La Calandria

Rafael Delgado


Novela



I

—¡Pobrecita! —exclamaba doña Manuela, bañados en lágrimas los ojos, al apagar, de un soplo, una larga vela de cera, amarillenta y quebrada en tres pedazos, y extinguiendo con las extremidades del índice y pulgar humedecidas en saliva, el humeante pábilo—. ¡Esta noche se nos va! ¡Pero, a Dios gracias, con todos sus auxilios!

—¿Y qué dijo el médico? —preguntó Petrita, la hija de la casera, alargando a su interlocutora otra vela.

—Dijo esta mañana que no tiene cura, y mandó que se dispusiera luego luego para recibir el viático, antes de que le volvieran las bascas. Y ahí me tiene usted, mi alma, subiendo y bajando para arreglarlo todo, en el ínter que su mamá de usted y Paulita la del 6 ponían el altar… ¡estoy rendida! por eso no entré a ver el viático.

—Deje usted, doña Manuelita: si yo también he estado apuradísima, componiendo las botellas de flores y haciendo los moños para las velas, y eso que Tiburcita me prestó los que le sirvieron el año pasado en el altar de Dolores, que si no, no acabo.

—Y está el altar que da gusto verlo; se parece al que ponen en Santa María las hijas de María —dijo, tomando parte en la conversación, una mujer de prominentes caderas y marcado bigote—; como que el padre lo ha estado mirando y remirando, como si dijera: ¡qué lindo está!

—¡Y qué tan a tiempo traje la sobrecama! —repuso doña Manuela—. ¡Con razón me dijo el gordito de La Iberia, cuando saqué el género, que estaba buena hasta para un altar! ¡Ya lo vimos… y está nuevecita!… Ya sirvió en el altar y no he de usarla. Ya lo sabe usted, Petrita: para el viernes de Dolores ahí la tiene. Yo haré los sembraditos y las aguas de color.

—Muchas gracias, Manuelita; la Virgen se lo pagará todo y no olvidará la buena voluntad.

—Oiga usted, doña Pancha —preguntó la hija de la casera a la quintañona del mostacho—: ¿qué le dijo a usted ese señor, cuando lo fue usted a ver?

—¡Ay, hijita!… ¡ni me diga usted!… ¡qué había de decir! Me salió con que es cierto que él es el padre de Carmen; no, no, la verdad es que no se atrevió a negarlo; pero me dijo que él bastante había hecho por ellas; que las había protegido mucho; que les había dado un papel para que les fiaran ropa, aquella que compraron por Semana Santa… cuatro tiliches, ¿se acuerda usted? y que le habían pagado mal; que hoy día no tiene dinero… pero que si Guadalupe se muere que le avise yo.

—Buen consuelo. Usted dirá: ¡un hombre tan rico!

—¡Dueño de tantas casas!

—¡Quién lo había de pensar!

—Para más es una… Con todo y ser pobres hacemos por la enferma cuanto podemos.

—Por supuesto. Ella habrá sido lo que quieran, ya la juzgará Dios, yo no veo eso. Además ya recibió el Santísimo…

—Ése es el mejor remedio —replicó doña Pancha—; eso vale más que la meopatía que le dijo a usted Tiburcita. Ya verán cómo va de mejora; así pasó con mi difunto. Ya verán, ya verán cómo se alivia, y de aquí a ocho días, está en el lavadero, contando sus cuentos y diciendo sus gracejadas. Yo soy mala, no lo niego, pero la mera verdad, cuando uno de mi casa se encama lo primero que hago es traer al padre para que se arregle. Luego, cuando ya está de remate y el médico manda que se disponga, empieza aquello de que no se empeore con el susto, y con que nadie quiere decírselo al enfermo… No, mi alma, yo se los digo, tope en lo que topare; que se mueran, hija, qué hemos de hacer, así lo querrá Dios, pero que no se vayan a la cocina grande.

—Tiene usted razón, doña Pancha, eso mismo digo yo.

—Bueno; pero yo pregunto —dijo la Petrita—: y si se muere la enferma, ¿con quién se queda Carmen? ¡La pobre no tiene ni quien vea por ella!…

—Y luego —hizo notar doña Pancha— ¡con esa carita de manzana, tan coscolina y tan alegre!

—Carne para los lobos, hija…

—Enterita a la cara de su hermana, la hija de ese señor don Eduardo… el vivo retrato… ¿no es verdad, doña Pancha?

—¿No la conoce usted, Petrita? La que pasó por aquí a caballo el otro día; la del sombrero alto, como el del doctor… ¡vaya!

—¡Vaya si la conozco! Póngale usted a Carmen los vestidos de la otra, el peinado alto, el sombrerito, y no hay diferencia. ¡Pobre muchacha!

—No hay cuidado, Petrita —dijo doña Pancha conmovida al ver húmedos los ojos de la chica—; si se muere Guadalupe, yo recojo a la muchacha.

—¿Yo? ¡Cuándo!…

—¡Ni yo! ¡Cría cuervos para que te saquen los ojos!…

—Pues yo sí —replicó agria y resuelta la del mostacho— ¡y Dios dirá!

Así hablaban en grupo piadoso y compasivo, en el amplio portal del patio de San Cristóbal, importante casa de vecindad de un barrio extremo, la flor y nata de las lavanderas y planchadoras de la población.

Daban todos el nombre de casa de San Cristóbal a tan vasto edificio, cuyas innumerables habitaciones producían a su dueño pingüe renta mensual, a causa, sin duda, de un gran cuadro que, presentando a dicho santo, estaba colocado en la parte superior del portón que comunicaba el zaguán con los anchos corredores que rodeaban el patio, en cuyo centro, bajo un techo de tejas requemadas y entre una red de cuerdas y tendederos, treinta laboriosas mujeres lavaban por centenares, cada semana, la lencería de toda una ciudad veracruzana, con lo cual queda dicho que no era poco productivo el trabajo confiado a su incomparable habilidad.

Procedente acaso de un convento derruido por la Reforma, aquel cuadro, obra de malaventurado pintor, daba cierto aspecto religioso a la vastísima casa. En dorado marco de estilo plateresco, a trechos ennegrecido y desportillado, lucía su figura colosal y su musculatura atlética el fortísimo Ofero, cargando, más cuidadoso que novel nodriza, un niño Jesús, mofletudo y rozagante, de violada túnica y cabellos rizados, de entre cuyos bucles se destacaban, en triángulo isósceles, las tres potencias de rigor, dentro de un nimbo áureo también, que con sus imperfectos contornos declaraban al menos listo que eran obra de otro artista y aditamento puesto a la imagen del risueño Infante por los afanes de un devoto que, de seguro, no encontraba en ella expresión ninguna superior y divina.

El gigantesco santo estaba representado en el acto de pasar impetuoso y espumante río, a cuyas márgenes, en las arenas rojizas, tal vez por un presentimiento del futuro naturalismo en el arte, no escatimó el piadoso Apeles caracoles ni conchas. El bienaventurado atleta apoyaba la diestra en un árbol corpulento, escaso de frondas, mientras sostenía en el hombro un mofletudo niño que llevaba en la mano izquierda, a modo de leve y saltadora pelota de hule, una esferita cerúlea, ceñida de dorados colores y coronada con una cruz: símbolo de aqueste misérrimo planeta.

Al otro lado del torrente, detrás del árbol, cedro, roble, encina o lo que fuera, que a darle figura determinada no alcanzaron los ingenios del artista, en el segundo término del cuadro, un ermitaño de luenga barba, calada la capucha de su hábito color de ocre con tonos de chocolate quemado, miraba absorto y boquiabierto a quien tan sereno iba cruzando el vado.

Servía de fondo al paisaje un horizonte entre marítimo y de comarca líbica, al cual no faltaba la silueta de una palmera, dibujando en las vagas lejanías sus correctas palmas, y un cielo semipurpúreo y anaranjado, que, incendiado por los fulgores del sol poniente, completaba la mística belleza que al conjunto quiso dar el pintor.

En la parte baja del lienzo podía leer cualquiera, aunque fuese corto de vista, en vigorosa y gallarda letra de Palomares, un tiempo dorada y ya negruzca, la siguiente cuarteta:


«Un poder, tan sin segundo,
Cristóbal, os diera Dios,
que si el mundo os carga a vos
vos cargáis a Dios y al mundo.»
 

Notábase en el patio silencioso, inusitado movimiento. En todas las puertas había grupos de mujeres que conversaban apesaradas de la gravedad de la enferma. Una de ellas tenía la palabra: ponderaba los padecimientos y desgracias de la moribunda y repetía las quejas angustiosas que le acababa de escuchar. En torno de cada grupo no faltaban sus chicos haraposos y de carilla endiablada, que prestaban oído, llenos de curiosidad y sorpresa, a la triste narración que parecía turbar, un tanto, el regocijo que les alborotaba la sangre. La pompa del viático, tan grave, solemne y conmovedora, los tenía alegres y festivos. Otros, más allá, en el corredor más lejano, a callanditas, para corresponder al silencio que reinaba en la casa y que se propaga veloz donde hay un moribundo, jugaban a las canicas, no sin merecer, de cuando en cuando, si algún grito de alegría se les escapaba, severa reprimenda de la vecina del 4, que era, según la opinión unánime de la gente menuda de aquella casa, la más entremetida y enojona.

El corredor de la entrada, uno de los mayores de la casa, y parte del siguiente, húmedos en extremo por el abundante riego recibido aquella tarde, estaban alfombrados de hibiscos purpúreos, pétalos de rosa blancos y rojos y gran abundancia de hojas de naranjo y tallos de romero.

La florida alfombra llegaba hasta la calle, donde un modesto y no poco estropeado carruaje aguardaba la salida del sacerdote, quien, entre tanto, administrados viáticos y extremaunción y aplicadas las indulgencias del caso, trataba de reanimar el ánimo abatido de la moribunda con santas y consoladoras palabras.

Las compasivas lavanderas seguían de charla a la puerta de la casera.

—Pero, doña Panchita, ¿no le parece a usted que ese señor no tiene entrañas?

—¡Ay, mi alma! ¡Así son los ricos! ¡Dios se los perdone! Cuando está uno en sus quince le ofrecen esto, aquello, lo de más allá; se vuelven una miel, consiguen que uno los quiera, y luego… ¡ya ve usted lo que pasa!

—¡Quién lo había de creer! —exclamó Petra con aires de experimentada y prudente, haciendo una mueca por demás ridícula—. ¡Un hombre tan bien puesto! ¡Tan rico!…

—¡Ésos son los peores, hijita! ¡Ésos son los peores!… A mí no me extraña; yo soy vieja, y más sabe el diablo por viejo, que por diablo… Si Guadalupe se muere, yo veré al señor cura; me quedaré con la muchacha, y si se ofrece le pondré a ese señor las peras a catorce.

—Usted sabe lo que hace; pero yo no me metía en eso. Para qué quiere usted buscarse ruidos. La muchacha es bonita, pero muy alegre de ojos; a todos les enseña los dientes, con todos se ríe, y no hace más que cantar: por eso le pusieron el apodo.

—No, Petrita: eso sí que no; bien que ayudaba a la enferma; lava que es un gusto, y en cuanto a planchar, no hay pero que ponerles a las camisas que salen de sus manos. ¿Que le gusta cantar?… ¿y eso qué? Por eso es lo del apodo… ¿Y quién se lo puso? La bisoja de Candelaria: esa maldita envidiosa que a todos les tiene tirria. Que porque a la pobrecita le gusta cantar, y Enrique López la acompañaba en la vihuela, ahí tiene usted, mi alma, que le puso el apodo. ¡Como ella no tiene ni quien le diga! ¿Y quién le puso el apodo? Ella, que lo trae de herencia: sí, porque su padre, sus tíos y sus hermanos, todos, tienen un ojo a San Dimas y otro a Gestas… ¡usted dirá! ¡Harta desgracia tiene con lo que le ha pasado y con lo que le está pasando…! ¡La calandria! ¡Usted dirá! ¡La calandria! ¡Porque canta y tiene para eso un aquel, que ni las del teatro! Pues no le hacen favor: canta mejor que una calandria… ¡Si le digo a usted que si esa enredadora y envidiosa bizca no se ha ido, el mejor día le ajusto las cuentas!

En aquel momento salía el sacerdote, y la vieja cerró el pico. El vicario, un joven de aspecto noble y hasta aristocrático, de pulcro vestido y franca mirada, se detuvo ante el grupo, y componiéndose el sombrero de copa y arreglando los pliegues de la anchurosa capa, dijo:

—¿Quién es la casera?

—Una criada de usted, padrecito —contestó dentro una voz cascada.

—La enferma está más tranquila. Ya le apliqué las indulgencias. Si sigue mal y entra en agonía, lo que no tardará mucho, que me avisen.

—Hágame usted el favor de ir a mi casa a las cinco. El sacerdote vio su reloj —una preciosa repetición inglesa—. No, a las cinco y media… ¡Hasta luego! Y saludando cortésmente a las comadres salió en busca del carruaje, seguido de un chiquillo que, cargado con la bolsa donde iban los ornamentos sagrados, el manual y el hisopo, y muy orondo en el desempeño de sus religiosos oficios, afectaba cierta compostura sacerdotal.

II

Un aposento chico, pintado a imitación de papel tapiz. En el centro, cubierta con una carpeta de paño azul, una mesa de escribir, muy brillante por el barniz reciente que no alcanzaba a disimular la antigüedad del mueble. Media docena de sillas americanas de ojo de perdiz. Un sillón monacal forrado de vaqueta. Una caja de hierro. Un tapete de triple, ya muy pálido y usado, con un pavo real haciendo la rueda. Unas escupideras. Un tintero de cristal de roca. Una montaña de papeles y de periódicos sobre la mesa, y entre ellos una lámpara de petróleo, con pantalla. En la pared, arriba del asiento principal, un calendario exfoliador. Una mesa destinada a contar dinero. Una prensa de copiar y una botella de barro amarillo, con un vaso al pie.

Tal era el escritorio del señor don Eduardo Ortiz de Guerra, un caballero de cuarenta y ocho años, de noble apostura y distinguido porte, alto, delgado, de fino trato e insinuantes maneras, de grandes ojos negros, que seis lustros atrás debieron ser irresistibles, y de palabra suelta y viva, con esa ligereza de los hombres actuales, tan faltos de fondo y gravedad como superabundantes de audacia, muy deseados en los círculos de la política, y que, por lo insustancial y versátil, son el encanto de lo que hoy suele llamarse una escogida sociedad.

A pesar de que en su barba de corte español y en su abundante cabello no habían escaseado los años argentadas hebras, tristes mensajeras del próximo invierno de la vida, don Eduardo estaba bien conservado. Aún tenía algo de la gentileza que en años anteriores le distinguía entre sus demás compañeros de milicia, porque don Eduardo había sido oficial del ejército en tiempo de la intervención francesa. Había recorrido medio país durante aquella época y terminado gloriosamente su carrera en Querétaro, donde peleó bizarramente a las órdenes de Miramón. Allí cayó prisionero. Daba gusto oírle narrar los episodios del sitio, referir las diversas surtidas en que tomó participio y ponderar el heroísmo de sus jefes y la grandeza del caballero príncipe que bañó con su noble sangre el cerro de las Campanas.

Su niñez había sido triste y miserable y su juventud no menos precaria; pero con aquel su carácter llevadero y flexible supo sobreponerse a toda adversidad, medrar y enriquecer, hasta el punto de gozar, cuando acaecieron los sucesos que vamos narrando, de una posición cómoda y hasta brillante. La vida no tenía para nuestro soldado del imperio más que una sola faz digna de atención: aquella que daba hacia los campos del dinero, para muchos áridos y penosos y para él poéticos, llanos, fecundos en comodidades y bienestar. Había llegado en todo al summum de la sabiduría; todo lo demás le importaba un ardite.

Las grandes luchas de la vida moral, los grandes combates en que el corazón lidia el primero, luchas y combates largos y terribles, pero gloriosos para el alma, habían sido eliminados por Ortiz, para quien todo lo que no fuera el negocio, apenas merecía su atención, y era una farsa indigna de la gente juiciosa, y por extremo risible y despreciable.

Al tratar por vez primera al capitalista quedaba uno prendado de su afable trato, de su conversación discreta, no menos que de su inagotable benevolencia. Lo que verdaderamente seducía de aquella su condición apacible y mansa, estaba en la indiferencia, aparente o real, atinada y cuerda, que tenía para cualquier cosa, y que, sin tocar el linde de lo singular y chocante, le ponía en condiciones de ver las flaquezas del prójimo, las humanas debilidades y las mil y mil cuestiones que agitan los círculos sociales del modo más natural, con noble desdén, como si no parase mientes en ellas, firme y seguro como estaba en el castillo inexpugnable de su experiencia y dentro de la triple muralla de su riqueza, de su crédito y de su fama. Sensible en apariencia a todo, de todo trataba y acerca de todo daba opinión, pero como en frío, con serenidad olímpica, sin que lo repugnante de la falsa virtud, ni calores de partido, ni la apasionada indignación que lo injusto despierta en toda alma elevada pudieran dar al traste con aquella su venturosa paz, haciéndola caer en turbación y empañar el cielo siempre límpido de su tranquilidad con inoportuna sombra.

Ni en los negocios, ni en ciertas atrevidillas combinaciones mercantiles, harto arriesgadas y peligrosas, en que solía entrar, parecía fijar la atención, por mucho que en ellas estuviera interesado grandemente y jugara no exigua parte de su fortuna. Procedía en sus tratos y transacciones sin manifestar nunca serios temores de mal éxito, sonriente, festivo, siempre de buen humor.

Hombre de mundo y de sociedad con nadie se desavenía, ni se enemistaba, no dando lugar a ello y calmando a tiempo las marejadas del amor propio herido y las tempestades de la contrariedad en todas circunstancias enojosas.

Formaba en el grupo feliz de los que a nadie desagradan, con ninguno pugnan, a todos rinden con lo incoloro de su pensar, y saben conquistarse todas las voluntades.

Ya queda dicho que era rico —no tanto como suponían las comadres del patio de San Cristóbal—; tenía lo bastante para vivir cómoda y holgadamente, sobrepasando un tanto esa áurea medianía, cantada por el poeta, que no deslumbra ni ofende a los demás y que sirve para subir en el concepto social y acrecienta respeto y cariño públicos.

Nadie sabía de cierto el origen de su fortuna. En concepto de algunos, los menos, procedía de un premio gordo de la lotería de la Habana; al decir de otros, muy crédulos, de una herencia inesperada; en opinión de muchos, todo venía de ahorros y buscas legales en una aduana del Golfo; y conforme al sentir de los más, de hábiles manejos hacendarios, llevados a feliz término con la Federación en una contrata de vestuario para el ejército, defensor de nuestro sagrado territorio y sostén de nuestras preciosas libertades.

Ello es que don Eduardo vivía tranquilo y venturoso, gozando de todas las abundancias de la clase alta y amando a su hija Lola con todo el amor de que era capaz aquella su alma seca e infecunda, amando a su hija, gallarda y elegante señorita, con ese amor que logran inspirar la belleza y la debilidad de un sexo, siempre hechicero, a quien como don Eduardo tenía cerrada la puerta de su alma a otros afectos y ternuras. Acaso en aquel amor había no poco de egoísmo. Suele el egoísmo tomar las formas más extrañas y singulares: el halago de la vanidad, la ostentación de la riqueza, el orgullo de la hermosura, la vanagloria del dinero, cuanto de alguna manera da al espíritu algo que real o aparentemente le hace feliz. Para quien como él había sufrido tanto en la niñez, pobrezas, hambres y humillaciones; para quien había pasado los mejores años de la vida arrastrado por el viento de nuestras luchas civiles, yendo de aquí para allá, medio desnudo, a pie o jinete en pésimo caballo, lidiando con los famélicos soldados de su compañía, durmiendo al raso o en miserable y abandono albergue, sufriendo la tiranía de los jefes y con la vida siempre en peligro, los años no habían pasado en vano. ¡Cuánta ciencia le dejaron! Él había sido desinteresado, generoso, hasta llegar al sacrificio; pero ya sabía a qué atenerse; conocía el mundo y estaba siempre en guardia contra todo lo que pudiera exponerle a nuevas adversidades. De aquí la transformación de su carácter, su reserva, y esa habilidad para agradar a unos y a otros, a extraños y amigos; de aquí su discreción, cuando se trataba en presencia suya de ciertas cuestiones todavía candentes de la política. Bien sabía él que hay palabras que se escapan cualquier día y que por sencillas e inofensivas que parezcan siguen rodando y llegan, con el tiempo, a tener un valor y una importancia tales que provocan odios y despiertan rencores… Hasta le pesaba ya su participación en las guerras del imperio, por más que, allá para sí, se consideraba muy honrado de haber servido a las órdenes del héroe de la Estancia de las Vacas.

Ninguno hubiera sido para López acusador más temido; como que poseía noticias y datos acerca de la ocupación de Querétaro que nadie hubiera puesto en duda; datos y noticias de un valor verdaderamente indiscutible. Él sabía cómo estuvo arreglado todo: y cuando veinte años después se trató en los periódicos de la traición de López, contra su habitual frialdad y contra su característica reserva, nuestro hombre se entusiasmaba y enardecía, deshaciéndose en elogios para los vencidos del imperio, pura gente decente, como él solía decir, y hasta llegó, cierta ocasión, a poner a los vencedores como dijeran inválidos biliosos.

Se decía poseedor de importantes documentos, que nadie tacharía de falsos, y dueño de graves secretos acerca de tan discutida traición, decisivos en el asunto. Mas cuando sus contertulios, ya por espíritu de partido, ya por amor a la verdad, le exhortaban a publicarlos, nuestro hombre, salido de caja hasta aquel punto, entraba repentinamente en ella y hacía notar lo inútil que sería hacerlo, dadas las condiciones actuales del país, y pormenorizaba los odios que en su contra despertaría tan inoportuna publicación.

Lo cierto era que, como oficial de poca importancia, no se vio obligado, cuando cayó el príncipe, a permanecer alejado de los asuntos públicos, y, aunque siguió fiel a su partido en cuanto a las ideas, contrajo estrechas relaciones con los prohombres del bando vencedor. No volvió al servicio militar; pero pasados algunos años, cuando los rencores se apaciguaron un tanto, estuvo empleado en una aduana del litoral del Golfo. Lo que se decía de la contrata de vestuario para el ejército a nadie le constaba. Al triunfar el Plan de Tuxtepec, o poco antes, vino a establecerse a la ciudad donde acaeció lo que vamos a referir, viudo ya, y con una niña que, al presente, cuando la desdichada lavandera se moría, contaba dieciocho años cumplidos y era una de las señoritas más guapas de la ciudad.

En su escritorio estaba aquella tarde don Eduardo, y allí le encontró el padre González.

—¿Y a qué debo la honra de tener a usted por esta casa?

—Un asunto importante, señor Ortiz, me proporciona la oportunidad de conversar con usted, aunque por breve rato.

—Hoy, como siempre, padre, estoy a sus órdenes.

El sacerdote contestó con cierto aire de timidez, haciendo una leve inclinación de cabeza, mientras se arreglaba los pliegues de su capa, cuyos embozos se escapaban, a cada lado, por sobre los brazos de la cómoda silla monacal.

—He tenido el gusto de oír a usted durante el tiempo de Cuaresma. ¡Bien, padre! ¡Bien! ¡Eso se llama predicar! ¡Tiempo ha que no oía yo predicar así! ¡Bravo, amigo mío! ¡Bravo! ¡Es usted muy joven todavía, y hay que esperar mucho de su talento!

Ante aquel huracán de elogios inesperados el clérigo estaba sonrojado y confuso.

—No soy merecedor de tantas alabanzas, señor Ortiz. Mis buenos y piadosos oyentes saben bien que mi humilde voz no tiene más méritos que los que le prestan la verdad de la doctrina y la santidad de las creencias que expone. Yo no hago más que trabajar y cumplir alegremente con mis deberes.

—¡Yo he oído a usted, amigo mío! ¡Yo! No es usted quien debe juzgarse. Tuve oportunidad de oírle una noche, en que trató, con sobrada elocuencia, como era de esperarse, de un asunto harto difícil, de una cuestión…

—¿De cuál?

—Padre: del espiritismo… Por cierto que yo andaba en esos días preocupado con la famosa doctrina… Cierto amigo mío…

—Ya entiendo. Había usted leído las obras de Allan-Kardec, de Pezzani… de tantos otros cuyos libros tienen ya en los catálogos de las librerías no escaso número de líneas.

—La doctrina espiritista es muy seductora, ¿no es verdad?

—Sí —replicó el vicario, casi interrumpiendo a su interlocutor, concediendo aparentemente para no exasperarle y adelantando la adversativa—; pero cuando, como usted, el lector tiene buenos principios, creencias firmes, estudios sólidos, instrucción superior y recto juicio, esas doctrinas de… la magia moderna, contrarias a los dogmas católicos, es decir, a la verdad, y hasta en pugna con el sentido común, a pocas líneas aparecen como son, meras fantasías, delirios nocivos, sueños de enfermo.

—A decir verdad, amigo mío, cierto libro de Figuier, algunos de Flammarion, con ese estilo tan hermoso…

—¡Flammarion! ¡El novelista de la astronomía, como le ha llamado un sabio francés! ¡Con ese estilo tan lleno de gracia y colorido ha contribuido mucho a propagar entre las gentes americanas esas doctrinas… Ya sabe usted que nos pagamos mucho por aquí de las obras de imaginación…! ¡Cuántos han tomado las fantasías del astrónomo como verdaderos axiomas!

El padre González que era joven, conocedor del mundo y de los hombres, y además instruido, comprendió, desde luego, con quién tenía que habérselas, y procuró cortar los vuelos espiritistas a su interlocutor; no tanto, sin duda, por temor a sus dislates, pues sospechaba hasta dónde subían el talento, la erudición y la malicia del capitalista, cuanto por llegar al asunto que allí le había llevado. Penetraba las intenciones de su adversario, quien adulándole primero, y mostrándose luego, como acaso iba a hacerlo, mal creyente, se preparaba a salvar su bolsillo de un ataque, en caso de que el vicario viniera a solicitar su ayuda y cooperación para alguna obra emprendida o por emprender en alguno de los templos de la ciudad.

—No vaya usted a creer, padre, que soy espiritista; gracias a Dios estoy aún en mis cabales; pero me gusta leerlo todo. A mi edad ya no hay peligro de que se extravíen las ideas…

—¡No, señor! ¡No, señor! —murmuraba el vicario.

—Mis padres fueron católicos, y católico soy; así fui educado, y si no estuviéramos en la verdad, eso solamente bastaría. Así también he educado a mi hija. Créalo usted y, vaya, sin modestia y sin que parezca hipocresía, hasta exagerado soy en eso… En mi casa no permito que se lea nada irreligioso. He llegado hasta proscribir de ella El Monitor —y al decir esto tomó el periódico que medio abierto, despidiendo el acre olor de papel recién impreso, estaba en la mesa, y estrujándole, dijo—: ¿Entrar este papelucho a mi casa? ¿Que lea esto mi hija? ¡Cuándo, padre, cuándo! ¡Cuándo!

El padre González callaba, mordiéndose los labios, para dominar la risa.

Al fin, tras breve pausa, se compuso en el sillón, y pasándose los dedos por el níveo cuello inglés, que albeaba entre lo negro inmaculado de su mal recogida sotana, abordó el asunto. Había reconocido la posición del enemigo, si enemigo podía llamarse a tan excelente persona como era el señor Ortiz de Guerra.

—Pues bien, amigo mío; un grave asunto me ha traído a esta casa, y es preciso que tratemos de él.

Aprobó el capitalista con un signo y se dispuso a escuchar.

—He sido llamado esta mañana para prestar los últimos auxilios de la religión a una infeliz mujer que está moribunda. Poco tiempo le queda de vida. Después de oírla en confesión he recibido de ella un encargo que me he apresurado a cumplir, tanto porque estos asuntos no deben dejarse para mañana, cuanto porque se trata de una joven que si no es huérfana ya, no tardará en serlo…

—¿Huérfana?… ¡No, padre, que le quedo yo!

—Usted perdone; quise decir huérfana de madre.

—¡Ah! Ya sabía que estaba moribunda. Una mujer que vive en la misma casa, vino oficiosamente a decírmelo esta mañana. Y, a decir verdad, la noticia me tiene desasosegado y triste.

—La moribunda me ha dicho, hace media hora, que buscara yo a usted para suplicarle, en nombre suyo, que no abandone a su hija. Entiendo que a usted le debe la vida. Convendría ponerla a cargo de una familia cristiana y respetable. Su edad, su inexperiencia, su hermosura, acaso la expondrán a mil peligros, y la única manera de precaverla contra ellos es colocarla bajo el amparo de personas graves y de buenas costumbres. La moribunda pide a usted perdón, si le ha ofendido; espera obtenerlo amplio y generoso, y no duda un momento que su hija tendrá en el hombre a quien debe la vida un verdadero apoyo paternal. Eso es todo.

El clérigo inclinó la cabeza apesarado, mientras apartaba sus miradas del capitalista y jugaba con el embozo de la capa.

—No extraño esta pena. Pago con ella errores juveniles, faltas lamentables de irreflexiva edad. He subvenido al mantenimiento de esa joven desde sus primeros años. Lleva mi sangre, y la amo. Esa buena mujer puede morir tranquila: esté usted seguro de que esa joven será atendida dignamente. En cuanto al perdón que la madre me pide… ¿Perdonarla? ¿De qué?… Yo soy el que debe demandar ese perdón.

—Que ya está otorgado, señor Ortiz.

—Padre, me mortifica en extremo que haya usted tenido que tomarse la pena de venir…

—¿Por qué? —murmuró dulcemente el vicario—. Es mi deber… y me felicito de haber cumplido el encargo con tan buen éxito… Así lo esperaba; voy a comunicárselo.

—Padre: dígale usted que me perdone; que yo velaré por Carmen; que se tranquilice para que recobre la salud. ¿Tendrá usted la bondad de entregarle esto? —y tirando de uno de los cajones de la mesa tomó un paquete de dinero que puso en manos del clérigo diciendo:

—Usted perdone… no tengo billetes…

—Gracias, señor Ortiz. Voy a entregar este dinero a quien sea debido.

El sacerdote se retiró. El capitalista, con exquisita cortesanía, le acompañó hasta la puerta.

—¡Quede usted con Dios!

—¡A la orden de usted!

III

Apenas hubo tiempo para que llamaran al padre González. A poco de llegar éste al patio de San Cristóbal exhaló Guadalupe el último suspiro.

Expiró a las siete menos cuarto. Tras los acostumbrados rezos, las buenas lavanderas tomaron posesión del cuarto mortuorio. Doña Pancha declaró desde luego, que, por expresa recomendación de Ortiz, se hacía cargo de la huérfana; nadie hizo objeción y la pobre muchacha fue confinada al departamento más remoto. Doña Pancha, doña Manuela y Petrita hábilmente secundadas por la casera, procedieron a tender el cadáver en el pobre lecho, sobre una sábana blanquísima.

Guadalupe había sido muy bella; cuando la conoció en Xalapa don Eduardo, era lo que se llama una mujer lucida. La penosa y cruel enfermedad que la consumió lentamente y que la llevó al sepulcro no fue bastante poderosa a quitarle su natural hermosura. Su rostro, demacrado, intensamente pálido, con esa palidez del mármol viejo, guardaba mucho de la frescura juvenil, muy rara a los treinta y cinco años, aun en las personas de sana constitución y de vida menos precaria que la de Guadalupe.

Sobre muelles almohadas, cedidas durante la enfermedad de la difunta por una vecina, descansaba aquella graciosa cabeza ornada de negros cabellos ligeramente ondulados.

Doña Magdalena, éste era el nombre de la caritativa y generosa vecina, había sido para Guadalupe y para Carmen una verdadera fuente de socorros. No tenía mala cara; era una morena de subido color y sospechosa conducta, sostenida a la sazón, con amplitud y hasta con lujo, por un tinterillo en auge, secretario del Juzgado de 1.ª Instancia, muy dado a la política e inapreciable factotum para una borrasca electoral, redactor oportunista de periodiquillos vehementes, y hombre muy de fiar para quien contara con el apoyo de arriba, es decir, para todo candidato oficial con promesa infalible de regir los destinos del Estado.

La dadivosa Magdalena, doña Magdalenita, o Malenita, como la llamaban en el patio, era muy gente con todas las vecinas. Con Guadalupe se había portado a las mil maravillas, y a ella y a unas señoras de la conferencia de San Vicente, se debió que la infeliz tísica de nada careciera. Justo es decir que las de más vecinas cooperaron a obra tan benéfica con el mayor empeño. ¿Se necesitaba ropa, aunque fuera usada? doña Magdalena. ¿Una medicina extraordinaria y costosa? doña Magdalenita. ¿Buen caldo, biftec jugoso y bien preparado? Malenita. Pero eso sí, apenas asomaba por el cuarto de la paciente… ¡Les tenía un asco a los éticos! Ella dio las almohadas en que reposaba el cadáver, el cual quedó tendido con las manos enclavijadas sobre el pecho y rodeado de cuatro gruesas velas de cera, y fue visitado durante las primeras horas de la noche por todas las compañeras de lavadero y de casa.

Entre tanto, doña Pancha y la casera preparaban lo necesario para el velorio. Los preparativos consistían en proveerse de pan, bizcochos, azúcar, café y de algunas botellas de aguardiente añejo, del mejor, para obsequiar, de medianoche en adelante, a los doloridos asistentes.

Para nada de esto fue preciso acudir a doña Malenita, ni a los vecinos. Para ello hubo y bastó con el dinero que Ortiz entregó al padre González, y que éste, sin declarar su procedencia, y advirtiendo que no era suyo, puso en manos de doña Panchita, mujer seria, formal muy amiga de la muerta.

Una de las vecinas mandó a su hijo, el chico aquel que acompañó al vicario a dar el viático, a la iglesia próxima, en la cual prestaba sus buenos servicios de monaguillo, por un jarro de agua bendita, que por ser sábado aquel día vino limpia y clara, y con la cual se hizo una solemne aspersión, sirviéndose de un hacecillo de fragante romero, producto del jardincito que en cacharros y latas de petróleo cultivaba en el traspatio la casera: exiguo y siempre florido jardín, donde lucían sus galas y primores albahacas, tomillos y geranios de olor, y donde cada año, por abril, un rosal de largos y espinosos tallos, enfermizo y triste, daba dos o tres rosas pálidas de anemia, pero eso sí, llenas de aroma.

Jarro y aspersorio fueron colocados a los pies del cadáver, en espera de una mano piadosa que esparciera sobre la velada faz de la difunta el santo rocío.

Entrada la noche y en espera de la hora de ánimas, se fueron juntando las mujeres de la vecindad. Hablaban quedo y a cada instante suspiraban de lo más hondo de su pecho, y como era de esperarse, después de lamentar las penalidades de la difunta y de elogiar sus virtudes, hacían incursión vedada, breve y como de paso, en la vida de Guadalupe y larga y minuciosa en la de don Eduardo Ortiz.

A las ocho se rezó el rosario, con sus correspondientes estación y ofrecimiento, en versos de rima imperfecta, y un sinnúmero de preces especiales por el descanso eterno de la muerta y alivio de las ánimas benditas del Santo Purgatorio. A las diez, en el corredor y cuartos próximos, mujeres y niños, parlanchinas las unas, soñolientos los otros, se arreglaban en grupos para la velada.

Los hombres, al volver del trabajo y de la raya, tuvieron noticia del suceso; salieron a tomar su poco de aire por calles y plazas, y vinieron al velorio, antes de que la casera, tipo de rigidez porteril, cerrase el zaguán como de costumbre, aunque por aquella noche, a lo que parecía, quedaban en suspenso las leyes de clausura.

En aquellos grupos se hablaba de todo; de los trabajos y cosas del taller; de si allá y acullá adeudaban a esta o a la otra tanto más cuanto de lavado y planchado; de si Malenita había reñido o no con el señor licenciado; de las últimas corridas de Ponciano; de la contribución personal, y de mil y mil cosas, no sin que los muy gandules de los mozos echaran su cuarto a espadas acerca de las chicas del patio y de las gatas y garbanceras que servían en tal o cual casa, y de si Carmen, la infeliz huérfana, era o no el vivo retrato de doña Lolita Ortiz.

Entre los concurrentes se contaba un mozuelo de veinte años o poco menos, garrido si los hay, oficial de ebanista, buen muchacho, económico y sin vicios, dado a la buena ropa, y que, según maliciaban sus compañeros de taller, y sobre todo las vecinas, era el preferido de la huérfana.

Alto, robusto, bien formado, apuesto y de mucha labia con las mujeres, era el mozo más listo del taller de don Pepe Sierra, hábil y acreditado ebanista de la ciudad. Gozaba el Gabrielillo, o Grabiel, como le llamaban casi todas las vecinas, de mucho partido entre las garbanceras del barrio y entre las gatas que vivían en seis cuadras a la redonda de la carpintería donde trabajaba cinco días a la semana. Aunque no era perezoso, hacía san lunes; no podía resistir al poder de la costumbre.

Digamos que Gabriel era hijo de doña Pancha, y se comprenderá que desde aquel día la estopa quedaba junto al fuego.

A las doce rezaron el segundo rosario, no muy cargado de jaculatorias, en bien del alma de la difunta; cosa muy natural en hora tan avanzada, después de tanto hablar, y cuando, por unanimidad, aquellos estómagos vacíos suspiraban por el café humeante y oloroso, por los bizcochos suaves y el pan azucarado y por un traguito de aguardiente, muy eficaz para entonar el cuerpo y darle fuerzas contra la destemplanza que produce prolongada vigilia.

Después del café fueron retirándose algunas vecinas y no pocos varones de los que formaban en el facundo grupo del corredor, donde, ya fuese por olvido, por lo excitante de la negra bebida o por las virtudes oratorias del añejo, se principiaba a hablar más alto.

La reina de la noche, muy gordiflona y engestada, iba a todo correr, rasgando nubes, derramando de lleno su plateada luz en los corredores, cuyos pilares proyectaban oblicuamente sobre el piso la negra sombra de sus cañas. Las estrellas cintilaban inquietas; el agua parloteaba alegremente en los caños del lavadero; se percibía el lejano rumor de los bosques del valle agitados por el viento, y se oía claro y sonoro el murmurar del río. De pronto, una bocanada de aire reseco y ardiente se coló en el patio, cambiando de pronto el estado de la atmósfera, levantando una nube de polvo, silbando en las cuerdas y tendederos y haciendo bailar las enaguas y calzones pendientes de ellos y que albeaban a la luz del astro melancólico, una danza sacudida y grotesca.

Allá en el fondo, en lo interior del cuarto mortuorio, se veía rígido, cubierto el rostro con un pañolito de cenefa, el cadáver de Guadalupe, alumbrado por los cirios cuyas llamas titilaban agitadas por el viento, despidiendo fulgores rojizos y medrosos.

IV

—Échate un fósforo.

El compañero de Gabriel hundió las manos en los bolsillos de su ajustado pantalón, y tras largo buscar sacó un palillo y le frotó en la pared, una, dos, tres, cinco veces, hasta que al fin se incendió la mixtura, produciendo insoportable hedor. Gabriel hizo un gesto de repugnancia.

—No tengo otros, hermano. ¡La patria no da para más! —y presentó al mozo la flamígera astilla, encendiendo en ella un cigarro de El Moro.

—Como te iba diciendo —prosiguió Gabriel, escupiendo la punta del cigarrillo, arrancada con los dientes, y aplicándole a la flama—, como te iba diciendo, ya mi madre recogió a la muchacha. Él se lo encargó, por eso. Desde que él se casó se separaron; Guadalupe se enojó y ya no volvieron a juntarse.

—Te pechaste, hermano, ahora sí estás en la arena… ¡quién fuera tú!…

—Ya irás a empezar con tus guasas…

—¡Ja, ja, ja, ja! No, hermano; pero la verdá es que ya quisieran otros… La muchacha te quiere… ¡es bonita, y lo que se siente es la ventaja!

—Puede que sí me quiera. Mi mamá me dijo que cuidado con las cosas; que ya sabía yo quién era su padre, y que bastante tenía la pobre con ser huérfana y con estar como dejada.

—Sí, hermano; todo eso está en la razón, pero si ella te quiere y tú a ella. Yo, la verdá, en lugar de doña Pancha te corría. Tú eres reata y taimado; te la echas de bueno, y vas a hacer una de las que tú sabes. Acuérdate de la hija de tío Marcos… que cuando estaba en el acomodo de frente al taller… ¡Hasta el maestro te echó la grande!… Acuérdate, hermano, y no te hagas jaula.

—¡Palabra, palabra, que no fui yo!

—Pues, ¿quién fue?

—La cosa de allá salió. Para que veas, no me faltó oportunidá; pero la verdá, yo no fui.

—Hora dirás que fue el viejo…

—Dicen que fue el muchacho. Aquel de los bigotes engomados…

—¿Ése? ¡Qué! Si era muy pazguato…

—Pues ése; ya sabes que los catrines son los que se emparejan con las gatas. ¡La ropa, hermano, la ropa!

—¡Y qué bonita estaba la indina!

Gran parte de los veladores, hombres y mujeres, distraían los fastidios y tristezas del velorio con animados juegos de estrado. Al florón, juego insulso y de menos, sucedió el corre-conejo, que es de lo más pecaminoso. El de la harina y el de la bala fueron interrumpidos graciosamente por el sur que seguía soplando con intermitencia.

En otro grupo, el casero, viejo soldado del 47, contaba lances de aparecidos e historias de espantos, conversación obligada e indispensable en todos los velorios, con tales frases y aspavientos y tales rasgos de pavorosa fantasía que hubiera puesto miedo en el alma del más animoso enterrador.

A cada instante el aire iba siendo más reseco y pesado. El viento caldeaba la atmósfera, hacía crujir las vigas y mover las puertas, y a las veces como irritado y rabioso contra la indiferencia de los tertulios, embestía con furia y recorría las galerías, alzando una nube de polvo, barriendo los pisos y levantando en torbellino los pétalos de rosa, las hojas de naranjo y los tallos de romero que formaban la florida alfombra.

Doña Pancha muy embozada en su rebozo coyote, vino en busca de los muchachos.

—¿No quieren más café?

Ambos acudieron en pos de la quintañona.

—Vaya, tomen —les dijo, poniendo delante de los futuros maestros de ebanistería sendas tazas de café, tamañas que una bañadera, y después de un plato de bizcochos, otro de azúcar y una botella. Los amigos se portaron a las mil maravillas con aquel repuesto.

—Ya no hay pan del otro. No se apliquen al añejo, que vamos a misa de alba, y tú, Gabriel, tienes que arreglar el entierro para las cuatro. Acuérdate que hay que pedir un papel al médico.

—No tenga usted cuidado, doña Panchita, que no le entraremos recio al trago.

—Señora madre: ¿quién hace la caja? Es domingo… y…

—Ustedes. La harán barata.

Los jóvenes convinieron en que ellos tomarían a su cargo la obra, siempre que el maestro, don Pepe Sierra, les permitiera trabajar en el taller.

—¿Y Carmen? —preguntó Gabriel.

—Está durmiendo en casa de Malenita. La pobre vino y se la llevó a cenar. Arreglamos que pasara allá la noche. Como ahora está sola, porque don Juan se fue a Veracruz… También arreglamos que iría a misa de cuatro.

—Pero… ¡cómo!… —observó Gabriel.

—Sí, que vaya a rezar por la difunta. Ustedes como son tan impiotes.

—No, pero ni ganas tendrá.

—Pues que las busque, ¿no es verdá, Tacho? Van también las del 15. Voy a buscarlas.

—Están despiertas, señora madre. Han estado aplanando toda la noche… ¡Como mañana tienen que entregar la ropa!

—Pues entonces a Carmen.

—Déjela dormir —dijo Tacho—; estará desvelada.

—No, anoche durmió acá. ¿Verdá, Gabriel? ¿Quieren más café? Si quieren allí está en el anafe. ¡No le entren al aguardiente!

Siguieron departiendo en grata conversación los dos amigos y haciendo cálculos acerca del ataúd.

—Mañana hay baile.

—¿Qué baile?

—El de Pancho Solís.

—Eso es; no me acordaba. Ya me convidó ayer.

—¿No vas?

—Yo tengo mis ganas; pero con esto de la difunta…

—¡Y qué te importa! ¡Vaya! Si tu mamá se opone, a buena horita coges el zarape y te largas. El baile empieza a las ocho; el entierro será a las cuatro. Va estar el baile como bala. Van las Gómez, las hijas del cojo, la triguefiita de La Jardinera…

—¿Cuál?

—La hermana de Fernando Pérez.

—¡Ah! ¿La meneadorcita aquella que te habló ayer?

—¡Ésa! Anímate, chico. Van las costeñitas, las mulatonas ésas, primas de Camilo, Marcelina y la altota de por la estación que anda con ella. ¡La mar!

El viento había cesado. El hermoso cielo de la madrugada, puesta ya la luna, centelleaba con las últimas pompas del invierno. Oíase el ladrido de perros lejanos y, de tiempo en tiempo, el quiquiriquí agudo de un gallo joven que desde los patios vecinos saludaba el próximo albor de hermoso día.

El reloj de la plaza dio la media, y la campana mayor del templo parroquial comenzó a tocar el alba. A los ecos solemnes del sagrado bronce iba despertando la Naturaleza. Todo se desperezaba al salir del sueño, y con rumor creciente la dormida ciudad tornaba a la vida. Presentíase el inmediato advenimiento de la luz. La campana llamaba a misa, y se escuchaban ya, en la calle, los pasos y voces de los madrugadores que apresurados iban caminito del templo.

Penoso y acongojado llorar vino a interrumpir la conversación de los carpinteros. Carmen, arrodillada, gemía y sollozaba ante el cadáver de Guadalupe. A duras penas consiguieron doña Pancha y las del 15 quitarla de allí, para llevarla a misa.

Tras ellas, embozados en sus zarapes, iban Gabriel y su amigo Anastasio Romero. Las vecinas se quedaron a rezar el último rosario.

A las cinco menos cuarto fue el entierro.

Gabriel y Tacho pusieron en la obra sus cinco sentidos. La caja era de pino y estaba pintada de negro y adornada con tiras de papel dorado. Tenía sendas perillas de latón en los ángulos superiores, y una en el centro de la tapa que remataba en un penacho de plumas negras, apabulladas y cenicientas, desinteresadamente prestadas por don Pepe Sierra, y descansaba en unas angarillas que a Gabriel se le antojaron símbolo de la niveladora muerte, pues decía a su compañero de taller, al colocar sobre ellas la urna:

—De veras, hermano, que para la muerte todititos somos iguales. Mira: en estas andas han llevado a enterrar a muchos ricos y a muchos pobres; unas cajas han sido lujosas y adornadas; otras, peores que ésta, de brocha gorda; unas finas, forradas de merino y hasta de raso; otras, en que el maestro echa leona, no más embarradas; unas para viejas, otras para muchachas bonitas… ¡Cuántos han ido en esta parihuela! La muerte a todos nos empareja.

El menestral en sus melancólicas filosofías se igualaba, aunque en vilísima prosa de carpintero, al gran poeta clásico, en aquello de la pallida mors…

En pos del fúnebre cortejo, vestidas de negro y sofocadas y jadeantes, iban las vecinas, y tras ellas no pocos hombres y muchos chicuelos inquietos y endiantrados, más alegres y divertidos que si corrieran libres por el campo, y con ellos el monaguillo, muy grave y seriote, con el jarro de agua bendita y el consabido aspersorio de romero. Renovó en el templo la provisión del santo líquido y las dolientes llenaron también botellas y jarros. Un sacerdote rezó, de prisa y entre dientes, las preces por los difuntos, bendijo el cadáver, echó una cucharada de tierra sobre el féretro, y el cortejo tomó camino del cementerio, buscando las aceras sombreadas, para huir, cuanto era posible, de los rayos de aquel sol primaveral que se despedía espléndido y magnífico desde la cima de la montaña próxima, con todo el fuego de un día de mayo caldeado por el sur.

Sepultado el cadáver, el monago asperjó la fosa hasta cansarse, y las dolientes amigas vaciaron sobre la tierra removida toda el agua bendita del repuesto.

Volvieron todos al patio de San Cristóbal por los callejones más frescos y hermosos, para gozar de aquella tarde luminosa y dorada. Charlaban las mujeres, fumaban los varones, y los chicos merodeaban por solares baldíos y abiertos cercados, en busca de naranjas tardías, apedreando aquí y allá a los canes famélicos y ladradores que les estorbaban el paso y que huían rápidos al verse amenazados.

Al llegar al patio se convino en rezar a las ocho de la noche, y por nueve días, los acostumbrados rosarios. Gabriel y Tacho se despidieron en el zaguán, citándose para el baile de Solís.

El enamorado de la huérfana entró a beber, es decir, a tomar café; conversó buen rato con la afligida dulcinea, y mientras se reunía para el rezo y doña Pancha echaba su párrafo de conversación con Malenita, se vistió de gala, se caló el galoneado sombrero de felpa, tercióse el joronguillo multicolor, y alegre y campante, ¡zas!… se largó al baile.

Iba pensativo. Sentíase enfermo y no gozaba de la actividad placentera y feliz del hombre sano, en él nunca debilitada y siempre vigorosa. Ya fuera por consecuencia del trasnoche, ya por el cansancio del trabajo festinado, ello es que nuestro pobre Gabriel estaba triste. —He visto tantas tristezas desde ayer —se dijo—, que por eso estoy así. ¡No hay que hacer caso… Una copa y… listo!

Sencillo de sentimientos, inexperto en punto a juveniles amoríos, no acertaba a darse cuenta de lo que le pasaba y sentía. Ignoraba la causa de la dulce melancolía que le embargaba el ánimo. El amor había entrado ya en aquel corazón que ni desengaños ni vicios habían debilitado todavía y que se abría como una flor campestre al blando cefirillo de la ternura.

La suerte le había puesto en el camino de la huérfana, que joven, bella, hacendosa, parecía como creada de propósito para él; pero una sombra empañaba los risueños proyectos de felicidad futura. —¿Por qué —se decía—, por qué es hija de un rico? Si lo fuera de un artesano, como, por ejemplo, de don Pepe Sierra, para quien mi honradez y mi trabajo valieran algo, no estaría yo tan inquieto y triste. Ese señor Ortiz no ha de quererme, estoy cierto de ello. Pensando en esto entró a la casa de Solís, donde su amigo Tacho le aguardaba.

—¡Qué hacías! —Ya llevamos dos piezas. No han llegado todavía las costeñas… Ya me le apersoné a la hija del cojo, que es la mejor pareja de la sala, y… ¡me parte que es un gusto! ¡Qué bien baila!… Pero… ¿qué tienes?… Te veo cara de pichón espantado…

—La verdá… estoy así… como malo…

—Lo que tú tienes me lo sé yo… ¡Es por Carmen!…

—No, pero ya ves, apenas hoy enterramos a Guadalupe y ya ando en bailes… Me parece que esto no está bueno. Me arrepiento de haber venido.

—No; lo que pasa es que temes que el tata… No le alces pelo, hermano, ¡que no es para tanto!

—¡A Dios!

—Ven y tómate una copa. No te apures… ¿Qué piensas hacer?

—Yo me entiendo con ella; pero si ese señor la recoge, me hará menos… Al fin es hija de quien es.

—¡Y eso qué!

—Con otra, ya sabría a qué atenerme; pero tratándose de Carmen la cosa es distinta.

—¡Toma, toma la copa, que van a tocar un vals!

Tacho puso ante Gabriel un vasito de cognac que el entristecido muchacho apuró de un sorbo.

—¡Puf! Parece contrahecho…

—¡A Dios con el fino! ¡Desde que vas a emparentar con ricos, ya nada te gusta. Acuérdate de lo que ahora te digo; ese señor no le vuelve a hacer caso. Mejor para ti!

—¡Quién sabe!

La música anunció un vals arrebatador. Los dos amigos entraron a la sala. Romero iba diciendo para sí: —¡De que los hay, los hay!… ¡el caso es dar con ellos!

V

No lo había previsto, y el caso urgía. La casa era muy chica: dos piezas del tamaño de una nuez, donde apenas cabían Gabriel, doña Pancha y la maritornes, una india tuerta que hacía las compras y lavaba cazuelas y pucheros.

La buena señora no sabía qué hacer. El cuarto que daba hacia la calle, sala y alcoba al mismo tiempo, era de Gabriel; en el otro dormían las dos mujeres.

La última noche se la compusieron Dios sabe cómo; mas en lo de adelante no podía ser así. Gabriel no había de dormir todos los días en casa ajena, y por nada de esta vida dejaría su camita amarilla que él mismo se había hecho, tan alegre, tan bonita, con sus almohadas altas, suaves, con sus fundas tejidas de gancho, su cobertor colorado y su blanco mosquitero de limón. Nadie había de acostarse en ella. ¡Cuidadito! Ni la misma doña Pancha. ¡Con aquel geniecito! ¡Bueno se puso aquel día que Malenita, de cuernos con el licenciado, abrumada de pena y rabiando de las muelas, descansó en ella un rato! Sólo tratándose de Carmen no decía esta boca es mía. Cuántas veces la muchacha desvelada, había dormido por largas horas en el cómodo lecho del ebanista, y Gabriel llegaba, se conmovía al verla, y temeroso de turbar su sueño entraba de puntillas, conteniendo el aliento, a dejar la blusa y en busca del zarape. Pero todo esto no le gustaba a doña Pancha. —Esto me huele mal —decía la vieja—; tan malmodíenlo y secote con todos, con Carmen parece de dulce. ¿Sí?… Entre santa y santo pared de cal y canto…

En fin, ya no era hora. La huérfana —como el mozo se lo esperaba—, ocupó la camita, y Gabriel, al tornar del baile, durmió muy contento a los pies del armario, cerca del hogar, soportando pacientemente el hedor de ajos y cebollas que despedía la tabla del recaudo y oyendo el subir y bajar de los ratones que se paseaban a sus anchas por entre las tazas y los platos.

Al día siguiente tomó en arrendamiento el cuarto contiguo, y sin acordarse más de la camita, que la huérfana no aceptó sin resistencia, compró un catre nuevo y se instaló en la habitación. Como no era conveniente que Carmen siguiera usando las ropas de cama que habían servido a la enferma, Gabriel cedió todo el avío.

Doña Pancha, aunque no libre de temores, estaba contenta, se mostraba satisfecha, y Carmen la pasaba bien. Cuando, por la noche, el mozo volvía del taller, se formaba en torno de la mesa una grata tertulia. Tacho solía formar parte de ella, y allí se conversaba que era una gloria.

La huérfana se mostraba muy agradecida con doña Pancha, y no poco alivio fue para la quintañona que Carmen viniera en su ayuda. Siempre estaba lista para lavar, cocinar y arreglar la casa; para servir al mancebo por demás oficiosa. Era justo: Gabriel se portaba con ella a las mil maravillas. ¡Y qué camisas se ponía, Virgen Santa! ¡Ni la misma nieve de blancas y nítidas! ¡Vaya si iba guapo el ebanista! Sobre que Carmen atendía a todo: botones caídos, deterioros inesperados, manchas, descoseduras. El sábado por la noche, cuando el mozo iba a acostarse, se encontraba todo muy arregladito y muy bien puesto. En una canasta, tapada con un pañuelo, la ropa interior, la camisa con los gemelos ya trabados, y prendida al cuello la corbata luenga y chillona. En la silla, el correcto pantalón flor de romero, el chaleco blanco y la chaquetilla gentil. En el clavo, el sombrero de gala, el lujoso sombrero de felpa gris con galones de plata, gruesa toquilla y monogramas, ya muy peinado y cuco. ¡Qué manecitas aquellas tan hábiles para hacer en la felpa las figuras más caprichosas y elegantes! Ora, fajas decrecientes, suaves y perfectas, que subían en salomónicas espiras hacia lo alto de la copa; ora, sobre el fondo alisado, atrevidos toques que parecían motas apabulladas; ya, círculos paralelos que iban ciñendo el pilón de mayor a menor; ya, en fin, líneas quebradas que imitaban complicadas ramazones, o, lo que era más gallardo, hojas de palmera. Al pie de la cama los botines amarillos, de suela delgada y aguzada puntera, limpios, aceitados, como diciendo a su dueño: —¡Amigo mío: a dormir temprano, que mañana es domingo y hay que subir y bajar, todo el día, por esas calles que Dios bendiga!

Cuando a la una llegaba el mozo, ya estaba servida la mesa: sobre el blanco mantel, el pan francés de incitante, dorada y esponjada corteza; la botella del pulque, convidando al sediento; las tortillas envueltas en la servilleta flecada que trasudaba toda; los platos de azulados paisajes, como un espejo, y el arroz blanco con plátanos fritos, que parecía un vellón con manchas leonadas. ¡Y qué bien se comía! ¡Qué buen apetito tiene el hombre trabajador cuando al volver a casa se encuentra todo en regla, y hay en la mesa dos ojos negros que le miran cariñosos y amantes!

Sin embargo, Carmen no recordaba aún su canora alegría. La Calandria seguía muda. El cierzo del dolor la tenía mustia. Poco a poco iban volviendo a sus labios las canciones y los trinos. Primero gorjeos que se le escapaban involuntariamente; luego vibrantes notas que espiraban al nacer, y más tarde toda una melodía lánguida y plañidera que terminaba con una cadencia lúgubre.

Gabriel gustaba de oírla cantar, pero no se atrevía a pedirle que dejara escuchar su hermosa voz, temeroso de profanar el doliente silencio de la joven. ¡Y qué voz! Si hemos de creer lo que decía Enrique López, era de lo que hay poco.

La guitarra, muy adornada con su ramo de camelias de trapo y su gran lazo de cintas tricolores, dormía boca abajo en las sillas de la salita, sin esperanza de gozar, en mucho tiempo, de un rato de jolgorio. Gabriel pensaba al verla: ¡Lástima! ¡Se está ensordeciendo!

Un día de poco trabajo para las vecinas, doña Pancha andaba de calle, y Carmen, sola en el lavadero, jabonaba algunas prendas. El hermoso cielo de las mañanas estivales, profundamente azul, sembrado allá por el Oriente de majestuosos cúmulos, comunicaba a las almas esa inefable alegría que tiene todo lo inmenso y luminoso. La tarea tocaba a su término y Carmen enjuagaba la última pieza. Algo sentía dentro del pecho, indefinible y grato, algo en que iban mezcladas tristeza y alegría, como lo que experimentan las almas soñadoras ante las pompas del crepúsculo vespertino, cuando la tarde junta, por singular manera, a las tintas violadas que anuncian la proximidad de la noche el ígneo fulgurar de la aurora en los mares: amor, dulce amor. Y pensaba en Gabriel: —¿Dónde estará? ¿En el taller? No; ese pícaro no pierde la costumbre de hacer san lunes. ¿Con quién andará?… ¡Y es muy guapo… vaya que lo es!… ¡y buen muchacho… lo que es un buen muchacho, trabajador, honradote, franco, como ninguno! Mamá dice… decía —aquí la huérfana, al corregir su pensamiento, suspiró con pena—, decía que si todos fueran como él…

Gabriel la amaba, sin duda; bien clarito se lo decían aquellas miradas mortecinas, insistentes, apasionadas; aquel afán de agradarla, aquel empeño en mimarla. Pero ¿por qué no hablaba, por qué no se lo decía, así quedito, sin que nadie lo oyera?

La huérfana levantó al cielo los ojos, y al hundir sus miradas en las profundidades del éter, respiró como queriendo beber las olas de aquel piélago cerúleo. Alegre, como la alondra que descubre desde los trigales el primer albor del alba, principió a cantar bajito, tan bajito que casi ni ella misma se oía.

En esto entró Gabriel, de prisa, sin reparar en la joven. Ésta le iba siguiendo con la mirada a lo largo del corredor. El ebanista llegó a la puerta, hallóla cerrada y, con los nudillos, dio en ella dos golpes sonoros, tan, tan, a los cuales respondió la huérfana cantando en alta y apasionada voz:


¡Tan! ¡Tan! Niña, a tu puerta
llamando Amor está…
 

Al oír el inesperado canto Gabriel se estremeció, pero al punto dominó su emoción.

—¡Ah! ¡Conque aquí está la cantadorcita! —Y se acercó al lavadero, agachándose para pasar bajo los tendederos, que se rendían al peso de las ropas empapadas.

—¡Cuidadito con hacer una diablura! ¡Cuidado con ese mantel! ¿Qué horas son estas de venir a la casa? Doña Panchita fue a recoger la ropa de las Robles, y, por lo visto, mi don Gabriel hace san lunes. ¡Bueno, bueno!… avisaré a la señora…

—Hoy nadie trabaja. Hasta don Pepe, con todo y ser el maestro, se pasa el día platicando con su vecino el militar.

—¡Y eso qué, Gabriel! Yo quiero que sea usted más trabajador. ¡Para vagamundear: el domingo!

—Así se hará. Tiene usted mucha razón; pero en lunes, ni las gallinas ponen.

—Sí que ponen, y las lavanderas lavan. Aquí estoy yo: así me he pasado toda la mañana.

Carmen, que ni por un momento había dejado el trabajo, exprimía, al decir esto, un lienzo hecho un rollo, torciéndole y retorciéndole con todas sus fuerzas. El agua escurrió primero a chorros, luego en delgados hilos y límpidas gotas, hasta que por fin el lienzo quedó enjuto. La huérfana hacía esta operación inclinándose hacia adelante, con la falda recogida en plegones para no mojarse enaguas y pies, luciendo desnudos los brazos, torneados y cubiertos de finísimo vello.

—¡Lavan, sí —replicó el mozo— y cantan que es un regalo!… ¡Cantan que es una gloria! ¡Tan! ¡Tan! Niña a tu puerta… —e interrumpiendo la copla y riendo, agregó:

—Esta noche, señorita cantadora, me cantará usted. Ya la guitarra está pidiendo que le hagan cosquillas. El otro día, al entrar, le oí decir quedito, muy quedito: ¡quiero cantar!… ¡quiero cantar!… Y hoy cantará; tendremos música: hay que darle gusto. Ella en pago cantará aquello de las golondrinas y las madreselvas que no volverán.

—No cantará, Gabriel; no cantará porque no tiene cuerdas.

—Se encordará.

Carmen sonreía alegremente, y Gabriel clavaba en ella una mirada lánguida y amorosa. Notólo ella y para evitarlo dijo, levantando al cielo sus hermosos y rasgados ojos:

—¡Qué cielo tan azul!

—¡Muy lindo! —contestó el mancebo, sin saber lo que decía—. Cantará usted, ¿no es verdad? ¿Esta noche, después de la cena, cuando Tacho venga? No, no quiero que venga. Le diré esta tarde que no estaremos aquí… No quiero que oigan a usted, ni Tacho, ni nadie; sólo yo… ¿no es cierto?

—¡A Dios! Y ¿por qué?

—¡Vamos… porque no me agrada que otro la vea a usted; ni que digan que es usted bonita… vaya! ¡no me gusta!… ¡yo soy así, como celoso!…

—¿Celoso?

—No; celoso no. ¿De qué? ¿Ha dicho usted alguna vez que me quiere? ¿Se lo he dicho yo? ¡La verdá es que yo la quiero a usted mucho, pero mucho, mucho… y tampoco se lo he dicho hasta ahora!

Carmen callaba encendida, trémula. Gabriel también temblaba. Ella no alzaba los ojos, y él no hubiera podido resistir una mirada de aquellas pupilas negras como la noche, que centelleaban bajo la sombra de rizada pestaña.

—Hasta hoy —continuó Gabriel—, hasta hoy nunca le dije nada… Con los ojos sí. ¿No lo había usted comprendido?

—¿Yo?… no… no… más bien sí… y yo también, Gabriel… Pero, váyase, váyase… Nos van a oír. Doña Panchita no tardará en volver… Vea usted que Malenita nos está mirando desde allá.

Gabriel se fue paso a paso.

—¡No olvide usted las cuerdas! Si no, no habrá canto esta noche… Romanas, ¿eh?

Una alegría jamás sentida llenaba el alma del muchacho; el corazón se le salía del pecho. Le daban ganas de morir.

Llegó al zaguán, y dirigiendo al cielo una mirada vagamente dulce, exclamó: ¡Qué cielo tan azul!

Adentro la huérfana seguía cantando:


… ¡Niña, a tu puerta,
llamando Amor está!…
 

VI

Perdonemos al pobre muchacho sus vanidosos alardes. La joven le trataba con afecto y cariño fraternales, pero, a decir verdad, nunca había dado motivo para que Gabriel dijera que se entendían. El ebanista estaba temeroso de que otro pretendiera conquistar el corazón de la huérfana; sabía que Tacho era un pillo muy largo, y juzgó del caso hacer constar que el pajarito tenía dueño.

Gabriel era vanidoso. Vanidades pueriles eran las suyas, pero al fin vanidades. Se creía guapo, simpático, elegante; pretendía ser muy hábil en su oficio, y se preciaba de consumado jinete.

Cuanto a lo primero, puede decirse que no andaba el mozo lejos de lo cierto. Se comparaba con sus amigos y compañeros y por fuerza tenía que creerlo así. Éstos, celosillos y hasta envidiosos, no podían negar la superioridad del muchacho y le otorgaban sin escrúpulos la palma de la guapeza obreril.

Cierta ocasión, pasando ante la ventana de unas señoritas, muy afamadas por su riqueza, hermosura y elegancia, oyó que unas pollitas, a cual más linda, se dijeron: ¡Mírale, tú! ¡Mírale! ¡qué apuesto que es! ¡que bien vestido y qué airoso! —Aquel elogio que de tan alto venía, le mareó; se le fue la cabeza por los precipicios de la vanidad, y desde entonces puso especial cuidado en vestirse bien; no tanto en los días de trabajo cuanto los domingos y días de fiesta en que iba siempre hecho un veinticuatro, y pocos de los de su clase alcanzaban a igualarle en lo majo y estrenador. Sus amigos solían decirle: —¡Gabriel: te echas encima cuanto ganas! —y así era.

Gustaba de situarse en las esquinas, no sólo para lucir sus trajes domingueros, sino para gozar de un placer casi infantil. Cuando pasaba por allí una señorita guapa y emperifollada, el mancebo descendía de la acera y saludaba correctísimamente. ¡Qué brillo el de aquellos ojos, si el aristocrático pimpollo correspondía al saludo con una sonrisa y una palabra de agradecimiento!

De tiempo en tiempo, el día que estaba más plantado, se daba una pasadita por las ventanas aquellas de las susodichas admiradoras, para darles golpe. ¡Simpleza más grande! Ellas, a las veces, paraban atención en el mancebo y se dejaban decir, entre dientes, un piropo. El mozo, más ancho que un pavo se volvía todo oídos para recoger la frase halagadora; pero de ordinario no se fijaban en él.

Una de tantas ocasiones, al verle, se rieron con mucha malicia. De fijo que aquello era una burla. Esto le pudo mucho, y, murmurando una insolencia, humillado, colérico, siguió adelante, resuelto a no volver a pasar por aquella casa. Este lance le curó un poco de sus achaques de vanidad, y desde aquella tarde se declaró enemigo de mujeres ricas y emperejiladas, por bonitas que fuesen: —¡Caritas! ¡Esas catrinas no sirven para nada! ¡Más orgullosas y más groseras!

En cuanto a sus habilidades de ebanista, don Pepe Sierra estaba muy satisfecho de su oficial. Ya le fiaba trabajos difíciles; tocadores tallados, camas suntuosas, monumentales roperos. Gabriel lo hacía todo sin que nadie pudiera poner pero a lo que salía de sus manos. Nada de ojear catálogos extranjeros para tomar idea; no, señor; nada de eso. El mismo maestro se quedaba turulato cuando el muchacho se acercaba con un dibujo en la mano, diciendo: —Señor maestro, vea usted: voy a ponerle al tocador esto, lo otro y lo de más allá; aquí, estos grifos; en la cornisa, un bocelito de dos pulgadas; en el copete, estas hojas… ¿le parece a usted bien? —¡Bueno, bueno! —contestaba el maestro, reprimiendo un arranque de admiración.

Don Pepe era generoso. Una vez, al dar término y remate a un elegante mueble, que el dueño pagó largamente (tan satisfecho así quedó de la obra), el maestro decidió gratificar al habilísimo ebanista, y dándole un billete de a cincuenta pesos, le dijo: —Tú lo trabajaste, tú lo ganaste: toma, esto es tuyo: empléalo bien. Gabriel no puso el consejo en saco roto y se echó encima buena parte de los cincuenta duros.

Los compañeros le bromeaban después, invitándole a copas: —Convídala, hermano; para eso y más te alcanzan los cincuenta grullos del aparador. —¡Qué! ¡Si ya no me queda ni medio! —¿Pues qué hiciste con tanta plata? —Me di una manita de barniz… —Sin embargo, luego pagaba el gasto sin mezquindades ni tacañerías.

