La Chachalaca

Rafael Delgado


Cuento



A Pancho González Mena

Allá por los últimos días de junio cumpliré cuarenta años, y lo que voy a referirte, amigo mío, acaeció cuando era yo un rapaz, un doctrino que no hubiera podido recitar de coro, sin tropiezo ni punto, los diez preceptos del Decálogo. Sin embargo, el recuerdo de la pobre avecilla no se aparta de mi memoria ni creo que se aparte de ella en los días de la vida…


… El pensamiento humano,
como el mar, sus cádáveres arroja.
 

Así dijo el poeta en admirable canto. Ciertamente, el cerebro es un océano siempre agitado, con frecuencia tempestuoso, cuyas olas arrojan implacables hacia las playas del olvido los despojos del pasado: esperanzas desvanecidas, ilusiones malogradas, sueños azules, ardorosos anhelos, vagas aspiraciones, nobles ideas, recuerdos regocijados, recuerdos tristes. Pero, ¡ah!, éste de la infeliz avecilla lleva años, seis lustros, de flotar en alta mar, juguete de las olas, sin que los turbiones de la adolescencia, ni las tormentas de la juventud, ni las terribles y sombrías tempestades de la edad madura hayan conseguido arrojarle a la costa.

Allí está, allí, siempre flotando sobre las crestas de las olas, lo mismo en las noches tenebrosas que en los días luminosos y serenos. Es como una gota de tinta en la página más blanca del libro de mi vida.

I

Una tarde calurosa, ardiente, una tarde primaveral. Un cielo sin nubes, pero inundado de Norte a Sud y de Oriente a Poniente por la calina, como si humaredas lejanas, diseminadas en los campos, hubiesen espesado la atmósfera y extendido en la sabana, sobre las arboledas, sobre los plantales de caña de azúcar, un velo de azulino crespón. A lo lejos, el río que nos enviaba, de tiempo en tiempo, con el rumor sordo de sus aguas, aire fresco, y vivificante. A un lado, el viejo trapiche con su ruido monótono. Al otro el sendero rojizo, quemado por el sol, bordado de amarillenta grama, de escobillares polvosos, de estramonios marchitos que suspiraban por las lluvias de mayo. Delante de la casa, en el césped húmedo y fresco por el riego reciente, sobre el verde tapiz, la abuela venerable y cariñosa, calados los anteojos, repasaba páginas de no sé qué libro piadoso; junto a ella nuestra madre haciendo labor, y en la natural y mullida alfombra, Ernesto, haciendo un papelote; la chiquitina, la blonda Niní, muy entretenida con su rorro, y yo, el pacífico Rodolfo, sacando de una arca de Noé, juguete en boga, elefantes, camellos, cabras, osos, panteras, jirafas, gallos, gallinas y unos hermosos y envanecidos pavos reales, cuya brillante cola de vidrio hilado se quebraba entre mis dedos… Frente a nosotros, uno a uno, lentos, pacíficos, sedientos, pasaban los bueyes camino del corral.

¡Hermoso cuadro de la vida rústica! ¡Amable grupo doméstico, que nadie hubiera contemplado sin envidia!

Al trazar estas líneas, al consignar en estas hojas fugitivas tan dulces y tiernas memorias, descubro por el balcón que tengo al frente la casa de mis padres, la heredad de mis abuelos. Veo los campos, el bosque, la dehesa, la vieja chimenea, de la cual asciende lentamente al cielo una columna de humo azul, y repito los versos de Gutiérrez González:


Ya ese fuego lo enciende mano extraña.
Ya es ajena la casa paterna!…
 

II

Obscurece. El cielo brilla con sus mil luces, y fulguran en las chozas lejanas las llamas del hogar.

Ruido de caballerías, voces de fieles servidores, una sonrisa en los labios de mi abuela, una exclamación regocijada de mi madre, Niní que se olvida de su bebé, Ernesto que se levanta, arrojando los carrizos y la navaja… ¡Es mi padre que vuelve de caza! ¡Mi padre con la escopeta al hombro y el morral repleto!

