Para Toros del Jaral

Rafael Delgado


Cuento


¡Guárdeme el cielo de pensar y decir que don Malaquías López, como le llamaban algunos, o «ñor» Malaquías, como le nombraban casi todos, era librepensador, espíritu fuerte, o algo así! ¡Nunca! ¡Hay tantos que lo parecen y que no lo son!

Además, ¡quién me ordena juzgar a las personas! Yo tengo mi propia particular psicología, la cual me sirve para explicarme muchas cosas, para darme cuenta de otras, y, por ende, para conceder a cada individuo justa y merecida estimación.

Don Malaquías era lo que Dios le había hecho, y si hablaba como hablaba de los párrocos de Villapaz, se debe a que es parlanchín y suelto de locuela; y que le placía lucirse delante del alcalde y le gustaba halagar el vibrante jacobinismo de Juanito Bolaños, el normalista director de la Escuela «Melchor Ocampo», y contentar al boticario, que era magnetizador y espiritista, y más dado a las cuarenta que a los capítulos y fórmulas de la farmacopea.

¡Qué había de hacer don Malaquías! El hombre tenía «fufú», y por ello le llamaba talentoso el desbravador de chicos; se carteaba con altos personajes, se leía de cabo a rabo los periódicos y tratábase, a las veces, con diputados arbitristas y con señorones metidos en el revuelto belén de la política. Item más: allá en sus floridas mocedades soltó el pelo de la dehesa y aprendió su cacho de latín en el Seminario Palafoxiano.

Más de un siglo —si las tradiciones no mienten— imperó en el pueblo la dinastía de los López, en cuyas manos habilísimas se mantuvieron siempre las navajas y el cetro, de todo poder de Villapaz. Con Malaquías iba a extinguirse tan ilustre familia; sí, pero se extinguiría gloriosamente, por manera digna de tan ilustre abolorio y de un pasado tan brillante.

Don Malaquías no era ambicioso ni avariento de riquezas, honores y cargos. En jamás de los jamases quiso ser alcalde, regidor, tesorero, secretario, juez o mayordomo de cofradías. ¿Para qué? Él con sus navajas y sus tijeras se la pasaba «capulina».

¡Bueno estoy —solía decir— para bregar con mis paisanos! ¡Buen geniecito el mío para que ustedes, ilustres moradores de Villapaz, sufrieran mi «genialidad»! Si algún día (que no llegará nunca) mandara yo aquí, iría de otro modo la procesión, y todo lo veríamos de otra manera. Sí, señores: metería yo en cintura a todo bicho viviente, me fajaría bien las bragas, que no las gasto sueltas, y de arriba abajo, todos entrarían en el aro quieras que no: desde el cura hasta el campanero, ¡desde el síndico y el juez hasta Melchor, el alguacil, cuyos gatuperios me tengo bien sabidos! y… ¡vamos a ver! ¿Quién estaría conforme con mi gestión política, administrativa y social? ¿Quién? ¡Clarinete! ¡Nadie! Así discurro, así pienso yo. Y así se lo «canté», puntual y textualmente, al Gobernador cuando pasó con los ingenieros y con los ingeniosos, y cuando vino con los gringos esos que hicieron el ferrocarril, y ahora quieren aprovechar para una fábrica el salto de Comaloapan. El Gobernador me dijo: «Conozco a usted muy bien: sé lo que vale usted; es usted un buen liberal, amigo del adelanto y del progreso, y puede usted ayudarnos… en bien del Municipio y con provecho propio. El Gobierno necesita un hombre como usted. Villapaz sólo de nombre es Villa… Usted sabe…» ¡Clarividente! ¡Vaya si podía yo, y si puedo! Pero dije: ¡Nones! ¡Cada cual en su casa, y Dios en la de todos!

Los viejos de Villapaz, y con ellos cuantos allí vivían, hasta los extranjeros, declaraban que don Malaquías era muy «leído y escrebido», que era persona sapientísima, con mucha gramática parda, y capaz de cortar un pelo en el aire; que todo entendía, y que metido en casa y encerrado en el obrador, tusando pelambres y raspando jetas, charlando en la botica o de plática en el mostrador de Indalecio Bardales (un hijo de Colindres, con trazas de futuro banquero), era el primer ciudadano de Villapaz.

Como la fronda no se mueve sin la voluntad de Dios, así nada era posible en aquel pueblo sin la opinión y el voto de la conspicua personalidad barberil. Sabíanlo todos, y nadie decía oxte ni moxte. El barbero ponía y disponía alcaldes, regidores y secretarios: traía y echaba maestros; residenciaba tesoreros; armaba y desbarataba negocios ajenos; decidía en los asuntos edilicios, y todo sin aparecer en escena, desde el telar o entre bastidores, con la purita verba, con vivísima charla, mientras el cliente aguardaba el turno, mientras los parroquianos —que lo eran cuantos barbados y empelados alentaban en Villapaz— yacían inermes entre aquellas manos habilísimas, y en aquel sillón forrado de bayeta roja, potro monumental perdurable, que, llegado al pueblo en dichoso día, significó progreso altísimo de la cultura Villapaciega.

