El Retrato del Nene

Historia amorosa

Rafael Delgado


Cuento


A Ciro B. Ceballos


… «tu auras fait un crime? Un crime n’est pas bien difficil à faire, va, il suffit d’avoir du courage après le désir…»

MALLARME.
 

La muchacha era simpática, alegre, trabajadora y muy metidita en casa. Los vecinos, que eran muchos y muy curiosos, no la veían sino rara vez, al entrar o salir, cuando en el balcón, de mañanita, lavaba la jaula del canario, un canario muy bullicioso y cantador, o cuando regaba aquel rosal anémico y entristecido, cuyas flores primaverales eran cada año más y más pálidas y caducas.

Inés se pasaba el día cosiendo, cerca del anciano, o leyéndole los periódicos. Viejo empleado, pobre y con pocas economías, muy dado a la política, no podía vivir sin periódicos, sin el pasto diario de la chismosa gacetilla. Entretanto la tía, doña Carmen, andaba por la cocina o en otros domésticos quehaceres.

—¡Qué bonita muchacha! —decían todos—. ¡Qué hacendosa y qué buena!

Julio mismo no sabe cómo fué aquello. Jamás correspondió Inés a sus guiños ni a sus plácidas sonrisas de enamorado.

La chica se mostraba desdeñosa y casi casi despreciativa.

Él vió que la cosa no pegaba y dejó de pensar en ella.

Pero un día de fiesta, en marzo, a la sazón que charlaba en la esquina con dos o tres amigos, pasó Inés muy guapa y emperejilada, linda como un sol.

—¿A dónde irá? —díjose el mancebo, y siguió de lejos a la joven por calles y calles, hasta que la vió entrar en una casa de buen aspecto, allá por la Colonia de Guerrero, en una casa baja, cuyos dueños, a juzgar por el mueblaje de la sala, debían ser personas de cómodos y regulares recursos.

Julio, sin meditarlo, casi maquinalmente, volvió a su casa pensando en la niña, y en un dos por tres escribió en el primer papel que encontró a mano media docena de frases apasionadas, breves y concisas, para declarar su atrevido pensamiento. Pintábale un amor vivísimo, profundo, eterno, nacido de una mirada, y ardiente como el sol meridiano en día canicular; amor que era la única ilusión de su vida, primera y última esperanza de ella, término y meta de todos sus anhelos y ambiciones. Esperó a la chica en el zaguán toda la tarde, y a eso de las cinco y media le dió el papel. Un papel sí, que ese nombre merecía aquella carta escrita de prisa, doblada sin cuidado, entregada con despótico ademán, y para la cual no tuvo ni una mala cubierta. Y no porque Julio no la tuviera, sino porque se complacía en menospreciar las fórmulas sociales y alardeaba de caprichoso, singular y excéntrico.

La chica, sorprendida al parecer, toda trémula y ruborosa, tomó el papel, y sin decir oxte ni moxte, entró apresuradamente y ganó la escalera.

En varios días no vió Julio a su pretendida.

—¿Por qué no sale? —se decía—. ¿Qué le pasa? ¿Estará enfermo el viejo?

Y desde su ventana, a través de los vidrios empañados, rotos y cogidos con lañas de papel, observó horas y horas la casa de la chica. Hasta que una mañanita, cuando él salía camino de la escuela, con el Maynz bajo el brazo, apareció Inés en el balcón. Viole encendida y sonrojada, pero alegre y risueña. Una mirada mortecina, una sonrisa zalamera, y una rosa caída como al descuido, y que al caer se deshojó, lo dijeron todo.

Julio volvió temprano, sin pensar en el paseo diario por Plateros y San Francisco. Le esperaba Inés, muy arregladita y compuesta. Al cruzar el patio, cuando el mancebo pasó cerca del balcón, hacia su pobre y destartalado cuartucho, a tiempo que no había en acecho ni vecinas ni vecinos curiosos, Inés dejó caer un papelito que Julio se apresuró a recoger, y sin volver el rostro, subió la escalera y se encerró en su pieza.

El amor del estudiante estaba correspondido. ¡Y qué bien que escribía la chica! Letra clara, elegante, aunque de rasgos débiles y tímidos. Dicción correcta, expresiva y sincera. Le amaba, sí, le amaba, hacía mucho tiempo, desde el día en que le conoció, desde el día en que vino a vivir en aquella casa.

Inés no mentía. Le había sido simpático e interesante aquel mancebo de veinte años, pálido, melancólico, de negro y sedoso bigote. Era guapo el mozo, y, además, parecía de excelentes costumbres, estudioso, retraído, pulcro y enemigo de parrandas y juergas. Acaso era pobre como ella; acaso estudiaba briosamente para proporcionar en no lejano día a sus padres, allá en el retiro de un Estado distante, bienestar y abundancias, y pagarles con ellos, y con mucho cariño, tantos afanes, tantos sacrificios y tantas privaciones.