Corrí a recibirle. Detrás de él venía Andrés, el criado diligente, el bondadoso amigo, el fiel Andrés, a quien mi padre, sin mengua de su autoridad, ni menoscabo de su decoro, estimaba y quería como un hermano.

—¡Al comedor! —decía mi padre, tomando la mano de Niní—. ¡Al comedor! Les traigo muchas cosas…

La curiosidad y la impaciencia nos hicieron correr. A poco entraba el feliz cazador, enlazando dulcemente con el brazo la cintura de la dichosa compañera de su vida.

Pronto el morral estuvo vacío y extendido en la mesa el producto de la jornada: un gazapo y media docena de perdices.

El conejillo estaba tibio aún: las aves yertas. De nieve parecían aquellas patitas rojas como el coral.

Se hablaba de los incidentes de la caza; pero nosotros no oíamos nada, en espera de las maravillas que nos habían prometido. Niní se atrevió al fin a preguntar?

—¿Y para nosotros? ¿Y para mí?

Sonrió mi padre con aquella apacible sonrisa de sus delgados labios; brilló en sus ojos claros y siempre benévolos un relámpago de alegría, y sacó del morral, colgado en bandolera, un ramo de frutos morados, casi azules, un racimo de granadillas silvestres, y mostrándole en lo alto decía:

—Para la señorita Niní…

La blonda niña dió un salto, queriendo atrapar las frutas que al punto cayeron en su mano.

—Para el caballero don Ernesto…

—¿Qué? —dijimos a una.

—Para el caballero don Ernesto y para Rodolfo, una cosita muy linda… Adivinen… ¿Qué será?

—¡Un nido de chupamirtos!

—¡Un pajarito herido!

—No.

—¿Caracolitos del almácigo?…

Mi madre sonreía; mi padre se gozaba en atormentar nuestra curiosidad.

Al fin hundió la mano en las profundidades del morral, y nos mostró, cerca de la lámpara, un huevo, un lindo huevo blanco, tinto en la sangre de las perdices.

—¡Un huevo de chachalaca! De la puesta de hoy…

Cuando le cogimos estaba tibio. La ponedora se fué herida… —Y pasándole a manos de mi madre, agregó—: Límpialo…

Ernesto y yo nos disputamos el huevo.

La autoridad materna puso término a la discusión.

—Le guardaremos para ver si la copetona blanca, que es buena sacadora, consigue empollarle.

Y ya nos parecía ver a la chachalaca que de aquel huevo saliera ir y venir por el corral gritando: «Hay cacao, hay cacao!»… Y que desde el bosque vecino le respondía el macho: «No hay cacao, no hay cacao!»

III

A las tres semanas, o poco más, cierto día, al despertar, nos dieron una alegre noticia. La copetona blanca tenía catorce polluelos, y muy orgullosa de su nidada iba y venía por el corral, luciendo entre sus chiquitines uno de extraño aspecto que sus hermanos miraban de reojo, las demás gallinas con extrañeza y el señor del harén con altivez y menosprecio. La chachalaca, fea, cubierta de obscuro vello, torpe, muy distinta de sus vivarachitos hermanos, fué desde entonces objeto de nuestros cuidados, nuestra constante ocupación, el tema inagotable de nuestras pláticas. ¿Cuándo será grande? ¿Cuándo la veríamos logradita? ¿No la veremos nunca gritar y revolver el gallinero? ¡Qué de idas y venidas! ¡Qué de viajes! ¡Cómo gritábamos todo el santo día: «¡Hay cacao, no hay cacao!…»

La avecilla plumó con un plumaje pardo, triste, luctuoso, que hacía contraste con la blancura nítida de los polluelos nacidos en el mismo día. No tardó en dejar a la madre adoptiva y campar por sus respetos, y, chiquita como era ni buscaba abrigo por la noche ni gustaba de los cuidados maternales.

Cierto día le dije a Ernesto:

—¿La cogemos?

—No, porque huirá; es arisca y huraña, ¿no lo ves? Los pollitos nos conocen y nos quieren, vienen a comer arroz en nuestra mano, mientras esa prieta asustadiza y canallona… ¡No la quieras!

