un gesto de mico, se colocó sobre las rodillas, asiéndole por los extremos, el bastoncillo de áureo puño y pulida contera, y, vivísimos y chispeantes los azules ojos, las cejas móviles, tremulillo el mentón, fluctuante de la sonrisa, se expresó en estos términos:

—¡Norabuena, señor y amigo mío! ¡Allá va un sucedido! Érase que se era, hace muchos años… en aquellos felices tiempos de Su Alteza Serenísima, cuando la ciencia y los saberes de todos residían en clérigos de campanillas, frailes graves, «doctores de la ley» y licenciados «in utroque», y ante todo y sobre todo, en mi grande y respetado amigo don Lucas Alamán, un cierto individuo, Francisco de nombre, a quien todos llamaban Pancho. Decidor y agudo cuando estaba en su juicio, subía y bajaba en pos de sus amigos (que los tenía por docenas y muy generosos), a quienes entretenía gratamente con dichos, coplas y cuentos, sazonados a veces con uno que otro remoque.

Pancho estaba en todas partes: en los corredores de Palacio y en el torno de las Capuchinas; en el pórtico del Gran Teatro Santa-Anna y en la portería de Santo Domingo: en los bancos de las cadenas, en conversación con pensionistas famélicos y estudiantes de tuna, o en la celebre alacena de don Antonio de la Torre, de charla con literatos y gaceteros.

Era conocido de mil personas conspicuas y de viso, las cuales solían premiar sus gracias con una columnaria o con un medio nuevecito, y lo mismo «se trataba» —así lo decía él— con el canónigo Moreno y Jove que con el Ministro Tornel; lo mismo con los cómicos de Puerto Nuevo que con los frailes de la Merced; lo mismo con don Lucas, tan serióte y estirado, que con don Marcos Arróniz, quien, a pesar de su melancolía, era festivo y bromeador.

Pero también le conocían en otras partes… en todas las pulquerías de la Muy Noble y Leal Ciudad de México.

Lépero más listo y agudo que él no se produjo nunca, ni le hubo más típico en la ostentosa y envanecida capital, desde los tiempos venturosos de Bucareli. Pancho parecía favorecido por el cielo con milagrosa y rarísima virtud, con esa que a pocos santos fué concedida, y de la cual gozó —según consta del respectivo proceso— San Alfonso María de Ligorio: del don de ubicuidad. Era como el aire que por doquiera se colaba sin ser visto ni esperado. ¡Qué de veces al bajar del acuerdo algún Ministro, Tornel o Alamán, al descender del púlpito el obispo Madrid; al salir del «Siglo» Guillermo Prieto, o al llegar don Mucio Valdovinos a la librería de Andrade, o a la «Gran Sociedad» Panchito Zarco, no se encontraron con la carucha de Pancho, ¡siempre amable, siempre risueño, siempre simpático! ¡Y qué cara! ¡Por S. A. S., por la Orden de Guadalupe, que otra mejor y más típica no iba ni venía por Plateros, ni lucía en la Viga, ni se paseaba en la Alameda! ¡Buenos ratos que dió Pancho al Conde de la Cortina, el tremendo aristarco de «El Zurriago», vapulador de las literaturas «crucificada» y «florida»!…

—Y… (a propósito, señor Deán: ¿no cree S. S. que buena falta que nos hace, al presente, el señor Conde, con su periodiquito y su presunción y su «Diablo en el Baile»?) Pues… como iba yo diciendo… ¡Buenos ratos que gozaban oyéndole en la concurrida alacena, en aquel mentidero de sénecas y de poetas melenudos, en aquellos portales por donde arrastró sus desengaños amorosos, muy embozado en su capita, el infortunado Rodríguez Galván!

Nunca pedía el buen Pancho, y todos le daban; nunca se ponía en acecho de un protector, y siempre el dadivoso le tenía delante.

—¡Ya no sé qué hacer! —dijo en cierta ocasión el Obispo Madrid—. ¡Qué haré con ese hombre! ¡Si hasta en la cátedra sagrada le tengo delante! Me asalta al paso cuando bajo del coche; do quiera me lo encuentro; por doquiera lo veo… ¡Creo que le he administrado más de cien veces el sacramento de la confirmación!

¡Claro! ¡S. S. I. era generoso en demasía! ¡Como que en su casa, según dicen, y de ello pudo dar fe don Tomás Gardida, se gastaban mensualmente más de cuatrocientos pesos… en… chocolate!

