Mi Semana Santa

Rafael Delgado


Cuento



A Joaquín Rodríguez

I

Si hermosas e imponentes son las ceremonias del culto católico en las grandes basílicas y en las suntuosas catedrales, no lo son menos en el humilde templo de una aldea escondida en los bosques como un nido de perdices entre los zarzales.

Siempre he gustado de visitar esos templos que la piedad sencilla y la fe ardiente de los campesinos y de los pobres levantan a la vera de los caminos. A la sombra de esos campanarios poblados de palomas, descansa el caminante; en el recinto de esos santuarios hay para el peregrino de la tierra voces misteriosas que le consuelan y le hablan de un mundo mejor; parece que allí ajena a las agitaciones del mundo, el alma vislumbra las claridades de esa región donde el dolor acaba, donde se aquietan las pasiones, donde le esperan seres amados, los primeros compañeros del viaje de la vida.

¿Por qué no buscar en el campo, lejos del bullicio de la ciudad, en la región montañosa, benéfico descanso durante los días que la Iglesia consagra a la conmemoración de la pasión y muerte de Jesucristo?

En esta vez, como en otras, resolvimos dejar por algunos días la buena ciudad de Pluviosilla, más devota que nunca al fin de la Cuaresma, e ir a gozar, en compañía de muy buenos amigos, de una hospitalidad verdaderamente castellana, en una hacienda situada en la Sierra de Zongolica; ir en busca de paisajes y de colores, de cuadros rústicos y de piadosas emociones. De mañanita, a los rayos de una aurora nacarada que anunciaba caluroso día, salimos de la túrrida ciudad, camino de las tierras calientes.

Nos hacían compañía dos amigos de carácter festivo, de inagotable verba, tan entusiastas como nosotros para estas excursiones campestres, que a cambio del cansancio y del molimiento de huesos, dan vigor al cuerpo y oxígeno a la sangre.

Caballeros en sendas mulas iban mis compañeros, y, como era del caso, bien provistos para el almuerzo. El uno, mancebo de veintitrés años, alto, descuajaringado, ayer un niño bullicioso y salador, como cierto monaguillo malicioso y charlatán que alegra con sus diabluras las páginas de la «Calandria», y ahora más afecto a la liturgia católica que a las labores del comerciante, más dado al misal y al breviario que al libro de caja y con incipiente vocación al sacerdocio. ¡Dios se la dé firme y verdadera, no como la de aquel protagonista de la incomparable novela de D. Juan Valera! Se perece por un incensario; se muere por una sobrepelliz, y al juicio de mis benévolos lectores dejo el estimar los entusiasmos de mi amigo en aquel viaje, teniendo, como la tenía, una semana santa en perspectiva, ocho días de solemnes ritos, en los cuales sus servicios de acólito iban a ser necesitados.

El otro, de exigua estatura, de madrileña barba, de ojillos entre adormidos y parlero, de frase chispeante e incisiva, en él delatora de andaluza sangre, muy abrumado con el sombrero de anchas alas, hacía curioso «pendant» al futuro misionero apostólico. Mientras éste hablaba de las graves ceremonias de los días santos, el otro se mostraba profano en demasía, tarareando zarzuelas, declamando versos del Hamlet, como si coreara con melodías teatrales las salmodias de nuestro compañero.

Allí íbamos los tres: un poeta dramático, un novelista y un candidato a la negra sotana; cada uno con su manía, como don Quijote en Sierra Morena, admirando al rubicundo Febo y al saltador y alegre jilguerillo, cuando la vega de Tuxpango desplegaba ante nosotros sus maravillas tropicales, sus montañas, sus cascadas, sus cuestas penosas, sus cañaverales pintorescos, su espléndido río, que a las primeras luces matinales brillaba como una serpiente de platino. Atrás quedaba Pluviosilla con sus campanarios y sus fábricas, desperezándose a la falda de sus cerros, corriendo a misa a Santa Marta y aprestándose a celebrar devota y recogidamente las fiestas de Pascua.

