Para Testar

Rafael Delgado


Cuento



Al Sr. Lic. Don Joaquín Baranda

I

El Dr. Fernández, levantándose y componiéndose las gafas, dió a uno de los jóvenes la receta que acababa de firmar, y éste la puso en manos de un lacayo que esperaba en la puerta.

—Estas enfermedades cardíacas, tan obscuras y tan misteriosas, son de las más traidoras.

Los cuatro mozos palidecieron.

El médico prosiguió:

—Paréceme que hemos llegado al principio… ¡del fin!… Debo ser franco: haría muy mal en no decir la verdad, y en fomentar en ustedes ilusiones y esperanzas que no deben abrigar. Mi pobre amigo no vivirá mucho… Vamos muy de prisa…

—Pero, Doctor… —repuso el más joven— con eso ¿quiere usted decirnos que ha llegado el momento de que papá haga testamento y de que dicte sus últimas disposiciones, y, en pocas palabras, de que se prepare para morir?

—¡Sí! —contestó tristemente el facultativo.

—Por mi parte… —exclamó el mayor—… no pienso ni en bienes ni en intereses. ¡Si no hace testamento, que no le haga! ¡No es necesario! Y así, como yo, piensan todos mis hermanos. ¿No es cierto?

—¡Sin duda! —dijo Luis.

—Pero un hombre de negocios, como el padre de ustedes, por bien arreglados que tenga los suyos, necesita dar instrucciones y debe dejar todo aclarado, a fin de que sus herederos no tropiecen mañana con dificultad alguna. Además: las creencias religiosas de don Ramón exigen que…

—¡Eso sí! —interrumpió Jorge—. En ellas hemos sido criados y educados. Los intereses terrenos poco importan; pero hay otros de tejas arriba…

—Está bien, Doctor no hablemos más; —dijo Alejandro—, pero ¿quién de los cuatro tendrá valor para decir a papá que debe arreglar sus asuntos, testar y prepararse para morir?

Los cuatro se miraron atónitos, llenos de lágrimas los ojos.

—En estos casos, muchachos —replicó el médico— nadie como una mujer para decir a un enfermo que se acerca la última hora. Yo me limito a recomendarles que no pierdan tiempo. Esto va que vuela, ¡eh! No creais que ese alivio dure mucho. La entraña esa está muy lastimada. ¡Horroriza la irregularidad del pulso!

—¡Ud., Doctor!… —suplicó uno de ellos—, usted, el viejo amigo de la casa; ¡usted, el cariñoso médico!…

—Deber penoso me impones.

—¡Yo lo haré —exclamó Jorge—. Duro es el trance, el paso gravísimo… pero no me faltarán ni energía ni valor. Apuraré hasta las heces cáliz tan amargo. Y no perdamos ni un minuto…

Sus tres hermanos le detuvieron.

—¡Jorge por Dios!

—No teman. Procederé con prudencia, con tino, con la mayor delicadeza. Esto, por motivo de respeto y de amor filiales, corresponde a uno de nosotros. Si cuando vinimos al mundo fué nuestro padre, quien lleno de júbilo y radiante de alegría anunció nuestro nacimiento, es natural y debido que, en caso como el presente, al saber que papá está próximo al sepulcro, sea uno de nosotros quien le diga que no tardará mucho la hora de la partida!

Nadie contestó.

Y Jorge, presa del dolor, casi ahogado por los sollozos, logró, al fin, dominar su angustia, secó sus lágrimas, y sin aguardar la respuesta de sus hermanos, resuelto, decidido, firme el paso, encaminóse hacia la habitación del enfermo.

Y Alejandro, y Ramón, y Luis, uno en pos del otro, sin decir palabra, cubriéndose el rostro con las manos, se apartaron del médico, y cada cual se refugió en un sillón, llorando, llorando a mares, pero «llorando para adentro».