Me quedé solo é intenté atraparla… En vano. La avecilla huía… Hice del corral un pueblo revuelto, y no sin pena hube de renunciar a mis propósitos. ¡Tenía yo tantas ganas de acariciar y jugar con la chachalaquita!

Algunos días después renové la intentona, pero sin éxito feliz. En la brega me encontró Ernesto, y por la noche, a la hora de la cena, cuando menos me lo esperaba yo, prorrumpió:

—Papá: Rodolfo anda queriendo coger la chachalaquita…

—No hará tal —dijo mi padre—; no lo hará, porque yo se lo prohibo. ¿Lo has oído?

Con mi padre no se jugaba; una sola vez decía las cosas; nunca repetía sus mandatos.

¡Ah, Dios mío! ¡Qué tentación aquella! De día, de noche, a todas horas me perseguía. En vano quería yo pensar en otra cosa. Aquel deseo iba creciendo, creciendo, dominándome, subyugándome. Así debe suceder a esos hombres que de abismo en abismo van a dar en el crimen.

—¿Y por qué no? —pensé—. ¡A la obra!

Busqué un cesto grande, el mayor que había en la casa, y corrí hacia el gallinero.

Eran las diez de la mañana. Los gallos escarbaban en la tierra floja, buscando alimañas; las gallinas se bañaban en el polvo; otras estaban echadas poniendo, y la copetona cacareaba alegremente a pico abierto: «Pos… pos… pos posporeso!»

La chachalaquita, al verme, huyó y fué a refugiarse en el último rincón del corral… Allá fuí yo con el cesto en alto… Sí, sin duda, llegar y atraparla sería cosa de un minuto.

No fué así. Al acercarme corrió al otro extremo del patio, saltó sobre unas matas, dió un brinco y consiguió escapar.

—¿Te burlas de mí? —murmuré—. ¡Ya lo verás!

Y empezó el ataque. La avecilla, azorada, iba de aquí para allá, sin detenerse un instante. Las gallinas espantadas, volaban o se agrupaban medrosas a la puerta del patio. Yo, en campo abierto, jadeante, rojo, quemado por el sol, redoblando el brío, seguía en pos del animalito, el cual, cansado, rendido, cuando yo daba tregua a mi persecución, recobraba fuerza, y luego escapaba victoriosa. Aquello era un vértigo… Por fin, en momentos en que el animal se detuvo, lancé el cesto y… ¡Chas! ¡Presa!

Me detuve a gozar de mi triunfo.

Cuando yo me incliné, doblando una rodilla, para echar mano a mi cautiva, oí la voz de mi padre, severa y reprensiva:

—¡Rodolfo!

Estaba a la puerta del corral. Todo lo había visto. De pronto quedé sin movimiento. Me repuse y huí por la bodega. Desde allí, mientras mi padre iba a libertar a la prisionera, pude ver con espanto que la chachalaquita, laxo el cuello, se agitaba moribunda…

IV

Mi padre no chistó. A la hora de comer, al servirme el primer platillo, llamó al criado y en voz baja le dijo algo que no pude oír. Estaba yo avergonzado y trémulo, con los ojos llenos de lágrimas; me latía el corazón como si fuera a salírseme del pecho: era yo un criminal que merecía la horca.

Andrés volvió, trayendo una fuente cubierta con una servilleta. Entonces mi padre, como nunca severo, dejó su asiento y vino a colocarse a mi lado.

—Rodolfo…

No me atreví a levantar los ojos ni a responder.

—Rodolfo —repitió con dureza hasta entonces desconocida en él— ¡descubre esa fuente!

Obedecí temblando… y ¡Dios santo! Allí estaba el cadáver, con el pico abierto, destilando sangre.

De codos en la mesa, oculté el rostro entre las manos, sentí que me ahogaba y me eché a llorar.

Ernesto y Niní lloraban también.

Papá y mamá comían silenciosos, y, sin duda, apenados y tristes…

* * *

Ésta es la historia, amigo mío. Cuando la recuerdo, y la recuerdo todos los días, y siempre con dolor y remordimientos crueles, me pregunto:

—¿Qué sentirá el asesino cuando le ponen delante de su víctima?


Publicado el 1 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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