La Gata

Rafael Delgado


Cuento


Al Sr. Don Manuel Blanc

Digno de la pluma festiva del Curioso Parlante, del estilo profundo de Fortún y de los pinceles de Valeriano Bécquer, es el tipo que hoy ofrezco al buen humor de los lectores.

Por desventura mía no tengo ni la verba salada de Mesonero, ni las tristes genialidades de Zarco, ni el colorido delicado del infortunado pintor, para presentaros, como es debido, con todas sus gracias y donaires y su más y su menos, esta nueva especie del reino femenil que pollos tempraneros, lechuguinos crónicos y solterones contumaces han clasificado entre los individuos de la raza felina.

Hace tres lustros —y apelo para justificar mi dicho al testimonio de los pisaverdes de antaño— designábanle todos con el nombre genérico de «garbancera»; con el de «garbancerita» si era guapa y coqueta, con el de «garbancito» si muy joven y tímida, y con el de «garbanzo» si pasaba de los veintiocho agostos, era recia de carnes y poco llevadera de bromas y chuleos en esquinas y mostradores.

¿Cuándo cambió de nombre? No he podido averiguarlo, por más que he puesto a contribución el saber de muchos amigos míos, muy estudiosos y eruditos, y peritísimos en eso de Zoología… doméstica.

Pero «gata» o «garbancera» —como os plazca llamarla— la servidora coquetuela y lista, que nos hace la cama, nos sirve la mesa y suele satisfacer nuestro apetito con los portentos de su talento culinario, es merecedora de un breve estudio por lo menos.

Debo principiar por deciros que, aunque a veces admiro sus ojitos negros y chispeantes y gozo con su ingenua alegría, si la veo ostentar en calles y espectáculos sus galas domingueras, y hasta llego a extasiarme, de cuando en cuando, con sus pies aristocráticamente calzados, no me apasiono por el género, y prefiero al plebeyo rebozo, la española mantilla, y el suave perfume de la Champaca de Lahor al aroma, delator de vulgar estirpe, de la Kananga del Japón.

La «gata», por carácter y naturaleza, es a todos simpática, no sólo para el sexo feo, sino hasta para las señoritas que no pueden menos que admirar su lindo palmito, sin polvos ni afeites y tienen para ella cierta benevolencia compasiva.

La «gata» es de ordinario el complemento de una familia numerosa, quien le encarga por lo común del cuidado de los niños, y el factotum de la casa. No entran aquí las de mujeres celosas y rasca-rabias, donde una consorte fundadamente temerosa evita hasta la sombra del peligro. A ella, siempre dispuesta a salir a la calle, sin que la arredre la lluvia, ni la espanten las sombras de la noche, se confían, con incalificable ligereza, secretos encargos, delicadas misivas y compras que exigen malicia y buen humor, toda vez que hay que tratar con mercaderes expertos y muy amigos de vender en siete lo que vale cuatro. Nadie como ella para pedir muestras en las tiendas de ropa y prestar, en casos graves, oportunos servicios de tercería amorosa; para resolver terribles conflictos provocados por una madre severa o un padre intransigente y llevar a manos de gallardo doncel, perfumado y lacrimoso billete.

Busquemos un tipo.

Es alta, esbelta, de talle cimbrador que, provocando la censura diaria de gruñona cocinera, vive oprimido, del día a la noche, por estrecho y pretencioso corsé; tiene ojos negros, rasgados y relampagueantes, torneada pierna y atrevido pie, el domingo ajustados por tirante media y gentil botita de alto y encorvado tacón. Viste falda de lana con adornos de seda, de medios colores, como que, aunque poco a poco, ha sacado provecho de lo que oye a sus lindas y elegantes amas, en esas serias y graves discusiones, acaloradas y sin término, en que la costurera o la modista llevan la voz ministerial y una mamá económica representa la oposición, guardadora celosa de los fondos domésticos. Completa su vestido blanco saco de hilo con tiras bordadas, imitación, que hoy está en privanza entre la gente felina, de esa prenda que designan nuestras damas con el nombre de «matinée». Rodea su cuello exiguo pañolito de vivos colores sujeto por modesto alfiler de relicario, en el cual, tras un vidrio, limpio como un diamante, ostenta su figura un personaje desconocido o una rosa de Esmirna pintada en papel, de esas que hoy amenizan con sus graciosos dibujos los aparadores atestados de bujerías; pendientes de celuloide; una cinta de raso azul que contiene suavemente los cabellos, los cuales, cortados sobre las cejas en rizado fleco, prestan a su fresco rostro un aspecto de refinada distinción; boca graciosa; ebúrneos dientes que no conocen polvillos ni opiatas; mejillas morenas con tintes de natural carmín, indicios de completa salud, y que, a la sombra de la espesa patilla, redoblan sus provocativos encantos; esfumado bozo sobre el labio, y oportuno lunar que duplica la expresiva malicia del atractivo rostro.

