En el Anfiteatro

Rafael Delgado


Cuento



A Vicente Ariza

I

El buen clérigo retiró la jícara, se limpió los labios con la nívea servilletita, y luego acercó el vaso de agua limpidísima, fresca y tentadora, bendíjole, y le apuró lentamente, con beatífica delectación.

—¡Ea! ¡Gracias a Dios! —exclamó—, y mientras el criado, un indizuelo muy aseado y listo, quitaba el velador, decapitó el tuxteco, le encendió en una cerilla, cuidando de que prendiera bien, y luego se acomodó en la poltrona.

Estábamos junto a la ventana. Desde allí se veían las últimas casas del pueblo, el bosque, los ejidos, toda la vega.

—Vamos, amigo mío —prosiguió—, ¿conque quiere Ud. saber por cuáles caminos llegué al sacerdocio? Pues… ¡Con mucho gusto! ¡Con mucho gusto!

Y agregó, sonriendo dulcemente:

—Va Ud. a oír esta historia. Antes no me era grato recordarla; pero, a proporción que me hago viejo, aumenta en mí la afición a contar las cosas de antaño. Encuentro dulcísimo encanto en referir las aventuras de la mocedad. Oiga Ud.: es un caso por extremo original.

Se compuso de nuevo en el asiento, volvió los ojos hacia la vega inmensa, luminosa, dorada por los postreros rayos de un sol de agosto, y distraído, ensoñador, hundió su triste y apacible mirada en las lejanías del valle, más allá del cual entre nubes ardientes y violadas tintas brillaba con rosados fulgores la nevada mole del Citlaltépetl. Contempló breve rato la llanura amarillenta y calorosa de donde subían hasta nosotros los mil rumores de la tarde, el mugido de los bueyes y el balido de las cabras que ramoneaban en los cercados vecinos. Al fin, como si despertara de penoso sueño, tornó a su veguero y a la olvidada conversación.

—Era yo a los trece años un chico tímido e inocentón, como toda criatura mimada y consentida. Mi santa madre —¡Dios la tenga en gloria!— me amaba como saben amar las madres a sus hijos débiles y enfermizos; me cuidaba empeñosa; frecuentemente me tenía entre vidrieras, y un bostezo, un estornudo, un desperezamiento, eran suficientes para que me hiciera guardar cama por muchos días, y para que declarase que estaba yo de muerte, y acto continuo viniera el médico. Llegaba el Doctor… ¡Me parece que le veo! Un francés, bretón de Saint-Malo, un paisano de Chateaubriand, de cabeza redonda, rostro sanguíneo, cabellos bermejos, locuaz, ligero de movimientos, afable y jovial. Sombrero de anchas alas, un sombrero singular, invariable, eterno; pantalón de lino, ancho también, anchísimo, inmaculado, sin almidón, que a través de sus pliegues descubría correctísimas formas y caía gracioso sobre unos pies aplanados y grotescos, que si en un tiempo calzaron zueco vandeano, ahora holgaban dentro de unas babuchas de dril blanco con punteras de piel charolada, y bajo los cuales zapatos, provocando risas, pasaba una trabilla arcaica. Llega el buen don Adolfo.

—¡Eh! ¡Pst! ¡Pst! ¿Qué pasa? ¿Qué tiene el principillo?

Me toma el pulso; me hace que le muestre la lengua; me pone en la frente aquella su mano suave y tersa, pálida y pecosa; mira a todos lados, y hace un gesto de contrariedad que mi madre traduce así: «¡Malo! ¡Malísimo! ¡El principillo está de viaje!» Hay para ella un instante de horrible silencio. El médico juega con la cinta de su reloj… Mi madre le mira espantada, y yo pienso angustiado en la dieta, y… en las medicinas desagradables que me harán beber.

—¡Pst! ¡Pst! —dice don Adolfo—. ¡Nada, madame! El principillo está bueno y sano. ¡Pst! ¡Que deje la cama! ¡Que salga! ¡Que corra, que juegue al aire libre, ¿eh? Carne, vino…

Y dirigiéndose a mí:

—¿El principillo quiere pasear? ¿El principillo quiere frutas, helados, dulces? ¡Pst! ¡Todo, todo lo que quiera!

El Doctor se marcha, y mi santa madre me abraza alegremente, diciendo:

—¡Hijo! ¡Hijo mío!