Lo malo está en que Pancho… bebía de tiempo en tiempo más de la cuenta; que era muy dado al blanco líquido y a las mixtelas, y que se echaba unos zarambecos y cogía unas monas, que… ¡Jesús nos valga! ¡Cuántas noches no le dió la Diputación cómodo y oportuno hospedaje! Sepa usted, señor Deán, que no gusto de hipérboles, pues, como solía decir don Luis de la Rosa, por la hipérbole estamos en México como estamos. ¡Todo es aquí una hipérbole! No gusto de exageraciones, ni hay motivo para que yo difame tan cruelmente a Pancho «el tuerto». ¿Tuerto dije? Tuerto era, ni más ni menos que Camoens y que Bretón, mi amado Bretón de los Herreros, «gloria y regocijo del teatro español». ¡Qué aficionado al pulque! ¡Desde Regina hasta el Carmen no había bebedor que se le igualara!

Pero, vamos al cuento.

Cierto día, un día solemne en que repicaron todas las campanas, en que «rugieron sonoramente los cañones», en que S. A. S. ostentó en la Insigne y Nacional Colegiata prestigioso manto, que, por fas o nefas, se congratulaba con todos en todo regocijo público o privado, fué a la Villa, y de allí volvió haciendo equis, cantante y turbio, más que turbio crepuscular, y llegando a Santa Ana, camino de su casa, que estaba por el Carmen, dió en la tienda de un rapabarbas, amigo viejo, maleante si los hay. Allí cayó, y allí lo recogieron… caritativamente.

Diéronle blando lecho en una estera, junto a la piedra de amolar, cerca de un par de gallos giros, convalecientes de ciertas lesiones gloriosas recibidas en San Agustín de las Cuevas; junto a la pared, en la cual, un marco desportillado, pasmo de la parroquia juvenil, alardeaba de su hermosura Diana de Poitiers, muy del brazo de Francisco I, y no lejos de una guitarra mugrienta y resobada, fiel compañera de su dueño en sus afortunadas amorosas conquistas. ¡Malísimo ambiente el de la frecuentada barbería! ¡Qué de fetideces de pomada de rosa, de canela y de contrahecho macasar! ¡Cuán acre el tufillo de la plebeya bandolina, y qué nauseabundo el de la jabonadura evaporada en la reluciente bacía de cobre! La tienda, caldeada por el sol vespertino, ardía como un horno, y en ella zumbaba un enjambre de moscas prófugas de la carnicería frontera. Pancho cayó en el petate como piedra en barranca, despatarrado y hecho una Y griega. ¡Cataplum! ¡Y a dormir la turca!

Traíala de las mejores, de las indómitas y largas, de esas que duran un día.

El tuerto roncaba o parecía roncar.

Fígaro es malévolo. Se le ocurrió esa vez hacer una de las suyas. ¡Qué no se le ocurre a un barbero!

Mientras uno de los aprendices, puestos los pies en la cabeza, se lanzó en busca de una mortaja, el maestro, con ayuda de los otros —¡buen par de pillastres!— levantaron a Pancho y le subieron al potro, digo, a la butaca.

Y… y… le abrieron cerquillo: un cerquillo clásico, elegantísimo, como aquel tan donairoso del P. Navarrete, insigne Mayoral de la Arcadia Mexicana; un cerquillo de comisario, o de orador crisóstomo; superior en belleza a la más aristocrática borreguna. ¡Como que nuestro barbero lo era de dominicos y mercedarios, gentes de mucho gusto y de supremo coramvobis!

Quedó Pancho, en un dos por tres, sin pelo de barba, con un soberbio cerquillo, con un copete que pondría envidia en el más lindo cacatúa, si cupiera pasión tan fea en pajarillos tan hermosos.

Luego dejáronle en pañaletas, peor que si fuera mendicante; vistiéronle la mortaja —que no fué cedida por amor de Jesucristo—, y listo de este modo el pobre Pancho, y por tal manera entrado en religión, le sacaron a la calle, le tendieron al borde de la acera, y allí me lo dejaron. Allí le recogió la ronda, la pacífica ronda del barrio, la cual se mostró piadosa y compasiva con el franciscano, con aquella reverencia por el pulque embriagada y caída en miseria lamentable y atroz.

Mandáronle por cordillera a San Fernando, al Colegio Apostólico, pues de allí debía ser el desdichado religioso.

Turulato se quedó el portero cuando le entregaron aquel cadáver, que cuerpo sin vida parecía Pancho, y con ayuda de tres donados, le llevó a una celda, mientras otros iban a dar aviso de lo acaecido al R. P. Guardián.

—¡Válgame Nuestro Padre San Francisco! —exclamaba el portero.

¿De dónde será este religioso desventurado? Pero, en fin, ¡quede en esta santa casa con la gracia de Dios! Nuestro hábito viste y «bajo el sayal hay 21», y si no es de los nuestros… que ordene el padre Guardián lo que mejor le plazca.

El buen anciano abrió la celda. Echaron a Pancho en un camastro, no más muelle que la estera de la barbería, y allí le vió el Guardián, que no pudo disimular su disgusto.

—¡Por caridad! ¡Dejadle en paz! ¡Veladle, cuidadle, y cubramos la desnudez del Patriarca con la piadosa capa de Jafet!