Tan linda personita va envuelta en un rebozo que si no conserva el perfume del telar, tiene el aroma de cedro del baúl en que permanece guardado seis días de la semana, durante los cuales vive su dueña consagrada a la badila y a la escoba.

Es de verla cuando va por esas calles, suelta de movimientos como gorrión de sementera, flexible de cintura y con andar precipitado: y es de admirarla cuando a las tres de la tarde de un hermoso domingo, sale muy orgullosa con sus pespunteadas bolitas, luciendo, al saltar el arroyo, la blancura incomparable de sus enaguas tiesas y ruidosas, para ir en busca del amartelado zapatero. Amadís invencible de la beldad felina, o del talabarterito gallardo y vigoroso —de botines amarillos, blanco y estrecho pantalón, faja de grana, ceñida chaqueta de airosísimo corte, nívea camisa, corbata chillona y sombrero jarano de tremenda copa, ribeteado de galones de plata y rodeado con escandalosa toquilla— que cerca le espera, ostentando sus atléticas formas, en aptitud artística, con el sarape al hombro, último toque de su apolínea belleza tardes y noches de los días festivos.

Aquel galán desenfadado y barbilindo, dueño de aquel corazoncito lleno de aspiraciones y temores, es el bello ideal de la «gata» en los años felices en que apenas pretende sacar la planta fuera de su clase, para entrar, por buen o mal camino, en otra más elevada y más brillante.

Narrar el dulce idilio de esos amores, sería cosa muy larga, y baste decir que principia en el hueco de un zaguán y tiene por teatro dominguero, como alguna escena del «Don Juan» de Mozart, fresca y dilatada calle de árboles, en los confines alpinos de la Alameda o en el remoto callejón, a la luz espléndida de una tarde de verano, al eco de las tórtolas que zurean en sus nidos o a la margen del río que adormece a los amantes con el arrullo de las linfas parleras. El primer amor de la «gata», tierno y lleno de abnegación, es breve como todo lo bello, y muy raras veces hace de la inquieta servidora la dueña de un hogar que la pobreza honre y el trabajo embellezca; por lo común es desgraciado, porque un sinnúmero de peligros la arrastran y la desvían.

Los grandes peligros de la «gata» podían simbolizarse en un mostrador o en una levita. El tiroteo de frases galantes de horteras harto vivos; el requiebro ineludible de boticarios y mercaderes de telas que despiertan en la pobre muchacha locas esperanzas; el tentador halago de flamante vestido o de un calzado nuevo, y el incansable acecho de señoritos y caballeros que en domicilios, banquetas y corrillos procaces la persigue y la hostiga, suelen dar al traste con su recato y su virtud; pero no le faltan medios de defensa: tiene a su alcance desde el mohín desdeñoso, hasta la frase burlona que parte medio a medio; desde el revés bien dado a quien la violenta y la estruja, hasta lo que constituye la fuerza de su debilidad y que es frecuentemente su tabla salvadora: la broma con la cual echa todo por tierra, y que es como el supremo recurso de su estrategia.

Conoce a todo el mundo y con todos trata, llamándolos sencillamente, con un don tamaño como una torre: Don Pedro, Don Darío, Don Manuel; salvo a sus íntimos o a quienes les son simpáticos, a los cuales, llama Manuel Ortiz, Antonio Valladares, y que son en los bailecitos vespertinos, o nocturnos sus compañeros fieles y constantes para la mazurca melancólica, la danza voluptuosa o el valse arrebatado.