Al evocar aquellas dulces memorias el clérigo reía, reía, sí, pero sus ojos estaban llenos de lágrimas, de esas lágrimas que refrescan y remozan el alma. Enjugólas con su gran pañuelo de hierbas… El veguero ardía que era una gloria, produciendo una columna de humo gris que pronto esparcían en el aposento las brisas que venían del jardín.

El Cura prosiguió:

—Esto pasaba cada ocho días. A los catorce años, por prescripción de don Adolfo, me llevaron al campo; me hicieron subir y bajar, a pie y a caballo; dispusieron que me bañara yo en agua fría, todas las mañanas; que comiera yo basta quedar ahito, y del campo volví gordo, alegre, coloradote, listo para todo.

Apenas cumplí los quince años se trató seriamente de mi porvenir. No éramos ricos y en mí cifraban mis padres sus más lisonjeras esperanzas. Salí de la escuela, y —a decir verdad—, no muy lleno de ciencia: gramática, aritmética (hasta quebrados, que nunca tuve aptitud para el cálculo), generalidades de geografía, y… ¡pare Ud. de contar! No; algo falta: la debida instrucción religiosa, y una buena letra. Escribía yo bien, aunque de cuando en cuando se me escapaban faltas de ortografía. Entonces me pusieron maestro de latín —«la llave de las ciencias», como se decía entonces— y cáteme Ud., amigo mío, metido tarde y mañana en la logomaquia del Nebrija, bajo la dirección de un dómine tolerante, adulador y obsequioso, que se hacía lenguas del talento y expedición de su discípulo, cuyas aptitudes clásicas solía poner más allá de los cuernos de la luna, con gran satisfacción de mis padres.

Cierto día pensaron que era preciso, indispensable, para mí, en quien miraban un portento, que fuese a proseguir mis estudios en Puebla o en Méjico, cerca de un mi tío, persona acomodada y bondadosa, dispuesta a recibirme en su casa y a conservarme al lado suyo. Mi madre se ponía en razón, pero ¡quiá!… ¿Separarse de su hijo? ¡Ni por una de las nueve cosas! Por fin, después de hablar mucho del asunto, después de consultarle con personas graves, se acordó que no me alejaría yo mucho de la casa paterna, y que sería… ¡boticario!

Para ello hablaron a un amigo de mi padre, a don Procopio Meconio, quien me recibió gustoso en su botica, un establecimiento antiquísimo y a la sazón venido a menos por causas que merecen ser contadas. Durante muchos años fué don Procopio el único farmacéutico de Villaverde, y su botica la sola que sacaba los cuartos a los vecinos a cambios de agua de azúcar, manteca teñida con grana o con hojas de floripondio, y de linaza en polvo. Era mi hombre un vejete de nariz aquilina, cuerpo enjuto y amojamado, sempiterno jugador de conquián… y de albures, y que había convertido su casa en un oratorio de Birján.

¡Valiente tipo don Procopio! ¡Linda botica la suya! Si aquello más que tal se me antojaba un almacén de inmundicias, el cual —dicho sea de paso— todavía daba mensualmente muy buenos dineros a su dueño, y tantos que, a no ser por las cuarenta, rico habría muerto el propietario. Tan escandaloso era el desaseo de mi señor maestro, que con decir que limpiaba con la lengua, antes de taparlas, la boca de las jaraperas, queda dicho todo. Por esto se imaginará Ud. lo demás.

Allí pasé dos años, haciendo cucuruchos de harina de linaza, batiendo ungüento del soldado, y vendiendo a los míseros descendientes del heroico Moctecuhuma, los más absurdos específicos, toda la farmacopea mística y prodigiosa: agua de los siete evangelios, sudor de señor San Pedro, limaduras de marfil, bautizadas con el pomposo nombres de unicornio, y… polvos para enamorar, que no eran más que purita magnesia. Todo lo vendía caro mi maestro; pero los polvos susodichos se vendían a veinticinco pesos la onza!!! ¿Un robo? —dirá Ud. Sí, pero robo científico. ¡Hay tantos así! Sepa, amigo mío, que sobraban los compradores.

La botica era un mentidero. Allí se reunían todos los viejos ociosos de Villaverde, que no eran pocos, para murmurar de la holgazanería de los mozos; allí se leían los periódicos, se comentaban las noticias que daba «El Monitor Republicano», periódico favorito de don Procopio; se discutía de política y administración; se conspiraba contra el Gobierno, o los gobiernos, que antaño se mudaban como cataplasmas, y se jugaba a más y mejor. Hasta que un día, cierto prefecto de pocas pulgas, poco amigo de los naipes y enemigo franco de oposiciones e intrigas, desterró a don Procopio por desafecto al orden establecido, y la botica famosa pasó a otras manos.