En tanto el Doctor Fernández fingía entretenerse, examinando los dibujos maravillosos de un vaso nipón, obra de antiguo y afamado artista, un vaso soberbio, lácteo, ebúrneo más bien, rodeado, como por un collar de soles, con una rama de crisantemos imperiales, y en el cual desplegaba sus fantásticos plumajes un haz de gramíneas vaporosas. En el salón todos callaban; afuera, en la suntuosa pajarera de cristal, los canarios se decían de amores, cantando en coro su plácida sinfonía primaveral.

Pasó mucho tiempo, y, por fin de tan largo silencio, el buen médico habló, dirigiéndose a Alejandro:

—¡Obra magnífica!

El joven no contestó. Luis fué quien, haciendo poderoso esfuerzo, se incorporó en el sillón, y dijo con acento de incomparable tristeza:

—Papá le compró en San Francisco de California. Con él obsequió a mamá, el día en que bautizaron a Jorge… ¡Si ella viviera!

En ese momento apareció el mozo en el fondo de la sala. Detúvose bajo la colgadura de la puerta, apoyóse vacilante en el mueble más cercano, y, después, se adelantó hacia el médico, y poniéndole una mano sobre el hombro, mientras con la otra se enjugaba los ojos, dejó escapar desolada esta palabra:

—¡Ya!

—¿Ya qué? —exclamaron llenos de espanto los tres jóvenes, dejando sus asientos, como si Jorge les hubiera querido decir: «¡Ya expiró!»

Serenólos con un ademán.

—¡Calma! —les dijo—. Me oyó tranquilo y entero. (No tuve necesidad de hablar mucho). Me dijo: «Que ya lo esperaba; que estimaba en cuanto valían mi valor y mi firmeza; que no nos afligiéramos, que morir es cosa tan natural como nacer; que él no tenía esperanzas de vida; que ya sabía lo que tenía porque de una enfermedad como ésta, murió mi mamá; y, en fin, que viniera el P. López, que es un sabio, que es un santo, y que también viniera el notario». No perdamos tiempo.

—¡Gracias a Dios, Doctor! Tú, Alejandro, corre en busca del sacerdote. Tú, Ramón, ve a traer al escribano. No hay que perder ni un instante. Así lo quiere papá. ¡Que pongan el coche!…

—¡Vámonos en el mío! —dijo el Doctor—. Volveré esta tarde…

Y los tres salieron…

II

Escribano y testigos aguardaban en el salón, acompañados de Luis, Ramón, Alejandro y Jorge, nerviosos e inquietos, se paseaban en el corredor. Más de una hora hacía que el P. López estaba al lado del enfermo.

De pronto se presentó en la sala el sacerdote. Forzada serenidad disimulaba su emoción.

El notario y los testigos, creyendo que el P. López venía a buscarlos, se levantaron, dispuestos a seguirle.

—No, caballeros —se apresuró a decirles dulcemente—; no es tiempo todavía! Don Ramón desea hablar antes con sus hijos…

—¡Ramón! ¡Alejandro! ¡Jorge! —díjoles su hermano—. Papá nos llama.

Los cuatro se dirigieron a la alcoba, seguidos del clérigo.

El enfermo estaba sentado cerca de una ventana, en un sillón Voltaire, rodeado de almohadas y cojines, y vestido con una bata de cachemira, de matices áureos, empalidecida por el uso, y cuyos pliegues no bastaban a cubrir las piernas, hinchadas y ceñidas por estrechos vendajes, y los pies deformados que descansaban con peso plúmbeo en amplios pantuflos de nutria indígena.

¡Qué demacración la de aquella cara! ¡Qué palidez la de aquel rostro exangüe! ¡Qué alentar a ratos tan fatigado y tan penoso! ¡Qué amoratamiento en torno de los labios! ¡Y qué brillo el de aquellos ojos circuidos de tintas violáceas, y en los cuales parecía que la vida se iba concentrando para esplender con las últimas llamas, y luego apagarse poco a poco!