Gabriel no era lo que se llama un charro. Sentábase en la silla con cierta naturalidad y gentileza, y nada más. Para manejar el caballo era un colegial. Él se daba humos de jinete experimentado, y cuando se hablaba de charreo salpimentaba la conversación con muchos términos del arte, que en boca suya caían en gracia y hasta parecían darle cierta autoridad en la materia. —¡Papas! ¡Puras papas! —decía Pancho Solís—. En buen aprieto se vio aquel día que fuimos al herradero, cuando el torete lo acorraló contra la puerta… pero eso sí, él cuenta que coleó y manganeó mejor que Ponciano… ¡ni los becerros! Y cuando se lo encontraba, echándole el brazo, le decía: —¡Ahora, Ponciano! ¿Cuándo te vas para España? —Pronto, hermano —contestaba Gabriel—: tú serás mi Oropesa; Tacho, mi Celso, y ya verás cómo venimos pintados en La Lidia.

Todos le querían y se disputaban su amistad. Seco y áspero en su casa, fuera de ella pecaba de comunicativo y amable. Cuando estaba de buen humor conversaba con cierta gracia y donosura, y no había poder humano que le cortara la hebra. En el fondo era irascible. Pocas veces se atufaba; mas cuando llegaba a montar en cólera, era un león exasperado; ciego por la ira no reparaba en nada y nadie podía detenerle. Una tarde, en que no estaba para bromas, por una chanza, inofensiva de por sí, pero molesta por lo repetida, se le subió la mostaza a las narices y arremetió, formón en mano, contra uno de sus camaradas que por milagro escapó de sus furores. Gracias a que don Pepe acudió a tiempo, si no aquella tarde se hubiera cometido en el taller del pacífico Sierra un delito que hubiera dado quehacer a los periodiquitos vocingleros de la ciudad, tan afectos a escándalos gordos y tan amigos de crónicas patibularias.

El bromista fue despedido, y Gabriel amonestado por don Pepe, con una dureza muy extraña en el maestro, que era persona de esas a quienes se les pasea el alma por el cuerpo. El oficial se reportó a tiempo, y ofreció ser en lo de adelante menos arrebatado y belicoso.

Hay en el primer amor un sentimiento de lúgubre tristeza. Acaso provenga de que el enamorado, en medio del éxtasis de la pasión correspondida, presiente lo fugitivo de su dicha, rauda como el paso de las estrellas errantes, y acierta a comprender que, a poco, el cielo de su alegría quedará velado y oscurecido por las brumas de la desconfianza y del dolor.

No a todos es dado explicarse el por qué de la fúnebre tristeza que parece enlazar los arrobos del primer amor con los postreros instantes de la vida. No parece sino que la muerte nos acaricia lisonjera cuando el amor suspende en nuestros labios la expresión de los afectos, hace afluir la sangre a nuestro pecho, y nubla nuestros ojos, con una lágrima de felicidad. ¿Quién acertará a declarar las ocultas y misteriosas relaciones que hay entre el amor y la muerte? Ésta vela con misteriosa sombra las alegrías de la pasión correspondida, y próximos a rendir el último suspiro, cuando los pálidos soles de la vejez nos recuerdan que estamos cerca de la tumba, las memorias del amor primero, tan puro, tan noble, y de ordinario malogrado, vienen como una oleada de savia primaveral, a reanimar, aunque por breves horas, nuestro aterido y desmayado corazón.

Este dulce sentimiento de tristeza dominaba a Gabriel, después de haber oído de la huérfana la confesión ingenua de su cariño; confesión hecha más bien con los ojos que con la boca y nacida de lo más profundo del alma. Pero el ebanista no entendía, ni se daba cuenta de estas sutiles filosofías; en su carácter y rudeza no cabían delicadezas tales, y como si sacudiera de su alma aquel anhelo de morir, entregó su mente a los sueños, su corazón a la esperanza, y todo su espíritu a la inefable ventura de amar y ser amado.

Y hubo canto aquella noche, sí que lo hubo, a la luz de la luna, en el corredor, bajo el alero, al pie de un pilar, cuando las vecinas se habían encerrado ya, y doña Pancha, más afecta a la plática y al chachareo que a melancólicas enamoradas trovas, tejía con chismes y cuentos de todo género la trama de una conversación por extremo interesante con la señora portera y su esposo el viejo militar.

El plañidero instrumento, con su nueva encordadura, sonaba que parecía una orquesta. En manos de la huérfana, muy tañedora, reía y se querellaba: ora prorrumpía en vivísimo allegro, ora discreto y tímido murmuraba amorosas frases y lloraba y gemía.

Al pie de un pilar, en el ancho espacio iluminado por el satélite, cuyos rayos dibujaban sobre los ladrillos del piso la ondulada línea del alero, extendió el mozo un petate fino y nuevo, y colocó contra la columna una sillita tosca. En ella tomó asiento la huérfana, y a sus pies quedó el mancebo, fijos los ojos en la beldad cantora. El grupo era bello. ¡Cómo no recordar al verle los dibujos de las novelas románticas, en que de rodillas sobre muelle almohadón franjado de oro, pajecillo gentil dice ardientes amores a una castellana soñadora, entre cuyas manos vibra con trémulo canto la quejumbrosa mandolina!

Tras los acordes del preludio, tras el rasgueo nervioso, al son de uno de esos acompañamientos populares, desatinados e incorrectos, en que los bordones hacen el gasto, y que provocan la risa de los músicos sabihondos y de verdad, pero en los cuales palpita la vida con todas las ternezas amorosas y con todos los arrebatos de la pasión, entonó la joven, en sol menor, una rima de Bécquer, lánguida como las brisas de los cármenes sevillanos, con una melodía importuna, si se quiere monstruosa, vamos, un pecado mayúsculo contra los cánones del arte, que pretendía interpretar a maravilla las divinas estrofas del poeta.

Gabriel callaba embelesado, y mientras tornaban al balcón las fieles avecillas y se abrían las madreselvas escalando las tapias, aquellas dos almas jóvenes y amantes se confundían en una sola, como dos llamas de una misma fogata, como dos notas de una misma lira.

Atraídas por la música, las vecinas fueron abriendo sus puertas y acercándose a escuchar la canción que entonces andaba en boga, la hermosa canción de las golondrinas, que las muchachas del patio se sabían de memoria, y que Malenita guardaba de letra de imprenta, pues el licenciado, a ruegos de su amiga, la había puesto en El Radical. Magdalena tenía sus puntas de letrada y sabidilla, y sus ribetes de librepensadora y protestanta.

—¡Qué imprudentes y qué curiosas! —pensaba Gabriel. —¡Que oiga de su puerta cada cual, y no venga a servir de estorbo! ¡Vaya con las moscas!

De las golondrinas pasó Carmen a otros cantares. A petición de Malenita: cosas de Marina y las coplas del Boccaccio; para contentar a las del 15: la jota de los ratas, la mazurca de los marineritos y el vals del Caballero de Gracia, el hermoso vals del Caballero de Gracia.

Cuando Carmen callaba y reinaba en el concurso el silencio del aplauso, oíase a los pájaros de doña Pancha, que en sendas jaulitas asistían al concierto, aletear y gorjear en lo más oscuro del corredor.

El portero, dando al olvido sus bilis y su reuma, muy erguido y sentencioso, con una mano en la espalda, mascando el extinto tabaco y escupiendo tinta, escuchó a la cantora y celebró su habilidad con el ¡caray! más entusiástico de su admiración. También quiso oír sus canciones favoritas: la Lola y el No me mires por Dios te lo pido… pero la huérfana no sabía de esos vejestorios.

Gabriel se daba a los setecientos mil diablos coronados y no dejaba de repetir para su zarape: —¡Gente más mosca, nunca la he visto! ¿Quiénes les ha dado vela en el entierro?

Disgustado y mohíno manifestó rudamente sus enojos, y con tres palabras, bruscas y redondas, dio término al concierto.

Las vecinas se retiraron contrariadas y murmurando:

—¿Qué me dice usted de la Calandria, Petrita?

—¡Ay, mi alma! ¿Y usted qué me dice del calandrio, hijita? ¡Ayúdeme usted a sentir!

VII

Entre los admiradores de la cantadora estaba el monaguillo de Santa Marta.

Angelito era un muchacho de trece años, listo, precoz, malicioso, travieso. Procedía de una honrada y antigua familia de artesanos, un tiempo muy acreditados por su habilidad en el arte de San Crispín y sobre todo por lo puntuales y exactos en el cumplimiento de sus compromisos, cualidad rarísima entonces y justamente merecedora de los favores del público. Todos los Jiménez eran cristianos a carta cabal.

Los caprichos de la fortuna y los progresos mercantiles dieron al traste con su fama y les quitaron la parroquia; pero ni estas desgracias, ni las ideas y usos modernos fueron parte a debilitar en ellos la fe vivísima y la piedad ardiente, características de su antiguo linaje, y, como sus padres y abuelos, seguían alistados entre Terceros y Servitas y afiliados a la hermandad de la Vela Perpetua.

Dos generaciones de Jiménez vieron como cosa propia la mayordomía del Señor de las Tres Caídas, lo mismo antes que después de la desamortización de los bienes de las manos muertas. Cuando a otras, harto vivas, pasaron las casas que un antiguo cosechero de tabacos legó in extremis para el culto de la venerada imagen, y la ley anuló las expresas y terminantes voluntades del testador, don Jesús Jiménez, el maestro don Chucho, como entonces le llamaban, abuelo materno de Angelito, no se dio por vencido y declaró que no le arredraban las penurias de la mayordomía, y que mientras hubiera quien de su mano se calzara y no se acabaran en el mundo las pieles y la suela, no faltarían a la imagen su lámpara diaria, su función clásica el tercer viernes de Cuaresma y su procesión lucida y solemne el Martes Santo. Y lo cumplió. A fuerza de economía y privaciones los cultos fueron mejores y más brillantes que en otro tiempo. ¡Qué altar y qué adornos! ¡Qué túnicas bordadas y ricas estrenó el Nazareno! ¡Qué funciones aquellas, tan bien dispuestas, las que hizo el maestro Chucho! ¡Y qué paso aquel del Martes Santo! Con legítimo y fundado orgullo solía referir el monaguillo las glorias de aquella procesión, cuyas magnificencias memorables habían llegado hasta él, con otros muchos sucesos conservados por la tradición doméstica. Aquella procesión sobrepasaba a las de otras mayordomías, y sólo era inferior, y eso no siempre, a la que salía el Viernes del templo de Santa Marta, costeada por un caballero muy renombrado y opulento. En la procesión de los Jiménez no faltaban los gremios, con sus ángeles de largos mantos y ancha y esponjadísima veste, a los cuales servían de caudatarios niñas y niños; las unas de palomas, envueltas en largos velos de gasa, y los otros de frailecitos, muy rapados y orondos, ostentando el hábito de todas las órdenes monásticas habidas y por haber en ambos mundos.

Aquello sí que era bueno; tras los acólitos que llevaban la cruz alta y los ciriales, iba el mayordomo con el estandarte de la cofradía, y en seguida, entre dos hileras de invitados, los ángeles anónimos, de ahuecados toneletes cuajados de aljófar, piedras y lentejuelas, luciendo panígeros turbantes y alas salpicadas de moñitos de mil colores. Después los arcángeles: San Miguel, con su bastón de juez de lo civil; San Gabriel, con su ramo de azucenas, y San Rafael, que sobre la rica veste endosaba la esclavina del peregrino, exhibiendo un pescado sonante como una sarta de cascabeles. Los caudatarios marchaban en formación promiscua, palomitas y frailes. Las unas, con velos de tul y coronas de rosas; los otros, luciendo el hábito azul del franciscano o la capa blanca de San Juan de la Cruz, el traje mixto del dominico o el sayal pardo de los menores. Éstos con ramilletes, aquéllos con picheles llenos de agua de olor; las palomas con lindos canastillos de flores deshojadas, y al fin, rodeado de las mujeres más bellas de los gremios, el Señor de las Tres Caídas, en el cual los espectadores fijaban las miradas con mayor interés.

Media ciudad podía dar testimonio de la magnificencia de aquella procesión.

Las andas en que estaba colocada la imagen pesaban tanto, que apenas podían con ellas doce cargadores. Eran de cedro, magistralmente talladas. Ocho columnitas doradas, de graciosa esbeltez, sostenían un palio purpúreo, en cuyas orlas brillaban primorosamente bordados los instrumentos de la Pasión. A cada lado, cuatro grandes faroles de hojalata, coronados con garzotas de vidrio, azules, amarillas, rojas y blancas, dentro de los cuales ardían, por lo menos, seis codales de cera purísima.

La peana dorada, simulando una nube, atraía todas las miradas: parecía un gigantesco merengue de circunvoluciones caprichosas, suaves y gallardas. En torno de ella, los Jiménez, con mano cuidadosa, colocaban grandes, antiguos y valiosos jarrones de porcelana, con primorosos ramilletes de papel plateado, interpolados con guarda-brisas muy hermosas que daban al conjunto un aspecto maravilloso. De esas guarda-brisas ya no hay, ni para remedio.

La estatua era obra de un afamado escultor guatemalteco, y con esto queda dicho todo. ¿Quién no tiene noticia de los escultores centroamericanos que proveyeron de imágenes, por mucho tiempo, templos y monasterios de Nueva España?

El Nazareno había sido representado de rodillas, rendido al peso de la cruz; la una mano apoyada en un canto crudelísimo, tinto en sangre, mientras con la otra sostenía el madero afrentoso.

Dulce y dolorido el rostro; fisonomía resplandeciente con los fulgores divinos; ojos bañados en llanto de perdón; mirada inefable y misericordiosa; mejillas pálidas, con la palidez del moribundo; los pómulos lastimados, hasta dejar asomar los huesos, y los labios secos por la sed y el dolor. El artista economizó en la imagen sangre y cardenales e hizo gala en el rostro de una expresión que movía a penitencia y llegaba a lo más íntimo del alma.

¡Ésas sí que eran procesiones! ¡Qué de gente! ¡Todos los gremios, todos los sacerdotes, muchas señoras ricas de saya y mantilla! ¡Y qué música! ¡Aquéllas sí que eran marchas religiosas! Don Chucho se preciaba de que en su paso no repetían los filarmónicos ni una pieza; él no lo permitía, y para eso, con tiempo, avenía voluntades, restablecía la armonía siempre alterada entre los hijos del divino arte, y les pagaba hasta las ganas. Con tres meses de anticipación ponía en manos del director el repertorio de la cofradía, repertorio antiguo, es cierto, pero muy selecto y devoto (seis o siete marchas sagradas), aumentado, a instancias de un trompista innovador, con la de Yone, que no era muy del gusto del piadosísimo mayordomo, enemigo de novedades y reformas.

A fuerza de oír en casa todas estas cosas, Angelito se las sabía al dedillo, y suspiraba por aquellos tiempos de bendita fe y de religioso entusiasmo. Entonces sí que había Semana Santa; ahora todo era tristeza y matraqueo.

Con qué gracia, ante un grupo de amiguitos boquiabiertos y atónitos, refería el monaguillo aquellas magnificencias que eran otros tantos timbres de gloria para la familia Jiménez, de la cual había venido a ser Angelito el último y más vigoroso vástago.

La madre del chico, viuda de un talabartero llamado en vida Pedro Vázquez, y después de muerto tu padre o mi difunto, según el caso, conservaba fielmente la tradición religiosa de la familia, y todo su anhelo hubiera sido que Angelito alcanzara a gozar de tiempos tan buenos como los que a ella le habían tocado, si más altas esperanzas no se abrigasen en aquel corazón maternal.

Siempre desearon los Jiménez que uno de la familia vistiera la sotana, pero el Señor no quiso concederles tanta dicha. ¡Qué gran día para ellos, aquel en que un Jiménez cantara su primera misa en el altar del Nazareno!

Algunos, que por su buena cabeza hubieran podido llegar a los altares, se vieron obligados a dejar la naveta y el roquete por la chaira y el cerote; otro abandonó el cirial por la espada y murió peleando a las órdenes de Osollo; y uno, en vísperas de ser trasquilado por las episcopales tijeras, en Puebla, y en pocos días, sucumbió víctima de horrendo tabardillo.

En Angelito estaban cifradas las más risueñas esperanzas de la familia Jiménez, ya muy mermada y en finiquito, y de más a más, pobre y casi miserable. Pero Nuestro Padre Jesús, remediaría todo, y entonces, el ahora solícito monago subiría el altar con planta trémula, para ofrecer la hostia inmaculada.

El maestro de la Escuela de la Purísima Concepción de María Santísima, a cuyos cuidados y ciencia estaba confiado el niño, para que de sus doctos y piadosos labios aprendiera las primeras letras, en las horas que le dejaban libres sus deberes eclesiásticos, se quejaba grandemente de Angelito, y, reclamando por su impuntual asistencia a la escuela, solía decir a la madre: —Doña Salomé… el muchacho no es tonto; en un santiamén se aprende la lección, pero con tantas faltas no sacará buey de barranco.

La madre no se descorazonaba: volvía a la casa, ajustaba cuentas al chico, le daba una tunda, y le recordaba, bañada en llanto, las virtudes de sus abuelos y su amor a la Iglesia, y luego, a solas, pedía a Dios que le hiciera entrar en santa vereda y le inspirase vocación religiosa. Como el padre González distinguía al monago, manifestándole mucho afecto, Salomé esperaba que, merced a la intervención del vicario y a vueltas de pocos años, ingresara Angelito al Seminario de la Diócesis para salir de allí hecho un presbítero.

Ya se figuraba la excelente madre ver al hijo de sus entrañas, vestido la sotana de seda de las grandes fiestas, predicando en el púlpito de Santa Marta un sermón atiborrado de latines y repleto de santos padres, o entonando en el altar del amado Nazareno, un gloria in excelsis a cuyos ecos retemblarían las bóvedas y vidrios del sagrado recinto. En sus piadosas fantasías, la buena madre se deleitaba imaginándose los pormenores de la misa nueva, con todas sus bellezas y ternuras, al fin de la cual, cantado el Te Deum, iría ella, con envidia de todas las madres, a arrodillarse delante del joven levita para besarle las palmas recientemente ungidas. Pensando en esto se le llenaban los ojos de lágrimas y la voz se le anudaba en la garganta. Hasta llegaba a decidir, in pectore, quienes serían los padrinos del cantamisano; los seglares se entiende, porque el padrinazgo eclesiástico correspondía, por derechos de gratitud y honor, al padre González, protector del flamante sacerdote, y al Ilmo, señor obispo de la Diócesis.

Pero Angelito no llevaba trazas de asentar cabeza. Cuando no tenía en la iglesia vísperas, misa o distribución, en vez de ir a la escuela, como lo deseaba el celoso maestro, íbase calle arriba, hacia los ejidos próximos y a los cerros cercanos, en busca de mayates, lindos y tornasolados coleópteros, si era tiempo de guayabas; a caza de nidos de primaveras y verdines, en marzo y abril; a cortar popotes en noviembre; y en días calurosos a la presa de una fábrica, para nadar y zambullirse alegremente; o, lo que era peor, a las dehesas de una hacienda distante a montar becerros y sacar vueltas a los toretes, porque el chico mostraba más afición a la tauromaquia que al estado eclesiástico. Y tal y tan viva que muchas veces, revestido con el manto de grana y la blanca y encarrujada sobrepelliz, que a diez varas trascendía a liquidámbar, asistiendo de rodillas y cirial en mano a los oficios divinos, si con el cuerpo estaba en el templo, con la mente andaba en la plaza de toros. Como el coso no distaba mucho del templo, y hasta él llegaban, turbando el recogimiento de los fieles y la elocuencia del orador, los alegres ecos de la música y el vocerío frenético de la multitud taurófila, más de una ocasión Angelito, a la hora de reservar, ido y embobado, no acertaba a tocar a tiempo la campanilla, fijo como estaba su pensamiento en el toro muerto y en el matador triunfante, que a paso lento y donairoso, bajos el estoque y la muleta, cruzaba el ruedo para dejar los trastos, saludado por el entusiasmado concurso, siendo necesaria una reprensión del preste para sacarle de su profundo arrobamiento.

Las vecinas del patio de San Cristóbal le odiaban a muerte, por las maldades y fechorías con que las tenía acosadas. Si se descuidaban echaba a volar los pajarillos que en jaulitas de caña alegraban con su canto el amplio caserón; maltrataba a los gatos regalones, tomándolos del rabo y hondeándolos por alto; ataba latas ruidosas a la cola de los falderillos mimados; manteaba con una cuerda a los sabuesos del militar, o ensayaba en ellos, con las garrochas de los tendederos, sus habilidades de picador.

El sacristán de Santa Marta también lo detestaba. Diariamente recibía el capellán quejas y más quejas contra el granuja; pero nada valía. A todo contestaba compungido o con una respuesta aguda, convirtiendo en cariñosas risas los enojos del clérigo.

Siempre, acabada la misa, se llegaba el sacristán diciendo:

—¡Padre: que Ángel así… que este muchacho asá! ¡Que hizo, que tornó!

—Ten paciencia, hijo —contestaba el clérigo, un anciano sapientísimo y amable—, ten paciencia; así era el buen padre Rivadeneira y el santo le sufrió todo con santa calma, esperanzado en que el pilluelo llegaría, con el tiempo, a ser honra de la Compañía y lustre y gloria de las castellanas letras. Así era también fray Luis de Granada: un pillastrín que traía revueltas calles y plazuelas. Ten paciencia, que acaso este pícaro escriba más tarde otro Cisma de Inglaterra y otra Guía de Pecadores.

Y volviéndose al chico y tirándole suavemente de las orejas le decía, entre serio y risueño:

—Sé bueno, muchacho; sé bueno. Mira: hay santos de todas clases, profesiones y oficios, hasta soldados y cómicos, menos acólitos. Procura ser bueno para que luzcas, el primero, en los retablos, el manto rojo y el roquete del coloradito. ¡Toma este mediecito nuevo por la misa que me acabas de ayudar, y vete con Dios!

El sacristán, a pesar de su evangélica mansedumbre, se quedaba rabiando.

A la verdad que el chico era insufrible: se robaba las velas para poner altaritos en su casa; se comía las hostias, si el sacristán dejaba a mano la cajita, y ¡horror! en la misa de madrugada, cuando había pocos fieles en el templo y la oscuridad favorecía sus designios, en el breve espacio que el sacerdote tardaba en ir, después del lavatorio, del lado de la Epístola al centro del altar, para decir al pueblo: «orate frates», el bribón dejaba caer el manotejo, y metiendo la cabeza por bajo la credencia desayunaba con el vino de las vinajeras.

Por lo demás Angelito era bueno, sumiso y servicial, y el capellán de Santa Marta, lo mismo que el padre González, se hacía lenguas de la diligencia y acierto con que desempeñaba cualquier encargo. Remedaba a los predicadores con pasmosa exactitud, y en sus juegos eclesiásticos, ante un concurso de granujas y pilletes, predicaba unos sermones que revelaban talento y prometían mucho. Los buenos eclesiásticos se encantaban con el chico cuando le oían imitar a cierto orador sagrado muy célebre y popular, exclamando con acento vibrante y atropelladas frases:

—«¿A dónde vamos a parar?… ¿A dónde, católicos? ¡Al caos, a la disolución, a la barbarie! ¡A la barbarie sabia que es la peor de todas! ¡A la barbarie de las ilustraciones del siglo, al abismo horrendo en que caen las sociedades que se olvidan de Dios!… ¡Pero… invoquemos la intercesión de María, de su divino Hijo las bondades, y del Eterno Padre las misericordias infinitas!…»

Los clérigos celebraban y aplaudían riendo a mandíbula batiente las irrespetuosas parodias del granuja, y terminaban por darle una sopa de espeso y fragante chocolate y una docena de consejos.

No había remedio. Aquel niño era la piel de Judas. Ni el sacristán, ni las vecinas, podían ajustarle la cuenta; éstas porque el chico sabía escapar a tiempo; aquél por las incalificables tolerancias del bondadoso capellán.

VIII

Aquellos amores iban viento en popa.

De nada valieron a doña Pancha la experiencia y la malicia de que hacía alarde a cada momento. Delante de la quitañona los amantes se trataban familiarmente, como dos amigos de confianza, como dos hermanos, con afecto desinteresado y natural. Ni una miradilla apasionada, ni una palabra cariñosa que pudiera delatarlos.

La vieja se decía: —¡A mí no me la pegan! ¡Mucho ojo, Francisca, mucho ojo! No estará por demás que pongas en juego tu malicia. No te la darán; acuérdate de que amor, dinero y pesares son como las guayabas, que no pueden estar escondidas. Yo no digo que Gabriel sea malo, no; pero, al fin, es como todos, de carne y hueso; también tiene alma, y no le corre atole por las venas. La muchacha está bonita; de rechupete, como dice ese deslenguado de Tacho, y es natural que le guste a mi hijo. Que le guste está bueno, yo no me opongo; pero nada de enredos, nada de enreditos, no señor, eso sí que no. Buenas cuentas le daba yo a don Eduardo. Y bien visto, puede que a Gabriel le convenga la muchacha. Es limpia, trabajadora, vamos, muy mujer. Harían buena pareja. Ella es linda como una rosa, y él muy bien parecido. ¡Lástima que Carmen sea así, tan alzada! Sí, porque, eso sí, es muy alzada. Siempre con que si su hermana es la más bonita; con que su padre es muy rico, y que ella es muy decente… ¡y eso sí que no me cuadra, no me cuadra, no me cuadra! ¡El día que yo vea algo se arma la de Dios es Cristo!… Mas, pensándolo bien, con todo y lo fantasioso que es, si Gabriel la quisiera, y Carmen al muchacho, todo se podía arreglar. Ese señor es muy rico… ¡Yo no quiero que le deje herencia, qué le ha de dejar!, pero podría, si eso fuera, proteger al muchacho: Gabriel ya sabe el oficio; como que se pinta para trabajar, y don Eduardo podía armarlo, darle trabajo, protegerlo, ponerle una carpintería con todo lo necesario. Así Gabriel trabajaría en su casa. Lo que sí sería muy malo era que fuésemos a salir con una barbaridá; con que aquí están las velas. Francisca, mucho ojo, acuérdate de que entre santa y santo paré de cal y canto.

Las vecinas tampoco se habían dado cata de ello. Por más que observaban con finísima suspicacia, las acciones y pasos todos del ebanista y de la huérfana, no habían podido pescarles ni tanto así. O todo era mentira y calumnia o los amantes andaban muy listos. Sin embargo, el monaguillo aseguraba que una noche, al volver de los maitines en Santa Marta, vio al carpintero conversando con la Calandria, en la puerta que daba a la calle. —¡Vea usted! —decía una— ¡qué escándalo! ¡Fíese usted de las mosquitas muertas! —Podían ser embustes del chico que se pintaba para decir mentiras y contrapuntear a las comadres. Para aclararlo todo, Petrita ofreció andar lista: a ella le era fácil, porque vivía pared de por medio. Paulita prometió hacer otro tanto. Salomé juraba y perjuraba que si Ángel lo había dicho, cierto sería.

El monaguillo decía verdad. Una noche, al llegar, vio que en la puerta del cuarto de Carmen estaba un bulto, un hombre envuelto en un zarape y con el sombrero hasta los ojos. Por el cuerpo: Gabriel. Angelito no afirmaba que fuese el ebanista: bien podía ser otro.

Era el mancebo, pero esa vez hablaba con doña Pancha, y no había motivo para escándalos y murmuraciones.

A medianoche, cuando ya la quitañona estaba en el tercer sueño, roncando como un sochantre, llegaba el mozo, daba un toquecito, y la Calandria acudía al llamado del amartelado doncel. Éste no se recataba de los transeúntes, salvo en el rarísimo caso de que alguno de los vecinos del patio no hubiera vuelto a casa.

Para evitar un chasco, antes de ir a acostarse, recorría el caserón, preguntando por todos, conversando allá y acullá, con este o aquellas, y, pasaba la revista, que terminaba en el portal, donde echaba el último párrafo con el portero, al cual ofrecía un buen puro, se despedía de doña Pancha y de la huérfana.

Las habitaciones de éstas estaban contiguas al cuarto de Gabriel, de modo que la comunicación era muy fácil para los tórtolos por las puertas exteriores.

Lloviera o tronara, fuera la noche clara u oscura —y el verano es muy pluvioso en aquellas regiones montañosas— no importaba, estaban a un paso, y Gabriel no faltaba a la cita. Entrevistas sigilosas y sobresaltadas, tan dulces como llenas de inquietud, inocentes como las de dos niños que juegan a los novios.

Ella de pie, casi en el umbral, abierta media hoja de la puerta; él, por de fuera, embozado hasta los ojos como un galán de Peón Contreras, recelando de los transeúntes y atento a los menores ruidos del interior, sin atreverse siquiera a estrechar las manos de la huérfana, manos de lavandera, suaves y tersas por el uso diario de la lejía.

Amados instantes de libre plática, cuyo recuerdo alegraba las eternas horas del día; para ambos breves como un suspiro.

—Vete, Gabriel; yo no quiero que te vayas, pero piensa que tienes que trabajar mañana. Luego te estarás cabeceando en el taller.

—¿Tienes sueño?

—No. ¿Y tú?

—Yo no. ¿Sueño cuando estoy junto a ti? ¡Si no siento las horas! ¡Se me hacen tan chicas! Largas… las que paso en el trabajo. Si no fuera porque estoy pensando en tus ojitos…

—Veniste a las doce, y van a dar las dos… ¡Cállate! No, no es nada… creía que alguno venía…

—No temas… todos duermen. Si tú vieras: toda la tarde estuve pensando en ti. Ya te dije que estamos haciendo un tocador muy bonito, de nogal, con su cubierta de mármol aconchado, y un espejo… ¡qué espejo! Al colocarlo esta tarde pensaba yo en ti. Como el otro día me dijiste que tenías antojo de un buen espejo, pensaba yo: así quiero otro para Carmelita. Cada vez que me miraba yo en él me parecía que iba yo a verte allí. ¡Qué luna! Clara y limpia como el agua más pura. El día que yo trabaje por mi cuenta tendrás uno así. Son caros… sobre todo los biselados; pero ahorrando podremos comprar uno, no muy grande… ¡para qué tanto! Te haré un tocadorcito, sencillo, de buena madera, con una luna de esas gruesas, en que se ve uno muy adentro. Cuando uno quiere a una persona, como yo a ti, todo nos parece poco para ella. Ya verás; entonces, cuando menos te lo esperes, te doy la gran sorpresa.

—Y hasta bailaré de gusto al verlo. Lo colocaré frente a mi cama y diré: él me lo hizo y por eso le tengo tanto cariño. Quiere uno mucho las cosas que le dan las personas que nos tienen estimación, ¿no es verdad? El guardapelo que te enseñé el otro día me lo regaló mi padrino, el comandante; por eso lo quiero mucho y lo cuido tanto.

—Verás qué casita te pongo: chiquita, pero muy bien arreglada. ¡Ni la de Ramón Pérez! ¡Y eso que él gana mucho!… Ese oficio deja harto. Cada año va a la costa; lleva frenos, estribos, sillas, ¡de pacota! y todo lo vende muy bien a los jarochos que van a las fiestas. No creas, también en la carpintería se gana la plata. Ya ves al maestro: está rico, tiene casa propia, se trata bien, cada rato va a México… Y ¿de dónde sale todo eso? ¡Pues del taller! Para eso estamos allí nosotros, pegados al banco y al torno, duro y duro con el formón. Yo también ganaré así dinero el día que trabaje por mi cuenta… Tú, en tu casita, cuidándolo todo; yo, en el taller, trabajando recio para que nada te falte. Pero, ¿me has de querer mucho, mucho, mucho?

—¡Sí, Gabriel; más, mucho más que tú a mí!

—¡Eso sí que no, Carmelita!

—¿No? ¡A que sí! No por interés, sino porque me quieres tú; no, ni por eso: sólo por quererte.

—¡Ay, Carmelita! Dicen que las mujeres olvidan a uno; que son muy variables; como el viento… que ya sopla por aquí, ya sopla por allá. ¡Ojalá que siempre me digas lo mismo! Lo que es yo, te quedré siempre, lo mismo que ahoy.

—Y yo también, Gabriel… ya te lo he dicho.

—Si pudiera, mañana me casaba contigo, pero…

—Mira: ahí viene el sereno.

Sentíase ya el viento fresco de la madrugada y se percibían los mil rumores de la ciudad que se desperezaba. El guardián nocturno, ocultando la linterna entre los pliegues de su pesado capote azul, pasó lentamente, rozando al ebanista. Éste saludó:

—Buenos días, vecino.

—Buenos días… —contestó el sereno—. ¡Ya mero sale el sol!

—¡Ya mero, vecino! —replicó el mancebo, sonriendo alegremente.

—¡Vete, Gabriel! —dijo la huérfana—. Ya empieza a amanecer.

—Espera, espera, que nadie nos corre. Dime, Carmelita, ¿te casarás conmigo?

—Sí… ¿por qué no?

—Y tu papá… ¿te dejará?

—¡Quién sabe! No hables de eso, Gabriel, ¡cuando el día que nos casemos está tan lejos! No me hables de eso…

—Dime: ¿verdad que te gustaría más vivir con tu hermana, tratada como ella, vestida como ella, que es tan lujosa?

—No me digas esas cosas… ya te lo he dicho. Si me quieres, dame ese gusto.

Gabriel contrariado se mordió los labios e insistió:

—¿Por qué siempre que te hablo de eso no me quieres responder? Dime que sí; que sientes ser pobre y no vivir como ella, y no tener esos vestidos, y no ir a esos bailes de los decentes, como ella va. El otro día, cuando pasamos por la casa de tu papá y nos detuvimos a curiosear el baile, me pareció que te pusiste muy triste al ver a tu hermana…

—¡Y qué bonita estaba! ¿Te acuerdas qué vestido?

—Dímelo, dímelo, dímelo; y no te vuelvo a hablar de mi cariño, ni de mi amor, ni de nada… Seremos como antes. Yo acierto a comprender que cómo vas a quererme, siendo yo pobre… un artesano…

—No seas cruel. Pobre te conocí, pobre te quiero, y te he de querer. ¡Te debo tantos favores! ¡Cómo no he de quererte! ¡Tu mamá me ve como a hija!…

—Entonces, me quieres por gratitud, ¿no es eso? Gratitud no más… ¡Yo no quiero así! Nada me debes; yo he hecho por ti lo que haría por cualquiera. Lo que hay en mi cariño, en mi amor para ti, eso no lo comprendes, ni lo estimas. Mira: yo haré por ti, Carmelita, cuanto tú quieras; todo, hasta dejar a mi madre… ¡Y eso que la pobrecita ya está vieja y enferma! Mi padre me dejó así, chico; y ella me crió; me mandó a la escuela; me puso en el taller; me dio oficio y me hizo hombre trabajador y honrado… ¡Carmen, tú no me quieres! No sientes el mismo amor que yo siento por ti. Si vieras con qué alegría trabajo, pensando en ti. Yo no sé explicarme, porque no tengo palabras, pero, la verdá, desde que me dijiste que me quieres todo es bonito para mí; hasta la noche más oscura me parece estrellada. Si tú me dieras un desengaño, yo me iba de aquí, lejos, muy lejos, me hacía soldado, me daba a la bebida… ¡hasta creo que me daba un balazo!

—¡Virgen Santísima! ¡No, eso sí que no! ¡Dios nos libre! Mira, Gabriel: con el tiempo te convencerás de cómo te quiero yo; con toda mi alma; como yo sé querer. Yo, si tú me olvidaras, me moriría…

Y enlazando sus brazos al cuello del ebanista le estrechó contra su pecho, trémula, apasionada, ebria de amor.

El mozo regocijado abrazóla también, y, después de un rato de silencio, le dijo cariñosamente:

—¡Vete a dormir, Carmelita… Me voy contento. Quiéreme así… siempre así!

Gabriel volvió a su cuarto y la Calandria cerró la puerta poquito a poquito, para que no rechinaran los goznes.

Estas entrevistas eran diarias. Aquellas trasnochadas y aquella privación del sueño necesario dañaban a la huérfana. Tenía la color quebrada, las rosas de sus mejillas se iban marchitando, y en torno de aquellos ojos meridionales aparecían cada mañana violadas tintas que sólo se borraban muy avanzado el día.

La joven se mostraba cansada, displicente; ya no llevaba al lavadero la dulce alegría primaveral de sus canciones; ni, como en meses anteriores, estaba lista para el trabajo. Parecía enferma.

—¡El mal de la madre! —decía doña Pancha.

—¿Qué tiene usted, Carmen? —le preguntaba Malenita.

—Nada.

—Usted está enferma… Ya se van acabando las chapitas, hijita. Usted tiene cara de anémica. Que venga el doctor y que lo diga. ¡Esta anemia, hijita, que nos mata! Nada de medicinas… ¿me entiende usted? Ya estoy harta de píldoras y de baños de regadera. De tres años acá me ha caído encima toda el agua del Diluvio. Jurado dice que, píldora a píldora, me he tomado ya la llave del cuarto. Coma usted bien, hijita; buen bisté, buena carne, papas, buen vino…

—¡Si no tengo apetito!

—¿No tiene usted apetito?… ¡Pues una copita antes de comer!

—Tomo pulque.

—No, hijita: coñac. A mí me prueba eso muy bien.

—Pero usted toma mucho… ¡ya se lo he dicho!

—¡Hija! Y me volveré borracha… ¡qué hemos de hacer! ¡Si no fuera por eso! Jurado me trae mis botellitas de coñac. ¡Sólo así, hijita, sólo así!… Véngase a comer conmigo…

—Tengo que esperar a Gabriel: ya es hora de que venga.

—¡Que venga cuando quiera, hijita! ¿Qué obligación tiene usted de esperarlo? ¡No es usted su mujer, ni su criada… vaya!

Y quieras que no, con gran disgusto del ebanista, la huérfana se sentaba a la mesa del tinterillo y de su amiga.

Después de la comida, cuando Jurado estaba ausente, Malenita sacaba del ropero un libro de pasta roja y dorada, las Poesías de Plaza o los Versos de Acuña, y principiaba la sesión literaria. Magdalena leía en voz alta, con acento trémulo y cierto énfasis teatral, páginas y más páginas. La Ramera y el Nocturno merecían siempre los honores de la repetición.

—¡Qué alma, hijita; qué alma la de estos hombres!

—Magdalena —como decía el portero, entre terno y terno—, era muy leída y escrebida. Había estudiado cuatro años en una escuela superior, y de allí sacó ciertas aficiones literarias que la llevaron derechito a los brazos del tinterillo. No sabía zurcir unos calzones, ni hacer una taza de chocolate; pero estaba repleta de sintaxis, de geografía y de historia, lo cual no era parte a librarla de ciertos disparatillos ortográficos. No era capaz de freír unos frijoles, pero sí de recitar y declamar con frenesí versos y más versos. Años atrás le habían confiado el papel de Lola en Flor de un día, y desde entonces cobró tal afición al teatro que de buena gana se hubiera metido a cómica. Cuando Enrique Guasp vino a los teatros de Pluviosilla, con Muñocito y Concha Padilla, tuvo en Magdalena una admiradora apasionada. En resumen: una romántica al uso. No se sahumaba con paja, ni bebía vinagre para estar pálida; no sufría la nostalgia del cielo; pero suspiraba por otro ambiente y se sentía infeliz en medio de una sociedad que no supo comprender a Acuña y de la cual dijo pestes sobre pestes el destorrentado Plaza, en quien veía la culta Magdalena el non plus de los poetas habidos y por haber.

—Hijita, me va usted a decir la verdad… Yo soy su amiga, amiga verdadera, amiga del corazón… Nuestras almas se comprenden, se identifican… Me va usted a decir lo cierto. No desconfíe de mí… no, hijita. ¡Es tan dulce aliviar nuestra alma del peso de un secreto! Una confidencia tiene mucha poesía. Usted tiene amores con Gabriel.

—¿Yo?… ¡Yo no!

—¡Cómo que no! Sí, sí; usted es muy reservada, y hace bien en serlo con los demás, pero con una amiga, con una hermana, como yo. Vamos, hija, si ya todo lo he comprendido. Gabriel la quiere a usted… ¿no? Y usted está también chiflada por él… ¿no? ¿no? ¡Sí, que sí! ¿Quiere usted que le diga lo que he visto?

—¿Qué? —preguntó la joven encendida.

—¿Qué? A su tiempo… yo lo diré a su tiempo… Las paredes tienen ojos y oídos… y cuando uno menos lo piensa… hasta las piedras hablan… Hijita, los novios piensan que nadie los ve. No me lo niegue, hijita. Como dice Plaza:


Con qué placer en la noche
que a descansar nos obliga…
 

Carmen estaba roja como una amapola, y decía para sus adentros: —Ésta nos ha visto…

—No, Malenita. A mí me simpatiza…

—Y usted a él… ¿no es verdad?

—Sí… —contestó la joven con voz trémula.

—¡Y lo negaba usted! ¡Eso es poca confianza!

—¿Poca confianza?… ¡No, Malenita, eso sí que no!

—¿No le ha dicho a usted nada?

—Sí… pero…

—No hay pero que valga, hijita. No me lo niegue. Si yo la vi a usted la otra noche… y Ángel también.

—¿Me ha visto?

—¡Vaya! ¡Y como es tan pico-flojo y no calla nada!

—¿Qué vio? ¿Algo malo?

—Malo no. Vio a usted hablando con Gabriel en la puerta de la calle… cuando volvía de los maitines.

—Pues no es cierto, porque a esa hora no he hablado nunca con Gabriel.

—¡Pues eso dice!

—Pues dice mal, y miente. Yo le diré a usted, Malenita; es verdad que yo he hablado con él, pero a otra hora, más tarde. Vea usted lo que son las gentes. ¡Más embusteras y enredadoras!

—¡Ay, hijita! ¡Qué les importa! Cada uno hará de su capa un sayo. Lo que usted necesita es quien la aconseje en estos amores. ¡Es usted muy niña! No tiene experiencia, hijita, no tiene usted experiencia. A mí, con franqueza, no me gustan esos amores. ¿Qué le ha visto usted, hija, a ese muchacho? ¿Que es buen mozo? ¿Que es simpático? Conformes, hijita, conformes; pero, ¿qué esperanza, qué esperanza tiene usted con Gabriel? Es bueno, trabajador, hasta elegante… conformes, hija, conformes; pero para otra, no para usted; para otra, sí, para otra; para Petrita, aunque la pobre es tan así, tan sin gracia; para la hermana de Anastasio Romero, no para quien debe y puede aspirar a más. Tiene usted, hijita, la desgracia de no ser hija de matrimonio, es lástima; pero si esto no fuera y viviera usted con su padre, ¿quién de esos artesanitos se atrevería a mirarla? Oiga usted, Carmen, óigame usted; hay que salir de la esfera en que nacimos; los tiempos ya son otros; la ilustración pide, vamos, manda que procuremos subir… subir, hija, subir, ¡sea como fuere! ¿Qué esperanzas tiene usted en Gabriel? ¡Hija, desengáñese: un carpintero no dejará de ser toda la vida… un carpintero!

—¡Por Dios, Malenita!

—Pero vamos: por ahora eso no se le ha de quitar a usted de la cabeza… ¿Por qué hablan ustedes así, en la puerta? ¿No ve usted que están expuestos a que cualquiera los vea?

—Pues ¿cómo?

—¿Cómo? ¡Hija!… ¡cosa más fácil!… ¿No están juntas las dos puertas? Pues que entre Gabriel al cuarto de usted… y si no quieren estar con la zozobra de que doña Pancha los oiga, usted se pasa al de Gabriel. ¡Claro, hijita! ¡No sean ustedes tontos!

—¡Cómo! Eso no. ¡Qué diría mi mamá!

—¿Ahora sale usted con los escrúpulos? ¡Ranciedades! ¡Ranciedades, hija! La que no se cuida sola, ni bajo todos los cerrojos del mundo está segura. ¡Tonteras! ¡tonteras! Bien digo: usted necesita quien la aconseje.

Esto decían, después de la comida, en torno de un velador, sobre el cual, entre dos copas de anisete mezclado con coñac, estaba abierto el libro predilecto de la ilustrada Magdalena.

—Eso sería muy feo…

—Sí… ¿sería muy feo? Peor es que estén toda la noche en la puerta, dando parte de los chicoleos a cuantos pasan… ¡O herrar bien o quitar el banco!

IX

Llovía a cántaros. Un aguacero de agosto, torrencial, interminable, de esos que impiden a los generales ganar las batallas y que pasan a la posteridad como una prueba de los caprichos de la veleidosa fortuna.

Apenas pudo Gabriel oír, y eso muy confusas, las últimas campanadas del reloj de la parroquia que daba las doce. Con atento oído esperó la repetición, y abrió la puerta. El agua rebotaba en las baldosas de la acera e inundaba el umbral, el dintel goteaba y el arroyo, muy crecido, tenía por cauce toda la calle.

El ebanista afirmó en sus hombros el zarape, se caló el jarano y apoyándose en las jambas se asomó a la calle.

¡Ni alma! ¡Qué noche tan oscura! De trecho en trecho, las esquinas, las linternas de los serenos que refugiados en las puertas resistían el viento, escondiendo el rostro dentro del pesado capuchón. Los aleros parecían cascadas y la inconmensurable serie de sus chorros, a la luz de los faroles, un gran ñeco de cristal salpicado de amarillentos diamantes. Al estrépito del agua en las baldosas juntaba el viento sus resoplidos de gigante y la corriente el runrún invariable y monótono de sus ondas arrebatadas, en cuyas crestas centelleaba con chispas efímeras el reflejo de las luces, bregando con las sombras.

De tiempo en tiempo, un relámpago; en seguida, un trueno lejano que resonaba sordamente en la cordillera, donde la tormenta fugitiva y ya sin vigor quemaba los últimos cartuchos, incendiando con fuegos de hornaza nubes y cimas.

Junto a la puerta, casi a los pies del mozo, un perro vagabundo, aterido y famélico, roía con tesón un hueso hediondo y descarnado. No dejaba su tarea más que para acercarse y lanzar un quejido penoso.

Gabriel retrocedió un paso y con el mayor cuidado recogió en dobleces las anchas bocas de su estrecho pantalón para preservarlas del fango, y de puntillas se dirigió a la puerta inmediata. Allí, echóse atrás el sombrero, vio por el ojo de la llave lo que pasaba en el aposento, y luego, aplicando los labios a la cerradura, silbó quedo, muy quedo, el dúo de Juramento. A poco se entreabrió la puerta y apareció la huérfana, vestida de blanco y envuelta en un rebozo.

—¡Qué noche! Creí que no vendrías… pero, ya lo ves, te esperé. ¡Jesús! ¡Cómo llueve!

—¡Sal… ni quien pase!

—Espera… —dijo la joven, recogiendo con ambas manos su blanca y ruidosa falda—. Cierra con mucho cuidado.

Gabriel tiró suavemente de la hoja.

—¡Ya! ¡Pasa! ¡Pegadita a la pared! Mira bien y no pises en el charco… ¡Cuidado con ese perro sarnoso!

En dos pasos la enamorada pareja quedó a salvo de la lluvia.

—Dispensa; se me olvidó taparte con mi zarape… pero no te mojaste… ¿verdá?

—Apenitas… el salpique de las canales…

Mientras la muchacha se sacudía su vestido, Gabriel cerró la puerta, encendió una cerilla, y con ésta una vela que estaba sobre la mesa, en una botella que le servía de candelero; arrojó sombrero y abrigo sobre el catre, y con un movimiento de cabeza llamó a la joven.

—Toma; aquí están estos listones. Después de la raya los fui a comprar. Mira si están buenos… ¿así los querías?

—Veré… —Carmen tomó el paquetito; presa de nerviosa agitación rompió precipitadamente la envoltura y se acercó a la mesa para examinar el obsequio.

—¡Bonito color! ¿No había azul pálido? Me parece que éste tira a verde…

—Azul es y pálido. Ya lo verás mañana… Ya sabes que de noche estos colores se confunden. Ahora parece verde-mar, como mi corbata… compáralos.

La huérfana deslió la cinta y colocando una punta de ella en el pecho de Gabriel observó un instante el efecto.

—Ya verás, Carmelita… ¡qué distinto color! Acerca la vela.

—¡Tienes razón!… ¡Ahora, muchas gracias! ¡Muchas gracias, señor mío!

—¡Te verás más linda con esos listones!… ¡Lo que se llama linda!

—Te parece… A mí todo me cae igual. A mi hermana… ¡Eso es otra cosa!… ¡no se ve lo mismo de negro que de azul!

—Pues a mí tu hermana, digan lo que quieran los catrines que le hacen rueda, no me gusta, ni de azul, ni de negro. Ya quisiera para un día de fiesta estos ojitos que parecen dos luceros, y esta boquita, y estos dientes que parecen granos de elote, tan parejitos y tan blancos, y este pelo quebrado…

La joven estaba hermosísima. La luz de la vela daba de lleno en su rostro; el óvalo magnífico de su cara, rodeado por los pliegues del rebozo, tenía la palidez del marfil; sus rasgados ojos centelleaban de alegría; los rizos negros que caían sobre la frente hacían resaltar la blancura purísima de las mejillas, y al sonreír los graciosos y gruesos labios dejaban ver dos medios aros de perlas.

Gabriel había ido señalando cariñosamente con el dedo cada una de las perfecciones de su amada, y al llegar a los cabellos, tomó la gentil cabeza de la doncella entre sus dos manos y atrayéndola a su pecho y acariciándola exclamó:

—¡Eres tan linda, Carmelita! ¡Como tú… no hay dos!

Carmen contestó con una carcajada, tratando de apartar los brazos del ebanista.

—¿Para qué compraste tanto? ¡Es mucho! ¡Con dos varas!

—Por si necesitas más… son cuatro.

—¡Cuatro! Me parece que no… Mira: —Y principió a medir la cinta, con toda la extensión de su mano del pulgar al meñique—. Una, dos, tres, cuatro… una, dos, tres, cuatro… ¡dos! Una dos, tres…

Gabriel la interrumpió:

—¡Qué vas a medir así! ¡Con esas manitas! Aquí está la vara…

Y sacando del bolsillo de la chaqueta un metro de latón y desdoblándolo pausadamente agregó:

—De este lado… hasta aquí… Mira: una, dos, tres…

—Déjame, yo… ¿Una, dos, tres, cuatro?… ¿Tres varas?…

—No, por el otro lado, Carmelita…

—Eso es, tienes razón: una, dos, tres, cuatro… y un poquito más.

—¡Ya viste! ¡Ah, tonta! ¡Bonitas manos para medir! ¡Mala estás para tendera! Deja eso y ven; aquí, junto a mí.

La joven tomó asiento en el catre que se quejó con un crujido prolongado. Carmen, medio reclinada en las almohadas, con felina indolencia, libre del rebozo y dejando ver el busto escultural, el airoso cuello y las gruesas y largas trenzas que caían paralelas sobre el turgente seno. Gabriel, junto a ella, en una silla de pino, tosca, sin barniz, a horcajadas, puestos los brazos en el respaldar, y con el alma en los ojos, contemplando a su amada.

—¿Sabes? Quiero decirte una cosa… que acaso te disguste… que tal vez no te agrade… pero… ¡Ya no puedo acallármela por más tiempo!…

—¿Qué cosa? ¿qué me disgustará? ¿qué?

—Yo creo que sí… Me ocurre que no será de tu agrado…

—¿Celitos tenemos? Como siempre… ¿celitos sin razón? Gabriel, tú ves visiones… Un mosquito lo conviertes luego, luego, en un elefante. Di.

—¿No hay enojo?

—Di.

—No; primero ofréceme que no lo habrá…

—Di lo que tienes que decirme, que si no hay motivo, ni son desconfianzas que ofendan…

—Pues oye; no sé por qué tienes unas amigas… que… la verdá… ¡la verdá no me gustan!

—¿Amigas yo? Pero… ¿qué amigas, Gabriel? Si no trato más que con las de casa. Me dijiste que no visitara a las Domínguez, y no he vuelto; vi que te caían mal las Ortega, y lo mismo… ¿qué amigas?

—No vayas tan lejos, no vayas tan lejos, que en esta casa vive la que yo quiero; y si las Ortega son como son, y las Domínguez como ya tú sabes, la que yo digo es peor, sí, Carmen, peor, mucho peor.

—¿De quién hablas?

—De tu amigota, de tu gran amigota, de esa mulata que mal rayo parta, de Magdalena…

—¿Qué te ha hecho, Gabriel, para que así hables de ella? Al contrario, siempre tiene buenas ausencias de ti…

—¡Buenas ausencias! ¡Buenas ausencias! ¡Lo que menos! Si no tiene palabra buena, ni obra que no sea mala; ya se ve, su vida lo dice. Yo no me espanto de que las gentes sean así; ¡qué me voy a espantar! pero no me gustan las hipócritas… Mira tú: una mujer como ésa, que vive enredada, sí, Carmen, enredada con ese huizachero de todos los diablos, porque ésa es la verdá, y lo cierto se ha de decir. Yo la conocí cuando vivía con el gachupín de La Santanderina; después la tuvo Arriaga, el teniente, un macuache que todas las noches llegaba borracho y le daba unas tundas de Jesús me valga… Los dos la echaron a la calle, y entonces encontró su pichón, el huizachero… ¡si hay hombres que de a tiro pierden la vergüenza! Y la pasea, y la saca del brazo, y la lleva a los toros, y a la comedia… y ella muy ancha, como verdolaga en huerta de indio, y la da de honrada, y de rica, cuando no es más que una soberana…

—¡Gabriel! No hables así… ¿qué te ha hecho?

—¿Qué me ha hecho? Debías preguntarme lo que te ha hecho a ti.

—¿A mí? Nada; ser buena y cariñosa conmigo; regalarme cuanto puede; llevarme a comer a su casa… No, Gabriel; será buena o mala, yo no lo quiero saber. Yo lo que sé es que con mi mamá fue muy gente; que se manejó como pocas.

—Eso sí es cierto; a mí no me ciega la pasión; yo no lo niego… pero así es ella: una de cal y otra de arena… ¿Sabes lo que ha dicho? ¿Lo sabes?

—No.

—Pues antier, y ayer, y esta mañana, fue, como siempre, a soltar el pico en casa de Salomé, esa beata que bien baila… y tal sería lo que dijo que ella le paró el alto y la llamó al orden.

—Pero acaba, Gabriel: ¿qué dijo?

—Dijo que mi señora madre y yo te habíamos recogido por interés del semanario que tu padre da; que yo, por otra razón, porque… motivado a que tenía amores contigo… y malas intenciones; que así quedaba yo en la arena y junto al río; que mi señora madre y yo teníamos hecho el plan para que tú… No quisiera decirlo, Carmelita, no quisiera… pero es preciso que te lo diga… para que tú dieras un tropezón… ¿me entiendes?… —Gabriel temblaba indignado, colérico, rabioso—. Y entonces, quisiera que no quisiera, tu padre te dejara casar conmigo. Que teníamos esperanza de que te dejara algo de herencia, o, cuando menos, que una vez casados, porque no habría otro remedio, y al fin eres su sangre, me pusiera un taller, y así saldríamos de hambres. ¡Tú dirás! Cuando a mí me basta y me sobra con mi trabajo; porque no soy flojo, ni borracho, y sé el oficio, ¡vaya! (aunque me tome la mano en decirlo), como el que mejor; cuando con mi trabajo, con estos brazos, gano más de lo que don Juan roba en el Juzgado a los que caen en sus manos, y tengo para sostener, no digo a ella, a cuatro mejores, sin deudas, ni trácalas; cuando… —Aquí la voz de Gabriel principió a ponerse trémula— cuando, tú conoces bien a mi señora madre, que es… yo no lo digo porque es mi mamá… pero es muy buena; tiene muy buen corazón, y es honradota, y ni antes, ni ahoy, ni nunca, tuvo enredos con nadie; ¡cuando yo te quiero tanto, tanto, tanto, Carmelita, como ninguno te quedrá! ¡Dime si alguna ocasión te he faltado!… ¡ni tanto así! ¿verdá? Y mira: soy hombre como todos… ¡pero te quiero mucho, mucho!

En vano trataba el ebanista de dominar su pena. La cólera que poco antes le poseía se había cambiado en profundo dolor. Viendo su dignidad herida, lastimado su amor filial y la castidad de su cariño puesta en duda, sentía que se le desgarraba el corazón. Su indignación vino a convertirse en amargura, y el acento nervioso y enérgico con que un momento antes inculpaba a la del tinterillo fue tomando, por una serie de naturales transiciones, los tonos de la ternura dolorida, melifluos y temblorosos, hasta que, al fin, no pudo más y acabó en un sollozo ahogado. Gabriel, apoyados los codos en el respaldar, ocultó el rostro entre las manos para que la huérfana no viera que dos gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas. Después de una larga pausa, durante la cual Carmen no se atrevió a decir palabra, el muchacho prosiguió:

—Y no es esto todo. Dijo también, que ya estaríamos contentos: que tú venías cada noche aquí, a mi cuarto…

La doncella sintió que la sangre se le subía al rostro.

—Que sólo mi madre, que era una tonta, no se daba cuenta de lo que pasaba; que confiaba en ti de sobra… y que si en arca abierta el justo peca… cuanto más nosotros que… no somos unos santos.

—¡Eso es una infamia! ¿Quién te lo contó?

—Quien lo sabe; quien lo oyó todo. Primero, Tacho me dijo algo, y creí que eran sus guasas de siempre; luego, Enrique López, ahora que fui a la barbería. Me preguntó por ti; me encargó que te dijera que tenía dos canciones nuevas que te iba a enseñar; me bromeó contigo, como lo hace siempre, y apenas se fueron los marchantes y nos quedamos solos me lo dijo todo. Ayer, cuando Salomé le llevó la ropa, le despepitó el chisme. Después yo atrapé a Ángel, le metí plumas y vomitó todito.

—¡Gabriel! ¡Ya los conoces! ¡No serán falsos!

—No; porque Tacho y Enrique son mis amigos… y el muchacho no lo había de sacar de su cabeza…

—Tú no sabes de lo que es capaz.

—Y tú no conoces a Magdalena… ¡Ésa no te quiere!

—Con que ayer Malenita me dijo que para mañana me convidaba a comer: que Jurado tenía visita… un señor rico…

—Pues no irás.

—¿Por qué? No me han de quitar un pedazo…

—¡Cómo has de ir a esa casa, cuando allí dicen de nosotros todas esas calumnias!

—Gabriel; yo creo que te han engañado. Malenita es buena contigo. Ella fue la que me aconsejó que no habláramos en la puerta, sino que viniera yo acá.

—¿Por qué no me lo dijiste? Sí, te aconsejó todo eso para después hablar, y decir de todos, y rajar de ti…

—Además, habló con tu mamá, y le dijo: doña Pancha: esos muchachos se quieren, pues que se casen… Y tu mamá le contestó que si mi papá te armara y te pusiera una carpintería, entonces sí… pero que ella creía que no teníamos nada, que nos simpatizábamos y nada más, ¡nada más!

—¡Porque mi madre es una bendita: de nada le sirven los años!… ¡Tener así confianza con esa negra que mal rayo parta!

—No hagas caso. Es mejor tenerla de amiga.

—¡Y tú que le contaste!… ¡tanto y tanto cuidarse para que tú fueras a decirle todo!

—No reflejé, Gabriel. ¡Como es tan buena conmigo!

—¿Buena? Ya verás.

—Y ¿qué te importa, si yo te quiero; si te amo con todo mi corazón? Siéntate aquí, en el catre, junto a mí… Pon este sombrero en otra parte… en su clavo.

Sentóse Gabriel al lado de la huérfana. Ésta trajo la cabeza de su amante hasta descansarla en su regazo, y principió a acariciar al joven, jugando con sus cabellos.

—Ten calma, Gabriel; de todo te acaloras. Ya ves, estoy tranquila. Te ofrecí que no habría enojo y no lo hubo…

—No me ofreciste nada.

—¿No? Pues es lo mismo. ¿Para qué disgustarte cuando tu cantadorcita está contenta y te quiere tanto? Chinito mío, ¿de quién son estos eres… pos?

—Tu… yos…

—¿Y estos ojitos que se encienden como dos brasas cuando su dueño se enoja?

—Tu… yos…

—¿Y este bigotito negro… tan lindo y tan suave, que parece seda?…

—¡Tuyo!

—¡Tonto! ¡Si yo te quiero… qué te importan los chismes y falsos de la gente!

—¡Tienes razón!

Gabriel cerró los ojos como adormecido por las caricias y mimos de la doncella.

—¡Serás mi mujer, Carmelita…, si tú quieres!

La lluvia había cesado. Los vientos que en aquellas regiones montañosas soplan después de una tormenta barrían el cielo. Cuando la Calandria volvió a su nido la noche lucía su espléndido manto azul sembrado de estrellas, y la luna creciente doraba con pálidos fulgores los tejados húmedos y las piedras lavadas por la lluvia, rielando aquí y allá, en los charcos, como en un reguero de espejos rotos.

X

Allí, como en todas las poblaciones de aquella zona, es muy caluroso el estío. Las mañanas son casi siempre límpidas y serenas. Las lluvias nocturnas y vespertinas refrigeran el valle, y los vientos matinales llegan a la ciudad esparciendo deliciosa frescura y embalsamando el aire con los mil olores de la cordillera. Si en abril vienen cargados de azahar, en verano traen el aroma de los musgos y de los líquenes que huelen a tierra húmeda.

Ni una nubecilla que empañe el azul del cielo. En las primeras horas está la atmósfera tan clara que desde las calles céntricas se percibe el incesante movimiento de los árboles y plantas con que se arropan las laderas, y se distinguen, sin confusión, aquí amarillentas, allá rojizas, las veredas que suben serpenteando hasta las cimas.

En las vertientes exhiben los encinos el verde oscuro de sus mantos viejos, a par del verde claro de sus renuevos estivales; el itzcuahuite tremola sus banderines de oro; los espinos bravios columpian dulcemente sus renuevos purpúreos; los fresnos cimarrones, fugitivos del poblado, sacuden sus brazos, dejando caer las primeras hojas; en lo más alto del monte tiemblan los ocotes envueltos en su haraposa túnica, y abajo, los rastrojos, llovidos de estrellas jaldes, anuncian la próxima venida del otoño.

A las diez, ya quema el sol; a las once abrasa; y a mediodía llueve fuego en el valle. Níveos celajes orlados de blondas, bogan allá por las regiones de Oriente; se juntan, se multiplican, se confunden, crecen, se tornan en gigantescos cúmulos que se van ennegreciendo poco a poco, hasta que al fin echan el ancla y se estacionan cerca de las cumbres.

Si están despejados los cerros del Este no hay temores de lluvia. Entonces los habitantes, por educación y costumbre, retraídos y huraños, dejan el beatífico retiro de sus casas y salen a tomar fresco por los callejones cercanos, a la Sauceda o al Jardín de la Plaza.

Allí estaba cierto día la Calandria con doña Pancha y Petrita; allí ostentaba Magdalena su ataviada beldad y Gabriel andaba luciendo sus lujosos domingueros.

El Jardín de la Plaza no es grande; pero sí muy bonito. Un cuadrado limitado por amplias calles enlosadas de granito rojo, con elegantes y cómodos bancos a cada lado. En el centro una fuentecilla inglesa con surtidor de fierro fundido: un ángel que sostiene sobre la cabeza, con ambas manos, un platillo, siempre lleno de lamas, del cual se desborda irregularmente el agua con rumores de arroyuelo exhausto.

En el cuadrado interior, en torno de la fuente, ocho grandes arriates de caprichosa forma, muy pretenciosos y aristocráticos, aspiran a semejar un gran parque británico.

Y en aquellos macizos, ¡qué de primores! En uno los cactos y los agaves, cenobitas barbudos del reino vegetal, ceñidos de ciliceos, erizados de púas, mostrando sus flores amarillas y sanguinolentas, maravillas de un día que nadie admira y ninguno codicia. En otro las azaleas, burguesas ricas, engreídas y ostentosas, que desde hace mucho tiempo pretenden arrebatar a las camelias el cetro de la elegancia refinada. Por eso andan siempre usurpando títulos nobiliarios y nombres ilustres.

Aquí, entre un círculo de piadosos bojes, las margaritas humildes y sencillas, zagalas en traje de boda, muy alegres con su corpiño rosa o su faldellín blanco; allí, a orillas de la fuente, bajo los parasoles de raso de las aroideas, la flor de los amantes, la dulce myosotis, soñadora vienesa de ojos azules, que no puede olvidar las márgenes del Danubio.

Casi en el centro, a la sombra leve de una brasilera de noble alcurnia, mora la familia galante de las rosas: la reina, de pétalos amorados; la blanca, indiferente y fría; la jalapeñita, cuya corola parece una borla de gasa; la Jacqueminot, bañada de doble múrice; la mielga de oro, que tiene palidez de tísica; la Pío Nono, ebúrnea, con bordes carminados; la trepadora, chiquitína y caduca; la chayote, de erizados sépalos, que hiere burlona a quienes la tocan; la Napoleón, aterciopelada, como si estuviera vestida con un manto imperial; la de Castilla, opulenta de aroma, altiva, devota, mística; la estrella de Lyon, azufrada y lánguida; y con ellas, todas sus hermanas: unas donosas, gallardas, como la colosal Jamaica; otras ligeras y coquetas, como la Jericó, que gusta de asomar su carita risueña por sobre las tapias y vallados; muchas tímidas y modestas, de suave fragancia y sencillos briales, y todas bellas y amables, señoras de los huertos y soberanas de los jardines.

A un lado yergue una araucaria su esbelto tronco con insuperable gentileza, y excelsa, soberbia, extiende con orgullo legítimo sus brazos simétricos y levanta al cielo su pértiga como la aguja de un campanario gótico.

A su pie, sirviéndole de alfombra, rindiendo parias a tanta majestad, viven liliáceas e irídeas, que en mayo esmaltan el césped con sus mil colores: la azucena con su manto de armiño; la cruz de Santiago con su hábito escarlata; la virgen con su apacible jubón rosado; la ciento en una con su violada túnica; la flor de un día con su dalmática de color de mamey, y las gladiolas blanden sus espadas y dan al viento sus flámulas y estandartes de seda, bordados de rojo, blanco y gualda.

Enfrente las dracenas hacen gala de su tropical follaje; las magnolias brindan sus cráteres de alabastro llenas de esencia suavísima; las gardenias entreabren sus capullos glaucos, mostrando rico traje nupcial; las adelfas amargas y mortíferas, cortesanas impúdicas de los parques, balancean sus ramilletes, y el croton, vestido de arlequín, crece entre los helechos arborescentes, muy gravedosos con sus episcopales cayados.

En otro cuadro, los antirrinos de canino rostro y menudas hojas; las trinitarias de carita grotesca, como si arrugaran el entrecejo y sacaran la lengua para insultar a quienes las miran; los crisantemos mimados y las petunias híbridas, el panalillo aromático y las inmortales pajizas, la resedá fragante y los mirasoles inquietos.

En fin, el square es bonito y del agrado de cuantos le visitan.

Los domingos por la tarde está muy concurrido. Después del sermón ofrece a los devotos que salen del templo vecino sus elegantes bancos; a los pisaverdes una colección de lindos palmitos; a los niños ancho espacio para sus juegos; a muchos inocentes recreo, a todos agradable frescura.

Los vendedores de helados y bizcochos se sitúan a la orilla de las calles y allí pregonan su mercancía a grito abierto; los niños corren y travesean de aquí para allá; las pollitas en privanza lucen sus sombrerillos floridos y sus trajes copiados del figurín reciente, los mancebos inician sus conquistas, mientras los viejos cachazudos y sombríos hablan de sus verdes años y de los negocios que tienen entre manos.

Carmen departía con Petrita y doña Pancha se fastidiaba, viendo a un pollo tempranero que fumaba un habano descomunal sin apartar los ojos de una joven vestida de azul que se entretenía en romper el paisaje de su abanico.

—¡Es raro que Gabriel no haya venido! —decía Petrita—. Nunca falta con sus amigotes; Tacho Romero y Enrique López.

—Irían a los toros…

—Los toros ya se acabaron. ¿No oíste lo que dijeron los gachupines de La Iberia, cuando pasaron hace poco? Iban diciendo que estuvieron malísimos…

—Pues trabajó Ponciano… ¡dicen que es bueno!

—A mí sólo me gusta a caballo… A pie, ni tantito… Mata a la primera, pero no tiene el aquel de los españoles, tan salerosos y bien andados.

—A Gabriel tampoco le cuadra, pero dice que es buen charro y que para eso sí se pinta.

—Hablando del rey de Roma… y él que se asoma, míralo.

—¿Quién? ¿Ponciano?

—No, mujer, Gabriel… Vea usted, doña Panchita: allí viene Gabriel con sus amigos… con Tacho y Enrique. ¡Y qué plantado!

—¿Por dónde?

