Al Sr. Pbro. D. Juan María de la Bandera
I
El reloj de la Basílica dió las tres. Y luego, en la alcoba inmediata, el «cucú» del P. Rector las dió también, como repitiendo la hora, y a poco el achacoso y cascado péndulo del dormitorio lanzó metálico ronquido, y, tras un ruido de leves campanillas, murmuró: ¡tin! ¡tin! ¡tin!
La llamita blanca de la veladora chisporroteaba vacilante y próxima a extinguirse. Agonizaba. De cuando en cuando, como si quisiera agotar las pocas fuerzas que le quedaban, ardía con luces juveniles, languidecía casi hasta apagarse, y estallaba después en azulados medrosos relámpagos que parecían aumentar la intensidad de las sombras dando a los objetos, principalmente, a la cajonera monumental —verdadera cómoda de sacristía— aspectos extraños y terríficos.
La igualdad de los muebles, la colocación simétrica de las camas, alineadas a cada lado contra los muros, la desnudez helada de éstos, la vaga claridad lunar que trabajosamente entraba por los vidrios empañados y rotos de las ventanas, daban al salón mucho de la pavorosa tristeza que tienen las salas de los hospitales.
Cuando se reanimaba la veladora percibía yo desde mi lecho el gran cuadro de la Guadalupana, protectora del dormitorio y del colegio, antiquísimo cuadro, de marco plateresco, curioso patrocinio en el cual estaban retratados el Arzobispo Núñez de Haro y el Canónigo Belle y Cisneros.
Mis trece compañeros dormían a pierna suelta. Pobres niños de coro, bulliciosos «coloraditos» de la Insigne e Imperial Colegiata de Santa María de Guadalupe, cansados por el trabajo, rendidos por la diaria faena de ayudar dos o tres misas, salmodiar las horas canónicas, acolitar aquí y allá, en la Catedral, en el Pocito, y en el Cerro o en las Capuchinas, estudiar versículos y repasar lecciones de gramática, explicada todas las tardes por un caballero muy amable y muy lechuguino que cada lunes nos obsequiaba con caramelitos deliciosos de «El Paraíso Terrestre», los niños caían todas las noches —al decir del P. Vicerrector— como piedra en barranco. Dormían ese venturoso sueño de los trece años que la inocencia y el cansancio hacen más profundo y sereno. Yo solamente estaba despierto. Dulces recuerdos del hogar paterno, avivados el día anterior por una carta tierna y sentida como todas las que una madre escribe al hijo ausente, me tenían en vela presa de tormentoso insomnio.
Lejos, allá muy lejos, a muchas leguas de la gran ciudad, lejos de aquellas estériles colinas pobladas de cactos y de malezas espinosas, había ríos de aguas límpidas y sonoras, praderas enflorecidas, montañas boscosas… Y allí estaban mis amiguitos de la niñez, mi nodriza, viejos servidores que me cuidaran como a las niñas de sus ojos, mi casa, mis padres, mi alegría, mi dicha.
El colegio con su aspecto monacal, con sus altas paredes ennegrecidas, con su estrecho patio, sin fuentes, sin flores, sin árboles; las cúpulas cercanas; las cuatro torres de la Basílica, siempre iguales, siempre en el mismo sitio, pesaban sobre mi alma como la losa de un sepulcro…
¡Quién se hubiera escapado de allí, como pájaro fugitivo, para emigrar con las golondrinas, moradoras de los vetustos campanarios que a fines de septiembre, allá por el día de San Miguel, partían en bandadas rumbo al Levante, hacia la casa de mis padres!
En mis días nublados, que lo eran todos; en mis tristezas de muchacho ensoñador y melancólico; en mis horas interminables de atroz desconsuelo, aquella vida de trabajo, demasiado monótona y severa para alegres niños; aquella vida entre sacerdotal y estudiantil, era para mí desesperante, acongojadora, horrible; siempre igual, sólo turbada por los exámenes, las fiestas de los Naturales y de la Aparición y por nuestra fiesta, la brillante fiesta de los Santos Inocentes, en que muy seriotes nos dábamos el gustazo de ver cómo un «coloradito» entonaba los salmos y dirigía el coro, otro cantaba la calenda y otro tenía durante la misa, bajo su enflorada batuta de plata, a Larios, a Morán, a Valle y al mismísimo P. Caballero, y lo que era mejor, reír, ese día, de salmistas y cantores que, no sin refunfuños ni mohines, tenían que cargar los ciriales y columpiar los incensarios.
Habría yo cambiado mi vida por la de un mendigo, con tal de que me hubiera sido dado volver al seno de los míos, a mis fértiles campos, a mis alegres montañas, al hogar de mis padres.