El moribundo —que moribundo estaba don Ramón—, con la frente sudorosa, el cabello desarreglado y la barba crecida, hinchadas y moraduzcas las manos, y en el semblante los primeros rasgos de la faz hipocrática, semejaba una imagen fiel de agonizante, a la cual sólo faltaban los últimos toques de un pincel realista.

Las cortinas de la ventana, recogidas a cada lado contra las jambas, dejaban ver el jardín: rosales enflorecidos, follajes exóticos, y la fuente rodeada de hieráticos papiros que bañaba con lluvia leve la regadera del surtidor.

—Venid, hijos míos, venid —dijo el enfermo con voz débil—; venid y sentáos cerca de mí; necesito veros, hablaros, que estéis a mi lado. Tengo que deciros mucho: muchas cosas muy graves… y solemnes, y temo que para ello no me alcance la vida. Sí, muchas cosas muy importantes, y muy dolorosas…

Calló un instante como para tomar aliento, en tanto que los jóvenes se colocaban en torno suyo, y luego, mientras Jorge le acariciaba, y al ver que el sacerdote se disponía a salir, detuvo a éste en tono suplicante.

—No, no amigo mío, no se vaya usted; le necesito aquí… Alejandro: una silla para el padre.

Luego que todos estuvieron sentados, prosiguió el enfermo:

—Acabo de arreglar con Dios todas mis cuentas… ¿no es verdad, amigo mío? Pues bien, ya le he pedido que me perdone, y Él, en su infinita misericordia, no habrá de negarme su perdón… Ya le he rogado y seguiré rogándole, mientras me quede aliento, que os proteja, y que… os bendiga… Ahora…

El moribundo parecía vacilar. Los jóvenes, angustiados, tenían fija la mirada en la alfombra. El P. López, juntas las manos sobre las rodillas, inclinada la cabeza y entornados los párpados, oraba.

—Ahora… —continuó el enfermo, trémulo, casi balbuciente, e interrumpido a menudo por la fatiga—. La vida es dura, muy dura; todo en ella es dolor, y cuando creemos haber alcanzado felicidad y paz, vemos que se nos disipan como el humo. Este mundo es un valle de lágrimas, en el cual tenemos mucho que sufrir y mucho que padecer… Yo… era pobre, muy pobre. A fuerza de privaciones y de trabajo, ya lo sabéis, conseguí hacer mi fortuna… No un capital fabuloso, no, pero sí grande, más de dos millones, sanos y bien habidos. Pocos me deben y no debo a nadie.

—¡Papá, quién piensa en riquezas! —exclamó Jorge, que apenas podía hablar.

—¡Calla! —repuso don Ramón—. Escúchame: dos veces fuí casado. De mi primer matrimonio son Alejandro y Ramón; del segundo, tú, Luis, y tú Jorge… La mayor dicha de mis años ha sido el veros siempre unidos, siempre como buenos hermanos, sin que la menor sombra de celo o de rivalidad haya nublado vuestra vida juvenil y dichosa… Os vivo muy agradecido: me habéis amado y habéis honrado mi nombre. También os agradezco que unos hayáis respetado la memoria de mi primera esposa, y que otros hayáis amado y respetado a la segunda, como si a ella debiérais la vida. Habéis honrado a vuestros padres… ¡Dios hará que del mismo modo os honren vuestros hijos! Él os bendecirá como os bendigo yo…

La fatiga le hizo callar. Un momento después, volviéndose a Jorge, le dijo:

—¡Dame agua! ¡Tengo mucha sed!

Levantóse el mancebo y trajo un vaso en un platillo de cristal. ¡Cómo sonaban las dos piezas en manos de Jorge! Dió de beber a su padre, y éste siguió:

—¡Es cosa singular! De ella me he felicitado mil y mil veces. Ninguno de vosotros se parece a mí. En cada uno veo el retrato de la que os dió la vida… Lo que voy a deciros, ya el padre lo oyó de mis labios en el tribunal de la confesión. Os pido para lo que vais a escuchar el mismo sigilo. Lo que voy a deciros es penoso, es cruel, sí; pero yo os pido, por Dios, que tengáis valor y serenidad para oírme y para escuchar lo que va a deciros este hombre que se va, que se muere, y que os ha querido tanto!