Tempranito, no bien dijo misa, acudió el Guardián a la celda en que estaba el desconocido religioso. Entróse de pronto, severo el aspecto, duro el rostro, agitando el cordoncillo seráfico, como siempre que iba a reprender. Hallóse a Pancho sentado al borde de la cama, en momentos en que apuraba sediento el búcaro que le pusieran cerca los legos vigilantes.

—Hermano… ¡Alabado sea Dios! —dijo el Guardián.

Pancho le miró de hito en hito, sorprendido y atónito.

—¿Cómo se llama su reverencia? —prosiguió—. ¿De qué colegio viene?… ¿Cuándo llegó?… ¿A qué vino?

Pancho no contestó. Miraba con asombro cuanto le rodeaba: el escaso y paupérrimo mueblaje de la celda, el camastro, el crucifijo sangriento colgado en la pared, las disciplinas crueles, pendientes de un clavo.

Veíalo todo como a través de un velo, y envuelto aún el infeliz en los humos alcohólicos, no se daba cuenta de lo que tenía delante, ni acertaba a responder.

—¡Responda, hermano! Responda y dígame de dónde viene y cuál es su nombre.

—Francisco.

—¡Su nombre!… —suplicó.

—¡Ése! —replicó el «tuerto», impacientado.

—Su nombre…

—¡«Pos» ya lo oyó!

—Sepa que le han traído de tal modo que ha causado escándalo gravísimo en la Comunidad; que ha escandalizado en plazas y calles…

—¡«Pos»… no es la primera… ni la última, padre!

Frunció el ceño el Guardián.

—¡Sí, hermano! —replicó—, merecéis castigo…

—¡Castigo, eh? —y se echó a reír.

—Sí.

—¡Qué sé yo! Lo que sé es que estoy crudo, padre; ¡pero… muy crudo! ¡Vaya qué «pítima» tan rebuena! Quien tiene la culpa es mi compadre «Tanasio», que «jue» quien me la ofertó, frente al Pocito, cuando pasaron los lanceros del «Cojo»… Pero como yo no «ninguneó», a «naiden»… «Pos»… ¡entré al quiero! ¡«Pos», qué, ya no hay hombres!

—¡Hermano! —suplicó el Guardián—. ¡Por las llagas de Nuestro Padre San Francisco! ¿De qué colegio viene? ¿De dónde viene?

—¡«Pos de mi casa»!

—Dígame su gracia.

—¿Mi gracia? ¡Uju! «Pos» Francisco García… criado de «usté»!

—Mire su reverencia, y repare…

—¡Yo no reparo!… ¿eh?

—Comprenda que ha deshonrado el hábito que viste…

—¡Ja… ja… ja…! —respondió el «tuerto»—. ¡«Dealtiro» me tantea!

Vióse Pancho y abrió tamaños ojos, y alzándose el sayal, contempló su interna desnudez.

—¡Oiga, su paternidad! —se apresuró a decir nerviosamente. —¡Óigame! —y volvía la mirada por toda la celda. —¡Téngame «pacencia»! ¡Yo no soy fraile, ni lo he sido, ni quiero serlo! ¡Si yo tengo mi mujer!

—¡Jesús nos valga, hermano!

—«Veasté». ¡Que me traigan un espejo! Quiero verme el «frontisficio»… porque la «verdá», la «puritita verdá»: yo no soy fraile. ¡Un espejo!

—Este hombre está loco —pensó el Guardián.

—¡Un espejo! ¡Un espejo! —repitió irritado.

Trajéronle lo que pedía, una luna opaca, única en el convento. Vióse en ella Pancho una y cien veces, pálido, trémulo, salientes los ojos, y tras largo silencio, exclamó entre resignado y burlón:

—¡«Pos» ya soy fraile!

—¿De dónde vino? ¿Cómo se llama? —insistió el Superior.

—¡«Pos» no sé! «Veasté»… Vea su reverencia; que vayan a mi casa, a la plazuela del Carmen, y allá en el siete, junto a la pulquería de don Tiburcio «el timbón», allí vivo yo; que entren, y en el último cuarto, ¡hasta adentro!, allí es mi casa, y allí están mi «probecita» mujer, y mis «probes» hijitos…

Pancho, acongojado, llenos de lágrimas los ojos, siguió diciendo:

—Y que pregunten por mí, por Pancho el «tuerto». ¡Si no está, ese soy yo! Y… si está… «entonces»… ¡El diablo sepa quién soy yo!

Le reconocieron los legos, y se explicaron lo que había acaecido.

Echóse a reír el Deán, y el vejete agregó:

¿Ve su señoría cómo no es cosa imposible perder la conciencia?

—¡Ja… ja… ja…! Señor mío: ¡no me venga usted con cuentos de Boccaccio o de Tirso!


Publicado el 13 de octubre de 2017 por Edu Robsy.
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