¡¡¡To... rooo!!!

Rafael Delgado


Cuento



A Emilio García


… Nunca he oído a los extranjeros invitar a España para que deje sus corridas, sin pensar en la fábula del león, que se recortaba las uñas.—E. QUINET.
 

I

Ha terminado la corrida.

Los músicos, fatigados y sin aliento, tocan los últimos compases de un aire andaluz, a cuyos acordes festivos viene a mezclarse, con cierta indecible alegría el tintinante ruido de las mulas encascabeladas que arrastran por la arena la palpitante res.

El circo resuena con repetidos estrepitosos aplausos, y a la fugitiva luz de un crepúsculo primaveral y ardoroso, los diestros, envueltos en sus capas recamadas de oro, con el capitán al frente y seguidos de los mono-sabios, atraviesan el coso, despidiéndose de los espectadores con una sonrisa por extremo amable.

Clarean gradas y lumbreras de sombra, y mientras aquí desmaya el entusiasmo y comienza el fastidio, por el opuesto lado aumenta el interés, y todo es movimiento, agitación y ansiedad.

El vasto redondel ha quedado escueto; pero no bien sale la cuadrilla y se cierra la pesada puerta, cuando saltando la barrera o deslizándose por los burladeros, como invasión de hormigas, desciende a las arenas una multitud de mozos y de chicos, en su mayor parte obreros, que pronto se esparcen en todas direcciones, disponiéndose para la lid.

Es de ver aquel movible conjunto de arrojados mancebos y de jóvenes resueltos que buscan el peligro sonrientes, placenteros, con heroica sencillez.

Allí, el tejedor pendenciero de atrabucado pantalón y ceñidor purpúreo, de atezado rostro y cabellos rizados y relucientes; allí el futuro maestro de ebanistería, activo, gallardo, de apolínea estampa y elegante ropa, famoso en todo el barrio por sus aventuras amorosas y su valor probado; allí el horterilla aristocrático que aprendió en la Modelo la «eurística prosaica» y que asiste dos veces por semana a la Escuela de Adultos; allí el zurrador desharrapado, especie de batracio que vive aspirando las emanaciones pútridas de los estanques de una curtiduría, y con él, más sereno, aunque menos entusiasta, el vástago mayor de un ranchero pesudo, con su blusa blanca y su engalonado sombrero, muy dolorido de pies por las botas nuevas de piel naranjada; y con ellos el remendón de mala catadura, huraño, malmodiento, muy a propósito para carcelero de algún delfín desventurado, y el barrendero aguardentoso, con su embriaguez risueña; gran número de pilletes callejeros, andrajosos y sucios; avisadores cetrinos que calzan indescriptibles zapatos, y son, por el vestido, un atentado perenne contra el pudor; granujas endiantrados en riña eterna con el peine; aprendices de cerrajero, como en su cara lo acusa el tizne de la fragua; chicos impúberes, industriosos y listos, que entran de balde al espectáculo, llevando el zarzo y los estoques y que alardean de haberse tratado con Ponciano y hasta con el mismo Mazzantini; en fin, la espuma y las heces de la clase baja, de esa clase de donde suelen salir, lo mismo el revolucionario que llega a ser más tarde coronel y diputado, que el obrero de singulares dotes; el cura infatigable de las regiones montañosas y el criminal monstruoso, en una palabra —que preciso es decirlo— todo un pueblo vigoroso, enérgico y valiente, que no sabe lo que es el miedo, que ama el peligro por lo que tiene de extraordinario y sublime y por cuyas venas corre sangre apasionada y heroica de castellanos heredada: sangre latina.

Va cayendo la tarde: el sol se hunde con regia majestad en un antro de fuego; sobre las cimas de los montes de Ocaso reposan, enervados por el calor del día, enrojecidos cúmulos, y en lo alto del cielo, como en áureo piélago de oleaje violado, flotan nubecillas voladoras de flecados bordes, leves y raudas, que parecen formar sobre la plaza un toldo deslumbrante y magnífico.

El incesante movimiento de aquella multitud desvanece y marea; van de aquí para allí; hablan, apostrofan a sus amigos que en el tendido quedan, y extendiendo mantas, sarapes, capas de lidia desteñidas y desgarradas y multicolores joronguillos, saludan con aire de gladiadores a sus hermanas, amigas y novias, y echándose atrás, con énfasis artístico y graciosa desfachatez el jarano afelpado, el apabullado fieltro o el plebeyo sombrero de palma, cansados de una espera de cinco minutos, dirigen ansiosas miradas a la lumbrera presidencial.