Inés leyó la carta de Julio, la encontró sincera, leal y apasionada, y pensó dar cuenta de ella al anciano y a la tía Carmen; pero temió que la solicitud amorosa del melancólico estudiante fuese mal recibida. Otros amores con uno de Medicina le habían ocasionado muchos disgustos. Su padre era muy raro; pero la tía era peor. De seguro que verían mal al muchacho. Ellos no querían novios, y menos si eran estudiantes. ¡Todavía si fuera alguno del comercio, pase! Pero un estudiante… ¡quiá! Tienen porvenir, es cierto; pero cuán pocos llegan a alcanzarle. Casi todos ellos son unos perdidos, llenos de vicios… Además: ella era lo único que el anciano tenía en este mundo… ¡lo único!

Resolvió no hablarles del asunto, y contestar la carta favorablemente, porque le quería mucho, mucho!

Bien se compadecía esta manera de proceder con el carácter de la niña. Era lista, y aunque un poco tímida, hizo valor de su timidez, y no vaciló en corresponder el amor de Julio.

Éste, a su vez, era tímido también, más tímido que ella. Sin mundo, sin experiencia alguna, bueno de por sí y sin conocer ni apasionamientos ni contrariedades, soñador y melancólico, para él, siempre en conversación consigo mismo, siempre encerrado con sus añoranzas en el estrecho recinto de su alma, el amor era una fantasía poética, o una aventurilla pecaminosa como tantas y tantas de sus compañeros que andaban siempre en enredos y líos. El amor como fantasía poética le parecía excelente para hacer versos. Como aventura pecaminosa y equívoca un drama tentador, cuyas peripecias anhelaba conocer y cuyo final trágico no le asustaba, porque él era listo, y no dejaría que la cosa llegara hasta las últimas escenas. Ya sabría poner término a la obra en el punto más oportuno y conveniente. Le repugnaba proceder de mala fe; aquello no cuadraba con sus buenos sentimientos, con el buen concepto en que le tenían padres, amigos y parientes; pero ello es que cuando en algún corrillo, en los corredores de la Escuela, oía de boca de los compañeros la narración de tantas galantes aventuras, algunas tales y tamañas que le espantaban, no pudiendo él contar ninguna en que apareciera de protagonista, ora en amores con alguna mujer casada, como Ernesto; ora en líos con alguna pecadora, como Pepe y Emilio, o en lances de seducciones y paternidades clandestinas, como Arturo y Jorge, se retiraba triste, le parecía que no era hombre, que sin esos devaneos y sin esas locuras, que locuras eran y muy grandes (él no lo negaba), no había personalidad viril que fuese posible, ni juventud ni vida. Nada de esto decía; pero era el tema constante de sus pensamientos, su manía, manía que le perseguía por todas partes: en la Escuela, en la casa, en el paseo, en Plateros, al ver una mujer bonita; en el teatro, con cualquiera fábula dramática; en la zarzuela, ante las desenvolturas de tiples y coristas, o al ver tanta gente que salía de verbena, y tantas pecadoras provocativas y hermosas.

Aquellos amores fueron al principio bobos: cartitas y saludos, cartitas que le parecían tontas y saludos que se le antojaban fórmulas de cortesía, que todos tenemos para el amigo, lo mismo que para el desconocido; para la mujer hermosa y elegante y para la fea y cursi; para aquellos que nos simpatizan lo mismo que para quienes nos son repulsivos y odiosos.

Aquellos amores no tardaron en hacerse íntimos. Obtuvo Julio la primera cita. ¡Qué de emociones! ¡Qué palpitarle el corazón, como si fuera a salírsele del pecho! La entrevista fué en el descanso de la escalera, y rápida, brevísima, a la hora en que, por frecuente descuido de la portera no ardían aún en el zaguán y en el pasillo las viejas lámparas brumosas y faltas de petróleo.

No eran fáciles aquellas entrevistas. La tía era viva y maliciosa, y el anciano no dejaba que su Inés, su gallarda Inés, le dejara a esa hora.

—¡Ven —le decía— siéntate a mi lado y léeme el periódico!

Había que obedecerle. En tanto Julio se desesperaba en la ventana, esperando la hora de la cita. Tanto, tanto se desesperaba, que una noche le dijo terminantemente:

—¡Esto no puede seguir así! No me agrada esta inquietud; me violenta, me exaspera…

—Si tú pudieras…

—¿Qué?

—Salir más tarde.

—¿A qué hora?

—A las once… a las doce!…

—Si mi tía guarda la llave…! ¡Noche a noche la pone bajo la almohada…!

—Pues… ¡cosa más fácil! ¡Tomarla de allí!