Cuando ahora hago memoria de aquellos tiempos, siento que los amo y suspiro por ellos; pero entonces los días me parecían sin sol; los meses, todos, invernales; los años se sucedían uno y otro iguales, grises, tediosos, desolados. Creía que en todo el mundo no había otro más infortunado que yo.
¡Qué de penas! ¡Ni los mártires, cuyos tormentos nos contaba todas las noches el «Año Cristiano»!
Mis compañeros dormían tranquilos: eran felices. A menudo recibían la visita de sus amigos, de sus parientes, de sus padres; no les faltaban los besos maternales. Yo era el único que vivía allí como en tierra de castigo, sin más días alegres que aquellos en que recibía de mis buenos padres una carta llena de santos y piadosos consejos. No tenía yo cerca de mí, ni parientes ni amigos.
¡Qué dulcemente dormían mis compañeros! Me parece que oigo roncar a Alberto Caray y a Gallardito, un gemelo delicado como un vidrio veneciano, ya entonces habilísimo calígrafo, capaz de copiar con rasgos de su pluma, el Pasmo de Sicilia y la Concepción de Murillo.
Acaso soñaban con una tamalada prometida por el Penitenciario o el Magistral; tal vez con una excursión dominguera a Santa Isabel, a la Escalera, a Punta del Río, o con una tarde de equitación en pacíficos pollinos, por los llanos, antes desiertos y siempre desolados, de la hacienda de Aragón.
Mi única idea era volver a la casa paterna. Siempre estaba mi pensamiento en la Casa de Diligencias, o iba camino de Río Frío sin temor de malhechores y guerrilleros.
Al fin, esa noche, el sueño me rindió. Empecé a soñar…
La diligencia… Montañas cubiertas de rica vegetación… Un volcán… Una ciudad querida… ¡Mi hogar!…
Pisaba ya los umbrales de mi casa, cuando oí mi nombre… y desperté. El P. Rector, palmatoria en mano, estaba junto a mí, y sonriendo me decía:
—Amiguito… ¡levántese Ud.!…
II
A poco, casi todos los muchachos estaban despiertos. El dormitorio se había animado como por encanto, con esa animación regocijada que sólo se ve en los colegios, si un suceso tan importante como inesperado viene a turbar el orden. Unos sentados al borde de la cama, otros vistiéndose, preguntaban con tenaz curiosidad al criado que acababa de entrar:
—¿Qué sucede?
—Nada…
—¡Nada! ¿Y nos despiertan a esta hora?
—Para que bajen a la iglesia… Dicen… que viene el Emperador…
—¿El Emperador? —preguntaron en coro los despiertos que aún no dejaban la cama. ¿El Emperador?
—Sí.
—¡El Emperador! —exclamaban como si ya vieran entrar por la puerta del dormitorio al blondo Archiduque, precedido de su brillante cuerpo de alabarderos y seguido de vistoso cortejo, todo placas, diamantes y cruces.
—Sí —afirmaba el criado— y la Emperatriz…
—¡Qué Emperatriz ni qué alcachofas! —murmuró un soñoliento desesperezándose—. ¿La Emperatriz a las cuatro de la mañana?
—Sí, viene a oír misa…
—¿A estas horas? ¡Sólo que esté loca! ¡Qué gusto que no tengo que levantarme!
La charla y el desorden eran tales en el dormitorio, que el P. Rector salió, y con acento severo, dijo desde la puerta de su cuarto:
—¡Silencio! Cuatro nada más…
Los demás… ¡a dormir!… ¡Jubilado por dos meses el que no obedezca! —y volviéndose a mí, agregó:
—¡Los mantos nuevos! ¡Sobrepellices limpias!
¡Era natural! Los mantos nuevos, los de paño de Sedán, unos mantos de grana, anchurosos, cardenalicios, que habían costado un dineral y que únicamente veían el sol en días solemnes y en las fiestas clásicas.
III
Bajamos a la Basílica. La sacristía estaba iluminada. El P. Mondragón disponía sobre la cómoda central ricos paramentos. El sacerdote que debía celebrar la misa conversaba a la puerta del chocolatero con el Rector y los canónigos del Barrio y Melo. Este último gran madrugador y enemigo implacable de los «coloraditos»… Conversaban vivamente y decían:
—Sí; S. M. la Emperatriz se marcha a Europa.
Pasa algo muy grave… Se dice que Napoleón… quiere retirar las tropas…
—¡Esto se va! ¡Esto se va! —repetía un canónigo.
Nosotros no entendíamos de esas cosas. Impulsados por la curiosidad y huyendo de las miradas amenazadoras del Sr. Melo corrimos al templo. Creíamos encontrarle engalanado e inundado de luz. Estaba obscuro y desierto. Ardían las seis velas de los arbotantes de plata ante la sagrada Imagen, seis cirios en el altar y seis blandones del presbiterio. No había trono. Del lado del Evangelio dos sillones y dos reclinatorios tapizados de terciopelo carmesí, con galones de oro, y… nada más!