Los jóvenes se miraron los unos a los otros, como diciéndose: «¡Papá principia a delirar!»

—Sí, es muy amargo lo que vais a saber. Es preciso que haga yo testamento. Todos, según las leyes sois mis herederos, y yo no quiero, en uso de los derechos que ellas me conceden, mejorar a nadie, ni a título de justa indemnización. Y sin embargo… tal vez estoy obligado a hacerlo con alguno de vosotros. No gusto de preferencias, que siempre son odiosas, por mucho que una moral y una conciencia, tan rectas como las mías, me lo manden y me lo ordenen.

—¡Papá! —Insistió Jorge, en tono de congojoso ruego—. ¡A qué tratar de intereses!

—Sí, es preciso… Uno… uno de vosotros… no es hijo mío!

Nadie habló. Nadie respiraba. El enfermo, como repuesto de una horrible emoción, y como libre de un gran peso, prosiguió:

—La casualidad…, no, la desgracia, una desgracia, providencial sin duda, me lo hizo saber hace dos años… Una carta, hallada con otros papeles en una cartera de viaje, carta que pronto fué devorada por las llamas, me lo dijo todo; me reveló que uno de vosotros no tiene derecho a mi fortuna… Todos sabéis, y tú principalmente Jorge, tú que vas a ser abogado, que, por graves motivos de moral y por muy altas razones de justicia está prohibida la investigación de la paternidad… Ante la ley todos sois hijos míos… pero si todos heredaseis por igual, alguno llegaría a ser dueño de lo que pertenece a los demás. Bien, a vosotros, que habéis sido tan nobles y tan buenos hijos, toca decidir. ¿Queréis que diga quién de los cuatro no es hijo mío, y sabiéndolo, ceder los tres parte proporcional en favor del cuarto? ¿Queréis hacer la misma cesión, todos a una, e ignorar siempre, siempre, quién es el que por malos caminos vino a este hogar a vivir bajo este techo, a gozar de bienestar y opulencia, y a tomar mi nombre? Escoged.

El sacerdote levantó los ojos al cielo, pidiendo favor. Los jóvenes se contemplaron asombrados, y en todos los ojos fulguró un relámpago de duda, de duda horrible, que algo tenía de los reflejos del Infierno.

—¡Escoged! —repitió el enfermo imperiosamente.

Y los cuatro mozos se pusieron en pie. Todos querían hablar, pero ninguno se atrevía.

—¿Queréis ignorar siempre, quién no es hijo mío?

—¡Sí! —contestaron a una.

—¿Cede cada cual la parte que le corresponde en favor de los otros?

—¡Sí! —volvieron a contestar.

—Pues bien —prosiguió el enfermo, en cuyo rostro resplandeció satisfactoria alegría—, así lo esperaba yo; estaba seguro de ello. ¡Todos sois dignos de ser mis hijos… Ahora, oíd mi último consejo, mi postrera súplica: yo he perdonado ya, desde que supe todo. Vosotros también debéis perdonar. Que ninguno de vosotros piense mal de aquella a quien debe la vida, porque correría peligro de cometer la mayor injusticia, la de calumniar a la mujer que le llevó en su seno. Pude callar, y llevarme mi secreto al sepulcro, pero no debía yo tomar sobre mí las consecuencias de una falta que no había cometido… Ahora, venid, y abrazadme para que os bendiga; en seguida que entre el notario, y… después… después… rodead mi lecho de muerte, bendecidme, y luego que expire yo, cerrad mis ojos con un beso de perdón!

Pluviosilla, agosto de 1900.


Publicado el 1 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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