La idealidad imperó soberana en el muchacho. Aquellas entrevistas a la media noche, siempre temerosos y llenos de zozobra, tenían un encanto particular. Ella le abría su corazón. La confidencia era cada día más franca, y en cambio de la apasionada sinceridad de Inés, Julio exponía sus proyectos de futura felicidad, sus más hermosos sueños de dicha, allá en la modesta casa paterna, cerca de los buenos ancianos que no cesaban de rogar por él.

Llegó octubre. Julio pasó medianamente, y pocos días después partió para el remoto Estado en busca del apacible hogar, donde sus padres le esperaban con los brazos abiertos.

Regresó a mediados de diciembre. Pretextó no sé qué exigencias de matrícula y dejó a sus padres.

Inés le lloró al partir; lloráronle sus padres al despedirle; pero no volvió a pensar en ellos, ni en el hogar distante, luego que vió a la chica.

En la primera entrevista, después del regreso, qué de sueños azules, qué de ilusiones dichosas, qué de promesas para los años futuros y qué de juramentos apasionados. Una boda modesta; un juzgado en la villa natal; una casita muy sencilla y elegante; el cariño de los viejecitos… la familia… en fin, ¡la felicidad!

Inés correspondía a tanto amor con su inocencia y su desinterés. Ni santos anhelos, ni locas ambiciones, la desviaban de aquel afecto que la unía a Julio como la hiedra al roble. Mas, ¡ay!, pronto la mariposa cerúlea de la idealidad fué plegando sus alas, y en medio de los fantasmas vaporosos de aquel amor purísimo, apareciósele a Julio la imagen de Inés, opulenta de formas, soberbia de gentileza, pródiga y tentadora de hermosura. Aquellos amores le parecían a Julio inútiles, mezquinos; neciamente platónicos. ¡Cuán diversos de aquellos que eran como la indispensable novela de la vida de sus amigos y compañeros!

Cierto día, o mejor dicho, cierta noche, en el descanso de la escalera Julio se mostró violento y disgustado. Le inquietaba la conversación allí, en aquel sitio, y propuso a Inés que fuera a su pieza: allí estarían con más comodidad; allí no temerían la llegada de algún vecino trasnochador. El aposento era feo, húmedo, lóbrego; pero el amor todo lo embellece y alegra. Harían de cuenta que estaban ya en su casita. Y la doncella cedió a los ruegos de su amante, y, noche a noche, mientras doña Carmen dormía y el anciano reposaba, el humilde cuartucho de Julio era teatro de un idilio dulce y romántico. El joven respetuoso… ella confiada y amante al lado del futuro compañero de su vida.

Así pasaron meses y meses.

Julio no se presentó a examen sino hasta principios de año. Con trabajo logró pasar en Civil y en Romano, y voló al lado de sus padres. Pero no tardó en volver. Al llegar, a poco de llegar, supo la terrible noticia: Inés ya no vivía en aquella casa. Se habían mudado a otra, situada en un barrio: a una casita comprada con los ahorros del anciano, en la cual vivirían a sus anchas y en la cual podrían vigilar la finca sin necesidad de cobradores, que naturalmente exigían retribución por sus cuidados.

Allí buscó Julio a Inés.

La nueva casa fué fatal para el anciano, el cual, apenas instalado en ella, cayó en cama. Cuando Julio tuvo noticia de la enfermedad de don José, el honrado viejo estaba agonizante. Había testado en favor de su cuñada doña Carmen, y en pocos días una enfermedad pulmonar se le llevó a la tumba.

Todo varió. El cambio de domicilio y la muerte del padre de Inés, interrumpieron por varias semanas aquellos amores.

Tornaron las cartas, y al fin volvieron las citas, en el atrio de un templo, antes o después de misa, o en la casa de una amiga benévola.

Inés estaba triste y abatida.

Julio se manifestó muy apesarado por la muerte del anciano, y en una carta le decía a la joven:

«Hemos perdido a nuestro padre. Nunca tendremos lágrimas suficientes para llorarle. Yo tiemblo al pensar que el mejor día voy a padecer como tú. Yo participo ahora de tus dolores: cuando la muerte enlute mi hogar, ¿tendrás lágrimas para llorar conmigo?»