Saboreando ricos cigarros de Tuxtla, con que la bondad de todo un traductor de Shakespeare acertó a obsequiarnos, bajamos la cuesta de Tuxpango, sitio memorable para algunos miembros de la Prensa Asociada, que más habituados a las lides periodísticas que a ecuestres hazañas, demostraron allí, no ha muchos años, que sus bríos y su letra menuda no eran bastante a sostenerlos en un bucéfalo pacífico y modorro.

La vega nos recibía con sus mil rumores, con sus embriagantes aromas primaverales, con un calorcillo estival, que por fortuna nuestra se convirtió dos horas después, al tramontar las cumbres de Tlazololapan, en tenue bruma, grata y benéfica.

¡Hermoso valle! ¡Rica heredad! Soberbio cuadro el de aquellos campos de caña de azúcar y de aquellos extensos cafetales ya florecientes, a los que servía de fondo la cordillera, sobre la cual, nota alegre de aquella sinfonía agreste, se destacaba el caserío con sus grandes edificios, su templo, sus ganados, su puente colgante y sus humeantes chimeneas! Gorjeaban los mirlos, gritaba el concilio, parloteaban aves sin nombre, y allá, a lo lejos, cruzaban los pepes lanzando desapacible grito, grito bravío, huraño y montaraz.

En el hermoso puente de los Micos a la vista de un magnífico panorama, ensordecidos por el estruendo de las aguas de Río Blanco, que espumantes y arrebatadas se precipitan allí para juntarse con las del Metlac, nos desayunamos alegremente y dimos fin en poco tiempo a una botella de cierto vinillo de Chiclana, cuyas excelencias recomendamos sin reserva a todos los afectos a lo bueno. Al decir de nuestro compañero, no el futuro misionero para quien todos los vinos son iguales, sino al decir de nuestro amigo el chispeante voceador de versos ingleses y eterno narrador de chascarrillos, el tal vinillo era mejor que aquellos de que habla el comensal de Mecenas:


«Tu heredero, más digno, de su copa
Verterá sobre el suelo el vino raro
Que guardas con candados, y que envidian
Las pontificias cenas».[2]
 

Consumidos, y no sin ardiente y regocijada disputa, los últimos restos del famoso vinillo de Chiclana, nuestro donoso poeta dió término al desayuno con un buen par de naranjas de la tierra, y a tiempo que el sol se velaba en densas nubes y aparecían envueltas en movibles gasas las altas montañas que debíamos trepar, y menudísima lluvia alegraba árboles y hierbas, montamos a caballo y emprendimos la marcha rumbo al rancho del Fresnal, donde acaso nos esperaban ya.

Pocos lugares conozco más bellos que ese del Fresnal, situado en una vertiente quebrada en plano y en medio de las más ricas galas de la vegetación tropical. ¡Incomparable vista la que se disfruta desde allí en los días despejados! Al frente el cerro de Chicahuaxtla, cubierto de árboles, con sus rincones de Barrientos y de Cuapichapa, sombríos cafetales, piojales productivos, platanares extensos, y mil cabañas que parecen colgadas de las rocas calizas. Hacia acá, las florestas y sementeras de Zapoapan, verdes dehesas donde pacen numerosas toradas, y las rancherías con sus techos pajizos, de los cuales se levantaba, lento y azulado, el humo de las hogueras matinales.

A la izquierda, la fecunda vega de Tuxpango, cruzada por el Río Blanco —Albano, como clásicamente acertó a llamarle inspirado poeta, en quien el amor al estro antiguo no extinguía el amor a la musa moderna—, cañales de gayo color, bosques vigorosos, aguas rumorosas, y allá, detrás de la frondosa alameda, la alta chimenea de la fábrica, que en aquellos momentos anunciaba con agudo silbido, que era tiempo de suspender el trabajo.

A la derecha, la Hacienda de Zapoapita; los plantíos del Fortín; los campos de las Animas, a los cuales presta alegría, con su aspecto europeo, gracioso chalet; la barranca de Metlac, sobre la cual flota al nacer el día blanco velo de bruma; los puentes y túneles del Ferrocarril Mexicano; los pastos de Monte Blanco; las cordilleras de Huatusco, que, en abra inmensa, dejan ver entre las claridades de un horizonte de límpida atmósfera, y en las vaguedades de luminosa lejanía, la mole irregular del Cofre de Perote.