—Señor Malaquías… —llegábase diciendo el normalista—. Hace tres meses que no me da un centavo el Tesorero… Voy… y me contesta que espere yo: que ya viene la cosecha del café… ¡Y apenas estamos en agosto! ¡Triste suerte la mía! ¡Estudiar tantos años en la Normal, para… llegar a este punto!

—Hablaré con el Alcalde —respondía protectoramente el señor don Malaquías.

Y pronto recibía Bolaños cinco o seis duros, en abono de los sueldos vencidos, durillos que Lo sacaban de apuros y le sabían a gloria.

—Don Malaquías… —suplicaba un vecino, Bardales o Pérez—. ¡Sabe usted! ¡Qué injusticia, estando como están los negocios, con el café tan bajo! Me han subido el derecho de patente. Arrégleme usted eso…

—Yo me apersonaré con el Síndico. ¡Te bajarán ya la cuota! ¿Qué es eso de cargar la mano a las gentes trabajadoras? —respondía el barbero.

Se apersonaba Malaquías con los ediles, con el Secretario y con el Tesorero, y el quejoso era oído. Rebajábanle la cuota y seguía pagando lo mismo que en años anteriores, por más que fuese patente la prosperidad del mercader, y por mucho que el normalista, a pesar de su ateísmo, estuviese a punto de rezar, a gritos, el Padre Nuestro en medio de la plaza un día de tianguis, y tentadísimo de mandar al diablo la metodología, dejar los estudios y meterse a predicador, o lo que es lo mismo, a periodista, para decir al Gobierno cien mil perrerías y clamar contra aquella política retrógrada y contra aquella administración, que importaban un anacronismo en las postrimerías del siglo de las luces.

¡Qué excelente y servicial don Malaquías! Pero… ¡cuidado! ¡Cuidadito con no tenerle satisfecho en aquello en que cifraba su vanidad! Dígalo el maestrito aquél que no regenteó la Escuela arriba de dos meses y medio. El pedante mozuelo, a poco de tratar a don Malaquías, con quien tuvo acaloradas discusiones, dejóse decir, cierta noche, en un corrillo, que el barbero era un «ignorante!»

¡Mayor blasfemia no fué proferida, que sepamos, por boca satánica!

¡Nunca hiciera tal, mozo tan desdichado! De nada le valieron títulos profesionales, saberes esotéricos y recomendaciones de gente de pro. Alguno de los oyentes contó el caso, y la «palabrita» fué causa de infortunio para el presumido lenguaraz.

Al saberla don Malaquías, alzó los hombros desdeñosamente y se engolfó de nuevo en la lectura de un periódico favorito. Pero, días después, en cabildo pleno, dió cuenta el Secretario de un memorial muy «punticomado, muy lógico y muy enérgico», dirigido al H. Ayuntamiento por padres y tutores de cuantos niños concurrían a la Escuela. Pedían que el maestro fuese despedido por inepto, y que sé trajera un profesor competente, de «más ciencia», de «mejor personalidad», de «mayor representación», y que no viniera a revolver al pueblo y a difamar a los vecinos.

Entre las firmas de los concurrentes estaban las de todos los concejales; de modo que no hubo discusión, y el normalista hubo de hacer la maleta un día después, cargó con sus libracos, y, sin lograr que le fuesen pagados sus alcances, tomó camino en busca de tierras más propicias y cultas.

No faltaban en Villapaz quienes dijeran que don Malaquías era impío, hereje, protestante y masón. Los que tales cosas decían no pasaban de tres: la santera de la ermita del Niño Cautivo, una vieja chiflada, y dos vecinos revoltosos y díscolos, de oficio… barberos.

¿Por qué se expresaban en esos términos? Los barberos, por chismes del oficio; la beata… porque era beata.

Cierto es que don Malaquías hablaba siempre mal de los sacerdotes que llegaban a apacentar las piadosas greyes de Villapaz. Decía de ellos poco, pero eso era suficiente para que los malaventurados rectores, a poco de su arribo, tuvieran que tomar el portante.

La parroquia de Villapaz tenía fama de pingüe, ¡vaya que sí! como que según cálculos, podía producir largos tres mil pesos; el clima era bueno, la casa cural regularcilla; la región muy rica en aguas regadizas, y el suelo productor de pinas fragantes y de mangos melifluos.

Todo a pedir de boca; pero los párrocos duraban allí lo que dura en el triste una alegría. El Obispo, aunque discreto y machucho, no sabía qué hacer, y la fama del pueblo corría en proverbio entre la clerecía:


¿Vas a Villapaz?
Pues… pronto volverás.
 