Este sentimiento no era profundo; pero sí muy sincero. Julio era bueno. Todo lo noble y levantado le era grato; pero le perdía una cierta vanidad, muy recóndita y disimulada en él. No le gustaba parecer bueno: creía que eso era impropio de su sexo, como señal de afeminación, como el rebajamiento de las energías y de la entereza de un hombre, y en charla con sus compañeros, más de una vez contó lances y percances mentidos en que él se hacía figurar como protagonista de más de una aventurilla amorosa, en las cuales él había hecho alarde de habilidad y experiencia. Necesitaba que sus amigos y compañeros supieran que no era él tan tímido y bondadoso como le suponían. Y lo que al principio fué historia inventada, se convirtió poco a poco en realidad. Pronto no fué para Inés el mancebo respetuoso y delicado, el idealista melancólico, el soñador lleno de pasión. Más de una vez se estremeció la muchacha al oír en boca de su amante frases atrevidas, juicios acerca de los demás, que delataban en el mozo ideas amplias en punto a moralidad y rectitud. Julio las emitía penosamente, le dejaban dolorido y rebajado ante sí mismo; pero fatalmente volvía a ellas hasta que fueron en él cosa común y corriente. Desde entonces mudó de carácter. Le tentó la cantina; dejóse arrastrar a malos sitios, y al volver de una parranda, a la hora en que se apagaba la luz eléctrica, débil, agotado, enfermo de alma y de cuerpo, bajo la excitación fatigante del alcohol, algo, en lo más íntimo de su ser, le decía: «Vas mal, vas por muy mal camino!… ¡Qué dirían tus padres!» Él, colérico contra el buen consejero que tan severamente le hablaba, se complacía, despechado, en recordar los pormenores de la juerga, y hacía esfuerzos para sentirse orgulloso de su nueva vida, muy pagado de su hombría juvenil, y fuerte y vigoroso para seguir adelante, en aquel camino por donde iban y transitaban tantos jóvenes y tantos compañeros.

Los libros dormían olvidados en un rincón. Escribía poco a sus padres, pretextando exigencias del estudio, y siempre aquellas cartas, breves, brevísimas, terminaban con peticiones de dinero. Siempre dinero… más dinero! «Con lo que le mandaban no podía vivir. Necesitaba ropa, calzado, libros, libros nuevos: el profesor había señalado otro texto que costaba muy caro…»

La chica arregló las cosas como pudo: se vistió, salió para la casa de sus amigas y en una esquina tomó el tranvía, hasta llegar al punto en que Julio la esperaba. ¿Adónde iban? Saltaron del carruaje como dos hermanos y siguieron a lo largo de la calzada, bajo los chopos cubiertos de hojas nuevas. Ella, tímida y asustada. Él, afable y placentero. Ocurrióle a Julio entrar en un panteón. Allí visitaron la capilla y se pasearon entre los sepulcros. Hallaban plácido y misterioso encanto en hablar de su amor en aquel recinto de la muerte, a la hora en que el sol caía, renovando en las cordilleras las pompas purpúreas de la aurora, cuando en árboles y vallados cantaban los pájaros, y las flores marchitas de los sepulcros despedían sus últimos aromas.

De pronto Inés se sintió sobrecogida de espanto. Pavor de muerte le heló la sangre.

—¡Vámonos, Julio, vámonos! —decía—: ¡Tengo miedo!

Estaban solos. Los sepultureros conversaban con unas mujeres a la entrada de la necrópolis. Nadie los veía…

—¡Vámonos, Julio… —repitió la doncella.

Julio, sonriente, la estrechó fuertemente entre sus brazos, y luego, tomando entre sus manos la cabeza de Inés, miróla fijamente, con mirada triste y melancólica al principio, y luego ardiente, aguda, penetrante como una hoja damasquina.

—¡No, no! —exclamó imperiosamente.

Y la besó en la boca. Un beso de fuego, prolongado, subyugador…

Inés se estremeció como una sensitiva, apartó dulcemente a su amante, y… apareció bañada en llanto.

Julio tuvo en aquel momento un instante de compasiva sensibilidad. No dijo una sola palabra, y abrazó a la joven que reclinó graciosamente su cabeza en el pecho del mozo.

Después de un rato de silencio, sólo turbado por las palpitaciones aceleradas del corazón de la doncella, Julio dijo en tono cariñoso:

—¡No llores, Inesilla! ¡Me haces mucho mal! ¡No llores!

¡Y con un par de besos secó los ojos de la pobre muchacha!

El sol se había puesto, dejando en el horizonte una gran faja de rojizas nubes.

Vibradora y piante cruzaba sobre el cementerio y sobre la enamorada pareja, una bandada de gorriones, rumbo a lejanas eras.

En la aguja dorada de la capilla encendía el sol occiduo un dardo incandescente.

—Mira… —dijo Inés más tranquila— ¡cuántos pájaros!

Y agregó riendo:

—Vámonos… ¡tengo miedo!

Inés llegó a su casa ya muy tarde. Doña Carmen la esperaba impaciente e inquieta. La joven se disculpó de su tardanza, diciendo que sus amigas la habían detenido; que no volvió sola, pues Claudia, la vieja criada de las López, la había traído. Julio la dejó en la calle próxima, y antes de decirle adiós le dió una cita para el próximo domingo. Volverían al panteón y pasarían alegremente la tarde. El sitio, aunque triste, era hermoso, y si ella no quería entrar otra vez en el fúnebre recinto, se irían a campo traviesa o a lo largo de la calzada.

