Justicia Popular

Rafael Delgado


Cuento


A Erasmo Castellanos

Son las diez de la mañana y el sol quema, abrasa en el valle. Llueve fuego en la rambla del cercano río, y la calina principia a extender sus velos en la llanura y envuelve en gasas las montañas. Ni el vientecillo más leve mueve las frondas. Zumba la «chicharra» en las espesuras, y el «carpintero» golpea el duro tronco de las ceibas. En las arenas diamantinas de la ribera centellea el sol, y en pintoresca ronda un enjambre de mariposas de mil colores, busca en los charcos humedad y frescura.

El bosque de «huarumbos», de higueras bravías, de sonantes bananeros y de floridos «jonotes», convida al reposo, y las orquídeas de aroma matinal embalsaman el ambiente.

En el cafetal sombrío, húmedo y fresco, todo es bullicio y algazara, ruido de follajes, risas juveniles, canciones dichas entre dientes, carcajadas festivas.

Temprano empezó el corte, y buena parte del plantío quedó despojado de sus frutos purpúreos.

Límite del cafetal es un riachuelo de pocas y límpidas aguas, protegido por un toldo de pasionarias silvestres que de un lado al otro extienden sus guías y forman tupidísima red florida, entre la cual cuelgan sus maduros globos las nectáreas granadas campesinas. En las pozas, bajo los «cacaos», media docena de chicos, caña en mano, y el rostro radiante de alegría, pescan regocijados. Cada pececillo que cae en el anzuelo merece un saludo. En tanto, en el cafetal sigue el trabajo, se enreda la conversación entre mozas y mozos, y en los cestos sube hasta desbordarse la roja cereza.

Cuando calla la gente en la espesura, y los granujas, atentos a la pesca, se están quedos, resuena allá a lo lejos sordo ruido, el golpe acompasado de los majadores: ¡tan! ¡tan! ¡tan!

¡Buena cosecha! Antonio, el dueño del rancho, está contento. El año ha sido próvido; los cafetos se rinden al peso de los frutos, y ya están listos, en bodega, quince quintales completos, que darán a su dueño, vendidos en Pluviosilla o en Villaverde, cuatrocientos veinticinco duros… ¡Y lo que falta por levantar!

En el rancho, todo es alegría. Trabaja mucha gente. Delante de la casa, en grandes petates, se tuesta al sol buena cantidad del preciadísimo grano; los majadores trabajan tan bien, que es una gloria el verlos, y en el portalón, en varios grupos, las «limpiadoras» separan el «caracolillo» de la «planchuela».

Antonio vigila celoso las labores; Merced, su esposa, trajina adentro. El humo sube en espiral del pajizo techo de la casa, y el palmear de las tortilleras anuncia que ha llegado, o no tardará en llegar, la hora del almuerzo. El humo de la leña húmeda que arde en el «tlecuile», inunda la casa y portalón, sale por entre los muros de caña, y asciende lento y azulado hacia las regiones despejadas del cielo. Delante de la casa, en el espacio libre, bajo los naranjos cargados de fruto, cerca del vallado de carrizos que circunda el huertecillo, cacarean las ponedoras, cloquean las cluecas, pían tímidamente los polluelos de la última nidada invernal, y el gallo, un gallo giro, de espolones recios y cresta amoratada, orgulloso y envanecido de sus odaliscas, se pasea con aire triunfador, hace la rueda a la más linda, y, de tiempo en tiempo lanza a los vientos su imperiosa voz: «¡Quiquiriquí!»

Charlan de muchas cosas los del portalón. Pancho, el más garrido mozo, habla de cacerías con los menores; tía Chepa, de sus achaques y dolamas; tío Juan, de su vida de soldado, de sus hazañas contra los yanquis; y las mozas, todas de ojos negros y vivarachos, mientras sus dedos apartan los granos, no dan paz a la lengua, y hablan de cierto mancebo «charreador», gala y orgullo de la comarca, ganancioso en las últimas carreras de «Cuichapan», cosechero pesudo, y un tipo de lo más reguapo cuando pasa en el «Tordo», terciado el zarape multicolor, al desgaire el galoneado sombrero, y firme y apuesto en la escarceadora caballería. Sonríen maliciosas, y bromean, y lanzan amables indirectas a Nieves, la hija de Antonio, que según dicen, es la preferida del doncel.

—Oye, Clara —dice una riendo y mostrando la blanca dentadura— dice Nieves que no! ¡Figúrate! Si yo la ví embobada, con la boca abierta, contemplando a Daniel. Y el otro, tan descaradote, que no le quitaba los ojos…

—Los ojos aquellos, que parecen brasitas —murmuró otra.

Nieves baja la vista avergonzada y finge que no oye lo que sus amigas están diciendo.

Salta tía Chepa, y dice en tono dejoso:

—¡Ah muchachas! ¡Ustedes sólo piensan en que se han de casar!…

Y volviéndose a sus compañeras:

—¡Pa las riumas, nadita como la tripa de Judas!… En injusión de aguardiente, tibiecita, por la noche, y donde duele, talla y talla, y flota que flota, hasta que se embeba! Y de veras: ¡como con la mano! Las riumas vienen del aire, y por eso se quitan con yerbas de olor.

