Voto Infantil

Rafael Delgado


Cuento



Al Sr. Lic. Don Victoriano Agüeros


En Febrero de 1892 se presentó al Congreso de los Estados Unidos una proposición, encaminada á que esa República devolviera á la de Méjico las banderas que nos fueron arrebatadas durante la injusta guerra de invasión, en los años de 1845 a 1848. El periódico EL TIEMPO protestó contra tal proposición, por juzgarla humillante para nuestra patria, y tuvo la satisfacción de que á su protesta se adhirieran miles de mejicanos. Al fin se logró que dicha devolución no se hiciera.—(N. del E.).[1]
 

I

Allá por el barrio de los Desamparados, frente a la tienda de «El Fénix», en una vetusta casa de vecindad, a la entrada, en el departamento de la izquierda…

Si algún día acertáis a pasar por esa calle tortuosa y mal empedrada, siempre lodosa y llena de fango por el desbordado arroyo, en cuyas márgenes herbosas vagan hasta media docena de patos caseros, fijad vuestra atención en una puerta baja y angosta, sobre la cual, en un cuadrito azul, algo más grande que una pizarra, dice: «Escuela particular para niños»… Allí vive el viejo soldado, en una pobre habitación que le cuesta cinco duros al mes. Es poco, otro cualquiera daría más; pero el propietario que le estima y considera, se la alquila en ese precio, a condición de que cuide de los entrantes y salientes, cobre alquileres y se entienda con los inquilinos, los cuales le dan mucho trabajo; unos por malos pagadores, otros por pendencieros y aficionados a la caña. Pero don Antonio, con sus setenta años y todo, es hombre de temple, y ¡cuidadito!… Con él no hay que jugar.

Cuatro piezas tiene el departamento: en la una, la mayor, está la escuela, una escuelita de barrio, acreditada y concurrida, donde jueves y sábados se estudia el Ripalda, se reza el rosario, y… se canta el Himno Nacional, la hermosa canción de la patria mexicana que hace latir los corazones; la siguiente es la recámara de la jorobadita, la nieta del inválido, una infeliz muchacha, tan deforme como hacendosa; la otra sirve de alcoba a don Antonio y en la última tiene la cocina. Una cocina muy arreglada y limpia, con su brasero de Necoxtla, con su armario lleno de platos y tazas de mil colores, y con las paredes cubiertas de cacharros; una multitud de cazuelas y cazuelitas, simétricamente colocadas; desde la colosal en que, allá, por la segunda decena de junio, condimenta la jibosa un mole de guajolote de rechupete, hasta lo minúsculo de la alfarería arribeña, jarritos, torteritas, pucheros muy cucos, como para uso de liliputienses, mil chucherías baratas de barro de la Puebla, que la pobre corcovada se ha complacido en coleccionar.

Aquellas buenas gentes vivían a costa de muchos trabajos, y la escuela fué para ellos una tabla de salvación. Don Antonio disfrutaba de una pensión del Gobierno, mal pagada, es cierto, y que apenas le bastaba para comer «sola, caballo y rey», pero, en fin, algo era. Y a fe que Don Antonio se la merecía. Estuvo en el sitio de Veracruz con la Guardia Nacional de Pluviosilla. Pasada la capitulación, y ardiendo en odio contra el invasor, corrió a la capital, se alistó en un cuerpo que probablemente entraría pronto en campaña. Se batió como un valiente en Padierna, y en Churubusco, y después de ver su bandera en manos de un soldado de Pillow, una bala de cañón le llevó el brazo izquierdo. ¡Vaya si tenía derecho a la pensión!

Allá por los años de 65 a 66, falto de recursos, abrumado de deudas y con su nieta enferma, en una palabra, pereciendo de hambre, aceptó del Gobierno imperial un empleo insignificante, el de portero de una oficina, o algo así, por lo cual, cuando se restableció la República, el guardia nacional de Pluviosilla, el batallador de Padierna, el mutilado de Churubusco, el bravo soldado que sólo simpatizó con el Imperio por, cuanto éste contrariaba los intereses y designios del yanqui… fué acusado de… ¡traidor a la patria!

Indignóse al saberlo, bufó, maldijo y no volvió a decir palabra acerca de su pensión. Colocóse en una hacienda, de guardamelado, y de allí volvió enfermo de calenturas malignas.