—Por allí; por aquel farol; por donde están los rurales…

Doña Pancha dirigió la vista al lugar indicado y al ver venir a su hijo sonrió satisfecha. En los ojos de la amorosa quintañona se leía clarito que estaba contenta del muchacho.

Carmen le miraba también como embobada, y Petrita apenas podía disimular que el mancebo no era para ella un costal de paja.

Los tres amigos se detuvieron a corta distancia. Traían muy animada conversación, y se detuvieron a ponerse de acuerdo acerca de un incidente de la corrida.

—Mira: ¡qué flaco es Enrique López! Fíjate, Carmen, parece de alambre…

—Y Tacho también… no tanto… pero no deja… ¡y con ese sombrerote que se ha echado!

—No así Gabriel… todo le está… Si algún día se vistiera de catrín, ya verías…

—¡Dios nos libre! —dijo doña Pancha—. ¡Bonito que se vería con la levita y la bomba! ¡Igualito a don Pepe Sierra cuando saca la de contestar! No, mi hijo no ha de vestirse así. De charro ya lo ven… ¿qué pero le ponen?

—¿Quién le parece a usted mejor, doña Pancha: Enrique o Tacho?

—Hija: los dos pior, como decía el indio… pero los dos son buenos muchachos y amigos de Gabriel.

—¿Tú qué dices, Carmen?

—¡Qué preguntas tienes!

—¡A Dios! ¿Por qué?

—Porque sí…

—No, dime con franqueza… ¿quién?

—Pues, con franqueza… ¡Gabriel!

—No digo de Gabriel, tonta: ¿Enrique o Tacho?

—¡Ah!

Petrita en voz muy baja le dijo al oído: —¡Tú siempre con Gabriel!

—Cállate —contestó la huérfana, dando con el codo a su amiga.

—Vamos, responde: ¿quién de los dos?

—Yo no digo; di tú…

—Tacho es simpático, rasgadote, chancista; Enrique bien hablado, gracioso y divertido; sabe muchos cuentos, tiene muchos dichos, canta bien…

—Lo que es para dichos, hija… a Tacho no hay quien se la gane.

—Bueno; pero no se trata de eso… ¿quién es más buen mozo?

—Enrique tiene bonitos ojos; pies chicos… Tacho buen cuerpo… ¡Siempre Enrique!

En aquel momento pasaron los amigos y saludaron. Gabriel retrocedió y dejando a sus compañeros vino a hablar con las del grupo.

—¿Qué tal de toros? —dijo doña Pancha.

—Pencos… ¿Cómo le va Petrita? Carmen, ¿cómo le va? —dijo, tendiendo la mano a las muchachas, mientras daba la izquierda a la quintañona—. Ya vuelvo; guárdenme el lugar… Doy una vuelta y vengo. —Y se fue.

—Voy a decirle a Enrique López que tú dices que tiene ojos bonitos.

—¡No, Petrita, por Dios… qué diría de mí!…

—¡Qué había de decir!… ¡Se pondría anchísimo!

A tiempo que esto decían, dos jóvenes ocuparon el asiento frontero. El uno que era delgado, pálido, y apenas le pintaba el bozo, venía jugando con un bastoncillo; el otro, delgado también, de grandes ojos negros y barba cortada en punta, fumaba un cigarrillo y conversaba con viveza.

—Chico —dijo éste—, ¿ya viste?

—No.

—Mira qué gata; allí, enfrente, la de las enaguas guinda…

—¡Buen bocado!… Pero ésa no es gata.

—¿No es gata? Si la compañera lo está diciendo. Te diré el reparto: la vieja es la cocinera; la que calza charol, recamarera, y la otra, la nodriza.

—Mira qué pies tan bonitos… ¡Con botitas bronceadas! Tienen cara de ser gente honrada.

Los jóvenes dirigían tan insolentes miradas a las muchachas, que éstas se encendieron y bajaron los ojos. Petrita volvió la cara a otro lado y Carmen se puso a jugar con las puntas de su rebozo, largas, anchísimas, de finísima malla de seda.

Los catrines seguían hablando.

—¡Chico… qué hallazgo! Ésta tiene todas las generales de la ley: bonita cara, bonitos ojos, labios rojos, boca chiquita, y ¡qué pies, qué pies! Ésta no es gata… Será hija de algún artesano, de algún ranchero pesudo… Tiene todo el aire de una señorita… ¿Dónde vivirá?… ¡Yo emprendo la conquista!

—¡Como no lleves el gran chasco!… Éstas suelen ser muy resabiosas y ariscas… Al primer envite se te pone josca.

—¿Y qué? Vuelvo a la carga… Pongo el sitio en forma… ¡Plaza sitiada, plaza tomada!

—Si no viene refuerzo y sale un general que te obligue a levantar el campo.

—Ahí está el quid. La habilidad consiste en evitarlo.

—Ésa ha de tener su novio: un charrito, un valiente que te puede dar una cuchillada. ¡Ándate con tiento! ¿Cómo no ha de tener novio una muchacha tan guapetona? Ésta en su clase debe ser como Lola Ortiz… ¡y se le parece mucho!

—¡No!

—¿No? Fíjate bien… El corte de cara, la nariz, la barba…

—Sabes que tienes razón. Si ésta fuera rubia como Lola… parecerían hermanas.

—No te lo decía…

En tanto que los jóvenes seguían haciendo lo que uno de ellos llamaba el estudio anatómico de Carmen, pasaba ante ellos una parvada de niños, solos o seguidos de las niñeras. ¡Hermoso conjunto de belleza e inocencia! Un poeta de salón habría dicho, en grilescas quintillas, que las flores del jardín, dejando sus tronos de follaje, circulaban piando como ruiseñores implumes, por las calles que limitaban el square.

Los había blondos, con mejillas de caracol; morenos, con ojos picarescos; formales y seriotes; risueños y comunicativos; bulliciosos y desobedientes; silenciosos y sumisos. Dos que parecían gemelos, uno moreno y otro rubio, vestían lindos trajecitos de marinero, con anclas bordadas, y levantando con graciosa desenvoltura el sombrerillo de paja de Italia lucían la despejada frente. Otros, con vestidos de lino blanco con tiras bordadas, gorritas de raso con rizadas plumas y suntuosos lazos, calzaban botincitos de seda y medias cortas que dejaban ver las pantorrillas mórbidas y sonrosadas. Más allá venía uno con fantástico traje: chaquetilla ribeteada de alamares y sombrero de fieltro con motas andaluzas. Tras éstos, otros, y otros alegres, festivos comiendo bizcochos o chupando caramelos. Una niñita muy peripuesta y grave embrazaba una muñeca, tan linda como su dueña, mientras su compañerita, enlutada y pálida, acariciaba un rorro de ojos garzos y boquita risueña.

Doña Pancha se extasiaba contemplando a los niños. —¡Me parece —decía— una parvada de pajaritos que se escaparon de la jaula!

A tiempo que Gabriel llegaba, doña Pancha logró atrapar a un chiquitín, muy gracioso y afable, que iba apresuradamente en pos de la niñera, gritando:

—¡Andea!

—Ven acá mi alma… ¿Cómo te llamas, angelito?

El niño quiso al principio escapar, mas luego, al ver la amabilidad con que le trataban, se acercó a la anciana.

—¿Cómo te llamas, niño?

—Calito… —respondió el chiquitín, bajos los ojos, dando el primer mordisco a un caballo de pasta y llevándose medio jinete del primer ataque.

—¿Cómo? ¿Cómo dices?

El chico tragó apresuradamente el bocado y contestó:

—Calito.

—¿Calixto? ¡Di claro… clarito!…

—Calito… ¡Ca… lito!

—¡Ah! Carlitos —explicó Petrita—. ¿Carlitos de qué?

—Calito de papá… —El interrogado se mostraba impaciente y pretendía escapar.

Doña Pancha le dio un beso, Petrita otro, y Gabriel le hizo una caricia. Sólo Carmen permaneció muda y fría ante las gracias y bellezas del niño.

—¿Qué no le gustan a usted los niños, Carmen? —Preguntó Gabriel a la huérfana, sentándose a su lado.

—No… dan mucha guerra… molestan mucho…

—Pues a mí sí… ¡Son tan zalameros y agraciados!…

—A mí no… ¡Dios me libre de sufrirlos!

El mozo hizo un gesto de desagrado y se quedó pensativo.

—¿Quiénes son esos jóvenes, Gabriel? ¿Ésos que están sentados frente a nosotros?

—Ése de la barba se llama Alberto Rosas; es muy rico y muy calavera; dicen que siempre está borracho. El otro día en los toros no podía ni hablar. El otro se llama Pepe… Pepe… ¡tiene un apellido muy raro! Siempre andan juntos; son muy amigos.

—¡El otro es muy simpático!

—¿Simpático? ¿Qué tiene de simpático?

—Bonitos ojos, buen cuerpo, frente grande…

—Como los de otro cualquiera… ¿Verdá, Petrita?

—No; lo que es simpático, lo es… Será lo que usted quiera; tomará, se emborrachará todos los días, pero en cuanto a simpatía… No se ponga celoso, Gabriel. Lo que sea cierto ¿por qué no se ha de decir? ¿No ustedes los hombres, cuando ven una muchacha bonita, y les gusta, lo dicen? Pues, ¿qué más tienen que nosotras?

—No; es muy distinto… Los hombres no pierden nada… ¿Y quién le ha dicho a usted que tengo celos?…

Dos personas, que atraían las miradas de todos, se acercaron en aquel momento: Magadalena y Jurado.

Éste, contra sus hábitos, iba aseado y elegante: camisa limpia, chaleco amarillo, levita y pantalón negros y botines de charol. Era jiboso y juanetudo, de pelo recio y aguileña nariz. Magdalena, muy atacada, reventando el corsé, dentro de un vestido de gro color de plomo, adornado de azul; valiosas joyas en las orejas, rosas blancas en la cabeza, y guantes amarillos.

La singular y feliz pareja cruzó ante los pisaverdes. Magdalena, colgada del brazo del tinterillo, parecía un pavo: Jurado, muy cortés, saludó a Rosas y a su amigo; su compañera, con toda la majestad de una reina de teatro, inclinó la cabeza, acompañando el movimiento con una sonrisa, y luego, volviéndose hacia la huérfana, díjole con afectada afabilidad:

—Hijita: la espero esta noche…

Los jóvenes estaban a punto de soltar la carcajada, al ver la figura ridícula de la voluminosa trigueña y de su escuálido compañero.

—Chico… ¿qué te parece la esfera terrestre?

—¡Ja, ja, ja! Tate, tate… ya tengo trazado mi plan… Antes de principiar la campaña voy a nombrar ministro plenipotenciario, con misión extraordinaria cerca de esa muchacha, a mi estimado amigo don Juan Jurado.

—¿No necesitas de un secretario?… Si lo crees conveniente… acuérdate de tu amigo Pepe, que es listo y no se mama el dedo; para cortejar a la ministra… ¡que ni mandado hacer!

—Por ahora, no, chico… No tienes dotes diplomáticas.

Elegante, graciosa, bella, dulce, en compañía de otras señoritas tan hermosas como su amiga, pasó una gallarda joven, ante la cual Alberto y Pepe se pusieron de pie, para corresponder dignamente al saludo más discreto y amable que darse pueda en labios de mujer. Era Lolita Ortiz. La Calandria fijó en ella los ojos con profunda tristeza y lanzó un suspiro.

Cuando, a poco, el alegre grupo de aristocráticas señoritas tornó a cruzar por delante de la joven, la belleza de Carmen llamó su atención.

—Loló, Loló —dijo una—, mira qué bonita muchacha…

—¿Cuál, Mary?

—Aquélla… la de la falda guinda… la del rebozo de seda… Aquélla, Loló; la que está sentada allí, en aquella banca, frente por frente de Alberto Rosas… Allí, junto a ese joven muy guapo, de sombrero de felpa gris…

—¡Qué bonita!… ¡Qué ojos tan hermosos!

—Oye, Loló: ese joven será su novio… ¡Me gusta la parejita!

—Será hermano suyo, Mary.

—Observa, observa… ¡cómo la mira Alberto Rosas! ¿Viste?

—¡Deja, hija!… ¡Yo no sé por qué la gente decente se olvida así de su clase, y rebaja su dignidad hasta galantear a esas pobres muchachas!

XI

¿Qué trazas se dio Alberto para entrar en relaciones con el tinterillo? Acaso lo sabremos más tarde.

Jurado y su amiga tenían a comer un caballero: este caballero era nuestro conquistador, a quien la pareja se propuso obsequiar espléndidamente.

Desde la víspera anduvo Magdalena muy atareada, y tanto que se vio en el caso de pedir a Tiburcita, a Paulita y a Carmen el auxilio de sus habilidades culinarias.

No parecía sino que en aquella casa se iba a repetir el proverbial banquete de las bodas de Camacho.

Después de comer se dio principio a la faena. Malenita tenía hechas las compras desde la mañana; don Juan vino muy cargado de botellas, una batería, como él decía, y Paulita y Petrita lavaron cuidadosamente la desigual vajilla. Platos blancos, azules, multicolores; unos de burda imitación chinesca; oíros pintados con dibujos fantásticos: flores imposibles, frutas de otros mundos, juncos monstruosos y mandarines que parecían fetos; copas de mil figuras, vasos impares, cubiertos de todas formas, clases y tamaños; fuentes inmensas y garrafas disímiles, en fin, todos los tesoros del aparador.

Primeramente procedió Magdalena a ejecutar seis pollos y un pavo. Los primeros murieron a manos de Paulita, en un santiamén, estrangulados brutalmente. El pavo, un hermoso pavo, lascivo, cebado con almendras y nueces, quedó reservado a la ferocidad valerosa de Magdalena. ¡Pobre guajolote! ¡Durante largos meses fue motivo de disgustos y riñas para las vecinas del patio, por las fechorías que hizo más de una vez en la ropa tendida al sol, manchando la nívea blancura de las sábanas y manteles con sus pies inmundos, y estampando en las camisas lises y estrellas de fango hediondo, hasta que su dueño le ató corto!

Desde entonces, célibe huraño y odiado de todos, se puso melancólico, con el moco caído; sólo de tarde en tarde esponjaba su plumaje, lanzando el ¡pu… ún! ostentoso de sus amantes anhelos, con una tristeza que daba lástima.

Al soltarle Magdalena aquel día huyó presuroso, creyendo que iba a recobrar su amada libertad, a dejar la tristeza de aquel patio, para él desierto, y a correr en pos de la enamorada pareja. ¡Ay! Aquello no fue sino para caer en poder de Angelito, que, persiguiéndole a pedradas, le acorraló en un ángulo del corredor, hasta apoderarse de su vanidosa persona.

Entonces Magdalena, sin apiadarse de su angustia, ni dolerse de la palidez azulada de su colgante cresta, le ató las patas y le colgó en un pilar. Allí, cuello abajo, asustado, afligido, pensó en el suplicio, en la muerte por estrangulación, de que tanto le hablara el único anciano de su tribu. El suelo estaba sembrado de aquellas sus hermosas plumas de cambiantes metálicos y tornasolado pavón; la sangre afluía a su cabeza, y los pollos que cerca yacían, exánimes, calientes y palpitantes aún, con el pico escurriendo sangre, quitaban a su ánimo toda esperanza de salvación.

Llegó por fin el temido instante: acercóse el verdugo, palpó las carnes de la víctima murmurando un elogio, dejó escapar una frase compasiva, y le acarició por última vez.

El afligido guajolote no pudo reprimir un grito de alegría. Acaso aquel corazón de granito principiaba a ablandarse; acaso aquella alma embriagada por el vino de la crueldad y ofuscada por la fiebre fría de la venganza, se rendía a las dulces e inefables emociones de la clemencia.

El mísero pavo levantó el cuello inyectado de sangre, volvió en torno los despavoridos ojos, y con mirada dolorida y angustiosa parecía pedir misericordia a su cruel ejecutor.

¿Qué había hecho para que así le trataran? ¿De qué horrendos crímenes le acusaban? Cierto es que había sido causador de muchos escandalosos desperfectos, de algunas faltas que, por más que se devanaba los sesos, no le parecían de tanta gravedad; cierto que había manchado sábanas y manteles, enaguas y camisas; pero que le tuvieran misericordia, él no tenía conocimiento de aquella ley prohibitiva; todo provenía de su irreflexión; de su estulticia de todos conocida; de su rudeza campesina; de su falta absoluta de cultura social. ¿Qué sabía él de eso? ¿No hacían otro tanto los afeminados falderillos de Paulita y los sabuesos del portero, más bruscos, ordinarios y despóticos que un guardia nacional en campaña contra los enemigos del Gobierno? ¿Quién pensaba en llevarlos a la horca?

¡Abominable injusticia de los hombres! Los tales sabuesos, enemigos jurados de todo individuo de la estirpe plumífera, hacían cada despropósito que Dios tocaba a juicio, y nadie, ni por pienso, intentaba castigar sus audacias y demasías.

Los mismos gatos regalones que, en apariencia, no eran capaces de quebrar un plato; que hipócritas y adulones andaban siempre por el fogón, dándosela de mansos e inocentes, eran, en suma, unos bandoleros desalmados, terror de jilgueros y clarines… y ¿quién era bastante enérgico para exigirles daños y perjuicios? ¿Quién era bastante osado a pedir para ellos el garrote vil de los facinerosos? ¿Por qué caía sobre él todo el rigor de la justicia?

¡En vano levantaba el cuello, antes cadavérico, ahora sanguinolento y amoratado, demandando perdón!… ¡No había esperanza!

El verdugo arremangaba sus ropas… pero… ¡ah! en sus ojos se leía la vacilación, el temor, cierta expresiva condolencia.

—¡Pobrecito! ¡Qué gordito!

Estas palabras fueron para el mísero y cautivo guajolote ledas como las brisas de los campos en que había nacido, donde dichoso y feliz, bajo el cielo azul, por entre los matojos y los sombríos húmedos cafetales, corría, libre como el aire, en pos de una pavita donosa y amable, un tanto medrosica y tímida, señora de sus pensamientos y futuro dueño de su vida.

Mas, de pronto, aquella alegría se desvanecía, al percibir el asfixiante olor del chile que Paulita tostaba en la cocina. Aquel olor insufrible era para él, como para un rey los preparativos del embalsamiento. Aleteó, se quejó, irguió el cuello, pero le faltaron las fuerzas y se resignó a morir… No, llegado el momento lucharía heroicamente con su verdugo.

Cuando Magdalena, ya resuelta a dar término al suplicio, se acercó al pavo, y con ella, semejantes a la multitud que llena de feroz curiosidad rodea un patíbulo, todos los granujas del patio presididos por Angelito, la víctima hizo acopio de fuerzas y recibió al verdugo a picotazos, aleteando como un águila.

¡Vano luchar! ¡Inútil furia! Un chico le sujetó las alas, y Magdalena, asiéndole del cuello, se lo torció y retorció, tirando al mismo tiempo hacia abajo.

Aquello duró un instante. Para ahogar la voz del condenado no fueron necesarios los tambores de Santerre. Tronó la columna vertebral como una caña que se quiebra, y se oyó un quejido. Todo estaba terminado.

Cuando los verdugos separaron sus crispadas manos, el ave, laxo el cuello, y convertido en una bolsa de sangre, alicaída y trémula, quedó balanceándose como un criminal en la horca, esparciendo leves plumas, blancas y tibias.

Los chicos que durante la ejecución estaban confusos y apenados, prorrumpieron en una gritería verdaderamente salvaje y se ofrecieron para el desplume.

—¡Guárdenme las plumas de la cola y de las alas —les recomendó Paulita—, que quiero hacer un sacudidor!

Carmen vino en ayuda de Magdalena para hacer el dulce predilecto de Jurado: la cocada insuperable, suave, dorada, con su incitante costra de caramelo, y luego, para aprovechar las claras sobrantes, el turrón de las grandes fiestas, perfumado con miel virgen, blanco, vaporoso, que parece en el plato una nube primaveral.

¡Qué faena tan larga! A las diez de la noche no concluían aún. El mole estaba ya a medio condimentar, y en la roja salsa nadaban los restos del mísero guajolote. Magdalena rebanaba la carne fiambre; Paulita palotaba la ravioles, y Carmen espolvoreaba de canela el nevado turrón y decoraba con almendras y pasas el plato favorito de Jurado.

Al llegar Gabriel esa noche, vio con disgusto que la huérfana no estaba en casa, y al oírla cantar en la de Magdalena no pudo ocultar su desagrado.

—Mamá —dijo entre colérico y grave—: ¿por qué deja usted a Carmen que se trate con esa mujer?

—¿Y eso qué, hijo?

—¿Qué? ¿No la conoce usted? Es una mala amistad. Una amiga que no le conviene.

—¿Por qué no le conviene?

—Porque esa mulata gordiflona no es buena, ni puede serlo. ¿Cómo vive, señora madre? Mal. ¿Se acuerda usted de cuando la tuvo el gachupín de La Santanderina? ¿Se acuerda usted cuando el teniente la echó de su casa a patadas?

—¡Gabriel! ¡Gabriel! ¡Qué lengua tienes!

—No, no es mala lengua… Lo que yo digo es la verdá, ¡la purita verdá pelada! Pero, en fin, usted sabe lo que hace; a mí no me lleva el interés… ¡para qué hablar y estar porfiando! Ya sabe usted, señora madre, que yo obedezco a usted en todo… y que nunca voy a la contraria… ¡A mí me pareció del caso decírselo a usted, ya cumplí y… se acabó!

—Mira, Gabriel: puede que razón no te falte… en algo… no en todo.

—No; no hablemos más de eso… ¡Ya cumplí!… A su tiempo lo diré…

—Oye, y no te acalores…

—¡No, no, basta!

Y dio la vuelta. Lo que después habló con la Calandria ya lo sabemos.

El mozo estaba de mal humor, ni siquiera tuvo el recurso de salir a dar un paseo; llovía a mares y era imposible poner un pie fuera de la casa. Quedóse tendido en el catre, fumando cigarrillos y meditando en lo que aquella tarde le habían contado y en la manera como debía apartar a la huérfana de la perniciosa amistad de Magdalena.

—Seré enérgico —se decía—, muy enérgico. Yo no puedo dejar que esa muchacha sin experiencia se trate con la mulata. Dejándose de sus chismes y embustes y aunque de su boca no salieran más que palabras mansas, debo impedirlo. Dime con quién andas y te diré quién eres. Los que vean a Carmelita con esa mujer, dirán que es como ella… Ganas me dieron de contarle a mi señora madre lo que Magdalena dijo y si me callé era porque no quise darle un disgusto a la pobre vieja. Yo lo arreglaré ahora todo. Esa muchacha tiene los ojos cerrados y está creyendo en el cariño de la otra. Yo lo arreglaré, y como se debe, con toda energía.

Pero las energías de Gabriel duraron poco, ya lo vimos, ante las ternuras de Carmen, y no sólo no volvió a hablar aquella noche de los embustes de Magdalena, sino que accedió a que su amada aceptara la invitación de su amiga y asistiera al convite. ¿Cómo negarse a los ruegos de Carmen, cuando sabía pedirle todo entre mimos y caricias? Además, podría acontecer que la joven se disgustara, y, quieras que no, hiciera su voluntad. Accedió, sí, pero con muchas recomendaciones, previniendo a Carmen que poco a poco fuera dejando aquella amistad, haciéndole ver que Magdalena no gozaba de muy buena fama y que las gentes que con ella la vieran la juzgarían como a su amiga. —Quien con lobos anda —agregó— a aullar se enseña; lo malo se pega y yo no quiero que seas como esa maldita mulata.

Carmen reía a cada improperio que lanzaba el ebanista. Al comprender que el capítulo de las recomendaciones y consejos no tenía término, apeló a sus acostumbrados recursos amorosos. Acarició al mancebo, atusóle el bigote; le compuso la corbata, y luego, fijando en él sus brillantes ojos, acercó, poquito a poquito, sus labios a los del venturoso amante, como si fuera a darle un beso.

—¿A quién quiero yo mucho, mucho, re… te… mucho?

Gabriel delirante la estrechó entre sus brazos, con tanta fuerza que la joven con acento de fingido disgusto, exclamó:

—¡Gabriel… por Dios!… ¿me quieres matar?

—¡Matarte! —replicó el mancebo sorprendido de que la joven hubiera adivinado su pensamiento—. ¿Matarte?… Sí, te mataría, si alguna vez no me quisieras… ¡Antes que fueras de otro te mataría!…

—¡Qué linda manera de querer!

—¿Qué quieres? ¡Así soy yo! Di lo que se te ocurra de mí, cuanto quieras; pero reflexiona que te amo con toda mi alma; que en esta vida eres todo para mí… ¡todito! Si no has de ser mía, no lo serás de nadie… ¡la verdá, la purita verdá!

La joven se estremeció como acometida por un pensamiento sombrío.

—Hasta mañana… ¿Te vas con Tacho al herradero?

—Pues… iré. ¡No he de verte en todo el día!… ¡Como vas a estar de festín! ¡Tómate una copita a mi salud!

—Ya te puse la ropa… ¿no te falta nada?… Vuelve tempranito… A las seis.

—Nada, Carmelita. No te olvides de mí; yo todo el día estaré pensando en tus ojitos. Oye: ¡cuidado con don Juan! No lo dejes que te enamore. Es muy chirrisco… y le gustan mucho las muchachas bonitas… Y ese día sí que Magdalena te arañaba… ¡Figúrate tú, se le acababa la ganga!…

—Entonces sería yo la licenciada… ¡ja… ja… ja!

—Pues hija… ¡buen provecho!

XII

A la una todo estaba arreglado. Magdalena muy engalanada y peripuesta departía alegremente con los convidados que habían llegado ya. Éstos eran: Carlota Marín de Urrutia, una gallarda y decidora tapatía, casada en segundas nupcias, así lo decía ella, con un teniente coronel; don Saturnino Arévalo, un viejo ajarochado, ojialegre y festivo, y Arturo Sánchez, un pollo relamido que hacía versos, escribiente del Juzgado y subalterno de don Juan.

Paulita y Petrita vigilaban adentro sartenes y cacerolas, y Carmen, frente a un espejo, daba el último toque a su emperejilada beldad.

Para recibir dignamente a Rosas y evitar que viera los interiores de aquella casa, nunca correctos, y menos en aquel afanoso día, Magdalena dispuso la mesa en el cuarto principal, a la entrada, en el ángulo izquierdo.

La salita era típica; un ajuarcito austriaco; sofá, dos mecedores y una docena de sillas, con sus correspondientes velos tejidos de gancho; una mesita redonda, de vulgar estirpe, con un gran quinqué, y cargada de muñecos y tarjeteros de porcelana; en los ángulos, unas rinconeras antiguas de talla que Jurado compró a los albaceas de un fraile dominico; en cada una de ellas una estatua de yeso, candelabros de cristal azul y jarrones con haces de flores de caña y plumeros de cola de zorra.

En el muro de la derecha, arriba del sofá, en dorado marco, un retrato litográfico de don Benito Juárez, colocado entre dos cromos, de sobra intencionados y maliciosos: el uno, un cura francés plácidamente engolfado en la lectura de Nana; en el otro, el mismo individuo, dando remate a un plato de ostras y a una botella de vino blanco ya muy mermada. Pendiente de la viga central una lámpara de globo opaco, que cada noche prestaba su claridad lunar a los raptos poéticos de la romántica Magdalena.

La conversación era de lo más animada. El escribientillo, cautivo dentro del círculo brillante de su cuello de celuloide, tirándose a cada momento de los puños y jugando con la doble cadenilla de su reloj, escuchaba a Carlota que hacía gala de ingenio y charlaba con Arévalo a quien azuzaba Magdalena en contra de su amiga.

Con feliz desgaire y la entonación dulce y enfática del jalisciense más puro, trasponiendo las palabras y trayendo a cuento las ideas más remotas, Carlota abrumaba a su contrincante. Éste se esforzaba en no rendir las armas y resistir a su contraria que descargaba sobre él, a cada instante, frases y sátiras que era casi imposible resistir.

—Pero señor —decía la de Urrutia—, ¡con lo que me he encontrado! ¡Si todavía los muchachos me hacen formal! ¡Si todavía, cuando me compongo, señor, y saco el de seda, abren la boca los lagartijos al verme pasar! ¿Y ahora salimos con que se enamora de mí Matusalén y me recibe con una descarga de piropos, pues? ¿Se quiere usted burlar de mí? ¿Burlarse? ¡Vaya hombre! ¡Lo dificulto!

—No es eso… —Arévalo al hablar se comía la ese y canturreaba las frases finales con el dejo singular de los costeños—, no… Carlotita… ¡Con razón el señor coronel clavó el pico y rindió la espada!… Ya soy viejo; pero no me lo eche usted en cara, que no es afrenta… Soy viejo, pero tengo el corazón joven… ¡Todavía me salta en el pecho cuando veo un cuerpo así, airoso, y una hembra tan guapetona, como quien dice… la presente!

—¡Gracias por la galantería! ¡Magdalenita, qué amigos tiene usted tan francos! Si yo lo he sabido no vengo… Vea usted… ¿y si le soy infiel a Urrutia? ¿Quién sostiene el ribete? ¿Es usted hombrecito?

—¡Muy hombre! Como un Napoleón.

—¡Adiós! ¿Es usted general? Pues que lo ocupe el Supremo Gobierno… ¡pues!… Un general debe estar en servicio…

—Yo estoy en retiro… pero usted, Carlotita, va a ser causa de…

—¿De qué, señor? ¿De qué?

—¿De qué?… ¡Dígame usted en qué parte está el señor Urrutia, ese coronel feliz, dueño de ese corazón ardiente, de esos ojos de diosa y de ese cuerpo de palma!

—¡Oiga! ¿Me dice usted con eso que soy flaca?

—No.

—¡Como las palmas son altas y delgadas!

—No, por lo esbelta…

—Muchas gracias, señor…

—¿Dónde está el señor Urrutia? ¿Dónde?

—Muy lejos… lejos… en Sonora.

—Pues allá me voy, a pronunciarme contra el Gobierno.

—¡Pues que le haga buen provecho!… ¿No es verdad, Magdalenita? ¡Adiós de mi enamorado!

—¡Enviude usted, Carlotita!

—¡Hombre! ¡Qué deseos!

—Sí, enviude usted…

—¿Para qué, Arévalo?

—¿Para qué? Vamos… Usted sí que se hace que no entiende…

—Sánchez, dígaselo usted… A mí me hace falta el talento que usted tiene, para decírselo clarito…

—No —contestó el poetilla, haciéndose el modesto—; yo no tengo talento. A usted le sobra. Para decirle a la señora que si enviudase se casaría usted con ella, no se necesita mucho. ¡En dos palabras… ya estaba dicho!

—Y en verso. ¿No es verdad? —observó la de Urrutia.

—¡Claro! En un joven es lo más natural, pero en los que ya no se cuecen de un hervor… ¡Señor: si ya está usted para rezar el rosario y disponerse a bien morir!

—¡No tanto!… Que usted no me quiera, no quiere decir que otras no estén perdidas por mí. El mejor día me tiño las canas y doy el gran golpe.

—¡Oiga! Pues que sea para bien de todos y que forme una familia tan larga como la letanía de los santos… pero… lo dudo.

En aquel momento entraba Carmen, y, a decir verdad, linda como una plata. Su entrada produjo sensación. La sencillez de su traje, en contraste con los lujos de Carlota y Magdalena, le aseguraban el triunfo. No lo sabía, pero sí notó que todas las miradas se fijaron en ella con particular interés. Iba vestida de negro y en su graciosa cabeza llevaba las cintas azules regalo de Gabriel.

Arévalo y Sánchez se levantaron. Carmen saludó a Magdalena como si no la hubiera visto en diez años. Estaba un poco avergonzada, pero pronto se repuso. Magdalena se apresuró a presentarla.

—La señorita Carmen… Ortiz… una amiga muy querida, una hermana… Carlotita Marín…

—¡De Urrutia! —agregó con afectación la tapatía, echándose en brazos de la huérfana, a la cual plantó en las mejillas un par de besos estruendosos, mientras la joven murmuraba con timidez:

—Servidora de usted.

—Don Saturnino Arévalo… Carmen Ortiz…

El parlanchín tendió la mano a la muchacha con una efusión verdaderamente juvenil.

Mientras le tocaba el turno, el poeta arregló sus cabellos, se compuso la corbata, castigó la rebeldía de su cuello, y estirándose los puños, decididos a vivir ocultos bajo las mangas de la levita, se inclinó ante la Calandria, con un movimiento que, en concepto del escribientillo, era de la más alta corrección, haciendo sonar las suelas de sus botines de charol contra los almagrados ladrillos.

Carmen y Carlota ocuparon el sofá, Arévalo y Malenita los mecedores. Arturo quedó al lado de ésta.

—Está usted vencido, Saturnino. Carlotita quedó victoriosa.

—¡Ay, Magdalena! ¿Qué quiere usted que haga un hombre que ha pasado la vida entre jarochos, hoy en los Tuxtlas, mañana en Catemaco, pasado mañana en un rancho, sin tratar con estas tapatías que son de lo fino, y que además se precia de cortés con las damas?…

—Entonces se confiesa usted…

—Vencido… sí… ¿Quién resiste a esos labios que son un manantial de gracias? ¿Quién no se rinde a las miradas de esos ojos?

—¡Sigue usted galante, señor… pues!… siga usted… Aunque no creo en tantos primores como ve usted en mí, agradezco el favor… —Y dirigiéndose a Sánchez prosiguió—: Ahora tendremos el gusto de conocer alguna muestra de su talento, Arturo; ya Magdalena me ha dicho que hace usted muy bonitas composiciones…

—Bonitas no; en mis ratos desocupados pulso la lira… para hacer… no versos, diga usted perversos…

—No, Arturo —dijo Magdalena—: no se deje caer para que lo levante… Hace muy bonitos versos, Carlotita. Arturo es muy modesto. Jurado dice que son de mucho mérito… En El Radical han salido muchos… ¿Se acuerda, Arturo, de aquellas décimas que leyó en el teatro?

—¡He leído tantas! ¿Cuáles?

—Las que leyó usted en la velada fúnebre, en julio… las décimas a Juárez… aquellas que empiezan:


Baluarte en que el progreso
detiene al oscurantismo;
sol que ilumina el abismo
de rosicler con un beso…
 

¡No recuerdo cómo siguen… y las he leído mucho! Lo que no he podido olvidar es la manera como usted las leyó… ¡con brío, con una entonación soberbia!… Así lee Juan de Dios Peza… No lo digo por lisonja. Verdad que las décimas lo valen… ¿No las recuerda usted? ¡Aunque las recuerde, para qué hemos de molestarle! ¡Pues bien, sepa usted, por si no ha llegado a sus oídos… que, así se lo han asegurado a Juan, Díaz Mirón y Peza alaban mucho los versos de usted!… y ¡vaya, vaya, si esos señores son voto en la materia!

Arturo que era vanidoso y fatuo estaba anchísimo, pero disimulaba su alegría bajando los ojos. Al bajarlos detuvo la mirada en los pies de Carmen, primorosamente calzados, cuyas puntas asomaban por bajo la negra y anchurosa falda. Entonces cayó en la cuenta de que había otros pies que merecían su atención, los de Carlota y Magdalena. Ésta, con cierto descoco que a ella le parecía el colmo de la indolencia aristocrática, había ido descubriendo poco a poco sus pies, que no eran feos; Carlota con natural descuido la imitaba, y era aquélla una exhibición de extremidades inferiores en que el pie mexicano, breve, delicado, alto de empeine, atrevido, seductor, podía entrar en competencia con todos los pies del globo terráqueo, como decía Arévalo en sus arranques de elocuencia.

Jurado no venía y el apetito iba creciendo a cada instante. Magdalena que a cada momento se levantaba para darse una vuelta por la cocina, salió una vez más. Al volver se detuvo junto a la mesita redonda y desde allí invitó a Arturo a tomar un tente en pie. Pronto quedaron servidas las copas, una docena, que en una charola de imitación japonesa estaban prevenidas para el caso, en torno de una botella de cognac y otras de anisete y jerez. Había una de tequila que era lo único que tomaba el tinterillo. No escaseaban, para abrir boca, aceitunas sevillanas, rajitas de queso holandés y bizcochos ingleses.

Arévalo, que se preciaba de ser persona de sociedad y Sánchez, que por su juventud florida y su precoz talento no quiso ser menos, circularon los platos; Magdalena se reservó las copas. Pero Jurado vino en ayuda de su amigo en aquel momento, y no llegó solo, le acompañaba Alberto Rosas.

—¡Vaya! ¡Al fin vinieron! Rosas… ya tenía yo temores de no ver a usted por ésta su casa…

—No, señora —al oírse tratar así, la de Jurado sonrió satisfecha—; suele acontecer que los amigos, cuando menos se piensa, llegan, y ¡no hay manera de escapar! Pero aquí me tiene usted a sus órdenes, y con el mayor deseo de obsequiarla y servirla… Estoy a sus órdenes…

—¡A mis órdenes! ¡Pues al avío!… Aquí tiene usted esta copa que me hará favor de aceptar.

Alberto tomó la copa de manos de Magdalena, mientras Jurado, que venía de gran uniforme, con el susodicho chaleco amarillo, levita cruzada, corbata chillona, gruesa cadena de oro al cuello y un gran diamante califórnico en el anular izquierdo, saludaba con extrema afabilidad a sus convidados. Jurado lucía siempre buenas alhajas: las que por causa de robo o disputa eran depositadas en el Juzgado.

Magdalena aprovechó un instante de silencio y dirigiéndose a los que estaban en el estrado hizo la presentación de ordenanza, con cierta afectada llaneza y airecillos de gran señora.

—El señor don Alberto Rosas… un buen amigo, muy fino y amable… El señor Arévalo… el señor Sánchez… un poeta de alta inspiración, de quien ya tendrá usted noticia… Carmelita… Ortiz, mi amiga del corazón… Carlotita Marín.

—De Urrutia… —se apresuró a agregar la tapatía, a tiempo que escupía hacia la derecha un hueso de aceituna. Carlota no perdía oportunidad de hacer constar que era de Urrutia.

—¡Servidor de ustedes! —respondió el joven, mirando a la muchacha de tal modo que ésta se puso roja como la grana.

—¡Vamos!… ¡Al traguito! —exclamó Jurado, presentando a Carlota la charola, nombrando los licores—: Cognac… cognac con anisete… jerez… Si alguno quiere tequila… aquí hay… ¡y del mejor!

Cuando ya todos estaban copa en mano, don Juan levantó la suya, y moviéndola horizontalmente a lo alto del pecho, con toda la destreza adquirida en las tenidas gastronómicas del Taller número 320, dijo en tono de orador patriótico…

—¡Señores!… ¡Por la honra que… por la honra que me dispensan, honrando esta casa! ¡Salud!

—¡Salud! —contestaron en coro los concurrentes, apurando el traguito.

Santé —exclamó Arturo.

—¡Ahora, a la mesa! —Male… que pongan la sopa… Mi buen amigo don Alberto ya tendrá mucho apetito.

—Espere usted —interrumpió Rosas, acercándose a la Calandria—; la señorita no ha hecho más que besar la copa…

—No, señor; si ya tomé… poco, es cierto, porque luego… como soy débil de cabeza…

—No importa, señorita… ya va usted a comer… No quiero que beba usted mucho, mas no tan poco… imite usted a la señora que no ha dejado nada.

—¡Sin cumplidos, Carmen! —murmuró Magdalena, saliendo de la sala.

—Sí, señorita: este caballero tiene razón… —agregó Arévalo.

—¡Sí! ¡sí! ¡sí! —repitieron todos.

—¡Sin miedo!

Y la Calandria apuró la copa.

—¡Gracias! ¡Mil gracias! ¡No esperaba yo menos de la bondad de usted, señorita!

Pronto la sopa estuvo servida y los convidados ocuparon sus respectivos asientos. Alberto, que era muy listo en tales casos, usurpó al anfitrión sus derechos y colocó a cada uno en sitio conveniente.

Alberto en una cabecera, entre Carmen y Carlota; ésta a la izquierda; aquélla, a la derecha; junto a Carlota, Sánchez, y en seguida Arévalo; en la otra cabecera, frente a Rosas, Jurado, y al lado del tinterillo Magdalena.

¿A qué cansar con la narración de lo que allí pasó? La comida fue alegre, franca, con la alegría y la franqueza que reinan donde no hay que guardar las leyes de la cortesanía. Todos satisfechos y expansivos. Carlota estuvo fina y hasta aristocrática con Alberto, y terrible con Arévalo, a quien no dejó descansar en toda la tarde; Magdalena muy zalamera y dándose aire de gran señora; Sánchez, poético, literario, elocuente; brindó en prosa, en verso, y en prosa y verso; Arévalo, salado y oportuno, contando a cada paso cuentecillos de subido color, canturreando al hablar y con el dejo adquirido en la costa; Jurado, grave como un gran embajador, bebió fuerte, brindó también, y en su discurso tuvo arranques patrióticos y castelarunos. Alberto, que le acompañó dignamente en las libaciones, no perdió tiempo. Carmen, tímida al principio, fue adquiriendo confianza poco a poco, con el galanteador lechuguino, quien acabó por hacerle una declaración clara, terminante, apasionada y culta.

Cuando Gabriel volvió del herradero, en el cual, a decir verdad, se divirtió poco, la fiesta no llegaba a su término todavía; oíanse ruido de copas, risas y aplausos, y la voz de la Calandria que al son de la querellosa vihuela cantaba dulcemente:


Volverán las tupidas madreselvas
de tu balcón las tapias a escalar,
y otra vez, a la tarde, aun más hermosas
sus flores se abrirán…
 

XIII

Gabriel contrariado y maldiciendo de las habilidades de la cantadora, entró en su cuarto; se pasó rápidamente el peine por los desordenados cabellos; se lavó las manos, y echándose al hombro el joronguillo salió al jardín.

Al poner los pies en el umbral le detuvo doña Pancha:

—¿No bebes tu café?

—No; no tengo ganas… Comí muy tarde…

—¿Te espero?

—No… Si tengo hambre comeré cualquier cosa en la calle…

—¡Como quieras!

—No: no me espere usted… Según parece sigue la fiesta… ¿hasta qué hora?

—¡Quién sabe!… ¡Tienen una bulla!

—¿Qué Carmen no ha venido?

—Sí, vino por la guitarra… y trajo unos platos con mole y dulce, que nos mandaba Malenita. ¿Te guardo el mole para mañana?… —El mancebo hizo un gesto despreciativo— ¡como te gusta tanto para almorzar!

—No, señora. ¿Quiénes están ahí?

—Doña Carlotita; Arévalo; el escribiente de don Juan, el que saca versos de su cabeza, y un joven decente… Creo que se llama Alberto… Uno que siempre monta buenos caballos… el sobrino de don Manuel Rosas.

—¡Ah! ¡Un borracho!

—Dice Paulita que él y don Juan han bebido tanto, que a esta hora tienen una juma…

—Sí, la tranca es segura… ¡Y Carmen con ellos! Hasta luego.

—¿Te espero para darte el café?

—No, señora madre, no tengo ganas.

Gabriel salió con objeto de ver lo que pasaba en la casa de Magdalena, pero no lo consiguió. La puerta estaba cerrada, y la llave en la cerradura, de suerte que nada vio; sólo oyó voces y risas, y sobresaliendo entre ellas el acento argentino de la Calandria y las notas lastimeras de la vihuela.

Al llegar al jardín sintió que el sitio le repugnaba y más la multitud de paseantes que iban y venían. A la puerta del teatro, donde aquella noche daba su primera función una compañía dramática, una banda mal concertada atraía a los transeúntes con un paso doble de veneranda antigüedad. Gabriel gustaba de los espectáculos teatrales, particularmente de los dramas tirantes que acongojan y hacen llorar, y en rara ocasión faltaba a ellos. Cuando había níqueles, como él acostumbraba a decir, ocupaba una butaca en la luneta; si la cosa andaba mal en punto a fondos, un asiento en los palcos segundos, y si muy mal en el paraíso.

¡Cómo sufría con las desventuras de los amantes perseguidos!

¡Cómo aborrecía a los traidores, que a fuerza de astucia, de audacia y de cinismo, todo lo enredaban y salían siempre victoriosos! Gabriel era de los que se dejaban dominar por los actores, y cediendo siempre a los impulsos de su noble corazón se ponía de parte de los buenos y de los débiles; lloraba por la inocencia perseguida o en aflicción, y maldecía, con toda la fuerza de su alma, del señor acaudalado o del seductor fastuoso que llevan el deshonor y la desgracia y los hogares tranquilos del obrero y del pobre. En muchas ocasiones, cuando sus iras llegaban al colmo, en las escenas más dramáticas y patéticas, al ver que el seductor era castigado o que la mujer infiel caía avergonzada ante el esposo burlado, gritaba con toda la fuerza de sus pulmones: ¡Mátalo! ¡Mátalo! o silbaba regocijado al ver morir al aborrecido personaje.

Pero esa vez el espectáculo no le tentó… La multitud le abrumaba, le llenaba de fastidio, y huyendo de la gente y del interminable paso doble se alejó de la plaza en busca de las calles más solitarias y oscuras.

En su pena, en la honda pena que le oprimía el pecho, un recuerdo le aliviaba: el de los campos desiertos y de las pintorescas dehesas donde había pasado la mañana. El bosque rumoroso, el sesgo y azulado arroyuelo, el volar y saltar de los pajarillos, el querellarse de la tórtola en la espesura, la sencillez de los campesinos, el dulce aislamiento en que allí vivían los labradores, acudían a su mente, produciendo en su alma cierta consoladora frescura, y pensaba:

—¡Si yo pudiera vivir allí, entregado a rudo trabajo, levantándome con el alba para buscar el lecho tempranito! ¡Qué dichosos viviríamos allí mi madre y yo!

Pero la imagen de la Calandria se le venía a los ojos; el gracioso rostro de la huérfana se le aparecía en la sombra, allí, donde no alcanzaban los fulgores del exiguo alumbrado municipal, sonriente, cariñosa, dejando ver los menudos dientes, bañándole con una mirada de infinita ternura.

—Yo debí haberla llamado. Acaso se le olvidó que ya era hora de que yo hubiera llegado… ¡Es tan fácil eso! ¡A mí me ha pasado lo mismo cuando estoy de parranda con los amigos!

Y sentía impulsos de volver a la casa. —Tal vez a esta hora ya la frasca habría terminado, y Carmelita, arrepentida de aquel olvido, le aguardaría para pedirle que la perdonara. Ella no tenía la culpa… ¡Pobrecita! Le habían hecho cantar una canción, y luego otra, y otra, ¡como canta tan bien! y no había podido separarse de allí, así bruscamente… ¡hubiera sido una grosería!… Ella lo intentó, pero no la dejaron… ¡Cante usted! ¡Vuelva usted a cantar! ¡Así fue!…

Tras este discurso se daba a inculpar a la huérfana:

—¿Qué la retenía en casa de Magdalena? ¿El canto nada más? ¿Nada más el canto? No; sin duda que el catrín la estaría cortejando, alabándola, diciéndole piropos; acaso enamorándola formalmente. Rosas era rico, bien parecido, elegante, ¡para eso tenía tanto dinero!… ¡Y luego, como ella era decente y siempre estaba hablando de grandezas!…

Gabriel, devanando este ovillo, seguía calle arriba; atravesó el mercado y dio vueltas y más vueltas por los barrios solitarios, sin darse cuenta de las distancias, hasta llegar a los límites del alumbrado.

Se detuvo en una esquina, bajo el último farol, a las puertas de un tendajo donde vendían pan, velas, queso fresco, leña, fruta y aguardiente, y donde dos o tres borrachitos, decidores, necios y camorristas, ante un vaso de naranja-amarga, tejían eterna plática, mientras la tendera, sentada en un rincón, bostezaba de fastidio, y junto a ella un gato negro, echado sobre los cuartos traseros, dormitaba vencido por el cansancio de la vejez.

De pie, recostado en el muro, Gabriel hundía sus miradas en la profunda oscuridad del callejón, hasta el cual subían el rumor nocturno de los campos, medroso y distinto, y el canto ronco de los sapos ocultos en las hierbas del arroyo pantanoso y perdidos en la espesura de los cercanos cafetales. El cielo amenazaba lluvia, y entre el follaje que limitaba los lados del callejón y en las escobillas que crecían al pie de las paredes ruinosas, las fugitivas luciérnagas iban y venían, encendiendo y apagando sus diminutas linternillas.

Distante, muy distante, la banda del teatro tocaba el vals Sobre las olas, entonces muy en boga.

Gabriel encendía un puro, a tiempo que un hombre embozado en un zarape y caído el jarano hasta los ojos, se llegó y le dijo:

—¿Qué haces?

—Nada… contestó Gabriel, sin conocer a quien le hablaba, deslumbrado como estaba por la luz de la cerilla.

—Poncianillo, ¿qué haces por aquí a estas horas?

—¡Ah, si eres tú, Tacho!

—A ver… ¿qué haces por aquí?… Hermano, ya te conozco; no te me hagas pato… Tú le andas haciendo la rueda a la hija de don Trinidá… Confiésalo, chico, confiésalo …

—No; manito; la verdá, no; ni sé cómo llegué hasta aquí… Tú eres el que la rute por este barrio y ahora te haces el pichón. No lo niegues… ¡Cómo le había yo de partir a la hija de don Trinidá, cuando sé que tú eres el mero petatero!

—¿Quién te lo dijo?

—Camilo. ¿Y qué tal va eso?

—Bien hermano… Al principio se me puso josca; pero luego se fue ablandando… me dio carita… le hablé, y ya estoy del otro lado.

—¡Dichoso tú!

—¿Dichoso? ¡Adiós! ¡Si tú estás mejor!

—¡Mejor! ¡Cada uno sabe lo que tiene en el fondo del costal!

—¿Qué te pasa? ¡A que ya te chilló el cochino!

—¿Quién?

—¡El tata!

—No, no es eso. Ni mi señora madre sabe nada… Se lo sospecha… se lo malicia… pero no…

—Pues entonces… ¿ya estás con tus poquituras? ¡Eres más poquito!

—No, hermano; pero me pasan unas cosas… que la verdá…

—¿Ya te estás pandeando?

—No; pero…

—¡Pero!… ¡Tú siempre con tus peros!

—Te diré lo que me pasa… Estoy triste… El corazón me está diciendo unas cosas…

—A ver, di.

—Pues figúrate… Magdalena, esa maldita mulata que Dios mande al infierno, y don Juan tuvieron hoy festín, y convidaron a Carmen… Yo no quería que fuera… pero ella, con sus cariños y su labia… me convenció. Yo, considerando que no la vería, me fui contigo al herradero… y ya lo viste, tempranito volví, antes que nadie, que hasta el del rancho se enojó… Pues bien, volví porque ella me dijo que a las seis me aguardaba… Llegué, y ella… ¡tocando la guitarra y cantando allá en casa de Magdalena!

—¡Y eso qué!

—¿Qué? Y allí están echando copas…

—¡Y qué!

—Que allí está don Alberto Rosas… y yo te juro que a esta hora la está enamorando.

—¡Y qué!

—¿Cómo y qué?

—Hermano, no seas tonto… Hará su lucha… ¡Está en su derecho!

—¡En su derecho!

—Sí… sí, hermano… Una cosa es que él le diga… y otra que ella le haga caso.

—No; yo creo que ella no se lo hará…

—Pues entonces de qué te apuras… Háblale, díle, échale hartas papas… y ¡gánale!… Él quedrá ganarte con su dinero, con su ropa con sus caballos… porque, eso sí… ¡A buenos caballos no hay quien le gane!… Pero tú, al puro pico… al puro pico, hermano. Acuérdate: así le gané yo al diputado aquel, ¿te acuerdas? ¡Pues así le ganas tú a don Alberto!

—Sí, eso quiero; pero como ésta, ya la conoces, con esos humos… porque su padre tiene cuatro reales…

—Pues en eso está el mérito, manito. Tu trabajo te ha de costar… ¡Vaya!… Tú lo quieres todo como el arroz del Carmen: ¡dado y con ollita!

—En fin, veremos a ver. Yo me casaría con ella.

—¿De veras?

—De verdá. Y ese catrín no ha de ir con fines buenos…

—¿De veras te casarías con ella?

—De veras.

—Pues entonces, hermano, no te pares en pintas… pídesela al tata…

—¿Y si no me la da?…

—Pues a ver cómo haces… Si no lo consigues… ¡mejor!… No te convendrá. Anda… yo soy tu padrino… ¡Verás qué baile hacemos!

—¡Déjate de bromas!

—Sí, te dejo de bromas y me voy, porque a esta hora me sale a hablar ésa… Luego llega el viejo, que va a verla a la parroquia, y ya no hay modo…

—Pues anda… ¡Dichoso tú que no tienes penas!

—¡Penas! ¡Ah, guaje! ¡Ten ánimo! ¡Adiós!

Y Gabriel, más tranquilo, volvió a su casa.

Al llegar fue en busca de la huérfana. Carmen estaba acostada ya.

—¿Qué tiene? —preguntó el ebanista a doña Pancha—. ¿Está enferma?

—Sí… ¡enferma! ¡Las copas!… ¡La hicieron tomar!… ¡como ellos toman! Jurado cayó también… El otro, Arévalo, se fue dando mayatazos… El escribiente se largó temprano… Sólo Carlota y Malenita están bien… y eso… ¡Dios sabe cómo!…

—Déle usted café, señora madre… frío y muy cargado…

—No… no… ya la dejé… ya se durmió… ¡que duerma la turca!… ¡Si yo lo he sabido, no la dejo ir!… ¡Qué dirá don Eduardo cuando lo sepa!

Gabriel resignado se retiró a su cuarto, diciendo:

—Si de aquí no pasa… ¡tope en eso!

XIV

—Buenos días, Petrita, ¿cómo pasó usted la noche?

—Bien; caí tan rendida que no desperté para nada… Me dolía la cabeza de un modo que parecía que me clavaban agujas…

—La comida tarde, hija… Ángel me dijo que estaba usted enferma, y vine a verla; pero me encontré con que ya estaba en el cuarto sueño… Hasta pensé, ¡Dios me lo perdone! que a usted también se le había pasado la mano…

—No, doña Salomé, si apenas lo probé… Una copita de vino… y un vaso de pulque de almendra… ¡que estaba riquísimo!

—¡Pues de ahí vino todo!… A mí no me gusta el pulque curado… si tomo un trago, un traguito no más, dolor de cabeza seguro. ¿Y qué tal estuvo el festín? Dicen que todos estaban muy alegres…

—¡Ay, mi alma! A las ocho, cuando yo me retiré después de lavar el último plato, ya todos estaban más languaricos que unas cotorras… El señor ése, don Alberto, tiene muy buena cabeza… Si le digo a usted que bebió y bebió y ni siquiera se le conocía.

—¿Y don Juan?

—Otro que bien baila. Después que tomaron el café empezó el canto…

—¿Y qué tal estaba la Calandria?

—Figúrese usted… ¡anchísima!… Como ese señor se le apersonó desde luego para arrastrarle el ala… y la trataba con tanta exquisitez… ¡Así acabó! Copa y copa… ¡que por usted!… ¡que por mí!… ¡que por don Juan!… ¡que por Magdalena, y así, hija… pues tuvo que caer!

—¡Quién se lo manda, hija! Ya verá usted el día que lo sepa su padre… Lo que es doña Pancha… no se escapa de la loa…

—¿Y qué dirá el Calandrio?

—Pues ¿qué ha de decir? Ya se le irán bajando los bríos. Ya no se dará el tono de antes… Por más que haga tiene que perder… ¡Claro, hijita!… El otro tiene tanto dinero que ni sabe qué hacer con él. Ya le puso la puntería a la Calandria… y lo que es el Calandrio, se quedará como el que chifló en la loma… Ya verá usted… ya verá usted… Y entonces se podrán poner tablados para oír a doña Pancha… ¡Allá se lo haiga! El que por su gusto muere… Yo se lo dije cuando recogió a la muchacha… Usted se lo dijo y lo mismo todas las vecinas… ¡Quién le mandó meterse a redentora y caritativa!

—¿Caritativa? No lo crea usted… Eso parecía, pero en realidad, lo que hubo fue que creyó que, así… ¡vaya! que el muchacho se casaría con la Calandria y como la muchacha es hija de ricacho… dijo: ¡aquí sí que pescamos la plata!

—¡Puede!

—Sin el puede. ¡Es la verdad! Pero lo que es ahora… ¡ojos que te vieron ir ya no te volverán a ver! Si hubiera usted visto lo que yo vi, con más razón lo diría… Yo no estuve en la sala… porque a mí, hijita, como no me pongo el corsé, ni me enchino la frente, ni me compongo con moños… no me convidaron más que por el purito interés… para que sirviera en la cocina… Yo no estuve en la sala, pero desde la recámara estuve pelando el ojal… ¡Estaba más ancha la Calandria! Don Arturo le echó versos… y don Alberto se sentó junto a ella… y sólo porque lo vi lo creo, hija: ¡hay gentes que en dos por tres pierden la vergüenza! Pero ¡silencio! mejor es callar…

—No, Petrita, cuente usted, cuente usted… ¡si lo que es visto no es juzgado!

—Pues nada… que ese señor al principio estuvo moderado… inclinándosele, sí, pero no con franqueza: después, cuando el canto, cuando el viejo se puso a rascarle las tripas a la vihuela, entonces como si nadie los viera… ¡Y la palomita! ¡La que no sabía quebrar un plato! ¡La buena!

—¿Qué hizo?

—Nada, nada… pero le partía de un modo… que, hija… la verdad es que parecía una perdida…

—¡Jesús me valga! ¿Pues cómo decía usted que no había hecho nada?

—¡Por decir!… Ahora, no crea usted que fue tanto… no, pero, vaya… no se portó bien.

—¡Las copas, hija! ¡Serían las copas!

—Sí, y como dice el refrán… la gente por el aguardiente… Luego, Malenita que estaba ayudando… Figúrese usted… Yo lo oí, yo lo oí, porque se lo dijo en la recámara, cuando salió por la guitarra, y yo estaba en el otro cuarto… Malenita la llamó y le dijo: Compara a éste con el otro. Éste es un joven decente, fino, elegante, de veras elegante, bien educado y rico; el otro un triste carpintero. Serás una tonta si no te aprovechas de la oportunidad. ¿Qué más quieres? —Le digo a usted que la mona que se pusieron fue de las buenas. Don Juan cayó; don Alberto se fue haciendo eses; y el viejo salió Dios sabe cómo; don Arturo se escapó a tiempo; Magdalena se contuvo mucho, sí se contuvo mucho; pero charlaba como una cotorra. La que estaba mejor era la tapatía; bien que sabe de estas cosas… ¡como que es una liebre muy corrida!…

—¿Y la Calandria?

—¿Ésa? Aguantó, hija, aguantó mucho; pero al fin, cuando don Alberto mandó a Angelito a la tienda, con un papel, y trajeron las botellas esas, como de cerveza, que truenan cuando las destapan… ¿cómo se llama ese licor que hace espuma?… No es cerveza.

—¡Ah! Sí, champaña…

—¡Eso es, champaña! Entonces, a la segunda copa, fue clavando el pico… Entre Magdalena y yo la trajimos; Carlotita nos ayudó… Hija, si estaba como muerta. Le pusimos un pañuelo mojado en la cabeza y… ¡ni por esas!

—¿Y qué dijo doña Pancha?

—¿Qué dijo? Pues estaba que se le podían tostar habas en el lomo, pero se calló… No más dijo: —¡Qué dirá Gabriel!

—¿Qué dirá el Calandrio? ¿Qué dirá don Eduardo cuando sepa estos desórdenes?

—Y… ¿qué diría Guadalupe si viviera?

—¡Pobrecita! ¡Vale más que se haiga muerto! ¿No le parece a usted?

—¡Por supuesto, hija, por supuesto!

—Va usted a ver: doña Pancha no se aguanta. Hoy habrá la de Dios es Cristo; ya lo veremos. Yo, en su lugar, iba y le despepitaba todo a su padre, para quitarme de cosas… A mí me da lástima, mucha lástima la muchacha; pero me alegro por el Calandrio, hija; a esos pretenciosos hay que bajarles los bríos de cuando en cuando… Esto viene que ni mandado a hacer, que ni de molde…

—¿Qué usted no lava hoy?

—No he ido por la ropa. Dejémonos de conversaciones, y del prójimo; pero, hija, si las cosas pasan en las narices de una, ¡cómo no hablar de ellas! Hasta luego, hija; me voy por la ropa, y a la escuela de Ángel. ¡Ya no sé qué hacer con ese muchacho! Ayer me dijo el maestro que en toda la semana no le ha visto la cara.

—Entrégueselo usted a alguno… Oiga usted, el otro día supe que el padre González se va a un curato… Entrégueselo usted… El padrecito lo quiere… que lo eduque él… Como Angelito le tiene respeto, acaso se logre sacar provecho del muchacho.

—Tiene usted razón; yo lo veré… y a ver si Dios quiere que esta criatura asiente cabeza. ¡Es mi cruz! Si mi difunto viviera, ya estaría ese pillo suave como una seda. ¡Adiós, Petrita!

—Hasta luego. ¡Guárdeme usted el secreto!

—No tenga usted cuidado.

Al tiempo que las dos amigas sé separaban, todas las vecinas salían a las puertas de sus respectivos cuartos. Algo extraordinario pasaba en la casa de Gabriel. Aunque los contendientes no estaban a la vista, el escándalo era mayúsculo. Oíase la voz cascada de doña Pancha que reprendía a la Calandria con una dureza extraordinaria en la pacífica quintañona. La muchacha contestaba a todo en alta voz, y hubo un momento en que las vecinas, que no perdían palabra de aquel diálogo ardiente, estuvieron a punto de ir a prestar auxilio a las disputadoras.

Por instantes iba subiendo la cólera de doña Pancha y la exaltación de la Calandria; se oían las reprensiones de la una y las risas burlonas de la otra, que alegaba no depender de la vieja, y se creía libre sin que nadie, sólo su padre, tuviera derecho a gobernarla. Redoblábanse los gritos, las exclamaciones, los epítetos casi injuriosos y las burlas.

—¡A usted qué le importa! ¡No es usted mi madre!

—¡No, pero como si lo fuera! Yo me lo merezco por tonta y compasiva. ¿Quién me mandó a mí meterme en camisa de once varas?

—A mí no me gusta que me echen en cara favores. Y éstos no han sido favores. ¡Para eso mi padre le paga a usted!

—¿Le paga a usted? ¡Hace meses que no me da un tlaco!

—Porque usted no ha ido a verlo.

—Ni un tlaco. ¿Y qué te ha faltado? Nada. Hasta para trapos y aparejos te he dado yo. ¿Quisiste las enaguas nuevas? Las tuviste. ¿Quisiste las botas abronzadas? Las compraste. ¿Quisiste el corsé, ese aparejo que está ahí, y con el que estabas ayer tan cinchada? Y lo compraste también, con mi dinero…

—Todo se lo pagará a usted mi padre. Vaya usted a verlo, y ya verá cómo le paga…

—Y sí que iré, y me pagará todo, ¿quién dice que no? Lo que no me pagará son los disgustos que me das.

—¿Disgustos?

—¿Pues cómo le llamas a lo de ayer? ¿Te parece bueno lo que ha pasado? Cuatro veces te mandé decir con Ángel que vinieras, y no hiciste caso.

—¡Sí le hice a usted caso! No vine porque no me dejaron.

—Y ¿en qué paró todo? En que veniste cayéndote, mejor dicho, en que te trajeron porque no podías dar paso. Dios te tenga de su mano… para que no te eches por la calle de en medio. Con esas amistades no has de tener buen fin…

—¡Bueno!… Será lo que usted quiera… pero a usted no le interesa.

—¡Desgraciada! ¡ingrata! Mientras vivas aquí, a mi cargo, sí me interesa, porque tu padre descansa en mí.

—Sí, pero no tanto. Usted quiere tratarme y reprenderme como si fuera su hija…

—¡Ingrata! Como hija te he visto… y te he querido. Cuando te quedaste sola, casi abandonada, sin que nadie viera por ti; cuando tu pobre madre estaba agonizando… ¿quién se apuró por ti? ¿quién fue a ver a tu padre? ¡Él ni se acordaba de que eres su hija, y por mí, sí, por mí, volvió a darte el semanario que le quitó a tu mamá! Debías pensar en quién es tu padre y en de quién vienes, para manejarte de otro modo… Cuando sepa lo que pasó ayer… ¿qué dirán las gentes?

—¡A mí no me importa lo que digan las gentes!

La Calandria repitió esta frase dos o tres veces, levantando los hombros. Estaba sentada al borde de la cama, bajos los ojos, las pupilas húmedas, y pasando y repasando entre los dedos las puntas del delantal. Doña Pancha sentada al principio en una silla, junto a la cama, se había puesto de pie, y recostada en la cómoda no apartaba la vista de la huérfana.

—¿No te importa lo que digan las gentes? ¡Malo! ¡Malo! Hija, no te conozco. ¿Dónde has aprendido esas contestaciones? ¿Quién te ha enseñado eso? ¿Quién? Bien lo sé. Luego, luego se conoce quién te aconseja… Mira, Carmen; reflexiona; vas por mal camino. ¡Acuérdate de Guadalupe!… Si ella viviera… y te oyera… se caería muerta. Porque la pobre, con todo y… lo que hubo con tu padre, era buena… y te crió bien… Cuántas veces delante de mí, dándote consejos, te dijo que la amistad de Malenita no te convenía… Vamos, dime ¿qué hablabas con ese señor, en la puerta, ahora que entré?

—Nada.

—¡Cómo nada!

—No estaba yo hablando con él…

—¿No? Si yo oí algo… ¿qué hablabas?

—Nada.

—¡Si yo lo oí!

—Nada. Cuando yo me asomé él pasaba a caballo, y se detuvo a saludarme… ¡Yo no había de cerrar la puerta!

—Es que yo oí que decías… que a las cuatro lo esperabas…

—Yo no dije eso.

—¡Si yo lo oí!

—Pues oyó usted mal.

—Oí bien. Mira, Carmelita: no le hagas caso a ese señor; piensa que aunque tú eres de buena familia no ha de casarse contigo… Aunque sea duro te lo voy a decir, óyelo: mírate en el espejo de tu mamá. ¡Qué caro le costó haber creído en las promesas de tu padre! Hay que conocerse, hija… cada oveja con su pareja.

—¡Eso es lo que yo digo!

—Pues entonces, ¿por qué haces lo contrario?

—No; usted dice eso porque quiere que me case con su hijo de usted…

Aquí doña Pancha se puso primero pálida, y luego como la grana.

—No; hija. Si Gabriel ha pensado alguna vez en eso… lo que es hoy… ya me dijo anoche…

—¿Qué le dijo a usted? ¿Le dijo que ya no me quiere? Dígamelo usted.

—Me dijo todo… hasta que estaba resuelto a hablar con el señor don Eduardo, arreglar sus cosas y casarse contigo… pero lo que es ahora… yo le diré lo que he visto…

—No es nada malo.

—No lo será… pero yo se lo diré.

—¿Me amenaza usted? ¡A mí qué me importan esas amenazas!

—Hija, hija… de todas maneras, no me conviene que sigas en esta casa… Hoy hablaré con tu padre y… él dispondrá.

—¡Irá usted con los chismes!

—Yo le diré lo que ha pasado, para que vea dónde te pone… Él es tu padre… y yo no quiero echarme cargos en la conciencia…

—No faltará una casa a donde yo me vaya… Para las miserias que hay aquí… Me iré con mi padrino… o me iré con mi padre… ¿por qué no? o en último caso con Malenita, que me ha ofrecido su casa.

—Caro lo has de pagar. ¡Buenos ejemplos recibirías allí! Mira, Carmen: acuérdate de todo lo que tu mamá pasó… Era buena, honrada, vivía tranquila en su casa… Una vez, por su mala suerte, se creyó de tu padre… y tú sabes bien lo demás…

La Calandria se irguió colérica al oír aquella frase que parecía un reproche contra la infeliz mujer que le había dado la vida.

—¡Doña Pancha, basta! —exclamó levantándose—. Yo no puedo sufrir que así hable usted de mi mamá… ¡Basta! Me iré de esta casa, ahorita. No me quedaré ni un instante, ni por usted, ni por Gabriel, ni por nadie, aunque mi padre lo diga… ¿lo oye usted? Vaya usted a ver a mi padre, luego, luego… y no hablemos más.

—¡Eso quiero yo… para nada te necesito!

—¡Ni yo a usted!

—¡Ingrata!

—¡Doña Pancha!

—Sí, ¡ingrata!

—¡Ja, ja, ja! ¡Ingrata! ¡Porque no quiero casarme con su hijo de usted!… ¡Porque se les escapa a ustedes el dinero!