Meses antes, el mismo sitio vió a los Monarcas en lodo el esplendor de su alta dignidad. Una legión de cortesanos llenaba el templo. Diplomáticos, políticos, grandes damas, chambelanes, soldados de diversas naciones, ujieres, pajes y alabarderos rodeaban a los Soberanos. Él con el toisón al cuello. Ella ceñida la sien con la imperial corona.
Entonces aclamaciones, músicas, vítores, entusiasmo, delirio, adoración…
Ahora, silencio, indiferencia, soledad…
La obscuridad del templo oprimía al corazón; algo lúgubre y fatal flotaba en las tinieblas.
IV
El sacerdote ya revestido esperaba en la puerta de la sacristía la llegada del soberano.
Oyéronse en la plaza rodar de coches, voces de mando y ruido de armas. Abrióse de par en par la puerta del costado y un grupo de personas entró en la Basílica. Algunas de ellas se quedaron cerca del cancel, otras se perdieron entre las sombras de la nave central.
Los Monarcas vestían traje de camino. Subieron lenta y majestuosamente las gradas del presbiterio y tomaron asiento en aquellos sitiales que parecían derribados de un trono.
Dos individuos, chambelanes acaso, se colocaron detrás, y ahí permanecieron cruzados de brazos e inmóviles como unas estatuas.
V
Principió la misa.
Oficiaba un capellán imperial.
Nosotros, llenos de curiosidad, no apartábamos la mirada del imponente grupo, más atentos a los movimientos de los Reyes que a los sagrados ritos. ¡Ni quién pensara en el vino de las vinajeras!
El Emperador oraba en silencio.
La Emperatriz rezaba en una lengua que para los niños del coro era desconocida. Rezaba con fervor, y su voz, vibrante algunas veces, parecía como entrecortada por los sollozos. A través del velo que le cubría el rostro brillaban las lágrimas, reflejando la luz de los cercanos cirios.
—¡Van de viaje! —pensaba yo—. Pasarán por allá, por mis campos enflorecidos, por mis alegres montañas… Si el Emperador me dijera: —«Niño, ¿quieres venir con nosotros?» «Te llevaré a la casa de tus padres…» Respondería que sí. ¿Por qué no? ¿Por qué no había de poder llevarme?
¡Dicen que los reyes lo pueden todo! ¡Dichosos ellos que se van!
Si en aquellos momentos en que envidiaba yo al Monarca, alguien me hubiera dicho al oído que yo era más feliz que Maximiliano, me hubiera reído de quien tal dijera y no le hubiese creído.
A la hora de la Elevación, cuando las alegres notas de las campanillas de oro resonaban en el silencioso recinto, la Emperatriz, fija la mirada en la Hostia, avivó el fervor de sus rezos, y su acento dolorido tenía tanta ternura que llegaba al corazón.
Después, al acercarnos para darles a besar la patena, diciéndoles: «Pax tecum», la Princesa murmuró al oído del blondo Archiduque algo que lo hizo sonreír tristemente.
Terminada la misa, durante algunos minutos, los soberanos siguieron orando en silencio.
Las primeras luces de la aurora clareaban en las altas ventanas de la cúpula y teñían con suaves tintas de rosa las ricas balaustradas de plata.
Salieron los Monarcas de aquel templo, al cual llegaron por vez primera entre las aclamaciones ardientes de un pueblo deslumbrado y lleno de risueñas esperanzas, y salieron para no volver jamás.
Oyéronse otra vez ruidos de armas, voces de mando y rodar de carruajes. Los Príncipes se alejaron y los «coloraditos», muy ajenos a la gran tragedia cuyo primer acto acababa de principiar, tornaban a su triste colegio alegres y parlanchines.
El capellán imperial los había obsequiado, en nombre del Monarca, con hermosas monedas de oro, en las cuales estaba grabado el noble rostro del Soberano, y que brillaban como el sol que en aquellos momentos subía a los cielos inundando de luz el incomparable Valle de México.
Mientras el P. de la Bandera —nuestro buen rector— se quedó en el chocolatero, departiendo con los canónigos, volvimos al Colegio.
Íbamos a enseñar a nuestros compañeros las hermosas monedas, cuando el perezoso que prefirió dormir a ver de cerca a un rey y a una reina, burlón y festivo como siempre, se adelantó hacia nosotros, preguntando:
—Éstos no lo quieren creer… ¿no es cierto que la Emperatriz está loca?
Y sin esperar la respuesta, dió la vuelta, riendo a carcajadas.