De pronto, el Regidor que preside —que suele ser un grande aficionado al torco— y que procura complacer a sus representados, vuelve el rostro indulgente y cariñoso, y con bélico estridor suena el clarín:

—¡Tatara… tí…!

Y cien y cien bocas, en grito unánime, potente, irresistible, tremendo, que tiene mucho de alarido salvaje y no poco de exclamación heroica, contestan, ensordeciendo el recinto y atronando el espacio:

—¡¡¡Toroooooo…!!!

Todas las miradas se dirigen a la entrada de los chiqueros: el torilero corre a su puesto, abre, y, subido en los travesanos de la puerta, aguarda con atención religiosa la siempre inesperada salida del cornúpeta. La multitud tiene los ojos fijos en el obscuro callejón que semeja para los espectadores noveles cubil de hircanos tigres. Callan lumbreras y tendidos, y el pueblo lidiador que momentos antes reía, silbaba, y hasta parecía cantar, calla también.

II

Es un bicho barroso, boyante, de libras y de pies; un toro de reserva. ¡Vámonos señor! Y cómo ha entrado en el coso, agitando la cola, resoplando fuego y removiendo el polvo! Recto como una saeta embiste contra el grupo central que se abre y dispersa para darle paso.

La fiera cruza el redondel y remata en el fondo, buscando salida; se detiene en la valla; intenta saltar, y ensañada golpea el muro y bufa colérica y rabiosa. Momentos después toma por la izquierda y recorre dos o tres veces el círculo, pugnando siempre por escapar de aquella turba desatentada que la hostiga y persigue. Gritos y silbidos la embravecen e irritan, la encienden y exasperan; y ciega, sin tino, arremete aquí y allá contra aquellos, que la retan e insultan con insolentes apostrofes y frenético clamoreo, escapando luego de su furor con un salto oportuno o una carrera tan rápida como grotesca. Pero todo es en vano: la siguen, la rodean, se le plantan delante, citándola atrevidos, con resueltos ademanes, sin orden, sin reposo, sin arte, sin belleza, deseando cada uno —¡vaya si es malo el gusto!— ser el preferido para el revolcón de la tarde.

Aquello da vértigos; es el vuelo desenfrenado de la oda taurina; el ditirambo romántico del valor, que impetuoso, ciego e irreparable, se arroja en el torbellino de aquella lid de terribles duplicados peligros.

No busques en ella, viajero discretísimo, las donosuras y gentilezas del torero clásico que, siempre apuesto y en cualquier momento lleno de gallardía, hace olvidar lo comprometido del lance con lo airoso de las actitudes y la gracia de los movimientos; ni el cumplimiento exacto de las reglas de un arte que no consiste sólo en evitar riesgos y salvar peligros, sino en realizar a cada instante singulares bellezas; no, eso no encontrarás allí; que no es eso lo que busca el pueblo en este juego que viene a ser, tras la corrida correcta y formal, como el saínete regocijado después de la grave y empingorotada tragedia; pero sí podrás encontrar en él —y me parece digno de tu admiración— un gran acopio de fuerza y de virilidad que aquí tiene desahogo y empleo; un alarde inconsciente de valor temerario que fortalece el alma y vigoriza el cuerpo; un pueblo altivo y bien templado, haciendo patentes los rasgos más interesantes de su carácter: el denuedo y el arrojo.

Perdida la esperanza de hallar salida, el toro, en cambio inesperado, vuelve al centro de la plaza para triunfar de sus enemigos como el Horacio de la leyenda histórica. Con el testuz erguido, ostentando las potentes astas, recortadas, sí, mas no por eso menos temibles, y bebiendo a grandes sorbos el aire caldeado del redondel, avanza mugidor y terrífico, exhalando por la nariz sanguinolenta los últimos alientos de su brío y las primeras quejas de su impotencia. Embiste furioso: caen a diestra y siniestra un lidiador y otro lidiador; y aquí es de ver cómo ruedan por tierra el remendón ebrio, cuyas piernas apenas pueden sostenerle; el correcto artesanillo que se levanta hecho una lástima; el granuja que siente llegar su última hora, y sobre ellos pasa el bicho hozando cuerpos y bañándolos con hálito de fuego. Levántanse las víctimas rengas y maltrechas, mientras desde los tendidos y lumbreras los espectadores, entre conmovidos y burlones, saludan a la fiera con estruendosos vítores.