Pero nada de esto vimos nosotros esa mañana. El norte lo envolvía todo con sus nublazones, y así nos conformamos con gozar de la vista del puente de los Micos, que apoyándose en dos rocas gigantescas parece que enarca el lomo para dar paso al impetuoso río que, todo iris y espumas, todo borbotones y estruendo, como ansioso de juntarse con el Metlac, se precipita voceando bajo un arco colosal, verdadero arco de triunfo, que durante siglos entretejieron para honrarle altas ceibas, bejucos frondosos, convólvulos muelles, orquídeas de embriagante aroma, bromelias sanguinosas y álamos susurrantes de pulidas brancas y ligero follaje.

Nos esperaba en el rancho un joven agricultor, flor de los ganaderos de aquellos contornos, que debía hacernos compañía. Después de aceptar, más para dar calor al cuerpo que por afición a los alcoholes, una copa de exquisito tequila, y no sin aguardar a que nuestro acompañante cambiara de caballería, muy envueltos en mangas de bule que nos protegían del chipichipi, seguimos adelante. El poeta mustio y silencioso; el futuro misionero salmodiando «in mente», jeremíacos trenos y nosotros, departiendo con el nuevo compañero, que sólo cesaba de referirnos lances de caza y campesinas aventuras, para cuidar de su tordillo, noble y hermoso animal, mimado por nuestro amigo como una esposa en los primeros meses de la luna de miel. Cruzábamos espléndida floresta, dehesas y bosques, que si son herniosos cuando los abrasa el ardiente sol de aquellos cielos, presentan singular belleza cuando, como en aquella mañana, viene a refrescarlos menudísima lluvia.

No tardamos en dejar la llanura, y pronto principiamos a subir la cuesta del Mexicano. A las primeras vueltas perdimos de vista los campos de Tuxpango, que iban quedando velados por la bruma; y ésta, más y más espesa a proporción que nos acercábamos a la cima, envolvía en tules, en blondas, en vaporosos velos, los encinos y los itzcuahuites, las palmeras chamuscadas, que, como espectros, se alzan en las rozas, las heliconias risueñas que inclinaban hacia el estrecho camino sus resonantes hojas, los platanares protectores de nuevos cafetos, en cuyas ramas, dulce promesa de cuantiosos rendimientos para el año venidero, despuntaba ya, en leves copos, nívea floración.

Por aquella cuesta trabajosa bajaban los indígenas camino de las llanuras, serenos, indiferentes a la lluvia y a los peñascales, y menos huraños de lo que esperábamos, se hacían a un lado, entre las acahualeras, para dejarnos libre el paso, y saludarnos en su lengua, en el idioma de Cuauhtémoc, con una frase reverencial que nunca llegan a decir completa.

Estupendo debe ser el panorama que desde allí se divisa a las primeras luces de sereno y hermoso día; pero, a decir lo cierto, dejándonos de fantasías y descripciones, en aquellos momentos sólo alcanzábamos a ver a las plantas que limitaban el camino por ambos lados, el suelo fangoso y las rocas resbaladizas por donde trepaban nuestras caballerías.

Caminábamos a través de la niebla.

Aquello era como si fuéramos escalando nubes. El silencio de los viajeros decía bien claro que estaban acometidos de invernal tristeza. De tiempo en tiempo, de los repliegues del monte, de las ocultas y hojosas hondonadas, alegres, agudos, vibrantes, subían los trinos del clarín montaraz, que, sin duda, al borde del nuevo nido nupcial requebraba de amores a su desdeñosa compañera.

Por fin llegamos a la deseada cima del Tlazololapan. De un lado barrancas profundísimas, cultivadas vertientes, peñascales bravíos; del otro, la montaña alta, boscosa, que parecía crecer a nuestra vista.

Allí salimos de la bruma, nos quitamos las mangas de hule, volvió a nuestras almas la alegría, y los rayos libios de un sol benéfico bañaron en áureos resplandores las arboledas húmedas y las hierbas aljofaradas.