—¿El dinero? No te quiero para mi hijo… Dios nos libre de eso. Mejor fuera que tu padre cuidara más de los que son su sangre… Mientras tu hermana gasta en vestidos y farfalaises, tú no tienes para zapatos, y esta pobre vieja, una triste lavandera, tiene que darte para ellos…

—Mi padre se lo pagará a usted.

—¿Por qué no me lo ha pagado?

—Porque usted no lo ha visto.

—¿Por qué no te recoge?… Porque se avergüenza de ti… de tu nacimiento, de tu…

—Doña Pancha, ¡es usted muy ordinaria!

—¡Cállate, respondona! Mejor sería que no fueras como eres… tan… ¡Has de tener el mismo fin de Guadalupe! ¡Y si no ya lo veremos!

La Calandria no pudo más y se echó en la cama ahogando un sollozo.

En aquellos momentos Magdalena acertó a salir al corredor, y al oír la disputa e informada por las vecinas de lo que habían escuchado, acudió en auxilio de la huérfana.

—¡Creo que le está pegando! —dijo una.

—¡No; pero poco falta! —dijo otra.

—¡Yo lo arreglaré todo! —exclamó la del tinterillo, y entró resueltamente en las habitaciones de la quintañona.

XV

La Calandria con ayuda de la maritornes y de algunos vecinos trasladó sus muebles a la casa de Magdalena. Pocos muebles: una cómoda, un baúl, un aguamanil, una percha y tres sillas.

A pesar de todo, la joven no dejaba aquella casa sin tristeza. El modesto hogar del ebanista fue para ella, en los primeros días de su orfandad, como para el cansado viajero de las arenas líbicas el risueño oasis con sus palmeras sombrosas y sus aguas vivas, gárrulas y límpidas. Allí había encontrado afecto, cariño, amor; allí, por vez primera, tuvo en su dolor quien la consolara, quien secara sus ojos, quien compartiera sus penas con noble desinterés; allí hubo para ella ternura, mimos, halagos; en aquella modesta casa, siempre tranquila, tan diversa de las demás del patio, cada día turbadas por graves disgustos, venenosas rencillas y hasta procaces riñas, había vivido en calma, apurando el cáliz de su dolor; en la morada alegre del ebanista su alma sintió las primeras emociones amorosas; allí otra alma sencilla y tierna, con sus vagos sueños de felicidad y sus placenteras esperanzas, despertó en la suya el anhelo del bien y de lo bello, enseñándole cómo la vida tiene horas felices y cómo el trabajo endulza la existencia. Todas estas ideas acudían a su mente indecisas, confusas, atropellándose como mariposas que en ronda instable revoloteaban en las ramblas ardientes, mientras iba y venía presidiendo la mudanza.

Doña Pancha lloraba y para que la huérfana no viera sus lágrimas fue a refugiarse en el cuarto de la portera.

—¿Por qué llora usted así? —le decía ésta—. No se merece esa coscolina que usted se afane. Ya pagará su ingratitud. Déjela usted, déjela usted… ¡para ella hace!

Carmen sabía muy bien que su separación de aquella casa no era indiferente para doña Pancha. Esto le causaba cierta alegría: como que se regocijaba de pensar que aquella ruptura que hacía llorar a la anciana era una venganza… Pero ¿venganza de qué? ¿qué le había hecho? Nada. Era mal geniosa, severa, regañona, irascible a veces; mas en el fondo buena, dulce, cariñosa. Recordaba las mil ocasiones en que la buena mujer venía y como una madre la acariciaba, diciéndole una alabanza… Entonces se arrepentía de lo que acababa de suceder; le dolía en el alma haberla ofendido… Además, ofendiendo a la madre, ofendía al hijo, a Gabriel, al pobre Gabriel, que la quería tanto. ¿Qué diría el ebanista cuando supiera lo acontecido? Gabriel la quería… no era posible negarlo. ¡Con decir que ella logró que no hiciera san lunes!

Había hecho mal, muy mal en todo; lo mismo la víspera… ¡Cómo la veían las vecinas! Algunas, cuando pasaba, sonreían, pero no todas. Otras la miraban con ojos espantados, como si fuera culpable de un gran delito… Aquellas miradas extrañas, recelosas, desconfiadas, se le clavaban en el corazón, le oprimían el pecho, la torturaban. Le venían tentaciones de llamarlas a todas, a todas, a gritos, para decir a cada una: Sí, hice mal, muy mal; tan mal, que estoy avergonzada… ¡Perdónenme; no reflexioné; y ya no salgo de esta casa, le pediré perdón a doña Pancha; así debo hacerlo porque es muy buena… ha sido muy buena conmigo!

Pero no, no; estaba ofendida, había que sostenerse… Dirían que con las copas de la víspera… Nada hubiera pasado si doña Pancha no le dice lo que le dijo… Don Alberto fue quien le rogó, le suplicó que le hablara a las ocho, cuando él pasara a caballo… No, no… era preciso tener resolución y sostenerse…

Discurriendo así acabó la mudanza. Mas cuando sacó lo último, un espejito de marco negro… pensó… ¿y ahora, en qué duermo? ¡No tengo cama! Ésta es de Gabriel y no he de llevármela…

—Llévesela —dijo Magdalena—, después se la paga usted a doña Pancha… ¡Para lo que valdrá!

—No, no… —contestó la Calandria— ¡para qué quiere usted que luego me lo eche en cara!

Doña Pancha lo pensó a tiempo y le mandó decir con una vecina, que llevara la cama, que era suya, con ropa y todo; que Gabriel se la había regalado. Al oír esto, Carmen sintió que el corazón se le partía y que los ojos se le llenaban de lágrimas; pero no supo qué decir, y se llevó la cama.

—¡Hace usted bien, hijita! ¡Hace usted bien! —decía Magdalena—. Si él se la regaló a usted… tiene usted derecho, es de usted.

Doña Pancha volvió a la casa, enjugando sus ojos. ¡Qué triste aspecto presentaba la salita! ¡Como si hubieran sacado de allí un cadáver! La quintañona arregló los muebles a la ligera, como pudo: barrió de prisa, sacudió aquí y allá y se fue a la casa de don Eduardo, todavía con los ojos húmedos. Al pasar por el taller preguntó por Gabriel. Había salido con unos compañeros a desarmar unos muebles. Llegó a la casa; el criado le dijo que su amo estaba de viaje, en México. Tardaría un mes. Sería necesario escribirle… para que lo supiera todo. Pero el caballero no supo darle la dirección. Como no era hora todavía de que Gabriel hubiese vuelto, se dirigió a la parroquia y allí, en el altar de la Virgen de los Dolores, rezó y volvió a rezar. A la salida se encontró con el padre González, y le contó todo lo acaecido.

El clérigo se informó detenidamente del caso; la interrogó punto por punto acerca de las amistades de la huérfana. —Salve usted su responsabilidad —le dijo—; avise usted a ese señor lo que ha pasado… Escríbale usted.

Y allí mismo en la ante-sacristía el vicario escribió la carta.

Doña Pancha se la entregó al caballero y le recomendó que la remitiera a su destino porque se trataba de un asunto muy urgente. El criado ofreció ponerla en manos del tenedor de libros, un joven que en aquellos momentos salía apresuradamente con una bolsa de pita debajo del brazo.

Después, yendo para el taller de don Pepe Sierra, al fin de la calle, se encontró con Gabriel:

—¿Sabes lo que ha pasado?

—No…

—Pues Carmen… esta mañana…

Y en dos por tres refirió al ebanista lo acaecido, menos que había sorprendido a la Calandria hablando con Rosas.

—Y ¿ya se fue?

—Sí, ya pasó sus cosas…

—¡Está bien! dijo el mozo con desprecio e indiferencia, como si se tratara de personas desconocidas.

—No diga usted ni una sola palabra… Don Eduardo lo arreglará todo cuando lo sepa… Usted ya cumplió con avisarle… Pero no diga usted ni una sola palabra… Así se evitarán los chismes y los disgustos… Yo… por mí,., ¡no me importa! —Y el pobre muchacho, al decir esto, sentía un nudo en la garganta y que dos lágrimas rodaban por sus mejillas.

En tanto la Calandria quedaba instalada en casa de Magdalena. Don Juan estaba también de viaje: aquella mañana había salido rumbo a la costa, en compañía de un abogado nombrado recientemente juez de Tuxtla.

—¿Y ahora qué piensa usted hacer, hijita?

—No sé; hablar con mi padre…

—¡Si Jurado estuviera aquí! Él arreglaría todo… para que se quedara usted con nosotros. Aquí, hijita, estará usted bien, con más libertad, sin tener que sufrir las imprudencias de esa vieja.

—Sí; ¿pero mientras don Juan viene?

—Pues yo iré a ver a su papá, yo misma hijita… ¡Verá usted… verá usted, me pinto para estas cosas!

A mediodía Magdalena se puso de veintincinco alfileres, y pavoneándose y llenando la acera con la ruidosa falda de seda, salió a desempeñar sus deberes de parlamentario. A poco regresó diciendo:

—Habrá que escribirle, porque no está aquí. ¡Esta noche, Carmela, esta noche, en menos que te lo digo, le ponemos una carta, como yo sé ponerlas!… Ya verás.

—Será después que venga Rosas, ¿no te parece? Ya le mandé decir con Ángel que aquí estoy. Lo buscó en la cantina, y allí estaba. Mira qué bonito ramo de gardenias me mandó.

—¡Qué lindo!

—Aquí lo puse… en esta copa…

—Hiciste bien… ¡estás en tu casa! Compara, hija, compara a éste con el otro… ¡Ya vas viendo lo que es una persona fina!

XVI

Hasta la noche no vino Gabriel a su casa. A mediodía, un aprendiz avisó, por encargo del ebanista, que éste, con Tacho y Enrique López, había ido a comer a una fonda.

Durante la comida estuvo el mozo cabizbajo y triste, casi sin despegar los labios. No bastaron a sacarle de su abatimiento los chistes de sus amigos, ni la sempiterna charla del barbero, que era una gacetilla por lo decidor y parlanchín, y cuentan que no escasearon antes de sentarse a la mesa las copitas de catalán con anisete.

El pobre muchacho, temeroso de las pullas de las vecinas, pues ya suponía que él, Carmen y doña Pancha serían esa mañana el tema obligado de todas las conversaciones y el apetitoso platillo de todas las comadres, se echó calle arriba. No volvió hasta las nueve de la noche.

Tuvo miedo a las alusiones, a las indirectas y a la compasión malévola de las lavanderas. Ya se imaginaba la cara que al verle pondría Salomé; las sonrisas de Paula y de Petra, y la afectada seriedad de Magdalenita. ¿Qué haría Carmen cuando él se le pusiera delante? ¿Qué diría? ¿No se avergonzaría al recordar la juma de la víspera? ¿Cómo explicaría su salida de aquella casa? De seguro que echaría la culpa a doña Pancha. Cierto que ésta era dura y exigente; que por todo se irritaba; que en ocasiones sólo él, que era su hijo, podía sufrirle el mal genio. Y había para creerlo así, porque Carmen era buena, dócil, cariñosa. De fijo que doña Pancha anduvo ligera; sabe Dios qué le diría y con qué palabras. Suelen las personas mayores cometer, a pesar de sus años, ciertas imprudencias con las cuales todo lo echan a perder. —¿Y quién quita —pensaba— que mamá esté celosa?… Anoche, cuando yo le conté todo, no dijo nada; pero no se mostró ni alegre ni contenta. ¿No tendría Magdalena mucha parte en esa separación? —El corazón le decía que sí. Esa mujer no era buena; y luego, ¡como él la despreciaba siempre y nunca le hacía caso! Bien lo había previsto: ¿qué cosa buena podría traerle a Carmen la amistad de aquella mujer?

Y cómo se reirían de él las vecinas. Ninguna le veía con buenos ojos, ninguna; nunca, pero menos desde aquella noche en que las despidió con cajas destempladas. ¡Cómo se rió él esa ocasión, al verlas ir! ¡Bonita ocurrencia! ¡Instalarse allí para oír cantar a Carmen, cuando ellos querían estar solos, solitos!

Desenmarañando este ovillo y devanando esta interminable madeja, Gabriel se sentó a la mesa. Tacho no cesaba de charlar, bromeando con las criadas de la fonda, y Enrique contaba, entre risas, lances recientes de crónica escandalosa. Enrique sabía cuanto pasaba y cuanto no pasaba; como que su barbería era el mentidero más activo de la ciudad.

Gabriel seguía pensativo y triste. Apenas probó bocado. Ni las enchiladas incitantes, espolvoreadas de ajonjolí; ni los chiles rellenos, gordiflones, envueltos en su dorada capa; ni los frijoles secos, brillantes, encrespados, con sus totopillos fritos; ni el picadillo de sardinas con queso añejo, alcaparras y cebolla picante y nívea, despertaron su apetito.

—¿Qué tienes, Poncianillo? —díjole Tacho—. Desde ayer estás como jilguero en muda; pierde cuidado, que no entrarán mosquitos en tu boca. No haces más que mirar y remirar esos cuadros… ¿Qué ves allí con tanta atención?

—Nada.

—Nada, ¿y no quitas de allí los ojos?

—Estoy viendo el cromo.

—¡Pues de buena duda nos sacas! ¡Eso ya lo vemos!

Gabriel estaba triste; pero no se daba cuenta de su tristeza.

Uno de los cuadros que decoraban las no muy limpias paredes de la fonda, en las cuales pululaban las moscas, posadas a millares en un par de banderillas, regalo de algún parroquiano torero, representaba un bosque, dibujado Dios sabe cómo, pero rico de colores, con todos los tonos de opulenta vegetación alpina, desde el oscuro de los encinos y los abetos, hasta el verde apacible y risueño de los pastos llaneros, cuando las hierbas reverdecen refrescadas por las primeras lluvias; una selva que dejaba ver en el fondo, en magnífico panorama, un lago sereno, adormecido, de floridas márgenes, en cuyos cristales se reflejaba el azul de los cielos. Ni una granja, ni una choza, ni una figura humana, en aquel paisaje. Gabriel contemplaba con suma atención aquel cuadro cuyos pormenores iban tomando para él proporciones verdaderas, como si por modo prestigioso la pintura se tornara realidad.

Ni una casa, ni un hombre. Gabriel contemplaba el cuadro, y mientras más le miraba, crecía más la arboleda; las rocas se hacían tangibles, y el mancebo sentía en su frente calenturienta el soplo fresco de las montañas embalsamado con el aroma de las coniferas; creía respirar el ambiente vivífico de las laderas; escuchaba el rumor de los pinos movidos por los vientos matinales, y hundía su alma en las profundidades de aquella fingida soledad, a la cual no llegaban las amarguras de la vida, ni los amaños de los hombres.

En medio de su pena, en medio del profundo dolor que le oprimía el corazón, y de la agitación de su espíritu, se complacía en mirar los boscajes sombríos y los retiros húmedos, y a pesar suyo volvían a su mente las apacibles imágenes rústicas, los horizontes dilatados, luminosos, sin nubes, los praderíos desiertos, las cimas altísimas que se le antojaban islas de salvación.

¡Y cómo se consolaba al verlas! Le parecía que ante la inmensidad de la Naturaleza, su alma iba empequeñeciéndose, aniquilándose poco a poco, hasta perderse anonadada. La emoción amorosa se le presentaba atormentadora, cruel; luego, dulcemente dolorosa, y al fin se cambiaba en un sentimiento que tenía mucho de aterrador, mucho, pero más, sin duda, de grato y delicioso; algo como un deseo de morir, vago, indeciso, semejante al indefinible anhelo que se apoderó de su alma, cuando, en venturoso día, oyó de labios de la huérfana la confesión ingenua y franca de oculto amor.

—Estoy mirando esa estampa y envidiando a los que viven en los campos; envidiando la calma de los cerros y los llanos… ¡qué paz tan dulce!

—¡Adiós! —replicó Tacho—. ¿En qué historia aprendiste esas cosas? Come, y déjate de historias. Estás embobado… ido…

—¡Pensaba que la vida es muy triste… penas y sólo penas!…

—¿Triste? ¡Para los tontos! —observó Enrique—. Hay que saber vivir… tomar las cosas como vienen, como son… sin enredarlas, ¿no es verdad, Tacho?

—¡Eso! ¿Sabes por qué es todo eso, Enrique? Porque Gabriel siempre está leyendo novelas, y las historias ésas ponen a las gentes como locas… El día menos pensado te envenenas con fósforos. Yo por eso no leo nada.

—Tú dirás, Tacho: el otro día llegó éste, bravo como un torito de Atenco… ¿Sabes por qué? Porque en las entregas que estaba leyendo había una muchacha tísica que se enamoró de un oficial, y el soldadito se burló de ella, la abandonó después, y… ¡ojos que te vieron ir! Parecía la mera verdad, que era cierto, y que la muchacha era algo de éste. Y estaba furioso… se quería comer crudo al oficial. Ya se ve; éste es de los que lloran en las comedias. Ya te vas pareciendo a Magdalena…

—¡No me quemes la sangre, Enrique!

Los amigos contestaron con una carcajada estruendosa.

A decir verdad, Gabriel tenía necesidad de abrir su pecho a los amigos, para aliviar su alma del peso de sus temores, pero ante la inesperada hilaridad de sus compañeros calló, y fingió que comía y saboreaba los platillos.

Cuando volvió al taller, don Pepe le llamó.

—¿Quieres encargarte de una obra? Es cosa de tres o cuatro días. Dije que iría alguno de ustedes. Allá, en la casa del amo, tendrás todo, y te pagarán bien. Se trata de armar unos muebles y de barnizarlos. ¿Vas? Puedes salir temprano; esta noche traerán el caballo. Allá hay carpintería… pero, si quieres, lleva los fierros que necesites.

Gabriel aceptó. La propuesta de don Pepe venía a sacarlo de la difícil situación en que estaba.

En la noche, al volver, pasó por la casa de Jurado. Oíanse risas, una animada conversación, y una voz que no era la del tinterillo. Gabriel vio por el ojo de la cerradura, y descubrió a Rosas sentado junto a Magdalena y a Carmen frente al catrín.

—¡No hablo con ella! —se dijo—. Si me quiere como dice, ya me llamará.

Al otro día, a las cinco en punto, se despidió de doña Pancha, dirigió una mirada al departamento donde estaba la dueña de su corazón, y montó a caballo, diciendo:

—¡Mejor! ¡Si es cierto lo que mi madre sospecha… qué me importa!

Cuando pasó por la casa de Solís, éste, que salía en aquel momento, le detuvo para charlar un rato.

—¿Cuándo vuelves?

—Viernes o sábado.

—No dejes de venir. El domingo hago el baile. Cumple años mi hermana. ¿Te espero? ¿vienes?

—Si puedo.

—No te hagas del rogar. Te espero sin falta. ¡Ya verás qué baile!

XVII

Cinco días después, domingo polla noche, daba Pancho Solís un baile tan concurrido y brillante como aquel en que estuvo el ebanista el día que sepultaron a Guadalupe.

Los bailes de Solís gozaban de mucho renombre entre la gente obrera. En ellos se juntaban, ordinariamente mes a mes, la flor y nata de los aprendices mayores de don Pepe Sierra. Los tales bailes se hacían por lo común a escote y solían ser esplendidísimos, gracias al concurso que para el caso prestaban los operarios de los talleres del Ferrocarril, todos muchachos alegres y garbosos, que todas las tardes, a las seis, limpios del tizne del taller, deponen la blusa azul y el desastroso fieltro para vestir jaquette y calarse la bombita; hábiles y diligentes trabajadores, cuyo bienestar y circunstancias marcan el paso del obrero antiguo al obrero moderno.

Esta vez nada se les debía, la suntuosidad de aquel sarao era una muestra de la generosidad del obsequioso y galante dueño de la casa.

A las diez el baile había empezado ya; agrupábanse los curiosos transeúntes en la acera, ante las ventanas, para gozar un poco, a través de las rejas y de las entornadas puertas, de los mil encantos de la fiesta obreril.

Adentro se contaban hasta treinta parejas, es decir, treinta muchachas frescas, bonitas, ataviadas con sus mejores galas, y cuarenta o cincuenta bailadores que a porfía se mostraban atentos y finos.

La decoración de la sala poco dejaba que desear; la música era insuperable; la que tocaba en bailes de alto quirio, la que gozaba de más reputación y fama; tocaba el maestro Olesa, amable y cariñoso amigo, que tenía prometido al dueño de la casa estrenar, a la media noche, una schotisch nuevo, de las más selectas y apasionadas, que volvería locos a los concurrentes.

El adorno del salón, obra de López y de Solís, hábilmente ayudados por Tacho, mereció a sus autores un sinnúmero de felicitaciones y parabienes.

Los muros viejos y desconchados, recientemente enjalbegados, ocultaban, bajo una triple mano de lechada, los estragos del tiempo y el descuido de algunas generaciones de inquilinos.

Para que resaltara mejor la blancura de las paredes, fueron éstas decoradas por los dos amigos con banderitas tricolores de papel de china, dispuestas en cruz aspada, y sobre ellas lindas coronas de dahalias rojas y rama de tinaja, indispensable follaje de toda fiesta popular o patriótica.

Para mayor éxito, Enrique López trajo de su barbería media docena de cuadros que interpolados simétricamente producían un magnífico efecto.

En verdad que aquellos cuadros, dorados un tiempo, con varias escenas de la Conquista de México y de una popular novela de Mad. Cottin, prestaban a la decoración ciertos visos de romántica elegancia.

Las estampas eran de un colorido verdaderamente rabioso.

Los chicos, que no faltan en parte alguna, se quedaban como bobos ante aquel Cortés que endosaba tabardo negro con vueltas de armiño, ropilla verde y calzas aplomadas, y que, reclinado sobre mullidos almohadones, más parecía un sultán que goza de las delicias del harén que un soldado indomable y férreo como el Conquistador. A sus pies doña Marina, con ropaje de odalisca o de almea, penacho airoso y ricos brazaletes, entre pebeteros, ánforas semietruscas, plumeros flabeliformes y gran abundancia de frutos tropicales, tañía el arpa para divertir las murrias del señor.

Todo esto a la sombra de dos altas palmeras de las cuales pendía simulando regio dosel, un cortinaje de terciopelo rojo, recogido en disformes abuchados, sujetos con gruesos cordones de oro. Las palmeras parecían doblegarse al peso del velamen, o más bien rendidas por colosales racimos de cocos de imposible color.

En otros cuadros admiraban los niños, y hasta los mayores, la quema de las naves y la prisión de Motecuhzoma; aquí, al Arzobispo de Tiro, con la cruz roja sobre las pontificales vestiduras, o a Saladino con turbante irisado y alfanje terrorífico; allá, Malek Adel, caballero en un bridón rijoso de pelo anaranjado, que, a todo escape, huía llevando a la desmayada Matilde, cuyas monjiles tocas no habían sufrido nada en la carrera.

Para llenar las cabeceras del salón, los decoradores echaron mano de dos mapas, espontáneamente facilitados por el dueño de una fonda, de esos mapas que a bajo precio venden los especuladores yankees; uno de México, y frontero a éste, otro de los Estados Unidos, que ostentaba en los ángulos un retrato de Washington, con el consabido lema de el primero en la paz, el primero en la guerra, etc., etc., otro de Lincoln, una vista del Niágara y otra del Capitolio, mapas pregoneros de la invasión pacífica de nuestros amables primos de allende el Bravo.

Cuatro rinconeras, y en ellas empañados espejos y lámparas de petróleo con globos opacos, semejantes a los de la araña de seis luces que adornaba el centro de la sala.

Solís no quiso que sus invitados bailaran a ladrillo limpio, y el piso fue cubierto con una alfombra formada de cuatro retales diversos que podían dar fe de cien y cien bailes de la misma clase y categoría.

Completaban la decoración largas cadenas de papel, verdes, blancas y encarnadas, que partiendo del punto en que estaba suspendida la araña iban a prenderse a cada lado en las extremidades de las vigas, formando una especie de ondulante pabellón movible y ligero.

Olesa tocaba con ganas, es decir, con todo el ardor de su entusiasmo artístico, una habanera, a veces acompasada y lenta, y otras tan retozona y breve, que ora arrastraba a los bailadores en apresurado movimiento, ora los adormecía con sus dulces y tropicales languideces.

Entre las parejas figuraban las Gómez, dos muchachas que al decir de Anastasio, estaban de pe, pe y doble u, muy emperejiladas y llenas de colorete; las Domínguez, las Ortega, la trigueñita del estanquillo de La Jardinera, hábil bailadora, tan amable para vender cigarrillos como para bailar sin descanso un vals de tres cuartos de hora; las costeñas, huéspedas y primas de Camilo y Arévalo, muy amponas y dengosas, recogido con cintas rojas el crespo y semilanoso pelo; y allí también la Calandria, y Magdalena, en cuya casa vivía la huérfana desde la semana anterior. Todas elegantes, atacadas con sus mejores galas, alegres y festivas.

Los bailadores habían dado mucho que hacer a Enrique López, quien los puso como nuevos a fuerza de bandolina y Tónico oriental. Predominaban el traje negro y los botines de charol, americanas y jaquettes, y no escaseaban las chaquetas, los pantalones ajustados y el calzado amarillo.

Los aromas vulgares del agua de Florida y de la kananga, se mezclaban audaces con la fragancia encumbrada del opopónax y las emanaciones enervantes de la ixora.

Carmen, por su belleza, por la incitante morbidez de sus formas, por la palidez de su rostro, que iba encendiéndose poco a poco con la fatiga del baile, y por la gracia y sencillez de su carácter, era la más linda; Magdalena, lista, maliciosa, burlona, rodeada de los mozos más apuestos, era la reina del baile. ¡Y qué lujosa que estaba! ¡Con razón! Si la muy ladina se gastaba en trapos buena parte de los cincuenta duros con que un gobernante, afecto a sahumerios periodísticos, subvenía a la publicación de El Radical.

A las once y media la temperatura y la alegría, el entusiasmo y el ardor danzantes iban subiendo rápidamente, merced a la espumosa cerveza, al cognac y al kermann. Las parejas estaban como nunca risueñas y comunicativas; se fumaba en la sala como en una taberna, y Olesa preludiaba la schotisch nueva.

A poco la pieza había principiado. ¡Qué schotisch! El maestro, con mirada llena de inspiración y el brillo de la gloria en los ojos, a veces tocaba, otras marcaba con el pistón a guisa de batuta, los pasajes más tiernos y expresivos. Muchos, de pie en las puertas, gozaban del magnífico aspecto de la sala, y aplaudían frenéticos a las parejas que iban pasando frente a los espejos en giro interminable, cadencioso y brillante.

Tres corredores tenía la vetusta casa; tres corredores casi seculares, bajos, anchos, húmedos, con gruesas columnas y pesados arcos, construidos para dar abrigo (allá en tiempo del rey) a una legión de tabaqueras, y almacenar las pingües cosechas de una hacienda famosa y los miles de arrobas de tabaco producto del avío.

Festones de follaje, banderolas y farolillos venecianos decoraban el uno. En él estaban instalados los músicos, no lejos de la gran mesa cargada de botellas, bizcochos, tortas compuestas, vasos y copas. Los otros dos se prolongaban paralelos hacia el fondo del inmenso patio. Oscuros como boca de lobo, lúgubres y desiertos, convidaban a los danzantes a buscar en su retiro calma y soledad, y brindaban a los tristes que eran pocos y a los fatigados que eran muchos, el cafetal sereno, sombrío, entre cuya espesura albeaba el viejo pozo recién blanqueado y revolaban las luciérnagas.

Por uno de estos corredores iba y venía, como temeroso de la luz y del bullicio, el pobre Gabriel.

Echado atrás el jarano de lujo, envuelto en el joronguillo galano, revelaba en lo pausado y tardo de su andar el abatimiento de su alma dolorida. Fumaba; a las veces se paraba en el extremo de la galería; otras, recostado contra un pilar, vuelto el rostro hacia el salón, todo alegría y fiesta, contemplaba apenado, húmedos los ojos, el paso brillante y seductor de los danzantes, la ancha puerta que vomitaba torrentes de luz.

¿Entraría? ¿Se iría sin ver a la huérfana, sin hablar con ella? Y si entraba, ¿la invitaría a bailar? Por fin se decidió: arrojó al patio el puro, que como una ascua quedó brillando entre las hierbas, dejó caer las puntas del joronguillo, y apresuradamente fue a dejar abrigo y sombrero al cuarto próximo.

Cuando Gabriel entró en la sala, Magdalena bailaba con Pancho, Carmen con Enrique López y Tacho con Carolina Solís, santo de la fiesta.

El ebanista recorrió con una mirada el adornado salón, buscando a la huérfana, y al verla sonrió con infinita alegría. ¡Hacía más de una semana que no miraba aquellos ojos! Era preciso pedir paloma. Carmen era una pareja codiciada y si el mozo no aprovechaba aquel momento no conseguiría bailar con su amada en toda la noche.

Pero Enrique era un buen amigo, y desde luego, con su generosidad característica, sin que la joven reparara en ello, al ver a Gabriel, con un ademán muy expresivo le ofreció la pareja. El ebanista contestó con un guiño que aceptaba, y cuando los bailadores pasaron frente a él se acercó respetuosamente y pidió paloma. Carmen, disimulando su contrariedad, dejó los brazos de Enrique y pasó a los de Gabriel, a punto que los concurrentes, arrebatados por los apasionados acordes de la schotisch, saludaban con una triple salva de aplausos al inspirado autor.

—¿Cuándo volviste?

—Hace un rato. Lo cierto es que no quería venir… A las cinco dije: voy al baile; y dicho y hecho, aquí me tienes. No esperaba encontrarte aquí…

—¿Por qué?

—Porque… como no hace un año todavía que tu mamá…

—Yo no quería venir… Malenita se empeñó, y no pude negarme… ¡Hace tantos días que no nos hemos visto!… ¿Por qué no te despediste de mí? ¿Ya no me quieres?

—¿Que no te quiero? ¡Tú eres la que ya no me quieres!

—¿Qué motivo tienes para decirlo?

—Será o no será; pero motivos no me faltan. ¿Qué te hicimos en mi casa para que así, de esa manera, te fueras sin avisar, de golpe y zumbido, sin permiso del señor don Eduardo? ¿En qué te ofendimos? ¿No encontrabas allí cariño, consideraciones? ¿No encontraste allí quien te quisiera, como yo te quiero?

—Sí, Gabriel, pero ya conoces el carácter de doña Panchita. Un día amaneció de malas, me reprendió con palabras muy duras, yo no pude sufrirla… y sucedió lo que tú ya sabes.

—Si yo estoy allí, no sales de la casa; yo no lo hubiera permitido.

—¡Si tu mamá me dijo cosas que me lastimaron y me ofendieron!

—Debías de haberla perdonado. Ése es su genio, ya la conoces, es así; pero en el fondo es buena. Lo que hubo fue que Magdalena te aconsejó mal; te obligó, te comprometió a que fueras con ella, y ya verás, ya lo verás; ¡cuando don Eduardo lo sepa, no le ha de gustar!

—¿Qué había yo de hacer cuando tu mamá me echó?… Malenita entonces me ofreció su casa…

—Mira, Carmelita: si tú me quisieras como me has dicho, no habrías hecho eso.

—Yo te quiero mucho; ¿pero cómo iba yo a sufrir tanta ofensa?

—Cierto que mamá te regañó, y razón tenía: la víspera en el convite tomaste más de lo debido… ¿no es cierto?

La Calandria bajó los ojos avergonzada y no contestó a la pregunta del ebanista, hasta después de un largo rato de silencio.

—¿No es cierto? —insistió Gabriel.

—Sí; pero no fue culpa mía; yo me resistí…

—Así lo creo. Mi mamá no tuvo en cuenta eso y te reprendió…

—No sólo eso, me regañó… casi me insultó…

—¡Exageraciones tuyas! Estabas de malas y todo te parecía ofensa. Además, ella tenía obligación de cuidarte. Como yo te lo había dicho, esas amistades no te convenían… Pero tú no me quisiste oír… Mira; mi mamá te ha sentido mucho, hasta ha llorado por ti; yo te aseguro que está arrepentida de lo que te dijo; tal vez no pensó que te ofendía…

—Yo también me he arrepentido; pero esto ya no tiene remedio. Mi padre vendrá… y él dispondrá lo que se ha de hacer.

—Mira, Carmelita; olvida todo. ¿Quieres volver a mi casa?… Yo te ofrezco arreglarlo todo, en dos por tres, mañana tempranito… No quiero que estés en esa casa, ni un día más, ni una hora, ni un minuto. ¿Quieres volverte con nosotros? Anda, yo te ofrezco que luego que el señor don Eduardo llegue voy a verlo… y nos casamos… pobremente, como se pueda… Mira: en la hacienda donde estuve me ofrecen trabajo, casa, y buen sueldo… ¿Quieres?… Respóndeme.

Carmen callaba, callaba tenazmente; no quería, no le convenía contestar. En aquel momento Tacho que pasaba cerca, dijo, sonriendo, al ebanista:

—¡Costéate hermano! ¡Ahora Poncianillo! ¡Date vuelo!

La pieza terminó entre aplausos y la huérfana no respondía.

—Carmelita: voy a pedirte un favor; tal vez sea el último que te pido… Aquí no es posible que hablemos, aunque bailes conmigo todas las piezas que faltan…

—¡Y todas las tengo dadas! Como no te esperaba las comprometí…

—Concédeme un favor…

—¿Cuál?

—¿Sales a hablarme mañana en la noche?

—¡Pero… Gabriel! ¿Qué dirá Magdalena?

—¿Sales? ¿Sí o no? —Insistió el mozo con ruda energía.

—Sí.

—¿A qué hora? ¿A las doce?

—Bueno…

—Convenido.

Y Gabriel llevó a la huérfana a su asiento. Junto a ella vino a colocarse Magdalena.

—¿Sabes Carmela? —dijo ésta.

—¿Qué?

—Ya vino…

—¡Quién!

—Alberto… Míralo: allí, en la puerta del fondo…

Gabriel salió en busca de Enrique y de Tacho a quienes encontró en el corredor, frente a la mesa del repuesto.

—Anda, échatela…

—Enrique ofreció al ebanista una copa de cognac.

—¿He de tomarme todo esto?

—¡Eso! —replicó Tacho con su afirmación favorita.

—¿Y quién me quita luego la tranca?

—Cárgala, hermano, que no será la primera.

—¡No, no quiero tomar mucho; yo sé por qué! Enrique, toma, y ven acá. Tengo que hablarte.

—Espérame, allá voy. Llevo estas copas a las parejas y luego hablamos.

Mientras Tacho, Solís y Enrique obsequiaban a las bailadoras, Gabriel se quedó paseando a lo largo del oscuro corredor. Los vientos de la madrugada iban rasgando el nublado y una pálida claridad lunar iluminaba el patio.

Los tres amigos, cargados con sendas bandejas de queso, bizcochos y copas, recorrían la sala, finos, atentos, haciendo ostentación de su exquisita cortesanía. En esto tardaron un cuarto de hora, de modo que cuando los músicos apuntaron la pieza siguiente aún no terminaban la tarea.

Gabriel volvió a la sala al empezar el vals, buscó a la Calandria, y con dolor profundo, con ira, con rabia, la vio pasar cerca de él, bella como nunca, en brazos de Alberto.

Era éste un pollo tempranero, precoz, de buena casta, delgado, con la extenuación y la triste palidez que caracterizan a la juventud libertina. Mas aquel mismo aspecto demacrado de su rostro y la diafanidad de sus mejillas le daban cierto airecillo interesante, muy en tono con lo distinguido de sus modales y la corrección de sus vestidos. Alberto Rosas se tenía por un calavera, y fiaba, no sin razón, en la hermosura de sus ojos negros y de su barba nazarena, no muy tupida ni sedosa, que prestaba a la debilidad de su rostro algo de viril energía, todo el éxito de sus triunfos con las mujeres de clase superior; pero tratándose de las hijas del pueblo el secreto de su fortuna estaba no sólo en su dinero, sino en el poder de su palabra culta, audaz, a las veces llena de malicia y siempre dulce y halagadora.

El aristocrático calavera, con su elegante traje, sus breves pies calzados cuidadosamente, sin que los botines de forma americana consiguieran afeárselos, la palidez de su cara, el refinamiento de sus maneras y su lenguaje culto, fueron desde el primer momento poderoso atractivo para la huérfana, y también para Magdalena, quien de mil amores habría cambiado a su don Juan por el decente pillastrín; pero la cosa no era muy fácil, tanto más, cuanto que Rosas, luego que se vio al lado de Carmen, emprendió la conquista con el mayor entusiasmo, decidido a todo. La simpatía de Magdalena tomó distinto rumbo y Alberto tuvo en la del tinterillo una amiga resuelta a favorecer todos sus planes. No fue para Alberto un misterio la simpatía de Magdalena, pero la virginal belleza de la joven le atraía con fuerza irresistible y se dijo: —¡Aquí de las mías! Éste me ayudará—. La de Jurado se sintió impelida a favorecer la empresa, más por deseos de agradar a Alberto que por favor pedido, conformándose con los amores nacientes, ya que para ella no había probabilidades de buen éxito. Y así sucedió. Alberto tuvo en Magdalena un auxiliar de los más diestros y oportunos.

Cuando el calavera llegó, se fue derecho hacia el lugar donde estaba la huérfana.

—Aquí me tienen… ¡Hasta ahora pude venir! ¡Los amigos, Carmen! ¡Los amigos! Aquí me tienen listo para bailar con ustedes todas las piezas. Vamos, Carmen: usted me dará valses, mazurkas y danzas; usted, Magdalena, las demás piezas. Yo no he de bailar más que con ustedes… ¡caiga quien cayere! ¡Que se disgusten conmigo los demás!… ¡Ya lo dije, y no retrocedo!

Carmen contestó que sí, sonriente, orgullosa de verse preferida por aquel joven tan elegante. —Esto es lo más natural —pensaba—; no hay desigualdad entre nosotros; soy tan decente como él. Cuántas veces no habrá bailado con mi hermana Lola en las tertulias ruidosas del Círculo Mercantil. ¿Qué tengo yo de menos? ¡La ropa! ¡La ropa nada más! ¡No es justicia que sólo por eso, es decir, por el dinero, ella aparezca superior a mí! ¡Y entre Alberto y Gabriel qué diferencia! ¡Quién piensa en Gabriel! Si yo ando viva, como dice Malenita, Alberto se casará conmigo. Bien mirado, esto no es cosa difícil. Otras ni siquiera pensarlo; yo sí. Lola es bonita, muy bonita, todos lo dicen, y con razón. También de mí dicen que no soy fea. Si yo viviera con mi padre, si vistiera yo como mi hermana, ¿quién de estos artesanitos pobretones se atrevería a mirarme?

Ocupada con estos pensamientos apenas paraba mientes en lo que decían Alberto y Magdalena; éstos trataban de una aventurilla escandalosa, de la cual habían sido protagonistas unas muchachas que en aquel momento chachareaban con Enrique López y hacían honores cumplidos a las copitas de cognac y a los vasos de cerveza.

A poco la orquesta apuntó otro vals, y Carmen dejó su asiento asida del brazo de Alberto. La pareja atrajo todas las miradas: la Calandria, bajos los ojos y encendida al principio, sonreía satisfecha, animada por los requiebros de su compañero. Éste le había quitado el abanico y jugaba con él, fingiendo elegante descuido. Pocas parejas desafiaban las fatigas del vals, y Carmen y Alberto fueron los primeros que se dejaron arrebatar por aquel torbellino de armonías.

Gabriel, el pobre Gabriel, los miraba y sentía que el corazón se le hacía pedazos, al considerar cómo iba deshaciéndose, hoja por hoja, la gallarda flor de sus primeros amores.

En esto llegó Tacho.

—¿No bailas esta pieza?

—¡Qué voy a bailar! —contestó mohíno.

—Ya sé lo que te pasa; todo lo he comprendido.

—Ven: necesito hablarte.

Los dos amigos salieron hacia el corredor más solitario, y allí encendieron un cigarro.

—Ya ves lo que me pasa.

—Todo lo sé. Ya me contaron cómo salió de tu casa. No te apures; así son las mujeres; por eso yo no me fío de ellas. Déjala; mándala a pasear, ésta… ¿me entiendes?… corre un peligro seguro…

—Y yo la salvaré.

—No te metas en camisa de once varas. ¿No te quiere? Mejor. ¡Sobran mujeres!

—Entonces… ¿tú me aconsejas que la olvide?

—¡Eso!

—Pero si la quiero mucho, mucho… ¡La verdá, no puedo vivir sin ella!

—Malo, malísimo, hermano.

—Y yo la salvaré, a todo trance, cueste lo que costare. Me casaré con ella, de veras, o me la robaré… Y si es preciso… ¡yo quito de enmedio a ése!…

Aquí el ebanista agregó una desvergüenza, con toda la expresión de un odio terrible.

—¡Qué vas a hacer, hermano!

—No te rías, Tacho… ¡Yo lo mato!

—¡Qué vas a matar! ¡Calma, chico, calma! Lucido quedabas. A la de cuadritos ibas a parar en menos que canta un gallo. Derechito al Hotel Aramberri. Mira, hermano: ni tú ni yo conocemos esa finca; pero a lo que dice Enrique que vivió allí dos o tres semanas, cuando aquello de la retinta cabos negros, no es de lo más cómoda…

Quedóse Gabriel pensativo y como asaltado de un pavor horrible; palpitábale el corazón con vigor extraordinario, e instintivamente cerró los ojos. Al cerrarlos un velo sangriento pasó ante su vista. La ilusión duró un instante; se desvaneció la purpúrea visión, dejando ver la fachada sombría de la cárcel municipal, llamada graciosamente en la ciudad Hotel Aramberri, por el nombre del alcaide a cuyo celo y vigilancia estuvo confiado, en cierta época, el establecimiento.

—No, Gabrielillo, no hagas tonteras. Me das lástima; pero, ¡qué hemos de hacer! Y dime: ¿qué pruebas tienes de que ese catrín te ande sonsacando a la Calandria?

—Mira, hermano: si de veras eres mi amigo, no la llames así.

—No te ofendas, hermano —respondió Romero, dando una palmada cariñosa en el hombro de su interlocutor—; no te ofendas; dije eso, porque así le dicen todos… Vamos, ¿qué pruebas tienes?

—Ningunas.

—Pues, entonces, no te partas de ligero.

—Tienes razón. ¿Y quién convidó para el baile a ese…?

Y aquí repitió la desvergüenza.

—Ya lo averigüé: Magdalena. Se lo dijo a Pancho y éste, como debes figurarte, no la había de echar a la calle…

—Tacho: ¡yo hago una barbaridá!

—No; porque yo no lo permitiré.

—¿La dejo? ¿La olvido?

—¡Eso! ¡Eso hermano! Es lo que conviene. ¿No puedes? Dicen que querer es poder…

—No es posible, Tacho…

—Pues como dice Salomé: haz un poder de palo.

—¡Tacho! ¡No te burles de mi pena!

—No me burlo; siento cuanto te pasa, tanto como tú, y algo daría por remediarlo. Piensa lo que haces. ¿Quieres mudar temperamento en el Hotel Aramberri?

—No.

—Pues entonces: ¡calma chicha y buena intención, y mucho ojo hermano, mucho ojo!

—Yo lo veré todo. Voy a observarlos, y si hay algo… te juro que…

Separáronse los dos amigos; perdióse Tacho entre los grupos que por el corredor y cerca de los músicos bebían y conversaban, y Gabriel fue a situarse a la entrada del salón, frente por frente de Magdalena y Carmen a quienes Alberto cortejaba.

Alberto y Magdalena habían transformado a la Calandria. Ya no era aquella joven de otros días tímida, soñadora y sencilla; quedaba en ella todavía algo, como un reflejo, de la regocijada ingenuidad de otro tiempo; ingenuidad rayana en ligereza, a través de la cual un observador profundo habría descubierto fatales tendencias, y que era como el encanto principal de aquella hermosura pálida y de aquella juventud siempre festiva, iluminada por unos ojos negros, rasgados, en cuyas pupilas centelleaba a veces deslumbrador relámpago de lúbricos anhelos. Acaso la Calandria estaba ya prendada de Alberto; mas a pesar de la indiferencia con que empezaba a ver al ebanista, en ciertos momentos se sentía poderosamente arrastrada hacia él. Cuando menos lo esperaba, advertía que tenía fija la mirada en el mancebo, y entonces se entretenía en comparar a su primer amante con su rico y nuevo adorador.

Como se atraen el imán y el acero se atraen los sexos. Hay en ellos influencias y afinidades secretas, físicas y morales, que los aproximan, los juntan, los unen, y que son por lo general el móvil arcano de acciones y sucesos que de ordinario sorprenden por su extrañeza y quedan sin explicación.

Natural sería que la trepadora muelle buscara siempre para apoyarse el tronco robusto de la ceiba, y que ésta segura del vigor de sus raíces, creciera y prosperara en tierra llana; pero si el bejuco leñoso se abraza al monarca de las selvas, y el árbol poderoso alcanza gigantesca talla en la llanura, también la enredadera débil y delicada, que se marchita y muere estropeada por el viento, se complace en prender sus espiras en el tallo de quebradiza caña, y la ceiba arraiga y crece, asida de las rocas, en elevadas cimas.

No siempre la salud, la hermosura y la belleza gustan de andar unidas. A las veces, por extraño modo, por inexplicable selección, únese el fuerte al débil, el sano al enfermizo, la hermosura a la fealdad. ¿Será que entonces predominan afinidades morales? ¿Será que el alma se sobrepone a la materia? Triunfan entonces las fuerzas psicológicas, o en este caso, digno de estudio, ¿hay una aparente aberración de la materia? Gabriel era bello; bello con esa hermosura del campesino, producto de generaciones sanas y vigorosas, de formas correctas, de constitución activa y enérgica. Alto, fuerte, bien conformado, con la belleza singular del hombre de los campos, que se afina en las ciudades a la segunda y tercera generación, y que tiene para la mujer cierto atractivo indeterminado y vago, que reside tal vez en lo suave de los contornos y en la pureza de las líneas, era Gabriel, en su clase, un modelo de viril apostura.

Su rostro no era noble, a pesar de la delicadeza de las facciones; pero tenía en la mirada un brillo avasallador y no sé qué en los rojos labios expresivo y sensual. Nariz fina, recta; cabellos negros que sombreaban la morena frente en grandes desordenados rizos; bocito esfumado y expresivo. Lo erguido del cuello, lo altivo de su porte y el tinte sonrosado de las mejillas se armonizaban a maravilla con todos los movimientos de un cuerpo esbelto y desembarazado.

El traje nacional, el artístico traje nacional, que Gabriel llevaba con soltura y desenfado naturales, correspondía también al donaire de su dueño. Un pantalón de casimir claro y ligero, a rayas, cortado por manos habilísimas, que se ajusta con arte supremo a las piernas nerviosas y que desciende estrecho y ceñido para ancharse al llegar a los pies, chicos, delgados, flexibles, calzados con botines de suela delgada, amarillos, con ese amarillo oscuro de la naranja que en el último punto de la madurez se desprende sola de la rama; chaleco blanco, graciosamente desabrochado, para dejar que se vea la nítida pechera; chaquetilla negra de elegante corte y curvas leves, bajo la cual se descubría el ceñidor de grana, cuyas flecadas puntas, en disposición simétrica y mal recogidas, caían por detrás con estudiado descuido; corbata de colores vivos que parecía escaparse en caprichoso lazo bajo el cuello marino de la camisa. Tal era el traje de Gabriel.

Cuando iba por aquellas calles, ladeado hacia la izquierda, con patria galanía, el galoneado sombrero de alta copa, las alas levantadas, con expresiva e indescriptible irregularidad, terciado al hombro el joronguillo pintoresco, le seguían con mirada codiciosa las mujeres, no sólo las gatas y garbanceras, sino hasta muchas pollas de altísimo copete.

Carmen también era bella. Florida juventud que sería espléndida, si aquella lozanía de la joven no fuera de la mujer linfática por herencia, que oculta el germen de incurable enfermedad. Hermoso talle: formas escultóricas que pregonaban sus hechizos a través de la falda; seno redondo y abultado; rostro dulcemente pálido; nariz respingadilla, de anchas y abiertas fosas; cabellos negros y quebrados, delatores de algunas gotitas de sangre líbica, y sobre todo, cierta indolencia felina y cierta vibración del cuerpo rítmica y sensual. Tal era la Calandria, cuya hermosura aparecía ante Gabriel aquella noche, como nunca, incomparable, sublime.

Aquellos jóvenes —que hacían tan linda pareja como dijo Mary— debían sentirse atraídos por una fuerza poderosa; pero esta vez la enredadera desdeñaba el tronco de la ceiba para asirse del carrizo endeble. Ora fuese por misterioso impulso, ora porque en el galante lechuguino encontrara lo que ella creía merecer por su nacimiento y hermosura, ello es que Alberto iba ganando la partida.

Entre Gabriel y Rosas… ¡qué diferencia! El uno bello, sano, fuerte, pero inferior en clase, y pobre; el otro, con la gentileza enervada de las clases cultas, estragado, débil, acaso enfermizo; pero distinguido, elegante, superior, rico. Carmen vacilaba. Al fin se decidió por Alberto.

—¿Alberto? ¡Sí, ése! —dijo, y un terror inexplicable se apoderó de su alma.

Los músicos apuntaron una mazurka lánguida y adormecedora. Todo era dicha y alegría en aquella sala llena de flores y de luz.

En tanto, Gabriel, de pie en la puerta, enamorado como nunca y loco de celos, miraba al catrín rendido ante la huérfana, y a ésta sonriente y feliz. ¡Ni una mirada para el pobre muchacho!

Cuando Alberto pasó junto al carpintero, llevando a Carmen entre sus brazos, el enamorado mancebo sintió vivo dolor en el pecho, sintió que se le hacía pedazos el corazón, como si le tuviera bajo los dientes de poderosa sierra circular.

—¡Todas las piezas dadas! ¡Y a él!

XVIII

A las dos de la mañana empezó a decaer el entusiasmo; las parejas estaban cansadas, y era preciso darles un rato de reposo. Algunos quisieron oír la voz de la Calandria, y un grupo de alegres jóvenes, presidido por Enrique López, pidió a la huérfana que se dignara cantar. Carmen se negó a ello por consejo de Alberto, a quien pareció tal pretensión inoportuna y de mal gusto. Los jóvenes insistieron, suplicaron, rogaron, colmando de elogios a la cantadora y poniendo por las nubes las habilidades filarmónicas de la muchacha. Todo fue en vano; ésta no cedió, y los galanes se retiraron desagradados y corridos, culpando a Rosas de aquel incalificable desaire.

—Solís tiene la culpa. ¡Para qué convida a ese roto!

—Él no lo convidó. La mujer del licenciado fue la que lo trajo…

—¡Como que es el novio de la Calandria!

—¿Y Gabriel?

—¡Vaya! Ése ya no priva… Ya cortaron… ¡Como el otro es rico!

Algunos se ponían de la parte de Alberto.

—Tiene razón —decían—: ¡cantar a estas horas, cuando no ha perdido ni una pieza! Ya estará cansada. Además, no la convidaron para que nos divirtiera con sus canciones, sino para que se recreara bailando.

Con este motivo se formaron dos bandos. En uno, en el de los disgustados y corridos, estaban los que vestían chaqueta y gastaban sombrero jarano; en el otro los que endosaban jaquette y americana, los artesanos riquillos, los de oficio más noble, y con ellos casi todos los guapos chicos de los talleres del ferrocarril.

Aquel incidente cayó pronto en olvido. Alguno tuvo la feliz idea de proponer que bailaran cuadrillas. Muchos se opusieron a ello; triunfaron los más tenaces, y los músicos apuntaron la deseada pieza. Todo entraba en la diversión. Si las cuadrillas se enredaban mejor que mejor. Pero no fue así: aquellos chicos lo hicieron admirablemente; hubieran podido dar cartilla a muchos empingorotados lagartijos.

No lucieron damas y galanes en aquellas cuadrillas el decoro, el señorío y la refinada elegancia requerida para el caso, ni hicieron ostentación de la afectada gallardía de un diplomático y de una embajadora, pero todas las figuras salieron —como decía Enrique López— que ni medidas con un compás.

Al concluir la cuadrilla Magdalena y Carmen, acompañadas de Alberto se disponían a retirarse. Solís y su hermana los detuvieron un rato, un ratito: —«¡Cómo habían de irse antes de tomar un ponche!» —Fue necesario ceder. Circularon los vasos de la reanimante bebida, delicadamente preparada por Tacho, y el furor danzante volvió con nuevos bríos.

Las dos amigas se retiraron. Gabriel había desaparecido; Carmen le buscó en vano en la sala y por el corredor, deseosa de verle, de decirle adiós.

—¿Qué buscas, mujer?… —preguntóle Magdalena.

—Nada… —contestó la Calandria, tomando el brazo de Alberto.

A decir lo cierto, en aquel instante la huérfana suspiraba por el mozo: —¿Dónde estará? ¿Qué pasaría cuando la viera con Alberto? —A este sentimiento amoroso que le hacía pensar en el ebanista, se juntaba cierto remordimientillo que le torturaba el corazón.

Cuando salieron a la calle desierta, iluminada por la luna, la Calandria dirigió una mirada ansiosa a las esquinas próximas, donde suponía que estaba Gabriel esperándola para verla salir. Y no se engañaba; allí estaba el mozo, embozado, bajo el sombrero hasta los ojos, conversando con el sereno, de pie en el marco de una puerta. Pero ninguno le vio. Hasta para la misma Carmen pasó inadvertido.

—¡Qué baile! —decía Magdalena—. ¡Esta gente no tiene educación! ¡Querer que ésta cantara, como si fuéramos nosotros de las que van a los bailecitos de salterio y vihuela!

—Por eso me opuse…

—¡Gracias, Alberto! ¡Cuánto se lo agradezco!

—¡Y tu novio, qué cara tenía!… ¡como si le dolieran las muelas!

—No se burlen de él…

—¡No nos burlamos, Carmela; pero qué risa me daba al verlo! ¡Qué cara ponía! ¡Jesús me valga!

¡Si tenía ganas de comerse a usted crudo, Alberto!

—¡Pobre! —exclamó Rosas en tono de compasivo desprecio.

Esto iban diciendo al pasar junto al ebanista. Nada le pudo a éste como la exclamación del catrín. ¡Pobre! —repitió—: ¡Pobre! Esta palabra encerraba para él la significación más insultante y ofensiva. Maquinalmente cerró los puños y se mordió los labios, hasta sacarse sangre, pero se reportó.

A Carmen le hizo también mal aquella palabra. Gabriel no se merecía aquel insulto, porque era bueno. Ella le había querido, y debían respetarle, ¡siquiera por eso!…

¡Profundos misterios del corazón! En aquel momento Gabriel detestaba a Carmen, y ésta amaba al mozo como nunca y se sentía tentada de decir a su nuevo amante: —¡Váyase usted; no le quiero; yo amo a Gabriel; pobre y todo, humilde y despreciado, vale más, mucho más que usted!

El ebanista pensaba en Carmen lleno de ira. Aquello era una burla, una burla atroz. La que ayer le juraba amor y fidelidad eternos; la que ayer cuidadosa y solícita le atendía y le mimaba como a un niño; la que pocos días antes, llena de ternura, le estrechaba entre sus brazos, le atusaba el bocito sedoso y jugaba con sus cabellos, ya no le amaba, y no sólo no le amaba, sino que se reía de él y sufría que otro le ofendiera con despreciativas frases… Aquella mujer era indigna de ser amada; era una criatura despreciable. ¡La aborrezco —pensó—, la aborrezco con toda mi alma, como ella se lo merece! ¡No vuelvo a mirarla, ni a verla!… ¡Ingrata!… ¡Y yo que la quería tanto! ¡Tanto! No… ¡la quiero todavía! ¡Sin duda oí mal! Sí, porque ella dijo; ¡no se burlen de él! ¡Eso prueba que cuando ese pícaro se mofaba de mí, a ella no le agradó! ¡Pobre Carmelita!

Dando vuelta a estos pensamientos veía cómo el grupo se alejaba calle arriba, hasta que por fin se perdió al pasar frente a un gran edificio cuya sombra se proyectaba profundamente oscura sobre la acera. Entonces se despidió del sereno, y paso a paso tomó el camino de su casa. Cuando llegó a ella acertó a ver a Rosas, que, hundidas las manos en los bolsillos del gabán y silbando un aire de zarzuela, se alejaba del patio de San Cristóbal. Detúvose Gabriel para cerciorarse de que era el catrín, y seguro de que no se engañaba respiró con fuerza, como si quedara libre de un peso enorme. —¡Vaya! —exclamó—. ¡Se va!

A pesar de todo Alberto estaba al otro lado, como solía decir Tacho; esto es, que Gabriel quedaba eliminado por infeliz y pobre, y sustituido por aquel rival afortunado que tan pronto había conseguido reinar en el corazón de la huérfana. Preciso es decir que si el galán no anduvo torpe en la empresa, mucho del éxito se debía a la de Jurado, decidida a proteger aquellos amores con el mayor empeño. Alberto estaba contentísimo: aquella conquista debía duplicar su fama y renombre de afortunado calavera.

Cuando Rosas, después de anunciar que al día siguiente vendría para conversar del baile, se despidió y se fue, y Magdalena y su protegida entraron en la casa, la joven estaba triste y silenciosa, y tanto que su amiga no pudo menos que decirle:

—¿Qué tienes que estás tan callada? ¿No te ha gustado el baile?

—¡Sí, cómo no!

—¿Es el primero a que vas?

—No; con mi mamá fui a muchos bailes, a casa de mi tío, cuando estaba aquí. Le gustaban mucho los bailes… ¡pero entonces era yo muy chica!

—¡Ya lo vas viendo! ¿Qué tal? ¿Quién es mejor, Alberto o Gabriel? Vamos, di.

—Alberto. Gabriel también es bueno; no es tan decente y fino como Alberto, pero tiene muy noble corazón, y es bien parecido… hasta elegante. ¡Además la decencia no está sólo en la ropa!…

—¿Qué te dijo ése, que estás tan tonta, Carmela?

—Nada.

—¿Nada? A mí no me la pegas tú. ¿Qué mentiras te dijo? Compara, hija, compáralos. ¡De apuros salías con el Gabriel! ¡Hija: lucida quedabas con eso!… No pasarías de una pobre muchacha, como la hermana de Solís. ¿Viste qué vestido? Si parece que se lo entallaron sus mismos enemigos. ¡Y lo ancha que estaba con sus trapos! ¿Qué te dijo ese buen mozo de Gabriel? ¡Y qué ocurrencia de ir al baile vestido de charro!

—Así van todos. Si él se vistiera de otro modo…

—Pues bonita defensa la tuya… Tú mereces por tu clase, por tu familia, un hombre que vista bien… Hija: yo en tu lugar, ni lo pensaba. ¿Ya le correspondiste?

—Sí —murmuró la Calandria con temor—, ahora cuando bailamos la danza.

—¡Hasta que hiciste una cosa en su lugar! ¡No vayas a salir mañana con una tontería!…

—No —replicó la Calandria, dulcificando la voz—; no tengas cuidado, lo quiero, y por eso le correspondí.

—Pues, hijita, has hecho muy bien. Ya me agradecerás un día el empeño que he tenido para que esto se arreglara. No te arrepentirás —agregó bostezando—. ¿No tienes sueño? Yo sí. ¡Dejemos la conversación para mañana y vamos a dormir… Estoy rendida!

Magdalena se quitó el vestido y lo arrojó sobre una silla. En seguida, ante el espejo, principió a despeinarse, tirando al azar sobre los juguetes del tocador, lazos, flores, horquillas y peinecillos.

Deshecho el peinado, sueltas las rizadas trenzas, Magdalena acometió la empresa de quitarse el corsé. La obra era difícil; tan ceñido estaba que era imposible destrabar los broches, y fue menester desatar los cordones que ajustaban la torturadora cotilla, dentro de la cual vivía prisionero, de la mañana a la noche, el tronco femenil más exuberante que se ha visto.

—¡Carmela!

La joven que estaba cerca de su lecho, desnudándose también, acudió presurosa.

—¡Desata aquí, hija, que yo no puedo conseguirlo, desata que no puedo!

Acercóse la huérfana. Los cabos estaban de tal modo añudados que en vano luchó y reluchó por soltarlos. Hubo que apelar a las tijeras.

—¡Corta, corta, hija!

Mientras Carmen iba de aquí para allá, buscando el instrumento, Magdalena se descalzó, tiró las botinas, metió los pies en anchas babuchas, y luego intentó poner en orden las prendas esparcidas en torno de la cama. Vestidos desechados a última hora, que puestos en las sillas, caídas las mangas y el escote abierto, parecían mujeres atacadas de epilepsia, flácidos cuerpos muertos; corpiños mal doblados; medias de colores, listadas, que se escapaban sobre las almohadas, deslizándose como serpientes; prendas depuestas, flores viejas de trapo, cintas resobadas, enaguas blancas y tiesas que albeaban bajo los pliegues de un gran abrigo rojo; todo revuelto, confundido, de un modo que crisparía los nervios al inglés más flemático.

—¡Aquí están! ¡Al fin di con ellas!

—¡Corta, corta, que no puedo más!

Acercóse la huérfana y cortó: oyóse al punto un crujido, algo como si debajo de un cojín estallara una vejiga, y cayó el corsé. Magdalena respiró ampliamente.

Libre de la cota, la mulata volvió al espejo, vióse en él, y a toda prisa se pasó la vaporosa borla por el rostro. Aliño nocturno y embriagante requerido por una naturaleza voluptuosa.

—Enciende la lamparita y apaga la vela.

Obedeció Carmen. Magdalena echó las colgaduras de la cama, santiguándose en un tris y hundió su cuerpo entre las sábanas.

Momentos después, los vagos reflejos de la lámpara alumbraban con apacible luz una figura femenil, semidesnuda, y proyectaban sobre el muro una sombra esbelta y graciosa que se movía lenta y triste.

Carmen no tenía sueño: de buena gana se hubiera ido a vagar, sin rumbo, por calles y plazas. Al arrebujarse en la cama el frío de las ropas calmó un instante su agitación; luego que éstas se entibiaron volvió a sentirse inquieta, como si tuviera calentura. Tal vez aquello sería producido por el cognac con kermann bebida que, al decir de la de Jurado, era como fuego. La pobre muchacha daba vueltas y más vueltas sin poder conciliar el sueño. Dos o tres veces volteó las almohadas para refrescar en el lienzo frío las abrasadas sienes. Nada era bastante a mitigar aquella irritación. Estaba hastiada, y más que hastiada asustadiza. Mil y mil cosas se le venían a la memoria: primero, su padre, para quien no tenía ni afecto ni cariño, y a quien temía. Guadalupe le había dicho muchas veces que era en extremo severo, y desde muy niña se acostumbró a verle con temor. ¿Qué diría don Eduardo cuando supiera que estaba en aquella casa? ¿Lo aprobaría? Para alejar estas ideas cerró los ojos, tratando de ver con insistencia a través de los párpados. Al principio no percibió nada. Luego creyó descubrir, vaga, informe, como un faro lejano, la llama de la lamparilla, cuyos fulgores se iban extinguiendo rápidamente, hasta que aquella claridad se perdía en un mar de sombras. De aquel abismo negro fue surgiendo una figura conocida, simpática, amable, la figura de un joven garrido y airoso: Gabriel, con su elegante traje dominguero. Pero luego volvió la oscuridad, y de los abismos de aquel oleaje fue saliendo otra figura distinguida, delgada, pálida como si fuera de alabastro: la imagen de Alberto, que pasó como un relámpago y antes de deshacerse tomó proporciones grotescas.

Entonces Carmen abrió los ojos, fijó la mirada en el muro, tan cercano que a poco que ella se moviera casi podía tocarle con la frente, y dióse a buscar en las sinuosidades y desconchaduras de la pared figuras regulares, círculos, rombos, cuadrados, que a poco se convertían en perfiles de caras burlonas, una de las cuales era tan semejante a la de Salomé que la muchacha no pudo menos que sonreír.

—Si mi mamá —discurría—, si mi mamá viviera, ¿qué diría al verme en esta casa? Porque si es cierto que Malenita es muy buena, y muy desprendida, como dicen que no está casada con don Juan, y antes vivió con otro, mamá no permitiría que estuviera yo aquí, ni un solo día.

Con tenacidad fastidiosa volvía a su mente el rostro de Gabriel. Sombra de una ilusión desvanecida tornaba cariñoso, sencillo, enamorado a veces; otras irritado, desdeñoso, insultante. Sentíase Carmen arrastrada hacia el mozo por secretos impulsos; pero al considerar que el ebanista no podía darle cuanto ella por su hermosura y origen merecía, le alejaba de su mente, y Alberto se le aparecía aristocrático, fino, insinuante. Se imaginaba estar al lado de Gabriel, y le veía vulgar, indiferente y frío, oliendo a madera recién labrada, a serrín húmedo. Se imaginaba estar al lado de Alberto, y, ¡qué diferencia! Éste abría sus brazos embriagándola con el perfume de sus vestidos; la estrechaba con pasión, con frenesí, con una fuerza que la sofocaba, y miraba los ojos negros de su nuevo amante, vivos, ardientes, que la dominaban sin que ella pudiera resistirlos. De pronto la simpatía y el amor que Rosas le inspiraba se cambiaron en desprecio, en odio. ¿Por qué? ¡Quién sabe! Le ocurría rechazarle, ofenderle, despreciarle, colmarle de injurias. —¿Por qué? —se preguntaba, y no sabía qué responderse—. Reía, y fingiéndose que Alberto la abrazaba, iba reclinándose en el joven, dejando caer desmayada la ensoñadora cabeza sobre el pecho de aquel hombre que la amaba profundamente, que iba a ser su esposo y sacarla de la triste condición en que yacía. ¿Y si Alberto sólo quería abusar de su debilidad? No, eso no; ella sabría triunfar en la lucha… ¿Por qué no? Dominada por ese temor se proponía no verle más, olvidarle para siempre… Al llegar aquí de tan locos fantaseos, acudía Magdalena, lanzando una de aquellas carcajadas burlonas que tan cruelmente lastimaban el corazón de Carmen, y, burlándose, decía: —¡Tonta! ¿Qué más quieres? ¿Quedarte siendo como tu mamá una triste lavandera? ¡Cásate con Gabriel que está que rabia por ti!… ¡Cásate con el carpinterito para que te mate de hambre! Es muy elegante, ¿no lo ves?… ¡Cásate y verás!…

Por fin un sopor dulce y grato invadió su cerebro; plácido enervamiento se apoderó de ella; las imágenes de cuanto tenía delante fueron achicándose poco a poco, y se quedó dormida.

Dormida se volvía y revolvía de uno a otro lado, presa de penosa fatiga. Sufría, sin duda, una pesadilla espantosa y terrible… Soñaba que después de ser la querida de Alberto, éste la abandonaba, y extenuada, enferma, haraposa, entraba en un hospital para morir allí, como mueren esas desventuradas que arrastran su vida miserable por el hediondo fango de los lupanares… Gabriel, sólo Gabriel tenía compasión de ella y le veía con ojos compasivos; pero esto era muy duro y penoso, porque la bondad del muchacho despertaba en su alma remordimientos horribles; a la compasión del ebanista prefería el desprecio y el olvido de todos, el odio y la venganza del ofendido amante.

Estaba en el hospital: había llamado e iban a abrirle la puerta de aquel edificio sombrío de donde no saldría jamás.

Quería gritar y no podía: la voz le faltaba; se quejaba y ninguno prestaba atención a sus quejas; necesitaba llorar y sus ojos estaban secos, quemados por la fiebre. Hizo por fin un esfuerzo supremo para gritar y… despertó.

Estaba bañada en sudor. La luz de la lamparilla vacilaba y la oscuridad iba enseñoreándose del aposento.

Eran las cuatro de la mañana; sí, cuatro golpes dio el reloj después de marcar los cuartos. La campana de la parroquia saludaba al nuevo día y su acompasado tañido llegaba tristemente a los oídos de la huérfana.

Volvió la cara: la luz de la expirante lamparilla lanzaba de lleno sus intermitentes fulgores sobre la cama en que Magdalena dormía profundamente.

Quizás porque aquella hora y aquel toque traían a su memoria amargos y dolorosos recuerdos, antojósele a Carmen que no era Magdalena quien dormía allí cerca, sino la pobre mujer a quien debió la vida, que la amó con toda el alma, Guadalupe que se moría dejando oír el ronquido fatal.

La infeliz muchacha, trémula y angustiada, se echó a llorar.

Un golpe de música la hizo saltar estremecida.

En la esquina próxima Olesa y sus músicos tocaban, en obsequio de los bailadores que salían de la casa de Solís, un vals brillante y arrebatador.

¡Cuán hermosa subía a los cielos la festiva música de Waldteufel!