Inés ofreció acudir a la cita con toda puntualidad; pero antes, para que él no la esperara en vano, si ella no podía ir, en una cartita, en la del sábado, se lo avisaría. Como siempre: a las cinco de la tarde le buscaría la criada en la cantina más cercana.

Esta criada era la confidente de los amores de Inés; pero ni a ella, mereciéndole, como le merecía, tanta confianza, le comunicó la escapatoria de aquella tarde.

Inés tenía resuelto no acudir a la cita. Algo en el fondo de su conciencia le reprochaba lo que había hecho.

—No; —se dijo la doncella— no iré! Julio es muy bueno; pero cualquiera podría verme y no tardaría en venir con el chisme. No, que me escriba; que hable conmigo a la salida de misa, en el jardín del Seminario, donde al paso, sin que nadie lo advierta, él me da su carta todos los domingos y yo recibo la suya.

No fué.

Esa noche despertó varias veces muy apenada. Tuvo pesadillas. Soñó con la calzada, con tranvías que iban y venían, con ciclistas que pasaban cerca de ella rápidos como un relámpago; con un grupo de ebrios que, al encontrarse con ellos, se rieron y dijeron algo que disgustó a Julio, y que ella no entendió. Algo malo, sin duda.

Volvió a dormirse y volvió la pesadilla. Inés soñó que estaba sola en el panteón; que vagaba perdida entre, los sepulcros; que se abrían de par en par las puertas de la capilla, y que las figuras todas de los cuadros con que están decorados los muros del templo, salían una por una, pálidas, demacradas, exangües, cadavéricas, arrastrando larguísimos sudarios. El cementerio estaba obscuro, y las vidrieras de colores de los ojivas centelleaban con luces rojas, azules y violadas. Los espectros llevaban a su amante, e iban en busca de ella… Acongojada, ahogándose, como si pesara sobre su pecho la losa de una tumba, despertó Inés. Tuvo miedo, mucho miedo, y encendió la bujía. Ahí cerca, en el tocador, en una copa, estaba la rosa que había traído, una rosa pálida, muy olorosa y reanimada, cortada por su amante en el sepulcro de un judío, sepulcro extraño, con inscripciones incomprensibles en hebreo, al decir de Julio—, y en el cual no se alzaba enhiesta y protectora la cruz de Jesucristo.

—No iré —repitió Inés—, no iré!

Y aspirando el aroma de la cercana flor se quedó dormida.

Fueron y vinieron cartas, pero ella no concurrió a las citas del mozo. Éste, muy disgustado, le escribió diciéndole mil cosas. La acusó de infidelidad. «Él era pobre y por eso le despreciaba. ¡Así pagan las mujeres a quien bien las quiere! —decía—. ¡Así malogran ilusiones y disipan esperanzas!»

El mancebo terminaba su carta con frases sombrías y amenazadoras… Si ella no le quería, si le olvidaba, si no concurría a la cita, se volaría la tapa de los sesos!

La pobre niña leyó aquella carta y se echó a llorar.

Concurrió a la cita, y no sólo a esa, sino a otras muchas. Pretextaba ir de visita a casa de las López (que al fin no venían nunca a casa las tales amigas ni hablaban nunca con doña Carmen) y de medio día en adelante acudía a la entrevista, y luego Julio la dejaba en la Colonia de Guerrero. Otras veces, a las tres de la tarde, la esperaba el mancebo en la Indianilla, y poco a poco, muy de bracero, llegaban al panteón.

—¡Son hermanos! —exclamaban algunos al encontrarlos.

¡Qué grata que llegaba hasta allí la música del hipódromo, a la cual se mezclaba el silbido agudo de la locomotora, y a veces, traído por el viento, el vocerío de los que llenaban la Plaza de Toros.

Esa tarde Inés estaba triste.

—¿Qué tienes? —le decía Julio.

—Nada.

—¡Nada! ¿Y estás llorando?

Inés no hablaba. Apenas atendía a la conversación de su amante, cuyos besos le parecían fríos, y cuyos brazos rechazaba como si fueran a ahogarla.

—¿Qué tienes? —suplicó el mozo.

—¡Nada!

Montó en cólera Julio, impacientado por el silencio de la joven, y díjole tales cosas, que la pobre muchacha rompió a llorar, y entre sollozos y lágrimas exclamó dolorida:

—¡Pues lo diré!

Era hora de salir. Iban a cerrar el panteón. El tranvía había pasado ya, y era preciso irse.