Descubrimos la casa de la finca en lo alto de una estribación. Pardo y triste edificio, reconstruido hace pocos años, pero que acusa todavía vetustez colonial, y que más parece morada de cartujos que habitación de labradores. Allí cantaban los gallos, cacareaban las gallinas, ladraban los perros, y de las arboledas que rodean la finca nos traía el grato viento meridiano mil aromas de flores desconocidas. Por momentos esperábamos oír el tañido solemne de la campana claustral. Veíamos el corredor, el terrado, los techos ennegrecidos, la capilla ancha, baja, sombría, conjunto semejante en un todo, salvo en lo exuberante de la vegetación, aquí rica y sonriente, allá pobre y descolorida, al monasterio de la Rábida que hospedó al Genovés.

Para que la ilusión fuese completa, y nos creyéramos, ya que no en Huelva, sí a las puertas de la Trapa, sólo faltaba un detalle que hubiera completado a maravilla el cuadro que teníamos delante: un monje pensativo, mudo como estatua, la vista en tierra y la mente en las cosas del cielo, que con la azada al hombro y la capucha calada, cruzara el tortuoso sendero y se perdiera en la espesura.

De cuantos íbamos allí, ni nosotros, ni el traductor de Shakespeare, ni el que tan orgulloso se mostraba de su buen tordillo, teníamos nada de Colones, ni jamás descubriremos un nuevo mundo. Acaso esta suerte está reservada a nuestro compañero, el de la incipiente vocación religiosa, el que salmodiaba «in mente» las quejas de Jeremías.

Acaso le esté reservado descubrir en África, o en las islas del Mar del Sud, nuevas tierras, pueblos desconocidos, donde plante la Cruz de Jesucristo; millares de idólatras que por su mano serán bautizados, y salvados por su apostólico celo, de la esclavitud del pecado y de las cadenas de Satanás. Acaso, en tierras que la Geografía no conoce aún, sucumba en el martirio y vuele al cielo, llevando rica cosecha de almas; acaso llegaremos a verle declarado Apóstol de esas futuras cristiandades.

En aquel punto debíamos encontrar un amigo cariñoso y afable que nos prometiera venir a nuestro encuentro, de modo que desde allí principiaron los gritos para anunciarle nuestra llegada. Pero en vano; nadie respondía a la estentórea voz del futuro jesuíta, que, falto de espuelas, muy estiradas las piernas, taloneando sin cesar, azuzaba su mula para correr a reunirse con quien, de seguro, estaría esperándonos por allí desde las nueve de la mañana.

No quisimos detenernos en Tlazololapan, ni siquiera a echar un trago que nos diera fuerzas para bajar hasta el fondo de la barranca. Seguimos adelante por un camino pedregoso, tan sensiblemente inclinado, que más de una vez temimos dar en tierra con nuestros cuerpos y salir por las orejas de nuestros caballos.

Gritábamos con toda la fuerza de nuestros pulmones, llamando al obsequioso y cortés amigo, que por allí estaría en espera nuestra. ¡Qué hermosamente repetían los ecos nuestras voces! ¡Qué sonoro voceo el de aquellas montañas, como el de irritada multitud popular!

Algunas veces, en respuesta a nuestros gritos, contestaban los indígenas y rústicos que labraban las heredades en las cercanas vertientes, con un silbido burlón, o con ese aullido particular, agudo y prolongado, propio de montañeses o gente llanera, que necesitan hacerse oír de quien está a larga distancia. Se creería que imita al chillido de los pepes, pájaros de las regiones cálidas que saben descubrir desde muy lejos al transeunte, aun al través de espeso bosque, y parecen anunciar a los moradores de la selva que un extraño anda por aquellos caminos.

Penoso por extremo era el que nosotros bajábamos, el más duro y cruel de cuantos recorrimos ese día. Se desliza como serpiente por una desviación de la montaña, y termina en el fondo de una barranca, en una rambla arenosa que aún conserva huellas del último ciclón. Rocas gigantescas y árboles altísimos declaran que las aguas bajaron por allí con ímpetu tremendo, renovando los horrores del Diluvio.

Entregados a la consideración de aquellos estragos bajábamos hacia la cañada, resignados a la suerte que tan malos pasos nos guardaba, cuando el esperado amigo, un mancebo «charredor» y afable nos salió al encuentro.