Cierta vez, hace diez años, alguno le dijo que insistiera, que no sería difícil que le volvieran la pensión; con buenas recomendaciones la cosa era segura…

—¡No en mis días! —exclamó, y habló de otro asunto.

Pero los tiempos buenos no venían. Un día se dijo:

—Antonio: bien visto, tú no tienes derecho a nada; no peleaste en defensa de tu patria, injustamente atacada, por interés de unos cuantos duros; así, puesto que tus servicios son desconocidos o echados en olvido, mientras tantos que lucieron uniformes imperiales y comieron y bebieron a la mesa del Archiduque, y recibieron de él cruces y grados, medran y están en candelero, ni solicites mercedes, ni demandes favores, que eso sería como si fueras a pedir limosna a quien tiene el deber de no dejar que te mueras de hambre. Así, acuérdate que en tus verdes años tuviste algunas letras; recuerda que si los bigardones de tu compañía nunca pudieron subírsete a las barbas, bien podrás habértelas con dos o tres docenas de chiquillos; ¡a bien que si un día se te pronuncian, ya lo sabes, con la Ordenanza basta y sobra!

No, Antonio; no, señor sargento del Mixto de Santa Anna, no hay que pedir favor ni que rendirle a nadie; vale más que te metas a maestro de escuela.

Y dicho y hecho. Ahí lo tienen ustedes en la escuelita del barrio de los Desamparados. ¡Y vaya si se cumple allí con la Ordenanza!

II

Son las once y media de la mañana.

¡Qué día tan hermoso! ¡Un día primaveral! Entra la luz a torrentes, y los niños, llenos de impaciencia por salir, trabajan con inusitada aplicación. Al otro día es día de fiesta, día de San José y la hermosa campana del viejo templo de San Francisco repica alegremente, anunciando la próxima solemnidad.

Don Antonio ha recorrido ya todos los bancos, todas las filas, como él dice, y mientras los niños copian las invariables muestras que dicen, y no se cansan de repetir «Palo Alto», «Cerro Gordo», «Veracruz», «Padierna», «Churubusco», etc., etc., o «Texas», «Nuevo México», «Alta California», etc., etc., el inválido maestro lee en la silla, su libro favorito, un libro muy releído y resobado, tentación eterna de los chiquillos, que tiene estampas lindísimas de guerra y soldados, y al principio, frente a la portada, un Napoleón a caballo, pasando los Alpes, que es una dicha el verle.

Arriba del asiento del señor don Antonio, una Guadalupana con su lamparilla delante; a la derecha, contra la pared, el pizarrón, y al otro lado un mapa de México.

Algunas veces preguntaban los niños:

—Señor maestro: ¿por qué ha pintado ud. de negro esa parte de los Estados Unidos que linda con nuestra República?

—¿Por qué? —respondía el anciano, haciendo un gesto y atusándose el poblado y encanecido bigote, un verdadero bigote de granadero—. ¿Por qué? ¿No os lo he dicho ya, a ti y a todos? ¡Ah! Porque esas tierras están siempre de duelo; fueron inicuamente arrancadas a la patria; están bajo extranjero dominio… ¿Ya lo oíste? ¿Ya lo oyeron todos? ¿Ya? Pues no lo olviden, y ¡a su lugar todo el mundo!

Leía el veterano, los niños trabajaban alegremente, y quien a la sazón pasara, no creería que estaba a las puertas de una escuela.

En la última mesa de la tercera clase, un jovencito de modesto traje, vivaracho y bien tratadito, de ojos inquietos y despejada y noble frente, acaso periodista dentro de algunos años, deja la pluma, se entreabre la blusa, y cautelosamente saca un rollo de papel: un periódico. Sobre las rodillas, protegido por la mesa, desdobla el pliego, le coloca luego sobre el cuaderno de escritura, y siguiendo el ejemplo del señor don Antonio, se echa a leer.

La sección europea no le interesa, y pasa adelante; sigue con la parte amena y allí encuentra grato entretenimiento, pero, ¡ay!, arrastrado por el encanto de viva narración, olvida que está en clase, alza el papel por alto y trata de volver la hoja.

—¿Qué es eso, Enrique? —exclama el veterano—. ¡Linda manera de perder el tiempo! ¡Bonito! Pareces un diputado que se entera de los sucesos del día! Ven acá, trae ese papelote.

Gran rumor en la clase. Los alumnos volvieron el rostro para ver a su compañero, que, sonrojado y temeroso, dejaba su asiento y se disponía a obedecer la orden de su maestro. Llegóse a la mesita y alargó el periódico.