Fuíme a mi casa muy regocijado. ¡Ay de mí! ¡Buena se me esperaba! ¡Y yo que creía que iba a quedar como chino libre! Ya me apuntaba el bozo, ya me gustaba campar por mis respetos, de manera que me dí a subir y a bajar calles, con el sombrero de lado y el cigarrillo en la boca. Acertó mi padre a darse cuenta de mis malas tendencias, me ató corto, y me puso en cintura.

—Amiguito… —díjome una noche—, ¡basta de ociosidad! Arregle Ud. la maleta… Mañana a trabajar.

—¿Adónde? —pregunté tímidamente—. Ya le he dicho a Ud. que era yo muy tímido, y algo cobarde.

—¡Al Hospital!

—¿Al Hospital?

—Sí.

—¡Pero… papá! ¿Soy acaso un perdido, merecedor de tan duro castigo?

—No vas por castigo —replicó mi padre— vas a la botica a trabajar. Así lo tengo arreglado con don Basilio, que ayer entró de Alcalde. Allí aprenderás mejor que en la casa de don Procopio, donde sólo podías aprender a… ¡jugar!

—Yo no aprendí a jugar.

—Tanto mejor.

—Pero, papá… —iba yo a protestar indignado.

—¡Silencio! Y a obedecer.

Acudí a mi madre. La pobrecita estaba bañada en llanto. Temía para mí no sé cuántas cosas: enfermedades infecciosas, de las cuales suele ser foco un hospital; los malos ejemplos de mis compañeros de empleo, el tifo… ¡qué sé yo! Todo fué inútil. Al fin, a fuerza de ruegos y de súplicas, conseguí demorar siete días mi entrada en el Hospital. Pero me voy distrayendo, amigo mío, y casi casi me alejo del asunto. Dispénseme Ud.… ¡Es tan grato recordar los felices años de la mocedad!

El clérigo volvió los ojos hacia la vega ya entenebrecida. Oíase el rumor del río como un gemido prolongado. En el horizonte quedaban algunos fuegos vespertinos, jirones de ardientes nubes que se iban apagando poco a poco. En un claro de cielo, a través de leve coloración lila, fulgura un lucero tristemente. En los repliegues obscurecidos de la cordillera, en alguna ranchería, humeaban hogueras rojizas, una roza, tal vez un horno de carbón.

—¿A qué cansarlo, amigo mío? —prosiguió el clérigo—, ¡a qué cansarlo con la expresión de mi angustia! ¡El hospital! No se apartaba de mi mente aquel edificio sombrío, lúgubre, de paredes desconchadas, y morada de enfermos hediondos y asquerosos. Fué preciso obedecer. Mi padre antes tan dócil y fácil a mis ruegos, mostraba esta vez una dureza extraordinaria. ¿Por qué tal cambio?

Años después me dijo que uno de los que noche a noche concurrían en la botica de don Procopio, le había dicho que yo iba por muy malos senderos. ¡Mentira! ¿Y quién había dicho eso? El más inmoral, el más cínico de cuantos en aquella casa conocí; un jugador empedernido, un viejo libertino qué tenía un lenguaje de carretero. Si las palabras impuras repugnan en los jóvenes, qué será cuando salen de labios de un anciano próximo al sepulcro? En fin, no le juzguemos. Acaso le guió el mejor deseo; pero lo cierto es que no dijo la verdad.

En aquellos momentos la vieja campana de la Parroquia sonó solemnemente.

—¡La oración! —dijo el Cura, poniéndose de pie. Rezó en voz baja. Al sentarse me saludó:

—¡Muy buenas noches!