Después de los saludos cariñosos, empezamos a tejer entretenida plática, a la cual dieron trama y urdimbre frescas noticias de Pluviosilla, juveniles recuerdos, incidentes del viaje, bromas ligeras y chispeantes, rabietas del futuro guerreador de las huestes de Loyola, el desdén olímpico con que nuestro compañero el poeta —decidor andaluz algunas veces y en todas ocasiones ingenioso— decía que miraba aquellas cuestas penosísimas, que en nada le arredraban, pues había recorrido por largos días y en pésimas cabalgaduras, los más atroces y espantables desfiladeros de ambos mundos —no sé si en los Andes o por las ásperas cumbres del Simplón—, y también ¡ay! con dulce tristeza memorias de seres queridos que ahora gozan de la celeste patria.

En el fondo de la barranca, bajo la copa de un árbol soberbio, hicimos alto para refrescar con un trago de aguardiente y un sorbo de agua turbia, pedidos a los moradores de cercana choza, que no quedaba ni una gota del célebre y reputado vinillo chiclanero —procedente de ciertos almacenes de Orizaba—, y en vano requerimos la damajuana para que cumpliera en nosotros una obra de misericordia.

¡Adelante con la cruz! ¡Adelante con nuestros míseros cuerpos, con nuestra humanidad maltrecha! En Tlanepaquila nos aguardaban para comer, y dados aquellos caminos, no recorreríamos en dos horas la distancia que nos separaba de la finca.

Quien guste de los paisajes montañosos, que visite esa región. Allí encontrará admirables puntos de vista. No parece sino que allí, sabe Dios cuándo, horrendo cataclismo levantó la tierra, como movida interiormente por un hervor potentísimo, y que, de pronto, en plena ebullición, todo quedó petrificado. No hay allí un solo valle, y si le hay, no merece tal nombre por lo exiguo y estrecho: cañadas, cerros, vertientes, montañas que se encaraman unas sobre otras, como ansiosas de dominar las grandes a las chicas: cerros y cerros en caprichosa perspectiva, cimas redondas, picachos agudos, desfiladeros rojizos, y por todas partes una vegetación estupenda, en que se mezclan y confunden las plantas tropicales, los abetos junto a los bananeros, el mamey no lejos del ocote. Aquí y allá, y más allá, y más lejos, ranchos, chozas, platanares, cafetos, rastrojos, un tapiz de mil colores, de mil verdes distintos, y diversos, desde el obscuro y subido de los bosques seculares, apenas matizado con el tono alegre de los renuevos de primavera, hasta el amarillento de las milpas y las cañas de azúcar.

A medio día todo reposa adormecido en majestuoso silencio. Es como un mar de simas profundas, como un oleaje de cumbres altísimas, que tiene algo de la inmensidad del océano, algo de la serenidad del cielo en una noche tropical sembrada de luceros.

Después de medio día, suspirando por la rica manzanilla, con que el señor don Pablo Rodríguez suele recibir a sus huéspedes, a quienes sabe dispensar una hospitalidad verdaderamente castellana, y no hay que decir arábiga, que sería lo más exacto, por aquello del vino vedado a los hijos de Mahoma, y suspirando también por la sopa que nuestros estómagos vacíos nos pedían muy elocuentemente, avistamos el caserío, término de nuestro viaje.

Allí estaba, en la risueña ladera, como sobre un tapete de felpa sérica, sembrado de magníficas rocas, con sus amplios corredores, con su elegante templo, cuya torrecilla levanta hasta los cielos gallarda cruz de hierro; mística exaltación del santo lábaro hecha por el arte cristiano, lo mismo en las basílicas y en las catedrales, que en las iglesias campesinas, como para decir al creyente, al peregrino de este valle de lágrimas, que en lo alto está toda esperanza de vida y salud.

Y aquí vienen como de molde unos latines, aunque estas páginas de viaje huelen a sermón: «In hoc signo vinces».

Dos horas después, cansados, molidos de huesos —y no era para menos—, hacíamos honor a un faisán de aquellos bosques, ricamente condimentado y sazonado con la salsa del buen apetito, que es la mejor de todas las salsas. Apelo, en caso de disputa, al mismísimo Brillat-Savarin.