Y eso que S. S. I. les mandaba de lo mejorcito que Dios le daba; curas jóvenes y viejos, teólogos y lárragos, mexicanos y extranjeros; cleriguillos guapos como San Luis Gonzaga, y españoles burdos y recios que habían sido castrenses y capellanes de barco. ¡Ni por esas! A poco de llegado al pintoresco pueblecillo, cátense ustedes capitulado al nuevo cura, por esto, por aquello, o lo de más allá, y… ¡Venga cura nuevo!

A no ser por causas de grave responsabilidad prelaticia, el Obispo habría dejado sin párroco a los villapaciegos. Conviene saber que si la nueva víctima tardaba en llegar más de ocho días, allá van ocursos al prelado, y allá iban comisiones y delegaciones del pueblo, presididas casi siempre por el mismísimo don Malaquías.

—Padre Domínguez —dijo cierta vez S. S. I. a un clérigo de aspecto tímido y bondadoso, muy vivos y brillantes los ojos, mirada inteligente y finos modales—, he dispuesto que vaya usted a Villapaz.

Ilustrísimo señor… —murmuró el sacerdote repitiendo «in mente» las rimas del proverbio.

—Sí, irá usted. ¡Yo no sé qué hacer con esa parroquia! ¡Mucho tino! ¡Mucha prudencia! Y sobre todo, y ante todo: ¡suma caridad! No hace ni un mes que mandé al P. Gorostegui, y esas buenas gentes ya no le quieren y me piden… ¡lo de siempre!, otro cura.

—Como V. I. lo ordene —contestó resignado el humilde levita.

—¡Bien! —prosiguió S. S. jugando con su cruz pectoral—. En Venta-Blanca se encontrará usted con el P. Gorostegui. Allí se verán ustedes, probablemente almorzarán juntos y él dará informes de aquello. El sitio es muy pintoresco… ¡Ea! ¡A trabajar! ¡Que no falte misa el domingo! ¡Que Dios Nuestro Señor le acompañe, P. Domínguez!

Entre once y doce de la mañana, se encontraron en Venta-Blanca los clérigos. Almorzaron juntos en el portalón de la venta.

—¿Qué tal le fué en Villapaz? —preguntó dulcemente el P. Domínguez.

—¡Pésimamente! —prorrumpió el español—. ¡Pardiobre! ¿Sabéis que he sido capellán de tropa? ¿Sí? ¡Pues ni esa gentulla me dió más guerra! Y, guarda Pablo que eso sí que es canela, y de la fina! ¡Aquello no puede ser peor… en cuanto al modo de ser, vamos! Y cuenta que las gentes son piadosas, dulces, amables. Cuanto a costumbres… ¡Pecadores! ¡Pecadores! ¡Hijos de Adán y Eva! ¿La feligresía? Corta y con buenos caminos. ¿El curato? Productivo. ¿La casa? Buena. Pero ya sabéis:


En Villapaz, si vas.
No durarás.
 

—Pues, entonces, compañero, dígame: ¿Por qué no permanecen los curas en ese pueblo?

—¡Bah! —exclamó estupendamente Gorostegui—. ¡Tonterías!

—¿Cuáles son ellas?

—A ello voy.

—Oigamos… oigamos.

—Allí nadie va al templo, como no sean tres o cuatro vejezuelas, la santera, que casi lo es, el sacristán, el organista, el cantor y los monagos.

—¿Pues no decía usted, hace poco, que los de Villapaz son piadosos?

—¡Como piadosos, lo son!

—Pues entonces no me lo explico.

—Oídme.

—Atento estoy.

Acomodóse en el banco el P. Domínguez, repantigóse en su tosco sillón el P. Gorostegui, y habló así:

—Son creyentes y piadosos. Ni la enseñanza laica ni los periódicos han sido parte a debilitar allí la piedad y la fe. ¡Si a las veces me parece aquello, salva la naturaleza tropical, como remedo o trasunto de algún pueblo encantado!

—Pues no acierto a comprender.