II

Sigamos la historia. Al presente no conserva el Hospital de Villaverde nada de su antiguo aspecto. Entonces era un edificio casi ruinoso. Convento de pocos frailes en un tiempo y después cuartel, cuando fué destinado a hospital guardaba el peor estado. Lóbrego, sombrío, desaseado, entristecía al más alegre. La vista de aquellos claustros obscuros oprimía el corazón. En el piso bajo estaban los hombres; en el alto las mujeres. La botica había sido instalada en un departamento que recientemente fué cerrado con vidrieras. En las habitaciones contiguas vivían algunos empleados, los practicantes y los topiqueros, y un joven, mi compañero de labores. En el Hospital me pasaba yo el día; allí comía yo, y en la tarde, a eso de las seis, terminado el despacho, ya iba yo caminito de mi casa. Durante las horas que permanecía yo en aquella triste morada, vivía inquieto y receloso. Jamás pasaba del corredor y de las piezas inmediatas. ¿Entrar en los salones? ¡Ni por pienso! ¿Ir al anfiteatro? ¡Guárdeme Dios de ello! ¿Ver un cadáver? ¡Jamás! ¡Si nunca le había visto yo, si nunca tuve valor para ello! Alguno me dijo que topiqueros y practicantes sabían jugar a sus compañeros noveles muy pesadas burlas. Uno, al acostarse, se encontró entre las ropas una mano; otro en la taza de café se halló un dedo de niño. Nada de esto sería cierto, pero ello es que desde el día en que entré en el Hospital empezó para mí la zozobra, y cuidé de evitar las iras y las travesuras de mis compañeros. La dí de valiente; hice ostentación de indiferencia, viendo con aparente desdén las miserias y horrores de aquel triste recinto. Me volví trabajador. Sólo estando ocupado podría explicarse aquel retraimiento mío que no me permitía salir de la botica. Era yo asqueroso; pero procuré vencerme, y poco a poco me acostumbré a oír sin repugnancia la descripción de las mil y mil enfermedades inmundas que agobian a la desdichada progenie de Adán. En apariencia era yo uno de tantos para quienes el dolor y la desgracia de los asilados es cosa insignificante y baladí. Hasta supe hacer burla y burla sangrienta de quienes eran víctimas de enfermedades ridículas. Pero, ¡ay!, amigo mío, en realidad vivía yo con el credo en la boca. La verdad es que supe ocultar el horror que me inspiraba todo aquello, y que, a fuerza de ingenio, logré pasar por resuelto y decidido. De noche… ¡qué sueños y qué pesadillas! Hice punto de amor propio no quejarme. Mis padres me decían:

—¡Ya lo ves! No querías ir, y ahora estás muy contento…

Mis compañeros de hospital eran gente alegre. Daban bailes en una casa próxima, donde vivían unas chicas de no malos bigotes. Varias veces me invitaron, muchas, pero… ¡imposible! En mi casa no me habrían dado permiso para concurrir en ellos. Tanto encomiaban mis compañeros las tales reuniones, tanto las celebraban, las pintaban tan divertidas, concurridas por muchas chicas guapas, de la clase popular, es cierto, pero francas y corrientes, que la tentación aniquiló en mí miedos y temores.

—¡Vamos —me decían mis amigos— vamos, ya verás!

—No puedo —respondí—, los papás no me dejan.

—Mira —díjome uno de los practicantes—: vente a vivir aquí… Aquí, de noche, tendrás más libertad. Nos escaparemos y nos iremos de prándiga.

No era mala la idea. Esa misma noche, a pretexto de evitar idas y venidas, solicité de mis padres vivir en el Hospital. Mi madre se opuso, pero mi padre aprobó y favoreció mi demanda.

—¡Déjale, mujer —díjole a mi madre—, déjale: que vaya aprendiendo a hombre! ¡Tú quisieras tenerle guardado bajo un fanal!

Pronto quedé instalado en una pieza contigua a la botica. Noche a noche, después del toque de silencio, tomábamos el portante y nos íbamos de tertulia a las casas vecinas. Algunas veces no salíamos, y entonces nos reuníamos todos en mi habitación. Se charlaba, se reía, se jugaba. Allí aprendí y supe cosas que no se enseñaban en la casa de don Procopio. Cada semana hacíamos, a escote, un baile en la casa de las muchachas susodichas, y, cuando la tertulia era en mi cuarto, cenábamos opíparamente. En tales cenas consumíamos el vino de la provisión farmacéutica. El triste recinto y el cuadro inmediato del dolor humano no eran parte a entristecernos.

Me volví malvado y travieso; jugué a mis compañeros muy buenas pasadas, y siempre impunemente. Nunca sospechaban de mí; jamás descubrieron al autor de la broma. Al fin recibí el castigo que me tenía yo merecido.

Cierta noche de mayo, noche muy calurosa, invité a mis amigos a tomar un refresco. Fueron a mi habitación y bebieron a su sabor. Debe Ud. saber que en la limonada que les ofrecí puse una buena cantidad de emético. Ud. supondrá lo duro del trance. Nadie chistó; nadie dijo palabra de queja. Hasta llegué a creer que la dosis había sido exigua. No tardaron en tomar desquite.

¡Y de qué manera! Recuerda Ud. aquello de Virgilio,


Jungebat corpora mortua vivis?
 

Pues así, ni más ni menos.