II

El domingo de Ramos no hubo misa. El sacerdote que semanariamente viene de Zongolica a celebrar el santo sacrificio no podía dejar su parroquia. Y es lástima: serían por extremo bellas en aquella iglesia perdida en los pliegues de la cordillera la bendición y procesión de las palmas. Convidan a ellas los campos engalanados por la primavera, y siempre enflorecidos, con sus árboles de frondosas ramas y sus palmeras gemidoras.

A la pompa solemne de su dominica, traerían los naturales y los rancheros de esas comarcas, ramos de mil flores maravillosas, palmas, laureles y ramajes aromáticos. ¡Y qué conmovedora y qué pintoresca es una procesión en torno de aquel templo, a la luz espléndida de un día primaveral, mientras el viento trae de los cerros aromas y trinos de pájaros, y repica el campanario en son de fiesta, y suben al cielo límpido y sereno los cánticos litúrgicos.

Nos conformamos con gozar del mercado, admirando rústicas beldades y oyendo hablar por todas partes el idioma de Cuauhtémoc.

Muy contentos y divertidos pasamos los primeros días, siendo objeto de atenciones y obsequios por parte de nuestros hospitalarios y caballerosos amigos, y en espera de varias personas que vendrían a pasar a Tlanepaquila los días santos y del sacerdote que debía celebrar los divinos oficios.

No tuvimos más novedad que un temblor de tierra, un ligero movimiento oscilatorio de E. a W., muy sensible en aquellas alturas y que dió motivo a largas horas de risas y buen humor.

El caso que nuestro compañero, el de la incipiente vocación religiosa, tiene a los temblores un miedo singular. Impresionado por el de la víspera, asustado aún y temeroso de otro más fuerte, fué víctima del malévolo ingenio del poeta.

Éste, con la facilidad que enhebra versos y estrofas, supo enhebrar el lecho del asustadizo, y después de hablarle de los más célebres terremotos que registra la historia, de las erupciones del Vesubio, de la ruina de Lisboa y de los horrores de Guatemala; tras eruditas disertaciones acerca de los fenómenos sísmicos, tras de citar la carta de Plinio a Tácito, que, por cierto, buenos sudores nos causó en las aulas, cuando menos se lo esperaba nuestro amigo tembló, tembló suavemente tres veces en media hora, y otras tantas el asustadizo mancebo salió por la ventana de un salto, encomendándose al Señor, entre la mal contenida risa de sus compañeros.

Cortos paseos, largas siestas, sabrosas pláticas, breves lecturas y dilatadas partidas de ajedrez nos entretuvieron los tres primeros días. El martes, a media mañana, llegó el sacerdote, y por la noche, los amigos esperados, un notario de fácil palabra y luengos bigotes, y un caballero propietario, todo corrección y mesura, que, desde luego, se mostró temeroso de las diabluras que sabían preparar aquellos compañeros tan poco gravedosos, sin que su genial dulzura fuera parte a ocultar los infundados recelos que le traían inquieto. Con su amigo el notario, un joven tan decidor como piadoso, algunos otros que no cuadraban de haraganerías, tomaron por lo serio la santificación de sus almas, se dieron a la oración y al recogimiento, y cuando los divinos oficios terminaban, y no era hora de ir a la mesa o de pasear por los campos, se dedicaban a rezar como buenos sacerdotes; por la mañana, prima, tercia, sexta y nona, y por la noche vísperas y completas, maitines y laudes.

Menos santo que ellos, más dado a las disipaciones mundanales que al breviario, mientras ellos rezaban, quien esto escribe, se deleitaba con una hermosa novela de Dickens.

¡Dios se lo perdone!

III

A qué cansar a los lectores con narración pormenorizada de cuanto hacíamos y dejábamos de hacer, y concretémonos a las solemnidades religiosas de esos días, que, no por celebrarse en la capilla de una hacienda, estuvieron menos majestuosas que en la ciudad, antes, por el contrario, fueron severas e imponentes.