Mas no bien se para el toro, cuando ya está cercado de nuevo por aquella multitud incansable e inquieta que la estrecha y oprime. Nada la detiene en su furor taurino y le echan a las astas mantas y sombreros, sarapes y jorongos, cuanto tienen a mano, para domeñarle y vencerle, y hasta le clavan traidora y alevosamente, por detrás, las banderillas inútiles que el capitán obsequioso y galante ha repartido entre los aficionados más entusiastas.

Cálmase un tanto la acosada fiera y con desaliento que revela congoja, acaso con rabioso desdén, embiste y acomete, floja y desmayada, como para dar confianza a sus adversarios, disimulando que su energía decae, y sin duda, deseando morir antes que recibir tales afrentas. Asido de la cola, no puede avanzar y desesperado e impotente brama, y rebrama con angustioso afán. Imagínate, lector amable, a mío Cid, cercado de agarenos y reducido a limitado espacio, sin que Babieca le ayude, ni Colada le valga, y comprenderás la ira del orgulloso rey de la pradera, «del noble hijo de la torada» que criado en la libre, ilímite dehesa, bajo el inmenso cielo cuyos aires refrescan y vigorizan, temido y respetado siempre, se ve, por vez primera, acorralado en estrecho recinto, insultado, vencido, escarnecido por tantos y tan implacables enemigos que, merced al número, hacen alarde de fuerza y de poder.

Asido de la cola, pronto caen sobre su frente para derribarlo, y más que domeñado, desmayado de rabia, rueda por tierra, maldiciendo a sus contrarios con un bramido que parece sollozo.

El pueblo ensorbebecido, grita y silba, palmotea y clama, y se siente feliz. ¡Ha triunfado!

El humillado rey de la llanura hace poderosos esfuerzos para romper la red humana que le envuelve y desasirse de sus insolentes vencedores; pero todo es inútil.

Con los ojos centelleantes e inyectados de sangre, tragando la espuma de su impotente rabia, yace en tierra y quisiera morir.

Entre aquella turba de arrojados lidiadores hay individuos de acreditada fama y de renombre popular. Nadie sabe su nombre, ni su oficio, ni si tienen casa; se les ve únicamente en las corridas, y los concurrentes los distinguen con un apodo apropiado a su figura o a sus cualidades… artísticas. Uno se llama el «Diablo»; otro el «Chango»; éste «Culebra»… aquel tiene un nombre bárbaro que acaso es, por licencia taurina, una contracción de su verdadero apellido.

¿Ves, lector amigo, entre los que forman aquel grupo, un joven alto, pálido, ojeroso, enjuto hasta la demacración, que con simpático desgaire y militares bríos, dirige los movimientos de la incansable turba, ese de blusa azul, muy aseado, y ágil? Ése es el «Diablo».

¿Ves aquel otro, ancho de espaldas, de tez cobriza, de cabellos hirsutos y que cuando ríe parece un mono? Ése es el «Chango». Pues bien, uno de los dos ha de jinetear al toro.

—¡Que le monte el Diablo! —gritan en el tendido.

—¡Nooo…! ¡Nooooo…! ¡Siiiií…! ¡Siiiií…!

—¡Que nó…! ¡Que sí…!

Las opiniones se dividen; pero como en ciertas luchas periodísticas, los partidarios del «Diablo», que están en mayoría, y gritan fuerte, son los que ganan.

El solicitado jinete desea montar y saliendo del grupo hace más visible su «acreditada personalidad». ¡Cómo no ha de hacerlo! Manifestarse tímido o esquivo sería tanto como echar en los fangos del arroyo su fama de valiente y ágil, conquistada en muchos domingos a fuerza de porrazos y revolcones; sería como deshonrar un apodo que para su ilustre persona es como el alias en el torero de cartel: un título glorioso con que la fama atruena los ámbitos del mundo.

Se dirige a la presidencia, se quita el sombrero, y con rostro suplicante y risueño pide la venia. El señor Regidor parece poco dispuesto a concederla y en su edilicia cara se lee claramente, como un rotulón prohibitivo, que no quiere acceder a tan humilde súplica.