En el camino, en momentos en que los concurrentes a las carreras se alejaban alegremente y suntuosos carruajes desfilaban hacia la gran ciudad, donde por todas partes encendía sus estrellas la luz eléctrica, Inés, reclinada en un árbol, y como temerosa de su vida, confesó…

¡A qué decirlo! Lo que la esposa confiesa sonriendo; lo que en el hogar bendecido por Dios es un fulgor de aurora, y que para Inés era llanto, angustia, obscuridad de noche tempestuosa, duelo y aflicción.

—¿De veras? —exclamó Julio con noble orgullo—. ¿De veras? —repitió con un arranque de alegría.

Pero de pronto, tomando el brazo de la joven e impulsándola hacia adelante murmuró:

—Ya pensaré lo que debemos hacer.

Y echó a andar del lado de la joven, abatido, cabizbajo, mudo…

Llegó el tranvía, montaron en él y tomaron asiento cerca de la entrada, uno al lado del otro. Julio encendió un cigarrillo. En el otro extremo del coche venía una joven rubia, vestida elegantemente, y cerca de ella el esposo, un muchacho apuesto, gallardo, de carácter alegre. Enfrente una niñera, una muchacha guapa, vestida a la europea, que traía del regazo un niño blondo como un haz de trigo, que dormía serena y dulcemente. ¡Con qué envidia contempló Inés el simpático grupo! ¡Con qué tristeza le miraba Julio, a cada instante más sombrío!

Despertóse el nene, y despertó llorando. Tomóle la madre, le llenó de besos, y, meciéndole, le acalló poco a poco.

—¡Duerme, ángel mío… duerme! ¡Pobrecito! ¡Tu cuna te espera!

Inés se inclinó hacia su amante y en voz muy baja le dijo:

—¡Julio! ¡Julio!

El pensativo mozo se volvió sobresaltado:

—¿Qué quieres?

—¡Mira…! —Y con una señal le mostró a la joven madre, que, con el mayor cuidado, abrigaba al rorro.

—¡Bonita mujer! —respondióle Julio. Y tornó a su meditación interrumpida, a su abatimiento invencible y a su principiado cigarrillo.

Frío de muerte, que le llegaba hasta los huesos sintió la joven. Suspiró profundamente, y dos lágrimas, que brillaban como dos diamantes, rodaron por sus mejillas.

Al separarse, díjole el mancebo:

—Ahora, hasta dentro de quince días!… Me examinaré el día quince. Al domingo siguiente nos veremos. ¡Es preciso estudiar!… El Jurado está bravo… El maestro no me puede ver… me odia! Cuídate y no dejes de escribirme. Yo tal vez no pueda ponerte ni dos renglones… Estaré muy ocupado… ¡adiós!

Retiróse Julio a su cuartucho, preocupado y calenturiento. Tiróse en el lecho y dióse a meditar en el problema aquel de tan difícil solución, y que de pronto, cuando menos se le esperaba, aparecía terrífico. ¡Qué de ideas y sentimientos tan diversos se agitaban en el alma del mozo! La primera impresión había sido grata, gratísima, hasta le había arrancado un grito de júbilo. Pero después… después… ¡ay! ¡cuántos temores! ¡cuántos recelos, cuantos remordimientos!…

Aquel corazón extraviado por el mal ejemplo, embriagado con el vino de las pasiones juveniles, tan caluroso y tan incitante, entraba repentinamente por el sendero recto, tornaba a la razón. Su conducta le parecía a Julio indigna de un caballero, de un hombre bien nacido; pero ya no era tiempo de entregarse a esas meditaciones. Lo hecho hecho estaba, y no había remedio. El deber aconsejaba salvar el buen nombre de Inés… ¿Cómo? Era muy sencillo… ¡Casarse! ¡Pero y con qué! Estudiante de segundo año, no contaba con más recursos que la exigua pensión que mensualmente recibía de sus padres, pensión que a veces llegaba tarde y no siempre completa. El primer año no faltó nunca, ni el segundo; pero en éste venía, a veces, incompleta, lo cual decía bien claro, las dificultades pecuniarias de sus padres. Bien sabía Julio los apuros de su familia. Más de una vez le habían escrito que fuera económico; que procurara reducir sus gastos porque el Gobierno había retirado la pensión; que si las cosas seguían así, si los negocios no mejoraban, tendría que volverse a su Estado, y allí entrar en una oficina para ganar algo y esperar que los tiempos fuesen más prósperos. «¡Qué carrera ni qué abogacía! —escribía la madre—. Ya estamos viejos. Tu padre cada día decae más; yo de todo me canso. Mejor será que vuelvas al lado nuestro. Yo quiero verte, hablarte, tenerte cerca de mí, en la mesa, en todas partes; saber que descansas en la pieza contigua a la nuestra…» Y la santa mujer terminaba dando a su hijo media docena de buenos consejos, que enternecían al muchacho, pero de los cuales ninguno era seguido.