El rezo llamado de tinieblas, grave, triste, funerario, aquella salmodia monótona que repite los acentos doloridos de Jeremías y llora las desventuras de Jerusalén; aquellos oficios del jueves, a la mitad de los cuales enmudecen las campanas, aquella comunión solemne y la procesión solemne, después de la misa, para depositar la sagrada hostia en espléndido monumento, hablaron elocuentemente a nuestras almas de las eternas promesas y de la divinidad del Cristianismo. No oraban en el recinto de aquel templo grandes y poderosos ni el lujo ni la vanidad de trajes y personas distraían nuestra mente de los santos misterios; rústicos y labradores, miserables indígenas de pobre vestido y almas sencillas, iban en pos de la procesión, y aquel acto me parecía que decía más de la verdad de la creencia católica, que los discursos de muchos célebres apologistas.

Pero nada como los oficios del viernes; enlutados el altar y el sacerdote, apagadas las candelas, velado el Crucifijo, el ministro postrado al pie del ara. La narración de la gran tragedia del Calvario, de los más grandes misterios de la redención del humano linaje, aquieta el espíritu y le hace reposar en una dulce y serena contemplación.

En tal día, ora la Iglesia por todos sus hijos; ora por ellos, doblando la rodilla, por el Papa, por todos los órdenes sacerdotales, por los depositarios del poder público, por los catecúmenos, por los navegantes y por todos los atribulados y afligidos; ora también por los herejes y cismáticos, y por los judíos y los gentiles.

Al conmemorar la muerte de Jesucristo, pide grandes mercedes, se postra en tierra y hunde la frente en el polvo, demandando gracias espirituales y temporales; pero al orar por el pueblo judío no se arrodilla, como para manifestar que es patente en la nación deicida el castigo divino. Sin templo ni patria, vaga proscrita por el mundo, perseguida en todo tiempo, odiada en todas partes, purga su perfidia, sin que poder ni riquezas le valgan para vivir en paz y en tierra propia.

Y de los oficios de ese día, nada como la adoración de la Cruz. Descúbrela el sacerdote y la muestra al pueblo, y pobres y ricos, amos y servidores, sabios e ignorantes se acercan a adorarla, mientras el coro canta en tres lenguas, hondas quejas y dolorosa lamentación: «Pueblo mío, ¿qué te he hecho? ¡Te saqué de la servidumbre de Egipto, y me enclavaste en una Cruz!»

A fuer de cristianos y de artistas debemos decir que no creemos que haya en el culto católico otra ceremonia más bella y conmovedora, más imponente y más piadosa. No es posible asistir a este acto sin que las lágrimas asomen a los ojos. Toda la religión cristiana está en esa ceremonia. ¡Qué decimos! Toda la vida del cristiano. Creemos ¿y por qué no decirlo? que a cuantos se acercan en ese día a adorar la Cruz, deben ser concedidas por el cielo grandes mercedes. Nosotros no olvidamos en aquel momento a cuantos hemos amado, a cuantos nos amaron y nos aman, y oramos fervientemente por el descanso eterno de nuestros padres.

* * *

Y el sábado, ¡qué alegres sonaban las campanas en aquellas serranías! ¡Cómo repetían los ecos el regocijado repique, el tronar de los cohetes, el estallido de las cámaras y los disparos de los morteretes! Fresco viento movía las arboledas y los ecos iban repitiendo de monte en monte la estruendosa salva.

En los primeros días de Pascua, mustios, cabizbajos, como los rancheros que regresan de «semanasantear», volvimos por Coetzala, Cuichapa y Córdoba, a la túrrida Pluviosilla, y a nuestra casa, ahora entristecida por desgracias recientes y profundos dolores.

Y hoy, desde aquí, desde el humilde cuarto de trabajo donde rendimos culto ferviente a la Belleza y al Arte, teniendo al lado los nuevos libros que el cartero acaba de traer, oyendo el canto regocijado de un pajarillo de aquellos montes de Tlanepaquila, que Dios bendiga, al dar término a estas páginas sin color ni aliño, enviamos cariñoso saludo a nuestros amigos de allá, deseando que les sean gratas y entretenidas a la hora del crepúsculo, cuando el astro rey dora las cimas con melancólicos rayos, mugen por las pendientes los ganados que vienen al abrevadero, y la campana, con voz devota y pausada, convoca a la oración.


Publicado el 1 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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