—Habéis de saber que hay allí un rapabarbas llamado Malaquías, tenido en opinión de sabio. ¡Buen pez! Acúsanle de impío, hereje y carbonario; mas tengo para mí que le calumnian la santera y los dos barberos enemigos del Malaquías. ¡Buena pareja! El barbero paréceme hombre de bien, y de los muy listos. No es rana, y maneja a todo el pueblo como Maese Pedro sus títeres. ¡Quise conquistármele, pero ya era tarde! Cuentan que algo sabe: que hizo estudios de gramática en no sé qué seminario, y se tiene por fuerte en varias disciplinas. Pienso y creo que el barbero ése es el menos borrico de todo el pueblo. ¿Os dije que intenté atraérmele? ¡Bien! Pues era tarde. Es el caso que… Llegáis, mandáis al campanero que anuncie sermón, llaman a tal, la iglesia se llena, viene todo el mundo… Malaquías «in cápite». ¡Pardiobre! ¡Ni con la elocuencia de cien Crisóstomos, mil Ambrosios y cien mil Agustinos, sacaríais fruto! Subís al púlpito, ponéis el texto, decís: «Capítulo cuarto, versículo sexto» (los que fueren), y tenéis delante al Malaquías, pendiente de vos y haciendo señas de que no aprueba lo que habéis dicho. Luego después, a la salida, allá se va, de corro en corro, de casa en casa, de taberna en taberna, diciendo y repitiendo que el cura es un ignorante; que, como a todos consta, no sabe más que hasta el «capítulo cuarto y hasta el versículo sexto». Le creen cuanto dice, y los pobres rústicos y las personas sencillas, que piensan que un cura debe ser un Santo Tomás de Aquino, no vuelven al templo, como no sea para cristianizar muñecos, para casarse o hacerse felices, que todo es uno, o a pedir responsos para sus difuntos. ¡Y no sé cómo, porque allí no se muere nadie! ¿A misa? El domingo, y esto… uno, dos tres… y paremos de contar. ¿Dijo el Malaquías que erais ignorante? No hay remedio: nadie quiere oír la divina palabra. Y en seguida: al Obispo; que mande otro párroco.

Terminó el almuerzo, despidiéronse los clérigos y caballeros en sendas mulas, seguido cada cual de su espolique, echaron por caminos opuestos.

Sábado por la tarde, a tiempo que la campana mayor de Villapaz, una campana muy sonora —orgullo y amor de los villapaciegos— convocaba al sermón, tres o cuatro vecinos fueron a la barbería de López.

—¡Conque tenemos nuevo cura!

—Que será como todos… ¡El gran ignorante!

—¿Va usted a oírlo?

—¡Clarinete! Vamos, pues.

Don Malaquías tomó el sombrero —un fieltro pringoso—, armóse de bastón, cerró la puerta del «establecimiento», y en paso muy gravedoso, charla que te charla por el camino, se fué a la iglesia con la compaña.

Lleno estaba el templo. A no ser tanta y tan grande la popularidad de Malaquías, trabajos tuviera éste para ganar el sitio que había de ocupar con su persona en circunstancia como aquélla.

Sonó la hora en el cascado reloj de la sacristía, y el buen P. Domínguez, revestido con roquete lujoso, baja la mirada, el andar modesto, las manos juntas sobre el pecho, apareció en el presbiterio. Oró breve espacio de rodillas delante del altar, y lentamente, precedido de dos monacillos, dirigióse al púlpito.

Más de mil miradas estaban fijas en el párroco, el cual se santiguó, hizo al Sacramento la reverencia debida, se clavó el bonete y volviéndose a la pilastra frontera, descubrió o creyó descubrir, por las señas que le habían dado el sacristán y la santera, al famoso don Malaquías, el susodicho pez.

Tras pausa prolongada, que avivó en los presentes el interés y la curiosidad, en alta voz, con acento clarísimo dijo el texto:

—«In verbo antem laxabo rete».

Y tradujo:

—«No obstante, en tu nombre echaré la red».

Detúvose y agregó:

—Palabras tomadas del Santo Evangelio de San Lucas. «Capítulo: cinco millones, trescientos cuarenta y tres mil, quinientos catorce».

Volviéronse todos a ver a don Malaquías, en cuyo rostro se manifestaba extraordinario asombro.

¡Qué de interrogaciones, en todas las pupilas! ¡Qué de frases admirativas en todos los labios!

—¡Esto sí! —exclamó el barbero, olvidándose del respeto debido a la casa de Dios, en momentos en que el P. Domínguez daba comienzo a un sermón en estos términos:

—«Hermanos míos: ¡Es infinita y portentosa la sabiduría de Dios Nuestro Señor!…»

Hace más de diez años que el P. Domínguez es cura de Villapaz. Allí le tienes, lector paciente, de enero a enero; allí vive, querido, respetado y muy contento de sus feligreses. A menos que le hagan canónigo, que no le harán, porque donde está es más útil, allí se dormirá plácidamente en el Señor y allí le darán los villapaciegos cariñoso sepulcro.

Don Malaquías, ya muy viejo y lleno de achaques, vive también allí, quiere mucho a su párroco, le admira, le aplaude y le venera; es jefe de los claveros del Santísimo, preside la Conferencia de San Vicente de Paúl, se pasa la velada en la casa cural en amable tertulia, y sigue sosteniendo en sus manos trémulas y torpes, pero fuertes aún, el cetro del poder, en el pueblo dichoso de Villapaz.


Publicado el 1 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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