—¡Amiguito! ¿Qué es eso? ¡A la plana! ¡A la plana! Aquí no se viene a leer los periódicos… Aquí no queremos políticos, sino muchachos aplicados al estudio…

Enrique volvió a su asiento. Don Antonio arrojó el diario desdeñosamente y volvió a su lectura. Repasaba, por milésima vez, el desastre de Waterloo.

Los alumnos siguieron escribiendo. La campana de San Francisco entonó un nuevo canto, como diciendo a los muchachos: «¡Mañana a pasear! ¡Mañana es día festivo!».

El inválido, movido por irresistible curiosidad, dejó la cesárea historia; se puso en pie y tomó el periódico. Extendiólo sobre la mesa y fué recorriendo los nombres de cada artículo. Alguno de ellos le interesó, sin duda, porque, reclinándose sobre la mesa, se puso a leer con grande atención, y a poco se le vió ponerse pálido, y luego rojo como la grana. Algo murmuraba, alguna exclamación se le escapó. Los niños se decían: ¿Qué le pasa al maestro?

No pudo más el buen anciano, e irguiéndose con noble altivez, dando un golpe en la mesa, tan fuerte que algunos libros cayeron al suelo, gritó:

—¡Silencio! ¡Atención!

Silencio sepulcral. Los chiquillos se miraban asombrados… ¿Qué pasa? ¿Qué tiene el maestro?

Con trabajo dominó su emoción el veterano, y por fin con trémula voz empezó a hablar:

—Hijos míos: yo nunca leo los periódicos; no gusto de ellos, prefiero los libros; pero acabo de ver en este diario que trajo Enrique, una noticia que me ha llenado de indignación. ¿Sabéis lo que pasa? ¿No? Pues voy a decíroslo; algo que tiene que disgustar a todo mexicano que ame a su patria, como yo la amo, como os he dicho que debéis amarla… Oídme con atención, os lo ruego, tened presente que ya sois unos hombrecicos, unos hombrucos que deben ser formales. Oídme, yo os lo pido.

Con acento conmovido, lleno de expresión, narró clara y exactamente las desventuras de la patria, durante la guerra con los Estados Unidos; lamentó los desastres, celebró el valor de los defensores del suelo natal, cantó —digámoslo así, porque canto parecía la elocuencia del noble inválido— himnos gloriosos a los héroes de esa guerra, a los bravos paladines que lidiaron contra el invasor; tuvo rasgos sublimes al hablar de los «muchachitos» de Chapultepec que se portaron allí como unos héroes, y terminó maldiciendo de los que, sin razón ni motivo, por vil codicia, por codicia de mercaderes, invadieron el territorio mexicano y arrebataron a sus hijos aquellas regiones que en el mapa de la escuela aparecían pintadas de negro.

—Pues bien —continuó— hijos míos; ya estoy viejo, enfermo, achacoso; pero si hubiera hoy otra guerra con los yankees, os dejaría, sí, muy contento, para ir a perder, batiéndome, como lo hice en Churubusco, contra esos perros, el único brazo que me queda.

La chiquillería estaba atónita, muda, boquiabierta, con los ojos llenos de lágrimas.

—Pues bien —prosiguió encendido, centelleante la mirada— en esa guerra el enemigo nos quitó algunas banderas; ¡nosotros también se las quitamos! y allá las han tenido como trofeo de gloria… ¿De gloria? ¡Gloria es vencer al fuerte! ¡Gloria, es triunfar de igual a igual en una guerra justa! Y ahora, ahora, llamándose amigos, quieren devolvernos esas banderas, tintas aún en la sangre de nuestros soldados. No sería yo quien, si estuviera en servicio, iría con gusto a recibirlas… Muchos hay que no lo quieren, ¡yo soy de esos! y vosotros, vosotros, hijos míos, decidme, ¿queréis que Méjico recíba esas banderas?

En una exclamación unánime, entusiástica, ardiente, que parecía un anuncio de futuras glorias, la turba infantil contestó al punto:

—¡¡¡No!!!

—¡Bien! —exclamó el veterano—. ¡Así os quiero!

Y sollozante, bañado en lágrimas, llorando como un niño, pero radiante de alegría el rostro, se dejó caer en el asiento, murmurando:

—¡Salgan… salgan… ya dieron las doce… Enrique… toma tu periódico!…


Publicado el 1 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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