Había obscurecido. El clérigo arrojó por la ventana el consumido tuxteco, y… prosiguió.

III

Nadie vino a mi habitación esa noche. Pregunté por mis compañeros y me dijeron que unos dormían y otros andaban de paseo. Me eché en la cama y me puse a leer no sé qué librejo de historias amorosas. Leí una o dos horas. A las once me desnudé, me metí en la cama, apagué la vela, y me dormí. Cuando iba yo conciliando el sueño, oí en el corredor los pasos del enfermero de guardia que iba y venía, y, allá, muy lejos, el vocear desconcertado de un loco, un pobre viejo que decía ser el General Miramón. Se pasaba el día en medio del patio, gritando, como si estuviera al frente de las tropas:

—¡¡¡Batallones!!! ¡¡¡Flanco derecho!!!

Cuando el infeliz, callaba, oíase, apenas perceptible, un rumor vago que parecía venir de los salones: quejas, lamentos… Acostumbrado ya a tales cosas, como queda dicho, no tardé en dormirme.

De repente desperté. Manos férreas me sujetaban de pies y brazos.

Eran mis compañeros, y decían:

—¡Ah! ¿Conque tú fuiste? ¡Ahora las pagarás todas!

Quise moverme y no pude; quise gritar y me taparon la boca. Me amordazaron y cargaron conmigo. ¿Adónde? Al anfiteatro. El terror me hizo perder el conocimiento.

Desperté —tal es la palabra— y me hallé en un cuarto obscuro. El horrible olor del ácido fénico me hizo comprender en qué parte estaba yo. Me habían tendido en la plancha, entre dos cadáveres, y atado a ellos. Grité. ¡Nadie me oía! Volví a gritar… ¡En vano! El anfiteatro estaba en el fondo de la huerta; nadie podía oírme. Los villanos habían dejado una linterna encendida, de tal modo dispuesta, que lanzaba sobre mí y sobre los cadáveres un reflejo rojizo. Trémulo, angustiado, volví la vista en torno mío. De un lado tenía yo una negra hedionda, helada, rígida, en cuyo rostro había dejado la muerte un gesto de desesperación. ¡Cómo, sobre el fondo obscuro de aquella cara macabra, aparecían los dientes blancos y descarnados! Abiertos los ojos, contraídas las manos por una convulsión tetánica, crecidas las uñas, como garras de gavilán, parecía una figura salida del Infierno. Del otro lado tenía yo el cuerpo de un obrero cosido a puñaladas. En su rostro, intensamente pálido, se dibujaba una contracción de ira y de rabia. Herido en el abdomen, conservaba aún apósitos y vendas. Olía a pulque agrio. La frialdad de los cadáveres me penetraba hasta la médula de mis huesos. El rostro de la negra estaba junto al mío, y si trataba yo de apartarme de ella tenía yo que descansar la mejilla en la cabeza del obrero. Trasudaban los cuerpos algo glutinoso que empapaba mi ropa… Pugné por desatarme, luché desesperado por romper las ligaduras, y sólo conseguí caer de la plancha, con los cuerpos a los cuales me habían sujetado. Me resigné a morir, y me abandoné sin ánimo, casi sin aliento. En mi cabeza caía de tiempo en tiempo una gota de agua. Habituado al ácido fénico, pronto percibí la fetidez de la negra… En fin, a qué describir aquello que Ud. se imaginará muy bien! A poco sentí que algo corría o se movía sobre mí. Eran ratones, ratones hambrientos que venían a roer los cadáveres. Logré ahuyentarlos a gritos, escupiéndolos, moviéndome en cuanto me era posible. No supe más de mí. Al amanecer vinieron a sacarme de aquel suplicio. Me encontraron sin conocimiento…

Por este camino llegué al sacerdocio. ¿Quién, después de haber visto tan cerca lo que es la muerte, no ve con desdén las penas del mundo y las vanidades de la tierra? ¿Quién no piensa en las cosas del cielo?

Al llegar el Cura a este punto de su narración, entró un criado.

Buscaban al Párroco para que fuera a asistir a un moribundo.

—¿Quién está de viaje? ¿Dónde es? —preguntó.

—Dicen que es allá, en la última casa del pueblo… Se trata de tío Pedro, el limosnero… —respondió el mozo.

—¡Ah! —exclamó el clérigo. Y volviéndose a mí agregó:

—Con permiso de Ud.… No tardaré. Voy a ver a ese infeliz. Es un leproso. Espéreme Ud., ¡espéreme para cenar!


Publicado el 1 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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