La ciudad leal, Pluviosilla fecunda, la devota Pluviosilla, despertaba. Clareaba el día; una luz opalina inundaba el cielo; las estrellas se iban apagando, una tras otra, como las fugitivas chispas de un papel quemado. Los cerros, irradiando frescura, dibujaban sobre el azulado firmamento sus perfiles rudos, las copas de los grandes árboles y los crestones escuetos.

Cesó la música. Incomparable coro de alegres ruidos y de claras notas llenaban los aires, la madrugadora campanita de Santa Marta gritaba con voz urgente y chillona, llamando a misa: ¡venid! ¡venid! De allá del fondo del valle, cuando soplaba el grato vientecillo, llegaban gorjeos, cantos, rumores del río, susurros de arboledas, y el eco majestuoso de un tren de carga que, en los cruceros y en los puentes, lanzaba el silbido vibrante y lumínico de su doble máquina.

XIX

A las primeras inciertas claridades sucedieron rosados fulgores que se desvanecían en violadas ondas; el rosa se tornó en púrpura, y poco a poco se hizo más y más vivo, más intenso, hasta tomar el color del fuego y convertirse en un amarillo deslumbrador.

Huyeron las sombras que dormitaban en las vertientes y en los mil repliegues de la cordillera; huyeron, desgarrando sus capuces en los picachos. El volcán parecía envuelto en una gasa de oro. La luz inundó el valle, y haciendo espejear las vidrieras de los edificios lejanos y los azulejos de las cúpulas, centellando con reflejos de plata en los faroles de las calles, suntuoso y magnífico como un soberano persa, el sol apareció en el horizonte, entre dos montañas.

La tórrida Pluviosilla cantaba con las variadas voces de sus campanarios la oración matinal; en uno graves; en el otro agudas; aquí desapacibles y desentonadas; más allá sordas y tristes. Dispersáronse cuantos oían la música, hastiados, soñolientos, menos tres que conversaban en el zaguán del patio de San Cristóbal: Tacho, Enrique y Gabriel que se les reunió al salir del baile.

—En tu lugar quisiera yo estar —dijo Romero—; al pico, al puro pico, como el gallo de mi tata don Trini, le ganaba la pelea. ¿Tú la quieres?

—Sí. ¿Para qué negarlo?

—¿La quieres mucho? ¿Tanto que te casarías con ella?

—¡Sí, hermano! Ya lo sabes: yo no he querido así a ninguna. He tenido novias, pero de pura chirla.

—¡Tonto! —exclamó Enrique—. ¿Crees que no hay más que esa mujer en el mundo? ¡Lo que sobra! No te cases, chico; aunque ella te lo ruegue, aunque te agarre del brazo y te lleve a la parroquia.

—¡Eso! Mira, Enrique: yo antes animaba a éste; ahora no. Ya se lo dije… ¡No ves que se ha vuelto alegre y que le parte al roto como un nopalapeño puntal! De todo lo que te pasa tú tienes la culpa.

—¿Qué culpa tengo yo de haberla conocido? Yo hubiera sido muy feliz con ella. Así como ella era, así la deseaba yo; así quería mi pobre viejita una mujer para mí. ¡Tan buena! ¡Tan bonita!

—¡Así hay otras… —advirtió Enrique— muchas, muchas; donde menos se piensa, al doblar una esquina!

—¡Eso! No te achicopales, manito. Te ahogas en poca agua. Haz como yo; nunca tomo a lo serio el amor… Será porque no leo como tú tantas historias. Aprende a nosotros: ni éste ni yo dejamos que se nos enreden los pies. Chirla con todas, hermano, y ¡nada más!

—Confórmate, chico: enamora a otra; pártele a la hija de don Pepe. Le paras con modo, y verás cómo entra; olvidas a la Calandria y te casas con Chole. El mejor día truena el viejo, y heredas el taller, la casa, y ¡cátate tú!… ¡ya no tienes por qué apurarte!

—Déjate de bromas con éste, Enrique. No le digas el apodo de la muchacha porque luego la repela.

—Oye, Poncianillo: ¿quieres oír un consejo?

—Sí.

—Pues mira como haces; con maña le tumbas el perro a ese catrín. Álzate a Carmen: como puedas… si es preciso… ¡a fuerza!…

—¡Y me llevan al Hotel Aramberri!

—Pero luego sales, como yo salí, cuando aquello de la retinta…

—No, ni siquiera entras… Buscamos un licenciado picudo, lanzón, que hable por ti… ¡y ya está! Te costará; eso cuesta; ¡pero nada más!

—¡No, yo no quiero eso, porque la quiero con toda mi alma!… ¡Cómo voy a portarme así con ella! ¡Si la he querido con toda mi alma; si la quiero tanto!

—Y ella, dime ¿te quiere? ¿te paga con el mismo amor?

—¡Quién sabe!

—¡Quién sabe! Tienes duda… tienes duda… ¡Con razón, Poncianillo! Yo te quiero; eres mi amigo, y con los amigos debemos ser francos: pues bien, no vuelvas a pensar en ella, ni a verla… Nosotros seremos reatas, endiantrados, lo que tú quieras, pero no pasamos porque las mujeres nos engañen; y ésa, ésa te está engañando. Aguántate, chinito, como los hombres, y no vayas a emprenderla con don Alberto. ¡Él hace su lucha… bueno! Está en su derecho. ¡Tú y yo haríamos lo mismo…! Si ella lo hace formal… ¿qué culpa tiene él?

—Entonces… ¿como si no existiera?

—¡Eso! Yo tengo miedo de tu carácter arrebatado. Tienes el genio muy caloroso, y es preciso contenerte. Que vayas al hotel porque te robaste a la palomita, pase; así fue éste, y tan amigos como siempre; pero no por cuchilladas, ni cosas así. ¡Cuidado, mucho cuidado! Ya lo sabes… Un hombre no mata a otro sino en último caso, antes de que lo maten a él. ¡Adiós, chico!

—¿Se van?

—Sí, a dormir…

—¡Pues adiós!

—¡Adiós!

Romero dio en el hombro una palmadita cariñosa a su pobre amigo, y se fue. A los pocos pasos se detuvo.

—Oye: ¿nos vemos esta noche?

—¿A qué horas?

—A las siete.

—¿En punto?

—En punto.

—¿En qué parte?

—En la barbería de éste.

—Conformes.

—¡Adiós!

—¡Adiós!

Y los buenos amigos se alejaron. Gabriel entró en su casa, desayunó, y se acostó. El sueño, el benéfico sueño que alivia los dolores y vuelve la paz al espíritu, embargó sus sentidos. El ebanista durmió tranquilamente. Al despertar se sintió más sereno y resignado. Iba en busca de su amigo, cuando al pasar por la casa de Magdalena, vio a la Calandria que estaba en la puerta.

—¿A dónde vas?

—A buscar a Tacho —contestó con indiferencia y frialdad, y tan desdeñosamente, que Carmen se sintió ofendida—; me está esperando.

—Tenemos que hablar esta noche… ¿no te acuerdas que así lo convenimos?

—¡Ah! ¡No me acordaba!

—¿No te acordabas?

—A las doce, ¿no?

—En punto. No faltes…

—No faltaré. Tenemos que hablar mucho, mucho…

—¿De veras… vienes?

—Vendré.

—Pues, ¡hasta luego!

—¡Hasta luego!

Fuese el mozo, y la joven se quedó pensando; —Gabriel ya no me quiere. ¡Tiene razón!

XX

Alberto, según su costumbre, dejó el lecho ese día cuando el sol estaba casi a la mitad del cielo, y después de apurar en su gabinete una gran taza de café con leche, que de ordinario encontraba insípido y detestable, principió la obra dilatada de arreglar sus cabellos.

Los de Alberto eran recios e indómitos, y tanto, que a pesar de los variados cosméticos y exquisitas pomadas de su tocador, más provisto de esencias y aguas olorosas que el de una tiple de zarzuela, necesitaba nuestro precoz tenorio una larga hora para quebrantar con el peine aquel pelo rebelde, y disponerlo sobre la frente pálida en ondas suaves y simétricas. Terminada esta tarea, que parecía interminable, comenzaba la no menos laboriosa e importante de anudarse en torno del alto y níveo cuello inglés, que más tenía de muralla que de tal, la fina corbata, en tanto que el paciente criado repasaba el cepillo, por centésima vez, sobre los pliegues del pantalón correcto y del ceñido levitín que caían como pintados sobre el demacrado cuerpo de su dueño.

Lucido y como pisando flores salió Alberto rumbo a la más frecuentada cantina de la ciudad, en busca de sus amigos predilectos que allí se reunían sin falta, cada día, abundantes de noticias y tan deseosos de charla como de aperitivos y de amargos.

El establecimiento, fresco y aseado, principiaba a recibir a sus habituales concurrentes: entristecidos cesantes, muchachos precoces, comerciantes en huelga, jugadores de oficio, calaveras cansados, lechuguinos tardíos y políticos en campaña. Unos leían los periódicos; otros daban noticia de la lucha electoral cuyas recientes escaramuzas preocupaban a muchos; algunos fumaban indolentes, como un jefe de caravana a la puerta de su móvil morada, y los más referían lances de crónica escandalosa subiditos de color.

Los empleados y sirvientes, que, cosa rara, no tomaban parte, por aquel momento, en la conversación de los parroquianos, de pie tras el mostrador, frente a los quesos incitantes y los fiambres apetitosos, o recostados contra los escaparates llenos de botellas, conservas y pastas ultramarinas, parecían otras tantas estatuas de la Diligencia en reposo, o, mejor dicho, de la Curiosidad indagadora.

No faltaban allí, detrás de los cristales, los billetes de la Lotería Nacional, ni el retrato litográfico de una diva, prometida al público filarmónico por una empresa obsequiosa, junto al periódico desinteresado y celoso de la felicidad pública, que acababa de dar a los cuatro vientos de la fama y de la gloria la vera efigie del candidato en discusión (esperanza de politicastros largo tiempo echados en olvido), la cara sonriente de un Cincinato futuro, prometedora y amable, entre los anuncios patrióticos de las fábricas de cigarros, los tarjetones pregoneros de las excelencias y méritos de los bizcochitos de Olibet & Fréres y los programas voceadores del Circo Orrin, que anunciaban nuevos volatines y equilibristas habilidosos.

Tres divinidades tenían allí altares y culto. Baco, no aquel que los pintores de antaño coronaban de pámpanos, sino el moderno, el que yo pintaría festivo y risueño, pálido el rostro, calado el honguillo picaresco y arrellanado en cómoda poltrona, apurando un vaso de cock-tail fragante y helado; el dios de la gastronomía contemporánea, refinado, dispéptico; y Birján, el inmortal Birján, que contra leyes y ordenanzas prohibitivas, en el silencio de la noche, en público secreto y a la luz del petróleo, enciende sus trípodes y congrega a sus pontífices en torno de las aras cubiertas con el tapete verde.

En aquel santuario aguardaban a Rosas tres amigos: Carlos Frisler, Alcibíades Cortina y Pepe Muérdago, flores de la pollería andante y lustre y decoro de una generación progresista e ilustrada, llamada con justicia por los periódicos risueña esperanza de la patria.

Como Alberto, Alcibíades y Carlos procedían de familias ricas y honorables, y eran muchachos finos, simpáticos y muy queridos y populares por lo desprendidos y francotes. Muérdago era el tipo exacto y completo de esa juventud bulliciosa y ardiente de la clase media, sin lucro ni patrimonio, que a las estrecheces e insaciables deseos de la pobreza aduna los hábitos y refinamientos del procer; de esos jóvenes inteligentes y de singulares aptitudes, sin amor al trabajo, con todos los vicios y preocupaciones del potentado, que se volarían la tapa de los sesos antes que ponerse a ganar honradamente el pan en un oficio humilde; incapaces, en su haraganería placentera, de llegar a conquistarse por medio del talento, del estudio y de la probidad un lugar distinguido junto al ingeniero prestigioso que horada las cordilleras para dar paso a la locomotora, o al lado del médico generoso que alivia los dolores, o entre los jurisconsultos defensores de la verdad y de la justicia; criaturas ineptas para las combinaciones y negocios mercantiles por falta de constancia y sobra de ambición.

De natural y vivo ingenio, de carácter flexible, en el cual la dignidad y el decoro se habían ido aniquilando día por día, supo, desde sus primeros años juveniles, hacerse de amigos ricos y pródigos, con los cuales subía y bajaba, figurando de actor o acompañante en toda aventura escandalosa, viviendo a expensas del bolsillo ajeno, sin parecer cargante ni causar molestias, complaciente y llevadero, amable y solicitado por todos.

La lucha por la vida había llegado a ser para Pepe, merced a tan altas prendas de su maleable condición, una cosa que sólo podía preocupar a los bobos y a los necios. Muérdago sabía vivir: comía, bebía y gozaba, a la sombra de sus amigos, y vestía como ellos. Quién le cubría una deuda; quién le cedía en el juego, una noche feliz, parte no exigua de la ganancia; y frecuente era el caso en que, al verle averiado, como él acostumbraba a decir con sus chistes geniales, le tomaran por el brazo y le llevaran a una sastrería, donde el joven elegía a su gusto telas y vestidos sin pararse en calidad o precio, seguro de que ni Rosas, ni Frisler, ni Cortina harían la más breve objeción. Él, a su vez, pagaba tan fina amistad y tales muestras de cariño con ilimitada admiración, defendiendo a sus amigos de toda censura, encomiando a troche y moche, viniera o no al caso, cuanto les pertenecía o se relacionaba con ellos: su buena figura, su valor temerario, su riqueza, sus caballos, la hermosura de sus queridas, su firme cabeza para beber y su audacia para los amorcillos peligrosos y de riesgo.

Ninguno más discreto que él para estos asuntos; nadie más a propósito para jugar una mala pasada a quien con tan guapos chicos se juntara, sin ser de la hermandad, y pocos más hábiles para burlarse de un muchacho tímido o de un anciano irascible, y arreglar en el terreno, o en la fonda, una cuestión de honor. Era Muérdago furibundo taurófilo, por lo cual le habían puesto un apodo ilustre en los anales del toreo. Pepe fue quien dio principio a la conversación.

—Míster Alberto, ¿qué te hiciste anoche?

—Me anduve por esos mundos, Cuchares.

—¿De aventura? —dijo Frisler.

—De parranda… —agregó Alcibíades.

—Ya me lo imagino: corriéndola toda la noche… ¡Ni siquiera das parte!

—¡Ya lo saben! Me pierdo algunas veces, y ni Satanás daría conmigo. El otro día no pudo Pepe hallarme en toda una semana…

—¡Cierto! Le busqué por todas partes y no pude dar con él…

—¡Ya supimos dónde estabas!

—Sí, porque yo se lo dije a Carlos…

—Te vi entrar en cierta casa… Conozco yo a una damita de ojos negros y pies así, de este tamaño, que no bebe más que champagne y de la Viuda.

—¡Bocado de rey! —exclamó Pepe—. ¡Tienes una suerte fenomenal!

Los cuatro se sentaron alrededor de una mesa. El criado se acercó.

Era pariente de la madre de Gabriel y vivía en el patio de San Cristóbal.

—¿Qué pongo? ¿Qué toma usted, don Alberto?

—Cock-tail.

—¿Y ustedes?

—Carlos, cognac; Pepe y yo lo de siempre… ajenjo.

Pronto los jóvenes quedaron servidos.

Alberto se llevó el vaso a los labios, bebió un sorbo, y después de limpiárselos, en voz baja y con gran misterio, dijo:

—¡Se me logró!

—¿Qué cosa? —prorrumpieron en coro.

—Calma, chicos. No se puede decir todo de un golpe. Anoche estuve en un baile, con una muchacha de pe, pe y doble u.

—¿Carlota?

—No.

—¿Luisa?

—Tampoco.

—¡Cuenta! ¡Cuenta!

La conversación siguió en voz alta.

—No; una que vive con la querida de Jurado, el redactor de El Radical.

—¡Ah! —exclamó Pepe, con una expresión de fisonomía que daba a comprender que estaba en autos—. ¿Aquella del jardín? ¿La de aquella tarde?

—La mismita. Supe, hace tiempo, ¿verdad, Pepe? que allí vivía, y me dije: ¡Ya verás! Me apersoné a mi hombre, a Jurado, y tramé mi plan. ¿Recuerdan ustedes que hace poco estuvo aquí el general Mendieta? ¿Sí? Pues bien, busqué a Jurado, y, llamándole aparte, con mucho misterio, le dije: que tenía encargo del general de fundar un periódico que sostuviera la candidatura de un alto personaje, para la gran silla; que me parecía más conveniente que un periódico, acreditado ya, tomara a su cargo la empresa; que Mendieta estaba dispuesto a soltar la plata; es decir, no él, sino los partidarios del candidato, los cuales le darían cincuenta pesos mensuales si trabajaba en favor de su amigo; que me dijera si le convenía mi propuesta, para avisarle al general; que si el asunto quedaba arreglado pusiera desde luego la candidatura. No olvidé decirle, para echarle al lienzo, que yo, por simpatías particulares hacia su persona, y por ser partidario de los santos principios que con tanta gloria defendía en su periódico, daba ese paso y me dirigía a él, pues Mendieta quería tratar con el dueño de El Contemporizador para arreglar el negocio; que, en una palabra, no olvidara mi buena voluntad para con todos los hábiles redactores de El Radical. El caballero me contestó: que El Contemporizador era el periódico menos a propósito para el caso, porque en época no lejana se había mostrado hostil a la reelección, simpatizando grandemente con el partido que se llamó regenerador. Parecióle corta la cantidad de cincuenta pesos, por ser muy subido el gasto de imprenta y redactores, necesarios para la proyectada campaña; pero… que… en fin… aceptaba, con la esperanza de que, visto el éxito, los interesados se mostraran más generosos y dieran a los ardientes paladines de El Radical la recompensa merecida.

—Sí —interrumpió Alcibíades—: una credencial de diputado por el distrito más lejano, donde ni de nombre es conocido el joven literato y distinguido jurisconsulto don Juan Jurado.

—Eso es; que El Radical, valiente y heroico defensor de las instituciones y fiel amigo del bien público, estaba dispuesto, de antemano, a sostener la candidatura de que tratábamos; no por medro, que sus ilustrados compañeros, lo mismo que él, no se vendían, y que todos eran dignos, independientes y buenos ciudadanos a carta cabal, y antes romperían la pluma y abandonarían el estadio periodístico, que combatir por quien no mereciera el sillón presidencial; sino porque todos creían, sinceramente, que la reelección era tan oportuna como necesaria, y una garantía de paz y de prosperidad para el país. Díjele que agradecía su deferencia y haría recomendación de él, con toda eficacia; que Mendieta, mi buen amigo Mendieta, era un hombre franco, austero y sencillo, y que, con semejante apoyo, no sería remoto que en el período próximo viera yo a mi buen amigo Jurado en los escaños del Congreso Federal.

»El rostro de mi hombre resplandeció de júbilo, me dio las gracias, y como prueba de gratitud me convidó a comer, a casa de su querida, una trigueñita retostada y entradora como un toro de Ateneo.

»Así, chicos, me puse en contacto con la palomita, la cual riñó con la vieja que la cuidaba por orden de su padre; dejó a su novio, un charrito elegantón, y ahora vive con la querida de don Juan. ¡Ésta, chicos, me hace un tercio fenomenal, y la cosa avanza que es un gusto!… ¡Jurado está en la Costa, adiestrando a un juez novel en los tiquismiquis de la justicia, y yo, arreglado con la muchacha!

—Bueno —preguntó Pepe, después de apurar su vaso—: ¿es cierto lo de los cincuenta morlacos?

—¡Qué cierto ha de ser! En el primer número de El Radical, después de nuestra entrevista, apareció la candidatura el mismo día que fui a comer con Jurado; de modo que bien puede el candidato darme a mí la plata por haberle proporcionado un defensor, que, aunque valga poco, siempre de algo sirve, y un amigo que no le cuesta una peseta.

—¿Y si mañana te pide los cincuenta?

—Le diré que el general varió de opinión, porque cree que en este distrito, y en todo el Estado, la opinión es unánime y favorable al futuro presidente, el cual hará por tan bondadoso y desinteresado amigo cuanto pueda, luego que tome posesión. ¡La candidatura sigue saliendo; El Radical está rompiendo lanzas con medio mundo, y ya no le queda a mi hombre más que bebería o derramarla!

Los jóvenes celebraron con una carcajada el ingenio de Alberto y chocaron los vasos.

—¡Salud! ¡Salud!

—¡A la de ustedes!

—¡Por el buen éxito de la empresa!

—¡Por la palomita!

—Bien —prosiguió Rosas, encendiendo un habano—; la cosa está hecha. Sólo me falta buscar una jaula para la tórtola… ¡y me la alzo!

—¿Quién es ella, Albertín? Córrela despacio…

—Una chica lindísima, que vive con la querida de Jurado, en el patio de San Cristóbal, allá frente a la tienda de Las Campanas de Carrión…

—¡Ah!

—Una chica, que… —aquí Alberto se chupó los labios— tiene todas las generales de ley… Una muchacha que —Rosas volvió a chuparse los labios—, entre paréntesis, es hija de…

—¿De quién? ¿De quién? —preguntaron en coro los interlocutores.

—Pues ni más ni menos, Carlitos, que del señor don Eduardo Ortiz… y hermana de…

—¡De Lola! —exclamó Alcibíades.

—¡De mi novia, chico! —agregó Carlos—. ¡Por Dios, Alberto, mira lo que haces!

—¿Y qué?

—¡Y qué! ¡Que eso no es decente! —hizo notar Frisler.

—¿Por qué?

—Porque somos amigos.

—¿Y qué pierdes con eso?

—Nada, es cierto; pero don Eduardo…

—Déjate de tonterías, Carlos… Si fuera hija legítima… entonces… ¡Eso sería otra cosa!… Además puede que al fin…

—¡Tienes razón!

—¡Vaya si la tengo!

El criado de la cantina lo había oído todo.

—Oye, Cuchares… Voy a hacerte un encargo…

—Lo que quieras…

Los dos amigos se apartaron de la mesa unos cuantos pasos. Allí hablaron en voz baja:

—Si me saco a mi paloma; ¿a dónde me la llevo?

—¡Lo de menos! Yo hablaré con…

Y Pepe dijo muy quedo un nombre, y dio las señas de una casa situada en un barrio no distante del centro de la ciudad, y no de muy buena fama entre los habitantes de la piadosa Pluviosilla.

—¿Te encargas de eso?

—Yo arreglaré todo.

—Y Alberto volvió a su asiento. La conversación rodó sobre toros y caballos.

A poco el seductor se levantó y viendo el reloj, dijo a sus amigos:

—Adiós, chicos; que les den otra copa… Yo me voy a comer a casa de mi futuro suegro; anoche quedé comprometido a comer allá.

Pagó el gasto y salió. Ya en la puerta, dijo, dirigiéndose a Muérdago:

—¡Cuidado, chicos, con decir algo de lo que les he contado!

—¡Por Dios, míster! —exclamó Pepe—. ¡No nos hagas esa ofensa!

XXI

Gabriel, tendido en el catre esperaba la hora de la cita. ¡Qué lento corría el tiempo! ¡Qué gratos recuerdos acudían a la mente del mozo!

¡Venturosos días, dulces noches de felicidad, idos para siempre! Ella, sincera, cariñosa, tierna; él, ebrio de amor, fija la mirada en aquellos incomparables ojos negros. Carmen, sentada en el catre, medio reclinada en las almohadas, jugando con las puntas de las trenzas; él, frente a ella, mudo, atento a la contemplación de aquel rostro pálido y sonriente, de aquellos labios carminados, húmedos, provocadores, entre los cuales palpitaba el primer beso amoroso como mariposilla que antes de alzar el primer vuelo orea sus alas posada en la virgen corola de una rosa. Ayer eso; hoy desdén, frialdad, engaño, olvido…

El pobre muchacho sufría las amarguras de la primera pena; luchaba contra los impulsos de su corazón y consideraba la magnitud de su desgracia. En vano registraba su memoria, buscando en el recuerdo de las comedias que había visto y de las novelas que había leído una situación semejante a la suya. ¡Ni un caso parecido, ni uno solo!… De aquí concluía que su infortunio era tal y tan grande que no tenía precedente en el mundo.

Una vela, crecida de pábilo, alumbraba la estancia y ardía con llama prolongada y trémula. Las sombras de los muebles se balanceaban en el muro, tomando extrañas proporciones.

Gabriel cerró los ojos. De este modo recogía mejor su pensamiento. En la oscuridad, como que se destacaban más claros los contornos seductores de la huérfana, cuya imagen no se apartaba un momento de la mente del ebanista. Así permaneció largo rato: al cabo abrió los ojos, y, sin saber por qué, se puso a contar las vigas del techo; luego, los ángulos de las paredes, y después haciendo un poderoso esfuerzo de atención, una por una, las casas de la calle principal de Pluviosilla, comenzando en el convento de San Francisco para terminar en la iglesita de la Virgen de los Desamparados. Tres o cuatro veces perdió la cuenta y otras tantas la comenzó de nuevo, hasta que impacientado volvió a la consideración de sus penas.

Engañaban al pobre mozo sus buenos deseos. No; todo era mentira, una horrible pesadilla. Carmen era la misma de siempre: buena, cariñosa como antes, como en los primeros días, como en aquella hermosa mañana en que vacilante, sonrojada, dejó escapar de sus labios la confesión franca e ingenua de su amor. ¿Había dicha como la suya? Ni una nube que empañara el brillante cielo de sus ilusiones y de sus esperanzas, ni una sombra que velara el constelado firmamento de su ventura. Y dióse a soñar con noches serenas, limpios horizontes y auroras de nácar; con lejanas tierras, morada de una eterna alegría. ¡Mas ay! a tanta belleza sucedió el desencanto. La tristeza, esa tristeza que amarga la vida, que entenebrece el espíritu y es un veneno para el corazón, cayó sobre él, impía, abrumadora. Sentía el pecho oprimido, húmedos los ojos. La terrible realidad apareció ante él desesperante y fatal.

¿Por qué, por qué preguntó al monago lo que había visto en casa de Magdalena? ¿Por qué oyó cuanto le dijo Salomé? Y ésta no quería hablar, no quería, hasta que él, empeñado en saberlo todo, le suplicó que no callara nada, absolutamente nada, porque todo lo quería saber, y entonces ella dijo todo, todito… ¿Para qué confió a Tacho y a Enrique los temores que así le tenían acongojado y que como espinas le hacían pedazos el corazón? Angelito con sus noticias: Salomé con sus escrúpulos de beata, y sus pronósticos; los amigos con sus proyectos de seducción, sus consejos y la insensibilidad de su alma, todos le habían hecho mal, mucho mal. Sin duda que Angelito mentía, sí, porque aquello era muy grave, ¡quién iba a creerlo! muy grave. Carmen no era una perdida, una de tantas como él conocía, que así, de buenas a primeras, se dejara besar de Rosas en presencia de Magdalena y del muchacho. Pero el maldito acólito decía y repetía que el catrín abrazó a la huérfana, y que ésta, muy alegre y risueña, presentó los labios para recibir un beso… ¡tronado, sí, tronado, así decía Angelito!… La beata, con mil reticencias y cobardías, protestando que no gustaba de quitar crédito, afirmaba que todo era verdad: una cosa cierta, tan clara, vamos, como la luz del día porque la misma Magdalena le había dicho: —¿Ya sabe usted doña Salo? ¡Le ha salido a Carmela un novio, que, la verdad, hasta envidia le tengo a la muchacha! —que ya eran novios; que se entendían muy bien— ¡que se despachaban de lo lindo, con la cuchara grande! Y como don Alberto no había de casarse con la Calandria, y era malo, malísimo de fama, y a nadie tenía miedo, con la pobre muchacha pasaría lo que con otras; la haría su querida… y luego… vamos, ¿qué más deseaba saber? ¡Quién sabe si a esa hora!… ¿Don Eduardo? ¿Don Eduardo? No haría nada. ¿Cuánto tiempo hacía ya que doña Panchita le mandó la carta? Por allí sí que ni esperanzas… Al principio Tacho y Enrique se burlaron de él; después se empeñaron en sacarle del enredo.

—Una de dos —decía Tacho—: o la dejas para siempre o te la sacas… Lo primero es lo más acertado. Salte de ese lío. ¿No es digna de ti? ¡Pues claro! déjala. Ya las pagará todas, ya las pagará; ya se arrepentirá más tarde de haberte engañado, de haber despreciado tu cariño, de haber pisoteado tu amor. ¿Cómo has de seguir queriendo a una mujer que ofendió a tu mamá? ¡Una mujer así, no es mujer, mándala al tal!…

Enrique decía: —¡Sácatela! Es un cacho de hembra de lo fino… Después… Dios dirá. ¿No quieres ir al Hotel Aramberri? ¿Te espanta la de cuadritos? ¡De poco te asustas! ¡Con un licenciado picudo… eso se arregla en dos patadas!

—Eso no —pensaba Gabriel—: la he querido mucho; la sigo queriendo y… ¡eso no! Me ha ofendido, verdá; pero con eso y todo, no. ¡Como me porté antes me portaré ahora: como un caballero!

La única que —a juicio del ebanista— estaba en lo debido, era doña Pancha. Así hablaron el mancebo y la anciana:

—Mira, muchacho —dijo ella—, la vida es larga, y empiezas a vivir; no te encapriches; eso no tiene remedio, lo mejor es dejarlo. Carmen no es para ti. Yo quiero para mi Gabriel una mujer buena, sencilla, seria, hacendosa. ¡Bien venga el desengaño cuando a tiempo llega! Nos la pegó… ¡Qué hemos de hacer! ¡Tú creíste en sus promesas, y yo pensé que te convenía para esposa! ¡Oye, Gabrielito —sólo cuando se trataba de algo muy grave le llamaba así—, si me quieres, si sabes estimar cuánto te quiero, cuánto te he querido, y lo que he trabajado para hacerte hombre; si eres buen hijo, no le hagas caso, olvídala para siempre! ¿Has de creer lo que voy a decirte? ¿Sí? Pues, oye: hasta hoy no quise decírtelo… El día del disgusto, el día que se fue con ésa… tapadora de Magdalena, yo la hallé, ¡yo!, ¡yo!, hablando en la puerta con ese señor… ¡Más vale que se haya ido! ¡Dios sepa en lo que va a parar todo esto! ¡Ya cumplí con avisar a don Eduardo… pero él no da paso!…

—No ha llegado aún —observó el ebanista, viendo una remota esperanza en la venida de Ortiz.

—¡Olvídala! ¡Olvídala, hijo mío!

Doña Pancha dijo esto bañada en llanto. Gabriel la escuchaba bajo el rostro y fija la mirada en el suelo.

—¿Me prometes hacerlo así? En pocas palabras, Gabrielito: ¿me lo prometes?

—Sí, señora; pero la quiero mucho, mucho, tanto como a usted. Para no pensar en ella más… ¡no, eso es imposible!… ¡para olvidarla, me iré de aquí, lejos, muy lejos!… ¡Si yo en cualquier parte estoy bien!… En la hacienda de don Manuel me darán trabajo… ¡cómo les gustó el mío! Si usted viera qué bien le caí al amo. Iba a platicar conmigo y me convidaba a tomar cerveza. ¡Eso no lo hace con los demás! ¡Lo que sobran mujeres! ¡Y mejores! Ahí está Chole, la hija del maestro. No es echada, señora madre; pero si yo le paro los pies y le digo… pues… yo le aseguro a usted que… ¡vamos, qué responde!…

—Ya se lo dije a Magdalena; ya le conté que tú querías a Cholita, que es buena, trabajadora, muy mujer de su casa, no como Carmen, tan igualada y fantasiosa, que hasta apodo tiene. Ya sabes, hijo, lo que dice el adagio: mujer con apodo, de ningún modo.

Gabriel ofreció a doña Pancha que aquella misma noche hablaría con la huérfana, que le diría cuatro verdades y… ¡adiós para siempre! Mas luego que estuvo a solas, al recordar mejores días, repasando las mil y mil promesas de la muchacha, las entrevistas nocturnas en la puerta o en el cuarto, las canciones melancólicas a la luz de la luna, en el corredor, frente al lavadero, el ebanista vacilaba… ¡La quería tanto, tanto!… ¡Aquello era superior a sus fuerzas! Pero lo había prometido y lo cumpliría.

Dieron las doce. Gabriel saltó del catre y tomando el sombrero corrió hacia la calle. Fue preciso esperar a que se alejara una pareja de trasnochadores que a la sazón pasaba. Dirigióse a la casa de Magdalena; pegó el oído a la cerradura, y nada oyó; dio unos golpes, muy suaves, con las uñas, como si rascara en la madera, y nadie contestó. Silbó, quedo, el dúo de Juramento… se oían pasos… Alguno se acercaba de puntillas, alguno que tropezó con la mesa, porque se oyó un ruido como de copas que chocaban. A poco la puerta se abría y la Calandria apareció en ella.

Vestía de blanco, como en otro tiempo. No estaba cubierta con aquel rebozo que tan bien sentaba a su juvenil hermosura y que cuadraba maravillosamente con la sencilla condición de la muchacha. Esta vez venía envuelta en un pañolón de merino negro. La dulce avecilla canora cambiaba de plumaje; no era ya la humilde lavandera. La hija del pueblo aspiraba a parecer una señorita. La coquetuela no sabía que con aquellas galas estaba menos bella.

—Creí que no saldrías…

—Pensé que me dejabas aguardando…

—Aquí me tienes…

—¿Qué tenías qué decirme?

—Sal… vamos a mi cuarto…

—Mejor hablaremos aquí… quedito, para que no oiga Magdalena.

—Aquí no. Prefiero que no hablemos. ¡Y tengo tanto que decirte! ¿Desconfías de mí?

—No, pero luego las gentes murmuran y dicen…

—Nadie nos ve… Vamos… ¿no quieres ir?

—Vamos —contestó la joven, bajando del umbral a la acera. El ebanista tiró suavemente de la hoja y cerró la puerta.

Mientras Gabriel despabilaba la vela, Carmen, sin dejar el pañolón, tomó asiento en el catre, reclinándose, como de costumbre, en las almohadas, tibias aún, húmedas, más que húmedas, mojadas.

—¿Qué tiene esta almohada, Gabriel? Mira… tienta…

Acudió el mozo y palpó el lienzo. Efectivamente, estaba mojado. Eran lágrimas.

—¡Agua! —contestó fingiendo que reía—. Tal vez cuando me lavé las manos, al coger la toalla que estaba allí…

—Siéntate aquí, a mi lado…

—No, en la silla estoy bien…

—¿No quieres estar junto a mí?

—No.

A esta contestación la muchacha se quedó pensativa. Gabriel la miraba de hito en hito.

—¿Ya no me quieres? —dijo la joven.

—¡Sí, Carmen, como siempre! pero ya no eres digna de mi cariño.

La Calandria avergonzada no se atrevía a levantar los ojos.

—Te entregué mi corazón, pensando que sabrías estimar mi cariño, y me engañé; te amé con toda mi alma, y me has engañado, me has ofendido, me has despreciado… Pon la mano sobre tu pecho, y dime: ¿Me quieres como antes? ¿Como en aquellos días en que temblando, casi sin poder hablar, me dijiste, yo también te quiero?… Responde.

—Sí.

—¿Me quieres como en aquellos días felices en que aquí mismo, en ese lugar donde estás ahora, me contabas tus penas, tus tristezas, tus alegrías, tus ilusiones y tus esperanzas?

—Sí.

—¿Me quieres como en aquellas noches en que los dos, recordando a tu mamá, nos poníamos a llorar?

—¡Sí, Gabriel!

—¿Me quieres como antes, cuando deseabas ser mi esposa? ¿Como en aquellas noches en que soñábamos que vivíamos en nuestra casita, una casita sencilla, humilde, pobre, pero muy aseadita, muy alegre y muy llena de felicidad?

—¡Sí, Gabriel, sí!

—Pues entonces, ¿por qué quieres a otro? ¡Todo lo sé, todo; no puedes negarlo, no lo niegues!

Carmen no osaba levantar los ojos temerosa de encontrarse con la mirada del ebanista, y sólo despegaba los labios para decir: ¡Sí, Gabriel, sí!

—El amor no se da por fuerza. No mientas. Di que no me quieres… ¿Qué necesidad tenías de engañarme?… ¡Ninguna!

—¡Sí, Gabriel; te quiero y siempre te he querido!

El ebanista trémulo de cólera hacía grandes esfuerzos para reprimir su indignación. Al oír esta réplica llevóse la mano a la frente, como si fuera a mesarse los cabellos, y dejando caer los brazos exclamó:

—¡Eso no es amor! ¡Y si es amor, lo desprecio, te desprecio a ti! ¡Si me quisieras no habrías dado tu corazón a ese roto, que será rico, bien parecido, elegante, cuanto quieras, pero que no te ama como yo! ¿Crees que ese hombre, que es un perdido, un borracho, te ha enamorado con buen fin? ¿Piensas que se ha de casar contigo? Es rico, sí, y yo soy pobre… Es decente, sí, y yo soy un miserable artesano… ¡por eso lo quieres! Puede darte cuanto le pidas, ponerte un palacio, vestirte como una reina… sí… ¿pero te ama como yo? No, y no se casará contigo. Tú eres decente, de su misma clase; tu padre no se avergonzaría de ese yerno; cierto que los dos son iguales… pero los ricos con las ricas se casan, los decentes con las que son decentes por padre y madre… Tu padre no se avergonzará de él; pero don Alberto sí tendrá vergüenza de ti… ¡Ese señor, cuando quiera casarse, buscará una muchacha que no lo rebaje; y esa infeliz, porque infeliz ha de ser casándose con ese borracho, esa catrina, no eres tú! En ti no ha visto más que, como ellos dicen, una gata bonita, que no tiene quien vea por ella, abandonada y alegrona, buena para querida…

—Gabriel, no me ofendas…

—¿Ofenderte? ¿Ofenderte yo? Quiero decirte la verdá, la purita verdá, y te la estoy diciendo, para que sepas a qué atenerte, para que no te engañe… Ya me conoces… ¡Tan pobre como franco!…

—¡Eres injusto, Gabriel! Te ciegan los celos.

—Eso crees, eso es la verdá… y así lo dice todo el mundo. No serás tú la primera a quien él engañe; no serás tú la primera a quien deshonre para abandonarla después… ¡Pregunta, pregunta y verás lo que te dicen!

—Si tú me quisieras como dices…

—¡Espera! En mi casa estabas bien: allí tenías respeto; allí vivías en una casa pobre, pero honrada… Te creíste de esa mulata… ¡qué hemos de hacer!, ¡tú lo quisiste! ¡En mi casa hay pobreza… Yo no me abochorno de ser pobre! ¡Allí no hay riqueza, ni festines, ni copas, pero allí todo el mundo anda derechito!…

—No tengo yo la culpa. Si salí de allá no fue por mi causa…

—Sí, mi mamá te llamó al orden porque te sorprendió hablando con ese señor… No lo niegues… al otro día del festín…

—No lo niego, es cierto; pero no fue por nada malo…

—Entonces lo negaste…

—No lo negué.

—Sí. Creíste que mi mamá por interés… por tu dinero, porque quería que yo me casara contigo… ¡Tu dinero! Ni lo quiero, ni lo necesito… ¿estamos? Nunca pensé en eso. El dinero es bueno, pero no a costa de la dignidá… Lo negaste, sí; ahoy ya no lo negarás; todo se sabe, todo lo sé. Anoche en el baile todo el mundo comprendió lo que pasaba… y a lo que fue ese señor… Tacho, Enrique, Solís, Camilo, toditos… Te olvidaste de quién eres y le has correspondido…

—Es cierto, yo no lo niego; pero fue porque Malenita me comprometió… ¡como lo quiere mucho!

—¡Mulata maldita! ¡Y hay quien diga que ese roto te abraza y… te besa!

—¿Quién te ha dicho eso?

—Quien lo ha visto.

—¿Y quién lo vio? Dímelo.

—No es necesario… Se dice el milagro, pero no el santo…

La joven estaba abatida, avergonzada.

—¿Es cierto o no es cierto? Di… di…

—¡Sí, Gabriel… perdóname! ¡Perdóname! ¡Mi falta merece perdón!… ¡Yo me arrepiento, perdóname!

La pobre muchacha se retorcía las manos suplicante.

—¡Ya lo ves! ¿Y dices que me quieres?

—Estoy arrepentida… Arrodillada a tus pies te pediré perdón… ¡Sólo a ti te quiero! Perdóname como yo te perdono otras cosas…

—A mí, ¿qué?

—¿Qué? Que enamoras a Chole, a la hija de don Pepe…

—No es cierto.

—Tu mamá lo ha dicho.

—¡Puede! Y aunque así fuera… ¿Si tú ya no me quieres, si tienes relaciones con otro, no estoy en mi derecho para pensar en otra mujer? ¿En otra que sea mejor que tú? Pero no lo he hecho, porque te quiero con toda mi alma.

—¡Si me quieres, Gabriel, si me quieres como dices, perdóname! Todo se puede arreglar. Anoche me dijiste que volviera a tu casa… pues volveré. Le pediré perdón a tu mamá, de rodillas, como tú quieras; terminaré mañana con Alberto, romperé con Malenita; ¡qué me importa su amistad! y si tú quieres hacerlo, habla con mi padre… hoy llegó de México… habla con él, dile cuál es mi voluntad, y me casaré contigo… pobremente, como se pueda… yo no quiero grandezas…

El ebanista estaba a punto de ceder. El llanto y las súplicas de la huérfana le llegaron al corazón. Callaba… al fin dijo resueltamente:

—No, eso no, Carmen; es imposible. Aquí acabó todo… ¿Perdonarte? No puedo; si dijera que te perdono, mentiría… ¡No me lo manda el corazón! ¡Te olvidaré… si puedo! ¡Eso quiero, eso deseo… quién sabe si podré conseguirlo! No quiero volver a verte… Ésta ha de ser la última vez que nos vemos… Ayer todavía soñaba yo contigo, quería que todo se arreglara… ¿Te acuerdas?… Así te lo dije en el baile… Ahora no… Ofrecí a mi madre que esto se acabaría y se acabará. Ella no quiere, y yo, como siempre, la obedezco.

—¡Gabriel! Ten piedad de mí… Perdóname… volvamos a ser felices… ¡en tus manos está!

—¡Felices! Como una rosa que se marchita así va muriendo mi amor. Así ha ido acabando con mi dicha. No tengo fe en tus palabras, ni confianza en ti. Quien ayer me engañó, me engañará mañana… Si ahora fueras mi mujer, nuestra vida sería una vida de infierno. Mi madre no te quiere…

—Tu mamá es buena, muy buena, yo la conozco. Si yo se lo pido, llorando, de rodillas, al ver mis lágrimas, tendrá compasión de mí, de esta pobre muchacha, de esta huérfana que está como abandonada en el mundo, y que puede ser feliz y hacer feliz a su Gabriel…

—No quiero, no lo quiero, y no has de conseguirlo. Una vez te di mi corazón y tuyo es. Acaso en toda mi vida no podré olvidarte… y te amaré, sí, te amaré; pero no a la Carmen de hoy que se deja abrazar como una perdida, que se deja besar de quien no la quiere, sino aquella que no se desdeñaba de amar a un pobre; que me cuidaba como a un hermano; que me acariciaba tierna y enamorada; aquella a quien siempre respeté; aquella a quien no me atreví a besar, ni aun teniendo su boca cerca de la mía… ¿No es verdá?

—¡Mi Gabriel! —exclamó la joven ebria de amor—. ¿No me quieres para esposa?

—No.

—¿No crees que pueda yo serte fiel y vivir a tu lado, consagrada a ti?

—No.

—¡Pues entonces… óyelo bien, Gabriel que en ello va mi vida!… ¿no me quieres para esposa? pues soy tuya; haz de mí lo que quieras… ¡seré tu querida!…

Carmen se abandonó en el lecho, extendiendo los brazos y apartando los pliegues del negro pañolón. En sus pestañas brillaban como diamantes gruesas lágrimas. Gabriel la miraba atónito, mudo… En los oídos del ebanista resonaban las palabras del barberillo: Es un cacho de hembra de lo fino…

La tentación cruzó por la mente del mozo como un relámpago, bañándole en llamas.

Al fin habló:

—No, Carmen: te amo demasiado para ser causa de tu perdición. ¡Pobre de ti! Seamos dos amigos que después de caminar juntos muchos días, se separan para no volverse a ver…

Al decir esto se levantó. La huérfana hizo lo mismo y se acercó a él, echóle los brazos y atusándole el bigote dijo con infantil dulzura:

—¡Aún es tiempo, Gabriel! ¡Quiéreme como yo te quiero!

Y esperando la respuesta, como en mejores días, continuó:

—¿De quién son estos oji… tos ne… gros? —La joven fijaba su mirada en los de Gabriel, y al ver que estaban llenos de lágrimas sintió que la voz se le ahogaba en la garganta—. Venciéndose repitió:

—¿De quién son estos oji… tos ne… gros?

El mozo no respondía. Su energía flaqueaba, vacilaba… Sentía impulsos de ceder, de abrazar a la joven y cubrir de besos aquel hermoso rostro.

—¿De quién son esos cabellos rizados, estos chi… ni… tos ne… gros?

Gabriel seguía mudo, baja la vista, caídos los brazos, sintiendo que el corazón se le salía del pecho. La muchacha seguía acariciándole.

—¿De quién son estos labios? —Y al decir esto tomó apasionadamente la entristecida cabeza del mancebo, e iba a besarle…

—¡No! —gritó indignado el mozo, dando en el suelo un golpe con el pie, y apartando a la huérfana—. ¡Me matarías! ¡Todavía tienes en la boca besos de otro!…

Y se arrojó en el lecho sollozando.

Hubo un largo rato de silencio. Carmen permanecía inmóvil. No podía llorar; la tigre del despecho se agitaba terrible en su corazón.

Incorporóse Gabriel, abatido, trémulo; se acercó a la huérfana, y, tomándole las manos, le dijo con acento entristecido y blando:

—¡Carmelita… vete! ¡No quiero volver a verte nunca!

Cuando la Calandria iba a salir, Gabriel la detuvo:

—¡Oye: si algún día te ves pobre, abandonada de todos, en la miseria, llámame, llámame, y yo iré, como un hermano fiel y cariñoso, a consolarte, a llorar contigo, y si tienes hijos…! ¡yo seré como un padre para ellos!

XXII

El criado que oyó en la cantina la conversación de los lechuguinos resolvió contar a doña Pancha y a Gabriel cuanto había escuchado; pero el ebanista no pasó por la acreditada taberna en todo el día, y cuando el mesero llegó a la una y más de la madrugada, al patio de San Cristóbal, todo el mundo dormía.

—Mañana —se dijo—, antes de irme… —y así lo hizo—. El ebanista estaba ya en el taller. Era martes, y como todos hacían san lunes había mucho trabajo. No despegó los labios durante el desayuno, y desayunó mal. Al salir, puesto ya el sombrero, volvióse a doña Pancha, diciendo:

—Señora madre… ¡Ah! Se me olvidaba… ¡ya vino don Eduardo!

Y sin aguardar la respuesta salió silbando el famoso vals Sobre las olas. Quería que la buena anciana creyera que la terminación de aquellos amores no le apenaba ni afligía.

Doña Pancha decidió ver al capitalista y ponerle al tanto de lo que había acaecido. Iría a las doce, después de echar en jabón la ropa de Gabriel. Pero luego que supo los proyectos de Rosas, y aunque creía que en el dicho del caballerito había mucho de jactanciosa vanidad, pensó:

—Hay que andar listos…

Acto continuo se peinó, se engalanó con las mejores enaguas, con un rebozo tornasolado, el de las grandes fiestas, y se fue derechito al escritorio.

Allí estaba Ortiz. Recibióla el capitalista con mucho afecto, y luego que se hubo enterado de todo:

—¿Alberto Rosas? Tiene usted razón —respondió—, eso es grave; pero ya le jugaremos una burla a ese caballerete. Agradezco a usted mucho, doña Francisca, lo que ha hecho por la muchacha. Ahora iré a verla. ¡Si yo hubiera estado aquí! Allá, en México, recibí una carta de esa doña Magdalena, de quien usted me habla… Dígame usted: ¿esa mujer es la que vivía con el españolito de La Santanderina?

—La misma que viste y calza, señor; la misma. Después estuvo con un oficial que le daba unas tundas, que… si sigue con él, a estas horas estaría ya enterrada. ¡Ahora, si usted la ve, tamaña de gorda!

—¿Y ahora quién la sostiene?

—Don Juan Jurado, el secretario…

—¡Ya! ¡Ya! Lo conozco…

—Hoy está en Tierra Caliente.

—Yo arreglaré todo. ¿Se acuerda usted de aquel padrecito que despachó a Guadalupe?

—¿El padre González? Sí.

—¿En dónde vive?

—A la vuelta de Santa Marta… en la casita nueva… frente a La Iberia.

—¿Y no sabe usted? Se va…

—¿Para dónde?

—A un pueblo… de cura… De mañana a pasado… Yo lo sé porque una vecina, doña Salomé, me lo ha dicho… ¡como su hijo, Angelito, se va con el padre! Ya doña Salo (así le decimos los de la casa), está arreglándole la ropa que ha de llevar…

—Gracias, doña Francisca. Yo le debo a usted algo, ¿no es verdad?… ¿Cuánto?

—Nada, señor… No se mortifique usted.

—No; es justo… ¡Cuentas claras conservan amistades!…

A poco salía doña Pancha. Ortiz le había pagado cuanto le debía; y algo más que la anciana no recibió sino después de muchas instancias de don Eduardo. No iba satisfecha: hubiera querido armar, con apoyo de Ortiz, la de Dios es Cristo, y referir al capitalista la vida y milagros de Magdalena, con todos sus pormenores. No fue posible: don Eduardo estuvo serio y conciso.

No bien salió la anciana, el viejo soldado de Miramón se dirigió a la casa del vicario. Por el camino iba pensando en el olvido y alejamiento en que había tenido a Carmen, casi en la miseria, cuando Lola gozaba de abundancia y bienestar. Bien visto, ambas eran hijas suyas y no había razón para que la una hubiera vivido en la opulencia, mientras la otra pasaba el día en el trabajo, ayudando a Guadalupe, y luego a doña Francisca. Aquello no era justo; pero no había modo de remediarlo. ¿Traerla a su casa, a vivir con Lolita? ¡No, cómo!… Lola era muy buena, cariñosa, compasiva, cierto, pero al lado de la señorita, Carmen aparecería siempre como una criada… ¡Ni pensar en ello! Carmen carecía de buenos modales. Guadalupe la educó bien, sin duda, para vivir modestamente, pero no para tratar con gente fina… ¡Bastante hizo la pobre mujer! No, ni pensar en ello. Era mejor arreglar aquello como lo había pensado… El padre González le ayudaría… ¡era tan amable, tan obsequioso!…

Cuando llegó a la casa del vicario tuvo que detenerse en el zaguán para dar paso a unos indios que a la sazón salían cargando bultos y muebles. Adentro resonaban golpes de martillo y voces de operarios que hacían fardos y arpillaban cajones. Era verdad: el padre González estaba de mudanza. Ortiz al verle, pensó: —¡Si este buen curita fuera tan bondadoso que quisiera llevarse a Carmen!

El capitalista fue bien recibido. Era natural: el padre tenía fama de atento y cortés.

—Usted perdone, amigo mío: estoy de viaje, y no tengo ni una silla cómoda que ofrecerle…

Ortiz refirió al sacerdote cuanto ocurría, callando por supuesto, lo del rapto proyectado. Al terminar don Eduardo, el padre González contestó con una pregunta:

—¿Me pide usted consejo?

—Sí, amigo mío. Siempre lo he necesitado, y principalmente de quien por su ciencia y conocimiento del mundo ha de dármelo con supremo acierto.

—Pues bien, señor Ortiz… legitime usted a esa joven… ¿Por qué no? ¿No es hija de usted? ¿Sí? Pues recójala usted, llévela a su casa; al lado de usted y de la señorita estará muy bien. Allí no hay que temer… Mañana, el día menos pensado, se casa, y al cuidado de usted no dudo que hallará un marido a pedir de boca…

—Ése fue mi primer pensamiento… pero…

—Comprendido… ¿Teme usted que la señorita, no la reciba con afecto y cariño de hermana? No tema usted; doña Lolita es muy buena… Acaso al principio… después no… Y esa joven sabe conducirse… vivirán como debe ser, como dos hermanas.

—Temo, amigo mío, que mi hija Lola no reciba a Carmen con benevolencia… Temo perder su estimación. Esa pobre joven, por quien usted se interesa tanto, es un constante testimonio de mis pasados extravíos… ¡No, padre, eso no es posible!…

—Dice un adagio… (perdóneme usted lo bajo del estilo) que lo que no es en nuestro año no es en nuestro daño. Persuádala usted a que reciba a esa joven. Con habilidad, con tacto, invocando la nobleza de sus sentimientos… puede usted lograrlo.

—No, señor; Carmen tiene casi la misma edad que mi Lola. Si no guardé fidelidad a mi esposa… ¡respetaré al menos la ternura y el corazón de su hija!

—¡Noble pensamiento, amigo mío! Tiene usted razón.

—Además, padre: Lola ha sido educada en la opulencia, así puedo decirlo, aunque no soy un banquero, porque la he rodeado de comodidades y de lujo; ha crecido y vivido en medio de una sociedad selecta, escogida, mientras que la otra… ¡No tengo que decir nada… usted lo sabe todo!

—Ciertamente. ¿Usted qué desea?

—Una persona, una familia honrada y modesta, de la clase media, de la burguesía, como ahora se dice, que la reciba de buena voluntad… No olvidaré que debo subvenir a todas las necesidades de esa joven…

—Dudo que encuentre usted quien la reciba. Las costumbres del día no son las de otro tiempo… ¡Esos encargos son de muy grave responsabilidad!…

—Algunas buenas señoras… pobres, decentes…

—Acaso podríamos encontrarlas. Siento infinito no poder, amigo mío, prestar a usted ayuda… Ya usted lo ve… estoy de viaje… La Sagrada Mitra me manda a cumplir con los deberes de párroco de un pueblo no lejano… Si no fuera eso, ya buscaríamos; pero, yo vendré, yo vendré, y con calma…

—Ya sabía yo que iba usted a salir para un curato, y le felicito por ello… es un adelanto en la carrera… De allí salen los canónigos… y los obispos…

El padre González sonrió, y, haciendo un gesto de resignación, contestó:

—¡Mil gracias! ¡Voy contento, mas no por eso… Voy contento, por mucho que el aislamiento no cuadre con mis hábitos y mis gustos… Es muy triste en este país la vida del campo!

—¡Una cosa me ocurre, amigo mío! —exclamó Ortiz, llevándose la mano a la frente—. ¿Si contando con la bondad de ustedes Carmen pudiera hacerles compañía?… La señora madre de usted será para mi pobre hija una prudente directora.

—¿Con nosotros?

—Sí, con la señora estará muy bien. Ya tengo dicho que aquí, en la ciudad, hay mil peligros… En el campo… Con el buen ejemplo, al lado de una dama, protegida por usted… Présteme usted ese servicio.

—Lo haría con mucho gusto, señor Ortiz; pero tenga usted en cuenta que ni la edad de mi madre, ni mi carácter eclesiástico son a propósito…

—No lo creo así… por lo contrario… No quiero insistir… pero si usted fuera tan bondadoso que aceptara mi propuesta…

—Soy además joven. ¿Ha reflexionado usted en lo que ese mundo maléfico podría pensar y decir cuando viera en el hogar de un sacerdote, que no es viejo, una mujer hermosa y joven?

—¡No, padre —se apresuró a contestar Ortiz, dominando una sonrisa—; el buen nombre y la conducta de usted lo ponen a salvo de una calumnia villana!

—No, amigo mío; nos han tocado tiempos en que nada se respeta; bien lo sabe usted. Nadie está más expuesto a ser víctima de cobardes calumnias que el sacerdote. El clérigo carga con muchos odios y con terribles injustificados rencores… Vive insultado, escarnecido, ultrajado; sin que la santidad de su ministerio, ni su virtud, ni las canas que cubren su frente sean parte de detener el golpe de ocultos enemigos. Usted sabe muy bien que hay periodistas que viven de comer curas. Así dice un compañero mío… un buen anciano que siempre está de buen humor…

—¡Ciertamente… pero mi nombre, mi posición… algo valdrán en este caso! ¡No tema usted, amigo mío!…

—Eso es una injusticia… bien sé que, por desgracia, no faltan clérigos que olvidan sus deberes… ¡Qué quiere usted! ¡Este barro miserable de que estamos revestidos! Todos respetan la vida privada del mercader, del abogado, del gobernante… hasta la vida escandalosa de la mujer perdida, pero nunca la del ministro del Altísimo. Para él no hay respetos, ni consideraciones, ni justicia… ¡Y si dijeran la verdad! ¡Cada día somos víctimas de horribles calumnias!…

—¿Y sabe usted por qué?

—No.

—Porque el escándalo es productivo… y un sacerdote no exige reparación con las armas en la mano… Pero ¡dejémonos de considerar tanta miseria y tanta cobardía! Acceda usted a mi deseo… ¡Aunque sea por unos cuantos meses!… Escribiré a unas buenas señoras, parientas de Carmen… vendrán a Pluviosilla, y el porvenir de esa joven quedará asegurado.

—No, señor Ortiz.

—Yo pagaré cuanto sea necesario…

—¡Ah! No es por eso, amigo mío. Cuido mucho de mi reputación y de mi crédito.

—Padre mío: si ustedes los sacerdotes, los pastores, no cuidan del cordero, podrá extraviarse en el monte… ¿qué será de él perdido y expuesto a las acechanzas del lobo?

—Está usted parabólico. Cuando la oveja abandona entre los zarzales al cordero, ¿qué culpa tienen los pastores?

—Entiendo la censura, amigo mío. No niego mi culpa. ¡Acepte usted, padre!

—¡Pues bien, señor Ortiz, sea! Dios tenga en cuenta los motivos que me impulsan a faltar por breve tiempo a mis propósitos. He dispuesto que a las cuatro salgamos… Como usted ve, poco falta por recoger. Traiga usted a esa joven.

—¡Gracias, amigo mío! ¡Un millón de gracias! Es usted la bondad en persona. ¡Así gusto de ver al sacerdote; así es digno de las bendiciones del mundo!…

—No es para tanto, señor Ortiz. Tengo mucho gusto en servir a usted …

Don Eduardo no se tomó el trabajo de ver a la huérfana; escribióle una carta, ordenándole que a las tres y media estuviera dispuesta para salir de la ciudad. —«Arregla tu ropa —le decía—; lo indispensable; yo recogeré después lo demás y te remitiré los muebles.» —¿A dónde te llevará tu padre, Carmela? —decía Malenita—. ¿Sabes que tu padre es muy político?… ¡No se ha dignado contestar a mi carta! ¿No le avisas a Alberto? Pónle un papelito… cuatro renglones… para que vaya a la estación.

Así lo hizo Carmen, pero Alberto no recibió el aviso a tiempo. Corrió a la estación. Cuando llegó, el tren había partido.

Don Eduardo fue por Carmen; dio las gracias a Magdalena por la hospitalidad que había dispensado a la joven, y poco después la Calandria iba en compañía del sacerdote, de la madre de éste y de Angelito, camino del pueblo de San Andrés Xochiapan, un lugarejo situado en la boca de la sierra. Allí encontraremos a la protagonista de esta vulgar historia.

XXIII

A legua y media de Pluviosilla, rumbo al Sur, y entre dos derivaciones de la cordillera, que a modo de contrafuertes se adelantan hacia la llanura, presentan los montes una obra inmensa. Allí empieza una serie de valles, fértiles y ricos, que van a terminar en una cañada que a las pocas vueltas se convierte en garganta.

Siguiendo el caprichoso curso de un riachuelo de hondo cauce y silenciosas aguas, serpea un camino de color de ladrillo, recto aquí, curvo allá, sin alejarse mucho de las laderas, asciende gradualmente, y, al fin, decidido a subir, trepa y trepa por los peñascos hasta perderse en los crestones.

En el último de estos valles, a la falda de una vertiente escueta y sembrada de piedras calizas, está situado el pueblo de San Andrés Xochiapan, sobre una loma desde la cual se dominan los plantíos, bosques, dehesas, y el riachuelo, el riachuelo, que allí, frente al caserío, sale de las arboledas y, rompiendo por entre los carrizales y la enea, dilata sus linfas cristalino y gárrulo.

A la entrada del valle hay una eminencia desde la cual se goza de un magnífico panorama.

El sitio es bello: unas cuantas varas de césped y cuatro soberbios álamos de extendida copa. A la sombra de ellos, varias rocas cubiertas de musgo, y en una, en la mayor, tosca cruz de equimite, ante la cual se descubren respetuosos los caminantes, ornada siempre de flores: amarantos, mirasoles, floripondios y sartas de xúchiles.

Aquella altura es un mirador. En el fondo, la garganta con sus peñas gigantescas, su vereda roja, sus desbordamientos de verdura y sus viejos ocotales; a la izquierda, la aldea: el templo ruinoso, la casa del Ayuntamiento con su largo corredor, las chozas humeantes, los huertos floridos y los cafetales umbrosos; a la derecha, la montaña que parece cortada a pico, alta, altísima, estéril, casi desnuda, con algunos grupos de espinosas bromelias y de magueyes montaraces; las unas como manojos de flechas; los otros como si fueran a precipitar en el abismo sus rosetones glaucos; atrás, valles y valles en pintoresca perspectiva, milpas, sotos, rancherías, rastrojos pajizos, sabanas sin término, y a lo lejos, verdes, azules, violáceos, los cerros de Pluviosilla, y el volcán con su brillante corona de nieve.

Hasta aquel punto el camino es ancho, no muy quebrado, y le transitan coches y carretas; pero desde allí desciende rápido y sinuoso; se interna luego en una calle de árboles, sigue después paralelo a un vallado de piedras y entra en el pueblo cuyas primeras casas albean a orillas del ejido.

De las diez de la mañana en adelante, hasta pasado el mediodía, reina en aquel valle majestuoso silencio. Todo reposa adormecido, enervado por el calor. La calina vela con sus gasas, los montes lejanos y las dilatadas llanuras; el agua corre muda, y están inmóviles las frondas.

Es de admirar cómo, en aquel valle, el menor ruido crece y se duplica repetido por las montañas: los golpes del hacha leñadora, el canto de la chicharra, la caída de un tronco carcomido que se rinde al peso de los bejucos y de las orquídeas, el grito agudo y prolongado de los pepes, el tón-tón monótono del tamboril, la queja doliente de la chirimía y el estallido de un cohete volador, que multiplicado por los ecos remeda el tiroteo de una guerrilla dispersa en las alturas.

Mas cuando principia a caer el sol y a refrescar la tarde, soplan rápidos vientos que pasan silbando por las enramadas, columpiando las sonantes hojas de los plátanos y agitando con rumores armónicos el flecado follaje de los ocotes. Cae sobre el pueblo grata sombra; ráfagas del sol vienen a iluminar los rincones más escondidos del valle; el cielo se tiñe de rosa, y en tanto que en los barrancos, en los repliegues de las vertientes y en la espesura de los sotos, mirlos y calandrias, clarines y jilgueros sueltan el canto, a la vera del camino, en los cercados y en torno de la iglesia, la más amable de las flores nocturnas, la maravilla, abre su corola, y los floripondios huelen a gloria.

Hacia aquellos sitios, ya muy cerca de los Álamos y en un destartalado coche de alquiler iba el padre González.

Dentro, en el fondo, el sacerdote y la anciana; en la delantera Carmen y una criada, nodriza del cura, y por ende entrada en años. Afuera, en el pescante, encaramado sobre una petaca y chasqueando la fusta, Angelito, loco de alegría al ver las praderas, los toros que remoneaban en los matorrales o subían del abrevadero, lentos, graves, pacíficos, bajo el testuz, moviendo la cola. La anciana, puestos en el regazo la capa de su hijo y el breviario, contemplaba el paisaje encantador que pasaba ante sus ojos; el cura, con el bastón entre las piernas, se extasiaba ante las pompas de aquella espléndida tarde otoñal, y Carmen, meditabunda y triste, muy triste, pensaba en Guadalupe, en Gabriel, en Alberto; recordaba la última entrevista con el mozo, y sentía en su alma, abrumadora, insufrible, la calma de los campos, la soledad de la aldea, el fastidio de una vida por demás serena y sosegada. Doña Mercedes —tal era el nombre de la anciana— advirtió la tristeza de la joven; sabía su origen, sus pesares, su orfandad, y la compadecía de todo corazón. Acaso la muchacha le impedía, en aquel momento, gozar, como debiera, de la hermosura de aquellos campos.

—Mamá —exclamó el clérigo, apoyando las manos en el bastón—: ¡qué lindo río! ¡qué nubes aquéllas! ¡si parecen de grana!… Vea usted… vea usted… Bendito Dios que crió tantas maravillas…

La anciana inclinó la cabeza hacia la portezuela. El cura seguía mostrándole las mil y mil bellezas del paisaje: una garza que a todo vuelo iba en busca de lagunas distantes; un pajarillo de cabecita roja y vivaracha que saltaba de aquí para allá, listo, alegre, y que posado en una rama, balanceándose, dio tres pitidos, abrió las alas, y se perdió en el bosque; una choza que allá, en lo alto del picacho, dejaba ver, a través de las cañas de maíz con que estaba formada, las llamas del hogar; el humo que se filtraba por la paja del techo, azulado, lento; un becerro pinto, muy seriote y anguloso, tendido en la grama, no lejos de la vaca, la cual dirigía miradas recelosas…

—Todos los que viven en estas cabañas, en esas cimas, y a quienes no conozco y que jamás me han visto, son ya mis hijos… sí, mis hijos… Ya verá usted, mamá, todos serán muy buenos. Los campesinos, quizá por su misma ignorancia, son muy tiernos, respetuosos, sencillos…

El coche subía a la sazón la cuestecilla de los Álamos. Angelito, al descubrir el caserío, principió a gritar: —¡Ahí está el pueblo! ¡Ahí está el pueblo!

—Todo es muy bonito, hijo mío; pero, la verdad, a mí me parece un desierto… El campo es agradable… por la mañana… La noche en el campo me causa un miedo horrible.

—¡No, mamá! —replicó el clérigo, acariciando la frente de la anciana—. No; ya se acostumbrará usted.

—Aquí será preciso no salir de casa.

—No, viejecita mía: por la tarde saldremos de paseo; iremos a las rancherías, a ver a mis feligreses, y visitaremos los sitios más pintorescos. Hará usted amistad con las principales señoras del pueblo. Para ir a la casa de la alcaldesa tendrá usted que ponerse los trapos de cristianar…

Las mujeres reían, y el cura prosiguió:

—Y por la noche… ¡Ah! Por la noche, habrá concierto en la casa cural… Para eso vino el harmonium. Cantaré yo, cantará ese pillastre, que no cesa de azotar a las mulas… y si fuere necesario, usted también, mamá. —Movió la cabeza doña Mercedes como diciendo—: ¡Dios nos libre de eso! —y el cura agregó, dirigiéndose a Carmen:

—¿Le gusta a usted la música, señorita?

—¡Mucho!

—¿Sabe usted cantar? ¿Alguna canción que no sea la canción de la escoba?

—Sí, señor; canto algunas, toco la guitarra…

—¿Y trajo usted la vihuela?

—No, señor; pero mi padre me la mandará. Apenas tuve tiempo de recoger mis cosas…

—Pues ya vendrá, ya vendrá…

Algo de esto oyó el chico, porque inclinándose, gritó:

—¡Carmen canta muy bien, padre! ¡Sabe cosas del teatro! ¡Zarzuelas! ¡Óperas!

Habían llegado a los Álamos. El coche no podía pasar más allá y era preciso detenerse allí. Así lo manifestó el cochero desde su asiento.

Saltó el monago del pescante y vino a abrir la portezuela para que se apearan los viajeros.

Allí aguardaban al nuevo cura los principales vecinos, el acalde, el secretario, el maestro de escuela, el sacristán y los topiles. Agrupáronse todos en torno del párroco, saludáronle respetuosamente, mientras Angelito y las señoras recogían en el carruaje cajas, cestos, bultos, la capa y el breviario. Cargaron con todo los topiles, y los viajeros y sus acompañantes principiaron a bajar por una vereda hacia el ejido. Al decir del secretario aquel camino era más corto. El coche en que habían venido se alejaba en aquellos momentos.

—¡Vamos —decía el cura—, con que el padre Ortegal no me esperó!

—Vendrá mañana, señor —respondió el secretario—. A las doce se fue; pero todo lo dejó arreglado… ¡hasta la cena está dispuesta!

—¡Vaya! ¡Vaya!