En estos saraos de extraordinario regocijo para el pueblo felino, y en los cuales un salterio vibrante, un bajo soñoliento y una flauta lánguida, mecen dulcemente a la «gata» en sus sueños de señorita, se deja galantear como una dama de alto copete, por el pollo taurófilo o el escribientillo tronera que viste corto saquito de cheviot o levitín inglés, y baila preso en la muralla de sus cuellos; entonces no se cambiaría por la más bella de sus amas, cuando con aplauso unánime de la familia y admiración sincera de toda una servidumbre boquiabierta, sale para un baile de la Lonja a ser cortejada por el novio oficial.

Allí la «gata» se da tonos de pulcra y bien parlada, y repite, venga o no venga al caso, y como Dios la ayuda, cuanto en la casa donde sirve ha escuchado de las Fulanitas o de las Zutanitas: cuanto allí se dice de éste o de aquél, descubriendo indiscretamente asuntos reservados a las arcanidades del hogar; allí bebe copitas de Cognac con Kerman, baila con frenesí, y fuma en cada entreacto.

Cuando los humos del alcohol han invadido su cerebro, y siente adormecidos sus labios y no puede resistir a la terrible descarga de piropos que le asestan sus admiradores, en grato palique viene la intimidad, la confidencia sigilosa, la revelación solemne, y principia la conquista pacífica. Entonces, al son de la pieza más en boga, suele el amante de su ama obtener su eficaz mediación para reanudar la correspondencia interrumpida por el veto de una respetable mamá; entonces se averigua cuanto pasa en las casas, cuanto en ella se dice, cuantas miserias en ella se sufren y cuantas abundancias allí se disfrutan. Desde ese punto de vista, la «gata» es un terrible enemigo doméstico; pregonero incansable y revelador fidedigno.

En ocasiones es confidente de la señorita, y, a decir verdad, se porta en todo con suma discreción; trae, lleva y hasta se muestra desinteresada con el novio, rehusando, con noble proceder sus generosas dádivas.

Tiene grandes defectos, pero no le faltan cualidades: con sus compañeras de casas menos opulentas se muestra enamorada de sus amos, ponderando su esplendidez a troche y moche; en los apurillos secretos de las familias, sabe ir a una casa de empeño para que le presten sobre una alhaja valiosa dando ella su nombre, lo que sus amos necesitan, y proceder con tales tinos, que casi siempre consigue doble cantidad de la que a otros diera el prestamista; sirve muchas veces a sus amos, cuando vienen a menos o corren malos vientos, con abnegación y cariño; trabaja sin interés y sirve para todo; ama tiernamente a los niños que la recompensan ampliamente, guardándole el secreto de sus amores y de sus citas clandestinas, y se muestra siempre prendada de la señorita que la tolera cuando falta, para utilizar sus servicios en caso necesario.

Malhumorada y respondona, llena de retobos y de quejas, es causa frecuente de disgustos; llora si se le reprende con dureza, pero todo le pasa como lluvia de primavera; y a la mañana siguiente barre regocijada las habitaciones, asomándose de cuando en cuando a la ventana y cantando entre dientes su danza favorita, recuerdo melancólico del último baile.

Si anda por camino recto, puede alcanzar la dicha de ser esposa de un honrado artesano; pero si da en preciarse de vestir bien, suele parar en perdición, bajando, por su desgracia, de peldaño en peldaño, todos los tramos de la escala social.

Por lo común, aprende a vivir y acaba su vida santamente, asistiendo al sermón todos los domingos, y atendiendo pacientemente durante toda la semana, con noble afecto, a un solterón malhumorado, lleno de achaques y dolencias; y la que antes dejaba el acomodo por los días de Semana Santa o de Navidad para subir y bajar a su antojo, es hoy esclava resignada de su trabajo; y la que entonces, al sacar a los niños de paseo, se hacía acompañar por el novio, y traía y llevaba amorosos billetes, al presente, agria y gruñona, y más celosa de la moral que un cura decrépito, es cancerbero terrible para cuidar a sus compañeras jóvenes, manda en jefe a la servidumbre, cuida eficazmente de los intereses de sus amos, y envejece y muere, siendo depositaría de todas sus confianzas.

¡Obra del tiempo que todo lo muda, todo lo modifica y todo lo transforma!

«¡Sic transit gloria mundi!».


Publicado el 1 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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