El concurso grita desaforadamente.

—¡Siiiií! ¡Siiiií! Que lo monte! ¡Que lo monte!

El señor Regidor, cuya popularidad corre peligro en aquel trance, y cuya presidencia aquella tarde ha sido tan acertada que no tiene que temer una próxima cogida de los periódicos taurinos, vacila, duda, y, después de consultar con los que le hacen compañía, cede, y con una inclinación de cabeza, majestuosa y cesárea, dice que sí.

Entonces el pueblo soberano, la gran entidad en cuyo nombre se decretan constituciones, se convocan congresos y se aumentan los impuestos, aplaude con furia extraordinaria a su representante por tan generosa merced.

En tanto los que retienen a la fiera van perdiendo fuerza y abandonando el puesto, no sin atraerse las burlas de los que con mayor atención siguen las peripecias de la lid, ni sin merecer de sus compañeros de faena insultos y loas que suelen ser causa de muy serios disgustos.

En aquellos momentos la res hace acopio de fuerza, y con soberbio empuje se alza victoriosa. Acomete a cuantos la sujetan y escarnecen, y postra en tierra, entre las carcajadas y agudos silbidos de la multitud, a sus poco antes envanecidos opresores. El pueblo tiene arranques de generosa equidad. Al principio celebró la hazaña del valeroso grupo; ahora saluda con una salva de frenéticos aplausos el rudo desquite de la fiera.

Difícil es volverla a sojuzgar; pero no faltan oportunos auxilios: pronto entran en el coso un «charro», y tras éste otro que, aprestando la reata, acuden para acelerar la faena.

Los «charros» son también aficionados; asiduos concurrentes a los herraderos de las haciendas vecinas, donde se entregan sin freno al delirio vertiginoso de las «manganas» y las «colas». Charros de gran facha y gran golpe, por mucho que no gocen de fama principal entre la verdadera gente de a caballo.

Ni Bayardo en torneo, más altivo que ellos; montan bien y visten mejor; saben atraerse las miradas de las chicas más guapas de sol, y hasta provocan envidias y causan celos a más de un mancebo galanteador y afortunado.

Con la gracia natural del jinete mexicano, apuestos y gentiles, entran haciendo escarcear el moro o el tordillo, y soltando la reata la revolean por alto para enlazar la fiera. Tras dos o tres lazos mal dirigidos y bien silbados, logran derribar al bicho, sobre el cual se precipitan en tropel los del maltrecho grupo, más insolentes y enconados que nunca.

Aquí principia afanosa lucha para poner el pretal; trabajo prolongadísimo, porque todos lo estorban y retardan. Uno se pone a horcajadas sobre la res; otro pretende pasar la cuerda por debajo; éstos quieren ayudarle; aquellos lo impiden, y sobre el animal hay un cruzamiento de brazos y de manos, que parece que se les multiplican y aumentan de un modo maravilloso y sorprendente. En tanto, el jinete recorre la barrera en solicitud de algo que no encuentra, de algo indispensable que los «charros» espectadores no le quieren proporcionar: espuelas. Por fin se las dan, y entonces verás a mi humilde hombre, lector curioso, apretarse la faja, calarse el sombrero, y alistarse para dar principio y término a la hazaña.

Ya nada falta: el «Diablo» se acerca, prueba la tirantez del pretal, la encuentra buena, y se retira a pocos pasos de distancia. Allí un lidiador oficioso y cansado le calza la espuela, con la misma seriedad y nobleza con que lo hicieran castellanas o princesas con el invencible Amadís.

Al fin se monta, a medias, porque la postura del toro sólo así lo permite; se ajusta el sombrero, se ase de la cuerda; le quitan los lazos que sujetan al bicho… y… ¡upa!… ¡arriba!… y ¡vámonos, señor!

Dispérsase el grupo, alguno queda para irritar al toro, doblándole la cola… y ¡a correr!

Parte el toro, enarcando el lomo, levantando el anca, azotando la cola, tirando coces y embistiendo al aire. El jinete se afianza con los muslos, echa el cuerpo hacia atrás, grita y apostrofa al toro con singulares epítetos que encierran desvergonzadas frases, y le clava las espuelas en los ijares, todo entre el clamoreo victorioso de sus partidarios, el gritar de los chicos, el silbido de los granujas y el saludo de los risueños espectadores.