Pancho, muy seriote y grave, satisfecho de su auditorio, sigue contando sus aventuras de caza:

—Los perros comenzaron a latir y yo dije: ¡allá voy! Y pa allá me juí. Le metí espuelas al cuaco… ¡y arriba! De que yo ví la cuernamenta, cargué la escopeta, y me aguardé por entre los acahuales. El venado que pasa y yo que le tiendo el fusil, y que le aflojo un tiro, y otro! Saltó el animal, cayó, volvió a saltar, se alzó, siguió corriendo y yo tras él. Ya le iba yo a apuntar de nuevo, cuando lo ví que tambaleaba. Se atrastó entre los huizaches y fué a caer entre las yerbas del arroyo. Los perros venían latiendo. Yo llegué antes que ellos, agarré el cachicuerno, y ¡zás! ¡lo degollé! ¡De veras que mi escopeta es buena! ¡Los dos tiros juntos! ¡Mira si es buena!

Todos charlan y trabajan alegremente, cuando de pronto una exclamación de Marcelino, el majador que está más cerca del portalón, interrumpe la charla.

—¡El chitero!

—¡El chitero! —contestan a una, corriendo hacia afuera, para ver el gavilán que anda cerca.

Ciérnese en el espacio, o en rapidísimo giro va y viene, buscando con mirada fascinadora, al través del follaje, a los tímidos polluelos.

El gallo dió la voz de alerta; huyeron las gallinas hacia lo más espeso del cafetal, en busca de refugio, y los polluelos se agrupan en torno de la clueca y se esconden medrosos bajo las alas maternales. Sólo una, la más bella, una de copete rizado, y nívea pluma, madre joven e inexperta, parece indiferente, y cloquea tranquila mientras los hijos, asustados, la buscan presurosos.

El gavilán va y viene. Ya la vió, ya la acecha. En rápido descenso cae como una saeta, y rozando el suelo con la punta de las alas, recorre el corral, y se va, llevándose mísero polluelo, el más lindo, el más blanco, el más vivo! En vano ha querido defenderle la madre. De nada le sirvieron a la infeliz el afilado pico y las alas robustas. El chitero se remontó con su presa, y huye, para devorarla en un picacho de la serranía.

El gallo tiembla; las odaliscas han desaparecido, y sólo se oye, allá en la espesura, un grito débil, con el cual avisan que el enemigo está cerca, que es preciso huir y esconderse en lo más tupido de los matorrales.

De pronto exclama Pancho:

—¡Ya volverá!

Y corre apresurado hacia la casa. No tarda en salir. Trae la escopeta. Al cargarla, murmura entre dientes un temo amenazador. Nadie habla. El mancebo sale al llano. Los chicos que pescaban en el arroyuelo le siguen, mientras la tía Chepa corre hasta lo más recóndito del bosque.

De allí vuelve a poco persiguiendo a las gallinas. Éstas, azoradas, corren hacia el portalón. Tranquilas y descuidadas, al abrigo del viejo techo, se creen seguras, y el gallo torna a sus requiebros y paliques y las gallinas a su cacareo, y las cluecas a cloquear, y los polluelos vagan alegres y descuidados del peligro que les amenaza. Sólo la copetona blanca está triste y apenada. ¡Ha perdido un hijo!

—¡Ahí viene! —gritan de pronto las mujeres—. ¡Silencio!

El gavilán torna en busca de otra presa. Seguro de arrebatarla vuelve victorioso. Se aproxima lentamente como si fuera a ranchos lejanos… Pero repentinamente acelera el vuelo, duplica la fuerza de sus remos, sube, y baja, trazando en el espacio curvas caprichosas, y de pronto cae en el corral. Suena un tiro, y el rapaz carnívoro, herido en una ala, viene a tierra, voltejeando y vencido. El tiro del mozo fué certero. Resuena en el portalón un grito de júbilo. La chiquillería corre en tropel y se agrupa en torno del ave moribunda.

Pancho, con la escopeta al hombro, muy orgulloso de su puntería, acude también.

Las mujeres comentan y celebran calurosamente la muerte del chitero. Los chicos quisieran hacerle pedazos. El ave, moribunda, casi exangüe, aletea y se agita con las últimas convulsiones de la agonía.

El mozo mira un rato a su víctima y llama la atención de los niños acerca de las pujantes garras del animal.

—¡Ahora, muchachos, a colgarlo! ¡En el jobo del camino!

Momentos después, entre los gritos de los muchachos, y saludado por mil silbidos, el gavilán queda pendiente de la rama más vigorosa del copado jobo. Aún está vivo el rapaz; pasea en torno suyo los feroces e inyectados ojos, aletea de cuando en cuando, y por fin expira en uno u otro balanceo. Las poderosas y anchas alas quedan laxas; las corvas garras quedan crispadas, y del abierto y amarillento pico se desprenden, lentas y pausadas, gruesas gotas de sangre negra, espesa y humeante.

—¡Viva Pancho! ¡Viva! —gritan los chicos y se retiran del patíbulo tarareando un toque militar… ¡tan, tan tarrán, tan… tan tarrán tan! ¡Rata plán!


Publicado el 1 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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