El sol se había ocultado. Las sombras bajaban de los montes a toda prisa, más y más grandes. Brillaban luces en el caserío; encendían los cocuyos sus linternillas, y de aquí, de allá, de todas partes, solemne, imponente, terrífico, se levantaba el rumor nocturno de las selvas. En el límpido cielo, todavía iluminado por las postreras claridades del crepúsculo, centellaban pálidas las primeras estrellas. En la vieja torre de la iglesia sonó una campana cuyo tañido repetían los ecos.

—¡La oración! —dijo el párroco y todos se detuvieron a rezar el Angelus…………………………………………

—¡Muy buenas noches!

—¡Buenas noches!

Poco después, entre repiques y salvas de cohetes, el padre González entraba en su casa cural.

XXIV

—¿Qué ha pasado, Magdalena? Luego que recibí la cartita de Carmen corrí a la estación. Cuando llegué, el tren partía; mejor dicho había partido ya. Pregunté a Pepe y a Cortina, que allí estaban, y nadie pudo decirme… ¿Qué ha pasado? ¿Quién vino por ella?

—Don Eduardo.

—¡Pero si yo acabo de encontrarme con él, hace un momento, al volver de la estación, en la calle de la Sauceda!

—¿Le ha visto usted?

—Sí, por cierto que lleva un vestido claro.

—Pues entonces Dios sepa el paradero de Carmela. ¡Ay, Alberto! Créalo usted, créalo usted, lágrimas me ha costado esta inesperada separación. Somos, ya usted lo ha visto, como dos hermanas; no es vieja nuestra amistad, es de ayer, y sin embargo le tengo a Carmen un afecto, ¡que ni a mis compañeras de colegio!…

»¡Cómo voy a echarla de menos! Sobre todo ahora que estoy tan solita. Figúrese usted; esta mañana recibí carta de Jurado; no vendrá hasta principios de noviembre. ¡Ay, Alberto! Créalo usted: esta separación, así, tan brusca, tan repentina, va a costarme caro. ¡Tengo una jaqueca! El tal don Eduardo, con su educación, su dinero y todo, es un ordinario de marca mayor. Sí, perdónemelo su ausencia, un ordinario. Ya tenía yo noticias de él. Cuando Carmen vino a vivir conmigo creí conveniente ponerlo en conocimiento de ese señor, y le escribí una carta muy amable, muy fina, como conviene a una señora… Y me consta, me consta, que la recibió, porque un primo mío se la entregó en el Cántabro. ¿Usted me contestó? ¿Usted me contestó? ¡Pues así él!

—Pero, vamos, Magdalena, ¿qué ha pasado?

—Va usted a saberlo.

»A las doce vino el caballerango. Preguntó por mí, a Carmen, pues con ella se encontró. (La pobrecita estaba cortándose el vestido que usted le trajo). Ya sabíamos que don Eduardo había llegado; pero, ¡quién iba a pensarlo! ¡quién iba a figurárselo! Salí; desde luego que me fijé en el caballerango, un muchacho que por cierto, tiene muy buena cara, y lo conocí, me dio un vuelco el corazón. Como la carta venía con el sobre para Carmela, se la di y dije al criado: Diga usted a su amo que ya está entregada.

»Abrió Carmen la carta. Yo, que no le quitaba los ojos de encima, observé que la pobre muchacha se iba poniendo pálida… —¿Qué te pasa? —le pregunté—. Mira —me dijo, alargándome el papel—. ¡Y que voy mirando!… ¡Qué carta! Aquello no era carta, ni cosa parecida: cuatro renglones fríos, secos… vamos, hasta con faltas de ortografía. Imagínese usted que ese señor escribe: setiembre, así sin la p… cuando todo el mundo escribe ya sep-tiembre. Una carta secota, en que le mandaba que se dispusiera para salir de Pluviosilla; que recogiera sus cosas e hiciera un bulto con lo más necesario; que a las cuatro, en punto, vendría por ella. ¡Ay, Alberto! ¡Ni una frase cariñosa, nada! Aquella carta parecía escrita… la verdad, parecía escrita por un cualquiera. A mí me dio tal cólera que la hice pedazos.

—¿Y Carmen qué hizo?

—Pues lo que era natural: echarse a llorar.

Al decir esto, Malenita puso la cara de lo más compungida. No le era indiferente la separación de la huérfana; pero quería hacer creer a Rosas que el suceso la contristaba profundamente.

—¿Y qué dijo?

—¡Espere usted, hombre! ¡Déjeme acabar!

—Diga usted, diga usted.

—La pobrecilla recogió el género, y llorando, llorando a lágrima viva, abrió la cómoda y se puso a sacar la ropa… Lo poco que tiene. Algo que compró y se hizo en casa de doña Pancha; algo que Gabriel (su rival de usted) le regaló; lo que usted le trajo, y lo que yo le di. Tuve que cederle una petaca, porque la infeliz no tenía en qué llevar su ropa. El baúl, ese que está allí, es todo polilla y a poco que lo toquen se desbarata. Yo apenas vi la carta pensé en usted. —¿No le avisas a Alberto lo que pasa? Siquiera para que vaya a verte a la estación. No te hablará, pero te dirá adiós, desde lejitos. —Entonces le escribió a usted. No quería hacerlo porque tiene mala letra. Yo la animé, diciéndole: —¡Déjate de cosas! Alberto no verá en tu carta más que tu amor. Le di papel inglés y le dicté cuatro renglones.

—¿En qué parte estaba usted, Alberto, que el cargador no le encontraba?

—Me retiré de la cantina después de las doce, me fui a comer con Alcibíades… y al salir, por fortuna, me encontré con el cargador.

—Pues bien, a las cuatro vino el don Eduardo… ¡Hombre más cargante! Muy atento, muy político, muy cortés… (así son muchas gentes, sólo en apariencia finas y amables). Me saludó; le ofrecí asiento, y se sentó ahí, donde está usted. Me dio las gracias por la hospitalidad que Jurado y yo habíamos dispensado a la muchacha… ¡Jurado! ¡Bueno está Jurado para eso! Pero, vaya, pase; así lo creía. Luego… ¡usted dirá: pretendió pagarme los gastos que habíamos hecho!

—¡Ya se me iba subiendo la mostaza a las narices! ¡Pagarme! Si yo todo lo hice, y de ello no me arrepiento, por el afecto, por la simpatía que me inspiró Carmela… Ya tiene bastante con ser hija de ese padre sin entrañas, de ese padre desnaturalizado. Carmen estaba dentro, lavándose la cara y poniéndose polvo para que don Eduardo no advirtiera que había llorado. El santo señor, mientras hablaba, no cesó de ver y ver todas las cosas de la sala: los cuadros, el ajuar, la lámpara… Ganas tuve de decirle: ¿No ha visto usted nunca una casa decente? —¡Si viera usted qué cara puso al ver los cromos ésos de los curas! ¡Con razón! Dicen que es mocho, que fue traidor cuando el llamado Imperio…

(Esta frase la había aprendido Malenita en los ditirambos patrióticos de El Radical).

—Y estos mochos —continuó— no pueden ver nada así, sin espantarse, sin que se les haga cargo de conciencia. ¿Y al ver el retrato de Juárez? ¡Por poquito suelto la carcajada!…

»Yo no quise darle conversación. Por fin me dijo:

—Y Carmelita ¿estará ya lista?

—No le contesté, y entré a llamarla. ¡Carmelita! ¡Qué cariño!… La pobre muchacha se abrazó de mí y se echó a llorar otra vez. ¡Y vuelta a las andadas, y vuelta a lavarse los ojos, y vuelta a darse polvo! No hubo más que salir. —¿Ya estás lista? ¿Nada te falta? —le dijo—. Pues despídete de la señora, a quien estoy muy agradecido por la hospitalidad que te ha dispensado …

»Y toma con la hospitalidad. Ya no pude sufrir las hospitalidades, y se la champé. —No tiene usted nada que agradecerme, señor —repuse—; hemos hecho en bien de Carmela cuanto manda la humanidad, cuanto no han hecho por ella los suyos…

(Esto de la humanidad era también aprendido en los artículos filantrópicos de El Radical).

—¿Y qué contestó?

—¡Qué iba a contestar! Nada. Tomó el sombrero y el bastón, y llamó al cochero para que se llevara la maleta y la petaca.

»Carmen se despidió de mí casi sin hablar… y se fueron.

—¿Y para mí no dejó dicho nada?

—Sí; que no la olvidara usted; que es muy desgraciada; que sólo usted puede hacerla feliz; que no sabía a qué parte la llevaría su padre; que así fuera al fin del mundo, allí seguiría queriendo a usted.

—¿Sospecha usted a qué parte la manda don Eduardo?

—Supongo que a Veracruz porque allí Carmen tiene parientes, y porque a la hora en que vino por ella era hora de tren.

—¿Por qué no se lo preguntó usted?

—¿Yo? ¿Yo? ¿Preguntárselo yo, cuando se ha mostrado conmigo tan desconfiado? ¿A qué llevarse a Carmen cuando aquí estaba bien? Y luego así, de golpe y zumbido, sin dar tiempo, de buenas a primeras. Un hombre decente habría avisado con anticipación. Yo bien sé lo que eso quiere decir. Como no estaba en casa de fanáticos, ni de beatos; como aquí nadie va a misa, porque no tenemos preocupaciones… Diría que se le iban a pegar a Carmen nuestras ideas… Luego, como Jurado con su periódico no deja a los frailes ni a sol ni a sombra… Esos retrógrados, esos santurrones, son los mismos de siempre…

»¡Calma, Alberto, calma! Ya sabremos el paradero de Carmen. La escribirá; así me lo prometió y de cumplirlo tiene.

»¡Cómo me duele la cabeza! Si le digo a usted que esa separación me va a costar caro. No sé lo que voy a hacer esta noche cuando me vea yo solita… Parece que ha salido un muerto de la casa. Y Carmen que estaba aquí tan contenta… ¡hasta iba engordando! Vea usted: ahí está la guitarra, triste, como si tuviera rotas las cuerdas.

Magdalena ponía la cara más y más compungida. Alberto hacía otro tanto. Comenzaba a comprender que aquella trigueña parlanchina y sensiblera no dejaba de tener atractivo. Sacó una cajetilla y ofreció un cigarro a su interlocutora:

—Un habano.

Magdalena, arrellanada en un mecedor, se abanicaba con un periódico, viendo con provocativa insistencia al distinguido y elegante pisaverde.

—Gracias, Alberto. No quiero fumar… Temo que me arrecie la jaqueca. Fume usted.

—No; entonces yo tampoco.

—No, no… fume usted. A esa distancia no me molesta el humo.

—No, no… —Alberto se levantó y vino a sentarse al lado de su amiga, a tiempo que ésta le decía:

—Oiga usted, Rosas… ¿Quiere usted mucho a Carmen?

—¿Por qué?

—¿La quiere usted mucho?

—¿Por qué?

—Respóndame usted: ¿la quiere usted mucho?

Alberto no acertaba a comprender las intenciones de la trigueña. Al fin contestó:

—Sí.

—¿De veras?

—¡Sí, Magdalena!

—¡Ah! —exclamó levantando los hombros contrariada—. Pues bien, yo veo en ella una amiga, una hermana… ¿Quiere usted hacerme un favor?

—Cuantos usted me pida, Magdalena.

—Cuando sepamos en qué parte está Carmela, ya no por el amor que usted le tiene… sino… aunque sea por darle en la cabeza a ese ordinario de su padre, no quite usted el dedo del reglón. Ella está locamente apasionada.

—Así lo haré. ¡Ya verá ese señor con quién trata!…

Y siguieron hablando de Carmen, de Jurado, a quien Malenita calificó de tonto, y de otras muchas cosas… La conversación fue haciéndose más y más viva, más y más íntima. Magdalena, alegre, festiva, irónica, desenvuelta… Alberto, afable, cariñoso, lleno de malicia… Él, galanteando discretamente a la trigueña; ésta dejándose galantear.

Oscurecía. Magdalena dejó el asiento y trató de encender la colgante lámpara. Alberto vino en su ayuda, y el poético azulado fanal subió chirriando y derramó sus fulgores lunares sobre una pareja enamorada.

Lo de siempre. Días después, contaban los pacíficos moradores de aquella calle, que desde el día en que voló la Calandria, noche a noche, dada la una, salía Alberto Rosas de la casa de su grande y buen amigo don Juan Jurado.

¡Maldicientes! Cuando Carmen estaba allí, ¿no sucedía lo mismo?

XXV

Doña Mercedes y Carmen emplearon la semana en arreglar la casa. En los primeros días lavaron el piso, hasta dejarle rojo, rojo, como si los ladrillos fueran nuevos. No poco trabajo tuvo la joven para conseguirlo, porque la familia que anteriormente vivió allí, la familia del padre Ortegal, no era de las más aseadas y cuidadosas. Las paredes estaban recién blanqueadas, pero los suelos pedían a gritos, sí señor a gritos, la jerga y la escobeta. En seguida se dio principio a la obra magna de abrir las cajas, desempacar muebles y libros, y colocar cada cosa en el sitio conveniente o que le estaba reservado.

La buena señora doña Mercedes no estaba ya para aquellos trajines. A poco se fatigaba y tenía necesidad de sentarse a descansar. Con la criada no se contaba; sobrados quehaceres la abrumaban en la cocina y en el lavadero. Allí no le había y la pobre mujer se veía obligada a ir al río, cosa que la ponía contrariada y mohína. El padre González, para calmarla, solía decirle:

—Nana, ten paciencia. La Santísima Virgen, con ser quien era, iba también a lavar al río… ¿No has visto el cuadro que hay en Santa Marta, arriba de la puerta de la sacristía?

De más a más el cura era hombre metódico. No bien el campanero daba las doce, ya estaba en el comedor, repicando los vasos y llamando a la mesa; así, pues, con Eusebia no se podía contar.

El clérigo, cuando las atenciones de la parroquia se lo permitían, venía en ayuda de las mujeres, pero esto no era muy frecuente. Él, a su vez, trabajaba en el templo, en la sacristía, en el coro. Harto necesitado de cuidados estaba el órgano, un órgano de abolladas trompetas y perdidas mixturas, con unos fuelles tan viejos que era un milagro que sonara. El padre tenía muchas ocupaciones: oír confesiones en la iglesia y fuera de ella, a no cortas distancias porque la feligresía era inmensa; arreglar matrimonios, bautizar y enterarse del estado de las cofradías, para lo cual era necesario soportar con ejemplar paciencia la visita de los mayordomos.

Angelito ayudaba, pero, muchacho al fin, no hacía nada a derechas. Le ponían a sacudir los libros, y a poco ya estaba cómodamente en un sillón, subidas las piernas a la turca, hojeando la Biblia y entretenido con las estampas. Cayó en sus manos el Quijote, y no hubo poder que le hiciera seguir el trabajo, hasta que no vio el último grabado, aquel en que aparece el ingenioso hidalgo tendido en la cama, acabado por los desabrimientos y las melancolías, el médico a la cabecera, y el escudero y la sobrina llorando tiernamente como si ya le tuvieran muerto delante. A las veces, el travieso chiquillo se escapaba, dejaba los clavos y el martillo, para irse a vagar por los ejidos, entre las vacas, y de allí no volvía hasta la hora de comer, llenos los bolsillos de guayabas cimarronas y varas de vaquero.

Puede decirse que Carmen lo hizo todo: lavó los pisos, colgó los cuadros, colocó los muebles, y ayudó al cura a ordenar los libros.

¡Y qué bien quedó la casa! El padre González decía que nunca, nunca, la había visto mejor. Todo en orden, en su lugar. Los muebles no eran nuevos, ni de los que entonces se usaban, pero Carmen los barnizó, en dos por tres, en una mañana, y quedaron como acabaditos de comprar. En el fondo, el estrado: el pesado sofá tapizado de cerda, los sillones, los silloncitos; en las rinconeras los floreros con sus fanales; en la consola el espejo largo, empañado, con su marco dorado, semejante a un pórtico griego; una purísima de talla, obra de Terrazas, ricamente vestida y copia exacta de la afamada Concepción de San Fernando de México; a cada lado de la hermosa estatua un pontífice de cartón endurecido: a la izquierda Pío IX; a la derecha León XIII; el uno grave, de fisonomía vigorosa, con el crucifijo sobre el pecho; el otro de dulce y risueño rostro, apacible, en actitud de bendecir. Arriba del sofá, el retrato del Diocesano; en las paredes, grabados antiguos con asuntos religiosos: el Pasmo de Sicilia y la Transfiguración de Rafael, la Comunión de San Jerónimo del Dominiquino y el Descendimiento de Rubens.

Frente a la puerta principal, el harmonio, cubierto con su funda de bayeta verde. La pieza del cura, que era a la vez recámara y despacho, quedó también que daba gusto verla con su cama de latón, sin colgaduras; la mesita de noche con su botella de cristal azul, regalo de una hija de confesión; el reclinatorio, que convidaba a orar; de un lado de la cama una imagen de San Luis Gonzaga; del otro un Cristo de marfil enclavado en una cruz de ébano; la mesa de escribir ordenada, serena, sin que una pluma estuviera fuera de su sitio, y los estantes cargados de libros muy bien cuidados, sin que ni uno sobresaliera de los otros.

A los diez días aquella casa parecía una tacita de plata. A Carmen se debió que tan pronto se acabaran el trajinar y el ir de aquí para allá, desde que Dios amanecía hasta que mandaba sus estrellas.

Carmen sabía darse a querer. La anciana había llegado a profesarle gran cariño; el padre la manifestaba singular aprecio, y hasta Eusebia, gruñona y malmodienta con cuantos no eran de la familia de su Alfonso —así nombraba al cura algunas veces— quería a Carmen, y la quería sinceramente. No así al chico de quien siempre estaba quejosa y para el cual no tenía más que regaños y asperezas.

Todos se hacían lenguas de la bondad y delicadeza de la joven.

—Por qué —exclamaba Eusebia, en dolorido tono, hablando con doña Mercedes—, ¿por qué, señora, no recoge ese hombre a Carmelita? ¿No es su padre?… ¡Si la muchacha no puede ser mejor!

—¡Cállate, Eusebia, calla! —contestaba la anciana—, ¿qué sabes tú de eso? ¡Cada cual en su casa y Dios en la de todos!

La joven no era perezosa. Desde chica aprendió a no estar mano sobre mano, y además no gustaba de parecer una carga en casa ajena. Tenía un defecto, nacido acaso de la viveza y fogosidad de su imaginación: todo lo tomaba con ansia, con un empeño y un ardor extraordinarios, y a pocas vueltas le entraba cansancio y desaliento, abandonaba lo emprendido, y en mucho tiempo no se acordaba de ello. Los quehaceres domésticos eran en ella una necesidad, una costumbre; pero tantos afanes mostrados en la casa cural de Xochiapan, si bien procedían del deseo de hacerse grata, tenían por objeto la divagación y el olvido de penas que contristaban aquella su alma dolorida, en lucha con dos pasiones formidables: el amor y la ambición, a las cuales, aunque débil, se juntaba el despecho provocado por la conducta del ebanista.

El recuerdo de Gabriel la perseguía a todas horas: de día, de noche, en el trabajo, durante el sueño. Le amaba, sí, le amaba con toda su alma; como se ama en la edad feliz de las ilusiones y de los sueños de color de rosa; como se ama en el primer amor, noble y desinteresadamente, sin más anhelo que vivir para quien creemos que sólo vive para nosotros. Amor tímido en sus manifestaciones, casi mudo, en apariencia insignificante, sin arrebatos ardorosos, sin decisiones enérgicas; amor que pasa raudo por el alma, pero que asegura su dicha o deja en ella una eterna amargura.

El recuerdo de Alberto venía también a la mente de la joven, vago, desvanecido, incierto. Rosas aparecía ante ella distinguido, elegante, fino, obsequioso; pero quien antes le parecía apasionado y ardoroso, era ahora indiferente y frío. Recordaba sus palabras, sus promesas y sus halagos, y los encontraba mentidos. Se preguntaba: —¿Le amo? ¿Le amo? —y su corazón respondía que no, o permanecía sereno, sin palpitar presuroso como cuando se trataba de Gabriel. Y sin embargo, Alberto le era simpático: la deslumbraba con la elegancia de su traje, con su aristocrático porte, con sus maneras cultas, con su palabra graciosa y ligera, pero amor, amor, ¡no le inspiraba amor! Alberto era para ella el bienestar, el lujo, la vida cómoda y brillante, como ella la merecía, como correspondía a una joven decente y hermosa…

En Gabriel no encontraría nada de esto; pero sí hallaría cariño, mucho cariño, como el que ella sentía por él. Alberto le había dicho: —Conmigo, Carmelita, lo tendrás todo: amor, lujo… ¡todo, todo! Gabriel decía: —Verás qué bonita casita la nuestra, pobre, sencilla… Todos los muebles los haré yo, y tú los colocarás a tu manera. Yo, en el taller, dándole al trabajo; tú, en la casa, esperando a tu maridito. Y los domingos saldremos a pasear… Tú, muy elegante, con un rebozo que te he de comprar, de los buenos… Y yo, con un sombrero, que ni Tacho… ¡qué Tacho! Ni Ramón Pérez, con ser que es rico se los pone mejores. Tú muy alegre; yo muy contento… Te aseguro que cuando pasemos por la casa de tu papá, y veas a tu hermana con todos sus perendengues… ¡no le tendrás envidia!

Para no pensar en nada de esto se ponía al trabajo. Hasta quiso ir a lavar al río con la señora Eusebia; pero doña Mercedes no lo permitió. Lo que sí hacía era planchar las camisas del padre.

—Yo sé hacer muchas cosas, señora —le decía a doña Mercedes—: sé bordar, coser, guisar, hacer dulces… ribetear… Cuando mi mamá y yo trabajábamos en la sombrerería aprendí a planchar sombreros… ¿Ha visto usted esos jaranos de felpa con figuras en la copa? Pues yo sé hacerlas. Eso se hace con unos cepillitos de alambre, como unas cardas. —Y pensando en Gabriel dio un suspiro.

Siempre estaba triste. Ninguna de las personas de aquella casa le inspiraba confianza; a nadie podía decir cuánto y cuánto padecía, abrirle su corazón y pedirle consuelo. Le habían destinado un cuartito, al lado de la recámara de doña Mercedes, sin Comunicación con el corredor, con una ventana grande, con reja de hierro, que daba a la plaza. Quisieron que Eusebia durmiera allí, pero Carmen dijo que no, que no le daba miedo dormir sola.

Durante los días del tráfago, los quehaceres la distraían, y por la noche caía rendida de cansancio. Apenas ponía la cabeza en la almohada, se quedaba dormida, y no dejaba el lecho hasta que la luz entraba por las junturas de la ventana.

—¡Déjala dormir, Eusebia; no la despiertes; cayó rendida… que descanse!

Pero cuando dieron término al arreglo de la casa, cuando se pasaba el día cosiendo los manteles de la iglesia o repasando las albas viejas, o lo que era más común, yendo de aquí para allá, los días se le hacían eternos y las noches… ¡qué noches tan largas y tristes!

Luego que oscurecía iban todos a la iglesia a rezar el rosario. El padre hacía coro, y después de la letanía rezaba oraciones y más oraciones… Aquello era interminable. Cuando Eusebia, que había dejado la cena sin sazonar, se quejaba de lo dilatado de aquel acto, el cura respondía:

—¡Nana!… ¡Nana!… ¡Qué pronto te cansas de alabar a Dios! ¡Deja, deja: mañana será la cosa más ligerita!

Ese mañana no llegaba nunca y los rezos seguían tan largos como siempre. Después del rosario iban a la mesa; allí se conversaba un rato antes de cenar, y, levantados los manteles, el padre y doña Mercedes jugaban una mano de tute. Angelito se quedaba dormido en la mesa, Carmen bostezaba, viendo a los jugadores, y aquello era atroz.

A las nueve y media el cura veía el reloj, se levantaba, y decía, dejando los naipes. —¡A dormir! ¡Tengo que leer! ¡A dormir! ¡Tengo que rezar maitines!

Dicho y hecho: se retiraba el padre, y… ¡todo el mundo a descansar!

Las noches eran horrorosas para la pobre huérfana. Luego que principiaba a oscurecer se apoderaba de su alma una tristeza profunda.

¡Con qué congoja veía apagarse en la cima de las montañas las postreras claridades del crepúsculo! ¡Con qué aflicción miraba encenderse las primeras estrellas! La soledad de la aldea la asustaba; el silencio de la plaza la llenaba de espanto; el rumor nocturno de las selvas, solemnemente pavoroso, la hacía estremecerse. Le parecía que estaba abandonada en un desierto, a merced de salteadores y asesinos.

La casa cural, unida al templo por la sacristía, tenía al frente, hacia la plaza, un largo corredor angosto y elevado; desde allí se veía la casa del Ayuntamiento y dos tiendas que permanecían abiertas hasta las nueve. En una de ellas, el alcalde, el secretario, y el síndico y el maestro tertuliaban con el tendero; jugaban y bebían a más y mejor. En la otra algunos mozos del pueblo, dos o tres de razón y algunos indios ya limaditos, bebían también y se divertían oyendo rascar una jarana.

De un costado y de otro no había más que algunas chozas de caña, que, a través del cercado, dejaban ver el medroso fulgor del tlecuile y la luz rojiza del ocote.

Si la noche era oscura, la plaza le infundía pavor; si clara o iluminada por la luna llena, una melancolía desoladora se apoderaba de su alma. Casi deseaba Carmen que llegara la hora de ir a la iglesia. Allí siquiera encontraba el consuelo de pedir a la Virgen que tuviera piedad de ella. En aquel templo húmedo, frío, lóbrego, alumbrado por las dos velas que el padre encendía delante del Tabernáculo; ante aquel altar pintado de mil colores, con aquellas imágenes deformes que no inspiraban recogimiento ni devoción, y de las cuales, a espaldas del cura, por supuesto, se burlaba graciosamente el monaguillo, la joven rezaba, con las lágrimas en los ojos. Pedía por el alma de su pobre madre la cual le había dicho: —¡Si me muero, yo te cuidaré desde allá! Pensaba en Guadalupe; en la enfermedad que la arrebató, en la miseria, en la horrible miseria en que vivió los últimos días. Repasaba en su memoria las palabras cariñosas, los consejos llenos de ternura, y los mimos, halagos y sacrificios de la pobre lavandera. Recordaba que una vez, siendo muy chica, al aproximarse la Semana Santa, estaban muy pobres; su padre no les había mandado nada, y, como era forzoso que la niña anduviera guapa los días santos, Guadalupe buscó costuras entre las vecinas, y de día lavaba y de noche cosía. Así reunió lo necesario para comprar a la niña un vestidito de lana y unos botincitos de cabritilla bronceada. Trabajó de noche para hacer el vestido, tanto, tanto, que el jueves, cuando ella volvió del jardín y de visitar los monumentos, a los cuales fue con unas vecinas, encontró a su mamá en la cama, muy enferma, echando sangre por la boca. Pero a los pocos días ya estaba buena, en el lavadero, alegre y cantando.

Aquélla era la hora de los recuerdos. Se le venían a la memoria todos los sucesos de su vida; las personas que la habían querido; las amigas de su mamá; sus compañeritas de colegio; las señoras Arteaga, sus maestras, que la enseñaron a leer, a coser, a bordar; que la coronaron de flores y le regalaron un azafate lleno de dulces el día que acabó la cartilla; doña Coleta con su zorongo y su largo delantal, y doña Beatriz con sus anteojos. ¡Pobrecitas! ¡Cuánto tiempo que no las veía! Todavía estaban en México… muy tristes, siempre tristes, porque su hermano el padre Panchito se había hecho protestante. Y Clara, ¿su sobrina? Tan bonita muchacha. ¡Qué bien que sabía bordar! ¡Y qué dulces tan buenos hacía! ¡Con razón, si doña Coleta la había enseñado!

A todas las recordaba, y rogaba por todas. Para que ni doña Mercedes, ni Eusebia, ni Angelito la vieran llorar se colocaba lejos, lo más lejos que podía, hasta atrás.

Después de la cena, a la hora de dormir, Carmen cerraba cuidadosamente la puertecita. De este modo la anciana no la podía oír. Luego, apagaba la luz y abría la ventana. La plaza desierta que al oscurecer le causaba pavor, ahora, ¡qué dulcemente se compadecía con el estado de su alma!

XXVI

Algunas veces, para matar el tiempo y ahuyentar el fastidio, tomaba el periódico, un periódico que, al decir del padre González, era excelente, sapientísimo; pero que a la joven le parecía cansado, soporífico.

En vano buscaba en las columnas del grave y discreto diario cuentos entretenidos, novelitas cortas, poesías amatorias.

¿La poliantea semanal? ¡Cosa más insulsa! ¡Quién tuviera a la mano las incomparables revistas de Titania! ¿Versos? De cuando en cuando, y eso muy lánguidos y fríos. ¿La gacetilla? ¡Desabrida, insípida! En suma: aquel periódico estaba bueno para el padre y para doña Mercedes. La anciana solía pasarse la tarde leyendo las cartas de un aficionado al género pintoresco, que, a fines de septiembre, aún no terminaba la descripción de las fiestas del mes de María, celebradas con inusitada pompa en una parroquia del obispado de Michoacán.

Un día, mientras el cura estaba en la iglesia, y doña Mercedes dormía, y Angelito bregaba en el corredor con la indómita logomaquia del Nebrija, entróse Carmen a la recámara del párroco en busca de un libro inás ameno que aquel periódico. Había en los estantes obras en latín, en castellano, en francés, y, como era natural, predominaban las de ciencias eclesiásticas. Buen espacio ocupaban los modernos apologistas por los cuales tenía el estudioso párroco una singular predilección.

Carmen iba revisando los anaqueles: Gury… Mach… Munguía: «Sermones»… «El liberalismo es pecado»… Perujo: «La Fe Católica»… Manterola: «El Santísimo»… Mir: «Harmonía entre la ciencia y la fe»… Draper… «La Ilustración Espirita»…

En otro estante gruesos volúmenes en latín: Scripturoe Sacrae… En otro: E. Pardo Bazán: «San Francisco de Asís»… Poesías de Pesado… Carpio… ¡De memoria se sabía ella este libro! ¡Cómo se recreaban con él las señoras Arteaga! Con qué gracia decía Coletita aquello de El Turco:


«¡Y al ver que el mar no cuida de su pena,
vase a lo largo de la triste playa,
arrastrando el alfanje por la arena!»
 

No tocó el volumen y prosiguió en busca de otro más nuevo. Al fin dio con uno elegantemente encuadernado. Le abrió… ¡Eran versos! ¡Sí, versos, el título lo decía!

Habían caído en manos de la joven las poesías bucólicas de un amable académico, cuyos versos, muy en boga entre seminaristas y clérigos jóvenes, y muy celebrados por los periodistas liberales, hacen fruncir el entrecejo a ciertos padres graves que no gustan de curas copleros, y no pueden llevar en paciencia los triunfos oratorios del obispo de San Luis.

¡Y qué cosas tan bonitas decía el poeta de los arroyuelos y de las flores, de los rebaños y de las colinas, de los zagales y de las arboledas!

Regocijada con el hallazgo corrió la joven a tomar asiento en el sofá. No leía, devoraba las brillantes y pintorescas estrofas. Allí la sorprendió el padre González. Al ver un libro en manos de la muchacha, acercóse, diciendo entre afectuoso y severo:

—¿Qué lee usted?

La sobresaltada lectora presentó el libro, abierto por el centro.

—¡Ah! ¡Muy bonito! ¡Muy bonito! Siga usted… siga usted. Pero… pero… otra vez, Carmen, no tome usted ningún libro sin mi permiso. No todas las obras que hay allí —añadió, señalando la recámara— son a propósito para una joven…

Tales palabras parecieron a la muchacha un extrañamiento. Pensó dejar el libro, pero los versos eran tan hermosos, que, sin darse cuenta de lo que hacía, se engolfó de nuevo en la lectura.

Varios días pasó leyendo las bucólicas. No alcanzaba a entender muchas cosas de aquellas poesías, en las cuales solía encontrar palabras desconocidas, expresiones raras; mas para evitar demoras, ella les daba oportuno y apropiado sentido.

Acabó el libro, volvió a leerlo y le repasó muchas veces. La grata lectura no sirvió más que para agravar el estado de su ánimo.

Las bellezas descritas, digamos maravillosamente pintadas, en aquellos versos —y la pobre huérfana no las penetraba todas—; el sentimiento de la Naturaleza expresado en ellos con arte insuperable; la ingenuidad campesina, inspiradora de aquellos sonetos; la pasión que a través del velo idílico sonreía y cantaba; el plácido contentamiento de la vida que informaba tan dulces y brillantes poesías, avivaron en el alma de la entristecida doncella la aspiración a lo bello, aumentaron la melancolía que le hacía pensar en dichas y venturas amorosas, y dieron alas a su imaginación ardiente, alas incansables para volar por los espacios del ensueño.

—No —pensaba—, la vida no se limita al fastidio que aquí me abruma, ni a la vulgar agitación que reina a todas horas en la casa de Magdalena… ¡Con razón allí me sentía yo contrariada y violenta! ¡Con razón aquí siento que me ahogo! ¡Mi alma desea aire, luz, amor! Magdalena aborrece a muchas personas, sin que éstas la hayan ofendido, ni le hayan hecho mal. A una no la quiere por bonita; a la otra porque es fea o no es elegante. Todo le repugna, todo le cansa. Es que Magdalena se paga de exterioridades, es ambiciosa, y envidia cuanto ve. No ha comprendido que para ser feliz basta poco; una casa humilde y un poquito de amor; un ser que nos ame y por quien fuéramos capaces de arrostrarlo todo, de dar la vida. La vida es triste, desesperante, cuando no tenemos el alma satisfecha, cuando no amamos nada, cuando nadie nos ama. Yo, si un día me viera así… ¡no sé lo que haría!… ¡preferiría morir!… Cuando amamos y somos amados todo nos parece hermoso. Así, la vida es alegre, risueña, bella como ese cielo sin nubes que parece una bóveda asentada sobre los montes. Si Magdalena supiera esto fuera más feliz. ¡Qué poco basta para ser dichosa! Yo, en casa de Gabriel, lo fui: amaba y era amada. ¡Tonta de mí! Entonces ambicionaba lujos y grandezas, las grandezas y lujos de mi hermana. Acaso yo, pobre, lavando todo el día, trabajando toda la semana, era más feliz que Lola. ¡Para qué me creí de Alberto! La culpa es mía, sí, mía. Magdalena me dijo tanto, tanto de él… que me fasciné, me deslumbré con la elegancia de su traje, con su porte aristocrático, y di oído a sus palabras… pero no lo quería yo, y no lo quiero… Yo amaba a Gabriel, al pobre Gabriel que tanto me quiso, que me quiere aún, sí, me quiere todavía. ¡Él me lo dijo, casi con las lágrimas en los ojos, aquella horrible noche! Y aunque no me lo hubiera dicho… mi corazón me lo repetía a cada instante.

Y suspiraba y pasaba largas horas, contemplando el paisaje; atenta al murmurio de las frondas, al ir y venir de las mariposas, al eco del valle que repetía sonoro los acompasados golpes del hacha, al rumor del cercano río, al arrullo de una tórtola moradora de las alamedas vecinas.

—Necesito ser amada, y Gabriel me ha despreciado. Necesito ser feliz, y no puedo, porque Gabriel, mi Gabriel, está ofendido… Me ha rechazado, ha rehusado mis caricias, no ha querido mis besos… Quiero ser feliz como esa gorrioncita graciosa y coquetuela que anida en ese naranjo… ¡Cómo pía y agita las alas cuando ve llegar a su compañero!… No puedo olvidar lo que pasó aquella noche. ¡Nunca le quise más, nunca! Yo iba a confesarle todo, arrepentida, resuelta a terminar con Alberto, a decirle a Gabriel; —¡Esto hice, perdóname! Eres noble, generoso, ¿me amas? ¡Perdóname! No ambiciono riquezas… ni comodidades, ni lujo… ¿Eres pobre? Pobre te quiero. ¿Eres de cuna humilde? ¡Así te amo! ¡Perdóname, Gabriel! ¡Mira que te adoro! He faltado… te he ofendido… olvidé que mi corazón era tuyo… ¡Ten piedad de esta pobre huérfana, que no tiene ni quién le dé un consejo!… ¡Perdóname! Tú eres bueno, muy bueno, ¿no es verdad? Olvídalo todo, olvídalo, Gabriel… ¡Mira que soy digna de ti!… No amo a ese hombre, no le amo… Le dije que le amaba porque no supe qué hacer… Le dejé que me diera un beso porque no pude impedirlo… ¡Perdóname! Y él parecía de hierro. Se mostró digno, altivo… y cruel como un tigre… Pero tenía razón; me amaba, y yo le había ofendido… ¿Un beso? Sí… ¿y qué es un beso? ¡Aire, nada!… Quise calmar su enojo, dulcemente, con mis caricias y no lo conseguí… Le pedí llorando que me perdonara, y se negó a ello… Le dije… resuelta a todo… ¿qué más pude hacer?… le dije: —¡Aquí me tienes! ¡Soy tuya, haz de mí lo que quieras!… Y permaneció mudo, asombrado, sin mirarme… No me veía, no me hablaba, pero yo leí en su rostro la desconfianza, el desprecio, la ira contenida… Casi me insultó… ¡Si no me quisiera tanto, creo que me habría matado! De nuevo intenté vencerlo con mis caricias, quise darle un beso… ¡y me rechazó! ¡Ah, Gabriel! ¡Cuánto te engañaste! ¡Qué pagado estás de tu persona! Eres pobre, de humilde cuna, un artesano… ¡y tienes el orgullo de un rey! Así te quiero, así te he querido… ¡Digno, altivo, indomable, así te quiero para mí! Yo habría dulcificado tu carácter, hubiera domeñado tu orgullo… ¡te habría vencido con mis besos!… ¡Me amas y no te conmovieron mis lágrimas!… ¡Eres fuerte, e hiciste gala de tu energía con quien te adora!… ¡Eres generoso, y no has sabido perdonar a una débil mujer!… Y hubiéramos sido dichosos… ¡Una palabra tuya y nada más!… Si fuera posible todavía… Y… ¿por qué no?

XXVII

De noche, después de la cena y del tute, cuando por temor a la lluvia y al viento no abría la ventana, Carmen sacaba una cajita de cedro, obra y regalo del ebanista, en la cual, entre cintas de seda pálidas y mustias, guardaba un relicario de oro con un rizo negro, cortado a Guadalupe en sus últimos días, algunas flores secas y un retrato de Gabriel. Besaba la maternal reliquia y se ponía a contemplar el retrato del mancebo.

—¡Sólo le faltaba hablar! —decía doña Pancha.

Efectivamente era exactísimo. Así quiso la joven que su amante se retratara. El fotógrafo era un amigo muy sufrido y paciente, y el mozo se colocó ante el aparato como le dio la gana, en una actitud natural y sencilla: de pie, fumando un puro que el ebanista sostenía en la mano izquierda, entre el índice y el medio, apoyada ligeramente la derecha en el respaldo de un banco rústico.

Quiso el mozo calarse el jarano, y el fotógrafo le hizo notar que las alas del sombrero oscurecían el rostro, y las facciones no se detallarían con la debida claridad; pero Gabriel insistió y hubo que ceder.

A decir verdad, el retrato resultó excelente. El joven era apuesto, elegante. En la tarjeta aparecía con doble gentileza.

Los pies delgados, finos, cuidadosamente calzados, se asentaban suaves como los de una persona habituada a pisar alfombras; el ceñido pantalón de montar hacía patente la vigorosa corrección de las piernas; las curvas de la chaquetilla caían graciosas, libres y ligeras, y bajo el cuello marino, níveo y holgado, con gallarda insolencia, pródigo y derrochando pliegues, se abría como una flor exótica el suntuoso lazo de la corbata.

A pesar de la sombra que oscurecía aquella fisonomía enérgica y simpática, hábilmente sorprendida por el fotógrafo, brillaba la mirada de aquellos ojos vivos y apasionados. Pero nada tan propio como el jarano galoneado, de alta copa y gruesa toquilla, un sombrero a la Ponciano, que nuestro personaje sabía llevar con singular donaire. Daba Gabriel a los suyos, a poco de usarlos, cierto no sé qué en maravillosa conformidad con la fisonomía y movimientos de su dueño.

El sombrero mexicano, el rico sombrero nacional, escollo de pintores y dibujantes, irrisorio en cabeza extranjera, no aparecía en la de Gabriel, duro, inmóvil, muerto; comunicábale el mozo flexibilidad, vida, carácter, expresión. La copa echada hacia atrás; el ala caída por delante, hacia la izquierda, y levantada en la parte posterior, de tal manera que sólo en algunos cuadros de la escuela flamenca podríamos hallar, en retratos de soldados y galanes españoles, desgaire más hermoso.

Extasiábase Carmen ante la fotografía, y por nada del mundo, ni por un tesoro, la hubiera cedido. Aquel pedazo de cartón era para ella el mismo Gabriel. Así le veía en sueños, así, como si fuera a hablarle y a decirle: —¡Carmelita, te amo! ¡Te amo como siempre!

Cada día, cada minuto, iba Rosas borrándose en la memoria y en el corazón de la muchacha.

—Aquellos amores —pensaba— fueron una locura, un delirio, una tontería… ¡Creer que Alberto se casaría conmigo! ¡Caro me ha costado!

De todo se olvidaba pensando en el ebanista, de todo. El garrido carpintero era su alma, su vida…

Al salir de la casa de Magdalena, don Eduardo se mostró menos áspero; no estuvo cariñoso, no, pero le dijo, luego que el coche se puso en movimiento:

—Vas a salir fuera de aquí, con la familia de un sacerdote, con una familia muy respetable. Es preciso que nadie lo sepa, nadie, ¿me entiendes?… No escribas a ninguno, y menos a esa doña Magdalena. Lo sé todo; ya tengo noticias de que cierto joven es tu novio…; ¡y eso no te conviene!

¿A quién se refería? ¿A Gabriel? ¿A Rosas? —decía Carmen—. ¡Quién sabe!

—El día que se presente un muchacho honrado, trabajador, que te quiera, entonces no me lo ocultes, dímelo, y, aunque sea pobre, no importa, todo se arreglará. En esa casa no estabas bien; con esa gentuza de la Magdalena y del don Juan, no podías vivir. Yo te aseguro que en la casa del padre González estarás contenta. ¿Necesitas algo? ¿Te falta alguna cosa? Dímelo, y te lo mandaré. Me pones cuatro letras, y le das al padre la carta para que él me la entregue. Ya te dije que es preciso que ninguno sepa dónde estás. Así evitaremos ciertas cosas que no convienen… ¿me entiendes? Das por terminados esos amoríos; no vuelvas a pensar en ellos. Eso no te conviene. Soy tu padre y tengo derecho para exigirlo… Conque ya lo sabes: ¡cuidado con ir a dar disgustos a esa familia! Sigue mis consejos y cuenta conmigo. Ya sabes que soy de pocas palabras. Una vez por todas: si no haces lo que yo deseo aquí paramos; no vuelvas a acordarte de mí… ¡como si no tuvieras padre! Toma… Yo te mandaré todo: tus muebles, tu ropa… ¿Dejaste todo bien arreglado? Toma. —Y don Eduardo sacó de la cartera un billete que puso en manos de la joven. Ésta, al principio contrariada y colérica, fue poniéndose amable y comunicativa. Cuando llegaron a la casa del cura de Xochiapan iba riendo; reía, pero a poco volvía a su tristeza.

Ofreció a don Eduardo obedecerle en todo, agradarle, y aun le indicó que necesitaba algunas cosas: géneros para hacer ropa de cama, un juego de tocador y cuerdas romanas para la guitarra.

—Sí, debo obedecerle. Es mi padre y mira por mí. Hasta ahora he cumplido exactamente con sus mandatos; a nadie le he escrito. Si yo hubiera querido… ¡con escribir cuatro renglones y mandarlos con el mozo que va todas las mañanas a Pluviosilla! Al principio no me agradaba el pueblo, pero ya me voy acostumbrando a esta soledad. Aquí viviría yo muy contenta… siempre que Gabriel estuviera a mi lado. ¡Ah! Con Gabriel, en todas partes… ¡en la punta de un cerro!

A decir verdad, vivía menos fastidiada; pero el encierro en la casa cural le era insufrible. Carmen deseaba salir, pasear por las orillas del río, por las pintorescas y verdes laderas; ir a los Álamos, al sitio aquel tan bello, desde donde se ve el camino de Pluviosilla, rojo como un reguero de ladrillos, un camino que después de atravesar la sabana se pierde en la espesura de un bosque. Allá, en último término, la ciudad iluminada por los últimos rayos del sol, la ciudad con sus blancos edificios. Desde allí se descubría la capilla de la Virgen de los Desamparados; la cúpula de la iglesia de San Juan de la Cruz, recién blanqueada, y que parece la tapa de una sopera; la torrecita esbelta y chillona de Santa Marta, cerca de la cual estaba el taller donde trabajaba el ebanista, la carpintería de don Pepe Sierra. Allí hacía Gabriel los hermosos roperos que eran la admiración de todos; los elegantes tocadores con espejos biselados en los cuales se ven las personas adentro, muy adentro…

Al recordar el taller de don Pepe, Carmen, sobrecogida de tristeza, veía cruzar ante su amante una figura de mujer graciosa y simpática: Chole, la hija del maestro. Un presentimiento doloroso oprimía el corazón de la pobre doncella. —¿Sería cierto que Gabriel veía con buenos ojos a Chole Sierra? No… ¡qué había de ser cierto!

Y la joven se daba a soñar dichas y felicidades conyugales. —Salgan a pasear —solía decir el cura, cuando la señora Eusebia y doña Mercedes se lamentaban de la invariable vida de la aldea—. ¡Salgan a pasear! ¿Han hecho voto de clausura? ¡Que las lleve ese pillastre de Ángel que ya conoce todos los rincones del pueblo!

Pero doña Mercedes no gustaba de subir y bajar por aquellos caminos quebrados, ni de transitar por las calles de la aldea, resbalosas y llenas de fango. Además, los toros que pacían en los ejidos le inspiraban un temor invencible. No había esperanza de salir a gozar del aire libre, ni de correr las laderas y las orillas del riachuelo.

Un día, Antonio el sacristán, las convidó a comer los últimos jinicuiles de un árbol nuevo, que él mismo había sembrado a la puerta de su casa, a la salida de la aldea, casi a la entrada de la garganta. No poco trabajo tuvieron Carmen, Angelito y Eusebia para vencer la resistencia y los temores de la anciana, pero al fin lo consiguieron a fuerza de ruegos y caricias.

El cura no pudo ser de la partida; quedóse preparando un sermón. Debía predicar dos días después en Pluviosilla, en la fiesta de San Rafael, costeada por el gremio de albañiles.

La tarde era espléndida. Una tarde otoñal, fresca, luminosa, dorada. Ni una nube que empañara el azul del cielo; ni un celaje que pudiera convertirse, a las pocas horas, como suele suceder en las regiones montañosas, en una lluvia torrencial.

La anciana iba festiva, sonriente; señora Eusebia se olvidó del hígado que la traía siempre quejumbrosa; el monacillo, sujeto ya en aquellos días al rosa rosae y al templum templi, corría y saltaba como un cabrito, y Carmen gozaba, lo que no es decible, con la frescura de los callejones y la belleza del paisaje.

Desde la casita de Antonio, una casita de rancheros muy alegre y aseada, amplia y cómoda, con su portalón y su huerto, se dominaba todo el valle de Xochiapan: el caserío, la plaza, la iglesia, la casa cural, la cuestecilla de los Álamos, la cruz, y el río que cerca de allí se precipitaba, en ruidoso salto, de una gran peña escondida entre carrizos y heléchos arborescentes, sombreada por viejos y copados yoloxóchiles, de cuyas ramas plagadas de orquídeas, colgaban sus festones, bejucos muelles y mantos de la Virgen, salpicados de flores blancas, amarillas y rojas. El río formaba luego un remanso, y silencioso y cerúleo ganaba la llanura, entre dos vallados de enea, oculto a trechos por los saucedales y los álamos.

El sol, circuido de nubes ígneas, caía en un abismo de oro, y, como si se despidiera de la tierra, lanzaba rozando las cimas del poniente, ráfagas brillantísimas que iban a iluminar las hondonadas, y que, después de flotar un punto sobre los valles entenebrecidos, se desvanecían en rosados reflejos.

Mugían los bueyes en los sotos; los pájaros cantaban en los barrancos y en los repliegues frondosos del monte; una bandada de pericos, posada en las ramas de un árbol muerto, charlaba sin parar; en el portalón piaban los polluelos alrededor de la clueca, buscando el nido y el cesto que debía abrigarlos durante la noche, y las aves rapaces, en vuelo lento y cansado, regresaban a sus peñascos.

El huele de noche trascendía a gloria en los cercados del cafetal; los árboles florecidos dejaban caer embriagantes aromas, y del fondo de la cuenca, apenas alumbrada por la claridad del crepúsculo, subían oleadas de frescura, silbos de serpientes, zumbidos de insectos y el húmedo y pavoroso aliento de las montañas y de los bosques sumergidos en la sombra.

Desde allí no se descubrían los últimos valles, ni las torres de Pluviosilla que en vano buscó Carmen al buscar asiento en el portalón. Pero sí vio, entre el abra de la cordillera, un claro de cielo semejante a un golfo de aguas verdes, como de ajenjo muy desleído, limitado en parte por una playa corta y sembrada de islotes. La costa y el archipiélago iban variando de color: ora rosa, ora violeta, ya grises, ya azules.

La anciana, alegre como un niño, departía con Antonio y con las muchachas, unas campesinas francas y amables; Eusebia cortaba en el huerto tomillos y mentas, manzanilla y romero; Ángel, harto de jinicuiles, hacía provisión de ellos para el día siguiente, y Carmen conversaba con Marcela, la hija menor del sacristán, gala y contento de aquel hogar dichoso. La noche cerraba… Era preciso regresar y emprendieron la caminata. Ya el cura había encendido su lámpara: sin duda quería dar fin a su trabajo. Desde allí se veía la ventana iluminada.

Carmen miraba embebecida el aéreo golfo, ya muy borrado, el flotante archipiélago que se iba desvaneciendo a gran prisa, y en el cual cintilaban como faros las estrellas de la Osa.

El alma de la muchacha no estaba allí: había traspuesto llanuras y cerros en busca de Gabriel.

Bajaban penosamente hacia la aldea. Un hijo de Antonio las precedía, alumbrando el camino con una raja de ocote.

Lo que la anciana sufrió en aquellas veredas no es para contarlo, y eso que el sacristán no se apartó de ella un instante. Cada accidente de la vereda se le figuraba un abismo; cada breñal de salientes ramas un toro, y el menor ruido entre las hierbas el paso de una víbora.

Cuando entraron en las calles del pueblo el cielo estaba tachonado de luces. La Calandria cantaba en voz baja las golondrinas de Bécquer.

El cura, inquieto por la tardanza de la señora, había mandado un criado en busca de ella, con una linterna y un abrigo.

Atravesaban la plaza. Dulce melodía hirió sus oídos. El harmonio, hasta entonces mudo y olvidado, las recibía cantando. Al entrar vio Carmen en el corredor algunos muebles que le eran conocidos: los suyos. En el sofá había un gran paquete, y en la mesa del cuarto la esperaba la guitarra. Sobre ésta una carta.

La joven se apresuró a leerla. Al acercarse a la hermosa lámpara, el clérigo no pudo menos que admirar, un instante, la belleza de aquel rostro risueño y de aquella artística cabeza adornada con las flores recogidas en el huerto de Antonio y a las orillas del remanso. El padre bajó los ojos pensativo. Un recuerdo doloroso, siempre vivo, cruzó por su mente.

—¿Qué nos dice papá? —preguntó a la joven, a tiempo que ésta doblaba el pliego.

—Que salude a ustedes cariñosamente. Dice que me manda los muebles, ¡cuatro muebles viejos! un espejo, un juego de tocador, géneros y una encordadura romana.

—¡Ah! Pues bien, si la cantadora no está cansada daremos principio a los conciertos… clásicos. ¡El cura de San Andrés Xochiapan abre sus salones!

Doña Mercedes, rendida y fatigada, descansaba en el sillón más cómodo. Al oír eso se incorporó en el asiento, y dirigiéndose a su hijo como si se tratara de un muchacho perezoso que olvidaba sus deberes escolares, le preguntó:

—¿Y el sermón?

—¡Ya está terminado, mamacita! —replicó el clérigo—. Mañana, a la siesta, Ángel y yo saldremos para Pluviosilla. A las dos llegará el coche. Ahora descansaremos de las fatigas del sermón, tocando y cantando. Pero, antes —agregó, dando palmadas—, ¡a rezar el santo rosario!

—¡Recen ustedes, hijo mío, que yo estoy medio muerta!

Después de la cena abrió el padre el harmonio y ejecutó, con la inspiración suprema de un aficionado tímido y mediocre, varias melodías religiosas, terminando con la plegaria del Moisés.

—¡Ah! —exclamó sonriendo, al dejar el banquillo—. ¡Si yo pudiera tocar el órgano y andar en la procesión… las misas solemnes de Xochiapan serían soberbias!… ¿No es verdad, mi señora doña Mercedes?

Y riendo alegremente se acercó a la anciana y acarició los blancos cabellos de la señora. Luego, volviéndose a la Calandria:

—¡Vamos… que empiece la música profana!

Carmen tomó la guitarra que ya templada esperaba su turno, y después de un preludio caprichoso, brillante y sublime brotó del instrumento el vals del Caballero de Gracia.

Cuando la joven terminó, pidiendo perdón y murmurando las excusas de rigor, el cura, doña Mercedes, Angelito, y hasta la señora Eusebia que desde la puerta del corredor oía el concierto, prorrumpieron en ardiente aplauso que fue repetido por los curiosos del pueblo, el secretario in capite, que atraídos por la música se agolpaban frente a la casa cural.

Carmen sonreía satisfecha. Angelito exclamaba:

—¡Ahora, padre, que cante! ¡que cante!

La Calandria afinó otra vez la vihuela, se compuso nuevamente en la silla, tosió, y tras una introducción ruda y rasgueada, al son de un acompañamiento melancólico, entonó una canción que Enrique López, el barberillo calaverón, había popularizado en todos los patios de Pluviosilla, y a la cual debía el nuevo Fígaro más de cuatro conquistas amorosas.


Lejos de ti, con tu pasión soñando,
paso las horas de la noche umbría,
y entre las gasas de la niebla fría
creo mirar tu rostro seductor.
 

El tono de la canción, la dulce y fresca voz de la muchacha y la expresión triste y apasionada que daba a los versos conmovieron a todos. Carmen ponía toda su alma en aquellas estrofas.

La joven dejó la guitarra entre ruidosos y repetidos aplausos.

El cura la elogiaba; doña Mercedes decía: —¡Bueno! ¡Bueno! —y Eusebia se atrevía a palmotear.

El monacillo, acercándose a la anciana, le dijo en voz muy baja:

—¿Qué le parece a usted, señora?

—¡Muy bien, hijo, muy bien!

—¡Con razón! Si por eso le pusieron el apodo…

—¿Qué apodo, muchacho?

—La Calandria, señora… ¡Por lo bien que canta!

—¡Calla, niño! ¿Qué es eso de poner motes a las personas?

XXVIII

Empleó Carmen las primeras horas de la mañana en el arreglo de la recámara y en la colocación de los viejos muebles recibidos la víspera. Tempranito, apenas salió doña Mercedes para ir a misa, principió la faena. La joven, en traje de hacer sábado, iba y venía diligente y activa. Las enaguas viejas de percal azul y el pañuelo de hierbas con que se había cubierto la cabeza, despertaban en la muchacha el ardor del aseo, la rabia de la limpieza, en tal grado, que era otra cuando se echaba encima tales prendas. Nada quedaba en su sitio. Plumero en mano, limpiaba techos y paredes, o armada con la escoba de palma ruidosa y cantante, en los ojos la alegría y en los labios la polca favorita, no había telarañas que se le escaparan, ni hendiduras donde quedara oculto un átomo de polvo. Con razón el cura, cuando en el púlpito discurría del examen de la conciencia, indispensable para una buena confesión, no dejaba nunca de comparar el acto importantísimo de limpiar el alma con la diaria faena mujeril.

La ventana abierta; el sol que entraba oblicuo, haciendo visible la nube de polvo que se revolvía en el aposento. Afuera, el gorjeo de las alondras, el cacareo de las gallinas, el canto estridente de las cigarras. Adentro, la polca, más bien tarareada con el pensamiento que con la voz, la plácida alegría matinal de la vida doméstica.

El catre de hierro, un catre de estudiante, pintado de rojo, fue sustituido con la camita que perteneció a Gabriel, y la vetusta cómoda hizo las veces del prometido tocador. Al pie del espejito de fina y clara luna, y delante de él, la jofaina de porcelana, el juego de cristal cuajado: dos frascos y una linda polvera con su borla, una borla que parecía un copo de nieve.

A las diez ya estaba coleado el suelo y avivado el color de los almagrados ladrillos, las blancas colgaduras recogidas con anchas cintas azules, y en la cómoda dos ramilletes de rosas frescas, fragantes, acabaditas de abrir.

Doña Mercedes guardaba cuidadosa un saquillo de terciopelo guinda, todo cordones y bordados de seda, la sotana francesa, el galano roquete de malla y el pañuelo de batista reservado para los sermones de empeño; Eusebia vigilaba las cacerolas y espumaba el puchero; el cura andaba por la sacristía, y la joven, en consulta con el monaguillo, escribía una carta para don Eduardo. La pobre muchacha no quería hacerlo, temerosa de poner disparates y faltas de ortografía. Además —esto no se atrevió a decirlo—, no sabía cómo tratar a su padre: era la primera vez que le escribía.

El padre la persuadió a hacerlo. Fue preciso poner manos a la obra.

Iba la joven en los últimos párrafos, cuando dejó la pluma, y, como impulsada por una resolución repentina, dijo en voz baja al chico:

—Oye, Ángel.

El monaguillo levantó la cara, aquella carita morena, maliciosa y siempre preguntona.

—Quiero hacerte un encargo; pero… antes me vas a prometer que a nadie, ¿me entiendes? a nadie, ni a tu mamá, le contarás lo que voy a decirte.

El niño hizo una señal de aprobación y fijó la mirada en la joven, en tanto que daba golpecitos en la mesa con la tapa del tintero.

—¿Me lo prometes? ¿Me das tu palabra de honor? Ya eres hombrecito, y un hombre no falta nunca a su palabra…

—Sí, —respondió muy serióte, con la gravedad de un caballero.

—¿A nadie se lo dirás?

—A nadie.

—¿Ni a tu mamá?

—¡Ni a mi mamá!

—Bueno. Pues oye: no quiere mi papá que sepan en Pluviosilla que estoy aquí. Ya verás cómo el señor cura te dice que a nadie se lo cuentes. Voy a darte un encargo para Gabriel: un papelito. No, mejor no. Lo buscas en el taller, en la barbería de Enrique López, en todas partes, hasta que des con él. Lo llamas, y, sin que ninguno te oiga, le dices… ¡oye bien!… que estoy muy triste, muy apenada, llorando a todas horas, porque estoy muy lejos de él, porque no lo veo; que estoy enferma, muy delgada, muy pálida; que lo quiero como siempre, mucho, mucho; que lo adoro; que yo le ruego que olvide lo pasado y que me perdone todo; que escriba, que yo veré cómo le contesto; que te dé la carta para que me la traigas tú. Por eso procura verlo mañana, cuando llegue a la carpintería, a la una. ¡Ah! Y que si me quiere, que le pida un caballo a Pérez, y que un domingo, vale que ese día no tiene trabajo, un domingo, se venga a Xochiapan, tempranito, para que llegue a la hora de misa. Le dices a qué hora es. Que venga para que nos veamos, aunque sea en la iglesia. Dile que aquí ninguno lo conoce, de modo que sin temor puede venir… ¿Lo harás? No te olvides lo que te dije: que estoy enferma, muy pálida, muy triste. La joven acariciaba al chico, pasándole la mano por la frente, como si tratara de asentar los cabellos rebeldes y erizados de aquella cabecita siempre inquieta.

—¿A don Alberto y a Malenita, no les digo nada?

—No… ¡Dios nos libre! A nadie… No, mi papá no quiere que sepan que estoy aquí. ¡Acuérdate que me has dado tu palabra de honor!

—¡Palabra de honor! —repitió el monaguillo, estrechando la mano de la muchacha.

—Averigua todo lo que pasa allá en el patio para que vengas a contármelo…

—No tengas cuidado.

—Bueno. Ahora vamos a acabar la carta…

A las tres de la tarde, Eusebia, Carmen y Antonio despedían al padre González en lo alto de los Álamos.

Sentados sobre una alfombra de hojas amarillentas, bajo los copudos álamos que al soplo de los vientos de octubre comenzaban a perder sus frondas, vieron el carruaje que se alejaba por el rojo camino, hasta que le perdieron de vista. Carmen no apartaba los ojos de la distante Pluviosilla, cuyas torres, iluminadas por un sol sin nubes, asomaban allá detrás de las tupidas arboledas.

—Señora Eusebia, Antonio… Mientras el padre vuelve… vendremos todas las tardes a esperarlo… ¿no les parece?

—Si la señora me da permiso… —contestó Eusebia.

En aquel momento el carruaje salía de una espesura y atravesaba un llanito que, visto desde los Álamos, parecía un pedazo de felpa verde salpicado de pajillas de oro que centelleaban con el sol.

Angelito en el pescante iba agitando el pañuelo como si dijera: —¡Adiós! ¡Adiós! ¡Hasta el sábado próximo!

XXIX

No hubo concierto esa noche en la casa cural. Un mes hacía que estaban en la aldea, y la señora no conseguía habituarse a la soledad pavorosa de Xochiapan. Durante la noche siempre estaba temerosa de un asalto y pensando en bandoleros y asesinos, impresionada, sin duda, por el recuerdo de un suceso que años atrás consternó a los buenos habitantes de Pluviosilla: el asesinato del cura de Metztitlapan, un pueblo de indios viciosos y haraganes situado a legua y media de la ciudad.

A la oración rezaron el rosario en la sala, y luego la señora cerró todas las puertas. Antonio, por súplicas y ruegos de doña Mercedes, vino a dormir a la sacristía. A las nueve todos estaban recogidos y entregados al sueño, menos Carmen que encerrada en su cuartito hilvanaba un vestido. Era preciso disponerse para estar guapa. Acaso el domingo próximo vendría Gabriel y convenía que la viera elegante y más bonita que nunca.

Al volver de los Álamos se instaló en el comedor y después de consultar con la anciana cuál de todos los percales remitidos por don Eduardo le parecía más apropiado para una bata, eligió uno amarillo bajo, sembrado de parches rosa. Sacó un rollo de patrones, y el vestido quedó cortado en dos por tres. Sin tomarse un momento de reposo se puso a la labor, prometiéndose darle término antes de veinticuatro horas. Esa noche lo dejaría hilvanado, y al otro día, en la máquina, rrrrr… ¡ya hacer ojales y a poner botones!

¡Qué rápida iba la aguja uniendo piezas, mientras la mente de la joven, nunca quieta, soñaba con el mozo!

¿Qué estaría haciendo a estas horas? Paseando con sus amigotes, con Tacho, con el simpático Tacho, y con el parlanchín y calaverón de Enrique López. ¡Qué amables y buenos eran los amigos de Gabriel! Le querían mucho, y por eso ella los quería también. A esa hora andaría el ebanista paseando con sus amigos, sí, porque había fiesta en Pluviosilla… maitines en la iglesia de San Rafael, iluminación en todo el barrio, fuegos artificiales… ¡Cómo estarían aquellas calles con los puestos y las fogatas! Los puestos de buñuelos; las mesas llenas de tortas compuestas; las montañas de cacahuates tostados y nueces frescas, y al lado, las canastas de perones, colocados en un nido de paja verdesa. Ese día ponían a la venta los piñones frescos. A ella lo que más se le antojaba de todas aquellas golosinas eran los cascos de coco, blancos, como fragmentos de mármol. Por allí, por aquellas calles estaría Gabriel. Bien que le veía ella. ¡Qué guapo! ¡Qué bien lleva el sombrero! Con qué gracia se ha terciado el joronguillo, aquel joronguillo cuyas puntas ella tejió. Y como si estuviera en Pluviosilla, y fuera en pos del mozo, le seguía con la imaginación por el dédalo de los puestos que llenaban la plaza de San Rafael, entre el humo de las hogueras de ocote, deteniéndose aquí, tropezando allá, aturdida por los gritos de los vendedores, asustada con el estallido de los cohetes y el paso de los corredizos. Y no sólo veía a Gabriel y a sus amigos, sino también a los paseantes, y los farolillos con que estaban decoradas las casas; globos de papel y lámparas de petróleo en las ventanas de los ricos; candilejas de aceite de nabo en las puertas de los pobres. El tablado lleno de banderas tricolores y festoncillos de rama de tinaja, y el templo, con sus vidrieras iluminadas, y a través de ellas los purpúreos cortinajes del altar. Y no sólo esto, que hasta creía escuchar, cuando cesaba el vocear de los vendedores y el griterío de los granujas que jugaban al toro, la salmodia nasal y monótona de los clérigos, y los acordes de la orquesta.

La viva imaginación de la muchacha corría en pos de Gabriel. Tacho y Enrique que le acompañaban charlaban y reían; pero el mozo iba desalentado y pensativo. ¡Ah! Pronto aquella tristeza se cambiaría en regocijo. El ebanista y sus compañeros se habían apartado de la multitud para admirar, desde el puente inmediato, la pintoresca iluminación del molino de La Esperanza, que, perdido entre las arboledas del río, lucía en sus arcos los colores de la bandera de Castilla. Allí está Angelito, allí, comprando cacahuates, y ya vio a los tres amigos, ya los vio. Ya corre para darles alcance… ¡Ah, muchacho, qué bien te portas! ¡Ahora veremos si sabes cumplir con un encargo! Ya habla con Gabriel, y éste se adelanta unos cuantos pasos, acariciando al monaguillo.

Carmen prendió maquinalmente la aguja en la tela, como si en realidad fuera a oír la conversación del ebanista y el muchacho. Un ligero ruido a su espalda la hizo volver la cara.

—¿Qué ruido es ése? Me parece que alguien llama en los cristales. —Escuchó atenta. Una voz, de intento recatada, decía:

Siñora… siñora…

La joven apartó la costura, se restregó los ojos, y acercándose a la ventana alzó la cortina. Percibió entre la oscuridad de la plaza un bulto blanco, que se movía enseñando algo como un papel, y diciendo:

¡Abre, siñora… abre!

Abrió sin temor, con gran estrépito.

—¿Qué quieres?

Siñora… El siñor me lo dio un papelito para ti.

—¿Quién?

—On siñor.

—¿Para mí?

Sí, siñora.

—¿Dónde?

Pos en… —El indizuelo contestó de un modo disparatado, pero la joven pudo comprender que en Pluviosilla—. ¿Será de Gabriel? —pensó, y tomó la carta.

—Mañana lo vienes por el respuesta…

Carmen cerró poquito a poquito la vidriera, y se acercó a la lámpara. Envuelta en un pedazo de periódico venía una cartita muy mona, que en la nema tenía dos letras azules enlazadas con mucho arte: A. R., que la doncella leyó: R. A.

Rompió la cubierta, desdobló el pliego, que tenía escritas cuatro carillas, y vio la firma. Era de Alberto.

La joven recorrió precipitadamente las cuatro planas, aspiró el aroma de que estaba impregnado el papel, y luego arrojó con desdén la carta sobre la mesa, y siguió cosiendo.

XXX

Aquella horrible noche, el ebanista supo mostrarse digno, enérgico, altivo; consiguió acallar la voz del corazón y resistir los impulsos generosos del alma.

Mudo, inmóvil, como petrificado por un hechizo, permaneció en el centro de la pieza, siguiendo con mirada atónita a la doncella que salía avergonzada y llorosa. Luego que la vio desaparecer dio unos cuantos pasos hacia la calle, y cerró de un golpe la puerta.

El dolor hasta entonces contenido estalló terrible. Gabriel quiso gritar, y no pudo, le ahogaban los sollozos; quiso andar, y le flaquearon las piernas; se apoyó contra el muro, y después de un instante de horrible angustia, de suprema congoja, rompió a llorar como una débil mujer. Así permaneció largo rato. A poco su mente ofuscada principió a despejarse. El corazón le palpitaba más tranquilo.

Al fin consiguió andar y fue a sentarse al borde del catre. Las almohadas conservaban todavía en sus depresiones las huellas del cuerpo de la joven. El mozo las contempló con tristeza, y, como si volviera de un desmayo, paseó la vista en torno suyo, reconociendo el sitio. La vela brillaba con luz medrosa, trémula, rojiza, como un cirio mortuorio. Respiró Gabriel como si se viera libre de enorme peso, tomó el sombrero, y salió de la estancia.

¿A dónde ir? A cualquier parte. Al punto más lejano, por la calle más oscura, a donde no hubiera más que tinieblas. Quería huir de aquel sitio, como si allí dejara su dolor.