El toro recorre el redondel, seguido de la multitud que no se cansa de acosarle. Dos o tres veces el jinete está a punto de caer; más de cuatro siente que los espesos vellones del testuz, empapados en copioso sudor, le pasan por la frente; pero otras tantas recobra el equilibrio, resistiendo las bruscas sacudidas y el juego traidor de la movible y resbaladiza piel en que se asienta.

Nadie creería, al verle tan pálido y enjuto, y al parecer tan débil, que era capaz de tal empresa; ninguno pensaría que aquel joven ojeroso y de aspecto enfermizo, poseía tanta fuerza muscular. El «Diablo» parece clavado en los lomos de la fiera, que, pronto, inútil y agotada, pasa de la carrera al trote, y de éste al paso, hasta que, por fin, mustia, abatida, se detiene como queriendo vencer con la pereza lo que no pudo conseguir con su perdida bravura.

Entonces termina el juego y concluye la diversión; los lidiadores se van retirando a los burladeros y tendidos, recogiendo los trapos, lamentando una caída y quejándose de contusiones y estropeo.

El regidor benévolo da por terminado el espectáculo. Suena el clarín, el jinete abandona los lomos de la fiera, como Dios le ayuda, de un salto o escurriéndose por las ancas, las más veces rodando por el polvo, y otras cayendo en brazos de sus admiradores y partidarios. En seguida, los charros sacan a lazo el toro del revuelto y todavía ensangrentado redondel.

III

Esto es, lector amable, lo que antes se llamaba «toro de la plebe» y lo que ahora, en tiempos más democráticos, llamamos «el toro del pueblo».

Juzga como te plazca; desapruébalo si gustas; celébralo si quieres; pero estoy seguro de que, en ningún caso, te atreverás a negarme que esta lid en que el arte, como hoy acostumbramos a decir, «brilla por su ausencia», y que sirve como de escuela para los Poncianos futuros, tiene no poco de singular atractivo, de pintoresca hermosura y de gran virilidad; que en él nuestro arrojado pueblo pone de manifiesto su amor al peligro y su valor característico, templando su ánimo para los combates y vigorizando su naturaleza.

Tendrá mucho de bárbaro, concedo, pero en él, se forman esos hombres que, llenos de ardimiento, son para la patria en los campos de batalla fieros servidores, indomables y heroicos. No puede ser de otra manera, cuando corre por sus venas nobilísima sangre, sangre latina.

IV

Cuando asisto a este espectáculo, lector discreto, gusto de situarme en la puerta de la plaza, para ver salir a los concurrentes y recoger los jirones de conversación que dejan caer delante de mí.

La multitud agrupada en la calle va dispersándose poco a poco. La clase alta torna a su vida triste y monótona, a sus fastidios cultos y a sus enervamientos refinados; el pueblo, el pobre pueblo, feliz con su cansancio y orgulloso de sus proezas taurinas, regresa al hogar en busca de reposo, charlando alegremente y acopiando material para contar esa noche a sus amigos y vecinos los pormenores de la corrida, y alegrar con ellos las horas de trabajo en la famosa fábrica, en el obrador humilde o en el acreditado taller.

Una vez me detuve en una esquina de la calle próxima, para oír lo que dicen al paso los espectadores, y admirar las postreras luces del crepúsculo.

Entre los que por allí pasaron, iban unos españoles decidores y francos; unas pollitas de rasgados ojos, muy pagadas de su florida primavera; dos yanquis trotones, muy rechonchos y altivos, que en vez de botas calzaban cascos de navío, y un viejo artesano acompañado de un apuesto mancebo simpático y alegre. Y así decían:

Un español: —¡Eso es muleta, chico! ¡Ni en Madrid!

Las pollitas: —Será lo que tú quieras; pero ese hombre es muy guapo!…

Uno de los yanquis: —¡Ah! Este pueblo moch barbaridá!…

El artesano, dirigiéndose al joven: —A mi hermano lo mataron en Churubusco, y a mí me hirieron en Molino del Rey…

No oí más. Era ya muy tarde. La noche venía a toda carrera, y sobre las montañas del norte las nubes, bañadas por los últimos fulgores del sol poniente, parecían alumbradas por el reflejo rojizo de un campo de batalla.


Publicado el 1 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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