Meditaba Julio en su vida pasada y la comparaba con su vida actual. Él había llegado con el corazón sano, sin que en él hubiera nada malo, y ahora le sentía podrido, enfermo. Había huido para siempre de su alma aquella dulce y benéfica tranquilidad generadora de plácido sueño; su alma, antes como lago limpidísimo, le parecía ahora hedionda charca, en la cual hozaban todas las malas pasiones y todos los vicios como cerdos perezosos e inmundos.

¡Quién pudiera volver a aquellos días felices, a los placeres inocentes de los primeros años juveniles, a los amigos de la tierra nativa, a la vida sencilla del hogar! Aquella vida brillante y tentadora, con la cual soñaba al llegar a la ciudad, ¿qué había sido? ¡Mísera existencia de estudiante, llena de privaciones y de amarguras! Al principio fastidiosa y monótona, después traída y llevada por malos sitios; la tertulia en la cantina; la orgía ridícula en la tienda próxima; la crápula diaria, el trasnoche seguido; el beso y la caricia de la meretriz callejera; en fin, fango y miseria! Y ahora, ¿qué haría? ¿Huir? ¿Escaparse a su Estado y decir a sus padres que estaba enfermo y permanecer allí, en el rancho de su tío, meses y meses? Él quería a Inés, ¡pobre muchacha! pero una boda era imposible. El todavía, por poco que valiera, podía ordenar su vida, estudiar, doblar el curso, cosa muy hacedera, y recibirse, y luego… Luego se establecería, y entonces vendría, arreglaría todo y se casaría. Una idea le asaltaba, una idea, cruel, injusta, pero que era preciso tener en cuenta: ¿era la conducta de Inés, garantía suficiente para lo futuro? ¡No! ¡Él lo vería! Si la muchacha se conducía bien, él sabría cumplir con sus deberes. Así correspondía a un caballero.

Pero había algo más inmediato en qué pensar. ¿Qué haría? ¿Obligaría a Inés a dejar a su tía y a huir con él? Esto le repugnaba. Si llevaba las cosas por ese camino no sería fácil evitar un escándalo… ¿Y qué vida se le esperaba? Una vida de miseria y de hambre, cuyas consecuencias eran horrorosas y patentes. Él trabajaría, buscaría un empleo; pero él, ¿qué sabía hacer? ¡Nada! ¿Para qué servía? ¡Para nada!

Aquella fué una noche de horroroso insomnio. Maldijo el día en que conoció a Inés, y al recordar uno por uno los pormenores de aquella historia amorosa, sintió asco de sí mismo. ¡Cuán odiosas le parecieron aquellas citas, aquellas cartas, aquellas entrevistas en el panteón y en aquel cuarto de hotel, frío, inmundo, donde había caído, rendida por el amor y la palabra halagadora, la virtud sin mancha de la pobre doncella! Si doña Carmen llegaba a saber lo que pasaba, acaso abandonaría a Inés. De ios pocos bienes de su padre nada era suyo. La tía era la heredera; de modo que para la infeliz muchacha no había más porvenir que la miseria. Doña Carmen la despediría. Ocurrióle ir, hablar con la señora, y leal y noblemente descubrirle todo. Que le esperaran; él concluiría la carrera, trabajaría, y todos vivirían felices! Esto era lo cuerdo, lo racional. Si doña Carmen no aceptaba esto, ella respondería de todo, y él habría cumplido con su deber.

¿Y sus padres, qué dirían? ¡Qué pesar tan horrendo para ellos! No; habría que ocultarles aquella desgracia. No debían saber nada. En fin, se dijo para concluir, vencido por el sueño y cuando se oía, a par que la voz de las campanas que llamaban a misa en el templo cercano, la diana del cuartel vecino. ¡Las cosas difíciles se resuelven por sí solas!

Un día y otro pasaron… Inés escribía a diario. Exigía en todas sus cartas una resolución de Julio.

Volaba el tiempo: ya él se habría examinado, podía ir a ver a sus padres, hablar con ellos, volver y arreglar todo. «Me llevas con ellos; seré buena hija; los cuidaré, los amaré como tú, más que tú, y allí, aunque no te vea yo más que cada año, allí te esperaré. No creas, agregaba Inés como en un arranque de orgullo, que pido esto por mí… ¡Ya sabes por quién lo deseo!»

Julio se apartó de sus amigos. A ninguno quiso confiar lo que le pasaba, y huía de sus compañeros. Pasó el período de exámenes y no puso un pie en la Escuela.

Las cartas de Inés eran cada día más exigentes. En ellas rogó, suplicó, y cuando lágrimas y ruegos no bastaron, y Julio rehusó a la joven una y otra entrevista, para lo cual agotó todas los pretextos, la joven vino amenazante.