Era muy grande el de Gabriel. Alma sencilla y buena que aún no probaba las amarguras de la vida, el dolor le encontraba desapercibido para el combate. Nunca había sufrido un desengaño; su existencia, no turbada hasta entonces por graves y profundos pesares, había corrido, gárrula y dichosa, como la de un arroyuelo que ni crece con las lluvias, ni se agota con los fuegos del estío, siempre bordado de flores, alegre y feliz.

La miseria y el hambre no llamaron nunca a su puerta; la muerte no había enlutado, desde los primeros años del mancebo, aquel hogar tranquilo. El taller, el trabajo, el paseo, el vestir bien, los teatros, los toros, consumían aquella existencia libre de cuidados y exenta de otras aspiraciones.

Fútiles amoríos, castos y sin objeto, eran los únicos que ocuparon el corazón del ebanista hasta que se prendó de la huérfana; amores pasajeros e inestables, cuyo encanto consistía en hablar de ellos en el taller; en rondar por la noche una casa; en pasar cien veces y cien más por la misma calle, atisbando, por una ventana o por el postigo de una puerta, la silueta de una joven simpática o la cabecita ensoñadora y sin adornos de la hija de un artesano; amores cuyo principal atractivo estaba cifrado en una señal de inteligencia, hecha al pasar o desde la esquina inmediata; en la conversación sabrosa y recatada, interrumpida a cada momento por los transeúntes o por una madre vigilante. Pero eso no era amor; era más bien un juego, un entretenimiento, un pretexto para lucir los domingos, en misa de doce, las corridas de Mateíto o de Ponciano, en las calles del Jardín o bajo los fresnos de la Sauceda, un sombrero galano y un pantalón correcto.

En las crápulas y desórdenes, a los cuales se veía arrastrado por sus amigos, especialmente por Enrique López que era muy dado a la gente del bronce y a pecaminosas aventuras, el mozo, sin pretender pasar por tímido y morigerado, se mostraba siempre reservado y cauteloso. Jamás emprendió conquista alguna con la intención premeditada de llevar la deshonra y la vergüenza al hogar tranquilo del artesano y del bracero, y la mujer ajena le mereció siempre los mayores respetos, hasta en ciertos casos y particulares circunstancias, en los cuales sólo una gran fuerza de voluntad y una rectitud a toda prueba podrían vencer la tentación. Tenía sobre sus pasiones un dominio tal y tan seguro, que, una vez decidido a sojuzgarlas, ni livianas provocaciones, ni segura impunidad conseguían vencerle.

A la formación de ese carácter, de por sí bueno y generoso, contribuyó, y no poco, el celo maternal. Doña Pancha, aunque vulgar e ignara, supo inculcar en su hijo, desde muy niño, profundo respeto a todo, tan profundo, que rayaba en timidez, e inspirar en aquella alma, de suyo tierna y cariñosa, un amor sin límites. Gabriel quedó sin padre cuando apenas contaba pocos años, y creció en la pobreza de un hogar entristecido por dolorosas memorias y rudos trabajos, siempre anhelando llegar a ser hombre para subvenir a las necesidades de la buena mujer a quien debía la vida. Apenas fue joven, doña Pancha le dijo: —Ya eres el jefe de tu casa. El muchacho tomó a lo serio su papel y supo desempeñarle a maravilla, siempre grave y circunspecto. Era irascible, acaso porque nunca provocaba a nadie, y ante una injusticia no podía callar. Cuando se encolerizaba aparecía terrible, pero un instante de reflexión bastaba para que entrara en calma.

Ni las amistades contraídas en el taller, en la calle y en los bailes, fueron parte a debilitar en él tan buenas prendas, antes por el contrario las robustecieron y vigorizaron. Doña Pancha tuvo la debilidad, muy disculpable en una madre, de mimarle demasiado; cierto es que el muchacho lo merecía, pero ella solía elogiarle más de lo debido. Acaso por eso resultó vanidosillo y pagado de su persona, de su habilidad en el oficio, de su apostura y de su elegancia.

¡Cuán duro no sería para Gabriel, siempre dichoso, aquel desengaño causado por Carmen, en quien había puesto su vida, a quien amaba de todo corazón!

Al saber las pretensiones de Rosas, al ver que éste cortejaba a la huérfana, tuvo calma, esperó a conocer la conducta de la joven, la observó, y concedió a su rival el derecho de pretenderla, por mucho que sabía hasta dónde iban las intenciones del catrín.

No creía, no podía creer que Carmen le fuera infiel. ¡Cómo creerlo, cuando sabía que la muchacha era sincera, cariñosa, tierna! ¡Eso no era posible! ¡Cómo iba a serle infiel aquella joven que tanto le quería, que le había hecho tantos y tan solemnes juramentos! Todo aquello del festín y de la conversación con Alberto, de que Salomé y doña Pancha le habían hablado, era una ligereza y una cosa muy natural. ¿Alberto la pretendía? Pues ella no había de contestar a sus requiebros con una palabrota. Eso lo harían Petrita, Paulita, cualquiera otra que no fuese como Carmen, fina y amable. ¿Aquello de la juma? Muy natural. No estaba acostumbrada a beber, bebió mucho y se le subió el vino.

Pero cuando oyó de boca de Angelito que Carmen correspondía a los galanteos de Rosas: cuando el monago le refirió la escena que había presenciado, y en la cual, cediendo a los deseos de Alberto, la huérfana se dejó besar, el cielo se le vino encima, rugió colérico al ver su amor burlado y hundido en el lodo, y corrió a contar a doña Pancha cuanto acababa de saber. La anciana logró calmarle: le hizo reflexiones justísimas acerca del origen de Carmen, advirtiéndole que ésta podía heredar el mal de la madre, y lo que era peor, la tendencia al lujo que fue su perdición; le pidió que prescindiera de la huérfana, y temerosa de que el mancebo, pasada la impresión que lo referido por Angelito le había causado, se viera enredado en humillantes amoríos y expuesto tal vez a grandes peligros, que ella en su corazón de madre presentía, apeló a los sentimientos generosos y de su hijo para que no volviera a pensar en la muchacha. Y lo consiguió.

Gabriel se armó de valor y cumplió exactamente lo prometido. Dura, crudelísima fue la entrevista: el corazón le decía: ¡perdónala! La dignidad lastimada le gritaba: despréciala. El amor le repetía: te ama, está arrepentida, ten piedad de ella; mira que vas jugando tus ilusiones más queridas, tus esperanzas todas; pero en sus oídos resonaba la voz maternal, tiernísima, empapada en lágrimas, suplicante, dolorida: ¡Gabrielillo, si me quieres, si sabes agradecer todo cuanto he hecho por ti, si eres buen hijo, olvídala! La amaba y no debía amarla… Quería despreciarla, ofenderla, ultrajarla, y no podía… ¡La quería tanto! El amor propio herido le decía con acento sordo e imperioso: ¡déjala!

Cuando el ebanista salió esa noche de su casa, queriendo huir de su dolor, casi arrepentido de lo que había hecho, vagando sin rumbo, al acaso, caminó calles y calles, sin darse cuenta de las distancias. La calle principal de la ciudad, ancha, sin término, apareció delante de él, con sus tortuosas filas de faroles a cada lado, en el fondo oscura y lúgubre. Así miramos lo porvenir cuando somos víctima de uno de esos desengaños dolorosos que conmueven el alma como un cataclismo, y no descubrimos en el horizonte tenebroso ni una luz de consuelo, ni un rayo de esperanza.

Llegó hasta el fin de la ciudad, y al ver el amplio camino carretero que allí comienza, pasada una puente, al pie de un cerro histórico, sintióse tentado de emprender un viaje sin término, a lejanas tierras, a donde nadie le conociera; huir para siempre de Pluviosilla, de aquella ciudad fatal para su dicha… Pero pensó: —¿Y mi madre?

El río corría sereno; silencioso. El ebanista, de codos en el pretil, contemplaba la negra corriente del río; la llanura se perdía en la sombra pavorosa de los campos. Un sentimiento de dulce tristeza, consolador y plácido, se iba apoderando de su alma. Mientras más consideraba su infortunio, más desolado encontraba el horizonte de su vida, y algo como aquella lúgubre nostalgia que sintió en el alma cuando la joven le dijo por primera vez: —¡Te amo!— paso por su corazón como una oleada de frescura. El abismo abierto a sus pies le atraía, le llamaba… ¿Qué pensó Gabriel en aquel instante? ¡Quién sabe! —¡No!… —murmuró, dando la vuelta y tomando el camino de la ciudad.

Al siguiente día dijo a doña Pancha unas cuantas palabras acerca de lo ocurrido, y no habló más del caso. En vano Tacho, Solís y López le interrogaron algunas veces. No volvió a mentar a Carmen. Supo que había salido de Pluviosilla, pero no trató de saber hacia dónde. Y no porque se hubiera olvidado de la joven, sino porque había resuelto no hablar de ella jamás. Refirióle el mesero, y también doña Pancha, la conversación de Alberto y de sus amigos, cuanto dijeron acerca del rapto proyectado, y apenas se dignó escucharlos y les contestó con una sonrisa despreciativa y profundamente dolorosa.

Cuando Angelillo le llamó y le dio noticias de que Carmen estaba en Xochiapan, repitiéndole cuanto la doncella le decía, bajó la cabeza, como si buscara en el suelo la respuesta, y exclamó:

—Di que no me has visto… ¡No… dile que yo le suplico que no vuelva a pensar en mí!

Y dio la vuelta desdeñoso y sombrío.

XXXI

Propúsose el padre González, desde el primer día que pasó Carmen a Xochiapan, observar la conducta de la joven y estudiar su carácter e inclinaciones, para dar periódicamente a don Eduardo noticias de su hija.

Creyó el cura que era deber suyo hacerlo así, y como jamás echaba en olvido, por desidia o negligencia, una obligación, cada semana, con toda exactitud recibía el capitalista una carta del clérigo extensa y expresiva.

Los informes y noticias que venían de Xochiapan no podían ser más satisfactorios. «No me arrepiento, amigo mío —decía el cura en su última carta—, no me arrepiento de haber accedido a los deseos de Vmd.; todos estamos satisfechos de la conducta de Carmelita. La señora mi madre ya no sabe cómo elogiar las prendas y cualidades de la joven; le ha tomado muy grande cariño, y cada día descubre en ella nuevos motivos de estimación. Eusebia, mi nodriza, la quiere entrañablemente, de lo cual puede decirse que es tener un pedazo de la túnica de Jesucristo.»

«Como yo me lo esperaba, se acabaron tristezas y melancolías: Carmelita se va habituando a la soledad de este pueblo; manifiesta que vive contenta a nuestro lado, cosa que nos place sobremanera, y a todos nos regocija con su franca alegría. Parece un pájaro primaveral que anda siempre de aquí para allá, alegrando la casa con sus gorjeos. Bien hará Vmd. si le manda la guitarra; servirá para entretener las horas de fastidio y hacer menos larga la jornada.»

«No observo en Carmen inquietud ninguna; en sus conversaciones no he podido encontrar nada que me revele que está enamoradilla. Sigo creyendo que cuanto en este sentido le contaron a Vmd. es pura calumnia y falsedad. El amor, amigo mío, es cosa que no puede estar escondida; a cada palabra se revela, y yo no descubro en Carmelita nada que confirme la sospecha de Vmd.»

«Carmelita es bien educada, fina y amable; tiene el instinto de la distinción, y da gusto verla servir en la mesa. A poco de vivir al lado de Vmd. será una señorita irreprochable. Ahora se resiente un poco del medio en que ha vivido… (¿no se dice así en la jerga de los pseudofilósofos?) pero, a juicio mío, todo es cuestión de tiempo y de medio. Vmd. y la señorita Lola harán lo demás. Carmelita (así lo he comprendido por sus conversaciones) tiene una irresistible inclinación al lujo y al brillo. Estoy seguro de no caer en error al afirmar que ve con tristeza la sencillez y modestia de sus vestidos, y que desea disfrutar de cuanto por la clase a que pertenece y la brillante posición de Vmd. le corresponde. Todo esto es muy natural, y no debemos echar en saco roto el consejo de San Francisco de Sales a propósito de esta inclinación al lujo; pero conviene irse con tiento; no por escapar de un peligro caigamos en otro. El amor a las galas suele ser para las jóvenes a quienes la fortuna no ha visto con buenos ojos, la causa de lamentables extravíos, y no pocas veces motivo de perdición. ¿Qué cosa más natural que la primavera quiera flores? Hay que satisfacer prudentemente ese deseo. Cada edad tiene sus juegos, decían los antiguos; la juventud gusta de aparecer bien, ama lo bello y sueña con las galas.»

«Vmd. es rico, y por tanto no puede decirse que Carmen sea pobre; pero como tal viste, y esto, a la larga, puede traer fatales resultados. La prudencia aconseja preverlos y evitarlos.»

«Creo de todo punto conveniente que Vmd. lleve a Carmen al lado de la señorita Lola. ¿Qué necesidad tiene de vivir en casa ajena, con extraños que no sabrán, como nosotros, estimar sus nobles cualidades?»

«He considerado atentamente las razones que usted ha tenido en cuenta para no dar este paso, y me parecen débiles, muy débiles. Creo que los temores de Vmd. son infundados.»

«Dado el carácter de la señorita Lola, no hay que temer. El día que Vmd. se decida a tratar con ella de este asunto, se verá cómo estoy en lo cierto. Al primer momento, es muy natural, se entristecerá, acaso rehúse; pero luego recibirá a Carmelita con los brazos abiertos. ¿Teme Vmd., perder la estimación de su hija? No sucederá así; y aun cuando así fuera, eso sería mil veces preferible a que el mejor día supiera que Vmd., que es para ella vivo modelo de amor paternal, tiene otra hija, la cual no goza de los bienes y comodidades que por derecho le corresponden. Tal vez mi pupila, viviendo como vive, no satisfecha del trato y consideraciones de Vmd., para poner término a la situación en que su irregular nacimiento la ha colocado, se prende de un hombre que no la merezca, del primero que le diga: “¡qué bonitos ojos tienes!” y haga una locura. Hago memoria de muchos casos semejantes que siempre fueron de fatales consecuencias.»

«Conque, amigo mío, no vacile Vmd., y decídase cuanto antes, a recoger a esta joven, digna por mil títulos de mejor suerte. Dios que ve los corazones le dará a Vmd. su bendición.»

«¿Me dice Vmd. que Carmelita no ama a su padre como debiera? ¿Quién tiene de ello la culpa? Vmd. que no es con ella tan amable como conviene. Obséquiela, amigo mío; mándele cualquier cosa, una de esas baratijas de que tanto gustan las mujeres; escríbale Vmd. que yo me encargo de que ella conteste, aunque sean cuatro renglones.»

«Va la lista. En concepto de la señora mi madre esto es lo que más necesita nuestra pobre Carmen.»

«Próximamente nos veremos. Debo predicar en San Rafael el día 24. No tengo muchas ganas de abandonar, ni por un día, a mis feligreses; pero el padre Oriza me ha invitado, y no he podido negarme a la solicitud de mi buen maestro. Saldré de aquí el 23 después de mediodía.»

El Cura no regresó a su curato sin visitar a don Eduardo. Éste, muy agradecido a las bondades del clérigo, le ofreció pensar de nuevo en el asunto. Si no variaba de opinión, hablaría con su hija, y Carmen iría a vivir a la casa de su padre.

Para recibir al padre González se hacían grandes preparativos en Xochiapan. Por deseo de Carmen se dispuso una merienda: tamales y atole de leche. Irían todos al alto de los Álamos, y allí bajo los hermosos árboles, sobre las hojas secas, tenderían el mantel. Carmen llevaría la guitarra, y pasarían la tarde alegremente. Doña Mercedes prefería que la merienda fuese en la casa, pero la joven consiguió que se aceptara su propuesta. ¡En los Álamos, sí, aquel sitio era encantador! Desde allí verían aproximarse el coche. Antonio traería algunos cohetes, y la sorpresa sería completa. Carmen preparaba los tamales, con el mayor cuidado, y Eusebia y doña Mercedes colocaban la leche, cuando alguien llamó a la puerta. La joven acudió: era el indizuelo de la carta.

Siñora, me das el respuesta.

—No; —contestó la muchacha— di que no hay respuesta… ¿Me entiendes?… Vete.

El indio se fue. Carmen no había contestado la carta de Alberto, ni quería hacerlo. La carta del tenorio, aunque escrita con habilidad y en extremo apasionada, no agradó a la Calandria. El joven, en la creencia de que Carmen estaría en Xochiapan desesperada y deseosa de salir de allí, le proponía, después de muchas promesas y juramentos, ir una noche al pueblo, a una hora convenida, con el fin de que, si la joven le quería, huyera de aquella casa.

«No temas —decía— soy un caballero, bien me conoces, y así te evitarás disgustos. Te amo, te adoro, y por eso te propongo esto. No es una fuga; eso sería indigno de nosotros. Iré por ti, te traeré a Pluviosilla, te pondré en una casa respetable. Seremos felices, alma mía. Si el destino se opone a nuestra dicha, seamos más fuertes que el destino. ¿Qué pueden contra el amor la crueldad de un padre y la severidad de un clérigo? ¿Te separan de mí, te alejan? Pues burlemos la maldad de quienes así, envidiosos tal vez de nuestra dicha, separan dos almas nacidas para amarse, para ser felices. Todavía palpitan en mis labios tus apasionados besos; todavía resuena dulcemente en mis oídos el eco de tus palabras y la sentida melodía de tus canciones… Ámame como te amo, Carmela mía, ámame… Una palabra tuya, y el sueño que acariciamos será una realidad…»

La huérfana leyó y releyó esta carta… ¿Cómo sabía Alberto que estaba en Xochiapan? Sin duda el secretario, que era amigo de Magdalena y de Jurado y que iba todos los jueves a Pluviosilla, había llevado la noticia.

Las frases de Alberto no le llegaron al corazón. Resolvió no contestarlas y rompió la carta.

La llegada del padre González fue de lo más divertida. A las cuatro salieron camino de los Álamos, con Antonio y sus hijas, las cuales fueron invitadas por doña Mercedes. Se hizo una hoguera para calentar el atole, y Marcela y Carmen tendieron el mantel. El sacristán quedó encargado de avisar cuando apareciera el carruaje. Apenas le columbraron, Antonio y su hijo, tizón en mano, principiaron a arrojar los cohetes, uno tras otro, sin cesar. Las montañas repetían los estallidos, y entre vivas y aplausos llegó el cura a los Álamos.

Después de la merienda cantó Carmen sus canciones más bonitas, y al oscurecer, a la luz de las teas, volvieron a la casa cural. Doña Mercedes bajaba apoyándose en el brazo de su hijo; Carmen conversando con el monago.

—¿Qué te contestó? Dime, dime, ahora que nadie nos puede oír…

El chico callaba, temeroso del efecto que iban a causar sus palabras.

—¡Responde, bobito, responde!

—Me dijo, —contestó el muchacho, tragando saliva— me dijo muy contrariado y mohíno… que…

—¡Di… acaba, por Dios!…

—Me dijo: dile que yo le suplico que… no vuelva a pensar en mí…

—¿Eso te dijo?

—Sí…

—¿Nada más?

—¡Nada más… y se fue sin quererme oír!… Dicen allá, en el patio, que se quiere casar con la hija de don Pepe… con Chole.

—¿Quién te lo dijo?

—Paulita se lo contó a mi mamá.

—¡Mentiras de esa enredadora!

—Pero yo creo que Gabriel viene mañana, porque anoche me preguntó que si la misa era muy tarde. Ahora que pasamos estaba en casa de Ramón Pérez. ¡Seguro que fue a pedirle el caballo!

El rostro de la muchacha, alumbrado en aquel momento por la luz de la cercana tea, resplandeció de júbilo.

—¡Ah! Entonces mañana viene, Angelito, ¡mañana viene!

XXXII

Alberto siguió cultivando la amistad de Magdalena. Todas las noches iba a visitarla, y no se retiraba de allí antes de las doce. Algunas veces le acompañaban sus amigos. De todos ellos, el más simpático para la mulata fue Pepe Muérdago. ¡Qué bien que congeniaron la sabidilla y el parásito! Las crudezas y malicias del uno eran el encanto de la otra; las cursilerías y el furor lírico de la de Jurado daban al muchacho mucho que hacer y de qué reír. Magdalena estaba muy pagada de la amistad de Pepe. Éste no tenía escrúpulos, ni se paraba en pelillos. Estaba listo para todo, siempre que se trataba de su amiga; la sufría con paciencia, la llevaba al teatro y a los toros, con el mayor gusto. Ya los concurrentes y parroquianos de la cantina le decían, en son de chanza, que había heredado la encomienda, y hasta solían llamarle con el apellido del director de El Radical. Pepe contestaba con una sonrisa, y no se le daba un ardite cuanto dijeran en su contra. Él sabía adónde iba. Magdalena pecaba de generosa, y frecuentemente, en calidad de préstamo, recibió el parásito algunos duros de mano de su amiga. «¡Los préstamos del Gobierno! —murmuraba ésta—. Pero, ¿cómo negar un favor a tan amable joven?» Cuando el bolsillo de Pepe estaba exhausto, y el mozo quería ir al teatro… ¿qué hacer? ¡Cosa más fácil!

—¡Male! ¿Vas esta noche a la zarzuela?

—Iría… si tuviera con quién…

—Manda buscar los billetes… Yo te llevaré.

Y la llevaba. Al terminar el primer acto ahí tenían ustedes a Muérdago, haciendo su entrada triunfal, entre los saludos maliciosos y equívocos de los amigos y la risa disimulada de las pollas que, desde los palcos primeros, medio velado el rostro con el abanico, no perdían nada de cuanto pasaba en el salón. Pepe llevaba a la casa de Magdalena las noticias de la crónica escandalosa de Pluviosilla, el periódico con los últimos versos de Peza o con la revista de un baile famoso, y las novelas de Paul de Kock, amén de algunos otros libritos de altísima temperatura y subido color.

Cuando los cuatro amigos se reunían en casa de Jurado, en torno de la botella de cognac y a la luz de aquella lámpara susodicha, se alborotaba el cotarro. Malenita en el sofá, puesto un pie en el escabel, cruzada la pierna y fumando indolentemente un cigarrillo; Alberto con el aire de Byron cansado y aburrido; Pepe, charlando por los codos, y Alcíbiades y Carlos, oyendo aquel mentir asqueroso, aquel hablar de todo el mundo, viniera o no a cuento, y siempre mal. Muérdago no respetaba el buen nombre de nadie, y hubiera sido capaz de calumniar a su propia madre, siempre que de ello resultara que los que le oían dijeran que tenía chiste y que a nadie le perdonaba una falta.

—¿No lo creen? —decía—. Pues no lo crean; pero el que me lo dijo lo sabe de buena fuente. ¡Llegó el marido, y mi hombre que no tuvo por donde escapar se escondió en el baño, y allí pasó la noche!…

—¡Pepe! ¡No mientas! —exclamó Carlos—. Esa señora es toda una dama. ¡Sólo tú puedes hablar mal de ella!

—¿Eso crees? —¡Bien se conoce que se te pasea el alma por el cuerpo! ¿De qué te sirven los ojos? La otra noche, en el teatro, sólo los ciegos no vieron lo que pasó. ¡Pero, bien, si tú lo quieres no será, no es, no es nada! ¡Mentiras de Cúchares! ¿Y… oye, Albertín: ya supiste dónde anida hoy la Calandria?

—¡Necesitaré que tú me lo digas! Tú sí que no sabes dónde está…

—¿Que no sé?

—No lo sabes…

—Hoy me dijeron que la han visto en Veracruz…

—¡Ja, ja, ja! Tienes mojados los papeles… ¿Ahora sales con eso?… Yo lo sé hace ocho días. El otro día que salimos a repercutirla…

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Magdalena, con el interés de un filólogo.

—Correrla, Male, correrla… —respondió Pepe, desperezándose en la mecedora.

—La otra noche que salimos a repercutirla, o a correrla, como ustedes gusten, con un gallito, se nos juntó un amigo, y éste, por casualidad, cuando menos lo esperaba yo, contó que en…

—¿Dónde?

—¡Qué te importa, Cúchares! Deja hablar… que en… (¡donde ustedes quieran!) fuera de aquí, en el campo, vamos, en un pueblo, en la casa del cura, vive una muchacha que canta y toca la guitarra… ¡Chicos! ¡Mi hembra, que dejando las pompas y vanidades del mundo, se ha retirado, de orden superior, a la soledad!

—Podrá ser otra…

—No, Cúchares, la mismita. La paloma no ha escrito; ni a mí, ni a Male…

—¡Ingrata! —exclamó la de Jurado— Alberto: no vuelva usted a pensar en ella. Así son todas esas alzadas y vanidosas. A mí me debe favores… No lo digo por echárselos en cara; pero la verdad es que me debe favores y consideraciones, y no ha sido la muy ingrata para escribirme siquiera cuatro líneas, diciéndome: ¡aquí estoy! ¡Tomen ustedes cariño y protejan a quien no lo merece! Alberto, deme usted su palabra de honor de que no volverá a pensar en ella…

—¡Sí, Male, por qué no!

—¿Bueno, me lo promete usted?

—Sí, Male…

Carlos y Alcíbiades, que asistían a esta escena sin decir palabra, se hicieron una señal de inteligencia, como diciendo: —¡Ésta tiene celos!

—Está bien —prosiguió Pepe— ¿y qué has hecho?

—Nada… No haré nada. Acabo de prometer a Male que no volveré a pensar en la encantadora, ¿no lo has oído?

—Al decir esto Alberto, para que Pepe callara, le hizo un guiño que Muérdago entendió al instante.

—¡Ah! Entonces… ¡negocio concluido!

A poco se levantaron los amigos. Magdalena se quedó contrariada. Ya no quería que Alberto siguiera en la conquista.

En la calle, luego que Frisler y Cortina se despidieron, Rosas le dijo a Muérdago:

—¡Imbécil! ¡Con lo que me has ido a salir delante de Magdalena!

—Perdona, chico… ¡Yo no sabía!

—Figúrate que antes, cuando se llevaron a Carmen, me pidió que le siguiera yo el bulto a la tórtola… Y ahora… ¡se espanta!… No se espanta; lo que sucede es que está celosa.

—¿Y tú qué piensas hacer?

—Ir mañana al pueblo. Carmen está en Xochiapan, en la casa del cura. El secretario fue quien me lo dijo. Yo lo tomé por mi cuenta, le di unas cuantas copas y me contó cuanto sabía. Carmen no sale para nada de la casa cural. El secretario es un buen chico, y, como desea que lo recomiende yo a Mendieta, para que éste le consiga un empleo, me ofreció que haría llegar una carta a manos de mi hembra. Lo llevé a casa, puse una carta, como bala, y se la di. Hoy recibí, hace un rato, al llegar a la casa de Magdalena, una carta del secretario, en la cual me dice que mi epístola fue entregada en presencia suya, pero que Carmen no ha contestado, ni hay esperanzas de que lo haga, porque al criado que él mandó por la respuesta, mi tortolilla, que se me está poniendo arisca, lo despachó con cajas destempladas. Ya ves que es preciso ir a Xochiapan para explorar el terreno. A mí ésta no se me escapa. Ya estoy cansado de Magdalena y de… que me lea las poesías de Acuña… Jurado llega de un día a otro, y es preciso dejarle su tesoro. ¿Vamos mañana a Xochiapan?

—Iremos.

—¿Tienes caballo? Si no tienes te prestaré el tordillo. No le tengas miedo: es un caballo para cachalotes como tú.

—¿Cómo te explicas el cambio de la muchacha?

—No me lo explico. ¡No te he dicho que estaba yo al pelo!

—Pues yo sí me lo explico. El curita ese la tiene en un puño. Para eso se pintan los frailes… ¡Ni duda te quepa!

—¿Crees?

—¡Vaya! Lo que conviene es sacar a Carmen de allí…

—Ya le propuse en mi carta que iría por ella…

—Es conveniente aburrir al fraile para que así, por quitársela de encima, se la mande al tata. Aquí ya veremos…

—Conformes, pero eso ¿cómo lo conseguimos?

—Tengo un plan. Un parrafito en El Radical, diciendo… lo que tú quieras, cualquier cosa que haga ver las estrellas al cura, y ya verás el resultado.

—¡Chico, chico, eres hombre de talento, no cabe duda! ¡Vente a cenar conmigo!

Andiamo.

XXXIII

Durante la cena estuvo Carmen silenciosa y pensativa. Ni la afabilidad del padre González ni el buen humor de Angelito la hicieron sonreír, y eso que el monago, ahito de tamales, no probó un solo platillo, y pasó el tiempo charlando como una cotorra y remedando al sacerdote que había cantado la misa el día de San Rafael. Imitaba los gestos y la voz del clérigo de tal modo, que el cura no pudo menos que confesar la exactitud de aquella irrespetuosa imitación, y hasta olvidó reprender al píllete, como tenía costumbre de hacerlo siempre que éste se permitía tales faltas en la mesa.

Carmen, siempre dispuesta a celebrar al chico, permaneció sin despegar los labios, y luego que el cura recibía la oración por los difuntos, se despidió de todos y se retiró a su cuarto.

—Vendrá Gabriel —cavilaba—, vendrá. ¿A qué preguntar la hora de la misa? Sin duda que cuando Ángel lo vio en la talabartería de Pérez había ido a pedirle un caballo para venir a Xochiapan. Ramón es buen amigo: le prestará el Gavilán, ¡un colorado sangre-linda, que da gusto verlo! Mañana cuando den el segundo repique ya vendrá por el llano, pensando en mí. ¡Hace tanto tiempo que no me ve! Ya me parece que lo tengo delante, muy plantado y muy guapo; ya me parece que lo veo atravesar la plaza, haciendo caracolear el caballo. De buena gana me iría tempranito a los Álamos para columbrarlo desde allí; y cuando empezara a subir la cuestecilla, me escondería yo entre las matas para mirarlo a mi gusto, sin que él me viera, y desde mi escondrijo gritarle: ¡Gabriel! ¡Gabriel! ¡A que no esperabas encontrarme aquí! O cuando él pasara, cantarle:


¡Tan! ¡Tan! Niña, a tu puerta,
llamando Amor está…
 

Pero no, eso es imposible. Vamos a dormir, a dormir, para levantarse luego que Dios mande su luz. Si me duermo, que no me dormiré, me despertará el toque de alba. Es necesario andar de prisa. Temprano arreglaré la casa para que a la hora de almorzar no quede nada por hacer. No iré a la iglesia hasta que dejen la misa. Instalada en el corredor veré llegar a Gabriel. ¡Ah, señor mío! ¡Hasta que nos volvimos a ver!

La joven se durmió dulcemente, soñando con el ebanista. Y dicho y hecho: antes del alba ya estaba en pie. A las nueve sacó al corredor una mecedora, y en ella tomó asiento para esperar al mozo.

La plaza de Xochiapan, solitaria como un páramo durante la semana, se ve muy concurrida los domingos. Ese día es el tianguis, y de la Sierra, y de las cercanas rancherías, acude mucha gente: unos a vender y casi todos a comprar. Los indios traen frutas, semillas, legumbres, y barbacoa; algunos ponen a la venta pañuelos y géneros de algodón: otros, haciendo oficio de buhoneros, andan de aquí para allá, ofreciendo sus baratijas: espejos, cuchillos, collares de cuentas azogadas, estampas de santos, agujas, organillos. Todo pregonado al son de una música plañidera y monótona, al son de un violín de apagadas y gemidoras voces.

Los rancheros vienen generalmente a caballo, muy aseados, vestidos de blanco, con sombrero de palma y botas de vaqueta amarilla. Llegan a última hora, oyen misa, hacen sus compras, y después de echar un trago con sus amigos y compadres en la tienda mejor surtida, se vuelven a sus ranchos, a sus ganados y a sus cafetales.

Los indios levantan el campo a mediodía. Algunos se quedan a beber aguardiente, y se retiran al caer la tarde, en completo estado de ebriedad. Asombra ver cómo no perecen despeñados en los precipicios por cuyos bordes pasan vacilantes y rendidos al peso de la carga.

La campana llamaba con urgente clamor: cerrábanse las tiendas, y los vendedores dejaban sus puestos al cuidado de los niños, para acudir al templo, y sólo el secretario y el maestro de escuela, los espíritus fuertes de Xochiapan, quedaban en el portal de la casa del Ayuntamiento, cuando apareció en la plaza, jinete en el colorado sangre-linda, el tan esperado mancebo. Apenas pudo verle Carmen que a la sazón entraba en el templo; viole, y el corazón le dio un vuelco, y sin cuidarse de que alguno la observara saludó al ebanista, agitando el pañuelo; pero Gabriel que no advirtió el saludo, siguió al paso hasta la tienda más cercana.

Cuando Gabriel entró en la iglesia llena de fieles, la misa había empezado. Una murga infernal ensordecía el recinto, y el cura entonaba con voz vibrante y sonora: ¡Gloria in excelsis Deo!

Colocóse el mancebo en buen lugar, resuelto a oír la misa con la mayor devoción; pero no pudo conseguirlo. Allí cerca estaba Carmen; allí estaba la mujer por quien hubiera dado cuanto tenía, hasta la vida. No quería verla, y sin embargo no hacía otra cosa. Volvía el rostro hacia el altar, y sin saber cómo, cuando menos lo pensaba, ya tenía los ojos fijos en la doncella, cuya linda cabeza, cubierta con el rebozo, no permanecía quieta un solo instante, volviéndose a todos lados en busca del ebanista. Gabriel procuraba permanecer oculto detrás de la estatua de San Isidro, que colocada en una mesa, rodeada de velas y de grandes ramilletes de rosas de papel, le servía de biombo.

¿A qué había ido? ¿Estaba resuelto a reanudar los interrumpidos amores? ¿Cedía a los deseos de Carmen? Había ido a mirarla, no queriendo verla; había ido a Xochiapan arrastrado por una fuerza irresistible; pero no cedería. ¿Cómo apartar de su memoria aquel beso, aquel beso tronado, que él no había oído y que, sin embargo, para él resonaba como una injuria, como una palabra insultante que pide sangre? Y ya la había visto; allí estaba, cerca de él, bella como nunca.

Al terminar el oficio, al ite mise est, salió Gabriel de prisa, de modo que cuando los fieles volvían al mercado ya él estaba a punto de montar. Al cruzar la plaza se encontró con unos rancheros amigos suyos, muy amables, los cuales le invitaron a tomar una copa, y luego a comer, al rancho que no estaba distante. Accedió; necesitaba distraerse.

Para salir de la plaza, rumbo a la casa de sus amigos, era preciso pasar por el costado de la iglesia, casi entre las filas de los vendedores.

El cura, doña Mercedes, Angelito y Carmen estaban en el cementerio. Gabriel no quiso ni se atrevió a saludar a su amada; volvió el rostro a otro lado, pero pudo observar y sentir la mirada de aquellos ojos ardientes fija en él, una mirada profundamente triste, que le llegó al corazón.

Después de la comida regresó al pueblo para tomar el camino de Pluviosilla. Los rancheros quisieron hacerle compañía; pero él no la aceptó. Quería estar solo, solo, para meditar en un pensamiento que hacía varias horas le perseguía.

—¡Me ama! —iba pensando al entrar en el pueblo—. ¡Me ama! ¡Pobrecilla! He sido cruel con ella… Debo perdonarla… ¿por qué no? Seré generoso, lo olvidaré todo…

Las enérgicas resoluciones del mancebo se tornaron en un sentimiento de tierna compasión. La dignidad y la altivez, de las cuales diera un mes antes tan nobles muestras, cedían ahora a los impulsos del corazón. No podía más. Carmen triunfaba; triunfaba el amor.

—Hablaré con ella, sí, le hablaré; le diré que la amo con toda mi alma; que no puedo olvidarla; ¡que no puedo vivir sin ella! Le diré que la perdono; que volveremos a ser felices. ¡Pobrecita! Está pálida, enferma… Yo no quiero aumentar su desgracia.

Al fin de la calle, por donde a la sazón caminaba, vio el ebanista dos de a caballo: uno a la inglesa: el otro en silla vaquera. Por el aspecto, gente de Pluviosilla.

Los jinetes se detuvieron a una cuadra de la casa cural. El que vestía de charro se bajó del caballo, y recatándose avanzó a lo largo de la cerca.

Una horrible sospecha pasó por la mente del mancebo. No tardó en conocer al cauteloso.

Mientras éste seguía en acecho, como esperando una seña para acercarse, Gabriel tomó por el callejón de la derecha, luego volvió bridas hacia la izquierda, y cruzó, paso a paso, frente a las ventanas de la casa cural, a tiempo que Rosas hablaba con Carmen en la reja.

Su primera idea fue matar a su rival, como a un perro, y luego a la infame que le engañaba de ese modo… pero… ¡estaba desarmado!

Maldijo de su mala suerte, vaciló un instante entre quedarse o irse, y por fin, azotando al Caballo, siguió casi a galope, por el camino de Pluviosilla.

XXXIV

Rosas y Muérdago pasaron el resto de la tarde trincando con el secretario y el maestro en la casa municipal de Xochiapan. Al oscurecer entraban en Pluviosilla.

—Chico —decía Pepe—, hicimos el viaje inútilmente. ¡Y vaya si hay terreno de aquí a Xochiapan! No te quepa la menor duda: el clerizonte ha cambiado a la muchacha. Desengáñate, Míster: esas aves negras del romanismo dominan el mundo desde el confesonario. Tú no quieres creerlo porque tienes sangre de mocho. No puedes olvidar que tu padre fue Comisario Imperial. Eres rico, y los ricos son por instinto aristócratas, de trono y altar. Aunque no lo quieras confesar tienes todavía los resabios del colegio… y sobre todo, Albertín, eres rico… ¡Si yo lo fuera!

—¡Serías monarquista! La palomita está variada; pero yo no creo, como tú, que ese cambio sea debido a las influencias del cura.

—¡Ese clérigo es hombre listo! ¿No lo has oído predicar? Pues, chico, es hombre que lo entiende; habla bien. ¡Esa gente de corona sabe de qué color es el aire! No lo dudes, tiene fanatizada a tu Dulcinea…

—Para ti todo lo malo que pasa en el mundo es causado por los clérigos… Ya te vas pareciendo a tu amigo Jurado… Desde que heredaste la encomienda, como dice Cortina, te has puesto insufrible. El mejor día te haces redactor de El Radical.

—¡Alto el fuego, Míster! Unos son los de la fama, y otros… Todos me hacen cuco; todos se burlan de mí; dicen que Jurado me dejó la carga… y… tú eres el aprovechado. Tú rompes los platos, y yo los pago, tú eres el de los líos, y yo el de la fama. ¡Bueno! ¡Bueno! ¡Para eso está el sufrido de Pepe! ¡Para eso sirve el pobre de Cúchares!

—¡Ja, ja, ja, ja! —prorrumpió Alberto, riendo a carcajadas.

Hasta aquel punto las cabalgaduras iban apareadas. El camino principiaba a ser pedregoso, como en todos los arrabales de Pluviosilla, y Muérdago se atrasó unas cuantas varas. A poco logró alcanzar a su compañero.

—Si mañana —continuó Pepe, reanudando la conversación— si mañana Carmen levanta el vuelo y se escapa contigo, ya verás lo que dicen todos: ¡Muérdago! ¡Muérdago! ¡Él tenía que ser! ¿No saben ustedes lo que ha hecho? ¿No? Pues sedujo a una joven; asaltó la casa del cura de Xochiapan… ¡y se llevó la prenda!

—¡Ja, ja, ja, ja! ¡Y tú, que eres un buen amigo, cierras el pico, y no dices ni sí, ni no!

—Y pierdo sin jugar. ¡Todo por mis amigos! ¡Valientes amigos!

—Por eso te queremos todos. Y no te hagas el inocente, que bien sabemos tus fechorías. Tú sabes la Biblia, chico, tienes mundo, experiencia, y nadie te engaña…

Los jóvenes detuvieron los caballos para dar paso a un coche de alquiler, que a la sazón venía avanzando lentamente por el centro de la calle desempedrada y lodosa.

—Y dime, Albertín —prosiguió Pepe, luego que pasó el carruaje— ¿abandonas el campo?

—¡Qué hacer! Está muy arisca. Ya lo viste: si no es por el muchacho ni siquiera la veo. ¡Muchacho más listo!

—Pero vamos. ¿Qué te dijo Carmen?

—Me despachó con cajas destempladas, y hasta me amenazó con llamar al cura.

—¿Entonces a qué salió?

—No salió. Estaba en la reja. El chico me hizo una seña, y me acerqué. No hubo manera de escapar. Estaba mirando un retrato…

—¡El retrato del clerizonte! Aquí hay intríngulis, Míster… Ese fraile sabe a su casa…

—¡Tienes una lengua de víbora, Cúchares!

—¿Lengua de víbora? Sigue…

—No tuvo escapatoria… Y, chico: que no, y que no; que no volviera yo; que lo pasado, pasado; que ya no me quería, y que no volviera yo a molestarla; que iba yo a causar disgustos al cura…

—¡Siempre el cura!

—¡Insistí, rogué, supliqué; pero ella, en sus trece! ¡Váyase usted! ¡Váyase usted!… decía. Y para remate de cuentas, al ver que no quise irme, me dio el portazo.

—Chico, no le des vueltas al asunto… En esto sí puede decirse como en la comedia: ¡aquí anda la mano de don Valentín! ¡Aquí anda la mano del clérigo!

—No, Cúchares. Yo así lo dije en la carta, pero no lo creas. Lo que pasa es que la muchacha comprende… (y tiene razón) que yo no he de casarme con ella… Olió el queso, y dice: ¡nones!

—¿Vas a levantar el campo?

—Pues lo dejaré… El gusto será para Carlos… ¿No has observado que no está por el artículo? Cuestión de familia.

—Oye, Míster: ¿qué apuestas a que si Carmen sale de la casa del fraile, se ablanda, y entra al quiero?

—¿Crees?

—¿Qué apuestas?

—Ya vio claro, chico, y no traga el anzuelo. Está en su derecho.

—¿Qué apuestas a que si sale de allí se ablanda?

—¡En eso está el busilis! La empresa me parece dificililla…

—¡Qué! ¡Es de lo más fácil! Vamos, ¿apuestas un almuerzo?

—Apostado.

—¿Con champagne?

—Como tú gustes.

—Corriente. Yo te respondo que dentro de… —y casi entre dientes hizo una cuenta de días—. Yo respondo que antes del quince de noviembre la Calandria está en Pluviosilla.

—¿Y luego?

—Almorzaremos espléndidamente.

—¿Y luego?

—Eso es cuenta tuya. ¡Sólo me comprometo a que salga de Xochiapan!

—¿Cómo?

—Ése es mi secreto.

—¡Ah! Un parrafito en el periódico… ¿no es eso? Razón tengo para decir que acabarás en redactor de El Radical. ¡Cuidado con lo que vas a decir, Cúchares!

—No tengas cuidado… que tu nombre no saldrá a danzar.

—Así lo entiendo; pero tú eres muy capaz de calumniar al cura… y eso sería una iniquidad, una cobardía…

—Eso va de mi cuenta.

—Sí, eso sería villano…

—¿Temes perder la apuesta? El trato es trato…

—Y no lo desato. ¡Lo dicho, dicho!

Los jinetes se apearon en la casa de Rosas, y mientras el caballerango paseaba las cabalgaduras, los jóvenes se fueron a pasar el tiempo a la cantina. Allí los aguardaban Alcíbiades y Carlos.

XXXV

Ese día llegó Jurado de la Costa. El juez de Tuxtla quedaba amaestrado en los tiquismiquis de la tramitación, y el tinterillo tornaba a sus lares, al romántico amor de Malenita, a los trabajos del empleo, y a las brillantes y gloriosas labores del periodismo.

Ya los amables lectores de El Radical echaban de menos las lucubraciones de don Juan. Aunque muchacho de porvenir, y digno y aprovechado discípulo de su jefe inmediato, Arturito Sánchez no había sabido mantener el interés del semanario. El escribientillo, que había dejado los estudios para meterse a poeta, no servía para escribir un periódico serio. Hacía sueltos y gacetillas, pero débiles e insulsos. Su fuerte eran los versos, las décimas rimbombantes y las odas sibilinas; los hemistiquios hiperbólicos y las sandeces nebulosas que tan bien se adunan al patriotismo rimado… El periódico, falto de artículos de fondo y sobrado de coplas, iba decayendo. Diez personas habían dejado la suscripción en Pluviosilla, y otras tantas de fuera respaldaron las libranzas postales, alegando que no habían llegado a sus manos muchos números. Esto era muy grave: a ese paso el periódico moriría en pocos meses. Los amigos de Jurado y sus compañeros de monipodio se quejaban de que El Radical no publicara, como en otro tiempo, con auxilio de un pastor protestante, americanizado de pies a cabeza, y furibundo roedor de encíclicas papales, aquellos célebres artículos, levantados y briosos, elocuentes y terribles, a los cuales debía el semanario la fama y el renombre de que gozaba en la República, particularmente en ciertos Estados de la frontera.

Si la pluma del tinterillo corría sin tropiezo, asentando declaraciones y comparecencias, redactando exhortos y expidiendo citas, a la hora de escribir un editorial, suelta, ligera, envidiable, ni la verdad la detenía, ni la gramática le marcaba el alto.

¡Qué aplomo para tratar de los asuntos más difíciles! ¡Qué suficiencia la suya para desmenuzar los dogmas y las instituciones católicas! ¡Qué pasmosa erudición cuando tomaba por su cuenta a los Papas! Citaba hechos y autores; hacía los paralelos históricos, al volar de la péñola, y penetraba, con audacia de benedictino, hasta lo más hondo de la historia eclesiástica, siempre lleno de brío, siempre declamando.

¡Y qué estilo! ¡Aquello sí que era estilo! ¡Galano, florido, brillante! Malenita contaba en el patio que Jurado le había bebido los alientos a Castelar. Para el tinterillo no tenía escollos el idioma, ni arcanidades la ciencia, ni oscuridades la historia, ni había libros, ni era necesario estudiar. ¿Libros? ¡Quiá! ¡No tenía tiempo de leerlos! Su biblioteca estaba en los periódicos, en el cambio, en el cambio inmenso con que todos sus colegas del país y del extranjero favorecían a El Radical. Para jurado no había dificultades: fingía comunicados, fraguaba correspondencias, inventaba redactores incógnitos y colaboradores asiduos.

Como polemista no tenía rival. En eso había que verle: enérgico, altivo, sin conceder a sus contrarios lo más mínimo, tratándolos con desdén olímpico, sin rendirse jamás. ¡Aquí quedamos —escribía siempre al terminar una controversia—; aquí quedamos, en la brecha, alta la sien y mucho más alta nuestra hermosa bandera!

Ordinariamente la tomaba con los clérigos, y contra ellos desahogaba todas sus iras, máxime cuando empuñaba la pluma después de una reyerta con su romántica compañera. Entonces escribía por estilo jocoso unos sueltos con mucha sal y pimienta; párrafos que eran una delicia para Magdalena.

Trabajaba don Juan en la redacción cuando se presentó Muérdago. Arturito, paseándose a lo largo de la pieza, encendidos los ojos, revuelto el cabello, húmeda la frente con el sudor de la inspiración, buscaba consonantes.

—¿Se puede? —dijo Pepe, asomándose por la puerta.

Nadie respondió. El alma del vate, poseída del Numen, vagaba por los espacios siderales en busca de rimas astronómicas, y don Juan ponía en tortura su talento para demostrar que San Pedro no estuvo nunca en Roma.

En las primeras cuartillas lanzaba una tremenda filípica contra el Vaticano, y luego, tras de muchos petrinismos y paulinismos, y después de citar los nombres de Baur y de Meyerhoff, de Schewegler y de Zeller, aprendidos ese mismo día en no sé qué folleto protestante, quiso entrar en materia. Y allí empezaron los aprietos y dificultades. Escribía un párrafo, y le tachaba; volvía a escribirle, y le volvía a tachar.

—¿Se puede? —repitió en vano Muérdago; ninguno le oía. El poeta andaba en aquel momento por el Can mayor, empeñado en robarse a Sirio para encajarle en una décima. El periodista, alta la pluma y fruncido el entrecejo, declamaba en voz baja un período majestuoso y punticomado.

—Caballeros… ¡buenas noches!

—¡Adentro! —contestó el tinterillo, dejando la pluma impacientado y poniéndose la mano sobre las cejas, para ver quién era el importuno que venía a interrumpirle en sus labores de crítico—. ¿Qué se ofrece?

—Acaso llego a mala hora… Está usted ocupado y…

—¡Ah! ¡Si eres tú, Pepillo! ¡Tanto gusto de verte! Ya Male me dio anoche tus recuerdos… Acerca esa silla…

—Siento haber llegado en momentos en que, sin duda, está usted procurando uno de esos artículos de sensación que los lectores de El Radical saboreamos alegremente. A su tiempo tendré el placer de felicitar al autor. Ya veremos qué novedades nos trae usted de la costa.

—¡Gracias, Pepillo, gracias! ¡Eres muy amable!… Estoy escribiendo un editorial, que… ¡ya verás!… ¡ya verás!

—No, amigo mío: a cada cual lo suyo y justicia para todos. ¿Qué tal fue de viaje?

—¡Bien, Pepillo, bien! Tuve que trabajar con el abogado lo que no es decible… ¡Estaba a raja!… Pero… ¡qué quieres, chico! Me lo recomendaron del tribunal… Vamos, vamos… ¡qué se te ofrece!

Muérdago volvió la cara, temeroso de que alguien escuchara lo que iba a decir. El poetilla estaba en la acera, pidiendo a las constelaciones una palabra terminada en irio. Ya Sirio fulguraba en el séptimo verso de la espinela.

—Aquí le traigo a usted —dijo el parásito, quedo y con sonrisa maliciosa—, un parrafejo para el periódico del domingo. Se trata de un asunto que me interesa…

—¡Veamos! —exclamó el tinterillo, tomando un papel que le presentaba Pepe.

—Lo que en él se dice es rigurosamente exacto.

Turado leyó hasta el fin, y exclamó:

—¿Es posible? ¡Esto es atroz! ¿Quién es ese fraile?

—Un tal González… ¡Uno de tantos!

—¡Ah! ¡El predicador! Buenas ganas que le tengo… ¡Es audaz como pocos!

—¡Así son todos esos pájaros!

—¡Déjate, Pepillo! ¡Hasta que le pesqué una!

Don Juan volvió a leer el pliego.

—¿De suerte que ese fraile tiene la culpa de que la joven no se case?

—Ni más ni menos. El novio es amigo mío, ya no sabe qué hacer, y le dije: ¡Calma! ¡Calma! Yo veré al amigo Jurado, y ya verás…

—¡Y sí que verá! —interrumpió el tinterillo—. Estd viene que ni de molde. Figúrate que, durante mi ausencia, Arturillo no ha hecho más que publicar coplas y más coplas… Los amigos y los suscriptores están descontentos… Conviene darle al periódico mayor interés. Saldrá tu suelto, saldrá. Voy a hacerle unas cuantas correcciones, de estilo… Ya verá el predicadorcito que le sabemos todas sus picardías…

No le quedarán ganas de volver a sus conferencias, ni a citar latines, ni a decir tantas necedades de los libres pensadores. Va a caer tu suelto entre los fanáticos… ¡como una bomba!

—¿Quiere usted que lo firme yo?

—No, Pepillo, no es necesario. Tu suelto no trata de política. Además, ya sabes que cuando yo acepto un escrito… ¡yo respondo!…

—Pues mil gracias, amigo mío… ¡y adiós! No quiero quitar a usted su tiempo…

—Espera.

Don Juan leyó otra vez el suelto. Al concluir, dijo maliciosamente a su oficioso colaborador:

—Y la chica… ¿es guapa?

—¡Que si es guapa! ¡De lo que hay poco! Un palmito de… pe, pe, y doble u.

—¡Usted la conoce bien! Se trata de Carmen, de la Calandria, la hija de…

—No me digas más, Pepillo. Algo de eso me contó anoche Male… ¿No te parece que será bueno arreglarle algo… algo así, como de un conato de seducción?

—Lo que usted quiera. El objeto es que el curita ése, asustado con la grita que se levante, no retenga más a la muchacha, y la deje volver a Pluviosilla.

—¡Comprendo! ¡Comprendo!

—Pues gracias, don Juan, gracias… ¡y hasta más ver!

—¡Que te vaya bien, Pepillo! Ya sabes que el periódico está a tu disposición… Lo que tú quieras… ¡Eres de los nuestros!

Salía el parásito, cuando don Juan le gritó:

—Dispensa… Oye: si vas por allá, dile a ésa que no me aguarde a cenar…

—¡Con mucho gusto!

Retiróse Muérdago, y el tinterillo volvió a su artículo. Siguió escribiendo, y tachando, volviendo a escribir y volviendo a tachar. Por fin, plagió escandalosamente los dichos del folleto metodista, en que había leído lo del petrinismo y lo del paulinismo, y ni así consiguió lo que quería, esto es, probar que San Pedro no estuvo nunca en Roma.

XXXVI

Estaba Carmen en la plaza con doña Mercedes, haciendo las compras, cuando los dos amigos llegaron a Xochiapan. Los jóvenes fueron directamente a la casa municipal en busca del secretario. Allí dejaron las cabalgaduras, y salieron luego rumbo a la iglesia.

La joven, que no esperaba aquella visita, sintióse al verlos sobrecogida de súbito e inexplicable miedo, y pretextando no sé qué cosa se volvió a la casa.

Los calaveras entraron en el templo, y a poco andaban recorriendo el mercado, deteniéndose en cada puesto, y dirigiendo a las indígenas vendedoras, preguntas inútiles y bromas de mal gusto. Al pasar junto a doña Mercedes la saludaron atentos y respetuosos. Atrajeron la atención de la anciana, a la cual, pollo amable y comedidos, le parecieron un dechado de finura y cortesanía. Iban y venían de aquí para allá, sin perder de vista la casa cural. Como no vieran a la joven, renegaban del encierro a que la tenía condenada el cura de Xochiapan.

Doña Mercedes no reparó en que rondaban la casa, y al volver de compras, cuando vaciaba en la mesa del comedor la cesta del recaudo, díjole a Carmen:

—¿Viste a esos jóvenes que han llegado?

—Sí, señora.

—¿Los conoces?

—Los he visto en Pluviosilla, pero no sé su nombre.

—Tienen aspecto de ser muy amables y finos…

—Sí, señora.

La joven se retiró a los departamentos interiores. Huía de Alberto. Le conocía; sabía que era decidido y audaz, y quiso evitar que hablara con ella. Valía más permanecer en el comedor; allí estaba segura, hasta allí no podía penetrar la importuna mirada de aquel hombre, a quien ella —así lo pensaba Carmen en aquel momento— había amado un día, ni un día, una sola noche, con olvido del bueno y cariñoso de Gabriel. Pero la curiosidad femenil es invencible. La muchacha se dijo:

—Puedo verlos sin que ellos me vean…

Y se fue a su cuartito, cerró la vidriera, y allí, detrás de la cortinilla, sin peligro de ser vista, se puso a observar a los dos amigos que, refugiados a la sombra de un fresno, miraban sin cesar hacia la casa, conversaban y reían.

¿Quién será ese joven? Yo recuerdo haber visto esa cara… ¿En qué parte? ¿En casa de Magdalena? No, porque allí el único de los amigos de Alberto a quien traté, era el escribientillo, el que hace versos. ¿En el baile de Solís? Tampoco.

¡Quién sabe! Pero ella le conocía. Y por cierto que era muy antipático. Guapo y elegante: Alberto, ¡qué bien le sentaba el traje de charro! No tanto como a Gabriel. Éste sí que tenía cuerpo para lucir un pantalón de montar con rica botonadura de plata. Alberto era muy delgado, y a los hombres así no les va bien ese vestido. Pero, en cambio era buen mozo. Buenos ojos, barba negra, buen tipo, bonita figura. ¿Realmente Alberto la quería? Era un calavera, un perdido… Gabriel lo había dicho, y Gabriel sabría por qué.

Mientras Carmen pensaba en todo esto, los jóvenes cansados de observar lo que pasaba en la casa del cura, se fueron paso a paso hacia la tienda. Allí estaba el secretario en espera de ellos.

Tomaron unas copas —Carmen los vio muy bien desde la ventana— y luego pasaron al juzgado. Allí, sin duda, iban a comer, porque el conocido indizuelo entraba y salía, llevando platos y botellas.

Carmen seguía en la ventana, pero ya no pensaba en Alberto. No podía olvidar al ebanista.

—Vino —decía para sí—, vino, pero valía más que no hubiera venido. Vendría sin duda por curiosidad, porque no puedo convencerme de que lo haya hecho por el afán de hablar conmigo. ¡Pobrecillo! Estará enojado todavía… No quiso verme. Bien pudo hacerlo sin que nadie lo notara. Los que le acompañaban saludaron al cura, pero él no se tocó el sombrero, ni siquiera volvió la cara. ¡Ah, Gabriel! ¿Sigues con tu orgullo? ¿Sigues con tu soberbia? ¡Sé generoso una vez, una vez sola, con tu pobre Carmen, que no puede vivir sin ti! Sé generoso esta vez, y luego como quieras, altivo, despótico, como un rey. Así te quiero, así. ¿A qué viniste si no era para verme?

Llamaban a comer. Oíase el repique de los vasos, con el cual anunciaba el cura que era hora de sentarse a la mesa.

Carmen acudió al llamado. Al entrar se encontró con Angelillo que venía en busca de ella. La joven le recibió con una caricia. Estaba agradecida, muy agradecida, a la eficacia del muchacho para cumplir con el encargo que ella le dio para el ebanista.

—Oye —dijo el chico cautelosamente, volviendo el rostro hacia la puerta del comedor, temeroso de que el cura o doña Mercedes le oyeran—, ¿viste ya quién está ahí?

—¿En dónde?

—En el juzgado.

—No… ¿quién?

—¡Adiós! ¡Alberto!

—No.

—Ahí está. Hace un rato, cuando pasé por la tienda de don Roque, me llamó y me dijo: que te dijera yo que deseaba hablarte; que te avisara; que a eso había venido nada más… ¿Qué le digo?

—Nada. Que no has podido decirme ni una palabra, porque no me has encontrado sola… Que delante del padre y de doña Mercedes no me lo habías de decir… ¡Cuidado con lo que haces! ¿Viste a Gabriel?

—Sí; se fue con los Hernández.

Ángel quería seguir hablando, pero la joven le hizo a un lado, y entró en el comedor.

Al terminar la comida, Carmen, contra su costumbre, no se levantó, sino que se quedó conversando con el cura, y con doña Mercedes. Angelito no hizo otro tanto; luego que el sacerdote rezó la oración por los difuntos echó a correr hacia la calle.

Carmen recibió mal las súplicas y ruegos de su adorador. Era tal su angustia al ver la irritante insistencia de Alberto, y tal la congoja que le causaba pensar que doña Mercedes, que estaba en la sala, podía sorprenderla hablando con Rosas, que no reparó en Gabriel. Cerró la vidriera, y llena de miedo tomó asiento al borde de la cama. Allí permaneció largo rato, y hubo de ser preciso que la llamara Eusebia para que saliera del aposento. Cuando Rosas apareció al pie de la ventana, la joven estaba mirando el retrato del ebanista.

¡Gabriel! Era su amor, su esperanza, su vida. —Gabriel es bueno —decía—, y me perdonará. Volveremos a ser felices, y si él lo quiere, que sí lo querrá, nos casaremos. Clarito, muy clarito me lo dijo mi papá: «Si mañana se presenta un joven bueno, honrado, trabajador, aunque sea pobre, dímelo, no importa, todo se arreglará.» Que yo consiga ver a Gabriel contento, satisfecho como antes, y todo, todo se lo digo a mi papá. Esta noche, cuando todos estén recogidos, le escribiré a Gabriel una carta. Si yo supiera escribir y redactar como Malenita. No importa: le diré lo que siento y eso basta. Él no verá más que el cariño que le tengo. ¡Vale que tampoco él escribe bien!

Efectivamente. Esa noche, al volver de la iglesia fue a la recámara del cura, sacó del cajón de la mesa un pliego de papel, le pidió al monaguillo tintero y pluma, y con el mayor cuidado escribió una carta.

¡Pobre Carmen! Puso en aquella carta su alma, su vida. No sólo decía al ebanista que le amaba, que le adoraba, sino que después de recordarle que sólo a su lado había vivido dichosa, le contaba, una vez más, y del modo más sencillo y conmovedor, la triste historia de su vida: cómo la desgracia la perseguía desde la cuna, en la cual, antes que los besos benditos de su buena madre, tuvo las lágrimas de una mujer desventurada. Le recordaba que, a pesar de ser hija de quien era, había vivido siempre en lucha con la pobreza, con la miseria, con el hambre; trabajando siempre y siempre vestida como las hijas de los jornaleros, sobre todo desde que Guadalupe, irritada por el casamiento de don Eduardo, cortó con él toda clase de relaciones. Traía a la memoria del ebanista la muerte de Guadalupe que, acabada por el trabajo diario y penoso, víctima de espantosa indigencia, murió en la miseria, y apelaba a los sentimientos generosos del joven. Le pedía perdón, evocando el dulce recuerdo de mejores días, de aquel tiempo en que Gabriel, tierno y enamorado —así, a la letra lo decía—, gustaba de verse en los ojos de su amada como en un espejo; en aquellos ojos que ahora no cesaban de llorar por él. Y para concluir, con todo el fuego de una pasión profunda, con toda la expresión de una alma enamorada hasta el delirio, con la ternura dolorida de los desheredados de la suerte, de los desgraciados y de los infelices, para quienes la vida es un camino sembrado de espinas, un cielo siempre oscuro, con la elocuencia admirable y sencilla de los pobres, para los cuales no hay, por larga que sea su vida, más que un solo momento en que puedan asegurar la felicidad, le pedía perdón, le llamaba e implorando compasión le rogaba por cuanto fuera para él más querido y más santo, por doña Pancha, por su padre que le había dejado niño, que tornara amoroso y reanudara aquellos lazos, rotos por una locura juvenil. La carta estaba empapada en lágrimas, si así puede decirse de la que ha sido escrita por una joven tan dolorida como Carmen, la cual puso en ella la suprema y última esperanza de su vida, viendo que la felicidad se le escapaba para siempre.

Al cerrar la carta, un pensamiento sombrío, aterrador como la muerte, cruzó por la mente de la joven. Pensó que Gabriel no se conmovería al leer aquellas líneas; que no tendría para ella, a quien tanto había amado, más que injurias y ultrajes, y se vio sola en el mundo, sin ilusiones, sin esperanzas, cuando hubiera podido ser feliz, ¡tan feliz!

Carmen enjugó sus ojos y cerró la carta. ¿Con quién la mandaría a Pluviosilla? ¿Con quién? El criado que iba todas las mañanas a traer el pan la llevaría.

Al día siguiente se levantó primero que nadie. Vino el mozo a recibir órdenes de señora Eusebia, y Carmen consiguió que el buen hombre se comprometiera a dejar la carta en la carpintería de don Pepe Sierra.

El criado cumplió exactamente con el encargo; pero Gabriel no contestó sino hasta dos días después.

XXXVII

A la una, cuando salían a comer, llamó don Pepe al ebanista, y alargándole una carta le dijo:

—Si ayer no hubieras hecho san lunes, ya esta carta estaría en tu poder… Toma, la trajo un mozo, y encargó que te dijeran que mañana vendría por la contestación. Ustedes sólo piensan en correrla, y en sacar gallitos. Anoche conocí tu voz; pasabas con otros calaveras como tú. Un buen artesano no se desvela noche a noche… ¡Cómo han de trabajar a las derechas, si no han dormido más que tres o cuatro horas! Es preciso que te cases… Así entrarás en juicio. Vete a comer.

El mancebo escuchó avergonzado y con los ojos bajos la reprensión de su maestro.

Ciertamente: desde que la Calandria se fue a vivir a la casa de Magdalena, Gabriel se había vuelto de lo más trasnochador, y rara noche no la corría con Enrique o con otros amigos de las mismas costumbres y aficiones. Acaso el infeliz muchacho buscaba el bullicio y la charla para olvidar sus penas.

Salió de la carpintería a cuya puerta le aguardaban los compañeros para tomar la copa.

—Anda, vamos a caldearla.

—Vamos… —respondió el mancebo, guardándose la carta en el bolsillo de la blusa, sin atreverse a leerla en presencia de sus amigos, temeroso, sin duda, de que éstos quisieran enterarse de quiénes, cómo, de dónde y por qué le escribían. Para los compañeros de taller todas las cartas contenían un secreto amoroso.

No pudo resistir el deseo de saber de quién era la que tenía en el bolsillo y mientras los jóvenes pedían su copa, unos tequila y otros anisete con catalán, abrió la carta, y vio con sorpresa que era de Carmen. Aquel papel que venía cuando menos se le esperaba, era una prueba del cinismo y de la desvergüenza de la joven. El ebanista ansiaba saber lo que la muchacha pretendía, pero fue preciso esperar a que cada cual cogiera su camino.

Al fin se halló solo, y andando, andando, deteniéndose aquí, volviéndose a detener allá, levantado el sombrero, con emoción visible, trémulo de cólera, de asombro en asombro, se leyó las cuatro cuartillas.

¡La maldad de Carmen no tenía nombre! ¡Quién lo hubiera creído! ¡Ni una palabra para disculparse de lo acaecido la víspera, de lo que él mismo había visto en Xochiapan!

Colérico, rabioso, sin que la sentida carta de la joven calmara en lo más mínimo su justa indignación, estrujó el papel, exclamando:

—¡Contestaré, sí, contestaré, para decirle cuanto se merece!

Entró en la casa, dejó el sombrero, y sin decir palabra se sentó a la mesa. Durante la comida no despegó los labios. En vano doña Pancha procuró inquirir la causa del mal humor de su hijo. El muchacho a todo respondía o no. La anciana no consiguió que dijera más.

Al ver que Gabriel salía pensativo y violento, díjole, riendo y como en son de broma:

—¿Quieres algo para Carmen? ¿Salomé va mañana al pueblo?…

—¿Yo? ¡Qué voy a querer! Y sí, sí quiero… que le lleve una carta. —Y presentando a doña Pancha la de Carmen, agregó—: Lea usted… No, mejor no. Oiga usted.

Y guardóse el papel, y en pocas palabras, sin poder ocultar su disgusto, ni lograr que una que otra lágrima dejara de asomar a sus ojos, refirió a su madre lo ocurrido en Xochiapan, los deseos que le llevaron al pueblo, y lo que allí decidió hacer.

—La quiero mucho, señora madre, mucho, mucho; ¡no puedo vivir sin ella!

—Pues haz lo que quieras, hijo mío. Yo no quiero; pero si en eso está tu dicha…

—No, mamacita. Llegué a tiempo, muy a tiempo. Déle usted gracias a Dios que iba yo sin arma, porque si no a estas horas estaría yo en la cárcel, y él y ella… ¡en la eternidad! No hablemos más de eso. Contestaré esta noche, y en la carta le diré lo que la otra vez no quise decir… ¡Lo que debo decir! —Y dio la vuelta, y se fue derecho al cuarto de Salomé.

—Oiga, doña Salo: ¿es cierto que mañana va usted a Xochiapan?

—Sí. Voy a ver a Ángel… a llevarle esta ropa nueva que estoy aplanando.

—En Xochiapan está Carmen…

—No sé… —interrumpió la mojigata, fingiendo que no tenía noticia de ello.

—Sí, allá está. Lo sé muy bien; lo sé porque ayer me escribió esta carta. Figúrese… que pretende que nos arreglemos otra vez. ¡Como si no tuviera yo vergüenza! Ya estoy harto de sus mentiras, de sus embustes y de sus… Antier mismo, en Xochiapan… ¡pero, para qué hablar de eso!… Es preciso que esto se acabe para siempre… ¿Me quiere usted hacer el favor de llevarle una carta?

—¿Yo? ¿Y si el padre González lo llegar a saber?

—Le dice usted que es cierto, y le enseña usted la carta, para que vea lo que tiene en su casa… ¡No importa! ¡Ya no tenemos nada, se lo juro a usted!

—¡Ay, hijo, no jures!

—¿Me hace usted ese favor?

—Pero, Gabriel…

—¿Me lo hace usted?

—Si no me comprometes…

—¡Qué voy a comprometer a usted, doña Salo!

—¡Bueno!

—Pues esta noche se la traeré, y de palabra le dice usted que la aborrezco, que la odio; que si ayer cuando pasé y la vi hablando con ese señor, llevo la pistola, de seguro que la mato, y a él primero… ¡Que esto ya es mucho; que ni la más perdida se burla así de un hombre que como yo la quise tanto, tanto! ¡Que la odio, que la aborrezco! ¡Así se lo dice usted, así, doña Salo! Que voy a buscar una mujer que valga más que ella; sí, porque ella no vale nada; que en ella… ¡sólo la carita!… ¡Que yo encontraré una mujer como la busco y la deseo, y me casaré, sin pensarlo, luego lueguito! Así, como lo digo, se lo repite usted.

—Y parece —hizo notar la mojigata, en tono dulzarrón que contrastaba con la energía dolorosa de Gabriel—, que ya la encontraste, ¿no es cierto? Todo el mundo dice que Chole Sierra te trae perdido… ¡Y como don Pepe te quiere mucho, es asunto arreglado!… ¿Le digo también eso?

—Como usted quiera. Yo en mi carta le diré cuanto hay que decir, pero no estará de más. ¡Eso y cuanto usted quiera se merece!

En aquel momento daban las dos en el reloj de la parroquia. Era la hora de volver al taller.

—Me voy, doña Salo… —dijo el carpintero, levantándose—. Esta noche le traeré la carta.

—Temprano, hijo. Quiero oír misa de seis y media en Santa Marta, y de allí coger caminito…

—Bueno. Si vengo tarde, por ahí, por debajo de la puerta, meteré la carta… No se le olvide a usted recogerla, doña Salo.

XXXVIII

Continuaron en Xochiapan los conciertos. El cura adelantaba sus rezos, cenaba a las siete, y luego el harmonio entonaba sus cantos graves y solemnes y sus melodías religiosas. Doña Mercedes oía desde el sofá; Angelito bostezaba en una mecedora, y Carmen tejía a la luz de la lámpara, esperando su turno. Cuando el padre González, cansado de tocar, venía a ocupar un asiento junto a la anciana, la entristecida tañedora dejaba el ovillo y las agujas para tomar la guitarra.

No estaba su ánimo para canciones, pero cómo negarse a los deseos del clérigo, que gustaba de oírla y de escuchar la música de la Gran Vía y de Toros de Puntas, a la sazón en boga. Carmen tañía y cantaba. De cuantas canciones había oído el cura, ninguna tan bella como las Golondrinas. Un día suplicó a la joven que le dictara los versos. Hízolo ésta, y pronto el padre González se los aprendió de memoria, y se complacía en repetir las apasionadas estrofas del poeta sevillano.

Carmen principiaba a cantar de mal humor, pero luego que el sacerdote, con su bondad genial, pedía la canción favorita, aquella canción que tan bien se compadecía con las penas amorosas de la doncella, la fresca voz de la Calandria vibraba llena de inspiración y recorría querellosa todos los tonos de la elegía, hasta conmover a los oyentes.

El buen padre Alfonso había amado profundamente allá en los alegres años juveniles, vio malogradas sus esperanzas, y renunció a las felicidades del mundo; pero ni los graves estudios eclesiásticos, ni los trabajos del sacerdocio, ni la santidad de su vida, fueron parte a borrar de su memoria el recuerdo de aquella hermosa y discreta señorita, bella como la primavera, y rubia como la mies recién segada, a la cual quiso consagrar todos los instantes de una existencia dichosa. Las estrofas de Bécquer, a pesar de que tenían en algún verso algo que al piadoso clérigo le parecía poco cristiano, interpretaban a maravilla el sentimiento de un amor malogrado, cuyo recuerdo se hacía con los años más y más vivo en el alma tierna y sencilla del virtuoso levita. Por eso, sin duda, le gustaba tanto.

Todas las tardes Angelito y Carmen salían de paseo. Iban a visitar a la familia de Antonio, a vagar por las orillas del riachuelo, y casi siempre a los Álamos, que era el sitio predilecto de la joven. Mientras el travieso chiquillo saltaba aquí, brincaba allá, trepando a los árboles en busca de nidos de gorriones, o, con gran susto de su compañera, se plantaba delante de un toro, con una rama de espino en cada mano, citando al bicho como el banderillero más garrido y experto, la doncella caminaba a lo largo de los vallados, volviendo a cada momento los ojos hacia Pluviosilla, y pensando en Gabriel.

Esa tarde salieron temprano. El criado, al llegar, dijo que Salomé se había quedado a medio camino, en el rancho de unos compadres suyos, y que estaría en Xochiapan a las cinco y media. El monaguillo saltando de gozo, salió con Carmen al encuentro de la mojigata, portadora de la carta de Gabriel. La joven, que lo presentía, fue la primera que llegó a los Álamos.

Sentóse en la peña más alta, desde la cual se veía el rojo camino, la pintoresca serie de los valles, la corriente cerúlea del riachuelo que a tal hora brillaba como un espejo, las arboledas, las dehesas, y allá, en el fondo, la tórrida ciudad, albeando al pie de sus verdes colinas, bañada en los últimos rayos del sol.

—Mira —decíale al niño, señalando hacia Pluviosilla—, ¿ves la torre de la parroquia? ¡Mira, mira, cómo brilla la esfera dorada de la veleta! Aquello, que parece la tapa de un cofre pintado de gris, es el teatro… Aquel campanario esbelto, es el de Santa Marta… Detrás de aquellos árboles asoma la media naranja de San Juan de la Cruz. Se me figura la tapa de una mantequillera. Cerca de allí está la casa de Gabriel. ¡Como si estuviera yo viendo el zaguán! Mira, mira, la torre de Santa Marta… ¡Cómo se ve con el sol! Como si estuviera dorada.

A poco descubrieron a Salomé. Salía del bosque y empezaba a atravesar el llano. El chico saltó de la piedra para ir al encuentro de la mojigata.

—¡Espera —le gritó Carmen—, que yo voy también!

Y el chico y la joven principiaron a bajar precipitadamente la quebrada cuestecilla, siguiendo las veredas casi cerradas por las zarzas, en las cuales se enganchaba a cada momento la falda de la joven.

No tardaron en llegar a la llanura. Allí encontraron a Salomé, descansando al pie de un huizache de aparasolada y florida copa.

Después de un rato de conversación emprendieron la marcha. Cargó el muchacho con la maletilla, y, deseoso de avisar cuanto antes al cura que Salomé estaba ya en Xochiapan, tomó camino por el bosque.

—¿Qué noticias me trae usted, doña Salo?

—Malas, hijita.

—¿Malas?

—¡Muy malas, mi alma!

—¿De quién?

—De quien tú sabes… Una cartita …

—¡De Gabriel!

—Una carta que va en la maleta y que ahora te daré…

—Sí, pero cuando estemos solas.

—Se entiende. Y muy malas noticias.

—¡Malas noticias! ¡No me asuste usted, doña Salo!

—Malas no, hija; para ti no lo son… ¿Qué le escribiste a Gabriel, que está que chilla? ¡Él dice… pero ya lo conoces… tan orgulloso, tan pagadote de sí… tan amigo de sobajar a todos! ¡La soberbia, hijita, la soberbia! ¡Tú dirás… perdió a los ángeles, cuanti más a Gabriel! Está que trina… Ayer se le podían tostar habas en el lomo. Él dice que tú quieres arreglarte de nuevo con él… pero yo me reí… ¡Qué le iba yo a creer! ¡Como si no lo conociera yo! Está furioso… te quería matar… quería matar también a ese señor…

—¿A quién?

—¡Adiós! ¡Hazte guaje! ¡La palomita! ¿Quieres que te endulcen el oído, no es eso? ¿Piensas que allá no sabemos nada?

—¿De qué?

—Del otro… de don Alberto…

—Pero… ¿qué saben?

—Hazte, hazte, hijita… Eres reservada… ¡está bueno, haces bien! Es rico… decente… Tú eres también de buena familia, y… no has de casarte con un carpintero. Eso se queda para nosotros, para Petrita, para Paula, para mí, no para ti. Y ni eso… Yo no me casaría con él. ¡Que se case, que se case, y que te deje a ti en paz, que tú bien sabes lo que haces!…

—¿Pues qué se va a casar?

—¡Hasta ahora lo sabes!…

—Angelito me contó…

—¡Ay, hija! ¡Qué atrasada estás de noticias! ¡En Pluviosilla hasta los gallos lo cantan!…

—¿Y con quién?

—¿No lo adivinas?… ¡Con Chole, con la hija de don Pepe!…

—¿De veras?

—Como te lo estoy diciendo. ¡Cosa arreglada! Gabriel ha salido bueno para el oficio, y don Pepe lo quiere mucho… Allá, en el patio, cuentan que ya está haciendo la cama…

La joven no podía hablar, sentía que las palabras la ahogaban, y sus ojos estaban llenos de lágrimas.

—¿Y él que dice de eso? —preguntó la joven, casi sollozando.

—No lo confiesa, pero tampoco lo niega. ¡Adiós! ¿Ya estás llorando? ¡Adiós! ¿Y por qué?

—Por nada, doña Salo… ¡No me haga usted caso! ¡Déjeme usted!

Siguieron sin hablar. Casi a la entrada del pueblo hay un manantial cuya corriente, límpida y fresca, atraviesa el camino. Allí Carmen se lavó los ojos para que no advirtieran que había llorado.

—Doña Salo —dijo la joven, al llegar a la casa—, no diga usted nada de lo que me ha contado…

—No, hijita; no te apures por eso, no tengas cuidado.

—¿Luego que lleguemos me da usted la carta?

—Sí, hija, sí… en cuanto desate la maleta.

XXXIX

La joven, pretextando que tenía jaqueca, se retiró a su cuarto antes de que terminara la cena, cerró la puerta, y con ansia febril leyó la carta del ebanista. Una parte de ella, corregidas las faltas de ortografía, que no eran pocas, decía así:

«No te creo, ni puedo creerte. Estoy convencido de que no vales nada y de que no eres digna del amor de un hombre de bien. La Carmen de hoy no es la Carmen a quien yo quise con toda mi alma, y por la cual hubiera yo dado hasta mi vida. Ya no eres la que vi a mi lado cariñosa y tierna, la joven con quien yo soñé. Ya no te amo, casi te aborrezco. No te conformaste con ser infiel a tus promesas, dejándome por uno que no te quiere, y que, como te lo dije aquella noche en mi casa, en ti no ve más que una gata bonita, entradora y buena para querida; sino que todavía pretendes engañarme, y a mi vista, a la vista de todos, te burlas de mi amor… ¿Qué delito he cometido para que así te portes conmigo? ¡Quererte como nadie te ha de querer! ¡Quererte con toda mi alma!» «¡Cómo te habrás reído de mí! No tengo palabras para calificar tu conducta. Se necesita tener un corazón tan negro como el tuyo, y una alma tan negra como la tuya, para manejarse así, con quien te ha querido tanto como yo. Si ya no me amas, para qué llamarme, y decirme todo lo que me dices en tu carta. No parece sino que has querido vengarte de mí, por lo que te dije aquella noche. Yo lo hice por tu bien, pero tú ni siquiera me lo has agradecido.» «Me arrepiento un millón de veces de haberte conocido y de haberte dicho que te quería. Te quise, por mi desgracia, sí, te quise mucho, pero ahora ya veo claro. Ni una perdida, ni una desgraciada de esas que andan por las calles causando vergüenzas y dando lástimas, sería capaz de hacer lo que haces conmigo. Estarás creyendo que todavía estoy enamorado de ti, que todavía te quiero, que sufro por ti, y te pegas el gran chasco. Es cierto que te he querido, que te quise, que a todas horas pensaba yo en ti, en tus ojos negros; pero eso era antes. Ahoy te desprecio. Te habrás figurado que yo, por tal de casarme contigo, porque eres hija de rico, y yo un triste carpintero, iba a pasar por todo… ¡eso sí que no! ¡Aunque te amara mucho, mucho, más que a mi vida, más que a mi madre; aunque no hubiera en el mundo más mujer que tú, y fueras más bonita de lo que eres, no, y no! ¡Primero me daba un tiro! Antes que todo están la dignidad y la vergüenza.»

«Me has hecho pedazos el corazón; te has complacido en vejarme, en burlarte de mi amor, en reírte de mí… ¡pero eso para ti es nada! Te gusta jugar con el cariño de los hombres, te gusta jugar con dos barajas… pero, ya lo ves, no me dejo, ya te conozco. Y luego, haciéndote la inocente, me llamas, y quieres que nos arreglemos otra vez… ¿para qué? Ahí tienes a ese señor que es rico, buen mozo, elegante, como a ti te gusta, igual a ti. ¡Que se case contigo, que se case! Y si no quiere, enrédate con él, y déjame tranquilo con mi madre, en mi trabajo. No vuelvas a pensar en mí, ni para bien ni para mal, ni te acuerdes del amor que te tuve.»

«Yo encontraré una muchacha buena… ¡lo que sobran así! y me casaré con ella, y ella sabrá corresponder a mi cariño. Yo trabajaré para ella, y ella vivirá contenta y feliz en su casita, sin que nadie le ponga tacha en su conducta.»

«Si te cuentan que pronto me voy a casar, no creas que son mentiras. Ya verás que, pobre como soy, no faltará quien quiera a este infeliz carpintero.»

«Me duele mi corazón al escribir todo esto; me da pena que creas que quiero ofenderte, porque al fin te he querido mucho (el ebanista estuvo a punto de poner aquí: te quiero) te he amado con toditita mi alma, pero eso te mereces ahoy.»

«Olvídame: haz de cuenta que no existo, y olvida también lo que te llevo dicho; pero acuérdate de que yo, cuando prometo una cosa, sé cumplirla. Recuerda lo que una vez te dije; que si algún día te veías abandonada, yo haría por ti, Carmelita, cuanto pudiera; que para ti seré como un hermano, como un padre. Llámame entonces, y ya lo verás.»

La Calandria, bañada en llanto, acabó de leer la carta sin saber cómo. Soltó el papel, y ocultó el rostro entre las manos, sollozando con desesperada angustia. No tenía ni el consuelo de llorar libremente; podían oírla. Tiróse en el lecho, y escondió la frente en las almohadas.

De allá, del interior de la casa, entrando por las hendeduras de la puerta, bajando del techo, llegaba una dulce y querellosa melodía. El cura tocaba en el harmonio la canción de las Golondrinas, la canción predilecta de Gabriel.

Carmen permaneció así varias horas, sin darse cuenta del tiempo que pasaba. Le dolía horriblemente la cabeza, como si la tuviera atravesada por un alfiler, como si a cada rato una mano encarnizada removiera la herida.

La primera impresión que recibió la joven al leer aquella carta, dura, cruel, dictada por la cólera, inspirada por los celos, a la vez que delatora de un amor inmenso, fue de profunda pena, de terrible dolor. El hombre a quien ella amaba, a quien había amado desde el primer día con todo el fuego de la juventud, y de una juventud dolorida; el único que podía hacerla feliz, la despreciaba, la ultrajaba. Gabriel, tan bueno, tan generoso siempre, la trataba como a la más vil y despreciable de las mujeres, como acaso no trataría a una de esas infelices que hacen mercadería de su belleza y de su degradación. Y como si todo esto no bastara, ni fuera suficiente a satisfacer las iras del mancebo, para humillarla hasta lo último, le decía, con despreciativa y ultrajante vanidad, que iba a casarse, como jactándose de haber dado su corazón a otra mejor que ella, digna de ser amada, tal vez más hermosa.

—¿Chole Sierra? —se preguntaba la Calandria—. ¡Bah! ¡Soledad es una trigueñita graciosa, simpática, y nada más!…

¿Por qué tanto rencor? ¿Qué le había hecho a Gabriel? ¿En qué había vuelto a ofenderle? Carmen no sabía qué contestar a esas preguntas. Lloraba —y volvía a llorar. El dolor de cabeza aumentaba, crecía a cada minuto. Antes, sentía como si una aguja gruesa le atravesara las sienes; ahora, como si le abrieran el cráneo. Necesitaba leer otra vez la carta. Acaso la engañaron sus ojos; acaso había sido presa de una espantosa pesadilla. Dejó el lecho y se acercó a la cómoda, desdoblando el pliego que había mantenido oculto bajo las coberturas. La luz de la vela hirió dolorosamente sus pupilas. Carmen temía que le faltara el valor para acabar la lectura, hizo un esfuerzo, y leyó hasta el fin. ¡Todo era verdad!

Cuando volvió al lecho, advirtió que la almohada estaba empapada en lágrimas, como la de Gabriel, aquella noche en que el mancebo casi la arrojó de su casa. La doncella recordó esta circunstancia, pensando que el ebanista la había querido mucho. Esta idea fue para la joven dulce y consoladora.

Desnudóse de prisa, esquivando la luz, se metió en la cama, y de un soplo apagó la vela.

Era ya muy tarde, sin duda, porque en aquel instante se oyó el aleteo de un gallo que en seguida dejó escuchar su canto, anunciando el día, canto que fue repetido de corral en corral, como en un campamento el grito de alerta de los centinelas. Cuando todo quedó en silencio, soltó un grillo su voz centellante, estridente, fría.

El amor y el orgullo, atropellados, impacientes, queriendo triunfar a toda costa uno del otro, luchaban en el corazón de la doncella.

«Sé buena, paciente, sufrida; prueba con tu conducta que eres digna del amor de un hombre honrado. Ama a Gabriel hasta morir; ámale con toda tu alma, aunque él no te ame —le decía el amor—; mira que así todos tendrán compasión de tu desgracia y afearán la crueldad y la injusticia de quien así te trata. ¿Es un amor sin esperanza?… ¿y qué? Una pasión así ennoblece las almas. Ama por la dicha de amar, sin la ambición de ser amada. Si no eres bastante fuerte para ello, olvida a ese muchacho… pero piensa, pobre niña, que Gabriel te quiere… ¿No te lo está diciendo claro esa terrible carta? Alguien que no te quiere te habrá calumniado, le habrá dicho que amas a Rosas, que has hablado con él. No temas… ¡eso pasa todos los días!»

El orgullo hablaba de otro modo: «No basta que le olvides, que le desprecies —repetía—; es preciso tomar venganza, devolver ofensa por ofensa, insulto por insulto, ultraje por ultraje. No aparezcas como víctima, no, prefiere siempre, siempre, el papel de verdugo. ¿Quién es Gabriel para que así desprecie tu cariño? ¡Harto hacías y hacías mal, dejando tu clase y bajando hasta él! Ha querido humillarte… ¿Sabes por qué? Porque quien está abajo odia siempre al de arriba. ¿Te niega su amor? ¡Qué te importa! ¡Hay quien te ame! ¿No lo has pensado? Si hoy no te ama, te amará mañana… ¿No te ha dicho Alberto que te adora? Una de dos: el desprecio de Gabriel o el amor de Rosas. Elige.»

La joven se revolvía en la cama sin poder conciliar el sueño. Le palpitaban las sienes, el dolor destrozaba su cabeza, y sus ojos ardían. El frío de la madrugada vino grato y benéfico.

—¡Sí! —murmuró la joven, abrigándose y encogiendo el cuerpo—. ¡Sí! ¡Ésa será mi venganza!

Murmuró otras palabras, ininteligibles, y se quedó dormida.

El grillo seguía cantando alegremente: ¡crí!, ¡crí!, ¡crí!

XL

Muy tristes para Carmen y muy alegres para Salomé pasaron los últimos días de aquella semana. La joven trabajaba, y la mojigata paseaba por el pueblo, en compañía del monaguillo. Carmen, cabizbaja y sombría no paraba de coser. De la mañana a la noche se oía en la casa cural el ruido de la máquina.

—Carmelita —le decía doña Mercedes—: ¡cualquiera diría, al ver ese afán, que está usted en vísperas de casarse!

—Sí, señora —contestaba con tristeza—; así parece… Es necesario acabar…

En vez de salir a la sala, luego que la señora Eusebia recogía el mantel, después de cenar, la Calandria sacaba los patrones, los géneros y las tijeras… ¡y a cortar! El sábado a mediodía todo estaba terminado: dos batas de percal, seis camisones y media docena de enaguas. A la siesta, mientras dormía doña Mercedes, se instaló delante de la cómoda y arregló todo cuanto allí tenía, en varios paquetes, con los cuales pudiera hacerse fácilmente uno solo. En el mayor puso la cajita con el relicario y el retrato de Gabriel. Al colocar entre dos corpiños la fotografía, no quiso verla. —¿Para qué? —dijo, más con el pensamiento que con los labios, lanzando un suspiro desconsolador.

Cuando acabó de arreglar todo, pensó viendo los objetos que estaban encima: —¿Y la polvera, y el espejo, y los frascos?

Alguien llegaba y fue preciso levantarse. Echó la llave y salió al encuentro del importuno. Eran Salomé y su hijo que venían por su amiga para salir a pasear.

—Anda, Carmen —dijo el muchacho—; ya acabaste las costuras… ¡ahora sí irás!

La joven por única respuesta tomó el rebozo, y, cubriéndose, salió de la pieza.

El tiempo estaba triste. En octubre suelen ser las tardes nebulosas, grises, frías, como si la Naturaleza se preparara con sus languideces otoñales y con sus nieblas de color de plomo a recibir al brumoso y lúgubre noviembre, el mes de los difuntos y de las memorias dolorosas.

En octubre, hasta en aquellas cálidas y fértiles regiones de Xochiapan, el aspecto de los campos produce una dulce melancolía. Las álamos y los fresnos están semidesnudos, las hierbas como vestidas con ropajes viejos, y por vallados y laderas, en los rastrojos de la llanura y de las vertientes, brotan, de un día para otro, como por encanto, las flores amarillas, las flores sepulcrales. El cielo se entolda, bajan las nubes, los picachos parece que se arropan con las nieblas. La tarde era triste, fría, tediosa, desalentada. La luz crepuscular llegaba a los valles como a través de un velo ceniciento.

Las mujeres y el chico vagaron largo rato por las márgenes del riachuelo. Después subieron, a lo largo de la arboleda, hasta la cascada. Estaban a corta distancia de la casita de Antonio. Carmen quiso ver a Marcela y mandó al monaguillo en busca de su amiga. Mientras el chico volvía tomó asiento en una piedra, desde la cual se veía la espumante caída de las aguas. La campesina no se hizo esperar; llegó a poco, trayendo para la desgraciada doncella un magnífico ramo de nardos.

—Tome usted, Carmelita… Hoy se abrieron los primeros. Yo pensaba llevárselos a usted mañana a la hora de misa…

—¡Qué lindos! —exclamó la Calandria, aspirando el aroma de las fragantes flores, niveas, inmaculadas como un velo nupcial.

La ingenua y franca alegría de la aldeana y la significativa sencillez de aquel presente, lastimaron el corazón de la doncella, que veía con envidia la olvidada felicidad de Marcela. ¡Era tan dichosa!

Se conversó un rato. La noche venía que volaba; era preciso regresar a Xochiapan. Carmen dio la señal de partida. La joven les hizo compañía hasta la entrada del camino. Allí Carmen dijo adiós a su amiga con tales muestras de cariño que parecía que jamás se volverían a ver.

Al entrar en los primeros callejones del pueblo, acertaron a pasar frente al camposanto. Los cocuyos fulguraban aquí y allá entre las hierbas… Las cruces semejaban espectros que salían de los sepulcros, abriendo los brazos. El sitio causaba terror. Salomé se santiguó. El chico se agarró de los vestidos de su madre. La joven se detuvo un instante y contempló con mirada envidiosa el fúnebre recinto.

Después de la cena cantó y volvió a cantar. —¡Nunca! —exclamaba elogiándola el padre González—. ¡Nunca ha cantado usted con tanta expresión como ahora! Pero ni las alabanzas la hacían sonreír. Dejó la guitarra y volvió a quedarse pensativa. Salomé que la observaba murmuró al oído de la muchacha: —¿Te has puesto triste por la carta de Gabriel? No le hagas caso… ¡Ya lo conoces!

—¿Yo triste? No, doña Salo; no lo crea usted. ¡Qué me importa a mí lo que diga Gabriel!

—El lunes me voy… ¿quieres contestarle?

—¿Yo? ¡Ni lo piense usted! ¡Dígale que se case pronto, que me alegraré que sea muy feliz; que el mejor día me caso yo también!

—Y que lo convidarás a la boda. ¿No es eso?

—Y a la tornaboda… ¡y al baile, por supuesto! ¡Tenemos que bailar el primer vals!

Acabó el concierto. El cura se fue a rezar su breviario, y cada mochuelo a su olivo.

Carmen entró en su cuarto, cerró la puerta y echó la aldaba.

Cuando calculó que doña Mercedes se había recogido ya, abrió la cómoda e hizo un paquete con los bultos arreglados en la tarde; pero, comprendiendo que no cabría por los hierros de la ventana, le desbarató y formó tres más chicos. A poco llamaron suavemente en los cristales. Carmen abrió la vidriera con mil precauciones. Era el criado a quien esperaba, el mozo del secretario.

—Aguarda… voy a leer la carta.

Momentos después el indizuelo recibía los bultos.

—¿A qué hora te vas? —preguntóle.

—A las seis, siñora.

—Bueno; te llevas todo esto… a la casa… a la casa grande, ¿me entiendes?

—Ya te lo dijo el siñor, a la casa grande…

—Si te da carta, me la traes ¡ya lo sabes, a esta hora, sin que nadie te vea…!

—Sí, siñora.

El indio se fue, y Carmen después de cerrar la ventana volvió a leer la tarjeta, que estaba escrita con lápiz:

«… entrega todo al criado; no temas, es muy listo aunque no lo parece. El lunes a las doce en punto estaré allá. Arréglate de modo que nada nos contraríe. ¡Ahora sí creo que me amas!»

XLI

La misa, el sermón, el rosario, el tianguis y un corto paseo vespertino por las calles del pueblo, entretuvieron grata y devotamente a los moradores de la casa cural. No hubo concierto; era obligatorio guardar las fiestas, como buenos cristianos, y además el cura tenía que rezar laudes y despachar su correspondencia. Acabada la cena, el padre González se encerró en su pieza, encendió su lámpara de trabajo, una hermosa lámpara niquelada, de pantalla verde, y se puso a la obra. Escribió al obispo, al provisor, a su grande y buen amigo el cura de Pluviosilla, y a don Eduardo, persuadiéndole a lo que tanto deseaba, esto es, a que recogiera a Carmen, y haciéndole ver la necesidad de que la doncella fuera a vivir al lado de su hermana. A punto estaba de terminar la carta, cuando oyó pasos en el corredor. Alguien venía; sin duda a llamarle para que fuera a oír de confesión a un moribundo. El solícito sacerdote levantó la cara, disponiéndose a oír al que llegaba, en momentos en que cayó sobre la mesa algo que rebotando contra la lámpara a poco la derriba: un periódico dirigido: Al cura de Xochiapan. ¡Gallarda letra la del misterioso remitente! ¡Vaya! ¡Muérdago escribía como el más aventajado pendolista!

—¿Qué será esto? —se dijo alarmado el padre Alfonso—. ¿Qué será esto que viene de las tinieblas de la noche?

Sin tratar de averiguar de dónde procedía, rompió la faja y desplegó el papel.

—¡Bah! —agregó, continuando el monólogo—, El Radical. ¡El farinoso y nunca bien escrito periódico! Veamos… ¿qué viejas impiedades vendrá repitiendo?, ¿qué traerá contra el pobre cura de Xochiapan? —Y sin precipitarse recorrió la primera plana.

En ella estaba el consabido artículo de los petrinismos y paulinismos, que costó al tinterillo más sudores que a Sancho Panza el bálsamo de marras. El clérigo no quiso malgastar el tiempo, y pasó adelante. Seguían las espinelas erótico-siderales de Arturito, redondas, sonoras, grandilocuentes, explosivas… con un galicismo en cada verso.

Como para calmar el ánimo de los lectores turbados por la lírica, iban en segunda plana dos capítulos de las Memorias bélicas de Jurado; severa y enjuta narración de insignificantes sucesos; catálogo minucioso de los triunfos y victorias de su autor; una nueva Ilíada escrita por troyanos. ¡Ni un enemigo que consiguiera escapar de la chamusquina! ¡Ni una derrota ni un desastre! Lo único que allí quedaba con vida era la gramática, pidiendo a gritos el socorro de Rodríguez y Cos.

Muérdago que a nadie perdonaba, y que por decir un chiste desollaría vivo a su mejor amigo, solía decir de los anales bélicos de don Juan que eran las memorias postumas de un coronel in partibus. A saber este dicho, cómo hubiera reído el buen padre González.

Jurado no quería morirse sin que la nación tuviera noticias de sus méritos y servicios, y sin duda que estaba en su derecho para pregonar tantas glorias a los cuatro vientos de la tierra. ¡Cómo había de ignorar la Humanidad, que el periodista fue compañero de armas de aquel campeón ilustre, que le sacó de una escuela rural para llevarle a los campos de batalla, de aquel Don Jacobo Vaca, cuyas hazañas y proezas historió el inimitable Facundo! ¡Cómo callar y guardarse el tesoro de los recuerdos íntimos, que había militado a las órdenes del general de división don Mateo Cabezudo, inmortalizado en romances por la discretísima pluma de Sancho Polo!

El clérigo, perdido en las escabrosidades de la prosa olímpica del tinterillo, olvidaba que algo y no almíbar, traía para su persona aquel periódico.

Leyó hasta el fin la crónica del milite, y sonriendo con serena alegría, al terminar el último párrafo, que era una protesta vigorosa contra las injusticias de los gobiernos que no saben premiar, como es debido, a los defensores de las instituciones patrias, el padre Alfonso recordó, sin quererlo, los Comentarios de César, y el Memorial de Santa Elena.

Mas ¡ay! pronto aquella alegría inofensiva y dulce se tornó en honda pena. Había llegado al suelto susodicho.

¡Aquello era atroz! Si Muérdago mintió al escribirle, a lo menos no salió de los límites señalados al periodista por los respetos sociales y la estimación de sí propio; pero Jurado al corregirle dio puerta franca a sus malas pasiones, desahogó sus iras contra el aplaudido y elocuente orador de las conferencias cuaresmales, que tanto le escocieron aunque no asistió a ninguna de ellas, e hizo del articulejo del parásito un calumnioso papasal. Exornóle con frases equívocas y picantes alusiones a la elocuencia del clérigo, a quien acusaba de seducción y mancebía. No mentaba al cura, ni a Carmen, pero tan claras eran las indicaciones, las señas tan exactas, que no cabía duda de que se trataba del padre González. Así lo dijo en Pluviosilla todo el mundo, luego que circuló el periódico. El articulista abogaba por un joven trabajador, honrado, y modelo de ciudadanos patriotas, víctima de las arterias del eclesiástico.

Éste sintió que la sangre le ahogaba, que la vergüenza le encendía el rostro, y apartó el papel con profundo desprecio. Aquello era como si viéndole indefenso le escupieran la cara.

—¡Menguados! —exclamó, dando un golpe en la mesa—. ¡Canallas! ¿En qué os he ofendido? ¿Por qué no insultáis al soldado, al duelista de oficio, al joven que busca riñas en garitos y tabernas? ¿Por qué calumniais como unos malsines a quien tiene atados los brazos por las manos sagradas de un pontífice? ¿Por qué calumniais así, a quien no olvida que la ley de Dios le prohibe matar? ¡Cobardes! Tomáis con osadía la pluma del escritor; reservada a los sabios y a los caballeros, y os metéis a periodistas… ¡Languidecen vuestros periódicos por falta de ciencia, y para dar interés a lo que no puede tenerle, porque no es posible que le tenga, y sin temor a Dios ni a los hombres, blasfemáis como réprobos, mentís como rufianes, apeláis a la calumnia y al escándalo para ganar dinero, y hacéis mercadería de la honra ajena, como una meretriz de su belleza! Tiene razón don Eduardo… ¡Como los clérigos no pedimos reparación con las armas en la mano!… ¡Dios mío! ¡Dios misericordioso, perdónales! ¡Hágase tu voluntad!

El padre González cruzó los brazos sobre la mesa, y escondió el rostro.

Después de largo rato se levantó tranquilo, sereno, casi sonriente, y cerró la ventana, diciendo para sí:

—Carmen debe salir de esta casa… Mañana la llevaré a Pluviosilla. ¡No! ¡No! ¡Eso no! ¡Sería tanto como confirmar el dicho de esa gente! Saldrá Carmen de aquí, pero no ahora, cuando pasen algunos meses… y su padre y su hermana vendrán por ella. Así lo necesita mi buen nombre. ¿Y quién me devolverá el crédito perdido? ¿Los tribunales? ¡Quién piensa en ello! Para castigar estos delitos no hay leyes ni justicia. ¿Cómo probaría yo que hablan de mí?

Y de rodillas delante del crucifijo oró largo rato. Al siguiente día, muy temprano, en un caballejo prestado por Antonio, salió el padre González para Pluviosilla. El sacristán y doña Salo emprendieron la jornada dos horas después.

XLII

—Amigo mío —decía el padre Alfonso, tomando asiento en la cómoda silla monacal y arreglando los pliegues de la capa—: siento haber venido a molestarle, pero hay cosas que no deben dejarse para el día siguiente, y la que me trae es una de ellas. Supongo que ya tendrá usted noticia de…

—¿De qué? —interrumpióle sobresaltado el capitalista, sintiendo que le daba un vuelco el corazón.

—¡Cómo! ¿No ha leído usted El Radical de ayer?

—¿El periodiquillo de Jurado? No… Alguna vez ha caído en mis manos, y por cierto que no he tenido paciencia de leerlo hasta el fin.

—Yo no recordaba que todavía ese papelucho hiciera sudar los tórculos, cuando anoche una mano invisible arrojó por la ventana, sobre la mesa, en que a la sazón escribía yo, el número de ayer, y tuve que leerle…

—¿Y qué trae? No acierto a comprender…

—Va usted a saberlo. —El cura se entreabrió la sotana, y sacando el periódico le puso en manos del capitalista, diciendo—: Lea usted…

Ortiz dejó el papel sobre otros que había en la mesa, y ofreció un cigarro a su interlocutor.

—¡Gracias! —murmuró el clérigo.

Don Eduardo encendió tranquilamente un puro, se compuso en el asiento, calóse los lentes, haciendo un gesto y enarcando las cejas, dio una fumada, y luego desdobló el periódico.

—En la tercera plana… un suelto intitulado: Virtudes clericales.

—Aquí está… ¡Mil gracias!

Ortiz leía para sí, sin que en su rostro se manifestara la impresión que aquello le causaba. El sacerdote, bajos los ojos, encendidos por la vergüenza, jugaba con los pliegues de la capa, dirigiendo, de cuando en cuando, curiosas miradas al capitalista. Éste, al concluir la lectura, no pudo reprimir la indignación, y volviéndose al clérigo exclamó:

—¡Esto es infame! ¿Éstos son los frutos de la libertad de la prensa? Esto es inicuo.

—¿Qué debemos hacer en este caso?

—Ver todo con el mayor desprecio.

—Considere usted, amigo mío…

—Nadie leerá en Pluviosilla este inmundo libelo, y aunque así no fuera… ¿va usted a descender hasta el fango en que gustan arrastrarse los que así calumnian a quienes están muy alto para que hasta ellos lleguen las críticas y los ataques de esos llamados periodistas? ¡No, amigo mío, no!

—No quiero tal…

—¡Qué importa lo que diga ese papelucho! Yo, señor cura, no he dudado un instante de la honradez de usted. Como yo, la gente que algo vale y que en algo se estima relegará al olvido esa calumnia.

—¡Gracias, amigo mío! Estaba yo seguro de ello, como lo estoy de que ese joven honrado y trabajador de quien se habla en el suelto no existe…

—¿Recuerda usted que un día le hablé de un caballerito, que, al decir de las vecinas de la casa de San Cristóbal, era novio de Carmen?

—Sí; pero estoy seguro también de que esa pobre joven vive contenta en Xochiapan y a nuestro lado. El amor, amigo mío, no puede estar oculto mucho tiempo; nosotros no descubrimos en Carmelita nada que indique o haga sospechar que está enamorada… Sin embargo, la manera como ese papel llegó a mis manos…

—¿No sospecha usted quién será el que lo arrojó?…

—¿Sospechas? Sí… sospecho que el secretario, o el maestro, que, aunque se muestran conmigo afables y respetuosos, como la dan de espíritus fuertes son enemigos implacables de todos los curas de Xochiapan… ¡Buena guerra le dieron a mi antecesor el padre Ortegal! ¡Pero el padre Ortegal es un gallego enérgico y bravo, y no pudieron dominarle!… La cosa iba en Xochiapan con tan malos pasos, que fue preciso que el prelado, para evitar disgustos, me ordenara que fuera a relevar a mi compañero…

—Creo que en todo esto anda la mano del caballerito de marras… No le conviene que Carmen esté lejos de aquí, y recurrió a la calumnia para conseguir lo que desea, esto es, que mi hija vuelva a Pluviosilla. No hay tal joven honrado y trabajador… Si esto fuera verdad, y Carmen deseara casarse, me lo habría dicho, se lo habría dicho a usted o a la señora… Ya mi hija lo sabe; claramente se lo dije: que si algún día quería casarse, y el hombre que hubiera puesto los ojos en ella era positivamente honrado y bueno, aunque fuera pobre, no temiera nada. El día que tal suceda los casaremos… ¿no es verdad? Aquí anda la mano de ese caballerete… ¡Usted sabe, y mejor que yo, quién es Alberto Rosas! Pero no conseguirá lo que desea, Carmen no saldrá de Xochiapan.

—¡Bien me lo decía el corazón, amigo mío! Ya usted lo ve. ¡Ni el buen nombre de usted me ha valido!

—Si usted lo quiere, hoy mismo iré por Carmen… No quiero que por causa mía la fama de usted sea destrozada en los periódicos…

—No, amigo mío; me ha entendido usted mal… Hoy más que nunca conviene que no salga de allí. Si Carmelita saliera de mi casa en estos momentos, todo el mundo daría crédito a los dichos de El Radical. No; otra cosa deseo en bien de mi fama, en favor de mi reputación de caballero y de sacerdote…

—Lo que usted guste, amigo mío.

—Si mañana los habitantes de Pluviosilla ven a Carmen en la casa de usted, y saben de quién es hija, por mucho que griten los calumniadores de El Radical, sean quienes fueren, todo el mundo vendrá en acuerdo de que soy inocente, de que todo ha sido una intriga diabólica, porque usted no traería a su casa, ni presentaría como su hija a quien no fuera digna de ello. Señor Ortiz, amigo mío: apelo a los sentimientos generosos de un caballero: dígnese usted hacer de manera que, hoy mismo, mañana, la sociedad de Pluviosilla vea a Carmen con la hija de usted. Estará aquí unos cuantos días, volverá después a Xochiapan, y cuando nadie recuerde lo que ha dicho el periódico, Carmen, como es de justicia, vendrá definitivamente a vivir a esta casa.

—¡Padre!… Así se hará. Hablaré con Lola ahora mismo, mañana iremos por mi hija… ¿Cuándo piensa usted regresar a su curato?

—Dentro de tres horas.

—Aguarde usted a mañana; iremos los tres.

—¡Gracias! ¡Gracias, don Eduardo, gracias! ¡Dios bendiga a usted! ¡Esa resolución generosa salva mi buena fama!

XLIII

Esperando que llegara la noche, inquieta, impaciente, distraída, nerviosa como nunca, sin darse cuenta de nada, presa de contrarios deseos, pasó Carmen el día.

A la siesta, según costumbre, doña Mercedes se retiró a dormir; Angelito, aprovechándose de la ausencia del cura, salió a vagar con sus amigos por las orillas del riachuelo, en busca de mayates, muy abundantes ya en los guayabales, y señora Eusebia, acabadas las faenas culinarias, se sentó a coser en el corredor. Carmen permaneció en la sala. Aquella cabecita era una devanadera; el pensamiento, instable como la fronda que en lo alto de la rama lucha solitaria con el viento, iba de un lado para otro, tornaba y volvía sin descansar en nada. La joven para aquietar su espíritu buscó un periódico. A poco rato le arrojó, fastidiada de no poder fijar la atención en lo que leía. Levantóse, fue a traer un libro de la recámara del padre, y sucedió lo mismo.

—¡Ah! Me olvidaba de ver cómo está la puerta…

Y salió a los patios. En el primero, un jardincillo recién plantado, se detuvo delante de un viejo rosal cargado de flores. Cortó algunas, las más frescas y bonitas, y visitó, casi maquinalmente, un cuadro de violetas por ella sembrado, cuyas primeras hojas, de un verde claro, torcidas como un cucurucho, alegraban la tierra negra y húmeda. ¡Qué lindas estarían en diciembre aquellas matas! Cerca de allí, pendientes de las ramas granujosas de un viejo sauco, estaba el loro de Eusebia, en su jaula esférica; un loro cascado y dormilón, de cabeza amarilla y mirada curiosa. La joven le habló, repitiéndole sus frases favoritas. El pájaro despertó, se movió tartamudeando palabras ininteligibles, y siguió durmiendo.

Al llegar al segundo patio, vinieron a su encuentro los gansos, de andar torpe, muy listos para hartarse de granza, balanceándose atropelladamente, graznando hasta aturdir.

En el fondo estaba la puerta. Carmen quitó la tranca, probó abrir con la mohosa llave, y abrió. Súbito e inmotivado temor le asaltó en aquel momento, como si fueran a sorprenderla en el acto de cometer un crimen; sintió frío, que el corazón le palpitaba como queriendo salírsele del pecho, que las piernas le flaqueaban. Pero pronto pasó aquello, y para darse valor contra lo que así le asustaba, principió a cantar, aspirando al mismo tiempo el aroma de las rosas. Asomóse a la calle: la hierba crecía lozana al pie del umbral e invadía los muros, a lo largo de los cuales huyeron unas lagartijas que tomaban sol en las grietas de las ruinosas jambas y en las aberturas pobladas de helechos. Como si alguno, que hubiera adivinado el pensamiento que en aquel instante la dominaba, fuera a sorprenderla, Carmen miró a todos lados y cerró la puerta con precipitación, quitó la llave, sin pasar antes el pestillo, y colocó la tranca, bien apoyada y firme en apariencia, pero en realidad sólo reclinada contra el batiente. En esta operación, sin que la joven reparara en ello, las rosas se le cayeron de la mano. Guardóse la llave en el bolsillo de la bata, y cantando, seguida de los gansos, tornó al jardín. Los dos patios estaban separados por una tapia muy baja, con una puerta de rejilla ligera que impedía el paso a las aves, las cuales solían escaparse y hacer mil fechorías en el huertecillo, provocando los enojos de Eusebia.

Aún no dejaba el lecho doña Mercedes. Carmen, columpiándose en una mecedora, pensaba en el grandísimo disgusto que iba a causar a los pacíficos moradores de aquella casa.

—¿Qué dirán de mí? ¡Pobrecillos! ¡Me han querido tanto! Si no viniera… pero sí vendrá, sí…

La doncella se complacía en recordar minuciosamente su vida en Xochiapan: los trabajos para arreglar la casa en los primeros días; las bondades del padre Alfonso, el cariño y los mimos casi maternales de doña Mercedes, la estimación con que la trataba señora Eusebia, siempre malhumorada y descontenta de todos los que no eran de la familia.

—¡Pobres! ¡Lo que dirán de mí!… Pero si supieran cuánto he llorado; si yo les contara lo que he padecido bajo este hospitalario techo… Todo pasará, y entonces yo vendré con Alberto a pedirles perdón, y si él quiere, aquí en la iglesia…

A la sazón salía de la recámara doña Mercedes.

—¿Sabe usted? —díjole acariciándola por sobre el respaldar de la mecedora—, ¿sabe usted, Carmelita, lo que he soñado?

—¿Qué? —respondió la joven, temerosa, como si la buena señora fuera a decirle que había descubierto los preparativos de la fuga—, ¿qué ha soñado usted?

—Que se casaba usted aquí, en Xochiapan…

—¿Yo?…

—Sí.

—¿Y con quién? —preguntó, riendo con una risa triste y dolorosa—. ¿Con el hijo de Antonio?…

—No; ¡con un joven muy guapo, como aquel que vimos hace ocho días en la plaza, muy guapo, Carmen!…

Ésta se puso pálida; pero consiguió dominar su emoción.

—¡Ojalá! No son de mi gusto los hombres feos. Si yo he de casarme será con un joven guapo y elegante…

Por su mente cruzó la imagen de Gabriel, y agregó:

—¡Aunque sea pobre!

—No basta eso, niña. Antes que todo, uno que sea bien educado, de buenas costumbres…

—Por supuesto, señora.

Al decir esto sintió que el rostro se le encendía.

La anciana habló de otras cosas.

—Alfonso vendrá mañana. Si a esta hora no ha llegado, no debemos esperarlo ya…

En esto entró Antonio.

—¿Y el padre?

—Que vendrá mañana. Me dijo: —«Vete, y di que para mañana dispongan comida muy buena porque van conmigo un señor y una señorita.»

—¿Viene usted a dormir? —dijo Carmen.

—Si la señora lo dispone…

—Sí, ven… ¿cómo vamos a quedarnos solas esta noche?

—Está bien, señora; voy a mi casa a dejar los caballos…

—Te esperamos para el rezo…

—Sí, señora.

—¿Y doña Salomé?

—Bien, señora. Nos fuimos recio… Ella en el rosillo, y yo…

—Tú, a patita.

—Pero no le hace. Estoy hecho a andar a pie. A la una llegamos… Fui a ver al señor cura, me despachó, comí, y me vine al trote. Doña Salomé ya estará durmiendo a estas horas. Cuando se apeó del caballo no podía ni andar.

Rieron todos, considerando a la beata. Oscurecía. Eusebia trajo la lámpara y la colocó en la mesa redonda.

—Vete, Antonio, que ya es muy tarde, y tienes que volver. Dales memorias nuestras a tu mujer y a tus hijas.

—Recibirán el favor de usted… —respondió el campesino, saliendo. Montaba éste cuando Carmen salió a la puerta:

—¡A Marcela, de mi parte, que le mando un abrazo muy apretado y un beso!

Y Antonio, dando las gracias, azotó el caballo y tomó el camino de su casa.

A las once de la noche todos dormían profundamente, menos Carmen que de codos en la ventana miraba hacia la plaza, negra, aterradora, llena de zumbidos de insectos, y de tiempo en tiempo alumbrada, cuando las nubes se abrían, por una tenue claridad lunar.

—¿Vendrá? —pensaba—. ¡Quiera Dios que no venga! Tengo miedo; me da pena dejar así esta casa; me duele el corazón al separarme de estas personas, tan buenas, tan sencillas, tan cariñosas; de doña Mercedes que es un ángel; del padre Alfonso que es un santo; de Eusebia, tan afectuosa conmigo, y hasta de Ángel… Hice mal en escribirle a Alberto; sí, muy mal; pero ya no hay remedio… toda mi ropa está allá. Cuando el padre Alfonso sepa que me huí de su casa, ¿qué dirá? ¡Que soy una ingrata! ¿Y mi padre?… Pero yo les escribiré contentándolos, pidiéndoles perdón, y como son muy buenos, me perdonarán. ¿A qué casa me llevará Alberto? Yo, si no es una casa decente no he de aceptar; lo obligaré a que me lleve a otra, a cualquiera, con tal que sea honrada. Si él me quiere lo hará así: no se ha de enojar conmigo por eso. Y mañana, cuando Gabriel sepa todo, cuando le digan lo que ha pasado, porque estas cosas luego se saben, y hasta dicen de ellas los periódicos… hará una cólera que ya me parece que lo veo, jalándose los cabellos y pateando el suelo. ¡Vas a arrepentirte de lo que has hecho! ¡Vas a verte humillado! Tú tienes la culpa. Te quería con toda mi alma, mucho, mucho, mucho, más que tú a mí, como ninguna te querrá, y despreciaste mi cariño, mis besos, mi amor… Mañana te contará Salomé el desprecio con que recibí tu carta y tus insultos, y luego sabrás, porque allá en el patio se sabe todo, y yo se lo diré a Malenita, y a Paula, y a Petra, para que te lo digan, que soy de otro, que amo a otro, que estoy depositada en una casa muy decente, y que me voy a casar con Alberto. ¡Y me verás, sí, me verás elegante, lujosa, muy bien vestida, sin que me falte nada, dichosa, feliz, casada con un hombre igual a mí! ¿Dicen que es calavera, que es un perdido? ¡No importa! Yo, con mi cariño, con mi ternura, haré que sea bueno y lo será. Dicen que el que no la corre antes la corre después. Pues, mejor, llevo esa ventaja. Alberto no vivirá sino para mí… Por mí dejará a sus amigos: a ese Pepe Muérdago que es tan repugnante, y a Frisler, y a Cortina… ¡Ah, Gabriel, cómo voy a vengarme de ti!

Pero a poco la asaltaba el miedo; le parecía que iban a sorprenderla en el momento de salir, que daban voces, y que hasta tocarían la campana, pidiendo auxilio. Luego, considerando el paso que daba, el pesar inmenso que causaría al padre González, a doña Mercedes y a don Eduardo, casi se resolvía a decirle a Rosas: ¡Vete, vete! No me voy. ¡Si quieres, háblale a mi padre, y luego ven por mí!

¿Qué dirían de ella? ¡Horrores, sí, horrores! Como habían dicho de otras muchachas; pero luego, con el tiempo, todo eso se olvida, se casarían, y… ¡todo no habría sido más que una locura de muchachos! Culparían a Alberto, es verdad; pero a éste nada le importaría eso. Es rico, y a los ricos todo se les perdona…

Creía ver en la plaza bultos que estaban en acecho, que se movían, que se alejaban, que luego volvían. No era nada: los vallados, las sombras. Oía ruido de pasos… —¿Será él? —pensaba, escuchando atenta—. No, el viento, algún animal que atraviesa corriendo entre las escobillas…

Soplaba un viento frío. ¡Cómo se oía el ruido del bosque! Un susurro suave, lejano, que se iba acercando, creciendo, y que luego se alejaba rumbo a Pluviosilla. Cantó el gallo, y después todos los gallos del pueblo, y los de las casas de la montaña.

—¿Estará dormida doña Mercedes? —preguntóse, y muy quedo se acercó a la puerta y puso el oído en la cerradura… ¡Duerme profundamente!

Cuando volvió a la reja oyó que allá muy lejos ladraban los perros. Un ladrido tenaz, furioso, que al cabo de un rato cesaba. ¿Por qué tenía tanto miedo? ¿Por qué sentía que el corazón le palpitaba de un modo horrible? ¡No era así cuando salía a conversar con el ebanista!

—¿Qué hará a estas horas Gabriel? —Y lanzó un suspiro.

Volvieron a oírse los ladridos, ya más cercanos. Alguno venía. A poco fueron ya menos distantes; pero esta vez se prolongaron mucho tiempo, y al fin cesaron, poco a poco, como si los canes se fueran aquietando. El viento siguió soplando más y más fuerte. La joven tuvo necesidad de abrigarse; tomó el rebozo, y se cubrió.

En la cómoda, en un vaso, la vara de nardos de Marcela abría sus postreras flores, llenando la estancia con su penetrante aroma.

Una sombra cruzó por la plaza. Sí, era un hombre, un hombre en traje de charro, envuelto en un poncho. Se acercaba cautelosamente, muy despacio. Oíase, apenas perceptible, el sonido metálico de las espuelas, como si el que venía caminara de puntillas. ¡Era él! Carmen se estremeció.

—Alberto…

—¿Estás lista?…

—Sí…

—Sal; no hay que perder tiempo… La ronda anda por allá arriba.

—Tengo miedo…

—¿Miedo? ¿De qué? ¿A quién?

—No sé… pero tengo miedo… ¡Estoy temblando!…

—Tontuela… ¿Tienes algo que darme?

—Sí, pero oye… ¿y si nos sorprenden?

—No temas.

—¡Habla quedo! ¡por Dios! que en la otra pieza duerme doña Mercedes…

—No tardes, Carmelita.

—Espera, un instante… Oye.

—Di.

—¿Me ofreces hacerme tu esposa?

—Antes de ahora te lo he prometido muchas veces… ¿Dudas de mí?

—¿Me lo ofreces por lo que más quieres? ¿Me das tu palabra de honor de que te casarás conmigo?

La muchacha sentía ganas de llorar. Sentía un nudo en la garganta.

—¡Te lo juro! No tardes…

—Voy… —y dióle un paquete que a duras penas cupo por entre las barras de la reja.

—Hija: este bulto es muy grande… ¡pero no importa!

—¡Habla quedo, por Dios! habla quedo. Da la vuelta, y aguárdame en la puerta que está detrás de la casa… voy a salir.

—No tardes.

Carmen cerró la ventana, y vacilante, conteniendo la respiración, abrió poquito a poquito la puertecilla del cuarto contiguo, y le atravesó sin volver el rostro hacia la cama hasta que estuvo en el otro aposento. De la sala pasó al comedor. ¡Cómo olían las frutas que había en la mesa! Ángel, que dormía en el cuartito cercano, roncaba…

La joven tropezó en una silla, pero el chiquillo no despertó.

La pesada puerta del patio no hizo el menor ruido. El perro reconoció a Carmen y vino a su encuentro, haciéndole fiestas.

El cielo comenzaba a despejarse; los vientos de la madrugada barrían las nubes hacia el Sur; la creciente luna alumbraba el jardín con pálida y triste claridad.

Al atravesar el traspatio, los ánades se movieron y graznaron alarmados, alargando los cuellos.

La fugitiva quitó la tranca y abrió.

—¡Tengo miedo! —murmuró, abrazándose de Alberto. Éste la estrechó y le dio un beso en la frente.

—Vamos, apóyate en mi brazo… Tiemblas como un azogado. ¡No tengas miedo, que vas conmigo!

La joven sonrió, y levantando los pliegues del poncho buscó el brazo de su amante.

Cerca de allí estaban los caballos.

—¿Quién es ese hombre? —preguntó, deteniéndose al ver al criado.

—No tengas cuidado, chiquita… es el caballerango… un buen muchacho…

Poco después llegaban a los Álamos, y seguían por el camino de Pluviosilla.

XLIV

El carruaje estaba a la puerta.

Don Eduardo y el clérigo departían en el despacho, aguardando a la hermosa y elegante señorita que ya tardaba demasiado en el tocador, y que a la sazón engalanaba su linda cabeza rubia con un sombrerillo de paja coronado de flores silvestres.

—¡Así era de esperarse! —exclamaba el cura—. ¿Recuerda usted que repetidas veces le dije que la señorita Lola accedería con gusto?

—Sin embargo, amigo mío, fue duro el paso: se encendió, bajó el rostro entristecida, y dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas… ¡Dos lágrimas que sentí caer en mi corazón como dos gotas de plomo derretido!

—Era natural…

—Pero luego, un instante después, vino hacia mí, sonriente y cariñosa, y me abrazó diciendo: «¡Con mucho gusto, papacito! ¿Por qué no? ¿No es también hija tuya? ¿No es hermana mía? Si quieres vamos por ella…» Y desde anoche no piensa en otra cosa, y hace mil proyectos para lo futuro con respecto a Carmen. Temprano puso a la servidumbre en movimiento, y dispuesta queda una elegante alcoba al lado de la suya. ¡Estoy contento de mi hija! ¡Así era la madre… generosa hasta el sacrificio!

—Siempre una obra buena trae consigo la recompensa…

—¡Ya era tiempo de dar este paso, amigo mío! ¡Cuánto le agradezco a usted su empeño!

—¿A mí? No, don Eduardo… ¡Esto y todo se merece esa joven!

Un criado avisó desde la puerta que un individuo, que decía llamarse Antonio, y que venía de Xochiapan, preguntaba por el padre González.

—¡Que pase! —dijo el capitalista.

El sacristán entró en el despacho.

—¿Qué se ofrece? ¿está enferma la señora?

—¡Dios nos libre! Afligida, acongojada, sin saber lo que hará. Me dio esta carta para usted.

—¿Qué ha sucedido?

Antonio no respondió. Don Eduardo no acertaba a explicarse la reserva del mensajero.

El cura, ya más tranquilo, abrió la carta.

—Con permiso de usted…

—¡Usted lo tiene!

El padre González conforme leía se iba demudando. El capitalista alarmado no pudo menos que preguntarle:

—¿Alguna desgracia de familia?

El clérigo no contestó. En aquel momento leía una tarjeta que venía dentro de la carta. Sonrió tristemente y con un movimiento de cabeza hizo salir al sacristán.

—¡Sí; una desgracia de familia, porque como de la nuestra hemos visto siempre a Carmelita! Lea usted.

Leyó Ortiz la carta y la tarjeta, sereno, inmutable, como si se tratara de un asunto insignificante.

—¡Rosas! —prorrumpió en tono despreciativo—. ¡Me lo temía!… Él fue sin duda, el autor del suelto…

—No puedo explicarme cómo ha sido esto… ¿Qué piensa usted hacer?

—Nada.

—¿Nada?

—Padre: hay cosas que no tienen remedio… y ésta es una de tantas.

—Pero…

—Cada uno abre a sus pies el abismo de su propia desgracia… Carmen no ha sido la excepción de la regla… Para mí… ¡como si hubiera muerto!

En vano trataba el capitalista de ocultar su vergüenza y su dolor; luchó por conseguirlo, lucho enérgicamente, pero fueron inútiles sus esfuerzos. El padre González observó que los ojos de su amigo estaban llenos de lágrimas.

—Padre —dijo al fin, después de unos segundos de silencio—, esto parece un castigo de Dios…

Disponíase a contestar el sacerdote, cuando alegre, festiva, bulliciosa, calzándose los guantes e inundando de aromas el aposento, entró Lolita.

—Cuando ustedes gusten…

El cura se había levantado. Don Eduardo con mirada dolorida contemplaba a su hija.

—Cuando gustes, papá.

—Hija mía… —respondió, acercándose a la joven y abrazándola—, vuelve a tus habitaciones…

—¿Pues qué no vamos?

—No, hija mía.

—Señor… —tornó a preguntar, dirigiéndose al clérigo—, ¿qué ya no vamos?

—No, señorita.

—¿Por qué?

—Ya lo sabrás —contestó don Eduardo, acariciando a su hija que sonreía satisfecha y feliz.

XLV

Hacía cuatro meses que no le veía. La última vez fue el 7 de junio. Llegó a medianoche, con Muérdago, en tal estado de embriaguez que no podía tenerse. Se acostó y no dio cuenta de su persona hasta el día siguiente.

Muérdago era un mal amigo. Ya ella le había despedido varias veces. Esa noche, Carmen estuvo a punto de dar voces y de llamar al sereno para librarse de él.

—¡Bien se conoce que está usted acostumbrado a tratar con gente perdida! —le dijo—. ¡Es usted un insolente! Se conduce usted así porque me ve sola… Si Alberto no estuviera en ese miserable estado, se guardaría usted de ello…

Pepe contestaba a todo riendo a carcajadas. Al fin se fue. A los pocos días volvió; no venía borracho, pero sí más desvergonzado y atrevido que nunca. Se detuvo en la ventana, pero Carmen, para que no entrara, cerró la puerta y le dejó con la palabra en la boca.

Aquello no era vivir… Encerrada entre cuatro paredes, con nadie trataba, a nadie veía, y no iba a ninguna parte. ¿Para qué? ¿Para que todos la despreciaran y la vieran con mirada recelosa y ofensiva, como reprochándole su conducta?

Cuando pasaba salían a la puerta todas las vecinas, a verla y a murmurar de ella:

—¿Quién es?

—¡La Calandria?… La que ahora tiene don Alberto Rosas… ¡Vaya! ¿No la conoce usted?

—¡Muchacha más tonta!

—¡Tan bien que estaba en la casa del padre González!

—¿En qué vendrá a parar?… El día menos pensado la deja ese señor y…

—Parará en lo que todas… ¡ya usted sabe!

Era preferible no salir. Y ni en la casa estaba tranquila: a medianoche venían a llamar en su puerta, diciéndole, entre risas y desvergüenzas:

—¡Abre! ¡Abre! ¡Ahora que no está Rosas… abre!

Ella callaba temblando de miedo y… de cólera.

—¡Abre! —repetían, y sonaban dinero, hasta que, cansados de porfiar, se iban, insultándole y diciéndole apodos.

Otras dos veces tuvo necesidad de echar de allí a una vieja que, bajo pretexto de vender alhajas y vestidos usados, le hizo proposiciones de esas que ofenden horriblemente a una mujer que se estima. Y no fue la única: con otras tuvo que hacer lo mismo. Aquello no se podía sufrir.

Alberto no venía. No estaba enfermo, ni ausente, no, porque ella le había visto pasar a caballo. Le escribió; Rosas no se dignó contestar; volvió a escribirle, y ni siquiera quiso recibir la carta.

Los recursos se iban agotando. Fue preciso empeñar la ropa: hoy esto, mañana aquello, así todo. Trabajaba, cosía, lavaba, tejía; pero poco. Nadie le daba quehacer porque desconfiaban de ella. Apeló a sus amigas, y en vano. Magdalena se hizo la desconocida; Paula y Petrita perdieron la calle por no hablarle. La única que solía visitarla era Carlotita Marín, y eso de cuando en cuando; le daba costuras y le prestaba dinero… Enrique López no había variado; pero luego que ella le dijo que Alberto era raro y celoso no volvió.

—No quiero que tengas disgustos por causa mía. ¡No tengas cuidado, no volveré!

Y lo cumplió. Carmen quiso preguntarle por Gabriel, pero no se atrevió. La criada le contó que no era cierto, como decían, que iba a casarse con Chole Sierra. El novio era Ramón Pérez, y el día de la boda estaba próximo, porque ya el modisto de la calle de la Sauceda estaba haciendo las donas.

Una noche vino Muérdago, con Arturito el poeta. Cuando ella los vio ya habían entrado. Carmen los trató con mucha seriedad y les conversó de cosas indiferentes. Sánchez se retiró, y quedóse Pepe. Luego que se vio solo con ella hizo ademán de abrazarla. Muérdago, al ver la manera despreciativa con que la joven le trató, le dijo, tuteándola:

—¿Todavía estás pensando en Alberto? No esperes que venga, siéntate, y aguárdalo sentada… Ése anda ahora por otra parte…

Y no mentía. Ya Carmen tenía noticia de ello; pero quiso desengañarse por sus propios ojos. Una noche salió con la criada y fue a espiarle; le halló en casa de la Curra, una española muy bonita, que vestía con mucho lujo.

Carmen volvió llorando a su casa, resuelta a todo. ¿Qué esperanzas le quedaban? Ya lo había pensado muchas veces: en Xochiapan, aquella noche, cuando volviendo de la casa de Antonio, pasaron por el camposanto; en Pluviosilla también, pero siempre tuvo miedo; ahora ya estaba cansada de padecer.

Ese día, antes de ir a cerciorarse de lo que le habían contado, leyó en El Contemporizador la historia de una joven de Chihuahua, que así lo hizo. Sería una infeliz como ella, sin ilusiones y sin esperanzas, abandonada, y prefirió morir. Carmen leyó el periódico otra vez.

—¡Pobre muchacha! ¡Qué simpática! Tuvo razón… era preferible morir… El periódico dice que tomó el veneno en café con aguardiente… Así no sabrá tan mal…

XLVI

Cuando la criada vino la puerta estaba cerrada. De fijo que la joven dormía.

—Se desvelaría, como todas las noches. Mejor, así tendré tiempo de hacer lo que me encargó. La cajita en la carpintería de don Pepe Sierra… ¿y la llave?… ¡aquí está, vaya! Esa cartita para don Alberto: ésta otra para don Eduardo Ortiz…

A las ocho volvió. Carmen no se había levantado aún.

—Se le pegarían las sábanas… ¡pobre! La pobrecita no logra dormir nunca hasta la madrugada…

Sin embargo fue preciso llamar. Golpeó fuertemente, pero en vano; no contestaba. La llave estaba en la cerradura, y por un agujero de la madera vio que la puerta del patio tenía puesta la tranca. En la recámara había luz.

Alarmada la pobre mujer llamó a un vecino.

—Vea usted, no ha salido, porque la llave está pegada… Y la puerta de la cocina… mire usted… por aquí… ¿ve usted la tranca?… Algo le ha sucedido.

—¿Pues qué se quedó sola?

—Sí; yo, con licencia suya, me fui ayer, a las cuatro de la tarde, a mi casa. «Váyase, me dijo, yo me arreglaré aquí como pueda… ¡Para lo que hay que hacer!»

—¡Toque usted fuerte!

—¡Si ya me canso de tocar!

El vecino cogió una piedra. Dio tremendos golpes. No respondía.

—Vea usted… la lámpara está ardiendo… ¡Si le habrá pasado algo!…

—Pues llamaremos a un herrero, o a un carpintero, para que abra.

—¿Y quién le paga el trabajo?

—Ya veremos, por eso no se apure usted. Lo que importa es entrar. Quién sabe si estará con un ataque, y ni hablar podrá… ¿Vamos a dejarla morir como un perro, sin confesión ni nada? Vaya usted a llamar un carpintero… ¡Aguárdese usted, voy yo!

El servicial vecino regresó a poco acompañado de Gabriel. El mancebo venía inquieto y desconcertado.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó—. ¿No responde?

—No.

—¿Usted fue la que dejó en la carpintería una cajita para mí?

—Sí; como usted estaba adentro se la di a don Pepe.

—No hay más que romper la puerta… —dijo el vecino con insistencia—. ¡Abra usted!

—Si yo lo he sabido traigo los fierros…

—Iré por ellos. Iba yo a llamar a un carpintero cuando me encontré con usted…

—No; estas chapas son de pacota… no resisten un envión. Va usted a ver cómo la rompo…

El ebanista empujó la puerta dos o tres veces, haciendo crujir la madera. A la cuarta oyóse el ruido de la cerradura que cedía al impulso del vigoroso mancebo. Repitió el esfuerzo y la puerta se abrió.

—¡Ya! —dijo, dando un puntapié a la hoja.

—¡Gracias a Dios! —murmuró la criada.

—¡Cómo huele a petróleo quemado! —observó el vecino.

—¿Qué hace usted que no entra, señora? —dijo impaciente el ebanista temeroso, sobresaltado, como si esperara una gran desgracia.

La buena mujer no tardó en salir, azorada, con espanto patente en los ojos.

—¡Está muerta!

—¿Muerta? —exclamó Gabriel, apoyándose en el muro—. ¡Eso no es posible!

—¡Sí! ¡Y tirada al pie de la cama, y ya fría!

Entraron. La criada abrió la ventana. El sol iluminó con sus rayos de oro el cadáver de la infeliz muchacha. Las coberturas estaban en el suelo. Sin duda, ya con las ansias de la muerte, quiso levantarse y pedir socorro, y al asentar el pie cayó para siempre.

El joven, trémulo, erizado el cabello, mudo por el espanto, contempló a la que fue la más dulce esperanza de su vida, a la que tanto amó, a la que murió pensando en él, pidiéndole perdón.

¡Qué poco quedaba de tanta belleza! Estaba amarilla, con manchas rojas y amoratadas. Los ojos tenían un cerco violáceo, casi negro. La boca, contraída horriblemente, parecía que dejaba escapar un grito de desesperación. Una ligera espuma escurría de los labios.

—Vean —dijo el vecino, señalando la mesa—. Yo creo que se envenenó, como la muchacha ésa de que habla el periódico…

En la mesa había una taza con café y una botella de aguardiente, y en el suelo, y en un plato, fósforos, muchos fósforos…

—Puede ser… —respondió el ebanista, que apenas podía hablar— pero cállenselo para no tener que andar con jueces… No lo digan. —Sería mayor la vergüenza para su familia… Vamos a levantar el cadáver… ¡cómo ha de estar así!

XLVII

Las vecinas del patio de San Cristóbal, luego que tuvieron noticia del suceso, acudieron a prestar sus servicios. Con don Eduardo no se pudo contar porque hacía ocho meses que estaba en México; pero aquellas buenas gentes lo arreglaron todo. Malenita se portó con la generosidad acostumbrada: ofreció pagar el entierro, el carro fúnebre y los tranvías. Al fin no hizo más gasto que el de cuatro cargadores. A pesar de las recomendaciones del ebanista intervino en el asunto el juez de 1.ª Instancia, prohibió la inhumación solemne, y ordenó que el cadáver fuera llevado al hospital. Allí, después de analizar las materias contenidas en el estómago, confirmaron los médicos las sospechas del vecino, y estudiaron en el destrozado cuerpo de la infeliz muchacha no sé cuántas cosas, por las cuales un practicante charlatán, amigo de Jurado, explicaba aquel suicidio como la cosa más natural del mundo.

Muérdago y Rosas almorzaron juntos ese día. Disputaban acerca de quién había ganado la apuesta. Cortina, constituido en árbitro, decretó que uno pagaría el almuerzo y otro el champagne.

Después de la tormenta, en la cual Pepe bebió del espumoso hasta no poder más, Alberto fue a pasar la noche en los salones del Círculo Mercantil.

Mientras el seductor gozaba allí de los encantos de brillante fiesta, en el taller de don Pepe Sierra, torturado por el dolor y entenebrecido de espíritu, labraba el carpintero el ataúd de la Calandria.

Orizaba, enero-agosto de 1890


Publicado el 13 de octubre de 2017 por Edu Robsy.
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