«Eres un villano, un mal caballero! Desgraciada de mí que dí oídos a tu amor. No supe con quién trataba. ¡Si te hubiera conocido!… ¡Me asombra tu cobardía!»

En obsequio de la verdad, Julio no procedía con premeditación. El problema le preocupaba, pero no encontraba la solución conveniente, y dejaba correr el tiempo. A veces para divagar sus pensamientos se iba al teatro o a la cantina. Volvía ebrio y dormía hasta las diez de la mañana.

«¿Qué haces, en qué piensas? ¿No tienes sangre en las venas? —escribía Inés—. Esa conducta tuya abre entre nosotros un abismo y hace imposible toda felicidad». «Espera» —contestó Julio.

Inés se cansó de esperar, y una tarde recibió el mancebo un papel tan duro y terminante, que el estudiante montó en cólera.

«Si hoy no resuelves, mañana lo sabrá todo mi tía. Pero no diré tu nombre. Quiero hacerte el favor de evitarte molestias».

Julio, irritado, no contestó.

Inés no volvió a escribir.

Así pasaron tres semanas.

El mozo pasó una tarde por la casa y la encontró vacía. En los balcones había papeles que decían: «Se alquila».

Entró, preguntó a los porteros por la familia, y no le dieron noticia exacta de doña Carmen ni de Inés.

«Dicen que se fueron para… no sé qué parte! Nosotros somos nuevos aquí… El nuevo dueño es un señor que vive allá por la Rinconada… en el 7».

Fueron inútiles todas las investigaciones de Julio. Pero, ¡ah!, las López sabrían de Inés. Fué a Guerrero, y aquella casa también estaba vacía. Ni quién supiera de ellas.

Julio se examinó en enero y corrió al lado de sus padres. Necesitaba amor, cariño, consuelo; la atmósfera límpida y saludable del hogar paterno, la luz de las virtudes de sus padres. Allí se enfermó. Ese año no volvió a México. Sano de cuerpo, pero muy enfermo del alma y de la conciencia, pasó allí seis meses. Regresó y se instaló nuevamente en su cuartito, tan lleno para él de recuerdos dolorosos. ¿Qué sería de Inés? ¿Qué de su lujo? Hizo más y más activas investigaciones. Si daba con Inés procuraría hablarle; de rodillas le pedirla perdón; escribiría a su padre, que era tan bueno, y todo quedaría arreglado: se casarían, y con esa honrada resolución vivía, pensando siempre en el fruto de aquellos tristes amores.

Todo fué en vano. Encontróse cierta vez a la criada, y le preguntó por sus amas. Nada sabía. Doña Carmen la despidió una noche y ella no volvió a verlas.

Concluía el año. Julio acababa de examinarse y se disponía a hacer la maleta para irse a ver a sus padres. El buen anciano estaba enfermo, y le llamaba con insistencia. Debía salir al día siguiente, y volvía de hacer algunas compras.

Al entrar, el portero le entregó una carta. ¡Era de Inesilla! ¿De dónde venía aquella carta? La había dejado en la portería un hombre desconocido, un charro, al parecer un ranchero…

Con ansia febril abrió Julio la carta. Entre dos cartones, atados con una cinta azul, venía un retrato, el retrato de un nene muy gracioso. En el reverso de la fotografía Inés había escrito:


«Tu hijo.
Se llama como tú».
 

¡Qué niño tan lindo! ¡Qué ojitos tan hermosos! ¡Los ojos de la madre! En aquella carita risueña descubrió Julio, desde luego, algo del rostro de su padre, del buen anciano que no sabía que era abuelo, que no lo sabría nunca, y que enfermo, achacoso, próximo a bajar al sepulcro suspiraba por el regreso de su hijo.

El retrato era malo, como hecho en un pueblo, por algún aficionado o por un fotógrafo trashumante… ¡Pero el nene era tan hermoso!

Julio regresó en febrero. Al otro día de su llegada tomó el retrato, se fué al Cinco de Mayo, y mandó hacer una amplificación. Aunque la fotografía era deficiente, el talento del dibujante supo mejorar el retrato, y ahí está, en el cuarto del mancebo, en un marco dorado, arriba de la humilde mesa, llenando de alegría a cuantos le miran, y haciendo soñar con delicias domésticas y gracias infantiles, a cuantos contemplan aquella boquita risueña, aquellos ojitos vivarachos y aquellas manecitas hoyosas.

¿Y doña Carmen e Inés?

¡Sábelo Dios!

Cuando algún amigo, de los pocos que tiene, le pregunta a Julio:

—¿Y quién es este nene?

Julio responde:

—¡Un sobrinito!

Y dice para sí, tristemente y con los ojos preñados de lágrimas, quedo, muy quedo, como si temiera oír la voz de su conciencia:

—¡Un remordimiento!


Publicado el 1 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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